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Francisco. El Ingenio o las Delicias del Campo

Novela cubana

Anselmo Suárez y Romero



portada

(Las escenas pasan antes de 1838.)



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Advertencia

No fue Francisco mi primera producción literaria; pero solamente había escrito los cuadros titulados Una noche de retreta, Un viejo impertinente, Un recuerdo, y Carlota Valdés,1cuando emprendí, en 1838 y acabé en 1839, aquella novela, excitado por Domingo del Monte, a quien había pedido Mr. R. Madden2 algunas composiciones de escritores cubanos con objeto de saber el estado de la opinión acerca de la trata y de los esclavos, entre los jóvenes pensadores de Cuba. Desde el campo remitían los borradores a José Zacarías González del Valle,3 para que los corrigiese y copiase, y un traslado que él sacó con él título de El Ingenio o las delicias del campo, más apropiado, en concepto de Del Monte, que el de Francisco, pasó a poder de Mr. Madden, permaneciendo desde entonces los borradores, en la misma forma en que salieron de mi pluma. La copia que ahora coloco en este volumen no difiere de los originales, ya casi ininteligibles en muchos puntos, sino en la ortografía, habiendo reproducido fielmente aquéllos, aun en infinidad de palabras y frases que el lector tildará desde luego, como lo hacía yo conforme las   —40→   iba leyendo. En nada he variado tampoco el plan, dejándolo intacto en su conjunto y en sus detalles.

El lector me hará, sin duda, un cargo por haber respetado hasta ese grado una producción que bajo tal forma no es digna de darse a la prensa. Yo lo acepto; pero voy a decir lo que me ha sucedido. A ruegos de varios amigos he intentado algunas veces retocar en el fondo y en el estilo a Francisco; mas pronto conocí que, escrita la novela por mí hace tantos años, con el candor y el desaliño de un joven sin conocimientos de ninguna especie, porque hasta de numerosas faltas ortográficas están plagados los originales, lo que surgía, desde las primeras páginas limadas, era una nueva obra, y no la misma que brotó como un involuntario sollozo de mi alma al volver la vista hacia las escenas de la esclavitud. Así es que he rasgado todas las copias con enmiendas que comenzaba a hacer, prefiriendo que se mantenga el trabajo primitivo con el color ingenuo, imposible de ser imitado en el ocaso de la vida. Cuando publiqué mi Colección de artículos, en 1859, quise que entrasen a componer parte de ella los Fragmentos. El censor4 los rechazó apenas hubo leído los primeros párrafos, y si siempre había comprendido yo que mi novela no podía publicarse mientras existiese entre nosotros la esclavitud, lo cual influyó incuestionablemente para que en su oportunidad no tratase de mejorarla, los Fragmentos son, bajo todos sentidos, una prueba de que en la actualidad sería vano el intento de reproducir a Francisco metiendo la hoz en sus capítulos para cortar   —41→   lo malo y salvar lo bueno. Aun la copia que sé llevó Mr. Madden para Inglaterra, y por cuya adquisición estoy dando pasos, tal vez infructuosos por lo tardíos, no es verdaderamente igual a los borradores con cabal fidelidad transcritos ahora, porque José Zacarías González del Valle, que fue, en aquella época, el mejor de mis amigos, me excedía hasta tal punto, a pesar de ser tres años menor que yo, en instrucción y gusto, que sus correcciones, mutilando cuanto le parecía y arreglando algunas frases, acaso quitarían a la novela muchos de sus principales defectos para substituirlos con bellezas acreedoras a los aplausos que entonces equivocadamente se me tributaron, tomándose por exclusivamente mío lo que más había sido parto de otro ingenio. A ese error achaco los desmesurados elogios de Cirilo Villaverde.5

Pero confieso que después de tantos años como han transcurrido desde que, mirando de cerca nuestra vida campestre, trazaba con indócil mano los capítulos de Francisco, siempre que los vuelvo a leer, recibo la misma impresión que cuando los escribía. Sin querer, me lleno de tristeza, y acabo, sin poder remediarlo, por derramar lágrimas. Suelo reírme de mil palabras y giros mal usados y de multitud de redundancias y repeticiones enfadosas; pero en cuanto contemplo a Dorotea y a Francisco, víctimas de una institución horrenda, pienso que la crítica literaria, más severa habrá de ahogar sus censuras para compadecer a aquellos dos esclavos desventurados, juntando su llanto con el mío. Es el triunfo que me enorgullecerá.

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Muy distante estoy de figurarme que mi novela puede en nada compararse a La cabaña del tío Tomás, de la angloamericana Enriqueta Beecher Stowe; pero debo advertir que mis dolores y lamentos, por más que infringiesen todas las leyes del buen gusto, precedieron algunos años a las elocuentes páginas de aquella esclarecida mujer.6

Habana, y julio 23 de 1875.

Anselmo Suárez y Romero





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ArribaAbajoCapítulo I

Apenas se había levantado Ricardo, hermoso joven, hijo de la señora doña Dolores Mendizábal, ilustre y rica habanera, cuando se dirigió de la casa de vivienda a la de trapiche, donde estaba el mayoral, y habiéndole dado los buenos días, le dijo:

-¿Lo despachó usted? ¿Le ha chorreado la sangre? ¿Lo dejó usted a medio morir?

-Sí, señor, -le respondió aquél quitándose respetuosamente el sombrero.- No le cogió el sol en la cama; al Avemaría7 llevó su fondo, que le sabría a miel, porque el yelesito era de todos los demonios y el muchacho tiene la mano un poco pesada. Esta cáscara de vaca8 no es mala; es del buey Tigre, que se murió el otro día de viejo. Luego, el negrito vino con recomendación de la señora. ¿Servir mal a quien me paga el dinero con puntualidad? ¡Ni por pienso! Estos totíes9 se me atoran aquí en la garganta. Ítem más que...

-Todavía no me ha respondido usted. ¿Le chorreó la sangre? ¿Se puede menear? ¿Le arrancó usted la tira del pellejo?

-¿No le estoy contando al Niño? Les mandé a Juan, a Candelario, a Wenceslao y a Crispín   —44→   que me lo sujetaran por las manos y las patas; y yo mismo, con estas manos -¡cómo las maldecirá el maldito!- empecé a desflecarlo. «Uno, dos... lleva la cuenta», le dije, «en equivocándote, vuelvo a empezar la fiesta». A las ocho se equivocó y tuve que cumplirle la palabra. Comencé de nuevo. ¿Qué iba a hacer? Pero el negrito se emperró, que parecía un verraco montuno, y no quiso contar más; mordía la tierra, se mordía los bembos, echaba sangre por la boca y crujía los dientes. Bien. La jarana le costó treinta zurriagazos de añadidura. Por cincuenta llevó ochenta. Estos marinitos de la Habana creen que uno se mama el dedo y que se deja pasar la mota por la cara. ¡Pues arríense, y veremos dónde nos da el agua! ¡Apuradamente soy muy blandito de genio!10

-Hombre, por la Virgen Santísima, no he amanecido con ganas de conversar, y me está moliendo los sesos. Clarito, sin rodeos, responda usted a mi pregunta: ¿Salió o no salió la colorada?

-Toma que si salió ¡A mares, niño Ricardo! A cada beso de la pajuela saltaba un chorro; al fin, es de cáñamo. Y no fue eso lo mejor del cuento; los orines con aguardiente, sal y tabaco con que le embarré las nalgas; no le valió la guapería; dio más saltos que un venado. ¡Si digo yo que la unturilla es áspera!

-¿Dónde lo ha puesto usted? ¿En el cepo?11

-¡Bah, bah! ¡Entonces de nada le serviría el almuerzo! Le pegué un par de trabas, le di su machete, y se zumbó a cortar caña con la gente. ¡Estaría bueno dejarlo descansar a la sombra!   —45→   ¡Las cosas del Niño! Y mañana tempranito, veinticinco, y pasado, otros veinticinco; el novenario del Arcángel. No le faltará tampoco el ungüento de la Magdalena; soy un médico que paso de inteligente en la facultad. Después lo pondremos donde sude para que le `salgan los malos humores que debe de haber traído de la Habana, verbigracia, en las fornallas metiendo combustible, siempre con su grillete, y alerta sobre él. ¡Que se resbale, le encontrará los cinco pies al gato! Pero no me ha contado el Niño: ¿Le faltó a la señora? ¿Se huyó? ¿Se emborrachó? ¿Robó alguna cosa?; ¿Qué fue? Me dijeron: Don Antonio, una ración buena, que la sienta, y se la di. No obstante, es bueno saber su delito. Así me arreglaré en lo venidero.

-¿Su delito? ¡Una bobada! ¡Qué tuvo un hijo con la costurera de Mamita, sabiendo que es la niña de sus ojos! Y el muy perro, el muy atrevido, ni se lo negó, aunque fuera por respeto. «Es mi hijo, y su mercé me perdonará, señora» Éstas fueron sus palabras; don Antonio. ¿Habrase visto un descaro igual? Por su linda cara, después que trastornó a la mulata y le hizo la barriga, después que contravino las órdenes de su ama, pedir perdón, sin más acá ni más allá, es el colmo de la osadía. ¿Perdón? Sí, ya te lo estamos dando. ¡Cuero, cuero, es lo que tú mereces, vil! Y las órdenes de una ama tan bondadosa, tan complaciente. Por eso la tratan con la punta del pie. Desengañémonos, don Antonio, con los negros no valen condescendencias; se pierden sin remedio, y los amos son los que pagan el pato; desuéllelos usted vivos, trátelos usted a la baqueta, a patadas, a palos, como a los   —46→   mulos y a los perros, y será bien servido; andarán más listos que un lince.

-¡A buen pollo está aconsejando el Niño! Una cosa que la aprendí desde que me puse los calzones. Que no los hubiera yo manejado así y tal vez estaría hoy Su Señoría comido de los gusanos, o sin hallar finca en que acomodarse. En andando con blanditas, se duermen, se duermen, señorito, y el número uno no está muy seguro; el manatí12 atrás, el manatí, y verá usted lo que el Niño dice, que se matan trabajando, y que respetan y adoran al amo; esto es tan cierto como la Santísima Trinidad. Diez ingenios he manejado y en todos he seguido el mismo plan. No tengo de qué arrepentirme. Le contaré al Niño.

-Pero, señor, Mamita les tiene lástima; dice que es menester, mirarlos. Yo no puedo creerlo. Ellos descienden de los monos,13

o lo dudemos; repáreles usted sus bembas, su nariz ñata, su frente aplastada, la pasa, su haraganería, su torpeza, su abandono, su bestialidad, su ingratitud para con todo el mundo. Mire usted cómo le pagó ese salvaje a Mamita, perdiéndole una criada de estimación, deshonrando la casa, dando un ejemplo terrible a los demás esclavos. ¡Ah, y me afirmarán que son hombres que merecen compasión!

-Dispénseme el Niño que le interrumpa. El año de 24 me apalabré para mayoral del ingenio San Salvador, allá arriba, cerca de Matanzas, y varios individuos me dijeron que si yo era loco, porque la negrada estaba muy resabiada, y se corría el rum-rum de que los negaos habían mandado a un mayoral a la ciudad de canillas, que lo habían ahogado, y que lo habían enterrado   —47→   dentro del monte. ¡Qué sé yo! Lo cierto es que me pusieron la cabeza como un güiro. ¿El Niño se asustó y no fue? Pues lo mismo hice yo. Me llevé dos perros, dos trabucos de presa, y uno de busca. Azulejo era uno de ellos. Preparé un garrote de naranjo de dos pulgadas de grueso, afilé mi machete, y pecho al agua. ¡Qué chiqueo, señor, qué tongonearse, qué de melindres y delicadezas; unas sonrisitas, un hablarse en voz baja, un susurro como el de las abejas! Al otro día ahilé a los negros dos horas antes de salir el sol; viré a catorce, y al contramayoral de cabecera; les unté el ungüento consabido, les eché una rociada, los mandé al corte, y yo iba detrás en mi mula, con los perros, avivándoles con la pajuela. A las once fui al corte, y viré a seis; a las doce, a cinco; a la Oración,14 a nueve. Uno se quiso huir y le atojé los perros; no le quedaron más ganas de jugarse conmigo. A otro le rompí la cabeza de un macanazo. En fin, Niño, puse a la negrada como una madeja de seda; que yo mismo me asombré. Aquel año hice mil cajas, al otro, mil quinientas, al otro dos mil ¡Y lo que me querían aquellos demonios! En diciendo don Antonio, se despernancaban. Llegó el caso de que yo desde la casa gobernaba todo el ingenio. Hubo vez queme estuve tres días sin salir al campo.

-Un negro, -ya Mamita se habrá desengañado,- un negro que lo sacó chiquito del barracón,15 que lo crió como a un hijo, que se hizo hombre a su lado, que jamás llevó un latigazo ni un regaño siquiera, y si no, que enseñe su cuerpo, que lo confiese él mismo; un negro que se ha vestido como un príncipe, el buen calzón, la buena camisa, los buenos zapatos; que siempre   —48→   tenía que gastar, porque cada rato se le daba, que la peseta, que los cuatro reales, que el peso. ¿Y con cuáles trabajos, don Antonio? Limpiar el quitrín y los arreos, cuidar el caballo, poner la volante de Corpus a San Blando. ¿Era esto ser amo tirano y sanguinario? ¿Merecía Mamita un pago tan infame?

