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  -fol. 191v-  

ArribaAbajoLibro cuarto de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional


ArribaAbajoCapítulo primero del cuarto libro

DISPUTÓSE entre nuestra peregrina escuadra, no una, sino muchas veces, si el casamiento de Isabela Castrucha, con tantas máquinas fabricado, podía ser valedero, a lo que Periandro muchas veces dijo que sí; cuanto más, que no les tocaba a ellos la averiguación de aquel caso. Pero lo que a él le había descontentado, era la junta del bautismo, casamiento y la sepultura, y la ignorancia del médico, que no atinó con la traza de Isabela ni con el peligro de su tío. Unas veces trataban en esto, y otras en referir los peligros que por ellos habían pasado.

Andaban Croriano y Ruperta, su esposa, atentísimos   -fol. 192r-   inquiriendo quién fuesen Periandro y Auristela, Antonio y Constanza, lo que no hacían por saber quién fuesen las tres damas francesas, que, desde el punto que las vieron, fueron dellos conocidas. Con esto, a más que medianas jornadas, llegaron a Acuapendente, lugar cercano a Roma, a la entrada de la cual villa, adelantándose un poco Periandro y Auristela de los demás, sin temor que nadie los escuchase ni oyese, Periandro habló a Auristela desta manera:

-Bien sabes, ¡oh señora!, que las causas que nos movieron a salir de nuestra patria y a dejar nuestro regalo fueron tan justas como necesarias. Ya los aires de Roma nos dan en el rostro; ya las esperanzas que nos sustentan nos bullen en las almas; ya ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión esperada. Mira, señora, que será bien que des una vuelta a tus pensamientos, y, escudriñando tu voluntad, mires si estás en la entereza primera, o si lo estarás después de haber cumplido tu voto, de lo que yo no dudo, porque tu real sangre no se engendró entre promesas mentirosas, ni entre dobladas trazas. De mí te sé decir, ¡oh hermosa Sigismunda!, que este Periandro que aquí ves es el Persiles que en la casa del rey mi padre viste. Aquel, digo, que te dio palabra de ser tu esposo en los alcázares de su padre, y te la cumplirá en los desiertos de Libia, si allí la contraria fortuna nos llevase.

Íbale mirando Auristela atentísimamente, maravillada de que Periandro dudase de su fe, y así le dijo:

-Sola una voluntad, ¡oh Persiles!, he tenido en toda mi vida, y ésa habrá dos años que te la entregué, no forzada, sino de mi libre albedrío; la cual tan entera y firme está agora como el primer día que te hice señor della; la cual, si es posible que se aumente, se ha aumentado y crecido entre los muchos trabajos que hemos pasado. De que tú estés firme en la tuya me mostraré tan agradecida que, en cumpliendo mi voto, haré que se vuelvan en posesión tus   -fol. 192v-   esperanzas. Pero dime, ¿qué haremos después que una misma coyunda nos ate y un mismo yugo oprima nuestros cuellos? Lejos nos hallamos de nuestras tierras, no conocidos de nadie en las ajenas, sin arrimo que sustente la yedra de nuestras incomodidades. No digo esto porque me falte el ánimo de sufrir todas las del mundo, como esté contigo, sino dígolo porque cualquiera necesidad tuya me ha de quitar la vida. Hasta aquí, o poco menos de hasta aquí, padecía mi alma en sí sola; pero de aquí adelante padeceré en ella y en la tuya, aunque he dicho mal en partir estas dos almas, pues no son más que una.

-Mira, señora -respondió Periandro-, como no es posible que ninguno fabrique su fortuna, puesto que dicen que cada uno es el artífice della desde el principio hasta el cabo, así yo no puedo responderte agora lo que haremos después que la buena suerte nos ajunte. Rómpase agora el inconveniente de nuestra división, que, después de juntos, campos hay en la tierra que nos sustenten y chozas que nos recojan, y hatos que nos encubran; que a gozarse dos almas que son una, como tú has dicho, no hay contentos con que igualarse, ni dorados techos que mejor nos alberguen. No nos faltará medio para que mi madre, la reina, sepa dónde estamos, ni a ella le faltará industria para socorrernos; y, en tanto, esa cruz de diamantes que tienes y esas dos perlas inestimables comenzarán a darnos ayudas, sino que temo que al deshacernos dellas se ha de deshacer nuestra máquina; porque, ¿cómo se ha de creer que prendas de tanto valor se encubran debajo de una esclavina?

Y, por venir dándoles alcance la demás compañía, cesó su plática, que fue la primera que habían hablado en cosas de su gusto, porque la mucha honestidad de Auristela jamás dio ocasión a Periandro a que en secreto la hablase; y, con este artificio y seguridad notable, pasaron la plaza de hermanos   -fol. 193r-   entre todos cuantos hasta allí los habían conocido. Solamente en el desalmado y ya muerto Clodio pasó la malicia tan adelante que llegó a sospechar la verdad.

Aquella noche llegaron una jornada antes de Roma, y en un mesón, adonde siempre les solía acontecer maravillas, les aconteció ésta, si es que así puede llamarse.

Estando todos sentados a una mesa, la cual la solicitud del huésped y la diligencia de sus criados tenían abundantemente proveída, de un aposento del mesón salió un gallardo peregrino con unas escribanías sobre el brazo izquierdo, y un cartapacio en la mano; y, habiendo hecho a todos la debida cortesía, en lengua castellana dijo:

-Este traje de peregrino que visto, el cual trae consigo la obligación de que pida limosna el que lo trae, me obliga a que os la pida, y tan aventajada y tan nueva que, sin darme joya alguna, ni prendas que lo valgan, me habéis de hacer rico. Yo, señores, soy un hombre curioso: sobre la mitad de mi alma predomina Marte, y sobre la otra mitad Mercurio y Apolo. Algunos años me he dado al ejercicio de la guerra, y algunos otros, y los más maduros, en el de las letras. En los de la guerra he alcanzado algún buen nombre, y por los de las letras he sido algún tanto estimado. Algunos libros he impreso, de los ignorantes non condenados por malos, ni de los discretos han dejado de ser tenidos por buenos. Y como la necesidad, según se dice, es maestra de avivar los ingenios, este mío, que tiene un no sé qué de fantástico e inventivo, ha dado en una imaginación algo peregrina y nueva, y es que a costa ajena quiero sacar un libro a la luz, cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío. El libro se ha de llamar Flor de aforismos peregrinos; conviene a saber, sentencias sacadas de la misma verdad, en esta forma: cuando en el camino o en otra parte topo alguna persona cuya esperiencia muestre ser de ingenio y de prendas, le pido me   -fol. 193v-   escriba en este cartapacio algún dicho agudo, si es que le sabe, o alguna sentencia que lo parezca, y de esta manera tengo ajuntados más de trecientos aforismos, todos dignos de saberse y de imprimirse, y no en nombre mío, sino de su mismo autor, que lo firmó de su nombre, después de haberlo dicho. Ésta es la limosna que pido, y la que estimaré sobre todo el oro del mundo.

