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La literatura infantil en la escuela


Juan Cervera





De una forma o de otra la literatura infantil siempre ha estado presente en la escuela. Pero no se puede negar que con el paso de los años y el subsiguiente cambio de ideas la literatura presente en la escuela ha ido variando cuantitativa y cualitativamente. No obstante en el momento actual se echa de menos la auténtica orientación sobre esta presencia. Tal vez podamos presumir de que esta presencia es cada día más nutrida y selecta, pero ni existen líneas oficialmente definidas sobre ella, que sepamos, ni las pautas seguidas por las editoriales, tanto en las antologías como en los textos de lengua española, preferentemente, garantizan una visión exacta de la función de la literatura infantil en la educación. Esta falta de criterios impuestos desde arriba que aboca naturalmente a la vacilación y el titubeo, quizá sea positiva ya que los caminos se hacen al andar, por supuesto, pero a la vez se descubre la necesidad de los mismos.

Nos encontramos, por tanto, en un momento en que vale la pena reflexionar sobre el tema de la literatura infantil en la escuela, empezar a airearlo, y lanzar ideas, no sea que, cuando queramos ocuparnos de él sea ya tarde y no nos quede más remedio que lamentar o criticar directrices impuestas, que no aceptadas ni sentidas, que además haya que soportar durante varios años con la consiguiente huella, influencia y escuela posteriores aunque sólo sea por la ley de la inercia.

Recordemos que la literatura, infantil o adulta, tiene su presencia obligada en las antologías y en los textos de lengua española, principalmente. Pero la literatura, y más específicamente la infantil, tiene cabida creciente en las bibliotecas de aula. Este hecho trascendente, del que tal vez no nos hayamos percatado bastante, introduce variables en nuestra relación con el libro para niños. Son las mismas que afectan a editoriales y autores, a ideólogos y políticos, a Asociaciones de Padres de Alumnos y a teóricos de la educación. No es posible ni aconsejable que el educador esté ausente de estas inquietudes y no tome posiciones ante ellas para defender mejor que nadie y por derecho propio los intereses del niño que son los auténticamente educativos.


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La preocupación didáctica

Durante mucho tiempo se ha confundido didactismo con educación. El afán de resultados inmediatos marcó a toda la literatura infantil, por tanto también a la que penetraba en la escuela. Es curioso observar que, desde un punto de vista estrictamente crítico, no se puede afirmar que este didactismo a ultranza esté presente en los llamados cuentos tradicionales o de hadas, salvo raras excepciones. Tal vez la razón haya que buscarla en el hecho incuestionable de que esta literatura nació directamente del pueblo y no de la pedagogía o de tendencias educativas concretas, como sucederá luego en buena parte con la literatura destinada a los niños.

El peso del didactismo en esta otra literatura se hacía aplastante en los relatos que se creaban para libros de lectura que además de intentar prestar el instrumento que facilitara tal ejercicio, aprovechaba para exponer claramente ideas que los adultos deseaban que asimilaran los niños lo antes posible.

Repasando los libros de lectura de nuestra escuela ya lejana podemos descubrir en ellos dos objetivos fundamentales en este didactismo: los de los libros genéricamente llamados de lecciones de cosas, con capítulos y fragmentos dedicados a la observación de la naturaleza, a la explicación de los hallazgos de las ciencias y a los inventos, a la descripción de países, regiones y pueblos y hasta a las curiosidades. Está claro que tales libros perseguían primordialmente objetivos cognoscitivos, para decirlo con la terminología actual. Uno recuerda un famoso Tesoro de conocimientos útiles cuyo título, suficientemente expresivo de por sí, dispensa de mayores aclaraciones.

Este tipo de libros lógicamente ante el desarrollo del estudio de las áreas de ciencias naturales y sociales ha perdido en gran medida su razón de ser en la escuela. Por otra parte la omnipresencia de los medios de comunicación social, en especial de la televisión que tantas horas ocupa a los niños, suple en gran medida esta función informativa. No obstante entre los méritos de tal tipo de libros se cuenta el haber conseguido el ideal de instruir deleitando y además enseñando a leer.