-¡Uf!, ¡uf!, lo peor, ¡la perdición!

-¿Merecía Mamita una recompensa tan infame? Se perderá, repito y repetiré mil y mil veces, se perderá quien sea humano con los negros, porque no son gente, porque son hijos del rigor. ¡Aquí aprenderá Francisco! ¡Oh!, ¡yo no tengo la culpa! Amigo, apretarle la mano duro, mas cuidado con matarlo; es menester que pene mucho tiempo a fuego lento, camarada; el contramayoral16

encima, en los trabajos más recios, sus grilletes. ¡Eh!, ¿me ha entendido usted? Está recomendado por Mamita, y ya le he dicho a usted su falta. Adiós. Se me olvidaba al mayordomo que le quite la ropa de listados que trajo, y le ponga una muda de cañamazo; y usted córtele los moños en viniendo del campo.

-Corriente. Se los cortaré a filo de machete, para cortárselos por parejo y que no le lastimen las tijeras.

Una vez que salió Ricardo del trapiche, y que fue a examinar, según costumbre, el azúcar de la casa de calderas, se volvió el mayoral hacia los negros, y con una alegría muy propia de un guajiro que odia a los hombres de color, descargó furioso cuatro o cinco cuerazos sobre cada uno de los desgraciados que trabajaban allí; quizás este castigo dimanaba no sólo del carácter naturalmente   —49→   irascible de don Antonio, sino también del aliento que le prestaba el amo de aquellos siervos, manifestándole su opinión respecto a las consideraciones que se les debían. No satisfizo su sed rabiosa con los negros del trapiche; recorrió los bagaceros, los juntadores y cargadores de caña, y acaso hubiera ejecutado lo propio con los de la casa de calderas, a no gobernarla un maestro de azúcar, enemigo suyo, y a quien temía en extremo; enemistad y temor nacidos, la primera, de que raros son los operarios de un ingenio que no se aborrezcan recíprocamente, y el segundo, de que a pesar de sus fanfarronadas y de las atrocidades que ejercía en los esclavos, era un cobarde rematado en chocando con personas libres. Resentido de no poder llenar sus deseos, azotó nuevamente a los negros de su mando y, habiendo acabado de sacrificar las víctimas, se recostó en una silla de cuero crudo junto al trapiche, con las piernas cruzadas, fumando su tabaco, y sonriéndose al aspecto del cuadro lastimoso que había preparado para espaciarse. Luego se durmió tranquilo en aquella postura, y entonces ¡qué pensamientos no cruzarían por la mente de los pobres negros!

*  *  *

Sabemos que la madre de Ricardo, enojada contra Francisco por haber manchado el honor de una esclava que apreciaba en alto grado, lo mandó al ingenio con encargo a su hijo y al mayoral de que lo castigasen sin piedad. Retrocedamos un poco, y averigüemos si era fundada o no la pena de un novenario, grilletes por dos años, y destierro perpetuo en la finca, que se impuso al esclavo.

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Ricardo decanta, en su conversación con el mayoral, la caridad de su madre y los muchos favores que dispensó a Francisco desde que lo sacó del barracón hasta que se los retribuyó con un crimen. Es cierto que realzaban a esta criolla su beneficencia y trato amable; prendas de más valía que su inmenso caudal y que el esplendor de su linaje. Pero en Cuba se distinguen los colores de las personas al ponerse en práctica; la humanidad y lo afable del trato son muy diferentes, según que recaigan en los negros o en los blancos; y tal individuo, cuya bondad de sentimientos nada tendría que apetecer en tratándose de los últimos, puede ser un tirano respecto de aquéllos, sin que él mismo lo repute falta, ni tampoco los que le rodean; de suerte, que lo concedido inocentemente por la naturaleza, ha venido a ser en nuestra tierra un motivo que justifique o desapruebe la moral de cada uno. No negamos por eso que haya quienes rechacen tan ridícula distinción, y amen en igual grado a los unos y a los otros, porque los unos y los otros son nuestros prójimos; mas no pertenecen esos casos a la regla general; parece que la esclavitud ha esparcido por nuestra atmósfera un veneno que aniquila las ideas más filantrópicas, y que sólo deja en su rastro el odio y el desprecio hacia la raza infeliz de las gentes de color. La señora ama de Francisco, que nació y se crió entre esclavos, no pudo eximirse enteramente de este influjo pernicioso. Si bien no oprimía con castigos a sus siervos, los miraba siempre con aquel desapego y sequedad que bastan para señalar la distancia que media de un esclavo a su señor. Los vestía, los alimentaba y los curaba bien en sus enfermedades; de ahí, sin embargo,   —51→   no pasaban sus atenciones. Por más que fuese de los señores menos crueles en comparación de otros muchos, debemos confesar que sus miramientos para con los negros no provenían de que los estimase dignos de ellos por ser hombres iguales a los blancos; entonces no se habría notado diferencia en su proceder con ambas clases. Los mismos pensamientos de Ricardo acerca del origen y naturaleza de los negros, suponiéndolos descendientes de animales, bullían en su alma; elemento que la hubiera arrastrado infaliblemente a las torpes acciones de su hijo, no habiéndose opuesto su sexo, y cierto fondo de buenas intenciones que, al paso de embellecerla, nos hacen sentir más el extravío que sufrieron; en una palabra, sus sentimientos de caridad hacia los esclavos casi se equiparaban a los que las criaturas compasivas usan respecto a los seres irracionales. De aquí que sus favores se quedasen a medias; y ya por esto, ya por haber mamado con la leche ideas de orgullo y de grandeza, la aristocracia de los criollos ricos y fijodalgos, le exigía un respeto profundo y una obediencia ilimitada, y no obstante la suavidad y dulzura de su genio, se irritaba en extremo cuando se oponían a sus gustos o caprichos. Desde que abrió los ojos empezó a mandar, y la costumbre de ser obedecida destruyó la paciencia que acaso hubiera mostrado con otra crianza. Fuera de este defecto, general en las hijas de Cuba, poco padecían los esclavos bajo su dominio; con tener satisfechas sus necesidades físicas estaban contentos, y querían a la señora Mendizábal lo propio que si los colmara de grandísimos bienes; por eso procuraban adivinarle sus deseos y complacerla en lo   —52→   más mínimo, seguros de que así alcanzarían su estimación; sabían muy bien, que en contrariándola, los castigaba, no con azotes, ajenos de una mujer y de una mujer esclarecida, y que mal se avenían con su caridad natural, sino privándoles de ropa, de paseos, o de la pequeña merced que regalaba los domingos a los que se habían portado a su gusto durante la semana; sabían muy bien, que complaciente en obedeciéndola, su enojo era cierto y terrible en caso contrario.

De todos sus criados sobresalía uno por lo leal, trabajador y. exento de vicios; éste era Francisco. Arrancado de África a los diez años, le fue fácil a la señora Mendizábal amoldarlo a su talante, y mucho más a causa de su carácter humilde; lo apreciaba por consiguiente sobre los otros, y lo distinguía; pero nunca se despojó de la sequedad y tono que la educación le infundiera y que juzgaba necesarios para con los esclavos. Por lo mismo que había concebido la esperanza de sacar de Francisco un sirviente inmejorable, se curó al principio de corregirlo incesantemente, no perdonándole un desliz tan sólo, y de conservar después ilesa en todas ocasiones su autoridad, y el respeto de aquél; con todo de ser el predilecto, el lleno de favores, encontraba en su señora un imperio que no hallaban sus compañeros, por estar persuadida la criolla de que la afabilidad lo hubiera pervertido.

La señora Mendizábal lo educó a imitación de los mejores dueños de la Isla. Por lo que dice al entendimiento, habría quedado en absoluta ignorancia, si no hubiera aprendido a leer y   —53→   escribir laborando entre una muchedumbre de inconvenientes; conocimientos bastantes singulares en un siervo, y en un siervo de nación.17 La carencia de libros y de lugar ocasionaron que tales luces, de subido precio en quienes pudieran aprovecharlas, le ayudasen muy poco, y que su talento despejado permaneciese en un abandono deplorable. Su moral adelantó más, oyendo las máximas y santos consejos de la señora Mendizábal, atesorando por naturaleza una índole inclinada al bien, y con el ejemplo de una mujer virtuosa, que influye extraordinariamente en la conducta de los que la tratan de cerca.

Además de su claro entendimiento y riqueza de corazón, lo había favorecido Dios concediéndole un físico encantador; de una estatura aventajada, airoso y fácil en los modales, andaba siempre con la cabeza alta; su tez de azabache lucía sobremanera por el blanco purísimo de sus ojos y de sus dientes; y la sonrisa y el mirar melancólicos que esparcían cierta expresión de tristeza en su semblante, aun cuando penetrase en su alma algún rayo de alegría, y aquel modo de hablar patético, arrastraban consigo a cuantos le conocieran. La belleza de Francisco tenía doble valor, a saber: que las facciones revelaban lo noble y generoso de su pecho, a semejanza de las aguas de un río cuando reflejan la imagen de la luna que brilla en el azulado firmamento. Un pesar lo afligía perennemente: ser de condición esclavo; pesar que no bastaban a suavizar las distinciones de su ama; pesar que sólo puede extinguirse con la muerte. Este dolor, este tormento insufrible habíase propuesto sofocarlo, en la persuasión de que, publicando el mal, acaso crecerían las penas en vez de mitigarse; su genio   —54→   apacible se hermanaba perfectamente con la resignación de un cristiano, con el sufrimiento de los estoicos, indicio de un alma grande que permanece serena en medio de los infortunios que la abruman. Por eso aquel tinte lúgubre de su rostro que cautivaba y seducía; aquel tinte con que son representados los mártires de la fe.

El género de vida que observaba, iba unísono con sus pesares. Constantemente ocupado en el desempeño de los deberes anexos al oficio de calesero, no se mezclaba en las conversaciones ni en los regocijos de los demás esclavos y mucho menos en sus desavenencias; en acabando de limpiar el quitrín y los arreos y cuidar la bestia, se recogía en su pequeño cuarto, cerca de la caballeriza; almorzaba y comía solo; subía las escaleras de tarde en tarde, y eso, llamado por su señora, que no extrañaba ya aquel aislamiento, por otra parte, de su gusto. Con los de afuera usaba una conducta semejante, y eso que no hay oficio que asocie a los negros como el de calesero; para convencerse de esto, échese una ojeada en derredor, y donde quiera se verán en la Habana grupos de ellos, en las plazas, en las calles y en los zaguanes, que ora vestidos de librea, con la cuarta en la mano y sonando las anchas espuelas, ora ataviados con fluses, gran sombrero de paja, un pañuelo atado por dos puntas al cuello y cayéndoles sobre el pecho, cantan sus canciones, de que luego sacan los músicos de color las danzas y los valses de Cuba más risueños; o bailan el zapateo, o tocan puntos en el tiple lastimero, o charlan de caballos; carruajes, regateos, y de sus amadas, ponderando y mintiendo a maravilla. Pues Francisco huía de estas reuniones cuanto le era posible. Sin embargo, concurría   —55→   a las veces instado de los amigos, que lo idolatraban por su desinterés, y que para animarse necesitaban de su habilidad en puntear el tiple. Diciendo que cantaba primorosamente El llanto, habremos dado una idea de la dulzura de voz, de la gracia y estilo, que le acarrearon entre los caleseros el sobrenombre de Pico de oro.

Hay una época de la vida en que el hombre, y principalmente el hombre desgraciado, necesita de una mujer que lo distraiga con sus encantos y caricias; una época en que necesita amar. Francisco llegó a ella, y tornando la vista hacia las jóvenes, tuvo que alejarla de las blancas, que debía admirar tan solamente, y buscar entre las de color el ángel por quien anhelaba en sus horas apenadas. Había en la casa una mulata criolla, hija de la negra que diera de mamar a Ricardo, que a causa de su peregrina hermosura y honestidad y recato infundidos por la señora Mendizábal, a cuyo lado se criara, le pareció a Francisco una compañera a propósito para aliviar sus padecimientos. Llamábase Dorotea, y desempeñaba los oficios de costurera y criada de mano. Muy pronto fue correspondida su pasión y comenzó a gustar el bálsamo que derrama una mujer en los corazones puros e inocentes. Olvidó su condición de siervo; y adorar a Dorotea, proporcionarle goces, pensar en su matrimonio, en los hijos, en el medio de libertarse y en la paz que gozarían, he aquí las imaginaciones e ideas que desde entonces le ocuparon.