-Dadnos, señor español -respondió Periandro-, alguna muestra de lo que pedís, por quien nos guiemos, que en lo demás, seréis servido como nuestros ingenios lo alcanzaren.

-Esta mañana -respondió el español- llegaron aquí y pasaron de largo un peregrino y una peregrina españoles, a los cuales, por ser españoles, declaré mi deseo, y ella me dijo que pusiese de mi mano -porque no sabía escribir- esta razón: Más quiero ser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala; y díjome que firmase: LA PEREGRINA DE TALAVERA. Tampoco sabía escribir el peregrino, y me dijo que escribiese: No hay carga más pesada que la mujer liviana; y firmé por él: BARTOLOMÉ EL MANCHEGO. Deste modo son los aforismos que pido; y los que espero desta gallarda compañía serán tales, que realcen a los demás, y les sirvan de adorno y de esmalte.

-El caso está entendido -respondió Croriano-; y por mí -tomando la pluma al peregrino y el cartapacio- quiero comenzar a salir desta obligación y escribo: Más hermoso parece el soldado muerto en la batalla que sano en la huida.

Y firmó: CRORIANO. Luego tomó la pluma Periandro y escribió: Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe;   -fol. 194r-   y firmó. Sucedióle el bárbaro Antonio, y escribió: La honra que se alcanza por la guerra, como se graba en láminas de bronce y con puntas de acero, es más firme que las demás honras; y firmóse: ANTONIO EL BÁRBARO.

Y, como allí no había más hombres, rogó el peregrino que también aquellas damas escribiesen, y fue la primera que escribió Ruperta, y dijo: La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura, y la que no, no es más de un buen parecer; y firmó. Segundóla Auristela, y, tomando la pluma, dijo: La mejor dote que puede llevar la mujer principal es la honestidad, porque la hermosura y la riqueza el tiempo la gasta o la fortuna la deshace; y firmó. A quien siguió Constanza, escribiendo: No por el suyo, sino por el parecer ajeno ha de escoger la mujer el marido; y firmó. Feliz Flora escribió también, y dijo: A mucho obligan las leyes de la obediencia forzosa, pero a mucho más las fuerzas del gusto; y firmó. Y, siguiendo Belarminia, dijo: La mujer ha de ser como el armiño, dejándose antes prender que enlodarse; y firmó. La última que escribió fue la hermosa Deleasir, y dijo: Sobre todas las acciones de esta vida tiene imperio la buena o la mala suerte, pero más sobre los casamientos.

Esto fue lo que escribieron nuestras damas y nuestros peregrinos, de lo que el español quedó agradecido y contento; y, preguntándole Periandro si sabía algún aforismo de memoria, de los que tenía allí escritos, le dijese; a lo que respondió que sólo uno diría, que le   -fol. 194v-   había dado gran gusto por la firma del que lo había escrito, que decía: No desees, y serás el más rico hombre del mundo; y la firma decía: DIEGO DE RATOS, CORCOVADO, ZAPATERO DE VIEJO EN TORDESILLAS, LUGAR EN CASTILLA LA VIEJA, JUNTO A VALLADOLID.

-¡Por Dios -dijo Antonio-, que la firma está larga y tendida, y que el aforismo es el más breve y compendioso que puede imaginarse!; porque está claro que lo que se desea es lo que falta, y el que no desea no tiene falta de nada, y así, será el más rico del mundo.

Algunos otros aforismos dijo el español, que hicieron sabrosa la conversación y la cena.

Sentóse el peregrino con ellos, y en el discurso de la cena dijo:

-No daré el privilegio de este mi libro a ningún librero de Madrid, si me da por él dos mil ducados; que allí no hay ninguno que no quiera los privilegios de balde, o, a lo menos, por tan poco precio que no le luzga al autor del libro. Verdad es que tal vez suelen comprar un privilegio y imprimir un libro con quien piensan enriquecer, y pierden en él el trabajo y la hacienda, pero el de estos aforismos, escrito se lleva en la frente la bondad y la ganancia.




ArribaAbajoCapítulo segundo del cuarto libro

BIEN PODÍA intitular el libro del peregrino español Historia peregrina sacada de diversos autores, y dijera verdad, según habían sido y iban siendo los que la componían; y no les dio poco que reír la firma de Diego de Ratos, el zapatero de viejo, y aun también les dio que pensar el dicho de Bartolomé el Manchego, que   -fol. 195r-   dijo que no había carga más pesada que la mujer liviana, señal que le debía de pesar ya la que llevaba en la moza de Talavera.

En esto fueron hablando otro día que dejaron al español, moderno y nuevo autor de nuevos y esquisitos libros, y aquel mismo día vieron a Roma, alegrándoles las almas, de cuya alegría redundaba salud en los cuerpos. Alborozáronse los corazones de Periandro y de Auristela, viéndose tan cerca del fin de su deseo; los de Croriano y Ruperta y los de las tres damas francesas ansimismo, por el buen suceso que prometía el fin próspero de su viaje, entrando a la parte de este gusto los de Constanza y Antonio.

Heríales el sol por cenit, a cuya causa, puesto que está más apartado de la tierra que en ninguna otra sazón del día, hiere con más calor y vehemencia; y, habiéndoles convidado una cercana selva que a su mano derecha se descubría, determinaron de pasar en ella el rigor de la siesta que les amenazaba, y aun quizá la noche, pues les quedaba lugar demasiado para entrar el día siguiente en Roma.

Hiciéronlo así, y, mientras más entraban por la selva adelante, la amenidad del sitio, las fuentes que de entre las hierbas salían, los arroyos que por ella cruzaban, les iban confirmando en su mismo propósito. Tanto habían entrado en ella, cuanto, volviendo los ojos, vieron que estaban ya encubiertos a los que por el real camino pasaban; y, haciéndoles la variedad de los sitios variar en la imaginación cuál escogerían, según eran todos buenos y apacibles, alzó acaso los ojos Auristela, y vio pendiente de la rama de un verde sauce un retrato, del grandor de una cuartilla de papel, pintado en una tabla no más, del rostro de una hermosísima mujer; y, reparando un poco en él, conoció claramente ser su rostro el del retrato, y, admirada y suspensa, se le enseñó a Periandro.

A este mismo instante dijo Croriano que todas   -fol. 195v-   aquellas hierbas manaban sangre, y mostró los pies en caliente sangre teñidos.

El retrato, que luego descolgó Periandro, y la sangre que mostraba Croriano, los tuvo confusos a todos y en deseo de buscar así el dueño del retrato como el de la sangre. No podía pensar Auristela quién, dónde o cuándo pudiese haber sido sacado su rostro, ni se acordaba Periandro que el criado del duque de Nemurs le había dicho que el pintor que sacaba los de las tres francesas damas, sacaría también el de Auristela, con no más de haberla visto; que si de esto él se acordara, con facilidad diera en la cuenta de lo que no alcanzaba.

