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Abajo

El buen Sancho


Azorín






ArribaAbajoContar, filosofar

Toda la vida es contar, narrar, libelar. Se cuenta en la casa, en la redacción, en los pasillos de la asamblea, en los claustros de la catedral, en la antecámara del palacio, en el tinelo de los criados. Un labrador -en el siglo XIII- cambia los hitos de su predio: estaban un poco más acá de las tierras asurcanas y los pone un poco más allá. Descúbrese el fraude; se conmueve la aldea. No se conoce bien el hecho; nadie sabe los límites exactos de las tierras. Las opiniones son contradictorias: hay quien niega y hay quien afirma. El amojonamiento es cosa esencial; más antiguamente que ahora. Los hitos van marcando la Reconquista; se camina lentamente; son siete los siglos que habrá que recorrer. Se avanza un mucho para retroceder después un poco. Hablando Montesquieu de nuestra recuperación, emplea un adverbio fino, vivo; dice que la debelación de los príncipes mahometanos se hizo «insensiblemente». Sin mojones no hay lindes ciertas; sin lindes ciertas hay disensiones. Se complica -en España- la labranza con el pastoreo. Los rebaños, en su trashumancia, no respetan las lindes; no valen de nada los mojones. Se traspasan cañadas, cordeles y veredas. El labrador está siempre en un tris. Berceo, narrador admirable, cuenta, en la Rioja, la fecunda Rioja, en ese siglo XIII, el caso del labrador que «cambiaba los mojones por ganar heredad». He comenzado yo a decir algo sobre el arte de contar, y he declinado, sin querer, hacia la entraña de nuestra Historia; un cuento de Sancho, el buen Sancho, hubiera ocasionado análogo descamino. Un profesor del Instituto Nacional Agronómico de Francia, Charles Muret, comienza así, en 1930, un estudio sobre el deslinde: «Casi la mitad de las propiedades, en Francia, está todavía desprovista de todo amojonamiento». No podemos separar de la tierra el espíritu, Alonso Quijano, labrador, empeñó sus cuatro terrones para comprar libros. «Empeñé mi hacienda», dice el hidalgo en la parte segunda, capítulo XVI, de su historia.




ArribaAbajoEl Doctor Recio de Agüero

El palacio ducal de Buenavía, cabe Pedrola, en tierras aragonesas, riberas del Ebro. En el siglo XII, o en el XVII, o en el XX. Cervantes ha jugado en el «Quijote» con el tiempo -lo demostraron Mayáns y Eximeno- y ha acabado por ser víctima del tiempo. El duque se halla en retirada cámara. Don Alonso debe de encontrarse en algún cenador del jardín, entregado a sus cavilaciones. Sancho, en el culmen de la fortuna, gobierna la ínsula Barataria. El duque Carlos lee par de una ventana. Se abre la puerta y aparece la duquesa.

-¿Qué lees, Carlos?

-Leo un librito imperecedero.

-Sospecho cuál es.

-Este librito, de poco tomo y mucha enjundia, es la Imitación de Cristo. Lo voy paladeando por vigésima vez. Y por vigésima vez hago una observación curiosa. La observación es profundo enseñamiento psicológico. Leo en la traducción de Nieremberg. El traductor -creo que ha sido el traductor- ha puesto al frente de su traslado una sucinta biografía de Tomás de Kempis. En la biografía, Kempis es un hombre sereno, ecuánime, sosegado. No hay transición de su vida mundana a su vida claustral. Pero cuando vamos internándonos en el cuerpo del libro, nos encontramos con un hombre tempestuoso. Si la Imitación tiene un subido valor psicológico, lo debe a este atesoramiento de experiencia que el autor hiciera. Y pudo hacerla, gracias a los trances diversos y angustiosos en que se hallara. ¡Ah, él no hubiera querido muchas veces estar entre los hombres! Esas veces eran cuando, zarandeado por las pasiones sañudas del prójimo, él, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía hurtarse a la pasión. Obraba, empero, con rectitud. Pero luego sus actos eran detraídos acrimoniosamente por sus conciudadanos. Y ahora, él, como supremo consejo, al escribir las páginas de su libro, amonesta al lector a que se empine sobre las animosidades y tenga plena confianza en su persona. La persona de quien, combatido por el mundo, por los dichos malignos del mundo, conserva íntegra su percepción de la justicia.

-Carlos, me encanta el escucharte. ¿Y has pensado tú en el doctor Recio de Agüero?

-¿Y qué tiene que ver el doctor con el psicólogo de Kempen?

-La dualidad en un personaje suscita el recuerdo de otra dualidad. En el proseguir de la conversación llegarás a comprenderme. No me declaro más ahora. ¿Has tenido nuevas de Sancho?

El duque, indeciso, intrigado por las palabras de la duquesa, calla un momento. Posa el libro en la mesa, coge un pliego que en el tablero está y dice:

-He recibido carta de nuestro administrador en Barataria. Vas a reírte un poco. El lance es peregrino. Sancho tuvo la primera comida en el palacio del Gobierno. La mesa está magníficamente aparada. Descorre un paje el fino cendal que lo cubre todo, y aparece copia suculentísima de variadas viandas. Al ver tanta materia en que ejercitar el gulusmeo, a Sancho se le hace la boca agua. Se dispone a comer de unas perdices asadas, y la varita autoritaria del doctor Recio de Agüero se abate prohibitiva sobre el manjar. No se pueden comer perdices. No sé si el Estagirita o Galeno dicen que el hartazgo de tal volátil es funesto. Y es preciso velar porque la salud del gobernador no sufra detrimento. Sancho baja la cabeza resignado. Nunca creyera que los gobernadores estuvieran sujetos a tal pensión. Y alarga la mano, medroso, a un plato de conejos guisados... Pero veo que bostezas. ¿No te interesa el lance?

-No me interesa ni pizca -replica, displicente, la duquesa-. ¿Y a ti te regocija?

-No te comprendo, María. ¿Has pasado mala noche? ¿Tienes alguna desazón que yo ignore?

-No tengo nada. Sencillamente que tu relación me aburre.

-¿Y te aburrirá el saber que Sancho, exasperado, furioso contra el doctor, se levanta, súpito, y asiendo la silla intenta estamparla en la testa de nuestro Pedro Recio?

María calla, a su vez, un breve lapso. Por el balcón, su vista se pierde en la remota lejanía. Hace como si un profundo amago la desasosegara. Y al fin, por no hacer esperar más a Carlos, profiere, con cierto retintín de impertinencia:

-¿Qué idea tienes tú, Carlos, del doctor Recio de Agüero?

-La de un caballero perfecto y la de un eminente hombre de ciencia. No tiene par Agüero en el diagnóstico. No hay novedad científica que él ignore. Su prudencia a la cabecera del doliente se entrevera con intrepideces geniales e inesperadas que luego se ve que son salvadoras. Y ve aquí un hombre de ciencia que no cree en la ciencia. Entre el sentimiento y la ciencia, Agüero pone una talanquera. La ciencia para él no tiene nada que ver con el sentimiento. La ciencia posee sus dominios y el sentimiento los suyos. Pugna, por lo tanto, entre la ciencia y el sentimiento no puede existir. La ciencia es impotente contra el sentimiento. Los conflictos pretensos entre la ciencia y el sentimiento son vanos. No pueden convencer a un hombre civilizado. ¿En cuál de los dos dominios tiene su radicación el doctor? ¿En qué mundo espiritual vive? No creyendo en la ciencia, al mismo tiempo que es un científico emérito, patente está que se ladea al sentimiento. Y esto es cuando, querida María, puedo decirte. Ahora puedes tú revelarme el motivo de tu displicencia ante mi relación.

-Y perteneciendo el doctor Recio al mundo del sentimiento, habrá de tener un profundo respeto por la fe ajena, por el candor, por la ingenuidad, por la nobleza con que proceda siempre, no digo un hombre ilustre, sino el más ignorado matiego.

-¡Naturalmente!

-Pues entonces todo se explica.

-Se explica todo. Pero tú continúas sibilina.

-La escena de Sancho en el comedor me ha dejado fría. No me entusiasma. Y te voy a decir por qué. El duque, riendo, se levanta, abraza a María, le hace unas carantoñas, bondadosamente burlescas, y grita:

-¡Alegría, albarderos, que se quema el bálago! ¡Ya va la esfinge a hablar! ¡Ya va María a revelarme su secreto!

-¿Burletas conmigo? -replica la duquesa, riendo asimismo-. Pues te voy a henchir las medidas. Prepárate a quedarte hecho un carámbano.

-¡Ay, cuánto prólogo! Y luego no acabarás. El gaitero de no sé dónde: tres cuartos para que toque y seis para que acabe.

-No me alteran tus ironías. Mira esta carta que saco del seno. En este plieguecillo está el secreto. Tú has recibido de la ínsula Barataria una carta, y yo he recibido otra. Tú encargaste al administrador que te enviara cuenta por menudo de las gestas de Sancho, y yo previne al paje Juan García, que me tuviese al corriente, de un modo sigiloso, de los hechos y dichos del gobernador. Y aquí, en esta carta, tienes su informe confidencial. ¿Quieres que te lo lea? La prosa de la carta es larga y prolija. No todos, al escribir, tienen la virtud -arte supremo- de eliminar. Te dirá lo que en sustancia dice la misiva. El paje ha asistido al célebre yantar de Sancho. El paje ha advertido en la famosa escena un tufillo raro. El paje es amicísimo del teatro. Y el paje, en suma, ha visto que se estaba representando una comedia. Sí, Sancho y Pedro Recio se habían conchabado. No lo dudes. Han representado una farsa. Y la prueba es que, momentos después de levantarse Sancho de la mesa, los dos, Sancho y el doctor Recio, se encerraban en un aposento allí mano a mano, en buena paz y compaña, devoraban, entre dichos regocijados, una suculenta comida.

El duque escuchaba asombrado; la duquesa se placía con la suspensión del duque. Y en este punto un criado entra y anuncia:

-El señor doctor don Pedro Recio de Agüero.




ArribaAbajoLas huellas de su paso

¿Quién pintará tamaña mudanza? Hablo del palacio ducal de Buenavía. Don Quijote y Sancho son idos, y el palacio ha vuelto a sus quicios fundamentales. Los fundamentales quicios de la mansión señorial son la quietud y el silencio. Huyeron de la grey servidoril las alegres bullas pasadas. Ni los oficiales, ni la gente de escaleras abajo osan chistar. Y aun la misma doña Rodríguez y las sabandijas de palacio andan con pasos atentados. En cuanto a los duques, en sus cámaras sendas tejen silenciosos como epeiras doradas. ¿Y qué es lo que tejen? Pues tejen la tela sutil de sus ensueños.

El palacio de Buenavía ha su par en el palacio de Romerales. Obra de media legua, se levanta el palacio de Romerales. Lo viven los condes del Tomelloso. Nunca tuviera Don Quijote mejores amigos. El título de conde del Tomelloso lo lleva en la actualidad Manrique Pérez de Olías. Manrique está casado con Belisa de Riaza, a quien sus contiguos llaman -y por sus fervores- la Murucuya. Todas las tardes, un palafrenero coloca par de un poyo una mulita con jamugas. Sube al poyo la condesa, y desde allí salta a lomos del híbrido animal. No lo hay más manso en toda la contornada. Y en un bridón piafante, montado el caballero, él y la condesa se encaminan, sin presuras, al palacio de Buenavía. El duque y la duquesa les esperan. Les esperaban antes ansiosamente Don Quijote y Sancho. Departen los buenos amigos unas horas, y regresan, a boca de noche, a su morada.

Han llegado ya esta tarde Manrique y la Murucuya al palacio ducal. Manrique sube a ver al duque. Belisa se dirige a la cámara de la duquesa.

-¿Qué haces, Carlos? -le pregunta Manrique a su amigo.

El duque muestra continente de incelable tristeza. Con todo el aliento de su ánima, no podría él encubrir su melancolía. El amigo lo observa, y el duque repone:

-Sí, estoy triste. Y si no fuera por no asustarte, te diría que estoy desesperado. Tú, Manrique, ¿sabes lo que es el tiempo? No vivimos dos veces el mismo instante. El momento de serenidad deliciosa que ahora fruimos, no lo volveremos a gozar. Podrán concurrir otra vez, en el nuevo momento, todas las circunstancias del antiguo. Pero algo habrá -variante levísima- que no permita la paridad perfecta. Y yo, Manrique dilecto, estoy empeñado ahora en repetir uno de los momentos del pasado. Recientemente he hecho decisiva experiencia. Todo estaba igual que antes. Las cosas que me circuían eran las mismas. El estado de mi espíritu era análogo. El tiempo, quiero decir, la temperatura, estaba a nivel con la temperatura que de primero. La luz y las sombras eran parejas. ¡Y, sin embargo, no he experimentado la sensación antigua!