Para casarse pidió a su ama el permiso correspondiente,18 y ésta se excusó de dárselo, alegándole una muchedumbre de razones: que su reserva y melancolía se acordaban mal con el   —56→   matrimonio, en que los esposos deben ser francos y estar alegres; su edad de veinte y dos años y la de Dorotea que contaba diez y siete; la carga inmensa de ese estado; lo que se arrepentiría cuando le nacieran hijos, e hijos esclavos la pérdida del sosiego que hasta entonces había disfrutado; y por último que, soltero, no había tenido jamás disgustos con los otros domésticos; pero que, casado, indispensablemente se alteraría una amistad tan estrecha, lo cual habría de redundar en perjuicio de él, de su ama y de toda la familia. «Francisco oyó estos consejos con la mayor atención y prometió a la señora Mendizábal seguirlos, poniendo para ello cuanto estuviese de su parte. El pobre se alarmó al oírle que la tranquilidad de la casa se turbaría y prefirió vivir para siempre desconsolado, olvidando a la mulata, y llorar sus desventuras en el silencio y la soledad; enorme sacrificio que los favores de aquella señora le parecieron justificar y que era necesario consumar ya, supuesta la ciega obediencia que de continuo exigía a sus esclavos, y, en particular, a él.

Pero su pasión, como hemos dicho, no había brotado en las risas y placeres, donde pronto se olvidan, sino en medio de amarguras y padecimientos, cuando el corazón humano, enfermo ya de puro sentir, mira en esa estrella del cielo todo lo que le falta en un mundo miserable. El empeño que tomó por ahogarla lo desengañó de que sus fuerzas no eran bastantes para conseguirlo; su cariño fue aumentando sucesivamente, desde que formara la resolución de concluir sus relaciones   —57→   con la mulata, viendo su hermosura, lo pensativa y cabizbaja que se había puesto, el esmero con que lo cuidaba y la falta que le hacían sus palabras consoladoras; hasta que, aburrido de sufrir, se echó por segunda vez a los pies de su ama, le pintó sus terribles congojas, le prometió tolerar con paciencia los trabajos del matrimonio que le había representado, y conducirse Dorotea y él de modo que no tuviera la queja más leve contra ellos. La vehemencia con que se expresaba tocó vivamente a su señora, que habría accedido ala solicitud, si el mismo bien del esclavo y otras causas no la indujesen a lo contrario. En efecto, juzgaba incompatibles la misantropía y retiro de Francisco con la sociabilidad que exige el matrimonio, y creía de buena fe que éste sería un fecundo manantial de discordias entre los esposos y sus compañeros. Estimando a su calesero y a la mulata, y amiguísima de que en su casa no hubiese riñas ni altercados, es de presumirse la impresión de estos discursos en el ánimo de la señora Mendizábal que, religiosa por otro lado al extremo, recargó allá en su fantasía la responsabilidad que tendría ante Dios por no haber impedido un matrimonio, fatal para los novios y causa precisa de disturbios y pendencias. Había negado también el permiso una vez, y juzgaba debilidad en su clase de ama el volverse atrás; el gobierno de una casa estribaba para ella en que siempre triunfasen los blancos de los negros. No valieron promesas ni juramentos; se mantuvo firme en su propósito, fiándose en que el tiempo, que todo lo destruye, apagaría poco a poco la llama que sé había encendido en Francisco y Dorotea; como si el amor   —58→   de dos jóvenes en lo florido de sus años se borrase, mientras viven bajo un mismo techo y respiran un mismo aire.

Siete meses habían cursado de la primera ocasión en que impetró el esclavo la licencia de su casamiento, en cuyo espacio repitió varias veces sus instancias, que fueron siempre denegadas. Recurrió entonces a los amigos y amigas de la señora Mendizábal, a quien respondió ésta con los argumentos que tanto eco le causaban. No percibiendo tabla de que asirse en semejante conflicto, se propuso obedecer a su señora y no usar medios violentos para arrancarle su voluntad. Continuaron adorándose los dos amantes, aunque sin esperanzas de casarse y ocultando sus relaciones a la familia, para lo cual tuvieron que hablarse a horas y en lugares desusados. Al cabo de dos años nadie se acordaba ya en la casa de sus amores y la misma ama imaginó que habían cesado con el poder del tiempo, según lo hubiera predicho a Francisco. Pero este encubrir lo que sentían y esta imposibilidad de llenar sus deseos mediante el matrimonio, contribuyó a que su pasión, reconcentrándose más y más cada día, subiese extraordinariamente de punto. Si habían sido capaces de observar por dos años una conducta tan reservada, fueron después quebrantándola al grado de que comenzasen las sospechas y tras ellas viniese el desengaño, porque a menudo sorprendieron a la mulata conversando desde el balcón y los corredores con el calesero, y cosiéndole su ropa a media moche, ínterin dormía la familia; y el hacerse señas y dirigirse miradas   —59→   de inteligencia, no dejaron la menor duda sobre el particular.

Una noche, casi a los once, y retiradas las visitas, los llamó la señora Mendizábal para que le confesasen la verdad. No la negaron ni por un momento, antes se la descubrieron paladinamente con las lágrimas en los ojos, y le reiteraron sus ruegos, figurándose que en aquella ocasión no serían desairados. Acostumbrada la noble habanera a ser obedecida de esos dos criados, se admiró de que, habiéndole prometido distraer su pasión, la alimentaran en secreto y la engañasen. Su amor propio se resintió de un comportamiento que no aguardaba, y demostró a los amantes cuán doloroso le había sido y que en ningún tiempo se le borraría de la memoria. Mala razón era aquélla en verdad para moverla a que consintiese en el matrimonio; opúsose abiertamente, aduciendo, sobre las causas dichas en otra época, que no lo merecían unos siervos que la recompensaban con la desobediencia y el fraude. Estimó un castigo adecuado a tamaña ofensa privarlos de celebrar su enlace y hacerles conocer que su encono y su autoridad podían ser temibles. Los reprendió severamente, les mandó que no se le presentasen de ahí en adelante y que miraran cómo habían de conducirse. Dorotea no le cosió ni le sirvió más a la mano y Francisco no puso tampoco el carruaje.

Esta injusta sentencia, que los condenaba inocentes sólo por haberse amado, y la tenaz oposición de la señora Mendizábal, los irritaron; y minorándose así su respeto y cariño, y no vislumbrando   —60→   ningún rayo de esperanza, mancharon, extraviados, la limpieza de sus amores. Indignada la señora Mendizábal, trató de vengar su agravio, para lo cual asignó a Francisco, en el primer ímpetu de incomodidad, la pena de cincuenta azotes,19 grilletes por dos años y destierro perpetuo en la finca, y a la mulata, a trabajar de lavandera en casa de una francesa, atendiendo a su estado, a que era hermana de leche de Ricardo y a que, enviarla donde estaba su cómplice, sería enervar el castigo y proteger sus vergonzosas relaciones.



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ArribaAbajoCapítulo II

El bocabajo que se dio a Francisco por mano del mismo don Antonio, que en aquella ocasión no quiso delegar sus facultades en el contramayoral, según la costumbre, estuvo revestido de las circunstancias que refirió a Ricardo: ochenta latigazos, por no haber llevado la numeración exacta de los que había prescrito el ama; untarle las nalgas con aguardiente, orines, sal y tabaco, después que las tenía sajadas como si se las hubiesen cortado con un cuchillo y chorreando sangre; el estreno de un cuero duro e inflexible que remataba en pajuela de cáñamo; y por añadidura los grilletes y mandarlo a cortar caña, sin considerar que apenas podía tenerse en pie ni que el sol y el trabajo para un hombre acostumbrado a la sombra y a las labores de otra clase, más suaves, quizás le acarrearían la muerte, o, por lo menos, una enfermedad. Por más que se jactase don Antonio de crucificar a los negros y supiese cuánto agradaban al joven administrador y dueño del ingenio las crueldades cometidas en ellos, no se adelantó a decirle que: cuando repartió la negrada, había preceptuado al contramayoral que en el corte, y hasta las doce, en que tocase la campana, lo avivase con dos o tres cuerazos por intervalos, y que para disfrazar la   —62→   causa del castigo, lo colocase a sacar tarea junto a dos negros de los más hábiles y fuertes, por lo que no iría a la par con ellos, y habría motivo de azotarlo. El negro, que a causa de su barbarie en restallar el cuero y de la inhumanidad con que miraba a los otros, sus hermanos y compañeros, había sido promovido al cargo de contramayoral, cumplió religiosamente la orden de su jefe; del Avemaría a las once llevó Francisco un número igual de azotes al que recibiera antes, pero no en las nalgas precisamente, sino en todo el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Las hojas de las cañas lo arañaron y aquella incómoda pelusa, que crían en el cogollo, le abrasó las piernas, las manos y la cara. Era un día de cuaresma, época en que ya el sol ahoga de calor a los habitantes de Cuba, y no bien ha despuntado, cuando deseamos la sombra de un árbol o de una casa que nos guarezca; época en que las aves abren el pico y las alas y se bañan en las lagunas, en los ríos y en los arroyos, mientras el ganado se amontona bajo las ceibas y las guásimas, en cuyo alrededor ha desquiciado la yerba con la continuación de pisarla y de comerla; era uno de estos días, repito; aun los negros nacidos y criados en el ingenio sudaban copiosamente y a cada momento se les veía vaciar los güiros, que llenaban otra vez de agua de un río inmediato, y tornaban luego a vaciar; lustrosos con el sudor, parecía que les hubieran barnizado todo el cuerpo; los varones se habían quitado las camisas y, tanto ellos como las hembras, se ataron a la cabeza un pañuelo para preservar la pasa; ni una hoja se movía y los pájaros estaban mudos; los negros cantaban sin embargo a su manera; uno se entonaba primero y los otros le respondían   —63→   con un estribillo conocido de todos; aquél nada más variaba la letra.

Francisco se afanaba por sacar la tarea que el contramayoral le marcó y por seguir la velocidad de los que tenía cerca; pero el peso de su machete de calabozo, escogido por el mayoral a propósito, y el no haberlo amolado; la ninguna destreza en cortar la caña, dividirla en trozos y separar el cogollo; los latigazos, los latigazos sin motivo; el sol, los dolores que sufría, y el estar en ayunas, le aniquilaron las fuerzas. A las diez de la mañana cayó desmayado; el contramayoral y dos negros le arrastraron hasta un ateje20 y allí lo dejaron en la sombra, ínterin fueran las carretas y una de ellas le condujese a la enfermería. Mas habiendo sido solamente un desvanecimiento de cabeza, en breve rato recobró los sentidos con la frescura del sitio, y levantándose, se reclinó en el tronco del ateje. El contramayoral que lo vio bueno y sano, a su entender, pensó que lo había engañado por librarse del trabajo; vuela hacia él con el cuero en alto y, colmándolo de injurias y desvergüenzas, le cae a cuerazos y lo precisa a correr, no obstante los grillos y el pajonal de la caña, hasta juntarse con la negrada. Poco tardó en desmayarse por segunda vez y ser azotado nuevamente; pero ahora lo fue en el suelo y cuando estaba insensible. Cansado el contramayoral de castigarlo, conoció, al fin, que la enfermedad era real y cierta, no fingida, como al principio se imaginara. A este tiempo llegaron al corte las carretas de tirar la caña y determinó enviarlo a la enfermería para que lo curasen.

Aunque los negros cantaban en el corte mientras Francisco padecía, debemos decir en honor   —64→   de la verdad que sus tonadas no eran alegres ni risueñas; el bocabajo de por la madrugada los había entristecido, y aquel negro mina21 de alta estatura y cuyo semblante denotaba amargos pesares, calesero de la señora su ama, que lo había llevado a castigar y a trabajar toda su vida en el ingenio, tan joven, a los veinte y cuatro años, que no había derramado una lágrima y que sólo dio muestras de lo que sintiera mordiendo el suelo y mordiéndose los labios y rechinando los dientes durante el bocabajo; aquel negro los movió a compasión. Así fue que le brindaron de su funche y de su tasajo, ofertas que rehusó; por eso quisieron cambiar con él de machete y ayudarle en su tarea. Con la mira de avergonzarlo, eran dos negras las que pusieron a tumbar caña a su lado, empero tan robustas como un hombre, tan diestras en manejar el machete;22

estas criaturas comprendieron el objeto de colocarlas junto a Francisco y, lastimadas de su miseria, aguantaron gustosas algunos azotes, a trueque de no avanzar mucho en la tumba y librar de este modo al desventurado calesero de los que le amenazaban, caso de quedárseles atrás; y cuando se distraía el contramayoral, le auxiliaban en su tarea. No podían ofrecerle otros consuelos ni mostrarle de otra manera su buena voluntad.

Cada ingenio, cada cafetal, tiene sus canciones particulares, que se diferencian no sólo en sus tonos sino también en la letra; unas sirven para solemnizar aquellos días en que está contento el corazón, las Pascuas de Navidad, de Resurrección, del Espíritu Santo, el día en que se reparten las esquifaciones23 y las frazadas, los bautizos, los matrimonios, el principio de la molienda y de la recolección del café, el Año Nuevo,   —65→   los Santos Reyes; otras acompañan a los entierros, las grandes y pesadas faenas, los castigos inmoderados, el frío y el calor excesivos; en el primer caso más bien se grita que se canta; en el segundo, las modulaciones de la voz son tristes y lúgubres; ni se oye apenas al que guía ni a los que responden, y es necesario no ser hombre para oír esos cantares y no saltársele a uno las lágrimas. Pero hay tonadas que no varían, porque fueron compuestas allá en África y vinieron con los negros de nación; los criollos las aprenden y las cantan, así como aquéllos aprenden y cantan las de éstos; son padres e hijos, no lo extrañemos. Lo singular es que jamás se les olvidan; vienen pequeñuelos, corren años y años, se ponen viejos, y luego, cuando sólo sirven de guardieros,24 las entonan solitarios en un bohío, llenos de ceniza y calentándose con la fogata que arde delante; se acuerdan de su patria, aun próximos a descender al sepulcro. Pero si Italia es en Europa el país privilegiado de la armonía, la tierra de los minas lo es en África; la música de estos negros llega al alma, habla al corazón; principalmente aquellas canciones que entonan en memoria de los difuntos, con el cadáver en medio sobre una tarima, y ellos entorno sollozando.

