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Aldeanos en la Corte: las gentes del norte de España, vistas por los madrileños (siglos XVIII y XIX)

Salvador García Castañeda



Quiero referirme aquí a la visión que tenían los habitantes de la Corte de aquellos provincianos y gentes de aldea que llegaban a buscarse la vida en ella, los prejuicios que existían en torno a tal imagen, y cómo fueron desarrollados éstos en España, tanto por los escritores de costumbres y los artistas gráficos como por la literatura «de cordel», en especial por las «aleluyas», durante los siglos XVIII y XIX.





Sabido es cuán difíciles y aventurados eran los viajes en Europa a lo largo del siglo XVIII y buena parte del siguiente. En España había una red de carreteras que conectaba Madrid con Bayona, Sevilla, Cádiz, Zaragoza, Barcelona y Valencia, las demás zonas quedaban bastante aisladas, especialmente las del Norte, que eran conocidas como «las lejanas provincias». La inestabilidad política, el bandidaje, unos medios de locomoción incómodos y lentos, los malos caminos y unas ventas aún peores hacían lamentarse a Mesonero Romanos todavía en 1841 de que España estaba «aún poco más o menos en el mismo grado de incomunicación que en el pasado siglo» [1925, p. 46].

Hacia finales del siglo XVIII, quienes habitaban en la Corte estaban culturalmente orientados hacia el Sur y admiraban e imitaban las costumbres de las clases bajas andaluzas, sus gustos, su música, su manera de vestir e incluso de expresarse. Así nació el fenómeno del «flamenquismo», del que ya tenemos un excelente testimonio en las Cartas marruecas de Cadalso1. El Sur atrajo siempre a los extranjeros que llegaban en busca de aventuras y de pintoresquismo exótico y Andalucía llegó a representar una «España de pandereta» convencional llena de toreros, gitanos, bandidos generosos y mozas bravías, a cuya imagen contribuyeron los románticos españoles con su predilección por los seres rebeldes, contestatarios e independientes.

Durante el período romántico, las principales escuelas costumbristas fueron la madrileña, formada por Mesonero Romanos y sus seguidores, y la andaluza, cuyo representante más destacado fue Estébanez Calderón. En Los españoles pintados por sí mismos (Madrid: Ignacio Boix, 1843-1844), Andalucía contribuye con 11 de los 16 «tipos» provinciales; las demás regiones apenas están representadas y, como observa Margarita Ucelay, algunas tan importantes como Cataluña y Valencia brillan por su ausencia [p. 158].

No faltaron quienes pensaran que los usos y costumbres meridionales representaban los del país, y Manuel María de Santa Ana, autor de populares sainetes de costumbres andaluzas, evocaba nostálgicamente los tiempos de don Ramón de la Cruz, cuando «el traje provincial de las Andalucías, con sus ventajas y sus defectos, se erigía en traje nacional y resistía victoriosamente los caprichos de las modas de París y Londres. Vestíamos a la española, comíamos a la española, dormíamos a la española (...)» [p. 58]. En Los españoles hay varios tipos como «El patrón de barco», «El presidiario», «El baratero», «Los buhoneros», «El contrabandista» o «La cigarrera», que podrían ser de diversos lugares de la Península, pero caracterizados allí como propios de Andalucía.

Esta idealización del Sur lleva a pintar con majeza y garbo a gente de las clases populares y aun pertenecientes al mundo de la delincuencia. Recordando sin duda a la Carmen de Merimée, escribía Antonio Flores, «las cigarreras que han venido al mundo por la capital de las Españas, forman una parte del tipo de la Manola (...) Retratar el donaire, las gracias, la nobleza y la generosidad de una clase que ha llamado siempre la atención de los extranjeros y que está a punto de desaparecer para siempre de nuestro suelo» [p. 329]. Los malhechores, lo mismo que en los romances de ciego, toman carácter de héroes románticos como el descrito en «El presidiario»: «su sombrero calañés sobre la oreja, su chaqueta de alamares, chaleco de terciopelo y bombacho pardo sembrados de filigranada botonadura, ancha faja de sarga carmesí, botín abierto y el pañuelo de seda atado en la rodilla, tan airosa y gentil, que le codician las mujeres y los hombres le envidian cuando al pasar exclaman “lástima de mozo”» [pp. 320-321].

