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Abel Posse y sus buscadores del paraíso: El Che Guevara

Luis Sáinz de Medrano Arce





En una sesión pública en la que se hablaba de la novela Los cuadernos de Praga (1998), del argentino Abel Posse, surgió una observación acerca de los reparos que podrían hacerse a la ideología y al comportamiento del personaje histórico Ernesto Che Guevara, en cuya actividad se centra la historia novelada. Nada más previsible, normal y legítimo, como también lo sería cualquier juicio de signo contrario. De todos modos, la respuesta que cabe dar es que el narrador, respaldado por el autor empírico, no ha tratado de emitir una opinión global -lo cual no sería menos comprensible- sobre la acción política específica del referido personaje; simplemente ha querido destacar su condición de «buscador del paraíso», incorporarlo a una tipología, a un modelo actancial, que circula -prácticamente sin excepciones- por todas sus novelas.

Esta característica va muy por encima del propósito desmitificador de la historia oficial, perceptible en la obra de Posse: recuérdese la epopeya del Lope de Aguirre, que en Daimón (1978) avanza con arrogancia más allá de su siglo, en busca de lo que está por encima de la gesta, de «lo abierto», de «la totalidad temporal» (p. 114), hasta instalarse y morir en el XX; al Colón de Los perros del paraíso (1983), empeñado en alcanzar tan utópico lugar, literalmente en este caso, y con muy mala fortuna, alentado por otra soñadora de la misma «secta», Isabel la Católica; al resignado aceptante de la frustración en cuanto, de regreso a España, dejando las tierras descubiertas en manos de banqueros, inquisidores, alguna multinacional, milicos y corregidores, no tiene más remedio que exclamar: «Purtroppo c'era il paradiso» (p. 223). Evidentemente el aguerrido vasco y el indomable genovés son, en la obra de Posse, los paradigmas más notorios de esa posición humana que sitúa el destino supremo del individuo más allá de las contingencias terrenales, pero son casi innumerables quienes les acompañan en esta obsesión, presidida por un lema de estirpe borgeana (cf. p. e. «La escritura del dios»): «Todo hombre que haya pasado los umbrales de Lo Abierto queda inhabilitado para mortificarse por la nadería del mundo aparencial» (p. 219). Así en Los bogavantes (1985) encontramos a personajes que buscan saltar de «lo normal» -la pequeñez de sus vidas- hasta «lo otro» (p. 47); en La boca del tigre (1971), tanto Francisco, el culto diplomático, como los indígenas del escondido lugar del trópico donde se ha refugiado, ansían acceder a la verdad suprema, al «sentido», algo que implícitamente buscó el primero en la Rusia soviética. En Los demonios ocultos (1987) sabremos por un conspicuo oficial nazi que «todas las civilizaciones crecieron buscando su paraíso» (p. 45), y en El viajero de Agartha (1989) seguiremos los pasos de otro germano de análogas características en su peregrinar hacia el descubrimiento del «Vril», la fuerza secreta instalada más allá de la mítica puerta del infinito, con la que Hitler podría haber hecho girar en sentido inverso la previsible derrota.

Es verdad que en La reina del Plata (1998b) el narrador, en un momento bajo, ha dictaminado sobre un futuro en el que las fuerzas opresoras, ya omnipotentes, ejercen sin contemplaciones su dominio en una atmósfera tan opaca como siniestra, atmósfera en la que naufragan o van a naufragar -según el subyacente esquema de Rinoceronte de Ionesco- aquellos que aún tienen fuerzas para buscar «lo absoluto». A cambio de eso, encontraremos de nuevo la obsesión por lo trascendente en ese Álvar Núñez Cabeza de Vaca de El largo atardecer del caminante (1992) que encuentra en la experiencia entre los tarahumaras el ingreso «en una dimensión donde no había muerte o necesidad -y posibilidad- de salvación. [...] a estar, [...] echado en el manto de dios, del mundo» (p. 146). Habría que considerar igualmente en esa novela lo concerniente a «el ritmo cósmico» (p. 73), «lo absoluto» (pp. 163, 203), «el Paraíso primordial» (p. 180) entre los guaraníes, por no hablar de las informaciones recibidas de Cieza de León. Y, finalmente, resulta obvio recordar asimismo la condición de Eva Perón en La pasión según Eva (1995). Anotamos ahí las sensaciones de la excepcional mujer de notarse lanzada «hacia lo Grande» (p. 40), sus instancias de «saltar hacia lo superior, fuera de todo lo cotidiano y mediocre» (p. 167), y, desde luego, la interpretación del padre Benítez, su consejero, testigo de su misterio y su «inefable secreto» (p. 351), para quien Eva pertenece, como Enoch, a «aquella estirpe de seres que son arrebatados por Dios, o por los dioses (o por los demonios), antes de tiempo» (p. 351).