Algo semejante cabe decir del otro gran bloque de libros o referencias literarias que podemos asociar bajo el amplio epígrafe de lecturas ejemplares, concebidas como inspiradoras de virtudes y forjadoras de voluntades. Su objetivo patente era la formación moral del niño. Páginas repletas de leyendas piadosas, de relatos históricos exultantes, de tradiciones coloreadas de virtudes y heroísmos, de vidas ejemplares y modélicas, de recomendaciones ascéticas y hasta de fabulaciones literarias rezumantes de analogías, consejos y arquetipos a veces más admirables que imitables. ¿Quién no recuerda el célebre Hace falta un muchacho, de Arturo Cuyás? ¿O el patrióticamente estimulante El muchacho español, de José M.ª Salaverría? La ocasión aprovechada era la misma: la lectura colectiva, generalmente en voz alta y por turno.

Hay que reconocer también la existencia de elementales creaciones literarias dedicadas al niño: las fábulas. Pero estas se encontraban preferentemente en los libros de lengua española, estratégicamente distribuidas como ocasión de recopilación y de ampliación de ejercicios, lo que no impedía que las fábulas destilaran sus lecciones más o menos discutibles para la sensibilidad actual.

Este tipo de libros sin duda queda más cerca de los que ahora persiguen objetivos psico-afectivos.

Naturalmente sería injusto e inútil criticar un sistema de lecturas y referencias literarias pasado que, por otra parte, nada afecta a las tendencias actuales. Pero debe tenerse en cuenta, además, que el didactismo con mayor o menor intensidad sigue presente en los libros para niños y seguirá presente. Bajo nuevas formas que lo alejen de los tonos suasorios y paternalistas de antaño, pero con intenciones a menudo menos claras y, por supuesto, al servicio de otros intereses, frecuentemente mucho más alejados del niño y su verdadera problemática que los de antes.

Destaquemos por ello una de las características mantenidas: las referencias literarias anteriores como las actuales siguen aferradas al ejercicio lingüístico principalmente. En esto se ha variado poco; tal vez en lo que más en la calidad de los textos escogidos, calidad literaria, por supuesto, que no de respuesta a las necesidades del niño.

Ignoramos si el Ministerio de Educación imparte directrices en este sentido a editoriales y autores de libros de texto para la E. G. B. El análisis de algunos de estos libros y de los mismos Programas Renovados parece decirnos, no obstante, que la literatura sigue utilizándose como pretexto para algunos ejercicios de corte totalmente didáctico.




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Lo específicamente infantil

El problema latente en todo esto de la literatura para los niños es un problema difícil de resolver: La determinación de lo que es específicamente infantil. Como sucede en tantos y tantos terrenos, es fácil que nos pongamos de acuerdo en aquello que no es propiamente literatura infantil. Aunque menguado, el hallazgo por lo menos sirve para iluminar parte del campo que pretendemos explorar. Pero inmediatamente tenemos que plantearos una cuestión de límites absolutamente inaplazables: ¿a qué edades debe extenderse el término infantil? Y por ello empezamos aunque sea someramente.

Partamos del principio de que el término infantil, más claro en sus aspectos lingüísticos que vitales, a menudo va acompañado de otro término igualmente confuso en la práctica juvenil. Revistas gráficas, hay destinadas a los niños, del tipo de las denominadas tebeos, que se autocalifican como juveniles; y organismos oficiales existen donde ambos términos se emparejan: Departamento de Programas Infantiles y juveniles de TVE, Asociación Española de Teatro Infantil y juvenil... y así sucesivamente.

Si nos atenemos a estos y otros hechos, el problema se complica indefinidamente. Por lo cual convendrá atenernos a una hipótesis de trabajo que nos permita formular nuestro juicio sobre el particular, sin descartar la posibilidad de modificaciones posteriores sobre la base establecida. Puesto que nuestro objetivo final es la búsqueda de criterios que regulen la presencia de la literatura en la escuela establezcamos los siguientes principios:

1.º Existe una literatura para niños y otra para adultos a las que el niño tiene derecho. La primera como respuesta a sus necesidades. La segunda como elemento cultural del mundo del adulto que está descubriendo en gran medida gracias a la educación.