En el corte de caña había dos negros viejos que la acarreaban del suelo a las carretas, minas de nación, los cuales, a causa de su edad, guiaban comúnmente el canto de los demás; apesadumbrados con los males de Francisco, eran dignas de oírse sus tonadas; su voz temblorosa, el monótono estribillo de los que acompañaban, el ruido de los machetes que caían y se alzaban a compás y los, diversos sones y diferencias de las   —66→   tonadas lastimeras, difundían en el aire una suave melodía. Como quien despierta de un sueño horroroso, y percibe en el silencio de la noche los acordes de un arpa, así oyó Francisco aquellas modulaciones dulces y queridas; recordó los días felices de su infancia, felices, porque era libre: las colinas, las llanuras, los bosques, los arroyos de su patria, a sus parientes, a sus padres; y echando un velo sobre la servidumbre que le había arrebatado tantos goces y sobre las desgracias que lo trabajaban, miró a sus compañeros sonriéndose; después murmuró en voz baja el mismo estribillo con que respondían a los dos ancianos, desde el Avemaría hasta que se desmayó, a pesar de los castigos del contramayoral.

Pero sigámosle en la carreta que lo conducía a las fábricas. Conforme a las instrucciones que había recibido el negro carretero, antes de llegar a la enfermería25 se detuvo en la casa del mayoral para avisarle que Francisco estaba enfermo. Aquél se ocupaba en topar dos gallos finos en los momentos en que supo la novedad; justamente cuando habían pasado de los revuelos a las picadas, justamente cuando iba a conocer cuál tiraba mejor y podría jugarse con cuatro o seis onzas en la valla la próxima pascua; sentado en cuclillas, los ojos desencajados observando los más mínimos movimientos de los combatientes, el que picaba en la cabeza, el que salía, el que hería de revuelo o de contrarrevuelo; con un vaso de aguardiente en la mano para rociarlos y las trabas tiradas sobre un hombro, ¿cómo había de abandonar el guajiro un recreo tan sencillo e inocente, por la curación de un hombre de color?

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-¡Mil rayos y mil centellas te carguen, demonio! -le gritó pálido y temblando de rabia al carretero-. Demonio, ¿tú no sabes ir donde está el mayordomo? Que se muera o no se muera, ¿a mí que me importa? No pierdo ni gano. Míralo allá en los secaderos aventando el azúcar. Díselo a él, que él es quien tiene cuenta con eso, ¡so perro!

-¡Sí, siñó, sí, siñó; contramayorá manda mí; sí, siñó, yo va camina.

El carretero aguijoneó los bueyes, temeroso de que el mayoral le cayese con el cuero, y llevó la carreta al trote hasta los secaderos; comunicole al mayordomo la enfermedad de Francisco, y que allí lo llevaba para que lo curasen en la enfermería.

-Bien, el mayoral te mandó a mí, ¿no es verdad? Su Señoría parece que es muy caballero. Estaría tirado en la hamaca, como tiene de costumbre. ¿No es buena gracia echarle a uno toda la carga encima? El arria me jinchonea por azúcar; hoy es jueves, y mañana viernes, a cargar. ¡Conque estoy aprovechando estos días de sol, y, don Juan, las raciones, don Juan, una coyunda,26 don Juan, un cachimbo,27 y don Juan para aquí y para allá; y don Juan sin poder rascarse la cabeza, siempre embromado!

-¡Oh, mi amo! ¡yo no tiene la culpa! Cuando mayorá manda ¿yo que vá hace, pobre clavo? Ése ta malo que ta la carreta.

-¡Esto es insufrible, vive Dios! Si todos trabajaran ¡vaya! Pero los demás se tiran a la banda, a la bartola. ¡Mire usted, soplarme ahora   —68→   este muerto! Cataplasmas, ungüentos, ventosas, sinapismos, jeringas... sabe Dios lo que le recetará el médico. ¡Hijo de tu madre, anda, anda para la enfermería con él!

En cuanto aspiró Francisco un poco de aguardiente, que le dio a oler la enfermera, se reanimó y recobró los sentidos; y fue así por fortuna, pues el facultativo del ingenio28 le hubiera empeorado, o quizás matado, suministrándole otros remedios impropios para el caso; baste decir, que habiendo asistido cinco o seis días en cada curso a las aulas y no abierto un libro ni por lo menos en romance, concerniente a la ciencia médica, se graduó de bachiller, a fuerza de empeños, némine discrepante, recogió su título, empuñó la caña de carey, y largose a los campos, no sabemos decir, si a curar, o a precipitar la muerte de los que cayeran bajo sus manos. Bien cerciorado estaba Ricardo, al ajustarlo para su finca, de que era un ignorante de marca; pero el módico salario de veinte y cinco pesos que le pidió, fue un contrapeso que inclinó la balanza; luego, sólo se comprometía la salud y la vida de los negros, fuertes por naturaleza y capaces, según él de resistirlo todo.

-¡Eh, taita!, -le preguntó a Francisco tocándole con el bastón- ¿qué tiene usted? ¿La barriga, el costado, la cintura, qué le duele?29 Hable, vamos, que ahorita lo pondré bueno. Dígame, ¿ha evacuado?

-Señor, se me desvaneció la cabeza en el campo.

-¿Desvanecimiento de cabeza? Alguna juma. Taita, ésas son borracheras. A ver la boca.

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-Niño, yo no bebo ninguna clase de bebida.

-Abra, ábrala bien; no venga con canonigadas. Hombre, no, no ha bebido; ¿qué diablos tuvo, maestro? Desvanecimiento, desvanecimiento de cabeza. ¿Qué será esto? ¿Debilidad un mocetón? Es imposible. ¿Por los azotes? Menos. Está muy robusto. Pues seguramente que tiene sucio el estómago. Saque la lengua. ¡Puf! Sucísima, sucísima. María, mañana, al canto del gallo, un vomitivo de Le-Roy,30 y pasado, un purgante; y lo pondremos más limpio que una taza de oro. Yo no sé qué diablos tiene la carne prieta para recoger malos humores; todas las enfermedades de los malditos provienen de la serosidad acre; evácuelos usted, límpielos por dentro con sus purgantes y vomipurgantes, y, como con la mano, fuera enfermedades. Taita, no se aflija; de aquí a dos días me dará las gracias. Y tú, María, ¿le has quemado a Juan la pata con la piedra infernal?31 ¿Le curaste los vejigatorios a Candelario?

-No se quié dejá, siñó.

-¿Qué es lo que me dices, grandísima...? ¿Ahora estamos ahí? Desde ayer le debiste abrasar a Juan la pata, y al otro arrancarle la ampolla. Ya son las doce. ¡Qué animal eres, qué bestia, María! ¿Por qué no me avisaste, bruta? ¿Les tuviste lástima, salvaje? ¡Estamos frescos! A ese paso, harán lo que quieran; a ese paso, no vivirá un enfermo.

-Tá juí, ta pujá mí, siñó. Yo vá curá né cun su mecé.

-Que te empujaron, que no se dejaban; me lo hubieras dicho. El chucho les habría hablado   —70→   lengua. ¡Cachimbos...! ¿Los curaré por mi bien o el suyo? ¡Ah! ¡y si don Ricardo no se interesara! Tráeme acá la piedra y el cañamazo; que yo voy a enseñarte el modo de curar las llagas y los vejigatorios.

Los dos negros, en quienes pasó incontinenti el facultativo a ejercer sus funciones, estaban acostados en un extremo de la sala donde se hallaba Francisco, sobre tarimas de madera, sin almohada ni otra cobija que sus frazadas; el de las úlceras, pálido, flaco y medio moribundo, apenas podía moverse; y el otro deliraba como un loco, en razón de la fuerte calentura inflamatoria que lo consumía; mal asistidos del médico y de la enfermera, y peor alimentados, casi tocaban al término de su vida. La pieza resonaba con los ayes y lamentaciones del uno y los desatinos y disparates que el exceso de la fiebre hacía proferir al otro, mientras que los demás enfermos, o dormían profundamente, o miraban impasivos aquella escena lastimosa, como gente que al cabo se acostumbra, a presenciar con indiferencia las aflicciones de sus semejantes. Sólo Francisco era capaz de medir allí en todo su tamaño los tormentos que Candelario y Juan padecieron cuando el médico por su misma mano les aplicó los remedios que la enfermera no había podido administrarles. La piedra infernal no sólo quemó las partes dañadas de las úlceras, sino también la carne viva buena; y la ampolla del vejigatorio desapareció al primer estregón del cañamazo sobre la quemadura. Durante la curación el médico les decía:

-¿Qué se creyeron ustedes, zopencos? ¿Que yo estaba aquí para mamantearlos? ¡A la perra   —71→   que los emburujó! ¡Oiga usted, por unos vejigatorios, por una pasadita de piedra infernal, tantos aspavientos, tanta bulla! ¿Y no fuera peor que les cortara un brazo o una pierna? ¿No sería peor que se los llevase la carreta al camposanto? Respóndanme, si tienen valor. No huyas el cuerpo, sinvergüenza. ¿Qué dices? ¿Que te cure sin lastimarte? Llama, que venga un ángel. Así padeces menos, de un golpe; aquí está ya el pellejo en el cañamazo. ¿Lo ves? ¡Y cómo le va a purgar! Un río de humores, criatura, ¿y te quejas? Éste es el mejor modo de curar los vejigatorios, de un restregón, de un viaje, al decir y hacer. ¿Y usted, señor de las lacras, ya está zafando la pata? ¡Quieto, quieto!, que va... ¡una quemadita no más! Estire usted el ñame. ¡Tate, ya salimos del lance! ¿Te quemé mucho? ¡Oh, no! Vuelve acá la canilla. ¡Ja, ja, ja! ¡Y cómo grita el condenado! ¿Te arde? ¡Qué! ¿Son candela? Le echaré viento para que se apegue. ¡Gallinazo, mandria!

Concluidas estas operaciones que horrorizaron a Francisco por el modo con que se hicieron, se le encaró el médico, y dejando asomar en sus labios una sonrisa de satisfacción y como de amenaza, le dijo: A ustedes los señores frijoles es menester curarlos así. ¿Has visto? ¿Se manejaban contigo de este modo en la Habana? Pues cuidarse y no enfermar. No beber mucha sidra acañada, no ser muy enamorado; que éstas son las resultas. En enfermándose su señoría, me lo traerán aquí, y yo lo curaré con lo que se debe, aunque berree, aunque clame por Jesucristo. No hartarse tampoco, sujetar el pico; los torozones32 es la enfermedad más común que les ataca a ustedes; harturas de funche33 y de tasajo.   —72→   Y sobre todo, Dios lo libre de venirme fingiendo alguna cosa, que entonces sabrá lo que es cajeta de boniato; se lo adivinaré, mal que le pese, y se arrepentirá. Un vejigatorio al canto. ¿Qué hay? ¿Es católica la medicina? Si usted quiere pasarlo bien conmigo, ande usted derecho y seremos compadres.

Francisco no respondió a este discurso sino aguándosele los ojos, y en habiendo el médico salido, se volvió hacia la pared, y un torrente de lágrimas le inundó al momento las mejillas, por la ingratitud y dureza de su señora que, después de haberlo precipitado en una mala acción, lo mandó al ingenio para que padeciese; la ferocidad del mayoral y el encono de Ricardo, joven con quien se había criado y con quien jugó otro tiempo en la misma finca, recorriendo juntos en un propio caballo las guardarrayas de los cañaverales, los llanos del potrero y el batey; las amenazas del médico; la tiranía del contramayoral; y mil recuerdos de Dorotea, infeliz mulata que sufría por él en una casa extraña, donde la estarían también oprimiendo; el hijo que llevaba en el seno, aquel hijo que por haber provenido de padres infortunados, dividiría con ellos, en cuanto naciera, las amarguras de su suerte; tantas imágenes halagüeñas y tristísimas se chocaban en su fantasía, que no pudo contenerse; sus sollozos apagados, quizás los primeros que salieron de su pecho desde que sentía el peso de la esclavitud, interrumpiendo el silencio de aquel lugar de miseria, retrataban el sonido que forman las aguas de los arroyos contenidas en un remanso al caer de una cascada. La campana que botaba la gente al campo (sería la una de la tarde), cuyas vibraciones, de suyo fúnebres aun en medio de   —73→   las fiestas y que, al principio fuertes y sonoras, fueron muriéndose luego poco a poco, que parecían gemir las penas de los negros, la despertó de sus cavilaciones; y el ruido de los grillos, el llanto de los criollitos porque sus padres los dejaban solos, las voces del contramayoral ¡alza, alza, a la fila, que el sol va bajando!, el murmullo de disgustos que sigue a estas fatales campanadas, principalmente en las fincas donde el espacio concedido a los negros para comer y descansar al mediodía, es tan corto, que no les basta apenas para asar su ración de tasajo, sino que a medio cocer y a veces caminando hacia el campo tienen que engullírsela de carrera, como a menudo sucedía allí; todo esto, que salía de los bohíos cercanos, y que oyera Francisco a través del embarrado de la enfermería le hizo sumergirse en un piélago de reflexiones sobre la vida de los otros negros, y olvidarse de sí mismo; pero, ¿serviría eso de mucho alivio a un hombre de su clase, a un hombre, tesoro de amor y caridad para con el prójimo, y que por estar trabajado de pesares, había de simpatizar pronto con las desventuras ajenas?