La Murucuya, tan simpática, tan férvida, ha entrado en la cámara de la duquesa.

-¿Qué haces, María? -le ha interrogado.

-¿Tú sabes, Belisa, lo que es la sencillez? -contesta la duquesa-. La sencillez es lo supremo. Lo supremo en la vida y en el arte. Y yo estoy empeñada en llegar al ápice de la sencillez.

-Pero el ápice de la sencillez es la pobreza -replica Belisa.

-¡Y qué me importa a mí el andrajo! El andrajo, si es limpio, tiene su encanto. El remiendo y el zurcido, en ropa raída y curiosa, son para mí un gozo. ¡En un aposento de paredes desnudas, intachablemente blancas, sentarse ante una mesita de pino sin pintar, con un vestido traspillado! Eso, para mí, es lo más alto. ¿Y tendré yo fuerzas bastantes para alcanzar ese ideal inaccesible? Porque el arrapiezo, es decir, el andrajo, lleva aneja la independencia. Somos pobres y nos sentimos desligados de todo. Somos pobres y nos huye la gente, y en nuestro redor se hace una depuración de amistades. Permanecen sólo las muy preciadas. Y entonces vemos la verdad del refrán que dice: «No pidas a quien tiene, sino a quien bien te quiere».

El crepúsculo vespertino llega. Camino de Romerales van, en su bridón, en su mansa mulita, los condes del Tomelloso. El silencio que ahora guardan indicia cavilaciones. La Murucuya se reconcentra en su fervor. Y por engañarse piadosamente uno a otro, pronuncian, al cabo, palabras que no hacen relación al principio a lo intrínseco de sus personas. La procesión va por dentro, y ellos quieren hacer creer que no hay tal procesión.

-¡Qué bonito es el crepúsculo!

-El crepúsculo de España.

-En España los arreboles de los crepúsculos son más encendidos que en otras partes.

-Y las avecicas se despiden del día cantando.

-¿Crees tú que alguna de esas avecicas no verá el nuevo día?

-¿Y lo veremos nosotros?

-¿No has notado que no se ven nunca pájaros muertos?

-Diríase que los pajaritos tienen el pudor de la muerte, y que se esconden para que no se les vea muertos.

-¡Cuántos dislates estamos diciendo!

-No son dislates. ¡Soñemos, alma, soñemos!

-¿Y no sueñan Carlos y María?

-Si sueñan, son felices.

-Segismundo hizo mal en despertar. Lo que él creía realidad en palacio, era una grosera falacia. La realidad era su vida en la torre.

-Cada cual tenemos, si ésa es nuestra dicha, una torre donde soñamos.

-Y Carlos y María la tienen.

-Don Quijote pasó y dejó su rastro. Lo que les acontece a Carlos y a María es consecuencia de la estada del caballero de la Triste Figura en el palacio. ¡Las huellas de su paso! ¿Y quién de los que trataron al caballero sin par estará libre de impregnación ensoñadora?

La noche se ha venido paso a paso. El negro manto de la noche está ya descogido. Manrique y Belisa se encuentran retirados en sus aposentos. La luna llena se ostenta majestuosa. Su argentado fulgor inunda la campiña. De par en par abierto el balcón, en el aposento de Manrique, el conde se halla ante su caballete, en una mano la paleta, y en la otra el pincel. Y trata de trasladar al lienzo la claror selenita. En el empeño trabaja hace tiempo. Esa claridad suavísima, íntimamente melancólica, quiere él hacerla plástica. ¡Y no puede! Y como no puede, siente una tristeza profunda. La luna, amiga de los tristes amadores, recarga con su melancolía la melancolía que Manrique siente ante sus vanos conatos.

En su apartado cuarto se encuentra también la Murucuya. Su ímpetu la transporta como en levitación. Belisa sí que va a poder conseguir lo que se propone. Del ángulo oscuro ha venido a sus manos el arpa. Los dedos finos de Belisa pulsan las cuerdas. Y lo que ella quiere -en tal propósito persevera días ha- es imitar con sones melodiosos el murmurio del aura. Del aura en las cañas -que no rumor «sonante», como dice el poeta-. Del aura en la fronda de los pinos. Del aura que riza las linfas de claro remanso. Del aura que pasa casi callada por los llanos inmensos. Del aura que, en vergel vicioso, besa las flores con blandura. El son del arpa se difunde por el palacio. Pero el son del arpa, ¡ay!, no cumple el anhelo de la bella tañedora. Y tan férvida es Belisa, tan apasionada -su remoquete lo dice- que, de pronto, exasperada, aparta violentamente de sí el musical artificio.

En los altos de la casa están, como se ve, desvariando los soñadores. Abajo, en el tinelo adyacente a la cocina, está el representante de la prosaica realidad. Sancho ha dejado aquí, a su vez, las huellas. Sitibundo siempre, flemático siempre, más ahora que antes, Bartolo, el sumiller de cava -que asentó con los condes hace treinta años-, se encuentra ante una polvorienta botella de fondillón alicantino. En la cocina contigua un perrito anda el asador. Bartolo coge un vaso, reposado el ademán, lo lleva a los labios, sorbe lentamente el exquisito licor, chasca luego la lengua, y exclama, en tanto que llegan los sones del arpa:

-¡Ya están los señores dándole a sus temas!




ArribaAbajoLa Condesa Trifaldi

-¿Quién es esa señora que dices?

-La condesa Trifaldi, mujer del mayordomo de los duques de Villahermosa.

-No comprendo. La condesa Trifaldi es una ficción de Cervantes. Cervantes escribió en el siglo XVII.

-El que no comprende ahora soy yo. ¿Cómo dices que Cervantes escribió en él siglo XVII? Cervantes vive. La condesa Trifaldi vive. Te estoy hablando de cosas que sabe todo el mundo.

-¿Te chanceas? ¿Leoncitos a mí? Y si no te chanceas, ¿es que he perdido yo la razón?

-¿Qué te pasa, Manolo? Noto en ti algo raro.

-¿No eres tú el doctor Pedro Menchero? ¿Y no soy yo el poeta Manuel Egea? ¿Existimos tú y yo o no existimos?

-Insisto en mis aprensiones. ¿Te sucede algo? Hace cuatro años que no nos veíamos. Al encontrarnos ahora, departimos en mi casa. Nuestra charla es cordial. La amistad que nos ha ligado siempre ha resistido a todo embate. ¿Qué te pasa, Manolo? ¿Dónde has estado? De pronto, en nuestra parlería, surge este incidente que me desazona.

-No sé, Pedro, lo que me pasa. Ahora al verte trastornar los tiempos parece que he caído de súbito en un barranco. ¡Cervantes vive! ¡No es éste en que vivimos el siglo XX, sino el XVII!

-No, no. Este es el siglo XX. No desvaríes.

-¿Tú crees que desvarío? Es decir, no sé si desvarío o no. Desde que caí gravemente enfermo en Ceilán, cuando regresaba de un largo viaje por las profundidades de la India, algo ha cambiado en mí. No soy el mismo. Camino por la vida como un sonámbulo. El concepto de tiempo y el concepto de espacio no son para mí lo que fueran antaño. ¡Y esto me hace estremecerme todo! Tengo miedo. Y tengo miedo al verme rodar por un desgalgadero hacia el abismo de la nesciencia. ¡Ciencia y nesciencia! Pero, ¿es que alguien sabe en el mundo lo que es el yo? ¿Está alguien en posesión de su yo? ¿Y es que la realidad existe?

-Existe la realidad. Existe la condesa, Trifaldi. Y la, condesa tiene empeño en conocerte. Lo que me sobresalta es esta situación espiritual tuya. He visto en mi clínica muchos casos raros. Como tú, te lo digo con todo afecto, no he visto ninguno.

-No, Pedro, no. El doliente eres tú. El que trastrueca el tiempo y subvierte el espacio eres tú. Y esas imaginaciones tuyas son las que, por contagio, me perturban. He estado enfermo, sí. Pero no creo que mis desniveles nerviosos me lleven a despaginar los tiempos. No sé ya lo que me digo. Ni si empleo palabras que no están en el Diccionario. ¡La condesa Trifaldi! ¡El siglo XVII! ¡El siglo XX! ¿Vivo en uno o en otro? En uno u en otro he de vivir. Pero, ¿en cuál? ¿Estoy en España o en líos senos más profundos del Himalaya? ¿Hablo contigo o con un asceta indio, macilenta la cara, con bondad infinita en los ojos, recoleto años y años en su inaccesible espelunca?

-Visitaremos a la condesa. Serénate. Después que abandones mi casa, iré yo contigo hasta la tuya. No quiero que te suceda nada. Pero no insistas, querido Manolo, en tu desbarro. El Tiempo es inexorable y con el Tiempo no se juega.

Al pie de la escalera de mi casa, junto al ascensor, se despide de mí Pedro Menchero. Cierro las portezuelas del ascensor y me encuentro en la más profunda soledad. Toda la soledad del mundo, condensada, hecha materia, diríase que envuelve mi persona. Siento ganas de llorar y no puedo llorar. Entro en casa y voy recto a la biblioteca. ¿He dicho que voy recto? Titubean mis pies. Si alguien me atisbara, podría asegurar que estoy beodo. Suelo yo leer el «Quijote» en una edición facsímile. Cojo, temblando, el ejemplar. He de ver si en la portada pone 1605 u otra cosa. Voy a saber si tiene o no razón Pedro. Sí; la fecha no miente. Dice 1605. No, no, leo mal. Todo se tambalea. Leo mal. Lo que dice aquí es 1940. No cabe duda. El «Quijote» se ha publicado por primera vez en 1940. ¿Dónde está mi razón? ¿Quién me la ha robado? Con las dos manos oprimo mi cabeza, y así permanezco largo rato sumido en un doloroso y hondo sopor.

Tres días después, en el salón de la condesa Trifaldi. La condesa es una anciana de cabello blanco y faz rubescente. Sonríe con bondad. El impecable traje negro es liso. Nada de joyas. La condesa me coge afablemente de la mano y me dice:

-Venga usted aquí, Egea. Se sentará usted a mi lado. Quiero tener, en tanto hablemos, su mano entre mis secas manos. ¿Me lo permite usted? Le trato como a un antiguo amigo. He leído y vuelto a leer todos sus libros. Vamos a ver, Egea, ¿por qué ha dudado usted de mi corporeidad? No soy condesa y soy condesa. No soy ente de razón, sino barro tangible. Tengo perfecto derecho a titularme la condesa Trifaldi. El ambiente en que he vivido durante unos días memorables me da ese privilegio. Esos días son los de la estada de Don Quijote en el castillo de Pedrola. No he sido yo la que, hace cuatro años, representó el papel de Condesa Trifaldi, o sea, de Dueña Dolorida, en la famosa aventura. Lo representó mi marido, mayordomo de los duques. Pero fui yo quien adoctrinó a mi marido, en gestos, movimientos y dichos. Y desde entonces, apasionada de don Quijote, entusiasta de Cervantes, me titulé la condesa Trifaldi. Cervantes lo sabe y lo aprueba. Cervantes viene por aquí de vez en cuando. ¿Por qué duda usted, querido poeta, de la realidad?

Y tras una pausa con la misma afectuosidad dulce:

-¡Ay, amigo Egea! El Tiempo juega con nosotros. Pero nosotros debemos saber el secreto del Tiempo. Y el secreto del Tiempo es... que el Tiempo no existe.

Nos atemorizamos por un horrífico fantasma que no tiene existencia. No hay ni presente ni futuro. Todo es presente. Y puesto que todo es presente, ¿cómo no ha de estar ante nosotros lo que juzgamos que pasó para no volver? Pasar, no pasa nada. Desvanecerse en el Tiempo, no se desvanece nada. Creemos en el pasado porque no podemos asomarnos, ni por un resquicio, a lo Inmoble. Cuando conozcamos lo Inmoble, lo veremos todo cual en un plano y sin sucesiones. Y ése debe ser nuestro supremo consuelo. Porque los seres queridos que han desaparecido en la eternidad y que plañemos, no han desaparecido. Están a par de nosotros. Nos miran y asisten a nuestros actos. Pero ellos están en el presente inmutable, y nosotros nos hallamos entregados a la incesante redundancia del Tiempo. Se encuentran -¡trágica situación!- a nuestro lado, y nosotros no podemos ni verlos ni estrecharlos contra nuestro pecho.

A este punto llegábamos, cuando en la puerta del salón aparece un criado que se cuadra y exclama: -¡Don Alonso Quijano!

Y entra un caballero alto, bien apersonado, enjuto de carnes. Su andar es lento y parece que una gran tristeza lo abate. Avanza con señoril talante, en silencio, y va parándose ante cada mueble, ante cada cuadro. Nos hemos puesto en pie al verlo. Don Quijote da la vuelta a la sala, se detiene absorto un segundo y luego, tras ligera reverencia, desaparece con la misma despaciosidad y majestad con que entrara.

