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Sobre la situación de la mujer en el período que nos ocupa, son imprescindibles los trabajos de P. Hoffmann, M. y J. Bloch, K. Rogers, S. Spencer (ed.), J. Rendall, A. Browne, M. Sonnet, V. Jones, G. Fraisse, C. Molina Petit y B. Caine / G. Sluga. Específicamente dedicados a la mujer española están los textos de P. Fernández Quintanilla, R. M. Capel, S. A. Kitts y M. Bolufer, así como los volúmenes colectivos Mujer y sociedad en España,1700-1975, La mujer en los siglos XVIII y XIX. VI Encuentro de la Ilustración al Romanticismo y el de Mª José de la Pascua y Gloria Espigardo.

 

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Citaré, a modo de ejemplo, las palabras que le dedica al asunto Alberto Acereda en su documentada e interesante edición de La sabia indiscreta de María Lorenza de los Ríos. Nos previene allí precisamente el estudioso contra las lecturas palimpsésticas del teatro femenino de esta época, que encuentra inadecuadas (156), así como contra la aplicación de «posturas feministas extremas» (148) al canon dieciochesco, insistiendo en la coincidencia de las ideas de la Marquesa de Fuerte-Híjar sobre la mujer con las de los autores teatrales ilustrados, y termina estableciendo la inconveniencia de hablar de un «auténtico discurso femenino» (158) en esta obra al no mostrar a la mujer como enemiga del hombre ni empeñarse en una batalla de sexos. La interpretación de Acereda es útil para ejemplificar la forma en que una lectura que no contemple el enfoque de género, puede distorsionar la práctica literaria femenina. Evidentemente, no es ya el siglo XVIII el de la «querelle des femmes» y por tanto no tiene sentido buscar en estas obras violentas digresiones contra las instituciones patriarcales ni afirmaciones taxativas de rebeldía contra los valores que sustentan el sistema, ni exigirle tampoco a una heroína dieciochesca, como la de La sabia indiscreta o como las de todas las obras de María Rosa Gálvez, que no identifiquen el amor con la felicidad, ya que ello significaría extraviar la perspectiva de época. Lo cierto es que la rebelión y la denuncia de lo patriarcal en estas obras son mucho más sutiles, más escurridizas que todo esto, y se realizan siempre desde dentro del mensaje ilustrado y nunca en confrontación directa con él.

 

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Aunque no disponemos aún de un estudio global dedicado por extenso a las dramaturgas españolas del siglo XVIII, son de consulta obligada los trabajos de J. Bordiga Grinstein (2002), Palacios Fernández (2002), Mª del P. Zorrozua, C. Sullivan y J. A. Hormigón (1995).

 

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«No formemos, pues, un plan fantástico: tratemos sólo de rectificar en lo posible el que ya está establecido. Para esto, será del caso que las mujeres cultiven su entendimiento sin perjuicio de sus obligaciones: lo primero, porque puede conducir para hacer más suave y agradable el yugo del matrimonio; lo segundo, para desempeñar completamente el respetable cargo de madres de familia, y lo tercero, por la utilidad y ventaja que resulta de la instrucción en todas las edades de la vida» (Amar y Borbón 72).

 

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Este polémico episodio de la historia de la incorporación de la mujer a la vida pública española, que incluye el sonado enfrentamiento entre Jovellanos y Cabarrús al respecto, aparece relatado por extenso en Demerson (127-148) y también en Fernández Quintanilla (55-113).

 

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La «bachillera» o «doctora» era un personaje habitual en la literatura de la época. Representaba a la mujer que se internaba en los caminos del saber que se consideraban de dominio masculino y que ostentaba su sabiduría sin hacer gala de la preceptiva falsa modestia recomendable para las mujeres cultas. Por supuesto, tenía sus equivalentes en otros países («femme savante», «blue-stocking», «dottoressa», «letteraia») y en todos ellos constituyó un «sambenito» que las mujeres con cierta cultura trataron de evitar a toda costa (Bolufer 145-151).

 

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Contamos, por ejemplo, en un lapso de sesenta años, comprendido entre la mitad del siglo XVIII y 1810, con la labor de traducción y adaptación de María Gasca y Medrano, traductora de Pixérécourt (Drama nuevo en tres actos. Las minas de Polonia), María Martínez Abello con La Laureta, adaptación del cuento de Marmontel, Magdalena Fernández y Figuero con La muerte de Abel vengada, traducción de la tragedia de Legouvé, Gracia de Olavide, adaptadora de Mme. de Grafigny (Paulina), la propia María Rosa Gálvez, que traduce la ópera Bion de Hoffman y las comedias La intriga epistolar de Fabre d'Églantine y La bella labradora de Amélie Candeille, y, sobre todo, Margarita Hickey, que se atreve con Voltaire (Zayra) y Racine (Andrómaca y Alcira, esta última por cierto no conservada).

 

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Para una revisión del teatro femenino religioso, conviene consultar las breves páginas que le dedica al asunto Palacios Fernández (228-233). Se recogen allí nombres prácticamente desconocidos como el de Sor Gregoria de Santa Teresa, Sor Luisa del Espíritu Santo, Sor Ana de San Jerónimo, etc., que permanecen en el olvido casi absoluto y que merecen sin duda un estudio detallado más allá de las interesantes páginas que les dedica Palacios Fernández.

 

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Aunque el manuscrito conservado no tiene fecha, incluye la aprobación con fecha de 20 de febrero de 1794. Tanto La Anita como el sainete que nombraré a continuación de Mariana Cabañas, se encuentran recogidos en la antología de teatro breve de mujeres de los siglos XVII al XX de Fernando Doménech.

 

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La única comedia conservada de Rita de Barrenechea, Catalín, fue impresa en Jaén en 1983, en formato de libro. Aunque Palacios Fernández incluye a la autora, como a María de Laborda, entre las escritoras «neoclásicas», posiblemente atendiendo al concepto del teatro como escuela de virtud que rezuma de su obra, me parece que los elementos populares y sentimentales de esta comedia exceden, con mucho, las bases de la comedia de costumbres neoclásica, y la veo más como ejemplo de esas «comedias mixtas» tan en boga en el cambio de siglo.