Antes de retirarse la negrada a sus trabajos, lo mismo al Avemaría que al Mediodía y a la Oración, se ahíla formando un semicírculo, los varones a un lado y las hembras a otro, delante de la casa del mayoral; éste se pone de pie en el centro y cuando ha notado los negros que le faltan, operación que ejecutan nuestros guajiros con increíble rapidez, le intima sus órdenes al contramayoral, que éstos chapeen, que aquéllos corten caña, que tales vayan a la casa de calderas, cuáles al trapiche, quiénes a los secaderos; y enseguida estalla el cuero en el aire, y los   —74→   despide con un ¡arreen, ligero, que no les vea las patas! Don Antonio observó en aquella ocasión que le faltaba uno de los principales, el negro calesero de la Habana, Francisco; recordó, como si saliese de un sueño, que lo habían llevado del campo enfermo en una carreta, y que él no le había hecho caso, por estar topando en la actualidad su canelo y su malatobo; después no se le vino más a las mientes, distraído con tusar y rociar a los otros gallos, afilarles los espolones, y untárselos de sebo para que creciesen, componerles las varetas,34 repartirles el maíz y las yemas de huevo; entretenimiento en que se ocupó hasta que fue hora de botar la gente. Deseando saber la dolencia de Francisco que le excusaba de trabajar, se la preguntó al médico, y como escuchase de su boca que eran vahídos nacidos de suciedad en el estómago y que necesitaba tomar un vomitivo y un purgante en los dos días siguientes, le criticó sus medicamentos y su simplicidad con los negros, exponiéndole por último, qué si por eso iba a quedarse sin trabajar, por aquella bobada, por una pura ficción tal vez, y que caso de no entregárselo en el acto, se quejaría al amo, para que decidiera la controversia. El facultativo, resentido de un lenguaje tan poco urbano, se opuso abiertamente a sus pretensiones, y don Antonio, en extremo picado con esa resistencia, enderezose a la casa de vivienda.

-¿Qué hay, amigo? -le preguntó éste:- ¿alguna novedad?

-No, señor, Niño; el Doctor, que parece nos quiere embutir todos los negros en la enfermería. Treinta y nueve tenemos inútiles, que me   —75→   dice que no pueden ir al campo; conque saque usted los de los secaderos, los del trapiche, los de la casa de calderas, los del tejar, los del alambique, los que le sirven al Niño, a Pedro, que está cuidando las bestias, a Timoteo, el cocinero de la gente, un sinnúmero, Niño, y verá que yo no tengo la culpa de si no se hace tarea; la semana pasada no pudimos hacer sino setecientos panes,35 debiendo haber metido ochocientos cincuenta, por lo menos, en la casa de purga;36 a ese andar, gracias que hagamos doce mil de zafra, no desperdiciando ningún día, y moliendo hasta fines de mayo ya entradas las aguas. En flaqueándole a un hombre los brazos que necesita, ¿cómo va a cumplir bien? Yo me mato, me apuro, reviento trabajando; pero todo se vuelve sal y agua. Al fin de la semana salimos con seiscientos cincuenta, con setecientos panes, y de ahí no rebasamos; y yo ando siempre detrás de la gente; el Niño ve que no la dejo dormir, y que no se juega conmigo.

-¿Y qué hubo ahora con el Doctor?

-¡Cómo! ¿Que el Niño no lo ha sabido? El mina de la señora, Su Señoría el señor don Francisco, fingió allá en el corte un vahído; mandósele al Doctor, y viendo que todo fue mentira, que está tan bueno como una manzana, se le ha clavado en la cabeza que tiene sucio el estómago, que es menester administrarle un purgante y un vomitivo, y por remate del cuento me ha dicho que entre dos, que entre tres días, no debe salir de la enfermería. ¡Y yo que contaba con ese refuercito, me encuentro chasqueado de buenas a primeras!

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-¿Y quién, quién le ha dado facultades a ese jeringuero de San Juan de Dios, a ese sangrador, a ese albéitar, para molernos los chichones a todas horas? ¿Pensará envolvernos con sus terminachos? ¡Mentecato! ¿Y qué, me dejaré arruinar por su linda cara? ¡No le hago salir de aquí al trote en su rosillo! ¿Usted dice que Francisco está bueno, que debe coger el machete y zumbarse? ¿Sí? Pues asunto concluido; echarlo fuera de la enfermería; dígaselo usted de mi parte, y que tengamos la fiesta en paz...

-Así, sí. Lo demás es hacer la plaza de bobo. En sosteniéndole a uno el amo de esta suerte -murmuró el mayoral al retirarse- se ríe cualquiera de los trabajos.

El médico tuvo a bien cumplir el precepto de Ricardo; Francisco fue sacado de la enfermería y llegó al campo poco después de la negrada; pero antes de salir le pusieron otra vez los grillos que le habían quitado para mientras estuviese enfermo. Allí se representó por la tarde la misma escena de por la mañana: los castigos del contramayoral, la compasión de las negras y aquellas canciones que los dos minas ancianos entonaron, acompañándolos Francisco y los demás esclavos. Cerca de la Oración, al esconderse el sol, cuando ya la oscuridad de la noche confundía los objetos, la negrada fue a las márgenes del río, que a breve distancia se deslizaba, a cortar yerba de Guinea para los caballos, pues aunque de ordinario en la molienda se les lleva el cogollo de la caña con las ramas, la copia de aquel pasto, muy más sabroso y nutritivo para las bestias, le hizo al mayoral preferirlo. Cada negro cortó un buen haz, lo ató con bejucos37 y lo cargó en la cabeza;   —77→   unos metieron los machetes en él, otros en sus vainas, y las mujeres los colocaron en la tira de cuero con que se ciñen el talle a modo de cinturón; el contramayoral se colocó el último de todos, y en este orden, aglomerados los varones y las hembras, los chicos y los grandes, y hablando un guirigay a su manera, ininteligible, cogieron el camino de las fábricas. Entonces tocó el ingenio las campanadas de la Oración38

, las primeras con espacio de una a otra, y las restantes sucediéndose con rapidez; y así fueron oyendo las campanas de las fincas vecinas, por cuyos diversos sonidos conocían de donde eran; hasta que entraron en el ancho batey, iluminado por la luna. Esta hora en cualquier parte es solemne, en cualquier hombre despierta sentimientos que le abaten las alas del corazón; pero en los ingenios, en los ingenios -¡yo no sé cómo explicarme!- en los ingenios es menester llorar. No se escuchan más que los grillos de los negros, los cantos del trapiche, el crujir de las carretas que descargan la caña en la pila ¡y algunas veces el chasquido del cuero! ¡Cuántas ocasiones, yendo Francisco con su señora al ingenio, se había dedicado por la misma hora a meditar sus penas y las de aquellos negros! ¿Presentiría por ventura que habría de acompañarlos más adelante? Dos meses hicieran en la actualidad de una noche en que, la Pascua próxima pasada, se sentó en la rampa del trapiche y se dio largo tiempo a mil reflexiones dolorosas; y a la sazón componía parte de la negrada, se veía aherrojado, lleno de golpes y de latigazos, sin tener a quien volver los ojos, porque el amo, el mayoral, el contramayoral, el médico, todos eran enemigos suyos, ninguno se dignaba de socorrerlo en su desamparo. ¡Pobre Francisco en aquella hora!

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Don Antonio repartió en la fila los negros del cuarto de prima y los del cuarto de madrugada, es decir, la cuadrilla que debía velar hasta las doce y la que le reemplazaba hasta el Avemaría, donde se quedan en los trabajos de las fábricas los negros menos fuertes, y los más robustos y ágiles vuelven a carretear y al corte. Hay una diferencia muy notable entre estos cuartos; el de prima es mejor que el de madrugada; acostándose los esclavos a las doce cuando les acosa el sueño, no padecen ni la mitad que aquéllos que se recogen a la Oración cuando no lo desean; y es de presumir por consecuencia cuál le tocaría a Francisco. Ni le fue dable entretanto conciliar el sueño, porque el silencio y la soledad de la noche le trajo en todo su tamaño la memoria de sus infortunios, y no lo permitían tampoco los latigazos y los golpes, el tener metidos los dos pies en el cepo y el hallarse acostado en una tarima sin almohada en que asentar la cabeza, ni frazada con que taparse del frío, pues don Antonio no le dejó buscar la suya, llevada de la Habana, y es sabido que en el campo son siempre las noches frescas, máxime en los primeros días para los que cambian de temperamento; pero sus compañeros de cepo se durmieron al instante. El Arado demarcó el punto de mudar el cuarto, y un negro fue llamando a todos los que habían de levantarse. Conforme a lo que había prescrito Ricardo, tan de acuerdo con la crueldad de su mayoral, destinaron a Francisco al trabajo más recio por las noches, a meter combustible en las fornallas de las calderas en que se elabora el azúcar; los negros prácticos y experimentados en ese ejercicio no lo extrañan casi nada; habitúanse al calor del fuego, adquieren   —79→   una destreza extraordinaria en alimentarlo, resguardando al mismo tiempo su cuerpo, y entienden perfectamente el idioma de los maestros de azúcar que, desde arriba, junto a las pailas, donde se purifica el guarapo y cerca de los tachos donde comienza la cristalización del azúcar, mandan la maniobra, señalando, por sus gritos a los negros, la cantidad de fuego y el lugar en que lo quieren; un brazado, a la boca, templadito, apriétale, para la mano, mete para adentro, que se duerme; he aquí algunas de las frases que se usan comúnmente por los maestros de azúcar. El calórico que despiden las fornallas es intenso, y hace menester toda la fortaleza y maña de los negros que tienen el ejercicio de entretenerlo, para no derretirse. Según la expresión de un célebre y desgraciado novelista americano39 parecen las bocas de un monstruo voraz que jamás se sacia, y que siempre está hambriento. Así que Francisco no podía conservar el fuego en grande elevación de temperatura ni templarlo a voluntad del maestro, cuyo lenguaje no conocía muy bien, ni resguardarse de que le diese en la caja del cuerpo. Muchas veces lo amenazó aquél, mas nunca llegó a castigarlo, antes que por lástima de sus penalidades, porque sabía el rencor que le mostraba don Antonio, su enemigo; pero harto de padecer, dio, sin necesidad de azotes, con la clave de su faena.



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ArribaAbajoCapítulo III

Los vahídos de Francisco estorbaron que el mismo día del primer bocabajo le cortase el mayoral la pasa y que el mayordomo le desnudara de los pantalones y camisa de listado que llevó puestos al ingenio; pero al siguiente hubieron de ejecutarse estos preceptos de Ricardo, cuyo fin era tan sólo abatir y menospreciar al calesero, igualándole a los otros negros de su finca, y oscureciendo así en cierto modo los atractivos, la gracia natural que le arrastraban a uno tras de él, no obstante su color y humilde condición de esclavo. Ni se olvidó tampoco aquel joven de que sufriese después un novenario por término de nueve madrugadas. Entonces le flaquearon las fuerzas a Francisco; al tercer día, por haber ya recibido más de cien azotes, por los grillos, por el cansancio de tan pesados trabajos y porque en desfalleciendo el alma y el corazón de las criaturas decae también el cuerpo, no pudo salir al campo. Lo acostaron en la tarima del cepo con los pies dentro de éste, y allí pasaban y volvían los días, sin que nadie se le arrimase a consolarlo, si no era alguno de sus parientes, y eso, cortos instantes, cuanto le es dable a un siervo en un ingenio, donde los propios infortunios bastan para aniquilarlo, y donde hasta la caridad de negro   —81→   a negro, cuando los tormentos han sido preparados por los blancos, es un delito que se castiga con rigor. Por las mañanas no más lo sacaban del cepo y casi en brazos lo conducían a la fila para seguir el novenario.

Trescientos cinco azotes recibió Francisco en el breve espacio de diez días, de cuyas resultas se postró de tal modo que, por dos semanas, estuvo sin moverse en la tarima; el mayoral le había dejado las nalgas despedazadas, en carne viva, que daba lástima mirárselas. Pero no quedó satisfecho así; viendo que no podía salir al campo, trató de martirizarlo por otro medio cualquiera. Entre cuantos le sugirió su crueldad, ninguno le pareció tan a propósito como el de estregarle cinco o seis veces al día, hasta que a chorros le saltase la sangre, las mismas llagas, las mismas sajaduras, con paja seca de maíz mojada en aquella terrible composición de aguardiente, orines, sal y tabaco, que usan nuestros mayorales después de un grande castigo. Esto era un placer,40 un recreo asaz inocente para don Antonio; riéndose a carcajadas hacíale bajar los calzones y luego, con sus propias manos, lo crucificaba, no sin darle antes muchos manotazos y puntapiés porque se estuviese quieto y decirle mil chanzas y desvergüenzas. Excusado será pintar los recios dolores que sufriría el negro calesero cuando le sucedió varias ocasiones desmayarse y volver en su acuerdo de ahí a dos o tres horas. Pues el mayoral, en lugar de compadecerse entonces a la vista de un hombre medio muerto, se reía y se chanceaba más y le estregaba las nalgas con mayor aspereza.