El rastro que siguieron de la sangre llevó a Croriano y a Antonio, que le seguían, hasta ponerlos entre unos espesos árboles que allí cerca estaban, donde vieron al pie de uno un gallardo peregrino sentado en el suelo, puestas las manos casi sobre el corazón y todo lleno de sangre: vista que le[s] turbó en gran manera, y más cuando, llegándose a él Croriano, le alzó el rostro, que sobre los pechos tenía derribado y lleno de sangre, y, limpiándosele con un lienzo, conoció, sin duda alguna, ser el herido el duque de Nemurs; que no bastó el diferente traje en que le hallaba para dejar de conocerle: tanta era la amistad que con él tenía.

El duque herido, o a lo menos el que parecía ser el duque, sin abrir los ojos, que con la sangre los tenía cerrados, con mal pronunciadas palabras dijo:

-Bien hubieras hecho, ¡oh quienquiera que seas, enemigo mortal de mi descanso!, si hubieras alzado un poco más la mano, y dádome en mitad del corazón, que allí sí que hallaras el retrato más vivo y más verdadero que el que me hiciste quitar del pecho y colgar en el árbol, porque no me sirviese de reliquias y de escudo en nuestra batalla.

Hallóse Constanza en este hallazgo, y, como naturalmente era de condición tierna y compasiva, acudió a mirarle la herida y a tomarle la sangre, antes que a tener cuenta con   -fol. 196r-   las lastimosas palabras que decía. Casi otro tanto le sucedió a Periandro y a Auristela, porque la misma sangre les hizo pasar adelante a buscar el origen de donde procedía, y hallaron entre unos verdes y crecidos juncos tendido otro peregrino, cubierto casi todo de sangre, excepto el rostro, que descubierto y limpio tenía; y así, sin tener necesidad de limpiársele, ni de hacer diligencias para conocerle, conocieron ser el príncipe Arnaldo, que más desmayado que muerto estaba.

La primera señal que dio de vida fue probarse a levantar, diciendo:

-No le llevarás, traidor, porque el retrato es mío, por ser el de mi alma; tú le has robado, y, sin haberte yo ofendido en cosa, me quieres quitar la vida.

Temblando estaba Auristela con la no pensada vista de Arnaldo; y, aunque las obligaciones que le tenía la impelían a que a él se llegase, no osaba, por la presencia de Periandro, el cual, tan obligado como cortés, asió de las manos del príncipe, y, con voz no muy alta, por no descubrir lo que quizá el príncipe querría que se callase, le dijo:

-Volved en vos, señor Arnaldo, y veréis que estáis en poder de vuestros mayores amigos, y que no os tiene tan desamparado el cielo que no os podáis prometer mejora de vuestra suerte. Abrid los ojos, digo, y veréis a vuestro amigo Periandro y a vuestra obligada Auristela, tan deseosos de serviros como siempre. Contadnos vuestra desgracia y todos vuestros sucesos, y prometeos de nosotros todo cuanto nuestra industria y fuerzas alcanzaren. Decidnos si estáis herido, y quién os hirió y en qué parte, para que luego se procure vuestro remedio.

Abrió en esto los ojos Arnaldo, y, conociendo a los dos que delante tenía, como pudo, que fue con mucho trabajo, se arrojó a los pies de Auristela, puesto que abrazado también a los de Periandro (que hasta en aquel punto guardó el decoro a la honestidad de Auristela), en la cual puestos los ojos, dijo:

-No es posible que no seas tú, señora, la verdadera Auristela, y no   -fol. 196v-   imagen suya, porque no tendría ningún espíritu licencia ni ánimo para ocultarse debajo de apariencia tan hermosa. Auristela eres, sin duda, y yo, también sin ella, soy aquel Arnaldo que siempre ha deseado servirte; en tu busca vengo, porque si no es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego el alma mía.

En el tiempo que esto pasaba, ya habían dicho a Croriano y a los demás el hallazgo del otro peregrino, y que daba también señales de estar mal herido. Oyendo lo cual Constanza, habiendo tomado ya la sangre al duque, acudió a ver lo que había menester el segundo herido, y, cuando conoció ser Arnaldo, quedó atónita y confusa, y, supliendo su discreción su sobresalto, sin entrar en otras razones, le dijo le descubriese sus heridas, a lo que Arnaldo respondió con señalarle con la mano derecha el brazo izquierdo, señal de que allí tenía la herida. Desnudóle luego Constanza, y hallósele por la parte superior atravesado de parte a parte; tomóle luego la sangre, que aún corría, y dijo a Periandro cómo el otro herido que allí estaba era el duque de Nemurs; y que convenía llevarlos al pueblo más cercano, donde fuesen curados, porque el mayor peligro que tenían era la falta de la sangre.

Al oír Arnaldo el nombre del duque, se estremeció todo, y dio lugar a que los fríos celos se entrasen hasta el alma por las calientes venas, casi vacías de sangre; y así, dijo, sin mirar lo que decía:

-Alguna diferencia hay de un duque a un rey; pero en el estado del uno ni del otro, ni aun en el de todos los monarcas del mundo, cabe el merecer a Auristela.

Y añadió y dijo:

-No me lleven adonde llevaren al duque, que la presencia de los agraviadores no ayuda nada a las enfermedades de los agraviados.

Dos criados traía consigo Arnaldo, y otros dos el duque, los cuales, por orden de sus señores, los habían dejado allí solos, y ellos se habían   -fol. 197r-   adelantado a un lugar allí cercano, para tenerles aderezado alojamiento cada uno de por sí, porque aún no se conocían.

-Miren también -dijo Arnaldo- si en un árbol de estos que están aquí a la redonda, está pendiente un retrato de Auristela, sobre quien ha sido la batalla que entre mí y el duque hemos pasado. Quítese, déseme, porque me cuesta mucha sangre y de derecho es mío.

Casi esto mismo estaba diciendo el duque a Ruperta y a Croriano y a los demás que con él estaban; pero a todos satisfizo Periandro, diciendo que él le tenía en su poder como en depósito, y que le volvería en mejor coyuntura a cuyo fuese.

-¿Es posible -dijo Arnaldo- que se puede poner en duda la verdad de que el retrato sea mío? ¿No sabe ya el cielo que desde el punto que vi el original le trasladé en mi alma? Pero téngale mi hermano Periandro, que en su poder no tendrán entrada los celos, las iras y las soberbias de sus pretensores; y llévenme de aquí, que me desmayo.

Luego acomodaron en que pudiesen ir los dos heridos, cuya vertida sangre, más que la profundidad de las heridas, les iba poco a poco quitando la vida; y así, los llevaron al lugar donde sus criados les tenían el mejor alojamiento que pudieron, y hasta entonces no había conocido el duque ser el príncipe Arnaldo su contrario.