2.º Existe en la E. G. B., un período lectivo comprendido por la educación preescolar, el ciclo inicial y el ciclo medio que muy bien puede identificarse con el propiamente infantil; mientras que el ciclo superior parece requerir tratamiento distinto y responder más exactamente a lo que calificamos como juvenil. No olvidamos que en realidad el ciclo superior de la E. G. B., responde en rasgos generales a lo que llamamos adolescencia y que esta se caracteriza precisamente por el descubrimiento del mundo del adulto.

De todo esto fácilmente se desprende, a nuestro juicio, una conclusión muy sencilla. Desde la educación preescolar hasta el final del ciclo medio la literatura más adecuada para el niño -antologías, referencias, ejemplos para ejercicios lingüísticos, biblioteca de aula, etc....- sin duda es la que tradicionalmente denominamos como infantil, ya sean los famosos cuentos de hadas, ya las creaciones posteriores que merezcan verdaderamente este calificativo de infantil, para lo cual habrá que recurrir a estudios especializados sobre el tema, pues ha sido ampliamente controvertido.

En el ciclo superior, con carácter más intenso de iniciación a la vida, la literatura para adultos, debidamente seleccionada, será buen alimento espiritual del adolescente, sin que ello implique invalidación de los libros que, aunque pocos a menudo excelentes, se han escrito especialmente para este período un tanto desamparado.

Todos convenimos en que autores de los que se hacen incluso especiales ediciones para niños, -García Lorca, Miguel Hernández, etc.-, no responden precisamente a las necesidades de ese niño que hemos situado entre el preescolar y el final del ciclo medio, entre otras razones porque están muy por encima de su comprensión. El afán de anticipar lecturas a los niños ha tenido entre nosotros ejemplos tan pintorescos como el de las ediciones adaptadas del Quijote para niños e incluso como libro de lectura en la escuela. Posiblemente en esto haya que buscar el origen del descrédito, totalmente injustificado por supuesto del Quijote entre los españoles. Si muchos concluyeron de niños que era un rollo, con perdón de la expresión tan poco cervantina, difícilmente se los podrá convencer luego de lo contrario, lo cual no deja de ser una mala forma de educación.

Por eso defendemos que para los alumnos en sus primeras etapas escolares, sin que esto suponga rigor matemático en su aplicación, lo conveniente es la literatura verdaderamente infantil. Y, si se quiere explotar el campo, se encontrará más cosecha de la que fácilmente se imagina uno. Lo fundamental es servir a los intereses del niño.

Esta potenciación de la literatura infantil, en parte ya iniciada, producirá de paso otra consecuencia positiva: los autores de literatura infantil se verán estimulados y adquirirán mayor grado de especialización al ver reconocida su obra. Algo de esto se ha hecho en realidad tiempos atrás al encargar a José María Sánchez Silva un libro, Luiso, que se empleaba como libro de texto. Aunque hay que reconocer que el libro de creación literaria, por más que se adapte al niño, y por más que se especialice en responder a las distintas etapas de crecimiento del niño, nunca debe confundirse con un libro de texto, lógicamente con mayores exigencias de método y adecuación a los cuestionarios.

La literatura, y en este caso concreto la literatura infantil tendrá otra misión muy importante que no cabe menospreciar: es sin duda un espejo en el que se refleja el uso de la lengua, pero con imágenes que no son ni rígidas ni invariables. La literatura es arte y no ciencia y esto conviene no olvidarlo cuando se trata de enseñar la lengua.




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Función de las antologías

Las antologías son los libros que más ponen en contacto al niño con la literatura en el ambiente escolar. Las antologías concebidas en la línea que acabamos de exponer indudablemente tendrán que responder a criterios de realización y de uso en parte desdibujados en el momento actual.

Las necesidades profundas del niño, en buena medida desatendidas ahora, deberían presidir la selección de los textos y la utilización primera y principal de los mismos radica en su lectura.