Cuando hemos vuelto a la calle, he preguntado a Pedro Menchero:

-Dime Pedro, ¿es ilusión lo que hemos visto?

-¿Ilusión? Realidad inconcusa. Don Quijote vive. ¡Despierta, querido amigo! Has soñado ya bastante. Consuetudinariamente los poetas convierten sus ficciones en realidad. Tú, por el contrario, te obstinas en trasmutar la realidad en ficción. Don Quijote vive. Ha entrado en el salón de la condesa. Y otras veces entra Sancho Panza. Y otras el caballero del Verde Gabán. Y otras don Álvaro Tarfe. Y otras el estudiante pardal de que habla Cervantes en el doloroso prólogo al Persiles. ¡Despierta, querido amigo!




ArribaAbajoSe vuelven las tornas

El automóvil se detiene al llegar a las primeras casas del pueblo. El pueblo es el de Tomelloso, prez de La Mancha. Se retirara Sancho Panza al Tomelloso cuando agraciado y enriquecido por manda cuantiosa de la difunta duquesa. Del pueblo, en esta época del año -comienzos del otoño- se exhala penetrante olor de mosto. El Tomelloso es ilustre por sus grandes cosechas de vino, sus grandes bodegas, sus grandes destilerías de alcohol. En los lagares pisan ahora rítmicamente la uva los coritos. Se detiene ea automóvil y desciende del coche un caballero. En dirección opuesta, por la carretera misma, avanzan un cura y un su acompañante. El cura viste balandrán, se toca con un gorro negro y trae bastón de ébano con puño de plata. Aproxímase a estas dos personas el viajero y pregunta:

-Perdone usted, señor cura. ¿Tendría usted la bondad de decirme por dónde se va a la casa de don Sancho Panza?

El clérigo sonríe ligeramente y responde, tendiendo el brazo hacia el pueblo:

-¿Ve usted aquella ermita? Eche usted a la derecha, siga usted por una calle que se llama de Alfareros y verá usted una casa grande enlucida de amarillo. Allí vive don Sancho.

El automóvil reanuda su marcha. Y el cura se queda diciendo:

-¡Otro que viene a visitar a Sancho! ¡Buena renta tienen con los tales forasteros los fondistas del pueblo! En la puerta de la casa amarilla se ha detenido el automóvil. La puerta se halla cerrada y el viajero da los clásicos y sonorosos aldabonazos. No pueden faltar en los pueblos unos visillos que, tras un cristal, son apartados cautelosamente para poder atisbar lo que sucede en la casa de enfrente. De un piso bajo y frontero están ya espiando al viandante. No le importa nada al viajero. No le importa a este viajador casi nada en el mundo. Sesentón, con las barbas intonsas, lacios los bigotes, el semblante pálido, aparece profundamente triste. El traje es limpio y de rico paño; pero desceñido. El caballero, al encontrarse por fin frente a Sancho, se queda mirándole silencioso un momento. Sancho le contempla a él también silenciosamente.

-¿No me reconoce usted? -pregunta al cabo el viajero.

Sancho, con gesto habitual en los rústicos cuando están perplejos, se rasca nerviosamente la cabeza. De su antigua condición, Sancho ha conservado éste y otros modales. Pero toda su persona se ha afinado. No es el Sancho antiguo, sino otro. El bienestar pule cuerpos y espíritus. Después de rascarse, Sancho dice:

-Si quiere usted que le diga la verdad...

-Pero de veras ¿no le dice a usted nada mi cara?

-¡Toma, ya caigo! -exclama Sancho alborozado-. ¡Recontra! ¿Dónde tenía yo la sesera?

Y visitante y visitado se funden en un estrecho abrazo.

-¡Qué alegría, doctor! -añade Sancho-. ¿Quién me había de decir a mí que al cabo de treinta años, después de pasar tantas cosas, había de venir usted a visitarme? Ya tengo nietos. Ya se casó mi Sanchica. Ya mi mujer tiene sayas de raso. La liberalidad de la duquesa nos puso a salvo de las necesidades. No pasamos apuros y vivimos honrada y santamente. ¿Y usted, doctor? Cuénteme su vida. Voy a llamar a mi oíslo, a mi hija y a mi yerno para que le conozcan a usted.

-¡Ay, amigo Sancho! ¡Cómo le vi a usted antaño y cómo le veo ahora! No me refiero a usted, sino a mí. El que veía usted antes era un hombre feliz, y el que le ve ahora es un desgraciado. No sé lo que me pasa, amigo Sancho. ¿Es que habré cometido yo algún crimen sin saberlo? El doctor Pedro Recio de Tirteafuera está triste. Va en busca de las aguas de Marmolejo, desde Zaragoza, donde reside ahora, y ha querido hacer una visita a su amigo Sancho.

Todo es alborozo en la casa. En las casas de los labradores manchegos la afabilidad para con el huésped es exquisita. Se echa la casa por la ventana en honor al amigo que llega. El trajín de la cocina y el majar argentino en el almirez de bronce indican el banquete que se prepara. Seguramente que ante cada comensal será colocado en la mesa -mesa vestida de nitidísimo mantel- un rimero de ocho platos. ¡Y habrá que comer de todo lo que en cada uno de esos platos la mano solícita y cariñosa de la dueña de la casa deposite! ¡Y lo que se deposite será, con toda seguridad, cosa recia, sólida, sabrosa y suculenta! En el amplio comedor van a sentarse los invitados. No podía faltar el alcalde del Tomelloso, gran cazador de perdices. Ni el cura que topó el viajero al entrar en el pueblo, asimismo cazador diestro de liebres y tresillista formidable. Ni el médico de la casa, perseguidor perseverante de conejos y también maestro en el tresillo. Ni el boticario, que si no caza -no caza más que recetas- es del mismo modo temible en la mesita del indicado juego. No hay nadie en La Mancha que no sea tresillista. Se puede no ser cazador. No es posible escapar al hechizo irresistible del tresillo. En las horas lentas, lentas en la inmensa llanura, lentas en la espera de las cosechas del trigo y del vino, lentas a compás que los panes van granando y los sarmientos cubriéndose de botones, el tresillo es recurso supremo. En las noches de invierno, el tiempo -que es muy viejo y no se deja engañar- es engañado por los hidalgos manchegos que, con las cartas en la mano, en las anchas cocinas con chimenea de campana, no advierten el paso de las horas, en tanto que en el hogar flamean las confortadoras llamas y que de la torre de la iglesia, en el profundo silencio, llega el son no oído de las acompasadas horas.

Los comensales se han sentado a la mesa. Hay las bromas de rigor. No falta nunca un chancero en estos ágapes. Las palabras son cordiales y los chistes esmaltan -no siempre con finura- la animada conversación. El hombre que traga vorazmente y que tiene ínfulas de gracioso es indefectible en el pueblo. Nos seduce y nos es simpático. De los libros de fino humorismo, pasamos a este otro humorismo viviente. Lo que el artista afina, el chusco pueblerino lo hace íntimamente cordial. Perdemos acaso en finura; pero ganamos en efecto, en ímpetu, en campechanería efusiva.

-¡Animo, señores! ¡A la batalla! -grita el farmacéutico, al descoger la servilleta.

Pero, ¡ay!, el doctor Pedro Recio no tiene ánimos y va a perder esta batalla.

-¿Eso es lo que come usted? ¿No le gustan a usted los galianos? ¡Si es la comida de La Mancha! ¡Y hechos por las manos de mi Teresa!

Los galianos o sea, gazpachos, son suculentos. No hay que confundir estos gazpachos con el gazpacho frígido de Andalucía. Tengamos en cuenta las latitudes. Los gazpachos manchegos son siempre plural, y el gazpacho andaluz es siempre singular. Los gazpachos manchegos se cocinan con pizcas de tortas delgadísimas, tortas amasadas sin levadura, cocidas entre dos fuegos, sobre las anchas losas del hogar. Pueden ser viudos, o sea, con sólo vegetales, o pueden estar apedreados con pedazos de jamón o trozos de averío. Estos galianos de la mesa de Sancho, galianos fastuosos, trascienden olor incitativo. Y allí está esperando también, en jarras de Talavera, un fresco y claro valdepeñas. Pero el doctor Pedro Recio no come. No ha hecho más que llevarse a la boca un trocito de la pringada torta de los gazpachos. Y tampoco prueba los subsiguientes platos.

-Pero, doctor, ¿qué es eso? ¿Es que no le gusta a usted esta pobre comida? ¿No nos quiere usted honrar? ¿Nos va usted a dar ese disgusto?

Los demás comensales, engullidores ávidos y jocundos, apoyan cariñosamente los ruegos de Sancho. El doctor, prendida la servilleta, con las manos trabadas ante lo blanco del paño, cual en actitud religiosa, baja la cabeza y va diciendo con voz lenta y triste:

-No lo puedo remediar, Sancho amigo. Soy un aguafiestas. Aguo la fiesta cariñosa y espléndida que, con esta comida, han preparado ustedes en mi honor. No está en mi mano el remedio. ¿No ve usted mi cara? ¿Y no le dice a usted nada la palidez terrosa de mi cara? No soy dueño de mí mismo. La dolencia me apresa y manda. Hace treinta años, cuando nos conocimos, allá en la ínsula Barataria, yo no le dejaba comer a usted. No pudo usted probar ni las perdices asadas, tan apetitosas, ni los conejos guisados, que sabían a gloria. La varita que yo esgrimía se lo vedaba a usted. Y ahora soy yo el que no puede comer de estos gazpachos, de estas perdices y de estos conejos de monte. Se vuelven las tornas. El burlador de antaño, es burlado ahora. ¿Y quién me burla a mí? ¿Y por qué soy víctima de esta burla? El mal inexorable es el que me burla. Y en cuanto al motivo, agacho resignado mi cabeza. Tal vez es un castigo por culpas mías. Todo se paga en la vida. Hace poco aducía usted unos refranes, -siguiendo su impulso nativo. «En casa llena presto se guisa la cena». Acudía usted a que en esta casa, la presencia de un huésped inopinado, a quien se ha de dar de comer, no es nunca un embarazo. Y luego le oí decir, para animarme, aquí en la mesa: «el comer y el rascar todo es comenzar». Y yo saco también ahora uno de esos expresivos refranes castellanos y digo: «Dios consiente; pero no para siempre». Otros dicen: «Dios consiente; pero no siempre». Le versión es errada. Dios no consiente nunca la impunidad en el crimen, el pecado o la falta. Lo que hace Dios es demorar, por razones para nosotros inescrutables, la pena debida. Plutarco ha escrito sobre el tema un tratado precioso. Dios no ha consentido por más tiempo mis extravíos. Los extravíos de que hablo son acaso mi falta de celo, de cordialidad, de calor humano en el ejercicio de mi profesión. Y vea usted, vean ustedes todos, queridos amigos, de qué manera, al volverse las tornas, al no poder comer quien no dejó comer antaño al buen Sancho, recibe con ello, en forma curiosa e inesperada, el condigno castigo.




ArribaAbajoLa verdad en su lugar

Pongo en una cuartilla: «Sigerico Tablada dice siempre la verdad». Federico Tablada soy yo. Caigo en la cuenta de que no sé si me llamo Sigerico o Federico. No sé asimismo si estoy alegre o triste. Ni si hago bien o mal en lo que premedito. Ni si me hallo en la ínsula Barataria o en el reino de Candaya. La letra de la inscripción es recia y clara. Durante un instante la contemplo, y dejo luego la mesa. En pie, blandiendo la cuartilla, declamo enfáticamente:


A esto Don Juan se arrojó;
y escrito en este papel
está cuanto consiguió.
Y lo que él aquí escribió,
mantenido está por él.

Lo que voy a hacer causará sensación en toda la ínsula Barataria. Camino por las calles hacia el palacio del gobernador. Como voy tan absorto, ha estado en un tris que no me atropellara un automóvil. Si me mata, la historia se hubiera quedado sin una página inmortal. Sí, esa es la verdad. Soy dueño de mis casillas. No he salido de ellas. En la sala de audiencias espera su turno mucha gente. Van a pedir, y yo no voy a pedir nada. Sancho Panza se muestra retrepado en su sillón. El continente es ostentatorio. Cuando me llega la vez me adelanto y, previa una reverencia, digo:

-Con la venia del señor gobernador. Si al señor gobernador no le causa molestia, desearía que la sala fuera despejada. Lo que tengo que decir es importantísimo y reservado.

-Lo que ha de exponer el señor pretendiente, ¿se refiere a mi persona? -pregunta, afable, echando el cuerpo adelante, Sancho Panza.