ArribaAbajoCapítulo tercero del cuarto libro

INVIDIOSAS y corridas estaban las tres damas francesas de ver que en la opinión del duque estaba estimado el retrato de Auristela mucho más que ninguno de los suyos, que el criado que envió a retratarlas, como se ha dicho, les dijo que consigo los traía, entre   -fol. 197v-   otras joyas de mucha estima, pero que en el de Auristela idolatraba: razones y desengaño que las lastimó las almas; que nunca las hermosas reciben gusto, sino mortal pesadumbre, de que otras hermosuras igualen a las suyas, ni aun que se les compare; porque la verdad, que comúnmente se dice, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza viene a ser odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidades y grandezas se opongan al rigor desta maldita invidia, que así puede llamarse la que encendía las comparadas hermosuras.

Dijo ansimismo que, viniendo el duque, su señor, desde París, buscando a la peregrina Auristela, enamorado de su retrato, aquella mañana se había sentado al pie de un árbol con el retrato en las manos; así hablaba con el muerto como con el original vivo, y que, estando así, había llegado el otro peregrino tan paso por las espaldas, que pudo bien oír lo que el duque con el retrato hablaba, «sin que yo y otro compañero mío lo pudiésemos estorbar, porque estábamos algo desviados. En fin, corrimos a advertir al duque que le escuchaban; volvió el duque la cabeza y vio al peregrino, el cual, sin hablar palabra, lo primero que hizo fue arremeter al retrato y quitársele de las manos al duque, que, como le cogió de sobresalto, no tuvo lugar de defenderle como él quisiera; y lo que le dijo fue, a lo menos lo que yo pude entender: "Salteador de celestiales prendas, no profanes con tus sacrílegas manos la que en ellas tienes. Deja esa tabla donde está pintada la hermosura del cielo, ansí porque no la mereces como por ser ella mía". "Eso no -respondió el otro peregrino-, y si desta verdad no puedo darte testigos, remitiré su falta a los filos de mi estoque, que en este bordón traigo oculto. Yo sí que soy el verdadero posesor desta incomparable belleza, pues en tierras bien remotas de la que ahora estamos la compré con   -fol. 198r-   mis tesoros y la adoré con mi alma, y he servido a su original con mi solicitud y con mis trabajos".

»El duque, entonces, volviéndose a nosotros, nos mandó, con imperiosas razones, los dejásemos solos, y que viniésemos a este lugar, donde le esperásemos, sin tener osadía de volver solamente el rostro a mirarles. Lo mismo mandó el otro peregrino a los dos que con él llegaron, que, según parece, también son sus criados. Con todo esto, hurté algún tanto la obediencia a su mandamiento, y la curiosidad me hizo volver los ojos, y vi que el otro peregrino colgaba el retrato de un árbol, no porque puntualmente lo viese, sino porque lo conjeturé, viendo que luego, desenvainando del bordón que tenía un estoque, o a lo menos una arma que lo parecía, acometió a mi señor, el cual le salió a recebir con otro estoque, que yo sé que en el bordón traía.

»Los criados de entrambos quisimos volver a despartir la contienda, pero yo fui de contrario parecer, diciéndoles que, pues era igual y entre dos solos, sin temor ni sospecha de ser ayudados de nadie, que los dejásemos y siguiésemos nuestro camino, pues en obedecerles no errábamos, y en volver, quizá sí. Ahora sea lo que fuere, pues no sé si el buen consejo o la cobardía nos emperezó los pies y nos ató las manos, o si la lumbre de los estoques, hasta entonces aún no sangrientos, nos cegó los ojos, que no acertábamos a ver el camino que había desde allí al lugar de la pendencia, sino el que había al de éste adonde ahora estamos. Llegamos aquí, hicimos el alojamiento con prisa, y con más animoso discurso volvíamos a ver lo que había hecho la suerte de nuestros dueños. Hallámoslos cual habéis visto, donde si vuestra llegada no los socorriera, bien sin provecho había sido la nuestra.»

Esto dijo el criado, y esto escucharon las damas, y esto sintieron de manera como si fueran amantes verdaderas del duque; y, al mismo instante, se deshizo en la imaginación de cada una la quimera y máquina,   -fol. 198v-   si alguna había hecho o levantado, de casarse con el duque; que ninguna cosa quita o borra el amor más presto de la memoria que el desdén en los principios de su nacimiento; que el desdén en los principios del amor tiene la misma fuerza que tiene la hambre en la vida humana: a la hambre y al sueño se rinde la valentía, y al desdén los más gustosos deseos. Verdad es que esto suele ser en los principios, que, después que el amor ha tomado larga y entera posesión del alma, los desdenes y desengaños le sirven de espuelas, para que con más ligereza corra a poner en efeto sus pensamientos.

Curáronse los heridos, y dentro de ocho días estuvieron para ponerse en camino y llegar a Roma, de donde habían venido cirujanos a verlos.

En este tiempo, supo el duque cómo su contrario era príncipe heredero del reino de Dinamarca, y supo ansimismo la intención que tenía de escogerla por esposa. Esta verdad calificó en él sus pensamientos, que eran los mismos que los de Arnaldo. Parecióle que la que era estimada para reina, lo podía ser para duquesa; pero entre estos pensamientos, entre estos discursos y imaginaciones, se mezclaban los celos, de manera que le amargaban el gusto y le turbaban el sosiego. En fin, se llegó el día de su partida, y el duque y Arnaldo, cada uno por su parte, entró en Roma, sin darse a conocer a nadie; y los demás peregrinos de nuestra compañía, llegando a la vista della, desde un alto montecillo la descubrieron, y, hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron, cuando de entre ellos salió una voz de un peregrino, que no conocieron, que, con lágrimas en los ojos, comenzó a decir desta manera:



    -¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta,
alma ciudad de Roma! A ti me inclino,
-fol. 199r-
devoto, humilde y nuevo peregrino,
a quien admira ver belleza tanta.

    Tu vista, que a tu fama se adelanta,  5
al ingenio suspende, aunque divino,
de aquél que a verte y adorarte vino
con tierno afecto y con desnuda planta.

    La tierra de tu suelo, que contemplo
con la sangre de mártires mezclada,  10
es la reliquia universal del suelo.

    No hay parte en ti que no sirva de ejemplo
de santidad, así como trazada
de la ciudad de Dios al gran modelo.

Cuando acabó de decir este soneto, el peregrino se volvió a los circunstantes, diciendo:

-Habrá pocos años que llegó a esta santa ciudad un poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación, el cual hizo y compuso un soneto en vituperio desta insigne ciudad y de sus ilustres habitadores. Pero la culpa de su lengua pagara su garganta, si le cogieran. Yo, no como poeta, sino como cristiano, casi como en descuento de su cargo, he compuesto el que habéis oído.

Rogóle Periandro que le repitiese, hízolo así, alabáronsele mucho, bajaron del recuesto, pasaron por los prados de Madama, entraron en Roma por la puerta del Pópulo, besando primero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada de la ciudad santa, antes de la cual llegaron dos judíos a uno de los criados de Croriano, y le preguntaron si toda aquella escuadra de gente tenía estancia conocida y preparada donde alojarse; si no, que ellos se la darían tal, que pudiesen en   -fol. 199v-   ella alojarse príncipes.