Por alguna razón, varios de los personajes citados, son proclives a escribir su verdadera historia, hostiles o recelosos ante la oficial, incluso a la redactada por él mismo en el caso del conquistador, o inspirada por ella en el de Evita. Así Álvar Núñez va a hacerlo en la pulida resma de papel, con ilustre escudo de agua, que le prepara su sirvienta Lucinda: es el texto novelesco que leemos y que esconderá por último, aunque con la esperanza de que en el futuro llegue a «un buen lector» (p. 210). También Eva acometió la empresa de vengarse «de esa parte perfecta y monumental de su personalidad representada por La razón de mi vida» (p. 129) y comenzó a escribir «un libro salvaje» que tenía escondido bajo un colchón y pudo ser leído por Renzi (p. 130), con el título de El mensaje (habiendo suprimido el adjetivo «último»). «Parece -afirma el narrador- que era un texto furibundo» (p. 130).

Pues bien, esa misma tendencia le llevó al Che Guevara, según sabremos en la novela que centra nuestra atención ahora, a redactar un texto en el que manifestó muchas de sus inquietudes reales, durante su permanencia de cerca de seis meses en Praga, después de su malograda aventura en el Congo y antes de emprender la que le llevaría, tras una fugaz vuelta a La Habana, a la peripecia revolucionaria cuyo escenario sería Bolivia y cuyo desastroso final es bien conocido. Este texto se alzaría como un documento que puede calificarse de rebelde no con relación a otro libro autobiográfico del Che, que entonces no existía, pero sí con respecto a las futuras biografías que el narrador no duda en calificar con ironía de «exactas y cuidadas», en las que no faltan «algunas disimuladas malas intenciones y un homenaje final y sin retaceos para tanto coraje ya asimilado por el sistema», que «dejaban intacto lo central de Guevara, su intimidad». Y más todavía, dejaban -dejarían- intacto «su diálogo central con la muerte, la extraña naturaleza de su última transfiguración y su soledad transformada en desafío casi desesperado, desafío de suicida sublime, de quien, quizá, matándose, nace» (p. 10). Cuál sea el lugar y el tiempo de la utopía es una materia completamente subjetiva y discutible, como lo es la valoración ética no sólo de ella misma sino también de los caminos que a ella conducen. Con todo, no se podrá negar la condición de «buscador del paraíso», tal como él lo entiende, al personaje histórico Che Guevara. Así lo percibe también el emisor empírico llamado Abel Posse y el autor implícito que se ocupa de la narración, unidos en una simbiosis no común, porque es el aludido muchas veces como «señor Posse» quien se ocupa de indagar, de organizar a los personajes, de contar, de modo, que, siguiendo a Bajtín, se lleve a término la función de la novela: hacer que ésta sea un «triunfo de la vida sobre la ideología» (p. 11).

Con todas sus cartas boca arriba este «señor Posse», que da desde el principio toda clase de explicaciones en lo que respecta a sus fuentes de información, reúne en una disparatada zarabanda preliminar a todos ellos, junto al propio Che y sus amigos, con otros muertos y otros héroes heterogéneos, con el orgullo de quien se sabe poseedor del privilegio de la palabra organizadora y capaz de situar en la realidad suprema de la ficción a las criaturas humanas, lo que Vargas Llosa ha denominado «la verdad de las mentiras»: «¡De algún modo todos dependían de mí! Todo novelista puede, como un mago, transformar la muerte en destino y la historia seria y cronológica en realidad humana» (p. 13). De este modo, proclama la soberanía de la ficción, que no busca el mero divertimento de engañar sino el ir, según lo que podríamos llamar el leal saber y entender del «creador» al fondo de la verdad. El narrador ha bajado al Che Guevara de su inveterado cartel, absolutamente «lexicalizado», absorbido, inutilizado por el «sistema», y no para reivindicar ni mucho menos su ideología, como hemos dicho, sino su paradigmática condición humana adscrita a un arquetipo renovado a través de datos que conciernen no al héroe sino al soñador, algo que sólo se puede realizar a partir de «la escritura del ocio, no el eterno parte de acción de otros diarios» (p. 201).

Si, como ha recordado recientemente Muñoz Molina,

la novela es el lugar de los renegados o de los expulsados de la épica: por eso sus héroes son el reverso del heroísmo, un pícaro sin porvenir o un hidalgo enloquecido, un niño marginal aliado con un esclavo fugitivo, un chico fantasioso que sueña con unirse al ejército de Napoleón...