-No soy pretendiente. Y perdone el señor gobernador. Lo que he de manifestar se refiere, sí, a la persona de nuestra primera autoridad.

-Pues entonces puede hablar sin embarazos el señor exponente. Pretendo gobernar entre viriles para que todo el mundo vea lo que hago, y el concurso de la sala es abono de mi conducta.

-Pues, señor gobernador, pecho al agua. Ni quito ni pongo rey. Dejo aparte la persona honradísima del señor gobernador. Al señor gobernador lo pondría yo, si fuere preciso, en un altar. Pero...

-¡Venga ese pero, a ver qué sabor tiene! ¡A ver si es pero o es camuesa! -dice, riendo, Sancho Panza. Y entonces yo, con resolución, he comenzado a soltar lo que se me había cocido en el cuerpo. Pero no aseguro que, al replicar, tuviera arrestos. He dicho lo siguiente:

-Aquí se está representando una farsa. El señor gobernador no es gobernador. Sancho Panza es víctima de un enredo. ¡Y eso no lo tolero yo! ¡La verdad en su lugar!

Apenas acabo de pronunciar estas palabras, cuando advierto que, por detrás, me sujetan vigorosamente. En volandas me conducen a un coche y me traen aquí. Y en este ámbito estoy de nuevo. El cuarto es reducido. No falta en él nada. La limpieza salta a los ojos. Tengo calefacción central, teléfono y radio. La radio me encocora. Digo, no sé si me aplace o me desplace. Encima de la mesa hay un búcaro con un solo y espléndido clavel.


A ti, clavel ardiente,
envidia de la llama y de la aurora,
miró al nacer más blandamente Flora.

Sí, por decir la verdad estoy otra vez en el manicomio. Los procedimientos son suaves y científicos. No se advierte que ésta sea casa de locos. Pero sí es manicomio. Y yo, ¿qué voy a hacer aquí? La vida se desliza plácida. Por la ventana columbro las cejas nevadas de unas montañas azules. Viene el doctor a visitarme y departimos cordialmente mano a mano.

-Doctor, ¿es que usted, con toda su ciencia, cree también que Sancho Panza es gobernador? ¿Acaso tiene usted connivencias con los farsantes? No puedo creerlo. La verdad en su lugar, doctor. ¿O es que usted dice con el refrán: «Yo molondrón, tú molondrona, cásate conmigo, Antona»? Y Antona, en este caso, es la mentira. Pero usted, querido doctor, no se casa con Antona, quiero decir, con la trapaza.

El doctor se ríe a carcajadas, me da unos golpecitos en la rodilla -estamos sentados frente a frente- y me contesta:

-Cálmese, cálmese. Le veo hoy un poco excitado. No hay que andarse por los cerros de Úbeda. La verdad en su lugar. ¿Cómo no comprende usted que Sancho Panza es gobernador propio y efectivo?

-¡Ay, doctor, le veo a usted guillado! ¡Locatis perdido! Pero, ¡si la comedia es evidente! Lo sé por un amigo del duque. ¿En qué cabeza cabe que el duque, tan sensato, haga gobernador a un rústico como Sancho? ¿No lo ve usted, doctor?

-Vamos, calma, Sigerico. Serénese. Ya se le pasará, la preocupación.

-No me pasa. La verdad en su lugar. ¿Estoy loco? No lo sé. Lo declaro con toda sinceridad. Pero los niños y los locos dicen las verdades. ¿Y por qué una verdad que yo digo, caso de estar enajenado, no ha de ser creída? Cáusame indignación que todo un pueblo de asenso a tamaña momería. Y también el que Sancho, que es un pedazo de pan sea víctima de tal andrómina. Las horas de soledad las paso en contemplación de la remota montaña. Las montañas no mienten y son siempre las mismas. Pero no sé si un geólogo me diría que no son siempre las mismas. No podía dejar de ven ir a verme mi mujer. La primera entrevista ha sido tiernísima.

-Ya me tenéis aquí otra vez, querida Eufemia -he dicho conmovido-. ¿Y qué habéis ganado con ello?, ¿y por qué esta rigurosidad conmigo? ¿Es que tú crees también que Sancho es gobernador? ¿Tan ciega estás que no ves por tela de cedazo?

-No, Sigerico, no. El que, desgraciadamente, no ve por tela de cedazo eres tú. La verdad en su lugar. Y la verdad es que Sancho Panza es un grande y efectivo gobernador. Reconócelo, querido Sigerico. ¿Quién puedo imaginar que todo un duque, con su formalidad, iba a jugarnos una mala pasada? Y mala pasada sería engañarnos a todos.

-No sé lo que me pasa -exclamo yo-. Ahora es cuando doy el vale al último fulgor de mi inteligencia. Oigo a mi mujer y paréceme que estoy en los limbos del sueño. ¿Sueño o no sueño? No me atormentes, querida Eufemia.

-Sigerico, ¡no me atormentes tú! Y no te atormentes a ti mismo. El consenso del pueblo es unánime. Sancho es gobernador, y Sancho gobierna como un gerifalte. Y eso que ignoro si los gerifaltes gobiernan. Pero, en fin, gobernarán a los gorriones. Digo todos estos dislates para distraerte un tanto. ¿Me perdonas, Sigerico?

Han puesto otro clavel en el búcaro. El primero se marchitó. Todas las cosas pasan. El anterior era blanco y éste es amarillo. No sé si hay claveles amarillos y si el anterior era blanco. ¿De qué pende la verdad? ¿De los accidentes del mundo? ¿De nuestro propio humor? ¿Del tiempo y del espacio? ¿Del dictamen de los más? «Pon tu haber en Concejo; uno dirá que es blanco: otro, que es bermejo». El Concejo cree ahora que Sancho es gobernador. Hay un ciudadano que asevera que se está representando una farsa. No discierno ya si la verdad es lo que dice el vulgo o lo que yo digo. La verdad en su lugar. Pero, ¿cómo podremos asentar la verdad en su sitio? Y una especie falsa en unos momentos, ¿no podrá ser verídica en otros? Y si una especie ficta nos produce el mismo efecto benefactor que siendo vera, ¿no será en realidad verdad de a folio? ¡La verdad pendiente de sus efectos! ¡En qué abismos de la moral y de la política estoy cayendo! Cielos, clementes cielos, ¿es que yo no soy yo? Hay momentos en que todo lo echo a rodar. Bien, muy bien, amigos míos. Que sea la verdad lo que conviene al cuerpo humano y al cuerpo social. Pero, no otra parte, ¡qué perspectivas tan inquietadoras las de esta doctrina! Y ahora es cuando me golpeo el cerebro y noto que suena a hueco.

No esperaba la visita de Sancho. Y Sancho, tan cordial, ha venido a estrechar mi mano. Sancho es la bondad en persona. No me cansaré de repetirlo. En su presencia, todo mi ser se ha conmovido. De las entrañas me subía algo que me hacía llorar. Y llorando, me he arrojado en sus brazos y he gritado, entre sollozos interrotos:

-Sí, es verdad... Don Sancho... es usted... gobernador. Y es usted gobernador... como el cielo es cielo... como las montañas son montañas... como el mar es mar... Y como yo soy... un pobre... orate.




ArribaAbajoEn el mesón de Adamuz

En Adamuz hay un mesón. No sería España lo que es si no hubiera en sus pueblos mesones. Adamuz, en tierras de Córdoba, pertenece hoy al partido judicial de Montoro, la ciudad de los finos aceites. Rodrigo de Cervantes acaba de atravesar el patio del mesón. Este patio es histórico. En él se verificó el encuentro de una fingida fregona con un indiano que la tomó a su servicio. Relata el caso, con los antecedentes y consiguientes, Lope de Vega en su comedia «La moza de cántaro».



INDIANO

Pasaremos de Adamuz,
si este recado nos dan.

MOZO

Por eso dice el refrán:
«Adamuz, pueblo sin luz»
Mas mira que desde aquí
comienza Sierra Morena.

INDIANO

Tú las jornadas ordena;
eso no corre por mí.
 

(Sale el MESONERO.)

 

MESONERO

Bienvenidos, caballeros.

INDIANO

Pues huésped, ¿qué hay de comer?



Pero el momento ahora es otro. Distintos personajes van a tejer al presente la historia. Rodrigo de Cervantes atraviesa el patio y entra en la cocina. Amplia es la cocina. Gran humero ostenta. Panzudos pucheros borbollan en el fuego, sostenidos por sendos sesos. Se sienta Rodrigo de Cervantes al amor de la lumbre y se dispone a comer de lo que en una alforja trae. En los mesones españoles hay de todo... lo que los viandantes traigan. Ante el fuego hay sentado también otro viajero. Este viajero, al ver a Rodrigo, se queda mirándole un momento. Y luego se levanta y encarándose con él, le dice:

-Perdone usted, señor. ¿No es usted Rodrigo de Cervantes?

-El mismo que viste y calza, para servir a usted -replica Rodrigo.

La cocina da paso a la cuadra, que así se llama, con perdón, en buen romance. Y junto a la puerta de la cuadra está el arca de la cebada, y en la pared, encima del arca, se ve la tablilla con el arancel de los piensos. Todo esto es rigurosamente clásico y así está mandado.

Rodrigo de Cervantes mira a su vez con atención a quien le interpela, y tras un instante de perplejidad, exclama:

-¡Caramba, hombre! ¡Si usted es Juan Nestosa! Y Juan Nestosa echa los brazos al cuello a su antiguo amigo. La amistad de los dos personajes es larga. Pero no se han visto desde un sinfín de años. Ahora van a desquitarse, con una charla cordial, de tan prolongado apartamiento. Rodrigo de Cervantes está un poco triste y Juan Nestosa revela también una íntima melancolía. La vida no debe de irles bien ni a uno ni a otro. ¿Y a qué mortal le va la vida plácidamente? Los contados que se creen felices, no lo son en el fondo.

-¡Qué vida ésta, querido Rodrigo! -exclama a su vez Juan-. Tú por esos mundos y yo por estos andurriales. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Te encuentro muy cambiado, y yo lo estoy también. Di, ¿y aquel hermano que tú tenías? Hablo de Gabriel.

-No, Miguel -corrige Rodrigo.

-¡Es verdad, Miguel! ¿Qué hace Miguel?, ¿en qué se ocupa? Yo apenas lo traté. Pero recuerdo que tenía aficiones literarias. Y lo siento. La literatura no conduce a nada.

En este momento, un caballero que se ha sentado cerca de los dos amigos, ante una mesita, vuelve la cabeza y contempla a Nestosa con ojos relampagueantes. El caballero es anciano, viste ricamente, con ropilla de negro terciopelo, y en su pecho resalta la roja cruz de Santiago. Le asiste en pie, en tanto come, un doctor. El doctor luce en un dedo -y esto también es clásico- un sortijón con bella esmeralda. Prendidos de la pretina, trae algunos papeles. El caballero de la cruz al pecho prosigue en su comida y los dos amigos continúan en su charla.

-No sabes, querido Juan, no sabes cuántos infortunios ha sufrido mi pobre hermano Miguel. Sí, tiene aficiones literarias. Pero, ¿quién no las tiene en España? Lo importante es tener genio. Miguel ha escrito algunos versos y ha publicado un libro.

-¿Ha publicado un libro? No lo sabía. Y será seguramente ese libro... como todos los libros que se publican. Perdona, Rodrigo. Contigo tengo bastante confianza para hablarte así.

Y otra vez el caballero contiguo vuelve la cabeza y torna a contemplar a Nestosa. La faz del caballero está ahora pálida y sus manos temblotean. -Miguel -responde Rodrigo- ha publicado una novela pastoril que se titula La Galatea. ¿Qué quieres que te diga, Juan? Si Miguel es algo, lo es por su bondad, no por sus literaturas. Hemos estado los dos cautivos en Argel. ¡Y qué abnegación en el infortunio, en el cautiverio, la de mi pobre hermano! Y abnegación, sacrificios, audacia generosa, no para él, sino para sus compañeros de cautiverio. En cuanto a sus poesías y su libro...

-Es lástima, Rodrigo, que tu hermano pierda el tiempo en esas cosas. Para ser escritor, hay que nacer, siéndolo. Y yo no creo que Miguel haya venido al mundo con esa estrella.

-¡Y cualquiera le convence de lo contrario! Tiene mil planes de libros y a veces me cuenta a mí sus proyectos. ¿Y qué he de hacer yo? Quiero con cariño sincero a Miguel, y si soporto sus desvaríos, trato de ocultar mi contrariedad cuando con él converso.

-¿Y por qué no le disuades? Pudiera dedicarse a otra cosa. Miguel es despejado. No le costaría mucho hacer carrera en el mundo.

-Se dedica ya a otros menesteres. Negocia y se afana por ganar algún dinero. No creas, Miguel se desenvuelve bien. Pero la suerte no le acompaña.