-Porque habéis de saber, señor -dijeron-, que nosotros somos judíos: yo me llamo Zabulón, y mi compañero Abiud; tenemos por oficio adornar casas de todo lo necesario, según y como es la calidad del que quiere habitarlas, y allí llega su adorno donde llega el precio que se quiere pagar por ellas.

A lo que el criado respondió:

-Otro compañero mío desde ayer está en Roma con intención que tenga preparado el alojamiento, conforme a la calidad de mi amo y de todos aquellos que aquí vienen.

-Que me maten -dijo Abiud-, si no es éste el francés que ayer se contentó con la casa de nuestro compañero Manasés, que la tiene aderezada como casa real.

-Vamos, pues, adelante -dijo el criado de Croriano-, que mi compañero debe de estar por aquí esperando a ser nuestra guía, y, cuando la casa que tuviere no fuere tal, nos encomendaremos a la que nos diere el señor Zabulón.

Con esto pasaron adelante, y a la entrada de la ciudad vieron los judíos a Manasés, su compañero, y con él al criado de Croriano, por donde vinieron en conocimiento que la posada que los judíos habían pintado era la rica de Manasés; y así, alegres y contentos, guiaron a nuestros peregrinos, que estaba junto al arco de Portugal.

Apenas entraron las francesas damas en la ciudad, cuando se llevaron tras sí los ojos de casi todo el pueblo, que, por ser día de estación, estaba llena aquella calle de Nuestra Señora del Pópulo de infinita gente; pero la admiración que comenzó a entrar poco a poco en los que a las damas francesas miraban, se acabó de entrar mucho a mucho en los corazones de los que vieron a la sin par Auristela y a la gallarda Constanza, que a su lado iba, bien así como van por iguales paralelos dos lucientes estrellas por el cielo.

Tales iban que dijo un romano que, a lo que se cree, debía de ser poeta:

-Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas. Por Dios,   -fol. 200r-   que hace mal el señor gobernador de no mandar que se cubra el rostro desta movible imagen. ¿Quiere, por ventura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagan y que los necios idolatren?

Con estas alabanzas, tan hipérboles como no necesarias, pasa adelante el gallardo escuadrón; llegó al alojamiento de Manasés, bastante para alojar a un poderoso príncipe y a un mediano ejército.




ArribaAbajoCapítulo cuarto del cuarto libro

ESTENDIÓSE aquel mismo día la llegada de las damas francesas por toda la ciudad, con el gallardo escuadrón de los peregrinos; especialmente se divulgó la desigual hermosura de Auristela, encareciéndola, si no como ella era, a lo menos cuanto podían las lenguas de los más discretos ingenios. Al momento se coronó la casa de los nuestros de mucha gente, que los llevaba la curiosidad y el deseo de ver tanta belleza junta, según se había publicado. Llegó esto a tanto estremo, que desde la calle pedían a voces se asomasen a las ventanas las damas y las peregrinas, que, reposando, no querían dejar verse; especialmente clamaban por Auristela, pero no fue posible que se dejase ver ninguna dellas.

Entre la demás gente que llegó a la puerta, llegaron Arnaldo y el duque, con sus hábitos de peregrinos, y, apenas se hubo visto el uno al otro, cuando a entrambos les temblaron las piernas y les palpitaron los pechos. Conociólos Periandro desde la ventana, díjoselo a Croriano, y los dos juntos bajaron a la calle, para estorbar en cuanto pudiesen la desgracia que podían temer de dos tan celosos amantes.

Periandro se pasó con Arnaldo, y Croriano con el duque,   -fol. 200v-   y lo que Arnaldo dijo a Periandro fue:

-Uno de los cargos mayores que Auristela me tiene es el sufrimiento que tengo, consintiendo que este caballero francés, que dicen ser el duque de Nemurs, esté como en posesión del retrato de Auristela, que, puesto que está en tu poder, parece que es con voluntad suya, pues yo no le tengo en el mío. Mira, amigo Periandro, esta enfermedad que los amantes llaman celos, que la llamaran mejor desesperación rabiosa, entran a la parte con ella la invidia y el menosprecio, y, cuando una vez se apodera del alma enamorada, no hay consideración que la sosiegue, ni remedio que la valga; y, aunque son pequeñas las causas que la engendran, los efetos que hace son tan grandes que por lo menos quitan el seso, y por lo más menos la vida; que mejor es al amante celoso el morir desesperado, que vivir con celos; y el que fuere amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada, como accidente inseparable. Aconséjote, ¡oh amigo Periandro!, si es que puede dar consejo quien no le tiene para sí, que consideres que soy rey y que quiero bien, y que por mil esperiencias estás satisfecho y enterado de que cumpliré con las obras cuanto con palabras he prometido, de recebir a la sin para Auristela, tu hermana, sin otra dote que la grande que ella tiene en su virtud y hermosura, y que no quiero averiguar la nobleza de su linaje, pues está claro que no había de negar naturaleza los bienes de la fortuna a quien tantos dio de sí misma. Nunca en humildes   -fol. 201r-   sujetos, o pocas veces, hace su asiento virtudes grandes, y la belleza del cuerpo muchas veces es indicio de la belleza del alma; y, para reducirme a un término, sólo te digo lo que otras veces te he dicho: que adoro Auristela, ora sea de linaje del cielo, ora de los ínfimos de la tierra; y, pues ya está en Roma, adonde ella ha librado mis esperanzas, sé tú, ¡oh hermano mío!, parte para que me las cumpla, que desde aquí parto mi corona y mi reino contigo, y no permitas que yo muera escarnido deste duque ni menospreciado de la que adoro.

A todas estas razones, ofrecimientos y promesas respondió Periandro diciendo:

-Si mi hermana tuviera culpa en las causas que este duque ha dado a tu enojo, si no la castigara, a lo menos la riñera: que para ella fuera un gran castigo; pero, como sé que no la tiene, no tengo qué responderte. En esto de haber librado tus esperanzas en su venida a esta ciudad, como no sé a dó llegan las que te ha dado, no sé qué responderte. De los ofrecimientos que me haces y me has hecho, estoy tan agradecido como me obliga el ser tú el que los haces, y yo a quien se hacen; porque, con humildad sea dicho, ¡oh valeroso Arnaldo!, quizá esta pobre muceta de peregrino sirve de nube, que, por pequeña que sea, suele quitar los rayos al sol. Y por ahora sosiégate, que ayer llegamos a Roma, y no es posible que en tan breve espacio se hayan fabricado discursos, dado trazas y levantado quimeras que reduzgan nuestras acciones a los felices fines que deseamos. Huye, en cuanto te fuere posible, de encontrarte con el duque, porque un amante desdeñado y flaco de esperanzas suele tomar ocasión del despecho para fabricarlas, aunque sea en daño de lo que bien quiere.

Arnaldo le prometió que así lo haría, y le ofreció prendas y dineros para sustentar la autoridad y   -fol. 201v-   el gasto, ansí el suyo como el de las damas francesas.