(1998: 98),                


está claro que el Che de Posse pertenece a ese grupo: tiene, en efecto, mucho, de Julien Sorel, el chico fantasioso de Rojo y negro de Stendhal, que acaba guillotinado, y, desde luego, mucho también de Don Quijote, el hidalgo enloquecido con quien aparece asociado en la novela un gran número de veces. El mismo, como «atleta guerrero» se siente «enfrentado a la última salida del Quijote en su fatigado y asmático Rocinante» (p. 128), sabiendo que no habrá otra y que no puede fallar; también asumió -según recuerda- la identidad del caballero andante, asociado a la edición de la obra cervantina que su madre, Celia, le leía en la Córdoba natal, al iniciar su peripecia en el Congo. Vlásek lo define como alguien que «corría por el mundo por su idea de redención y enfrentamiento decisivo y sólo encontraba el lenguaje de los fríos intereses políticos. Pobre Quijote, ¿no?» (208). De hecho, los interrogantes al iniciar ambos en el tren la salida de Praga, que se le suscitan a su colaborador Pachungo Montes de Oca, que moriría con él en La Higuera, han de ser inevitablemente aplicados a su condición de heredero del hidalgo de la Mancha:

¿Quiere morir? ¿Quiere vivir? ¿Quiere triunfar o ser derrotado? ¿Quiere imponer su poder sobre la realidad o ser vencido por la torpe realidad de su tiempo para asumir el supremo y diamantino poder de transformarse en símbolo de todas las rebeldías justicieras de su tiempo?


(p. 306)                


Este devoto lector de Nietzsche, con quien comparte la idea de que «toda gran nación surgió de un gran crimen» (p. 235), anunciante de «la hora del gran mediodía» (p. 273), buscador del socialismo de «el hombre nuevo» (p. 279), es visto, por encima de todo, como un gran voluntarista. Lo es porque de otro modo habría abandonado su empresa hace tiempo. «Con su arrogancia intelectual de argentino» (p. 66), como lo define «el ex-camarada de la aventura del Congo» (en La Habana, 1995) desconfía del rigor de los cubanos, un «pueblo de rumberas y de santeros empedernidos» (p. 67), según el mismo informante. Se siente poco a poco decepcionado por el socialismo checo (en la carta a Fidel habla de «estos pobres países tristes donde ya no queda nada de la grandeza generosa de los viejos bolcheviques», p. 172), representado por sus guardaespaldas desconocedores de Nietzsche (p. 42), por los jóvenes idiotizados «con la música, la moto, el fútbol» (p. 76), de quienes le habla Rosevinge, etc., se siente distante de los incomprensibles soviéticos, distante de los chinos, ha sufrido la increíble experiencia de ver a los congoleños, a quienes quiso redimir, envueltos en la magia, ese ingrediente contrarrevolucionario, que en algún momento a él mismo le ha fascinado pero que no puede integrar.

Y no obstante se encuentra siempre impelido a seguir adelante. Lo mueve, claro está, la fuerza del «daimón», eso que el Che define como lo que determina la rebelión contra «lo indiscutible» (lo que el común de los mortales llama lo indiscutible, entendemos): «eso es el daimón de uno, un demonio personal. Si no lo tuviéramos, o si no supiéramos a veces seguir sus escaparates y corazonadas, seríamos simples mediocres. Y no seríamos» (p. 286). Heredero, así pues, ante la adversidad ineluctable, de Lope de Aguirre, de Colón, de Álvar Núñez -quien tras las fatigas de la sobrehumana larga marcha por el norte del continente americano fue capaz de emprender una nueva aventura en el Paraguay, y más aún de no perder la ilusión original tras el regreso, en calidad de prisionero, a España; heredero de esa Eva infatigable, que se aferra a la vida1 y que promete volver siendo millones, el Che de Los cuadernos... está abocado, ya lo hemos dicho, a un destino superior a sí mismo.

Hay que advertir que, después de pasar revista a estos personajes paradigmáticos, Abel Posse ha ido reduciendo los aspectos de esperpento, de desmesura, de transgresión carnavalesca que predominan en su interpretación de Lope de Aguirre y de Colón y su entorno, para entrar en fórmulas más equilibradas, dejando, sin duda que sean muchos de los ingredientes puramente reales los que actúen como provocadores de lo asombroso. Por ejemplo en El largo atardecer... lo que empieza por ser singular es la situación antiépica en que se mueve ese «conquistador inútil», que «no había tomado posesión ni señalizado súbditos, no había rebautizado las sierras, los ríos, el paisaje» (p. 143), que convive durante largos años entre los indios, defendiéndose eventualmente de sus furores con ingeniosas artimañas, o, más frecuentemente, aprendiendo de su filosofía de la vida, hasta llegar a desguarnecer, con el potencial riesgo ante los ojos de la Inquisición, las fronteras del providencialismo oficial, ese conquistador que toma esposa de entre ellos que le da dos hijos y, repitámoslo, es capaz de acometer, en parte a sus propias expensas, el segundo periplo americano para llegar a la placentera Asunción, «Paraíso de Mahoma» (p. 182). Allí, como un nuevo Colón, se desespera ante la imposibilidad de transformar ese burdel en su verdadero paraíso, lo que él había soñado como «el primer virreyno moralista» (p. 183), y habrá de volver a España en una situación en la que la realidad rebasa lo fantástico: cargado de grilletes primero, a cargo de la nave después. Aguafiestas, hombre a contrapelo, impolítico, aun llegará a ser miembro del Tribunal Supremo. Y ¿qué más? El hecho de que en la Sevilla donde ejercita su memoria ante el papel -que luego esconderá junto a la Summa teológica, garantía de que en mucho tiempo nadie lo tocará- tenga relación con Bradomín-Valle Inclán y Borges y Carlos Barral, ya no es, después de lo dicho, demasiado sorprendente. O por mejor decir, corresponde a un nivel de sorpresa que no alcanza a las derivadas de los anteriores hechos.