También las aleluyas, un género de la literatura de cordel, al que me referiré más adelante, contribuyeron a dar a las masas esta visión bravucona y maja de las gentes del Sur. De ejemplo serviría la aleluya «Las provincias de España» en la que cada una está representada por un tipo y un pareado indicativos de su carácter. Así, las viñetas números: 32, «Con su trabuco y su manta / ¡Cómo el malagueño espanta!»; 33, «El natural de Sevilla / con suma arrogancia brilla»; 34, «Con su caña el cordobés / brindando a su maja ves»; 35, «Con su guitarra en la mano / da placer el jerezano», y 37, «Gran peineta a la gitana / la pone hueca y ufana»2.

El Norte apenas contaba. Se le consideraba demasiado lejos y casi inaccesible debido a las barreras naturales, pobre, bárbaro y sin mucho que ofrecer económica y culturalmente. Para muchos era terra incognita. Como se recordará, aunque durante los siglos XVIII y XIX España era uno de los países indispensables para los viajeros del «Grand Tour», los itinerarios preferidos llevaban a Madrid y desde allí al Sur, y evitaban la zona Norte por su lejanía y escaso interés. El prejuicio no desapareció con el paso del tiempo y tanto en el Semanario Pintoresco (1836-1857) como en Los españoles pintados por sí mismos (1843-1844) y en otras colecciones de tipos representativos de profesiones y oficios, la mayoría de los que aparecen son de Madrid, y las demás regiones, con excepción de Andalucía, están representadas por aquéllos de sus hijos más humildes que se ganaban la vida en la capital. En Los españoles se habla de las regiones del Norte como de tierras exóticas por su arcaísmo, rusticidad y lejanía, y la mayoría de los madrileños tan sólo conocía a los mozos de cuerda, aguadores y cocheros asturianos y gallegos, a los maragatos arrieros y a las amas de cría de las montañas de Santander3. Gente toda que, como escribe Ucelay, «están presentados desde un ángulo que linda en lo grotesco, como carentes de toda gracia y gallardía» [1951, p. 151] y su rusticidad y su ignorancia reflejan, para los madrileños, el atraso de sus respectivas regiones.

Quienes vivían en la Corte tendían posiblemente a olvidar sus orígenes provincianos y veían con desdén a los recién llegados. La mayor parte de los costumbristas eran de Madrid o estaban avecindados allí y, aunque viajaban a París, no tenían interés en conocer las tierras de su patria. Pertenecían a una clase media educada a la que los prejuicios limitaban el punto de vista, les inclinaba a considerar de manera humorísticamente condescendiente a los campesinos analfabetos y a describir su vida y costumbres como ejemplos de subdesarrollo y barbarie.

Por lo general, tan sólo estaban familiarizados con quienes llegaban de las provincias en busca de un trabajo estable o de temporada, como los segadores, o los que vendían los productos de su tierra. Estos últimos llegaban en diferentes épocas del año, y como todos usaban las ropas propias de su región, éstas y los productos que traían les identificaban, a ojos de los madrileños, con su origen provinciano. Así, quienes vendían embutidos y jamones tan sólo podrían ser de Extremadura y «choricero», que era el nombre de su oficio, era también el dado a las gentes de aquella región y conjuraba la imagen de determinado traje y determinado pregón. Las alpargatas de cintas, los amplios calzones de lienzo blanco y el pañuelo liado a la cabeza revelaban al valenciano que vendía horchata en verano, y esteras y escobas en el otoño. Lo mismo podría decirse de las amplias bragas de paño del trajinero maragato o de los collares y colorido refajo de las jóvenes amas de leche «pasiegas».