Diferente fue la plática que tuvo Croriano con el duque, pues toda se resolvió en que había de cobrar el retrato de Auristela, o había de confesar Arnaldo no tener parte en él; pidió también a Croriano fuese intercesor con Auristela le recibiese por esposo, pues su estado no era inferior al de Arnaldo, ni en la sangre le hacía ventaja ninguna de las más ilustres de Europa; en fin, él se mostró algo arrogante y algo celoso, como quien tan enamorado estaba. Croriano se lo ofreció ansimismo, y quedó darle la respuesta que dijese Auristela, al proponerle la ventura que se le ofrecía de recebirle por esposo.




ArribaAbajoCapítulo quinto del cuarto libro

DESTA manera los dos contrarios celosos y amantes, cuyas esperanzas tenían fundadas en el aire, se despidieron, el uno de Periandro y el otro de Croriano, quedando, ante todas cosas, de reprimir sus ímpetus y disimular sus agravios, a lo menos hasta tanto que Auristela se declarase, de la cual cada uno esperaba que había de ser en su favor, pues al ofrecimiento de un reino y al de un estado tan rico como el del duque, bien se podía pensar que había de titubear cualquier firmeza, y mudarse el propósito de escoger otra vida, por ser muy natural el amarse las grandezas y apetecerse la mejoría de los estados; especialmente suele ser este deseo más vivo en las mujeres.

De todo esto estaba bien descuidada Auristela, pues todos sus pensamientos, por entonces, no se estendían a más que de enterarse en las verdades que a la salvación de su alma convenían;   -fol. 202r-   que, por haber nacido en partes tan remotas y en tierras adonde la verdadera fe católica no está en el punto tan perfecto como se requiere, tenía necesidad de acrisolarla en su verdadera oficina.

Al apartarse Periandro de Arnaldo, llegó a él un hombre español y le dijo:

-Según traigo las señas, si es que vuesa merced es español, para vuesa merced viene esta carta.

Púsole una en las manos cerrada, cuyo sobreescrito decía: AL ILUSTRE SEÑOR ANTONIO DE VILLASEÑOR, POR OTRO NOMBRE LLAMADO EL BÁRBARO.

Preguntóle Periandro que quién le había dado aquella carta. Respondióle el portador que un español que estaba preso en la cárcel, que llaman Torre de Nona, y por lo menos condenado a ahorcar por homicida, él y otra su amiga, mujer hermosa llamada la Talaverana.

Conoció Periandro los nombres y casi adivinó sus culpas, y respondió:

-Esta carta no es para mí, sino para este peregrino que hacia acá viene.

Y fue porque en aquel instante llegó Antonio, a quien Periandro dio la carta, y, apartándose los dos a una parte, la abrió y vio que así decía:

Quien en mal anda, en mal para; de dos pies, aunque el uno esté sano, si el otro está cojo, tal vez cojea; que las malas compañías no pueden enseñar buenas costumbres. La que yo trabé con la Talaverana, que no debiera, me tiene a mí y a ella sentenciados de remate para la horca. El hombre que la sacó de España la halló aquí, en Roma, en mi compañía; recibió pesadumbre dello, asentóle la mano en mi presencia, y yo, que no soy amigo de burlas, ni de recebir agravios, sino de quitarlos, volví por la moza, y a puros palos maté a su agraviador. Estando en la fuga de esta pendencia, llegó otro peregrino, que por el mismo estilo comenzó a tomarme la medida de las espaldas; dice la moza que conoció que el que me apaleaba   -fol. 202v-   era un su marido, de nación polaco, con quien se había casado en Talavera; y, temiéndose que, en acabando conmigo, había de comenzar por ella, porque le tenía agraviado, no hizo más de echar mano a un cuchillo, de dos que traía consigo siempre en la vaina, y, llegándose a él bonitamente, se le clavó por los riñones, haciéndole tales heridas que no tuvieran necesidad de maestro. En efeto, el amigo a palos y el marido a puñaladas, en un instante concluyeron la carrera mortal de su vida.

Prendiéronnos al mismo punto y trajéronnos a esta cárcel, donde quedamos muy contra nuestra voluntad; tomáronnos la confesión; confesamos nuestro delito, porque no le podíamos negar, y con esto ahorramos el tormento, que aquí llaman tortura. Sustancióse el proceso, dándose más prisa a ello de la que quisiéramos; ya está concluso, y nosotros sentenciados a destierro sino que es desta vida para la otra. Digo, señor, que estamos sentenciados a ahorcar, de lo que está tan pesarosa la Talaverana que no lo puede llevar en paciencia, la cual besa a vuesa merced las manos y a mi señora Constanza y del señor Periandro, y a mi señora Auristela, y dice que ella se holgara de estar libre para ir a besárselas a vuesas mercedes a sus casas. Dice también que si la sin par Auristela pone haldas en cinta y quiere tomar a su cargo nuestra libertad, que le será fácil; porque ¿qué pedirá su grande hermosura que no lo alcance, aunque la pida a la dureza misma? Y añade más, y es que si vuesas mercedes no pudieren alcanzar el perdón, a lo menos procuren alcanzar el lugar de la muerte, y que, como ha de ser en Roma, sea en España; porque está informada la moza, que aquí no llevan los ahorcados con la autoridad conveniente, porque van a pie y apenas los vee nadie; y así, apenas hay quien les rece una Avemaría, especialmente si son españoles los que ahorcan; y ella   -fol. 203r-   querría, si fuese posible, morir en su tierra y entre los suyos, donde no faltaría algún pariente que de compasión le cerrase los ojos. Yo también digo lo mismo, porque soy amigo de acomodarme a la razón, porque estoy tan mohíno en esta cárcel que, a trueco de escusar la pesadumbre que me dan las chinches en ella, tomaría por buen partido que me sacasen a ahorcar mañana.

Y advierto a vuesa merced, señor mío, que los jueces desta tierra no desdicen nada de los de España: todos son corteses y amigos de dar y recebir cosas justas, y que, cuando no hay parte que solicite la justicia, no dejan de llegarse a la misericordia, la cual, si reina en todos los valerosos pechos de vuesas mercedes, que sí debe de reinar, sujeto hay en nosotros en que se muestre, pues estamos en tierra ajena, presos en la cárcel, comidos de chinches y de otros animales inmundos, que son muchos por pequeños y enfadan como si fuesen grandes; y, sobre todo, nos tienen ya en cueros y en la quinta esencia de la necesidad solicitadores, procuradores y escribanos, de quien Dios Nuestro Señor nos libre por su infinita bondad. Amén.

Aguardando la respuesta quedamos, con tanto deseo de recebirla buena como le tienen los cigoñinos en la torre, esperando el sustento de sus madres.

Y firmaba: EL DESDICHADO BARTOLOMÉ MANCHEGO.

En estremo dio la carta gusto a los dos que la habían leído, y en estremo les fatigó su aflición; y luego, diciéndole al que la había llevado dijese al preso que se consolase y tuviese esperanza de su remedio, porque Auristela y todos ellos, con todo aquello que dádivas y promesas pudiesen, le procurarían; y al punto fabricaron las diligencias que habían de hacerse.