En cuanto a Eva Perón, es ciertamente extraordinario que sea ella misma la que evoque su propia vida, ya instalada en la muerte, pero esto resultaría poco más que un recurso literario si no se dieran en su existencia circunstancias que desbordan lo común: los fascinantes pasos entre la salida de Eva Ibarguren de la polvareda ardiente y de la triste lluvia de Los Toldos, de las melancólicas sesiones de cine de Junín, y la llegada en la «estrepitosa alegría» de un tren prodigioso (p. 103) para integrarse en la gran fiesta de Buenos Aires. Allí, contra todo pronóstico, la limitada actriz abocada a la mediocridad de los seriales radiofónicos, a la precariedad de las modestas pensiones, llegará a ser Eva Perón, la jefa espiritual de la nación, la mujer alzada «hacia lo Grande», «alzada por una fuerza invisible, absolutamente espiritual, como lo debe ser una aparición de Dios» (p. 40). Por si esto fuera poco, el rocambolesco episodio de los traslados de su cadáver, hasta su encuentro con Perón enriquece, siendo cierto, el aire de fábula de esta historia. Tanto que el lector, inerme, se sorprende a sí mismo al ver que está encontrando verosímil la apacible conversación que Eva, muerta, manifiesta haber mantenido con el general en el exilio de Madrid.

Y esto nos hace volver al hecho de que tanto Álvar Núñez (cuyas resmas de papel ha encontrado, con el tiempo, sin duda alguien) y Eva, aunque su misterioso y detonante manuscrito no ha salido a la luz, cuentan sus experiencias desde la muerte. Este discurso del más allá tiene desde Luciano de Samosata un absoluto prestigio, una total credibilidad. No carecen de ella las criaturas abominables de la Divina Comedia o de los tremendistas sueños de Quevedo, aunque sean abyectos pecadores. Pensemos en Chateaubriand, quien escribió sus memorias con la denominación complementaria «de ultratumba» (1849), ya que su deseo -que no pudo ver cumplido- era que se publicaran después de su muerte, más o menos como Álvar Núñez. Pensemos en Nuestra ciudad (1937) de Thornton Wilder y, naturalmente, en Pedro Páramo (1955). También los cuadernos del Che Guevara -descubiertos como los de Álvar Núñez- nos traen la voz de alguien que ha rebasado esa frontera: una voz, por lo tanto, también purificada por la desaparición física de su emisor.

¿Que nos cuenta esa voz? Es interesante observar que muy poco referente a los acontecimientos a los que su figura va fundamentalmente asociada como personaje político de la historia oficial. El Che Guevara se refiere fugazmente a algunos pocos hechos de violencia, tremendos, significativos, pero relativamente menores de la revolución cubana, también a su patética situación de ministro y presidente del Banco Nacional, aprendiz al mismo tiempo de matemática superior en la Cabana, y no tiene reparo en declarar que «fui mal director del banco y mal ministro de Industria» (p. 290); habla más de la sensación de muerte que le rodea, a la que no es ajena su angustiosa condición de asmático, de la importante relación con su madre, Celia de la Serna, sin duda el personaje fundamental en su vida, evoca varias veces los promisorios días juveniles en la Argentina -Alta Gracia, Córdoba, Buenos Aires- los amores, la universidad, la inquietud y el deslumbramiento del inicial peronismo, el permanente problema de su enfermedad crónica y la ansiedad de su cuerpo en decadencia, algún episodio menor de su frustrada experiencia en el Congo, de su búsqueda del Herzland, el corazón terrestre, de América, impulsivamente localizado en Bolivia, dialoga con sus propias máscaras, contempla melancólico la vida en Praga, evoca a su familia en Cuba... Junto a ello no faltan algunas consideraciones teórico-políticas de carácter pesimista, carta a Castro incluida, en las que sin embargo flota siempre, indemne, la fe en la revolución, una revolución que nada tiene que ver con su pretendida realización en Europa. Antes de partir de Praga, sumido en una de sus máscaras, Ramón Benítez, «el comerciante uruguayo» (p. 305), describe la experiencia en un bosque salvaje cercano a la ciudad, convertido en lugar de entrenamiento, visto ya como trópico, como manigua, sus brutales esfuerzos físicos, redacta una entrañable carta a su madre, muerta en su ausencia, conversa, continúa recordando y nutriendo, para concluirlos, sus cuadernos. Lo que sigue ya es el epílogo a cargo del narrador: el tren a Viena, el inicio del viaje a Cuba, condenado a portar también allí el disfraz, con vistas a dar el paso al continente para asaltar «lo imposible». En este punto deja el narrador a su personaje, que, «disfrazado de un apacible señor burgués», ha tejido en Praga «su rebeldía personal contra los poderes tanto socialistas como occidentales», un hombre que, «como diría Rilke, se dio una muerte grande para transformarse más en símbolo que en realidad histórica» (Serrano / García 1999: 105).