El interés de la Ilustración por los descubrimientos y los viajes avivó el deseo de conocer las gentes y las costumbres de otras tierras y, con el paso del tiempo, tanto la literatura como las artes contribuyeron a desarrollar estereotipos. Entre estas obras, en España, podríamos citar: a) los cartones para tapiz y otras pinturas y dibujos de Goya con carácter «costumbrista»; b) los sainetes, en especial los de don Ramón de la Cruz, cuya influencia sobre Mesonero Romanos señalaron Le Gentil y Tarr4; c) los grabados y libros que representaban tipos identificados por un atuendo característico. Tales colecciones comenzaron con el interés en los descubrimientos y conquistas del siglo XVI y en los viajes científicos propios del siglo XVIII; destacan entre estas colecciones, Civitatis orbis terrarum... (Colonia, 1572) de Jorge Braun, Habitus praecipuorum populorum... (Nuremberg, 1577), Colección de trajes de España... (Madrid, 1777) de Juan de la Cruz Cano y Holmedilla y la Colección general de los trajes que en la actualidad se usan en España (Madrid: Librería Castillo y Viuda de Cerro, 1801-1804); d) los artículos costumbristas, ya mencionados antes, que fueron tan populares en España durante el período romántico y después, y e) los diversos géneros de literatura de masas conocida con el nombre genérico de «literatura de cordel», que ponía al alcance de un público lector (o de una audiencia) de bajo nivel económico romances, relaciones con milagros de santos y hazañas de bandoleros, gozos y grabados diversos5.

Grabados

A este género de literatura pertenecían unos pliegos que contenían listas impresas con nombres de mujeres, hombres, ciudades u oficios en las que cada uno iba asociado con cierto modo de ser o comportamiento. Como en otras narraciones del género de cordel, los títulos revelaban su carácter satírico (Sátira burlesca..., Sátira jocosa...) o de novedad (Sátira nueva de la nueva guerra..., Nuevo relato...). Vayan como ejemplos estos versos contra las mujeres:

«Las Marías son muy frías / y de puros celos rabian; / las Franciscas vocingleras, / perezosas las Tomasas, / las Isabelas altivas, / casamenteras las Juanas...»6.


y estos otros contra los hombres:

«Ingratos, falsos, arteros, / inconstantes, bailarines, / son Danieles, Valentines, / Vitorianos y Valeros. / Los Juanes y Baldomeros, / Andreses y Celestinos, / son amigos de los vinos, / aguardientes y licores...»7.


Las listas continúan vertiendo alabanzas o dicterios, generalmente impuestos por el imperativo de la rima. El mismo juicio apriorístico aguardaba a los hijos e hijas de las diferentes provincias españolas, como revelan otras publicaciones semejantes. Circularon profusamente y no sé cuándo comenzarían a conocerse aunque Francisco Gregorio de Salas, el capellán poeta que escribió entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, incluyó entre sus poesías una titulada Juicio imparcial o definición crítica del carácter de los naturales de los reynos y provincias de España, en la que, muy imparcialmente [!], consideraba a los navarros «terribles bebedores, igualmente comedores» y al asturiano, «cerdoso, / baxo, rechoncho y quadrado, / forcejudo y mal formado, / es un mixto de hombre y oso» [pp. 38, 35-36].

Otro género de «literatura de cordel» eran las «aleluyas», que fueron tan populares en España en el siglo XVIII y en el XIX. La aleluya («auca» en catalán) es una hoja de papel, generalmente de 420 x 305 mm, en la que van impresas 48 viñetas cuadradas, en ocho filas de seis viñetas cada una, que tratan de asuntos varios, o que relatan una historia o un asunto determinado. Combinaban grabados y texto para facilitar la comprensión, estaban destinadas a una lectura rápida y eran baratas. Trataban temas tan variados como: la zoología, la historia, la vida de los santos o las suertes de toros. Bastantes reproducían diversos tipos del mundo, de ciertos países en particular, o de regiones españoles, todos vestidos con el traje propio de su tierra. Las vendían los ciegos a un público lector humilde, y su precio y el que se pudieran adquirir por calles y plazas, las diferenciaba de la producción literaria vendida en las librerías.

A partir del siglo XVII, tanto las aleluyas como los azulejos o «rajolas» decorativas valencianas reprodujeron series de tipos representativos de «Artes y oficios», de «Vendedores ambulantes» y de «Pregones», tal como eran vistos y oídos en Madrid, Barcelona y Valencia, que eran los grandes centros productores y consumidores de aleluyas.