Transcurrieron por último esos días de martirio; Francisco se mejoró algún tanto y lo sacaron   —82→   del cepo. Empero el odio que le profesaban Ricardo y don Antonio crecía de hora en hora en vez de mitigarse. De aquí que al momento le pusieran un par de grillos con sus correspondientes ramales y le señalaran de nuevo aquellos trabajos en que desde el principio habían pensado ocuparlo mientras durase la molienda, tumbar caña de sol a sol y, de noche, meter combustible en las fornallas; si bien lo quitó pronto el mayoral de la casa de calderas y lo trajo al trapiche, reflexionando que allí estaba bajo el maestro de azúcar, lejos de su poder y libre de castigos. El contramayoral recibió orden para azotarlo siempre que se le antojase, y es de presumirse cuánto empeño pondría este siervo en complacer a quienes le mandaban y de cuyo agrado y buena voluntad pendía su empleo; acaso hubieran sido más tolerables los padecimientos de Francisco si los negros que ejercen en las fincas aquel oficio no fuesen peores que los blancos; si desde el instante en que lo consiguen no sacrificaran a su bienestar el de los infelices compañeros. Anunciamos ya en otro punto que Ricardo y don Antonio nombraron para contramayoral del ingenio a un esclavo que se distinguía sobremanera por su inhumanidad y por su barbarie en restallar el cuero. En efecto, no bien le recomendaron el calesero, cuando comenzó a valerse de su posición para hacer que el pobre mina sintiese todo el rigor de los padecimientos que debían abrumarlo en la finca; apenas lo dejaba respirar; vedábale el dormir, el comer, al menor descuido; confundíalo en las maldades de la negrada; le señalaba faenas, difíciles unas y otras imposibles de vencer; lacerábale el cuerpo a latigazos, a bocabajos.

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¿A quién volvería los ojos Francisco en busca de piedad, si hasta los de su raza y condición se la negaban? ¿Si Ricardo, el mayoral, el mayordomo, todos los blancos del ingenio, aprovechaban cualquier coyuntura para oprimirlo? ¿Si de nada le servía haber adquirido después, andando el tiempo, la destreza y maña de los otros negros en las labores del campo? Porque a los operarios les gusta infinito estallar el cuero sobre la gente de color, y en Francisco concurría la especial circunstancia de ser esclavo de la Habana, el calesero de la señora, que lo mandó recomendado al ingenio; y Ricardo buscaba para el gobierno de éste a los hombres, no por sus conocimientos de agricultura, sino por la fama que gozasen de no dispensar a los negros la más leve falta, de arrearlos incesantemente con el cuero, de hacerlos trabajar día y noche; el que se le presentase adornándole estos requisitos y el de pedir corto salario, tenía segura su colocación en la finca y permanecía allí largo tiempo; otros títulos no bastaban. Así, como del amo recibían impulso los operarios, el ingenio de la señora Mendizábal era un teatro de penalidades y dolores para sus míseros esclavos. Agregábase a esto, en perjuicio de Francisco, que aquel joven lo odiara mortalmente desde muchos años atrás. ¿Pero de dónde provenía que, siendo de tan esclarecida cuna y de tantas riquezas, abrigase sentimientos tan mezquinos? ¿Qué crímenes o faltas cometió el calesero contra él?

*  *  *

Hijo único Ricardo de la señora Mendizábal, y habiendo muerto el esposo de ésta a los pocos   —84→   meses del parto, hubo aquélla de reconcentrar en la criatura que Dios le mandaba para aliviarla, todo el amor que hubiera podido dividir entre los dos; nunca quieren los padres a los hijos, nunca saben estimar su precio, como en viéndose llenos de aflicciones. La señora Mendizábal, por otra parte, nació bajo el cielo de Cuba, y es constante que las madres aventajan aquí en eso a las de otros países; circunstancias que contribuyeron a la perdición de Ricardo. Siempre dispuestos a encarecer a nuestras compatriotas, la misma voluntad que las tenemos nos obliga a decir que semejante cariño las domina demasiado en la crianza de sus hijos, que a las veces lo entienden mal. La buena criolla no pudo eximirse de caer en un defecto casi común y dimanado, es cierto, de la educación que ellas propias alcanzan. Pensando que el avenirse complaciente a todos los gustos de su niño, el no oponérsele en lo más mínimo, sería darle pruebas de mucho querer, fue amontonando poco a poco en su alma las semillas lamentables de que habían de brotar, con el trascurso de los años, pésimos frutos; porque si bien lo puso en los estudios y le pagó los maestros que descollaban por su pericia y le compró cuantos libros le pedían, el muchacho no hallaba gusto en oír las lecciones de los unos y de los otros, repugnancia favorecida por su madre, mujer incapaz de mortificarlo en nada, y que disculpaba su conducta diciendo «dejémosle disfrutar ahora; quizás le aflijan luego las desgracias»; frases de labios bien intencionados, pero que en realidad se equivocaban. La idea de ser factible viniese su hijo algún día en miseria, como a menudo sucede, jamás le inquietó el ánimo; mucho de calamidad era necesario   —85→   para empobrecer y arruinar a un joven dueño de dos ingenios y varias casas en la Habana; y la señora Mendizábal creía de buena fe que las riquezas del entendimiento se sustituyen fácilmente por el oro y la plata de las arcas. Aquella condescendencia no se reducía a la educación intelectual; abrazaba y echábale a perder también el corazón; y aquí conviene notar el grado de extravío a que conduce un amor mal entendido. Quien hubiese visto las costumbres desarregladas, la desnudez absoluta de principios morales en el hijo, acaso lo achacaría a cualidades semejantes en la madre, sin embargo de haber entre los dos una diferencia enorme; sacando cierta altivez y orgullo, y cierta sequedad con los negros, que hemos apuntado ya, y que no por eso se avenía con los castigos, ningún lunar afeaba la conducta de la criolla; pero toleraba los errores de Ricardo; corregíale, amonestábale, mas carecía de la firmeza indispensable en llegando la ocasión, en debiendo hacerle conocer que su ternura y rendimiento desaparecían a la vista de los malos procederes. Esto y las compañías con mozos libertinos y disolutos, la ociosidad, lo noble de su alcurnia, su hacienda, todo se aunó para pervertir al joven.

Apenas estuvo en capacidad para dirigir las fincas del campo, cuando las comenzó a frecuentar. Allí encontró una porción de personas, los esclavos; los mayorales, los mayordomos, todos sujetos, que más que menos, a su imperio y obedientes a sus órdenes; allí desplegó, respecto a los operarios, una soberbia sin límites, y en cuanto a los negros, la crueldad que el roce con los guajiros y su falta de cultura y de moral, habían de acarrear por precisa consecuencia. La   —86→   señora Mendizábal ignoraba ese trato duro e inhumano hacia los siervos cuya sangre y sudor regaran las tierras de sus fincas; adoleciendo de varios achaques, corrían, en ocasiones, dos, tres y hasta cuatro años, sin que ni siquiera fuese por las Pascuas a visitarlas, e ignorándolo, no podía prestar remedio. Los negros se le quejaban en aquellas visitas; pero Ricardo y los operarios, de consuno, o justificaban sus castigos acusándolos de fugas, pereza, alzamiento y otros crímenes y faltas, o mientras la tenían presente, usaban de blandura, volviendo después a los pasados excesos.

Razones particulares, sobre las de ser negro y esclavo, hicieron arder un odio intenso en el pecho de Ricardo contra el cuitado Francisco; porque, en primer lugar, a los blancos de su índole orgullosa y cruel les pesa infinito hallar hombres de color que con una conducta sana y sin mancilla motejen tácitamente sus vicios y se escuden así de los tiros que quisieran lanzarles. Por más que velase sobre el calesero para aprovecharse del menor desliz, por más que tratara de irritarle ajándole a cada paso e hiriéndole su amor propio, por más que en la imaginación fraguase mil pretextos que cohonestaran un castigo, nunca pudo saciar el enojo que lo devoraba; y crecíale éste de continuo al ver la humildad, la paciencia, las virtudes del negro, siempre el mismo en medio de tamaños embates. Otra circunstancia, hasta ahora callada, alimentó y dio estímulo a dicho aborrecimiento: que Ricardo y Francisco amaban a una propia persona; sólo si que la pasión de éste fuera cándida, tierna, celestial; al paso que aquél sentía únicamente deseos bastardos y ofensivos para la mulata. Desde   —87→   que los concibió, hubo de manifestárselos; y burlado en sus esperanzas, burlado por una sierva suya, por una mujer de color, la primera vez de su vida, tentó, al principio a fuerza de ruegos, y después a fuerza de amenazas, cautivarle la voluntad. Nada valió; firme Dorotea en el propósito de guardar su honra y de serle fiel a Francisco con quien llevaba relaciones, se negó abiertamente a sus solicitudes; aunque negro y de nación, brindábale, en cambio, un amor puro, constancia, matrimonio y el trato dulce que corresponde a una mujer; sabía que en su triste condición de esclava no debía alzar los ojos para los blancos y mucho menos para un mozo de los sentimientos de Ricardo, para un mozo que era su amo.

Cuando éste vio la inesperada resistencia, rabió de cólera: ¿quién se había opuesto jamás a sus deseos? Juró vengarse algún día, oprimir en cuanto le fuese dable, a la mulata, sin reflexionar que ambos habían mamado una misma leche y calentádose en un mismo regazo. Entonces fue cuando Francisco se echó a los pies de la señora Mendizábal y le pidió licencia para casarse, ignorando aun el poderoso rival que tenía en su amo, cuyas pretensiones le ocultara Dorotea, por no afligirlo conociendo su carácter melancólico, y porque no le atormentasen los celos, hijos del amor, y que hubieran nacido irremediablemente en Francisco a la vista de un contrario como Ricardo. Descubrió éste el secreto, el enigma de tanta oposición y pertinacia; y airarse con la mulata y el negro, todo sucedió en un punto. Haber sido despreciado por ella, haberlo postergado al calesero, que no poseía ni su rango ni su caudal ni sus prendas personales,   —88→   cuándo, humillándose, le hizo la merced de enamorarla; tales pensamientos lastimaron su orgullo. Acabó de amargarle el presumirse que serían inútiles ruegos y castigos para torcerle la voluntad a quien la conservaba libre hasta en medio de la servidumbre. Ahí flaqueaba su poder, su dominio; por lo cual resolvió demostrárselo a los dos esclavos en otras cosas, y no desperdiciar ninguna coyuntura de oprimirlos. Pero, ya porque le salieran al encuentro sus buenos procederes, o por la repugnancia de la señora Mendizábal a los castigos, o porque el vivir casi continuamente en las fincas le impidiese velar de cerca sobre sus operaciones, el caso es que en la Habana no le fue posible vengarse. Júzguese, pues, cuánto se alegraría con la llegada de Francisco al ingenio.

*  *  *

Cuatro meses habían transcurrido desde entonces; estábase ya en agosto, época rigurosa de las aguas, y en los chapeos de la caña, trabajo más pesado aún que cortarla y meter combustible en las fornallas, por la postura inclinada del cuerpo hacia la tierra, no permitiendo enderezarse los machetes, instrumento que se usa regularmente para el efecto. Apenas comenzaron las lluvias, lo crudo de las aguas y la humedad del aire y del suelo trajeron consigo el tenesmo, o sea pujos de sangre, en términos comunes. Pocos negros escaparon de esa enfermedad penosa, y cuatro murieron por remate, merced a los conocimientos del facultativo, a que no les mezclaban con aguardiente el agua como hacen en otras fincas, a que mientras llovía no los quitaban de la intemperie guareciéndolos en las casas,41 a   —89→   las precipitadas convalecencias y a la tardanza en curarlos, esperando que el mal arreciase, por no perder diez o doce horas de faena. Francisco fue atacado también y estuvo padeciendo un mes; pero sanó, al fin, pues parecía haber nacido de propósito para sufrir otras desventuras más tristes que la misma muerte.

-Maestro -le dijo el mayoral una tarde, viéndole sentado en el colgadizo de la enfermería,- ya sabe usted el plazo; ocho días de convalecencia y san se acabó; el machete y el garabato lo están aguardando; conque, prepararse.