Si nos comportamos como lectores inocentes, desinformados de la historia (y una buena ficción se distingue como tal en que justamente debe convertir en inocente al lector, liberándolo de cuanto sobre el tema conoce por vías no literarias, la que, por ejemplo nos hace confiar en que tal vez No habrá guerra de Troya [recordando a Giraudoux] o que la familia real de Francia acaso conseguirá escapar en la huida hacia Varennes); si, repito actuamos como tales lectores, atentos sólo a los datos de la ficción, sentiremos que en los casos de Álvar Núñez y de Eva Perón, no podremos por menos de valorar la extraordinaria densidad de cada uno de ellos por los relevantes hechos de su pasado puestos de relieve en las respectivas novelas. Son personajes terminales, personajes «con obra», acerca de cuyo futuro no caben expectativas. No es que estos hechos falten en el caso del Che Guevara, pero es muy cierto que en Los cuadernos de Praga la información que recibimos acerca de la revolución castrista, y de la importancia que en su triunfo tuvo el Che Guevara es una información -ya lo hemos dicho- bastante borrosa (de hecho sólo queda bien explícita en la aportación paratextual que el narrador hace en la «biografía sintética» del personaje ofrecida ya finalizada la novela). De modo que todo tiende a centrar el interés de la historia en la empresa que el personaje piensa llevar a cabo en el futuro: es decir, la expedición a Bolivia.

El Che Guevara de la novela no aparece, pues, como un personaje decisivo en el proceso revolucionario cubano, y es fácil ignorar su peripecia congoleña, claramente fracasada. Si Álvar Núñez realizó una marcha más bien incorrecta y hasta inútil en los altos planes del imperio, su carácter asombroso sirvió para justificar la vida de quien la llevó a cabo, y Eva pudo jactarse de haber impulsado, como figura principal, una revolución social no por efímera menos memorable. Pues bien, el Che Guevara de esta novela es alguien, respaldado por una escasa obra y cuya gran baza se encuentra en lo por venir.

Ciertamente, ese futuro, ya lo hemos visto, ni siquiera aparece como razonablemente seguro en la mente del que se siente ineluctablemente llamado a afrontarlo. Por otra parte nada hay en la ciudad de Praga, tan pulcra como desapasionada, capaz de arropar, de caldear las quimeras de un febril latino, un «meteco» a contrapelo, fascinado por su personal «daimón». Ahora bien, un episodio que parece circunstancial, al que ya hemos aludido, el del entrenamiento del Che y su pequeño grupo de adictos en el bosque de Podebray, a unos setenta kilómetros de la capital checa, adquiere una extraordinaria relevancia simbólica. Denominado como «manigua», en un acto también voluntarista, por Guevara, parece claro que este bosque centroeuropeo, por muy agreste que sea, casi nada tiene que ver, incluso en verano, con las selvas de las tierras cálidas de América, por mucho que Guevara insista en su similaridad: «Todo es húmedo y feraz. Es -llega a decir- como los paisajes del Tigre y Misiones» (p. 292).

Pues bien, esta pretendida manigua, que anticipará el posterior entrenamiento que el Che habría de realizar en Cuba, en Pinar del Río, antes de trasladarse a Bolivia, se constituirá a nuestro entender en un recinto que prefigura el brutal descalabro que sufrirá el héroe. Todo un cronotopo en el que subyace la anticipación del fracaso. Los componentes naturales, carecen de fascinación en cuanto son percibidos como parte de una escenografía falsa. Los seres humanos que allí se encuentran son oficiales y soldados soviéticos y familias de los primeros. Hay torres de vigilancia, muros de cemento, calaveras que señalan campos minados, perros, defensas de alto voltaje. «Recibidos con desconfianza y hostilidad», Guevara y su grupo encontrarán el lugar de su instalación cubierto por los restos de las provisiones enviadas, convertidas en restos de una rapiña, en desperdicios. Mientras acondicionan a duras penas el pequeño campamento, un vapor fétido sube de los bajíos inundados. «Era -se nos hace saber- un lugar salvaje, abandonado» (p. 262).