Se ha de advertir que mientras la literatura y los grabados destinados a las clases educadas se inspiraban a veces en las obras de cordel, éstas, a su vez, tomaron sus temas de libros y grabados. Por ello, al contemplar los tipos representados en las aleluyas resulta sorprendente la mezcla de fidelidad, inocencia y, a veces, desbordante fantasía con la que están representados. A no ser que aparezca el año de impresión, es casi imposible fechar las aleluyas, pues los mismos bloques de madera se usaban hasta quedar inservibles, y los nuevos se hacían imitando a los viejos.

Ya en el siglo XIX, el leonés Enrique Gil y Carrasco y el gallego Antonio Neira de Mosquera (El Gaitero gallego, pp. 176-189) han sido, quizás, los únicos costumbristas avecindados en Madrid que hayan escrito con ecuanimidad acerca de aquellas gentes del norte de España que se ganaban la vida por las calles de Madrid. A Enrique Gil se deben «El segador» y «El maragato», que aparecieron en Los españoles pintados por sí mismos y «Los asturianos», «Los maragatos», «Los montañeses de León» y «Los pasiegos», que publicó el Semanario Pintoresco. El autor de El señor de Bembibre fue un enamorado de su tierra y retrató con tanta simpatía como conocimiento de sus costumbres a aquellos tipos tan representativos de la España del Septentrión. Y en «El segador» enumera los oficios que ejercen en la Corte los hijos de Galicia: de allí «salen la mayor parte de los mozos de cordel que sostienen las esquinas de la capital, cuando no van con algún tercio sobre sus anchos y fornidos lomos; de allí gran parte de los criados de almacén que se emplean en los comercios; de allí porción no pequeña de tahoneros y gente de otros oficios que exigen asiduidad en el trabajo y fortaleza de fibra, y de allí finalmente una nube de trajineros y un enjambre de segadores en cuanto los extendidos campos de Castilla, Extremadura y la Mancha comienzan a coronarse con los dorados dones del verano» [pp. 75-76]8.

Como escribe Xosé Manuel González Reboredo, «las peculiaridades culturales, lingüísticas y de actividad propias de los segadores y otros gallegos emigrantes provocaron que en tierras castellanas se desarrollase toda una concepción estereotípica de Galicia y de los gallegos que contiene acusados matices negativos (...) no podemos negar que, al menos desde el siglo XVI, se configura una descalificación estereotípica de los gallegos, que no tiene, por su intensidad, equivalente en lo que se refiere a otros pueblos de la península» [pp. 53-59].

Los gallegos aparecen con frecuencia en los sainetes de don Ramón de la Cruz como personajes secundarios de carácter cómico, en general, son tan cerriles y duros de mollera que ni aciertan a dar recados y ejercen oficios bajos como «mozo de esquina», «mozo de compras», «aguador» y «segador»9. Todos se expresan en una disparatada jerga que usaron profusamente los costumbristas, los saineteros y los autores de zarzuelas, de la que serían elocuente muestra estos párrafos de una carta escrita por el aguador Bartolo a su hermano Toribio en la aldea:

«Querido hermanu Turibiu: Llegué a esta Corte felizmente la víspera de lus Reyes y te voy a contare lo que pasóme. Digérunme que en día tal, todus lus buenus cristianus van a esperar a lus Reyes, y que para verlus megore, había de cargare con una escaleira. Abracéme a la escaleira por ver lus Reyes el primeru, con tantu gozu como si te abrazare a tí. La noche era fría y aindamais caían unos copus de nieve como mi monteira, y toda la noche andubimus de Heroides a Pilatus; mas lléveme u demo si lus Reyes nu estaban más allá de Santiajo» [p. 77]10.

Los asturianos compartían con los gallegos varios oficios y la reputación de servir tan sólo para aquellos que requerían esfuerzo físico, y ya sabemos lo que pensaba de ellos el poeta Francisco Gregorio de Salas. En más de una ocasión, en artículos y en aleluyas se designa a unos y a otros con los nombres de «farruco» y de «maruso». Del primero dice el Diccionario de la Academia que se aplica «en muchas provincias a los gallegos o asturianos recién salidos de su tierra». Ambos nombres tienen matiz despectivo y Mesonero nombra a uno de sus personajes Farruco Bragado, por las «bragas» o calzones de lienzo blanco que usaban los gallegos debajo del pantalón [p. 410].