Francisco no respondió nada; se miró sus brazos y sus piernas flacos, cubiertos sólo por el pellejo, las señales de los grillos que volverían a ponerle pronto, y el pulso que le temblaba. «¡Estoy todavía enfermo, pensó, y quieren hacerme trabajar así!» Dos lágrimas ardientes arrancadas del corazón brillaron en sus lánguidos ojos y le corrieron luego por la mejilla hasta parar en los labios; como si no debiera alimentarse de otra cosa; porque al punto le vino a la fantasía aquel tropel de imágenes desconsoladoras que de continuo lo atristaban: su patria, su libertad, sus amores infortunados, el encono de Ricardo y los operarios, la ingrata recompensa concedida a sus buenos servicios por el ama que lo crió y sacó del barracón... Nadie había en el colgadizo con él, nadie enjugaba su llanto. Cerca de la enfermería y tras de los bohíos se alzaba una espesa arboleda que, dando vuelta a la casa del mayoral y a la de vivienda, iba a morir en las márgenes del río, a dos cuadras de distancia. Árboles frutales de muchas y diversas especies naranjos, caimitos, zapotes, mamoncillos, ciruelas,   —90→   limas, mameyes, aguacates,- convidaban a pasearse bajo su sombra y a esparcir la vista, con la copa de sus hojas siempre verdes y lozanas, a través de las cuales se percibían las frutas; lugar melancólico a causa de su grave silencio, a veces interrumpido por el murmullo de la brisa, o por el canto de las tojositas, o por el río susurrando entre las piedras. Francisco solía, en las horas de amargura, buscar aquella arboleda tan acorde con el estado de su alma, y que tanto bálsamo derramaba en sus heridas; pero sea que las enfermedades mengüen el ánimo, que las palabras del mayoral le lastimasen profundamente, que rebosara ya la copa de adelfa, de hiel, que apuraba desde largo tiempo hacía, en ninguna ocasión apeteció como entonces alejarse de las fábricas y lamentar allí sus pesadumbres. Pidiole permiso al médico y, habiéndolo alcanzado, se internó en los árboles, sosteniéndose de un bastón de cañabrava.

Un negro anciano, de setenta años, era el guardiero de aquel punto; inútil, más bien por las llagas innumerables y envejecidas de sus piernas que por lo avanzado de la edad, vivía solitario, a semejanza de un desterrado, en el pequeño bohío o rancho que él mismo se había fabricado casi sobre la ribera. ¿Quiénes le acompañaban en su retiro? Un perrillo sato, flaco, de hocico largo y aguzado, y diez gallinas -la jabada, la jira, la india- que vio nacer y que crió, cuyos hijos y huevos vendía al casero o cambiaba por pañuelos, picadura, cañamazo y demás cosas precisas en su pobreza; gallinas que le entendían en llamándolas «piú, piú, piú-piú, piú, piú» para darles el maíz; y que soltaba todas las tardes a escarbar y revolcarse, abriéndoles la gatera.   —91→   Rara vez aparecía este viejo en el batey, algún domingo, algún día de fiesta, a punto que le ladraban los perros al extrañarle vestido de un chaquetón de paño, la camisa por fuera y un gorro blanco y encarnado en la cabeza; y habíais de ver entonces su apuro en espantarlos con el bastón y a voces, y la grita y carcajadas de los operarios; vueltas para acá y para allá, no sabemos cómo, al fin se libertaba de que lo mordieran. Seguíale a cualquier parte el satillo, y a pesar de que en el rancho ladraba noche y día perennemente a las lagartijas, a los gatos, y aun a las pajas que el viento meneaba, en el batey, a presencia de Azulejo y de los otros perros, bajaba el rabo, echaba las orejas para atrás y huía despavorido, sin tener en cuenta el desamparo de su amo a quien esperaba durmiendo junto al bohío. Éste era la habitación del guardiero, fabricado, según dicen, de vare-en-tierra, por ser el techo de figura cónica, triangular, besando las pencas de guano el suelo; una puertecilla, con su llave de ácana, a modo de sierra, le servía de entrada a un reducido espacio, alto como un hombre en medio, y estrechándose sucesivamente hacia los lados. Una tarima, una percha con plátanos, dos o tres canastas, el cajón de guardar la ropa: he aquí sus adornos. Contigua a la sala principal había una división haciendo las veces de gallinero, no ya de guano ni tan cubierto, sino de cujes enlazados y de yaguas por techo. Luego que Francisco dio algunas vueltas por la arboleda, se encaminó hacia donde moraba el guardiero cuyos años y blancas canas resaltándole en lo negro de su rostro, la humildad y retiro de la choza, el aseo que reinaba en ella, y el alegre limpio que caía a la puerta, le inspiraban   —92→   a una veneración y paz. A lo menos gustaba mucho de irse a platicar en su compañía; no tenía otro que le consolase en el ingenio, pues sólo él le comprendía allí; los demás negros se lastimaban de su miseria, pero, menos sabidos o de afecciones menos bellas a causa de la educación que recibieron, ceñíanse a los males del cuerpo, a los azotes, a los grillos; y eso basta a las personas infelices para simpatizar prontamente. Por su parte, el viejo le había cobrado gran afición porque, siendo mina, albergaba los mismos sentimientos de Francisco y porque lo conoció pequeño cuando servía en la Habana, antes de cundirse de llagas.

-¡Gracias a Dios -le dijo el taita- que vienes aquí otra vez! ¿Ya estás bueno, del todo bueno?

-Sí, señor.

-Mira, hijo, yo no he podido ir a verte. ¡Las llagas me han embromado más estos días! No me dejan vivir. Pero Juan te lo diría. Dispénsame, Pancho, ¿qué quieres, con esta pierna así? Te mandé una gallina y seis huevos en cuanto supe tu enfermedad. ¿No te lo dijo la enfermera?

-¡Y usted se fue a privar de eso, taita! A mí no me faltaba nada, nada; a usted sí, que está tan viejo y tan achacoso.

-No, yo estoy contento cuando te hago un bien; pero daría cualquier cosa por quitarte esa tristeza. ¡De veras, siempre traes los ojos colorados; ni te ríes, ni te alegras, ni nada! Bueno es lo bueno; pero llorar así dale que dale, no hay remedio sino que es flato. ¿No vayas a tener ictericia?   —93→   ¡Quién sabe, Pancho! Entonces te disculpo; y no puedo menos; ¿de dónde te iba a salir esa mococoa?

-¿Cómo quiere usted que me alegre? ¿Soy muy dichoso?

-Acuérdate de otro tiempo, de otra cosa, de cuando estabas en la Habana. Pues, para distraerte...

-¿Y yo no era infeliz en la Habana?

-Al menos...

-¿Al menos? Es verdad, nadie me puso la mano encima, ni aun la señora; aquí fue la primera vez. Y ropa, y comida, todo lo tenía de sobra; pero, dígame: ¿la señora, la señora, usted la vio algún día reírse con nosotros?

-Si es lo que digo: tú eres muy caviloso.

-No, taita, ¡yo no soy caviloso, desgraciado! ¿Ella no me crió, no me hizo bautizar? Yo la quería por eso, por eso me dolía su sequedad; y créalo usted, conmigo era más que con los otros. ¿Y qué le hacía yo, en qué le faltaba? Yo limpiaba mis arreos por la mañana, y por la tarde ponía la volante hasta las diez, saliera o no saliera la señora. Yo no me movía de mi cuarto, ni andaba en conversaciones ni en tragedias con los demás. ¿Y en qué paseos me divertía? Porque ni el tiple, señor, ni el tiple lo tocaba sino de tarde en tarde, no fuese a disgustarse el ama. Yo no le pedí licencia para nada, yo no le pedía ni aun lo que necesitaba. ¿Replicarle, contradecirle? Nunca. ¿Podía hacer más?

-Y yo; hijo, que después de haber servido largo tiempo, me mandaron al ingenió, por haberme   —94→   llenado de estas llagas ¿no tengo razón para quejarme? ¡Tú siquiera eres muchacho!

-¡Muchacho! Ésa es mi principal desgracia. ¿Qué me trajo el ser muchacho? Me enamoré de Dorotea, para que los dos lloremos sin cesar. Era, taita, una mujer muy virtuosa, muy inocente, muy linda; me amaba mucho, me tenía mucha lástima; yo no pude menos de adorarla. Y sin embargo, ¡cuántos días pasaron antes que le dijese!: «¡te amo, Dorotea!» Me contentaba con mirarla. Al principio, procuré ocultarle mi amor temiendo una negativa. Ella me ha dicho después que lo penetró. ¿Quién será capaz de ocultarlo? ¡Oh, taita, yo pensaba que mi pasión debía ser un secreto para Dorotea, que esta mulata no había nacido para mí, pobre negro de nación! Cuatro meses -enero, febrero, marzo...- sí, cuatro meses se pasaron así: no dormía ni comía bien, ni me hallaba en ninguna parte, sino a su lado. Entonces me pesó el haberme ido a vivir abajo. Con cualquier pretexto subía las escaleras. Ella se sentaba en el comedor cosiendo junto a la puerta de la sala; pero aunque yo cruzaba por allí veinte veces al día, ni yo mismo sabía a qué. ¿Mirarla? Yo no me atrevía a hacerlo; la iba a mirar, formaba ese propósito al subir, y el pecho me palpitaba, el corazón quería saltárseme, me temblaban los pies y las manos en llegando a los últimos escalones. Siempre sucedía lo mismo, taita, y con todo subía siempre. Pero yo lo voy a cansar a usted, repitiéndole continuamente estas cosas.

-Al contrario, me complaces. Sé que te diviertes hablándome de tus amores. Yo fui mozo, Pancho.

  —95→  

-¡Bobadas, señor, serán bobadas quizás! Fuera de mi costumbre empecé a comer arriba, y allí en la mesa únicamente me encontraba cerca de ella. Yo soy, taita, muy corto de genio. ¿Cómo no lo sería en su presencia? ¡Ay! y cuando uno se enamora, ¡le da un miedo, un encogimiento! Por fin, la señora extrañó que subiese tan a menudo y que comiera con los demás, y le preguntó la causa a Serapio, su paje. Serapio me lo dijo, y tuve que huir de Dorotea. ¿Qué recurso me quedó?: ella arriba, cosiendo todo el día, al lado de la señora, y yo abajo con los arreos y los caballos.

El guardiero le había tomado una de las manos a Francisco y permanecía en silencio oyéndole contar sus amores; lo dejaba desahogarse. Francisco prosiguió después de una breve pausa:

-Pensé que nunca me le iba a declarar; pero una tarde, el día menos pensado, me llamó la señora y me dijo que le acompañara las negras que deseaban ver la procesión; era la procesión del Viernes Santo, y usted sabe los alborotos y las pendencias que hay ese día en la Habana. Cuando salimos de casa me puse por detrás, sin atreverme a decirle una palabra a Dorotea. Las otras negras ¡ya se ve! como que todo lo habían comprendido desde mucho antes, no hacían más que repararme. Yo caminaba callado, no la miraba siquiera, ni tenía cuenta con la gente de la calle, con nada, señor. ¡Di tantos tropezones! ¡Si no soltaba a Dorotea de la cabeza! Cavila, cavila sobre el modo de quitarme aquella vergüenza. Llegamos a la Plaza de Armas; nos subimos en los poyitos a esperar la procesión que debía salir por la calle de los Oficios. La gente nos fue apeñuscando,   —96→   y me empujó hasta su lado... ¿Y usted lo ha de creer, taita? Después que le declaré mi cariño ¡me entró una tristeza, un pesar! ¿No me amará Dorotea? Este pensamiento me afligía, y el Señor, la música destemplada, el silencio en cuanto se vio la Cruz, el rezo de los padres, las velas, los sayones, todo vino a juntarse tal vez aquella tarde para oprimirme. ¡Ah! ¡qué ajeno estaba yo de que Dorotea me correspondería! Un mes le estuve instando, un mes; pero al fin se compadeció de mí. ¿Usted ve las aguas de ese río, taita? Pues lo mismo fueron nuestros amores. Ni un sí, ni un no. Yo me moría por ella, y ella se moría por mí; nos adivinábamos los deseos para darnos gusto. ¡Qué empeño tenía siempre en que yo estuviese contento! ¡Qué loca se ponía viéndome reír y tocar algún punto alegre en el tiple! Si no ¿quién aguantaba sus quejas? «Tú no me quieres ya», era su cantinela. ¡Ah! ¡qué yo no la quería! ¿Y que me ha quedado ahora, Dios mío, de esta dicha? ¡Llorar, llorar eternamente!

Los sollozos no dejaron continuar a Francisco; bajó la cabeza y la apoyó largo rato sobre su pecho; el guardiero también callaba.

-Yo soñaba en mis hijos -prosiguió deteniéndose a cada paso-, yo esperaba que ellos y Dorotea serían mi consuelo; y mire usted dónde están, en la Habana, tan lejos, y yo aquí muriéndome, porque no los abrazo, porque no los beso. Dorotea me ha mandado decir con Antonio, el arriero, que tengo ya un hijito; hembrita es; se llama Lutgarda; de tres meses todavía. Dice que está muy flaquita, muy enfermiza, que su leche no sirve ¿qué va a servir con tanto   —97→   padecer? ¿Usted no me dice? ¡Y tal vez se morirá pronto, quién sabe! Yo me moriré detrás de ella. ¡Angelito, en cuanto naciste, empezaste a llorar! Ni tu mamita te arrullará; y si se ríe, luego te mojará con sus lágrimas; y tú las beberás, pobrecita, pensando que es leche; «Y ¿papá dónde está?» le preguntarás. -«Papá, -te dirá- papá se murió». ¿Por qué voy yo a vivir así, sin mi hijita, sin mi Dorotea, y sabiendo lo que padecen? ¡Imposible! Dentro de poco, el año que viene quizás, no estaré conversando aquí con usted ¡Ay! ellas se juntarán conmigo; ¡pero allá arriba, en el cielo! ¡En la tierra, no!