El caballero del hábito de Santiago está tan tembloroso que una copa que se llevaba a los labios la ha dejado caer sobre la mesa. El doctor que le asiste se muestra inquieto y mira con irritación a los dos amigos. Su entrecejo se contrae. Con palabras apacibles trata de aplacar la inquietud alarmante de su ilustre cliente.

-¿Y por dónde anda Miguel?- pregunta Juan Nestosa.

-Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Vengo de Córdoba y voy a Madrid. Miguel se casó en Esquivias. Claro está que con lo que le produce su pluma no puede vivir. Pero su mujer tiene algunos bienes.

-¡Ahí tienes la eterna historia del escritor que comienza con mucho entusiasmo y después se retira a un pueblo para llevar una vida oscura! Esa «Galatea» de que me hablas habrá sido la ilusión de Miguel, y de esa ilusión vivirá toda su vida. En el pueblo, sus días serán monótonos. ¡Adiós, proyectos literarios! Todos los días tendrá que ir a sus majuelos, a sus olivares o a sus viñas.

A la noche habrá de pagar sus jornales a los trabajadores de sus tierras. Habrá de tener cuidado con que no le engañe el pastor de un hato de ovejas, que seguramente tendrá para que las ovejas pasten los rastrojos y las hierbas en las faldas de los montes. Para que no le engañe el pastor al fingir que una oveja, se ha perniquebrado por accidente. Los mozos de mulas intentarán hacer también de las suyas, robando la cebada y teniendo hambrientas las bestias. Y como a media noche y a la madrugada se dan piensos, tendrá que levantarse también Miguel, como se levantan los muleros, para que éstos cumplan con su oficio. En fin, querido Rodrigo, una desdicha.

El caballero, que ha estado nerviosísimo durante esta perorata, no puede ya contenerse más y se pone en pie. Su figura, a pesar de la edad, es majestuosa. El doctor mira con alarma creciente al caballero. Y éste, con voz cortada por la cólera, comienza a hablar, vuelto hacia los dos conversadores.

-Rodrigo de Cervantes... Juan Nestosa... la incomprensión... la falta de fe... Y la falta de fe, en Rodrigo, con relación a su hermano Miguel... Perdonen ustedes, señores. No sé ocultar la verdad. Esta cruz que llevo al pecho me impone sinceridad absoluta. ¡Y me la impone, cuando no me la impusiera mi condición de caballero español! ¡Y cuando no me la impusiera, la cruz de esta espada que ciño. (Da una fuerte palmada en la mesa. Su cólera se hace terrible.) ¿Quién soy yo? Nadie, nadie. (Otra fortísima palmada que hace saltar vasos y platos.) No soy nadie. No soy más que un hombre que siente el honor, el inmortal honor castellano. ¿Y es que se puede salvar España sin el culto al honor? ¿Y es que puede darse el honor sin un ambiente densamente espiritual? No puede haber armas sin letras, ni letras sin armas. ¡Y el espíritu, el inmortal y fecundo espíritu, es imposible que se dé sin la hermandad de las armas y las letras! (Puñetazo formidable en la mesa. Han acudido a las voces el mesonero y los moradores del mesón y forman, ante el caballero frenético, un semicírculo. La presencia de espectadores aviva el ímpetu incontrastable del caballero. Su aspecto es imponente. El desdén, supremo desdén, se mezcla a la ira.) Si España se ha de salvar, ha de salvarse por el honor. Miguel de Cervantes, óiganlo todos bien, representa esa hermandad suprema y exquisita de las armas y las letras. Miguel de Cervantes ha peleado heroicamente en Lepanto y ha publicado un bello libro. Yo he combatido en el mismo barco en que se batía Cervantes. No puede darse más heroísmo que el de Miguel. Y en cuanto a su libro, yo afirmo rotundamente, absolutamente, categóricamente, que algunas de las poesías que figuran en La Galatea son de las más bellas que se han escrito en lengua castellana. ¡Sí, de las más bellas! (Golpe en la mesa con un plato que se hace tiestos.) ¿Y cómo no ha de tener un gran porvenir literario quien escribe esos versos? Creo en Miguel de Cervantes. Creo en España. Creo en la moral cristiana. Concepción moral más alta que la de Cristo no la ha producido ni la producirá jamás la Humanidad. ¿Quién lo dice? ¡Yo, don Nadie, caballero español! (Otro golpe furioso con una botella que se hace mil fragmentos.) Siento una ira profunda que me conmueve todo. Y estoy orgulloso de que... en mi vejez... todavía unas palabras escuchadas por acaso... hagan brotar en mi alma... este frenético entusiasmo... Perdonen... perdonen ustedes, señores...

La voz del caballero se iba haciendo más débil y entrecortada. El caballero se sentía fatigadísimo por el esfuerzo realizado. Se sienta de pronto y el doctor echa en un vaso de agua unas gotas del licor que encierra una limeta y da a beber el agua al caballero. Este va bebiendo a sorbos lentos. Y tiene la mano izquierda posada en el muslo. La concurrencia guardaba silencio medroso. El profundo sentido de la dignidad humana, dignidad que heroicamente atropella por todo, siempre impone. No hay fuerza más alta, en el mundo que la del espíritu encarnado en un hombre entero. La emanación de ese sentimiento alcanza a quienes presencian tan bello espectáculo y parece como que a sí mismo los dignifica. En lo alto brilla para todos la luz de una esperanza inefable. Non omnis moriar. No todo muere. No todo es deleznable en este triste mundo.

Rodrigo de Cervantes se levanta emocionado, se dirige al caballero, le toma la mano y la besa en silencio.




ArribaAbajoCervantes exagera

Todavía falta para llegar al pueblo. Voy caminando a pie. Pero gozo de cierta voluptuosidad. La mañana está radiante. Venía en el automóvil como si llevara prisiones. Y ahora me produce placer el estirar las piernas y mover los brazos. El viaje ha sido largo. De París a Briviesca hay una tiradita. El automóvil ha tenido una leve avería y yo lo he dejado con el mecánico. Pero no he querido abandonar, naturalmente, el maletín. Juan Roses marcha con paso militar -¡un, dos!, ¡un, dos!- hacia Briviesca. He de caminar mucho aún -pero en auto- hasta encontrarme en Sevilla. En el maletín nadie sospecharía lo que traigo. En esta mañana dulce del otoño, las nubes son bonitas. Siento preferencia por los cúmulos. Sobre el azul intenso, los borreguitos de los cúmulos resaltan níveos. Los estratos también me placen. Ninguna dulzura comparable a la de esta campiña -de la Bureba. Tiene toda la nobleza y fortaleza del Cid, que en estas tierras burgalesas naciera. Briviesca es la capital de la Bureba. Pero advierto que estoy triste. Y no tengo motivos para estarlo. Estoy triste, y aumenta mi engurrio a medida que me acerco al pueblo. No sé lo que encontraré en Sevilla. Salí de la ciudad hace veintidós años. Y ese tiempo me lo he pasado en Ceilán. En noche infausta, murió mi mujer María Montllor, dejándome un niño. Puse la criatura en manos de un hermano mío y arranqué a correr. No sabía a dónde iba. Enloquecido por el dolor, quería huir de mí mismo. ¡Y cuántas veces, apoyado en el alféizar de la ventana, cabe al mar, pensaba, allá en Ceilán, en la España luenga! A mi hijo me lo trajeron, para que lo viese, a los ocho años. Lo he ido viendo después cada quinquenio. Vivir conmigo no quería yo que viviese. En esa tierna edad, lo que entra en el alma es como la primera y fuerte esencia que hinche un vaso. Por siempre trasciende de ella la vasija. Y yo lo que anhelaba era que la esencia de España fuera lo que Pepe tuviera indeleble en su corazón. Pepe Roses es querido en Sevilla. Pepe Roses se lleva por su ángel las simpatías de todos. Pepe Rases tiene gancho para las damas. ¿Y qué culpa tiene Pepe de que las mujeres se chalen por él?

Hago una paradita. El rotundo y brillante cúmulo que contemplo ahora -y para eso me he detenido- me hace pensar en muchas cosas. El pensamiento vaga por los espacios infinitos. La inexplicable tristeza me anega. ¿Estaré yo en la frontera de insospechada dolencia? He reanudado la caminata y entro en el pueblo. Decididamente, esto ya no es vana melancolía, sino congoja. La angustia que me oprime me hace jadear. Y al encontrarme ante la puerta del hotel, he de hacer alto y llevarme las manos al pecho. Pero no dejo, con tal ademán, el maletín en el suelo. Antes perder la vida. Exagero, al decir esto, para pintar bien mi pasión. En el umbral de la fonda hay, inmóvil, un viejo caballero. La prestancia es de caballero y el arreo es de mendigo. Lo estoy contemplando y diríase que este hombre es el imán de melancolía que ha infundido en mí la tristeza. No estoy lejos de creer en estos fenómenos de telepatía. De este hombre ha emanado el sentimiento que a mí me sobrecoge. El caballero exhala profundo abatimiento. Su traje es variado muestrario de lamparones y remiendos. Intonsas y revueltas barba y cabellera, le hacen parecer un filósofo estoico. Digo, yo imagino que el supremo estoicismo debía de estar en tal guisa aparejado. Y barrunto que los ojos de tal personaje están enrojecidos de llorar.

Traspongo el umbral de la fonda, y de improviso sorpresa estupenda.

-¿Benigno Chaves? -grito.

Y el caballero, con voz remisa:

-Sí, Benigno Chaves.

-¿No te acuerdas de Juan Roses?

-Sí; eres Juan Roses.

En silencio nos hemos ayuntado en largo y estrecho abrazo. Poco después estábamos solos en un aposento, ante una mesita en que había una limeta de amontillado y dos cañas.

-¿A qué te dedicas, Juan?

Le he considerado sin decir nada y no comprendía su vestir andrajoso. Le he dicho:

-¿No eras tú riquísimo antaño?

-Y lo sigo siendo.

-¿Cómo andas, entonces, de ese modo?

-Contéstame tú antes. ¿Qué es lo que haces?

-Lo que hago es coleccionar nubes. No te alborotes. Poseo una magnífica colección de cúmulos, cirros, estratos y nimbos. Nada hay más espiritual. Las nubes que allego están pintadas en los cuadros de famosos artistas. Lo que siento es no poseer unos cúmulos de Claudio Monet que hay en cuadro que se titula «Remanso en Argenteuil». El cuadro se halla en las salas de la colección Camondo, del Louvre. ¡Qué maravilla de nubes! Pero las que traigo en este maletín -no se separa de mi lado- son únicas. En este maletín viene un cuadro de Constable. He dado por él un dineral. Pero Constable es sin par en las nubes. Nadie ha pintado el cielo como Constable. ¡Y yo espero pasarme horas y horas bajo el cielo de Andalucía, contemplando este otro cielo de Britania!

Escancio áureo y oloroso vino en filas copas vacías. Bebemos despacio y al cabo Benigno dice:

-¿Conoces tú a Cervantes?

-Le conozco. Y te diré más. Le he echado una mano cuando comenzaba a escribir. Muchos días comió en mi casa, estando él en Sevilla.

-¿Y has leído su novela «El celoso extremeño»?

-¡Qué bonita es! La he leído y releído.

-¡Cervantes exagera! Delante de ti tienes al personaje central de esa novela, es decir, a Felipe de Carrizales.

-No te entiendo.

-Sí, yo soy el original de esa novela. Pero Cervantes exagera. No me he casado yo con ninguna mocita. Setentón, no he llegado a tal descarrío. No he sacrificado a ninguna criatura. No la he tenido, por lo tanto, como Cervantes pinta, encerrada en casa conmigo, a piedra y lodo, juntas puertas y ventanas, sin ver a persona, soportando esclavitud dolorosa. Cervantes, querido Roses, exagera. Y ese es el derecho de los artistas. El arte corrige la Naturaleza. Y si no, no sería arte. Lo que yo hice fue colocar en rica mansión a una niña y a sus contiguos. Les rodeé de blandicias sin cuento. No había exquisitez inaudita que yo no ofreciera a mi predilecta. El propósito que me guiaba era el de hacerla vivir de este orden durante un año, y si al cabo de este tiempo mantenía ella la fe y el cariño que me mostraba, entonces... ¿Me hubiera lanzado entonces a la aventura? Y antes de que el año finara, el helado cierzo mustió mi flor. El desengaño fue para mí amarguísimo. Un criado me entregó una carta que había mañosamente interceptado. No he querido saber quién era el galán de la niña. La carta la llevo conmigo. No he sentido deseos de abrirla. ¿Para qué, amigo Roses? Y si me es indiferente ya la carta, ¿para qué la llevo en mi seno? Perdí, con el desengaño, toda la gana de vivir. Estoy de non en el mundo. No me importa ya nada de nada. ¿Y cómo me va a importar el vestir un traje nuevo o el traerlo harapiento? Voy sin tino ahora por los caminos y no sé dónde pararé.