Un lugar, en suma, desapacible, cargado de malos augurios, asociado a un tiempo donde sólo Guevara trabaja por sostener indemne su entusiasmo, no apoyado de ningún modo por el hosco presente en el que se mueven adyuvantes desilusionados. En él juegan un papel muy significativamente negativo los cantos y voces distantes de los soviéticos, borrachos en sus fiestas cuarteleras, con quienes se mantiene una absoluta separación, y los aullantes perros salvajes y otros animales «grandes».

Particularmente la presencia de los perros salvajes, animales de adiestramiento militar convertidos en cimarrones, nos parece elocuente. Agoreros, acechantes, crean una reiterada tensión en torno a los expedicionarios. El narrador sostiene prolongadas focalizaciones sobre ellos, de modo que percibimos su pertenencia a castas nobles pero en perceptible proceso de degeneración hacia la condición más bestial. Ellos darán lugar a una de las escenas más tensas de esta parte del relato cuando asedien al Che y a sus hombres mientras él se encuentra leyendo inquietantes reflexiones de Nietzsche sobre el socialismo.

La batalla de los hombres contra los perros, prolongada insensatamente por éstos entre sí, canibalizados; el descubrimiento posterior de ciervos desprevenidos devorados por perros y ratas, otras huellas de su acción depredadora y, por último, el episodio del Che desvanecido en una de sus terribles crisis de asma, salvado por Vladimir en medio del asedio de los animales y llevado fuera del recinto selvático, cubre de horror la aventura. La experiencia del bosque de Podebray, en donde el Che trata de vencer patéticamente su debilidad física acometiendo ejercicios imposibles, no es una mera función secundaria del relato, una mera catálisis, sino una importantísima función cardinal cargada de premoniciones. Toda una prefiguración, para definirla mejor, del final catastrófico de su proyecto revolucionario en Bolivia. Por otra parte, ¿cómo no establecer una relación entre estos perros brutales, demoledores de un gran acto de fe, y los que aparecen en la nocturnidad de las calles de Santiago como símbolos de la ominosa dictadura en la novela de José Donoso llamada justamente La desesperanza (1986)?

Por lo que respecta al procedimiento de marcar los contornos definitorios (otros dirían predicados) del personaje literario Che Guevara, diremos que en buena parte coincide con el utilizado en La pasión según Eva: es decir, un amplio conjunto de informantes y la propia voz del personaje. La diferencia es que en el caso del Che los informantes son a veces bastante secundarios y en algunos casos desconocieron la identidad verdadera de aquél.

Uno de los que con mayor intensidad cumple este cometido es Vlásek, viejo comunista decepcionado por el rumbo de los nuevos tiempos, entre protector y vigilante del Che durante su permanencia en Praga, que hará llegar al narrador la versión mecanografiada de los «Cuadernos de Praga», a los que se unen unos «Apuntes filosóficos» (p. 11) del mismo Guevara, todo fotografiado subrepticiamente, y dará su opinión sobre el carácter de estos documentos, así como otros comportamientos de su autor.

El narrador a veces no cita el origen de los datos que posee, pero está claro que se derivan de sus averiguaciones múltiples y de sus lecturas de los textos del Che. En La Habana hay también informantes: Ulises Estrada (1997), acompañante de Guevara durante un tiempo en Praga, el mismo de «habla su guardaespaldas» (p. 84), un excamarada del Congo (1995). También Pombo, colaborador del Che en Praga, acompañante y superviviente en Bolivia. Otro indefinido, en La Habana, destaca el quijotismo del Che -cuya boina ve como un baciyelmo- «en aquella Praga donde se pudría la ballena del socialismo stalinista» (p. 122). Anotamos, por último, a Vladimir Holan, empleado en la embajada cubana en Checoslovaquia, acompañante en el bosque de Podebray.

Además están los informantes argentinos: Melchor Echagüe, que conoció al personaje en su infancia y adolescencia, cuando no era Ernesto sino Teté, un jovencito aburguesado, perseguidor de mucamas y llamado a una completa integración en la buena sociedad. Son los tiempos del comienzo de su obstinada enfermedad asmática, sus amores, su inicial marxismo «a la violeta», su evanescente peronismo, etc.

No es nuestra intención agotar la información sobre los informantes, lo que equivaldría a repetir la novela. Pero hay ciertos personajes que no quisiéramos esquivar, a pesar de que presentan un problema de identificación. Se trata de aquellos que el Che Guevara asumió como máscara, como disfraz. Uno es Raúl Vázquez Rojas, español, comerciante, de estatura más reducida mediante artilugio en los zapatos, un apparatchik del capitalismo, más bien franquista, devoto del Real Madrid, fumador, etc. El segundo, Adolfo Mena, también empresario, uruguayo, con cuya identidad el Che viajará a Cuba y a Bolivia. El tercero, Ramón Benítez, igualmente uruguayo, nombre con el que el Che sale de Praga hacia Viena («apenas una variante de Vázquez Rojas», p. 305), es un pulcro consejero militar asumido desde la aventura del Congo. Los tres son, en distinta medida, calvos y usan gafas.