En esto se oyeron los gritos de un hombre que apareció por entre los árboles.

-¡Eh! -decía- ¡eh!, ¿tertulia tenemos? Maestro Pedro, ¿así cuida usted la arboleda? ¿A que no ha visto que los caballos del potrero se han entrado y se están comiendo los cocos nuevos y que lo pisotean todo? ¡Hola! -añadió al acercarse-, ¿y usted por acá, Don Francisco? ¿Con licencia de quién? ¡Caracoles, buena parece la enfermedad! Digo, cogiendo fresco, sentadito como un marqués, y la caña ahí, que se la traga Don Carlos, y el arroz sin limpiar por falta de gente, y el maíz, otro tanto. ¡Arriba, hijo de la grandísima...! ¡arriba pronto, antes que...! ¡Ay! ¿no andas ligero? ¿Si será menester avivarte con el mocho? ¡Vaya que sí será! ¡Toma, toma; cógelo, Azulejo, a las patas!

Este hombre era el mayoral de la finca, don Antonio, que después de haber recorrido el campo, hubo de notar, cuando volvía hacia las fábricas, que el taita Pedro conversaba con otro negro   —98→   en la puerta del bohío; desde luego se imaginó que el guardiero escondía allí algún cimarrón, o, por lo menos, que regalaba a los vecinos las frutas; y por descubrirlo y tener ocasión de castigar tanto al de fuera como al de la casa, atravesó la arboleda hasta parar la mula frente del rancho, en el limpio donde estaban los dos minas. Atemorizado el viejo con la incomodidad del mayoral, agarró prontamente su bastón, y así, cojo, fue a espantar las bestias que se comían los cocos nuevos; pero no encontró ni su rastro; prueba clara de que todo lo había fingido don Antonio para apurarlo. Francisco se enderezó, camino de las fábricas; aquél lo echó a correr al trote delante de la mula, sin reparar en su debilidad ni en su flaqueza; y cada vez que detenía el paso, tornábale a estallar encima la pajuela del látigo, y le daba con el mocho, con el garrote, y le azuzaba el perro. ¡Imagínese de que modo llegaría Francisco a la casa de vivienda!

En su colgadizo toparon a Ricardo rezando la doctrina con los criollitos que, en fila e hincados de rodillas, repetían a coro sus palabras; tomábase aquel trabajo, no por devoción y menos por deber, sino por divertirse oyendo la multitud de disparates en que incurrían los negritos.

-Niño, le dijo el mayoral, ¿el Niño ha mandado esta buena pieza a que pasee la arboleda?

-¿Cómo, a que pasee?

-Sí, señor, a que pasee. Ahí me lo hallé tirado en el suelo tertuliando con el taita Pedro.

-¿Y eso me lo viene usted a decir a mí? Al campo, al campo, ¿hay más que hacer? Y sus   —99→   grilletes y sus ramales y su fondo, y otro y otro si se desliza. ¿Qué empeño tiene el doctorcito en mamantearme a este negro? ¡Señor, qué se habrá figurado! ¡Pues no se ha creído que yo estoy aquí para que me muela de día y de noche! ¡Eh!, ¡asunto concluido! Haga usted lo que le mando, y déjeme a mí con ese tomeguín del pinar. ¡Figurilla!

Así fue; no tardó un cuarto de hora en verse Francisco cargado de los grilletes y ramales y sacando tarea lo mismo que los demás esclavos; la negrada chapeaba a la sazón en el platanal, porque había sobrevenido la noche, y aunque de luna, todos saben que las faenas se ejecutan regularmente donde son fáciles. Cerca de las diez paró el trabajo; una campanada tocó la queda, y los negros, que de antemano la aguardaban impacientes, recogieron pronto los haces de yerba, y se pusieron por el camino a cantar, a reír, a formar con su guirigay una estrepitosa algazara, como quienes habían trabajado toda la semana desde las cuatro hasta las doce del día y desde la una de la tarde hasta las diez de la noche. Apenas botaron la yerba en la pila, dirigiose el más viejo entre ellos, el más ladino, a la casa de vivienda, y los otros se quedaron a cierta distancia esperando; era sábado, y querían bailar el tambor; pero necesitaban que su amo lo permitiese.

Poco después volvió el viejo, y en la grita de la negrada y en su correr hacia los bohíos, bien se demostraba que había alcanzado éxito favorable la solicitud. Dos negros mozos cogieron los tambores y, sin calentarlos siquiera, comenzaron a llamar, como ellos dicen, mientras los demás, o   —100→   encendían en el suelo una fogata con paja seca, o bailaban cada cual por su lado. Al toque, los guardieros de aquí, de allí, de acá, los negros que servían en las casas, los criollitos, todos se juntaron en los bohíos. Entonces fue menester calentar los tambores; para eso encendían la fogata; así se endurece el cuero que cubre una de sus cabezas, la más ancha, y adquiere sonoridad, y rebota la mano, y retumba mejor el sonido en lo hueco del cilindro; es la clavija del instrumento; sin candela no se oye bien, no se oye lejos por las fincas a la redonda; no aturde, no da alegría, no hace saltar. La negrada cercó a los tocadores; dos bailaban solamente en medio, una negra y un negro; los otros acompañaban palmeando y repitiendo acordes el estribillo que correspondía a la letra de las canciones con que los viejos les guiaran; tal vez alguno, deshecho por brincar, salíase del tumulto, y aparte de todos mataba su deseo hasta más no poder, hasta bañarlo el sudor, hasta que molido de cansancio y jadeando, casi falto de resuello, se les incorporaba nuevamente y seguía su canto. Los varones iban sacando a las hembras (nosotros diríamos citar); un pañuelo echado sobre el cuello o sobre los hombros, hacía las veces de convite, y las negras no se esquivaban; jamás desairan a los compañeros; la que se para en el tambor, debe bailar con cualquiera, con el que se le presente, no anda escogiendo como las blancas, no aguarda al novio, ni éste toma celos de ahí; verdad que puede tener y cansar a cuatro o cinco compañeros, al hermano, al hijo, al padre, al amante, y sale contenta así; al fin llega siempre a bailar con quien le gusta, y los hombres lo mismo; luego, de ellas pende el mudar a la que está   —101→   en el puesto, salir de entre las demás, y cruzarle por delante; entonces la otra se quita, y nadie lo interpreta mal. ¿Y qué figuras hacían los bailadores? Siempre ajustados los movimientos a los varios compases del tambor, ahora trazaban círculos, la cabeza a un lado, meneando los brazos, la mujer tras el hombre, el hombre tras la mujer, ambos enfrente, pero nunca juntos, nunca cerca, como si huyeran ex profeso de encontrarse; o poníanse cara a cara, y empezaban a virar, a girar rápidamente, y al volverse abrían los brazos, y los extendían, y daban un salto, y sacaban la caja del cuerpo hacia afuera. Los varones, en tomando calor, alzan un pie en el aire y siguen sus piruetas con el otro, y cogen tierra entre las manos y la esparcen por el suelo, o cantan y palmean a la vez. A montones llovían pañuelos y sombreros de los que en torno miraban sobre los diestros bailadores; agotados los pañuelos y sombreros, quien, acaso por congraciarse, tirábales al encuentro un collar de cuentas, a ver cuál lo levantaba antes, si el hombre, si la mujer, en el mismo baile, sin perder el compás. El tambor, para los negros de nación y para los criollos que con ellos se crían, les enajena, les arrebata el alma; en oyéndolo, paréceles que están en el cielo. Sólo Francisco no se mezclaba en tales regocijos; sentado sobe un trozo de madera, junto a la fogata, contemplaba tristemente aquel cuadro bullicioso; de vez en cuando le corrían por las mejillas gruesas gotas de llanto; amigo de la música, como son todas las criaturas sensibles, encontraba allí gran alivio a sus penas con el tambor y las canciones de los negros; a sus penas, que los sucesos acaecidos por la tarde agravaran más y más. El guardiero   —102→   lo acompañaba. Ambos a dos entretenían el fuego.

La repentina aparición del mayoral, acompañado de dos guajiros más, vino a turbar por una parte la inocente diversión de la negrada, y por otra el dulce solaz que disfrutaba Francisco; vino a echar hielo en los ánimos. El tambor desmayó, desmayaron las canciones, los bailadores apenas movían los pies, a ocasiones faltaban, y la música tocaba en balde. Todos yacían sumergidos en un profundo silencio. Pero don Antonio no había notado al principio el desaliento que su presencia causó; ocupábale mucho la imaginación, para poder distraerse, el asunto sobre que departiera con sus amigos.

-Camaradas -les dijo bajando la voz en cuanto llegaron al tambor-, tenemos que hacer un tratico. El niño Ricardo necesita comprar toros; la boyada se le ha disminuido este año, que es un asombro. Ayer me significó que le buscara por lo menos diez yuntas buenas, grandes, iguales, de trapiche... Ustedes, que son tratantes de ganado, traigan mañana los toros; yo se lo avisaré. Por pedir dinero, no se me encojan; él ha de consultarme si lo valen; le diré: «excelentes, Niño, a pedir de boca, legítimos vueltarriberos, están baratos»; y seguro que arría las pesetas; aunque entiende un poco las cosas del monte, no hay que apurarse; al fin, es de la Habana.

-Aquí estarán los toros. ¿Veinte no más? Traeremos treinta.

-Ya ustedes saben; pidan duro, y si los compra, lo que a ustedes les parezca, lo que quieran...

  —103→  

-Listo, cuatro mulatas.

-Lo que ustedes quieran, vuelvo a repetir. Arrímense ahora a mirar este fandango... ¡Anjá, anjá! ¿así bailan ustedes? -gritó a los negros descargándoles fuertes cuerazos. ¿Durmiéndose? A ver, tú y tú, señorito y señorita, si se ponen o no a saltar como chivos. A ver, tú y tú, si desfondan o no el tambor. A ver, si tú y tú, y tú largan o no la campanilla berreando. ¡Armar bulla, armar bulla, cachimbos! A cantar aquello de:


Panchito, vamo la Bana, ¡oh!
Tumba, tumba caguazo;
yo no tiene zapato;
tumba, tumba caguazo.

Y alegre, alegre ¡voto va!

Parose luego a reír con sus amigos; pero el ruido de unos grillos le hizo volver la cabeza; era Francisco, que temiéndose lo vislumbrara el mayoral por casualidad, y desgarrada el alma con lo que acababa de suceder, retirábase a su bohío. ¡Precaución inútil! Cuando don Antonio lo vio, brilláronle los ojos de feroz alegría.

-Pollo con trabas -le dijo- ¿has tomado mucho opio, que te largas desde tan temprano a roncar? ¡Acá, acá, a divertirse, mamalón!

Francisco se acercó, y el mayoral, dándole patadas por detrás y a empujones, lo condujo hasta en medio de los negros. Allí le escogió para compañera la más vieja, la más fea, la más risible, una china que servía de hazmerreír en el ingenio, flaca, alta, desairada, niguateja.

  —104→  

-Camaradas, -exclamó después encarándose a los amigos- ¿no quieren divertirse? Este negrito nos va a bailar un minué. Es marino, curro42

43 de allá, del Manglar. ¡Vamos, cachorro, un minué!

-Yo no sé bailar minué, señor.

-¿Pues qué diablos sabes? ¿Tambor? ¡Ah, ah, no me acordaba! ¡Si le faltan los violines, los clarinetes! Bailarás tambor, no te apures. A virar, a virar, ustedes los tocadores, y tú, Francisco, menéate; menéate, Francisco. ¡Ah! ¿Todavía? Ahora sabrás lo que es cajeta de boniato...

-Bueno está, mi amo, bueno está, mi amo, ¡por Dios, mi amo, yo bailaré!

-Ésa es la cosa; pero brinca más. Esa virada más aprisa, que el tambor se huye. ¡Aviva! Figúrate que los grillos son plumas. No, corcovos, no. ¡Vira! ¡Ja, ja, ja! ¡Ahí, bien para adelante! ¡Cuidado si la tumbas! Cógeme ese pañuelo que te he tirado; y su cantico también:


Mayorá, tá viní,
chápea, chápea, negrito.

Échenles sombreros y pañuelos a los dos novios. Ahora un besito bien sonado, Francisco; un abrazo bien apretado a la niña. No, no fue a mi gusto; otro, otro; que se oiga el besito; el abrazo hasta exprimirla. ¡Eh!, se acabó; ¡lárgate a dormir!

  —105→  

Todos, los amigos del mayoral y los negros prorrumpieron en una estrepitosa carcajada; aquéllos se reían por gusto, por befa, porque el mayoral afligía a un esclavo; éstos, contra su voluntad, necesitaban adular.

Cuando los blancos partieron, poco duró el tambor. Ningún negro podía cantar ni bailar ya; según tuvieran el espíritu de acongojado.



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