Si nos ceñimos al caso de antologías hasta final del ciclo medio, esas cuyas páginas deben llenarse con lo que hemos llamado literatura infantil propiamente tal, el mero ejercicio de la lectura las justificaría plenamente. Evidentemente no ignoramos que las antologías siempre han servido para otras funciones. Vamos a repasarlas brevemente:

1.º Dramatización de los textos. La consideramos, después de la lectura la más importante. Porque en realidad la dramatización siempre implica una vivencia, aunque convencional, más intensa del texto y en consecuencia propia una profundización de la lectura.

Por supuesto la dramatización debe abordarse con todo lo que supone de conocimientos específicos del educador sobre el tema; aunque lamentablemente hay que reconocer que es una de las actividades educativas más desconocidas y peor empleadas.

2.º Narración del texto leído por parte del alumno. En buena medida es un ejercicio de evaluación de la lectura. Supone ejercitar la elocución, la memoria, la asimilación por parte del alumno. Al profesor, por su parte, se le ofrece una magnífica oportunidad para la observación y valoración del proceso y dificultades del niño.

3.º Otros ejercicios de expresión, principalmente plástica, ofrecen ventajas parecidas a las del punto anterior.

4.º Conversación sobre lo leído, por medio de preguntas y respuestas. Este ejercicio, aunque sólo tuviera la virtud de poner de relieve la comunicación y sus dificultades, sería muy útil. Pero por poco que se analice se verá que apunta a muy variados objetivos que van mucho más allá de lo puramente cognoscitivo.

5.º Actividades lingüísticas que tienen como objetivo el perfeccionamiento del conocimiento del lenguaje. Son actividades que toman el texto como pretexto para buscar sinónimos, derivados, palabras compuestas, formar otras palabras o frases y se prestan a completar explicaciones teóricas y a comprobar asimilaciones. En realidad el sistema lo que hace es reducir los textos de la antología a las funciones inmediatas para las que se han escogido ya las referencias literarias -fragmentos y ejemplos- insertas en el libro de texto de lengua española.

Este tipo de ejercicios es el que más espacio ocupa en las antologías actuales; es aquel que parecerá no solamente el más provechoso sino el más fiel al espíritu de la antología; y, sin embargo, tal vez sea el menos educativo, o, por lo menos, el de horizontes más recortados.

Incluso es el que más se expone a invalidar la vis educativa propia de la literatura infantil. Y al decir esto queremos recalcar la función educativa privativa de la literatura infantil, intransferible, que Bruno Bettelheim define como «el acceso a un sentido más profundo, y a lo que está lleno de significado para él (el niño), en su estadio de desarrollo». (Psicoanálisis de los cuentos de hadas, pág. 11).

Al pretender desmenuzar el texto, aclarar su sentido, explicar todo lo que el texto le sugiere al profesor, -nótese bien, al profesor- que no al alumno, se corre el riesgo de atrofiar la imaginación del niño, condicionar su creatividad y contradecir sus propias vivencias, interpretaciones y creaciones, desviándolo de su propio y verdadero proceso de maduración que naturalmente requiere tiempo y ritmo propios.

El mismo Bruno Bettelheim abunda precisamente en la idea de que el sentido del cuento, en este caso de la lectura, no debe serle explicado al niño; al hacerlo «destruimos, además, el encanto de la historia, que depende, en gran manera, de la ignorancia del niño respecto a la causa que le hace agradable un cuento». (Psicoanálisis de los cuentos de hadas, pág. 29).

Por otra parte, el empleo sistemático de lecturas y cuentos como centros de interés para globalizaciones en las cuales, porque se nombra el calendario, por ejemplo, se aprovecha para dar una lección sobre los días de la semana, los meses y los años, incluidos los bisiestos, será un excelente método para formar niños observadores y laboriosos, quizá; pero también para asfixiar el aliento poético y lúcido de la lectura. Aparte, naturalmente, de que el niño deducirá que la hora de la lectura es una trampa para colocarle el profesor las explicaciones que quiera. El niño tiene que esperar el ejercicio de la lectura como una verdadera fiesta y no como una lección más. Tal vez en esto radicara el éxito de la educación en otros tiempos en que, maestros con bastante menos conocimientos que los actuales despertaban abundantes y profundas inquietudes en sus alumnos, simplemente por medio del ejercicio constante y repetido de la lectura.