La relación de Guevara con ellos no es neutra y pragmática sino más bien conflictiva. Muy al comienzo de la novela, al sentirse muy relajado como Vázquez Rojas tras las peripecias africanas en la placidez del hotel, surge en el Che el deseo de provocar a su burgués encubridor, refiriéndole el ajusticiamiento por pistoletazo a cargo de él mismo de un delator infiltrado en los tiempos de Sierra Maestra. El desdoblamiento de personalidad resulta aquí algo más que una artimaña: de algún modo Vázquez Rojas es alguien cuya personalidad no es ajena al Che. Y lo mismo podríamos decir de los restantes personajes mencionados. ¿No fue Ernesto Guevara de la Serna el primogénito en una familia nunca sobrada de fondos pero de alto linaje y, a pesar de su condición más que liberal, inevitablemente unida a los ambientes burgueses? Surge aquí una pregunta: ¿hasta qué punto las tres máscaras del Che Guevara no son sus heterónimos? Si pensamos en los de Fernando Pessoa, podemos sin duda apreciar diferencias. Estos fueron creados por el propio poeta para dar salida a diversos «sentires» personales. Pero las filosofías de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos son a veces antagónicas a la profesada por Pessoa. Si la poesía de éste es trascendentalista y profética, buscadora del mito, los poemas de Caeiro son pasivistas, carentes de contenido metafísico, mientras la de Reis tiende al epicureísmo y las de Campos a un vitalismo cargado de sensaciones y de energía. Y en nada de esto hay mixtificación (cf. Quadros)2. De Álvaro de Campos ha dicho precisamente Octavio Paz que no se trata de «una alegoría ni un símbolo de Pessoa» sino de, al mismo tiempo, «su doble y su enemigo» (Paz 1990: 43).

Por otra parte, Guevara no creó a sus personajes, pero una vez que le fueron dados pudo proyectar sobre ellos su visión dialéctica del mundo, ese mundo que las máscaras no pretendieron nunca -a diferencia de él- cambiar. Son personajes vistos desde el desdén hacia sus hábitos rutinarios. A veces el revolucionario busca, sin embargo, el alivio de sumirse en la serenidad de hortera de Vázquez Rojas/Mena -obsérvese cómo ambos son asumidos en una unidad-, pero se rebela contra su incapacidad para filosofar, para salir de un materialismo cerrado; hay malhumor en sus encuentros matinales ante el espejo, irritación ante la falta de palabras «para responder a su razón chata y pragmática» (p. 48), al sentir que Don Quijote ha de servir a Sancho, pero de esta confrontación se deduce también «una secreta lección, útil para controlar los asomos de orgullo» (p. 48), como en la ceremonia papal de lavado de pies y el despojamiento que saben cultivar los brahamines hindúes. En definitiva, le son necesarios; el revolucionario sin ellos no podría cargarse de razón. Sobre todo con Vázquez Rojas discute, por ejemplo cuando éste le advierte acerca de lo quimérico de sus ideas y su proyecto boliviano. «Vázquez Rojas tiene razón -afirma el Che- pero [...] ya no hay tiempo para la duda» (p. 290). Estos personajes son, así pues, si queremos, sus «enemigos», pero también de algún modo son sus «dobles», forman parte del mundo al que, quiéralo o no, pertenece Che Guevara por mucho que pugne contra él, del mismo modo que un ateo de Occidente está inserto en la cultura judeo-cristiana. El mismo Che reconocerá este hecho al recordar días argentinos («Ésa es mi conexión secreta con la burguesía. O mejor, con el orden permanente del mundo»), para reconocer el carácter «conservador» de su proyecto. Sólo que se trata de un conservadurismo en justicia: «Quiero salvar al hombre de la nada. Quiero establecer el amor, la familia (para todos) [...] soy tradicionalista» (p. 237). Además, Vázquez Rojas, el tradicionalista sin matices, es locuaz y le sirve a Guevara como emisario para auscultar, no sin resignado asombro, el ambiente desilusionado de los intelectuales jóvenes checos ante la revolución (p. 51).