En un cuartito del hotel, estoy al presente, con la famosa carta en la mano. Benigno Chaves me la ha entregado. Sé ya de quién es. ¿Cómo no había de ser de quien la firma? Y me encuentro ahora fluctuando entre dos sentimientos. De una parte, la ufanía del padre -el padre de quien se lleva de calle a las hermosas- y de otra, el cariño sincero, férvido, hacia un antiguo e infortunado amigo.




ArribaAbajoEl personaje esperado

A las cinco de la mañana ya estaba yo en pie; después de los menesteres usuales me he puesto a leer la «Odisea»; he estado leyendo hasta las siete y media; a esa hora he tomado una taza de malta con una rebanada de pan: almuerzo que acostumbro desde hace cuarenta años. He salido de casa a las ocho; un soguilla, apalabrado el día anterior, me llevaba a hombros la maleta; no podía yo prescindir de mi paseo matinal; la mañana estaba radiante: no había ni una nube en el cielo purísimo, de intenso azul. De mi casa a la estación del Mediodía habrá un kilómetro; he recorrido primero el salón del Prado; he pasado ante el museo y he caminado -entre dos filas de umbríos árboles- a lo largo del Jardín Botánico. El tren sale a las nueve; ya en mi coche, con todos los periódicos de la mañana a mano, no he leído ninguno; comenzaba a estar sumido en un dulce sopor; ya el tren en marcha, dejado atrás Madrid, el aire del campo, el sutil aire de la altiplanicie castellana, me deleitaba. Dejaba que las cosas se deslizaran ellas mismas en el tiempo; el tiempo no existía para mí. Habría de existir, sí, el espacio, puesto que si también se abolía en mi ser el espacio ¿cómo iba yo a contemplar y gustar la llanura manchega? De Madrid a Albacete se cuentan doscientos sesenta y nueve kilómetros; pasó la depresión del Tajo, con Aranjuez, con sus huertos y alamedas sombrosas; corríamos otra vez por llanos ligeramente ondulados, ya cubiertos de verdes trigales, ya sombríos con las carrascas. A Alcázar de San Juan se llega a las once y veintiún minutos; poco después de salir el tren de esta estación avisaron para el primer servicio del restaurante. Comí excelentemente, bien condimentado todo, gustoso y abundante: primero, arroz con menudillos, luego, solomillo con patatas; para desengrasar, una ensalada de tiernísima lechuga apedreada con tomate, y de postre naranjas y plátanos. Pedí -hay que decirlo todo- no Rioja, no Valdepeñas, sino media botellita de agua de Solares.

Estaba en plena llanura quijotesca; pasaban las estaciones -Criptana, Socuéllamos, Villarrobledo, Minaya-; entrábame una sensación indefinible; austeridad española, nobleza, trato noble y soledad. La soledad -la soledad, siendo digna y noble- era lo que yo más apetecía. Atrás quedaban mis libros. ¿Y qué valían mis libros? Lejos estaban ya mis cavilaciones, ciudadanas. ¿Y qué valor tenían ahora esas cavilaciones? Al pasar por Criptana, en lo alto de un cerro, vi algunos molinos de viento; siglos atrás acaso contendiera con estos mismos molinos don Quijote. El tren paró en Albacete a las trece y treinta y ocho minutos de la tarde. Descendí al andén con mi maleta y agité un pañuelo: se me acercó al punto un labriego.

-Soy Venancio, criado de don Paco -me dijo-. La galera está al otro lado de la estación.

La galera era ancha y cómoda, construida de olmo y carraca; tenía los adrales pintados de amarillo y el toldo pintado de azul; no creo que ningún automóvil, ni aun los más lujosos, sea más bonito. Ni más bonito ni más cómodo. Quitados los asientos, se había extendido en la galera una colchoneta para que yo me tumbase e hiciese de este modo el viaje. No he viajado nunca con más molicie. No nos detuvimos en Albacete. La finca del Rozalejo, adonde íbamos, se halla a nueve kilómetros de la capital; se emplean en recorrerlos en galera dos horas; cada ocho minutos se anda un kilómetro. ¿Y para qué ansiaremos caminar más de prisa? ¿Y qué haremos cuando, con la prisa, lleguemos antes? La lentitud en el caminar pone sosiego en los ademanes; el no saber las noticias sino muy tarde, cuando hace ya un mes o dos que ha ocurrido el suceso, impregna de prudencia nuestro espíritu y hace que las pasiones no se encrespen. Si hace ya tanto tiempo que ha sucedido lo que acabamos de saber, lo que el correo acaba de traernos, ¿para qué vamos a gastar palabras vanas e imprudentes en comentarios?

Dos o tres veces hice yo que Venancio -al que no pude sacar del cuerpo diez palabras seguidas detuviera la galera; no estaba yo completamente satisfecho ni con la limpidez del cielo, ni con el aire puro, ni con la llanura, ni con las picazas blanquinegras que volaban y se posaban en los majanos. Los majanos son montoncitos de grandes piedras que agrupan los yunteros al labrar. No me satisfacía por completo todo lo dicho, si no tenía en mi mano un pomo de flores silvestres: el cardo con su flor azul, el jaramago con sus corolas de un amarillo claro, la matricaria con su botón de oro orlado de blancos pétalos. El camino no se acababa, y yo temía que se acabase. En la lejanía se columbraban casas de paredes candidísimas: no era ninguna de aquellas la meta de nuestra peregrinación. Y por fin, un destello de viva cal blanquísima, allá en lo remoto, hizo que Venancio exclamara: «¡Ya estamos en el Rozalejo!»

Naturalmente que tardamos mucho todavía en llegar; las distancias en La Mancha no son las mismas que en otras partes. El recibimiento fue cordialísimo; digo por parte de los amos, que no en cuanto a los perros. Los amos me estrecharon entre sus brazos y los perros me asordaron con sus ladridos. Los propietarios del Rozalejo -hacienda de veinte pares de mulas- son lejanos parientes míos: Paco Muñoz y su mujer María de los Llanos. La Virgen de los Llanos es la patrona de Albacete.

Las nuevas sensaciones me tenían abrumado campo, apartamiento, luz, diversidad de morada, costumbres; hablaba yo y procuraba ser parco en mis palabras para no desvariar como un beodo. Tuvimos antes y después de la cena grandes coloquios. Paco me dijo:

-Esperamos a un personaje; sabe que estás tú aquí y no fallará su venida.

-¡Y tanto como no fallará! -añadió María de los Llanos.

Pregunté sobre tal individuo y se encerraron en mutismo hermético mis dos deudos. Los días iban pasando y el esperado personaje no llegaba. A veces ladraban los mastines, atados en sus casetas ante la puerta; salíamos a la puerta o nos asomábamos a las ventanas y veíamos a un caminante que se acercaba; no era, desgraciadamente, el personaje que esperábamos. Pero llegó un día, porque todo llega en el mundo. Sin que ladraran los perros, puesto que ya le conocían, montado en un caballejo arribó a la puerta un caballero alto y cenceño, seguido de un labrador repolludo a horcajadas en un rucio. En el zaguán, donde nos sentamos todos, después de las presentaciones, Teodoro Infantes, el recién llegado, dijo dirigiéndose a mí:

-Soy don Quijote de la Mancha; lo soy porque quieren en Albacete que lo sea; no crea usted que un servidor, por su figura, idéntica al retrato que de don Quijote hace Cervantes, se cree mismamente el propio Quijote. No soy un loco; pertenezco al colegio de abogados de Albacete y los señores del margen, es decir, los magistrados de esa Audiencia Territorial, saben muy bien que estoy en mis cabales. Pero mi traza quijotesca ha hecho que yo mismo me apasione cada vez más del libro de Cervantes y que adopte las actitudes que debía de adoptar el propio don Quijote. El libro de Cervantes lo sé de memoria; no leo más que ese libro; cuando leo algo moderno lo encuentro desaborido. Y he acabado también por tener un criado, entiéndase un escudero, Robustiano Sánchez, que es el propio trasunto de Sancho Panza. ¿Y qué real hay en todo esto? ¿Y cómo todo esto puede ser un desvarío?

A la hora de la cena no se presentó en el comedor el doctor Recio de Agüero, con su varita de ballena y con su absit: quisieron mis parientes que Sancho Panza, o sea Robustiano Sánchez, comiera con nosotros. Comimos gustosamente; me retiré a descansar llevando en la mano un vellón de cuatro mecheros y no pude dormir en mucho tiempo. El talante y las palabras del personaje esperado habían calado en mí muy hondo. No vivía yo en estos días, sino siglos atrás. ¿Era yo o no era? ¿Y por qué, si este caballero, por la simple semejanza con don Quijote, se creía el propio don Quijote, no me había yo de creer algún otro personaje también? ¿A quién me parecería yo? En realidad, para salir de mi yo y entrar en otro, no eran necesarias similitudes. Bastaba con que yo lo deseara vehementemente. ¿Y a quién iba yo a dirigirme para simular su personalidad? ¿Y en qué siglo escogería ese personaje? Y ya encontrado, ya elegido, ya apropiado, ¿no tendría con ello yo más fe, más perseverancia, más alientos en el sufrir, más arrestos en el trabajar?




ArribaAbajoEscapada a Criptana

A las cinco y media me he levantado y me he asomado un momento al balcón. Todavía era de noche; no se olvide que computo el tiempo por la hora social y no por la astronómica; estamos a primeros de agosto. He comenzado a escribir a la luz de dos velas puestas en un candelabro de plata; no me gusta la luz eléctrica. Iba avanzando el tiempo y he vuelto al balcón para ver nacer el día: espectáculo siempre maravilloso. Lo que tengo que decir ahora es sencillo: he logrado huir por tres días de los libros; he hecho una escapada a Criptana. Se encuentra Criptana a 156 kilómetros de Madrid. En el despacho central de los ferrocarriles he sacado un billete de tercera; es despacho siempre muy concurrido, está decorado con pinturas al fresco representativas de las regiones españolas. En la misma acera de la calle de Alcalá, poco más arriba -la calle está en cuesta- se halla el Banco de Bilbao, en cuya sala central pintó también al fresco algunas alegorías: el Trabajo, la Industria, etcétera, Aurelio Arteta, muerto hace cosa de cuatro años en América, en accidente automovilista; entro yo de cuando en cuando en ese Banco, aunque no tenga nada que hacer en él, ni en ningún Banco, a contemplar esas bellas pinturas. He salido de Madrid para Criptana a las nueve de la mañana; Madrid linda por un lado, el de la estación del Norte, con el severo paisaje castellano, el paisaje de Velázquez y de Goya, y por otro, el de la estación del Mediodía, con el llano manchego, el paisaje de Don Quijote. He subido con bastante antelación al tren y me he sentado en un departamento, en el extremo del banco cercano al pasillo; junto a mí se ha acomodado un labrador alicantino, nativo de Novelda, con larga blusa negra, y enfrente un cuchillero de Albacete. El tren ha comenzado a caminar y los tres hemos entablado conversación. La ciudad de Novelda, próxima a Alicante, se asienta en un hermoso valle, continuación del valle de Elda; los dos están dominados por la ingente peña del Cid, de 1111 metros de altura, que es, con su plana meseta en vez de aguda cima, a modo de un magnífico balcón que avanza sobre el panorama y ofrece vistas inmensas.

El labrador noveldense posee feraces huertas regadas con agua de pie; aunque por el valle discurre un riachuelo, el Vinalopó, la mayoría de estos terrenos no son irrigables. Fama tienen en toda la contornada las verduras de Novelda; a los mercados próximos, Monóvar, Pinoso, Monforte, Aspe, van los labradores noveldenses con sus seras henchidas. El cuchillero de Albacete ha venido a Madrid a comprar materias primas para su industria: en la estación de la capital los cuchilleros ofrecen a los que pasan en el tren navajas, cuchillos y puñales. Llevan sus buídas mercancías puestas en la ancha faja que ciñe el vientre. La industria cuchillera de Albacete data de siglos; dentro de unas horas, a las doce, cuando yo coma, tendré que servirme de una navajita inoxidable comprada en la estación de San Lázaro, en París; lleva grabado el nombre de Nogent, lugar contiguo a la gran capital. Se la enseñaré al cuchillero albacetense y él, seguramente, admirará su primor.

-¿Por qué no trabajan ustedes mejor sus artículos?- le pregunto a mi cuchillero.

-Si los trabajáramos mejor, no podríamos venderlos tan baratos. No compraría la gente del pueblo al precio a que vendiéramos. Aparte de que nosotros acabamos también con toda perfección algunos de nuestros trabajos, y esas navajas de Albacete pueden presentarse como modelos, donde se presenten las primeras.