No puede dejar de sorprender a ningún educador consciente el hecho comprobado de que el niño empieza siendo un ser que pregunta a todas horas y, a medida que va avanzando en su período escolar, no sólo acaba por no preguntar, sino que le molesta que le pregunten el significado de palabras y cosas que realmente no entiende. Más grave todavía: en buena medida parece cifrar su tranquilidad, y hasta su felicidad, en no entenderlas. Lejos de nuestra mente creer que la escuela es el único factor que transforma al niño de preguntón en pasivo e indiferente. Pero el hecho está ahí y no debe servir para consolar a nadie.




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El caso de las fábulas

La última, por ahora, de nuestras reflexiones sobre la literatura infantil y su presencia en la escuela vaya dedicada a las fábulas. Esopo, Fedro, Samaniego, Iriarte, Lafontaine y toda una constelación de satélites y epígonos como Hartzenbusch o Cayetano Fernández ocuparon durante mucho tiempo lugar destacado en gramáticas y antologías para niños. Sus productos formaban parte tanto de las lecturas ejemplares como de los textos utilizados como pretexto para ahondar en los secretos de la gramática y de la lengua. Sus autores han llegado a ser considerados casi como pedagogos y de paso las fábulas aprovechaban para destilar sus valores educativos condensados en la inevitable moraleja, para muchos aclaración inútil y redundante.

El arrinconamiento de las fábulas ha sido a menudo celebrado incluso con alborozo, lo que no siempre garantiza que el hecho haya sido suficientemente razonado. Ya Eduardo Marquina, nada menos que en 1910, en su obra de teatro para niños La muñeca irrompible tuvo la ocurrencia de colocar a un grupo de niños enjaulados a los que se obligaba a recitar sin parar la conocida fábula A un panal de rica miel. Vemos ahora que algunas editoriales de textos de lengua española vuelven a ilustrar sus páginas dedicadas a la E. G. B., con las clásicas fábulas. ¿Supone esto un reconocimiento tardío de los valores educativos de las mismas o simplemente un retorno rutinario a lo que antes se hacía sin saber muy bien por qué? Dentro del ambiente de desconocimiento reinante en torno a la literatura infantil más bien habrá que inclinarse hacia la segunda hipótesis. Tal vez la única causa radique en la necesidad de contar con textos ingenuos, asequibles, no comprometidos bajo ningún aspecto, de derecho público, y, por tanto de libre utilización sin tener que recurrir a sus autores.

De todas formas bueno será recordar que junto a todas esas ventajas el rechazo de las fábulas estaba motivado por varías razones. Entre ellas la presencia redundante de la moraleja, ya acusada, que significaba algo así como la desconfianza de que el lector pudiera enterarse de lo que le dice la anécdota. Dicho de otra forma: el autor quería penetrar en el subconsciente o en la conciencia del lector para que este no desperdiciara o interpretara torcidamente su lección, cosa que no ocurre con los cuentos tradicionales ya sean populares ya de hadas.

Por otra parte, las fábulas se han interpretado como el exponente de una moral ramplona, burguesa y egoísta en la que la virtud y el bien quedan ampliamente sustituidos por la astucia, la cazurrería, la sagacidad desconfiada y las miras interesadas. Por supuesto nada de esto coincide con la moral evangélica.

A esto se sumaría la pedagogía represiva que rezuman estas moralejas que dejan a las monas, por apresuradas, sin poder comer nueces, a las moscas las enfangan nada menos que en miel, y al pobre borrico le impiden tocar la flauta porque no sabe solfeo.

Naturalmente nada de esto coincide con el final feliz que psicólogos y psiquiatras infantiles consideran indispensable para el niño, como versión de una inocente llamada a la esperanza. Final feliz que, como se podrá observar, no falta nunca en los cuentos tradicionales de cuya estructura forma parte.








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