¿Y qué función desempeña entre tantos personajes el praguense señor K.? Se trata, naturalmente, del Kafka que cualquier visitante de la ciudad de Praga está seguro de encontrar. El Che le transporta virtualmente a Cuba, junto a los que desempeñan el papel de máscaras, los «tres hombres de pequeña virtud» (p. 113) para hacerles participar, provocativamente, en un episodio de violencia revolucionaria a fin de observar seguidamente el desconcierto de todos, en el que resalta el del tímido señor K., «con su galerita de empleado superior de las Assicurazioni Generali» (p. 116). Incluso el genial creador sirve para que el Che descargue sobre él la irritación de los activos frente a los perplejos:

Señor K. ¿en qué vida se va a permitir asaltar un tren blindado? No pierda usted más su tiempo en los evidentes defectos de su padre o mortificando a la pobre Milena Jésenka. Usted se está muriendo como yo. ¡Vamos!


(p. 118)                


En otras pocas ocasiones Kafka (el señor K., K., o Kafka) es simplemente un fantasma del pasado cuyas huellas se siguen como en cumplimiento de un ritual y con el que se establece una vaga complicidad de estupor, una reflexión, a cargo de Vázquez Rojas (que curiosamente se nos revela contaminado de Guevara, porque a Guevara se le olvida la máscara) sobre el nihilismo de La metamorfosis, un personaje asociado, en fin, a la derrota sobre todo. El personaje sombra, una sombra leve, tan honorable como agorera.

Llegados al final del libro es inevitable la pregunta: ¿qué es Los cuadernos de Praga, una autobiografía, un libro de memorias, una novela? Es todo a la vez, en cuanto comprende la escritura y la metaescritura del personaje protagonice Es sobradamente una biografía porque contiene una sinécdoque mucho más extensa que la que le permitió a Borges -contando apenas lo sucedido en una noche, y algunos escasos datos adicionales, al sargento Cruz del Martín Fierro- escribir el relato ostentosamente titulado «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz». Es, sin dificultad, un libro de memorias y un proyecto de una autobiografía que el Che sabía que jamás llegaría a formalizar, biografía en la que lo que Valéry llamaba el «Moi pur et premier» y el «Moi secondaire»3, se asocian profundamente, aunque con tendencia a que de los dos actos diferentes que pueden distinguirse en la autobiografía: el perteneciente a la pragmática externa y el que posee virtualidad textual sea este último -como vinculado a la utopía- el más determinante.

Y es, en fin, una novela en la que el narrador externo ha sabido manejar la polifonía de voces con la conciencia, según hemos recordado al principio, a propósito de la escena de la «zarabanda» vivida o soñada, de que, en último término, la autoridad máxima sobre la construcción o el manejo de textos le corresponde a él. Los generosos datos paratextuales que ofrece en prefacio o posfacio, sin incluir el epílogo, son elementos que corroboran esa potestad. El epílogo que acelera la conclusión del relato y anuncia la muerte posterior del personaje y de su acompañante, Montes de Oca, es plenamente literario y reúne dos de las posibilidades señaladas por Marco Kunz en su libro El final de la novela: condensación del resto de la historia y ampliación meditativa, mediante la hipótesis formulada por el propio Montes de Oca durante el viaje a Viena, en una pregunta retórica y en una conclusión personal. Ambas pueden asumirse en las propias reflexiones que el novelista, que ha defendido en cuanto ha podido su independencia de la tradición hagiográfico-política sobre el Che, puede sentir. Anotamos sólo, por ser lo esencial, la «ampliación meditativa»: «Ese hombre con el chambergo gris, en el asiento 22 del tren a Viena, era el que intentaba lo extremo: el asalto al imposible» (p. 306).






Bibliografía

  • Textos
    • Posse, Abel (1971): La boca del tigre. Buenos Aires: Emecé.
    • —— (1978): Daimón. Barcelona: Argos Vergara.
    • —— (1983): Los perros del paraíso. Barcelona: Argos Vergara.
    • —— (1985): Los bogavantes. Barcelona: Argos Vergara.
    • —— (1987): Los demonios ocultos. Buenos Aires: Emecé.
    • —— (1989): El viajero de Agartha. Barcelona: Plaza y Janés.
    • —— (1992): El largo atardecer del caminante. Barcelona: Plaza & Janés.
    • —— (1995): La pasión según Eva. Barcelona: Plaza & Janés.
    • —— (1998a): Los cuadernos de Praga. Buenos Aires: Atlántida.
    • —— (1998b): La reina del Plata. Buenos Aires: Emecé.
  • Estudios
    • Kunz, Marco (1997): El final de la novela. Madrid: Gredos.
    • Muñoz Molina, A. (1998): «Novelas sin épica». En: El País semanal, 13 de septiembre, p. 98.
    • Paz, Octavio (1990): La otra voz. Barcelona: Seix Barral.
    • Quadros, Antonio (1989): «Introdução a F. Pessoa». En: Livro do desassossego. Mem Martins, Portugal: Publicações Europa-América.
    • Serrano, Samuel/García, Inmaculada (1999): «Entrevista con Abel Posse». En: Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 584, febrero 1999. Madrid: ICI.


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