La primera fue que Croriano hablase al embajador de Francia, que era su pariente y amigo, para que no se ejecutase la pena tan presto, y diese lugar el tiempo a   -fol. 203v-   que le tuviesen los ruegos y las solicitudes; determinó también Antonio de escribir otra carta, en respuesta de la suya, a Bartolomé, con que de nuevo se renovase el gusto que les había dado la suya; pero, comunicando este pensamiento con Auristela y con su hermana Constanza, fueron las dos de parecer que no se la escribiese, porque a los afligidos no se ha de añadir aflición, y podría ser que tomasen las burlas por veras y se afligiesen con ellas.

Lo que hicieron, dejar todo el cargo de aquella negociación sobre los hombros y diligencia de Croriano, y en las de Ruperta, su esposa, que se lo rogó ahincadamente, y en seis días ya estaban en la calle Bartolomé y la Talaverana: que, adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades.

En este tiempo, le tuvo Auristela de informarse de todo aquello que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católica; a lo menos, de aquello que en su patria escuramente se platicaba. Halló con quien comunicar su deseo por medio de los penitenciarios, con quien hizo su confesión entera, verdadera y llana, y quedó enseñada y satisfecha de todo lo que quiso, porque los tales penitenciarios, en la mejor forma que pudieron, le declararon todos los principales y más convenientes misterios de nuestra fe.

Comenzaron desde la invidia y soberbia de Lucifer, y de su caída con la tercera parte de las estrellas, que cayeron con él en los abismos; caída que dejó vacas y vacías las sillas del cielo, que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa. Declaráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos, criando al hombre, cuya alma es capaz de la gloria que los ángeles malos perdieron. Discurrieron por la verdad de la creación del hombre y del mundo, y por el misterio sagrado y amoroso de la Encarnación, y, con razones sobre la razón misma, bosquejaron el profundísimo   -fol. 204r-   misterio de la Santísima Trinidad. Contaron cómo convino que la segunda persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero, juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga.

Mostráronle la muerte de Cristo, los trabajos de su vida desde que se mostró en el pesebre hasta que se puso en la cruz. Exageráronle la fuerza y eficacia de los sacramentos, y señalaron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que es la penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, que suele cerrar el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo, Dios vivo, sentado a la diestra del Padre, estando tan vivo y entero como en el cielo, sacramentado en la tierra, cuya santísima presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna, porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son iguales, es el estar en todo lugar, por potencia, por esencia y por presencia. Aseguráronle infaliblemente la venida deste Señor a juzgar el mundo sobre las nubes del cielo, y asimismo la estabilidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden poco las puertas, o por mejor decir, las fuerzas del infierno. Trataron del poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y llavero del cielo. Finalmente, no les quedó por decir cosa que vieron que convenía para darse a entender, y para que Auristela y Periandro los entendiesen.

Estas liciones ansí alegraron sus almas, que las sacó de sí mismas, y se las llevó a que paseasen los cielos, porque sólo en ellos pusieron sus pensamientos.



  -fol. 204v-  

ArribaAbajoCapítulo sexto del cuarto libro

CON OTROS ojos se miraron de allí adelante Auristela y Periandro, a lo menos con otros ojos miraba Periandro a Auristela, pareciéndole que ya ella había cumplido el voto que la trajo a Roma, y que podía, libre y desembarazadamente, recebirle por esposo.

Pero si medio gentil, amaba Auristela la honestidad, después de catequizada, la adoraba, no porque viese iba contra ella en casarse, sino por no dar indicios de pensamientos blandos, sin que precediesen antes o fuerzas, o ruegos. También estaba mirando si por alguna parte le descubría el cielo alguna luz que le mostrase lo que había de hacer después de casada, porque pensar volver a su tierra lo tenía por temeridad y por disparate, a causa que el hermano de Periandro, que la tenía destinada para ser su esposa, quizá viendo burladas sus esperanzas, tomaría en ella y en su hermano Periandro venganza de su agravio. Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y algo pensativa.

Las damas francesas visitaron los templos y anduvieron las estaciones con pompa y majestad, porque Croriano, como se ha dicho, era pariente del embajador de Francia, y no les faltó cosa que para mostrar ilustre decoro fuese necesaria, llevando siempre consigo Auristela y a Constanza, y ninguna vez salían de casa que no las seguía casi la mitad del pueblo de Roma. Y sucedió que, pasando un día por una calle que se llama Bancos, vieron en una pared della un retrato entero, de pies a cabeza, de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual estaba puesta, y, apenas la hubieron   -fol. 105r [205r]-   visto, cuando conocieron ser el rostro de Auristela, tan al vivo dibujado que no les puso en duda de conocerla.

Preguntó Auristela, admirada, cúyo era aquel retrato, y si se vendía acaso. Respondióle el dueño (que, según después se supo, era un famoso pintor) que él vendía aquel retrato, pero no sabía de quién fuese; sólo sabía que otro pintor, su amigo, se le había hecho copiar en Francia, el cual le había dicho ser de una doncella estranjera que en hábitos de peregrina pasaba a Roma.

-¿Qué significa -respondió Auristela- haberla pintado con corona en la cabeza, y los pies sobre aquella esfera, y más, estando la corona partida?

-Eso, señora -dijo el dueño-, son fantasías de pintores, o caprichos, como los llaman; quizá quieren decir que esta doncella merece llevar la corona de hermosura, que ella va hollando en aquel mundo; pero yo quiero decir que dice que vos, señora, sois su original, y que merecéis corona entera, y no mundo pintado, sino real y verdadero.

-¿Qué pedís por el retrato? -preguntó Constanza.

A lo que respondió el dueño:

-Dos peregrinos están aquí, que el uno dellos me ha ofrecido mil escudos de oro, y el otro dice que no le dejará por ningún dinero. Yo no he concluido la venta, por parecerme que se están burlando, porque la esorbitancia del ofrecimiento me hace estar en duda.

-Pues no lo estéis -replicó Constanza-, que esos dos peregrinos, si son los que yo imagino, bien pueden doblar el precio y pagaros a toda vuestra satisfación.

Las damas francesas, Ruperta, Croriano y Periandro quedaron atónitos de ver la verdadera imagen del rostro de Auristela en el del retrato. Cayó la gente que el retrato miraba en que parecía al de Auristela, y poco a poco comenzó a salir una voz, que todos y cada uno de por sí afirmaba:

-Este retrato que se vende es el mismo de esta peregrina que va en este coche; ¿para qué   -fol. 105v [205v]-   queremos ver al traslado, sino al original?

Y así, comenzaron a rodear el coche, que los caballos no podían ir adelante ni volver atrás, por lo cual dijo Periandro:

-Auristela, hermana, cúbrase el rostro con algún velo, porque tanta luz ciega, y no nos deja ver por dónde caminamos.