Dentro de su sencillez (las navajas de Albacete son curiosas; las hay de todas formas, ya agudas, ya romas, y de muchos muelles: algunas, las más dentadas, producen, al ser abiertas, un prolongado traqueteo. Llegada la hora de la comida luzco mi primorosa navajita de Nogent; llevo como merienda un pedazo de tortilla con patatas de tres dedos de gruesa y una rodaja de merluza frita; me sobrarán las dos terceras partes del condumio, y con estos relieves o escamochos podré remediar a un menesteroso en cualquier estación rural. Con esta comida quebranto mi norma vegetariana. No como nunca más que verduras y frutas; como siempre también al mediodía y por la noche invariablemente a las ocho; por nada del mundo alteraría esas horas. Ingiero siempre la misma cantidad de alimentos; si traspaso esa cantidad me siento desazonado. Creo que a Luis Cornaro le sucedía lo mismo. Llevo en otro envoltorio de papel blanco frutas diversas; naranjas, ciruelas, cerezas, peras, plátanos. Hace dos años hubiera añadido a la refacción una botellita de agua de Solares, similar del agua de Vittel francesa, de que tantas botellas vacié en París. Pero desde hace dos años no ha colado por mi garguero ni una gota de agua. No siento necesidad de beber. «Se está operando en usted un fenómeno de deshidratación», me dice un médico. No me inquieta el diagnóstico; he conocido allá en mi pueblo a un convecino que en cuarenta años no bebió ni una gota de agua y que murió longevo. Lo que sí me gusta beber de tarde en tarde, cada dos o tres meses, es un cortadillo de macharnudo o de Tío Pepe, deliciosos vinos jerezanos.

En las primeras horas de la tarde he llegado a mi destino. ¿Qué es lo que se podrá hacer en Criptana? Le pregunto al mozo de comedor -en una limpia fonda- y a la sirvienta que asea mi cuarto, y al chico de los mandados, y no saben qué contestarme. De todos modos venir a Criptana, en plena Mancha, y estar en Criptana ya es cosa importante. La primera aventura que tuvo Don Quijote en su segunda salida le avino, según parece, en Criptana. En este lugar combatió con los molinos de viento. Molinos movidos por el viento los había en varios lugares de La Mancha y aun en Levante. Criptana se extiende al pie de un cerro: la sierra de los Molinos. Se hallan en lo alto, a todos los vientos, los molinos famosos. Cervantes dice al comienzo del capítulo en que tal empresa se narra que había treinta o cuarenta molinos en el lugar del combate; hoy sólo quedan seis u ocho. No son utilizados en la moltura; Ignacio Zuloaga ha comprado uno de ellos y siempre habla con ufanía de su molino; cuando se halla en Madrid no pasan ocho días sin que vaya a visitarlo. En Levante, siendo niño, he visto yo moler trigo muchas veces en uno de esos aéreos artefactos. Las aspas giraban movidas por la ventolera, y en lo interior de la torrecilla se producía un estrépito ensordecedor.

¿Qué podrá hacerse en Criptana cuando se han visitado los molinos, y se ha bebido en una bodega un vaso de aloque manchego, y se ha gustado también una copita de fragante y exquisito aguardiente seco? En La Mancha se quema, como se dice, mucho vino; el alcohol se destina en parte a usos industriales o al encabezamiento de vinos flojos, y en parte a la elaboración de anisados. Debo decir, ya que se presenta coyuntura, que nunca se han elaborado en España tantos y tan finos licores como al presente. De coñacs se anuncian a diario multitud de marcas, algunos, al decir de los propios cosecheros, coetáneos de la guerra de la independencia.

Del cuarto de la fonda voy al casino. Y del casino salgo al campo. Y del campo vuelvo a la fonda. Se preguntarán seguramente en Criptana a qué ha venido este caballero que no se ocupa en nada; viajante de comercio no soy, ni industrial, ni comprador de trigos o de alcohol. No hacer nada, para un escritor, es hacer mucho. No hacemos nada en apariencia; pero nuestro subconsciente continúa trabajando. Y cuando volvemos al tablero, con las cuartillas y la pluma, nos encontramos con gérmenes de libros o de artículos, de novelas o de poemas, que no teníamos.




ArribaAbajoEl pintor y sus lienzos

Reuníanse en un café de la calle de Alcalá seis u ocho amigos; había en la tertulia un poeta, un pintor, un novelista, un médico. El pintor no podía pintar: le faltaban lienzos. En la peña, al principio, les contrariaba a los amigos esta imposibilidad en que se encontraba el pintor; le daban vueltas y más vueltas al asunto; por el pintor, muchacho simpático, sentían todos cariño; habían visto algunas acuarelas suyas y creían en su numen para la pintura. Ya que no disponía de lienzos, Ricardo Báñez pintaba en cartulinas; lo hacía como expedición y genialidad. Estaban una tarde los tertulianos debatiendo el perdurable problema de los lienzos cuando advirtieron en la mesa de al lado un caballero que parecía escuchar la conversación.

-Yo te aseguro, Ricardo, que dentro de unos meses tendrás todos los lienzos que quieras- decía un amigo.

-¿Me los vas a proporcionar tú? -preguntaba escéptico el pintor.

-¡A ver, a ver!

-¡Que Ricardo pueda pintar a sus anchas!

-¡Que deje las cartulinas!

-¿Pero es que creéis vosotros -insistía el pintor- que yo me voy a forjar ilusiones? Pasará esta vez como otras veces.

El caballero de la mesa próxima prestaba cada vez más atención a las palabras que se decían en la tertulia. Se levantó para marcharse e hizo una seña a Báñez para que se le acercara.

-¿Es usted pintor? -le preguntó.

-Pintor con una afición loca.

-¿Y no puede usted pintar?

-Imposible, señor.

-¿Y por qué no puede usted pintar?

-Porque no tengo lienzos.

-Cosa rara es; pero, en fin, yo se los proporciono a usted.

-Lo creo muy difícil -dijo el pintor, sonriendo y además le advierto a usted que yo no pinto a menos de setecientos metros sobre el nivel del mar. Quedose un poco desconcertado el caballero; debió de pensar que estaba hablando o con un lunático o con un humorista; pero como en el arte se da todo, decidió afrontar serenamente la situación; importaba aclarar el misterio y llegar con el joven pintor a un acuerdo. ¿No sabía él que uno de los más delicados paisajistas modernos, Casimiro Sáinz, estuvo una temporada en un manicomio y adoleció siempre de extravíos? ¿Pues y los violentos arrebatos que se cuentan de José de Ribera? Llamaron al caballero desde lejos, a grandes voces con vehemencia, y el desconocido sacó una tarjeta, se la dio a Báñez y dijo:

-En fin, mañana arreglaremos este asunto. ¿Tendría usted la bondad de venir a verme mañana a las doce?

Cuando Ricardo volvió a la tertulia y enseñó la tarjeta, los primeros que la leyeron no conocían al caballero; al fin, uno de los contertulios, el médico, exclamó:

-¡Hombre, Manuel Espinar! ¡El gran coleccionista y anticuario! ¿Cómo no te ha de proporcionar él lienzos, Ricardo?

Al día siguiente, Ricardo Báñez entraba en el café por la tarde sonriendo.

-¡Vamos, habla!- le gritaron sus amigos.

-Veréis -dijo el pintor-; la escena ha sido divertidísima. He comenzado yo afirmando rotundamente que no creía que Espinar me proporcionase lienzos; reía él creyendo que se trataba de una broma. Cuando le he aclarado el misterio, se ha dado una palmada en la frente, como hacen en las comedias, y ha dicho: ¡Pues es verdad! Y luego de meditar un momento ha exclamado: ¡Ya tenemos lienzos! Le he dicho yo entonces que quedaba por solventar la otra cuestión, la altura sobre el mar, y él ha abierto un diccionario geográfico, ha leído unas líneas y me ha preguntado: ¿Y no podrá ser algo menos de setecientos metros? He afirmado yo que ni un metro menos; necesito, ya lo sabéis, pureza y sequedad del aire. Hemos discutido; se trataba de una diferencia de nueve metros. ¿Podía yo malograr la empresa por nueve miserables metros? He acabado por aceptar.

Allá por un caminejo de La Mancha alta, La Mancha toledana, va montado en un borriquito de pelaje iris Ricardo Báñez; detrás le da guardia, caballero en una mula, un criado. Ricardo ha estado pintando toda la mañana y por la tarde ha salido a deportarse en el campo. No ha querido para sus andanzas manchegas ni automóvil, ni carro, ni galera ni caballo; ha ligado amistad íntima con este jumento, que Manuel Espinar le ha regalado. La bestezuela a veces es dócil y a veces testaruda; come el pan en la mano del pintor; pero cuando hay que atravesar un arroyo se detiene, afirma los pies en tierra y no hay poder humano que la haga caminar; no valen ni las palabras blandas, ni las amenazas, ni los amagos de castigo. Allí se está obstinadamente el borriquito, en tanto que Báñez se ríe de tal tozudez sentado en el margen del camino. Y de pronto, al cabo de media hora, el asnillo comienza a chapotear en el agua y pasa al otro lado.

Ricardo Báñez vive en Quintanar de la Orden, a seiscientos noventa y un metros sobre el nivel del mar, en la provincia de Toledo. La casa, inmensa, de espaciosas paredes blancas -los lienzos de pared que necesitaba Ricardo- pertenece a Espinar. En el zaguán, en el comedor, en la cocina, en las diez o doce salas anchurosas, en la solana, hasta en el granero, en el tinajero y en el lagar, hay lienzos de pared bastantes para que el pintor explaye su genio. ¿Cómo ha nacido en Ricardo Báñez esta vocación vehemente por la pintura al fresco y esta repugnancia por la pintura al óleo? Francisco Pacheco, hablando en su «Arte de la pintura» de este modo de pintar, escribe lo siguiente: «De todos los modos que los pintores usan, el pintar en pared a fresco es el más magistral, de mayor destreza y expedición; consiste en pintar en un día y de una vez lo que de las otras maneras dura mucho y se puede retocar».

Va pintando incesablemente Ricardo en tanto que su protector le encuentra en Madrid, en edificios oficiales o en moradas de grandes, teatro más apropiado a su inspiración. Pero a él le place pintar por pintar. Y le place, además, pintar en tierra toledana. De esta parte de la provincia de Toledo son los principales personajes de la obra de Cervantes: don Quijote, Sancho y Dulcinea. En Esquivias, pueblo también de la provincia, se casó Cervantes. Don Quijote debió de ser, a lo que parece, del propio Quintanar de la Orden; El Toboso se halla a dos pasos. Toda la provincia de Toledo emana espiritualidad; en casa ancha, noble, vieja y limpia, acostado en cama de cuatro colchones, en el silencio de la noche, Ricardo Báñez se siente solidario con la España eterna. El pormenor más chico suscita en él asociaciones de ideas en que entran la historia, la leyenda, lo grande y lo cotidiano. ¡Qué grata profundidad en el tiempo y en las cosas! ¿Adónde han quedado las pasiones malsanas y los frívolos pensamientos? Cuando se levanta, al amanecer, y empieza a pintar, su ser entero es como nuevo. ¿Y sentiría esta espontaneidad y claridad en un palacio de populosa urbe?

-¡Ea, Ricardo, enséñanos tus lienzos! -le dicen los amigos que han venido de Madrid en tres o cuatro automóviles.

Quintanar de la Orden, ciudad de unos doce mil habitantes, se halla a ciento diecisiete kilómetros de Madrid por carretera; los amigos de Báñez estarán aquí dos o tres días, invitados por el dueño de la casa; harán excursiones a los pueblos próximos: El Toboso, Puebla de don Fadrique, Puebla de Almoradier, Miguel Esteban.

-He pintarrajeado -dice Ricardo- alegorías de las estaciones. Y he comenzado una serie de escenas quijotiles. La luz es admirable y los lienzos de pared maravillosos. A don Quijote le he pintado a la moderna; no tengo aún más que acabado el retrato del caballero; vais a verlo.

Y el retrato de don Quijote de la Mancha, a estilo moderno, es éste: un señor en su físico tal como lo describe Cervantes; pero sus arreos son otros. Va vestido con irreparable chaquet negro y con pantalones negros también a rayitas blancas y galón de seda en la costura. El cuello de la camisa es alto, de los llamados diplomáticos; la corbata de peto, en raso negro, ostenta gruesa perla. Fulgente cadena de oro cruza el chaleco de bolsillo a bolsillo. Las botas son de botones con las palas de charol y la caña de ante ceniciento.