Hízolo así Auristela, y pasaron adelante; pero no por esto dejó de seguirlos mucha gente, que esperaban a que se quitase el velo, para verla como deseaban. Apenas se hubo quitado de allí el coche, cuando se llegó al dueño del retrato Arnaldo en sus hábitos de peregrino y dijo:

-Yo soy el que os ofrecí los mil escudos por este retrato. Si le queréis dar, traedle, y venidos conmigo, que yo os los daré luego de oro en oro.

A lo que otro peregrino, que era el duque de Nemurs, dijo:

-No reparéis, hermano, en precio, sino veníos conmigo y proponed en vuestra imaginación el que quisiéredes, que yo os le daré luego de contado.

-Señores -respondió el pintor-, concertaos los dos en cuál le ha de llevar, que yo no me desconcertaré en el precio, puesto que pienso que antes me habéis de pagar con el deseo que con la obra.

A estas pláticas estaba atenta mucha gente, esperando en qué había de parar aquella compra: porque ver ofrecer millaradas de ducados, a dos, al parecer, pobres peregrinos, parecíales cosa de burla.

En esto, dijo el dueño:

-El que le quisiere, déme señal, y guíe, que yo ya le descuelgo para llevársele.

Oyendo lo cual, Arnaldo puso la mano en el seno, y sacó una cadena de oro, con una joya de diamantes que de ella pendía, y dijo:

-Tomad esta cadena, que, con esta joya, vale más de dos mil escudos, y traedme el retrato.

-Esta vale diez mil -dijo el duque, dándole una de diamantes al dueño del retrato-, y traédmele a mi casa.

-¡Santo Dios! -dijo uno de los circunstantes-, ¿qué retrato puede ser éste, qué hombres   -fol. 206r-   éstos y qué joyas éstas? Cosa de encantamento parece aquesta; por eso os aviso, hermano pintor, que deis un toque a la cadena y hagáis esperiencia de la fineza de las piedras, antes que deis vuestra hacienda: que podría ser que la cadena y las joyas fuesen falsas, porque el encarecimiento que de su valor han hecho, bien se puede sospechar.

Enojáronse los príncipes; pero, por no echar más en la calle sus pensamientos, consintieron en que el dueño del retrato se enterase en la verdad del valor de las joyas.

Andaba revuelta toda la gente de Bancos: unos admirando el retrato, otros preguntando quién fuesen los peregrinos, otros mirando las joyas, y todos atentos, esperando en quién había de quedar con el retrato, porque les parecía que estaban de parecer los dos peregrinos de no dejarle por ningún precio; diérale el dueño por mucho menos de lo que le ofrecían, si se le dejaran vender libremente. Pasó en esto por Bancos el gobernador de Roma, oyó el murmurio de la gente, preguntó la causa, vio el retrato, y vio las joyas; y, pareciéndole ser prendas de más que de ordinarios peregrinos, esperando descubrir algún secreto, las hizo depositar y llevar el retrato a su casa, y prender a los peregrinos. Quedóse el pintor confuso, viendo menoscabadas sus esperanzas, y su hacienda en poder de la justicia, donde jamás entró alguna, que si saliese, fuese con aquel lustre con que había entrado. Acudió el pintor a buscar a Periandro, y a contarle todo el suceso de la venta y del temor que tenía no se quedase el gobernador con el retrato, el cual, de un pintor que le había retratado en Portugal de su original, le había él comprado en Francia, cosa que le pareció a Periandro posible, por haber sacado otros muchos en el tiempo que Auristela estuvo en   -fol. 206v-   Lisboa. Con todo eso, le ofreció por él cien escudos, con que quedase a su riesgo el cobrar. Contentóse el pintor, y, aunque fue tan grande la baja de ciento a mil, le tuvo por bien vendido y mejor pagado.

Aquella tarde, juntándose con otros españoles peregrinos, fue a andar las siete iglesias, entre los cuales peregrinos acertó a encontrarse con el poeta que dijo el soneto al descubrirse Roma; conociéronse, y abrazáronse, y preguntáronse de sus vidas y sucesos. El poeta peregrino le dijo que el día antes le había sucedido una cosa digna de contarse por admirable; y fue que, habiendo tenido noticia de que un monseñor clérigo de la cámara, curioso y rico, tenía un museo el más extraordinario que había en el mundo, porque no tenía figuras de personas que efectivamente hubiesen sido ni entonces lo fuesen, sino unas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban por venir, especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos, entre las cuales tablas había visto dos, que en el principio de ellas estaba escrito en la una TORCUATO TASSO, y más abajo un poco decía Jerusalén libertada; en la otra estaba escrito ZÁRATE, y más abajo Cruz y Constantino.

Preguntéle al que me las enseñaba qué significaban aquellos nombres. Respondióme que se esperaba que presto se había de descubrir en la tierra la luz de un poeta que se había de llamar Torcuato Tasso, el cual había de cantar Jerusalén recuperada, con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces ningún poeta hubiese cantado, y que casi luego le había de suceder un español, llamado Francisco López Duarte, cuya voz había de llenar las cuatro partes de la tierra, y cuya armonía había de suspender los corazones de las gentes, contando la invención de la Cruz de Cristo, con las guerras del   -fol. 207r-   emperador Constantino: poema verdaderamente heroico y religioso, y digno del nombre de poema.

A lo que replicó Periandro:

-Duro se me hace de creer que de tan atrás se tome el cargo de aderezar las tablas donde se hayan de pintar los que están por venir, que en efeto en esta ciudad, cabeza del mundo, están otras maravillas de mayor admiración. Y ¿habrá otras tablas aderezadas para más poetas venideros? -preguntó Periandro.

-Sí -respondió el peregrino-, pero no quise detenerme a leer los títulos, contentándome con los dos primeros; pero así a bulto miré tantos, que me doy a entender que la edad, cuando éstos vengan, que, según me dijo el que me guiaba, no puede tardar, ha de ser grandísima la cosecha de todo género de poetas. Encamínelo Dios como él fuere más servido.

-Por lo menos -respondió Periandro-, el año que es abundante de poesía suele serlo de hambre; porque dámele poeta, y dártele he pobre, si ya la naturaleza no se adelanta a hacer milagros; y síguese la consecuencia: hay muchos poetas, luego hay muchos pobres; hay muchos pobres, luego caro es el año.

En esto iban hablando el peregrino y Periandro, cuando llegó a ellos Zabulón el judío, y dijo a Periandro que aquella tarde le quería llevar a ver a Hipólita la Ferraresa, que era una de las más hermosas mujeres de Roma, y aun de toda Italia. Respondióle Periandro que iría de muy buena gana, lo cual no le respondiera si, como le informó de la hermosura, le informara de la calidad de su persona; porque la alteza de la honestidad de Periandro no se abalanzaba ni abatía a cosas bajas, por hermosas que fuesen: que en esto la naturaleza había hecho iguales y formado en una misma turquesa a él y a Auristela, de la cual se recató para ir a ver a Hipólita, a quien el judío le llevó más por engaño que   -fol. 207v-   por voluntad; que tal vez la curiosidad hace tropezar y caer de ojos al más honesto recato.