ArribaVenta manchega

Encontrábame en aposento con las paredes cubiertas de libros; libros en sillas y sillones, en dos mesas, en la repisa de chimenea en mármol blanco con exornaciones de bruñido bronce. Pasáronme una tarjeta en que leí: Elías Alonso. Mucho tiempo hacía que no tenía yo el gusto de ver a este querido amigo, fuimos condiscípulos en la Universidad; le encontraba de tarde en tarde, cambiábamos unas palabras... y hasta otra. Como Elías es de confianza, en vez de salir yo a la sala, le hice entrar en la biblioteca,

-Aparta de ese sillón los libros- le dije-; ponlos en el suelo; creo que son dos o tres tomos de Feijoo, las Partidas y dos volúmenes de historia y geografía, de la provincia de Albacete.

-¿De Albacete dices? -repuso Elías-. ¡Pues aquí traigo mis papeles!

-Veamos, querido Elías, cuáles son esos papeles.

-¿Quieres comer conmigo mañana?

-¿Has dicho comer? Será al mediodía; porque la comida se hace al acabar la mañana, la cena a la noche y el almuerzo a primera hora del día, a las ocho o a las nueve, cuando nos levantamos; don Emerguncio, el pedante que describe Moratín, debía de levantarse un poco más tarde, puesto que a las diez fue cuando le pidió, en términos elegantísimos, el almuerzo a Moratín, almuerzo que consistió en una gran jícara de chocolate y con esponjosos y exquisitos bizcochos. Las horas que te he indicado, tú lo sabes, son lo tradicional y lo español. No rompo yo esa tradición.

-Precisamente la comida a que te invito está llenamente dentro de la tradición: comida manchega, comida tal como la haríamos en los llanos de Albacete.

Elías Alonso, mi querido condiscípulo, ha incidido en el prurito que ahora aqueja a mucha gente en Madrid: establecer un restaurante, un bodegón, un café, un salón de té. De todos estos establecimientos hay muestras magníficas en la capital de España. Se han fundado de pocos años a esta parte incontables de ellos, y todos reúnen las condiciones precisas de arte, comodidad y limpieza. Al tiempo en que esto escribo se anuncia la apertura de uno de esos salones de té, como el más suntuoso de Europa; se ruge por ahí que se han gastado en esta sala más de dos millones de pesetas.

-Vamos a ver, Elías, ¿qué es lo que has hecho?

¿Cómo casas tú la especie Albacete y la especie comida?

-Las caso, diciéndote que, con la cooperación de un socio capitalista, acabo de establecer, en la calle de la Salud, un restaurante titulado Venta manchega. No se ha abierto todavía; está todo listo; se abrirá la semana próxima. Y te repito la invitación: ¿quieres que celebremos en ese comedor el primer yantar?

El cuartel a que pertenece la calle de la Salud me es simpático; lo forman esa calle y las del Carmen, Tres Cruces, Abada, Chinchilla, San Leandro, plaza del Carmen; en la calle del Carmen -en un viejo caserón- he escrito yo mi «Antonio Azorín». La calle de la Salud, aunque cercana a la avenida de José Antonio y no lejos de la Puerta del Sol, es silenciosa. Suelo yo transitar por esos parajes y ya había advertido en la vía susodicha una valla con este letrero: «Venta manchega». No podía sospechar yo que de tal venta iba a ser ventero, quijotesco ventero, mi amigo Elías, ni que en su compaña iba yo a inaugurar, a cencerros tapados, como quien dice, el clásico bodegón.

Y al otro día, a las doce y media de la tarde, ya estaba yo en la Venta manchega. El local es amplio y cómodo. Condición indispensable, primeramente, para torcer con agrado es el silencio. No es posible placiente yantar en calle estrepitosa y con el piso del comedor retemblante por las conmociones de los pesados vehículos.

-No se vive, querido Elías, para comer -digo a mi condiscípulo-; pero comer es una función que debemos desempeñar casi religiosamente. Y cuenta que te digo yo, que ya he renunciado a todo. He renunciado, no por las circunstancias, no por mi situación social, modestísima, sino por natural trayectoria en mi vida. Ni me importa ahora ya nada a mí la copiosidad y exquisitez en el comer, ni me preocupo del traje. Una condición pongo a mesa y traje únicamente: la limpieza.

La sala del nuevo restaurante se abre sobriamente decorada; el piso está cubierto con estera de esparto sin majar; de esparto picado son los asientos y respaldos de los cómodos sillones; las mesas son amplias, porque no hay suplicio mayor que comer encogido, pegados los codos al cuerpo. En las paredes se ven grandes y bellas fotografías de lugares manchegos: Albacete, Ciudad Real, Villarrobledo, Alcázar de San Juan, el campo-llanura inmensa en La Roda, en la Gineta, Criptana con sus molinos de viento, El Toboso, cuna de Dulcinea, y Argamasilla de Alba, sede de los famosos académicos. He puesto la mano al entrar en da mesa que nos estaba aparejada. El tacto era blando, suave; nada más desazonador que una mesa en que, con ruido, van chocando platos, cubiertos y copas, y en que la mano encuentra dureza al apoyarse. Lo muelle en la mesa -tan cuidado en los restaurantes de París- debe acordarse con el silencio y con la sensación de intimidad que todo gran restaurante debe ofrecer. Se comía bien en París -y creo que se sigue comiendo- allá en los restaurantes del distrito de la Magdalena; en todos existía esa atmósfera de recogimiento que -espiritualmente- realzaba lo delicado de los manjares.

-¿Y qué cocina tienes, Elías?

-¿Tú no sabes que siempre me ha tirado el arte culinario? ¿No te acuerdas que vivimos una temporada en el mismo pupilaje; allá en Valencia, y que yo muchas veces me metía en la cocina y os hacía unos arroces suculentos, ya de los llamados a banda, ya caldosos con fríjoles y nabos, ya, paellas con toda clase de gustosos ingredientes?

-¿Vas a ser tú aquí el cocinero?

-No; tengo un buen maestro; no me limitaré tampoco a la cocina manchega; se harán el pote gallego, la fabada asturiana; las monchetas de Cataluña y el gazpacho andaluz. Pero la base, la especialidad de la casa, serán los platos netamente manchegos.

-¡Qué gran cocina la española!

-Única en el mundo, querido Antonio. Pero la desconocen los extranjeros y la menospreciamos los naturales. ¿Por qué en un gran hotel, un hotel fastuoso de España, no se han de comer la olla, el cocido, los guisados varios y las admirables frutas de sartén que en España se hacen? Y ninguna cocina tan varia como la española; cada región posee su cocina privativa.

Nos habíamos sentado a la mesa; teníamos al lado del cubierto unas graciosas jarritas blancas con ramos azules, henchidas de claro vino de Criptana. En unos platillos reposaban montoncitos de aceitunas negrillas, adobadas con tomillo; unas lonchas de aromoso jamón yacían en otro plato. El silencio era grato; no se advertían los pasos del sirviente.

-Ya sabes -me dijo Elías- cuáles son los platos fundamentales de La Mancha: los gazpachos, las migas, las gachas y la gachamiga. Estos platos han traspasado las fronteras de La Mancha y se han desparramado por Levante; en Alicante y Murcia guisan los gazpachos con tanto primor como en La Mancha.

-Los platos manchegos, amigo Elías, no tienen fortuna en los diccionarios. ¿Dónde encontrar bien definidos, o siquiera mencionados, los famosos gazpachos? Y eso que cuentan con la autoridad altísima de Cervantes, puesto que se nombran en el «Quijote». ¿Y qué me dices de las gachas?

-Cabalmente hoy vamos a comer gachas. La minuta la he formado con gachas, servidas en la propia sartén, con bacalao a la manchega, con morteruelo, y por postres arrope manchego, queso también manchego, queso añejo, y fruta a discreción.

-Las gachas, que nadie conoce en Madrid, son plato delicado. ¡Cuántas veces las he comido yo en Levante!

-Se hacen con harina de almortas -añade Elías- y no les ha de faltar ni su ajo, ni su tomate paso, ni su pimiento seco. Y he de advertirte que uno de los más eminentes cocineros que he conocido, a la vez fino paisajista, Agustín Lhardy, tiene una receta magnífica de las gachas; pero ésas son gachas de lujo, y yo las prefiero humildes, que son las que van a servirnos. Ya vendrás, ya vendrás por aquí. Y no faltarán tampoco migas.

-¡Ah, las migas! ¡Las migas que se comen al despertar y al anochecer en los campos de Levante! Tengo en la memoria el comienzo de la receta que da el simpático Juan Altimiras: «Cualquier cosa se puede hacer sin ajo; pero muchas veces el ajo es el ser de cualquier cosa».

En esto, han traído, humeantes, las gachas, y hemos comenzado, con avidez, el yantar, en la creencia de que a nuestra mesa, mesa muelle, muelle en el profundo silencio, estaba sentado con nosotros, haciéndonos honor, el gran caballero don Quijote de La Mancha.





Publicamos, a continuación, una breve nota de don Ángel Cruz Rueda, Catedrático de Literatura y documentadísimo azorinista, ordenador de los materiales que componen el Buen Sancho, que, reunidos, por vez primera, en volumen, sirven hoy a La novela del sábado para participar en el gran homenaje nacional que en estos días se rinde al gran maestro de las letras españolas.

Este discípulo de Azorín -servidor de ustedes- opina, como el querido maestro, que toda la vida es conversar y meditar sobre las últimas razones de las cosas; profesor de Filosofía y aficionado a la literatura, lo pienso con menos alteza que el maestro, sin que sea necesario demostrarlo. «Azorín» narró mucho y fue siempre para sus lectores «el pequeño filósofo». No podía faltar su nombre, según acierto de la Dirección, en este hebdomadario narrativo. Porque «Azorín» es algo más que el ensayista por antonomasia y el descriptor de los pueblos españoles: he intentado, por intentar -escribe alguna vez- todos los géneros: así su teatro -en el que tiene fe- así la novela y el cuento, aunque algunos de sus adictos con talento digan que «Azorín» nunca acaba de ser novelista y que no sabe contar muy bien. Narrar por narrar -como hacen los autores que vemos en muchas manos-, no sabe, por fortuna para la literatura: porque las tales novelas no tienen que ver con este arte; pero contar con amenidad y belleza sí sabe, desde su primera novelita -Diario de un enfermo (1901)- hasta la más reciente Salvadora de Olbena (1944)-, con joyas como Tomás Rueda (1915). Don Juan (1922) y Doña Inés (1925). En cuanto a los cuentos, empezó en 1897 con Bohemia, y los menos antiguos son éstos, de la misma estirpe que Pensando en España (1940), Sintiendo a España (1942), o los de Con Cervantes (1947), o Con permiso de los cervantistas (1948).

Por Don Quijote, el buen Sancho y demás personajes cervantinos sintió de continuo dilección: por Sancho, labrador vecino del Ingenioso Hidalgo, «hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre)», muy en especial, acaso porque aquel hombre ventrudo y de zancas largas, al que los pintores suelen retratar paticorto, era «de muy poca sal en la mollera»; y «Azorín» ha simpatizado siempre con los poco favorecidos en la vida. El hecho es que desde el primer folleto que publicó «Azorín», La crítica literaria en España (1393), hasta los escritos más cercanos de La Prensa, el gran diario de Buenos Aires, rara será la publicación suya, incluso de teatro, donde no haya alusión, comentario, glosa o estudio acerca del inmortal alcalaíno o de sus personajes. Lo he expuesto, con pormenores, en libro y en Revista. No le falta al gran observador «Azorín» fantasía para urdir cuentos en esta nuestra España, donde nació un magistral narrador que pueden envidiarnos las naciones forasteras: don Pedro Antonio de Alarcón. «Azorín» lleva publicados más de cuatrocientos cuentos, muchos de éstos coleccionados en libros, muchos más sin que hayan sido agrupados aún en volúmenes. «El cuento -escribió en enero de 1944- es a la prosa lo que el soneto al verso». «El cuento es cosa difícil; necesita tres períodos: prólogo, desenvolvimiento y epílogo. No se puede llevar al lector durante cierto trecho para enfrentarle luego con una vulgaridad. Desde el primer instante, análogamente de lo que sucede en el teatro, el lector ha de "entrar" en el cuento. Después de escribir tantos cuentos, he llegado a la conclusión de que el verdadero cuento, el más artístico, es el que el cuentista forja con una minucia; el cuento cuyo argumento de cierta truculencia, está al alcance de todos. Naturalmente que la minucia de que se trate ha de ser cosa delicada». «Azorín», el querido maestro dilectísimo, nos encanta como narrador con estas minucias delicadas: al escucharle referir las andanzas del buen Sancho, del Hidalgo manchego, de los Duques o el maravilloso silencio en la casa del Caballero del Verde Gabán, nos sentimos tan confortados, literariamente, como si se trata de las ventas o de los molinos de viento...

Ángel Cruz Rueda



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