Sabido es que muchos escritores de costumbres adoptaron una perspectiva humorística y paternalista acerca de los tipos que describían y que propios de este humorismo fueron el uso de las «fisiologías», tan populares en su tiempo, y el de la clasificación zoológica. Esta última se adaptaba idealmente para la caracterización satírica de gente ignorante y primitiva, degradada por ellos a nivel infrahumano. Para Larra, su criado asturiano era «aquel ser que los naturalistas han tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre (...) y si los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado?» [p. 405], Valdomero Menéndez escribe que «el nuevo ente que acabamos de presentar en escena pertenece a la familia de los gallegos» [pp. 365-366]; la «moza gallega» que servía en casa del pretendido sobrino de Mesonero, con su «aguardentosa voz, acertó a formar un sonido gutural, término medio entre el graznido del pato y los golpes de la codorniz» [p. 309]; y la nodriza «pasiega» ideal tenía que haber «pacido las yerbas del Septentrión, o las del oeste de la Península» y «su estómago puede dar quince y falta al de un avestruz» [Bretón de los Herreros, p. 107].

La animalización persiste al describir su aspecto físico: «el mísero Farruco Bragado, hijo natural de la parroquia de San Martín de Figueiras, provincia de Mondoñedo, reino de Galicia. Este infeliz ser casi humano, en cuyo rostro averiado del viento y ennegrecido del sol no era fácil descubrir su fecha» [Mesonero Romanos, 1993, p. 410] y el protagonista del cuento de Valdomero Menéndez, «era corto de estatura y mucho más de cuello; ancho y fornido de espaldas; su rostro casi circular, su nariz arremangada y cortísima, sus ojos chicos y redondos, sus párpados carnosos y colgantes, sus anchas, ásperas y pobladas cejas, y algunos pelotones de barbas enteramente rojas diseminadas a guisa de soldados en guerrilla, aunque con menos regularidad, daban a su catadura bastante semejanza con la del Orang-utang» [p. 365]11.

«Estos mozos llegaban de la aldea con unos calzones viejos, una mala camisa de estopa y un sombrero de paja, todo ello sucio y mal traído, y un bulto pendiente de un palo en el que llevaban algo de comer y ropa. Unos calzaban zuecos de madera; otros, zapatos de siete suelas forrados en hierro» [Abenámar, p. 142], y otros iban descalzos, con ellos al hombro para no gastarlos. Tales zapatones, y el ruido que hacían con ellos al andar, se incorporaron al retrato caricaturesco de unos tipos, de manos y pies descomunales. Su fuerza física, exagerada siempre, era más una muestra de bestialidad que una virtud. Mesonero describía a un asturiano (al que equivocadamente hacía hijo de Cantabria), como «uno de esos esquinazos móviles, a cuyos anchos y férreos lomos no sería imposible el transportar a Madrid la campana toledana o el cimborio del Escorial» [1993, p. 426], un gallego tenía las costillas «construidas a prueba de fardo»[Menéndez, p. 368], otro las tenía «a prueba de cuba» [Martínez Villergas, p. 76] y la pasiega de Bretón de los Herreros «podría en un apuro tirar de un cabriolé» [p. 109]. Tanto los costumbristas como las aleluyas les pintaron lentos, poco despiertos y casi incapaces de raciocinio12; característicos de su torpeza eran los mortíferos pisotones y el llevar la cuba «en triunfo por las calles dando cubazos a diestro y siniestro» [Abenámar, p. 139]. Y, en fin, gallegos, asturianos y montañeses, según Villergas, Bretón, Baldomero Menéndez y Mesonero Romanos, entre otros, llevaban también fama de míseros y tacaños.

Sin embargo, algunos de sus detractores también alabaron sus virtudes y, medio en serio medio en broma, reconocieron su honradez, su amor al trabajo y su humildad; incluso Bretón parece admitir que «con todo lo que he dicho de las nodrizas en general, no obsta para que algunas en particular sean mujeres muy honradas y temerosas de Dios» [p. 112]. Lo que apenas se menciona son los poderosos motivos económicos de esta emigración masiva de gente ignorante y menesterosa que abandonaba tierra y familia («Dejo en Asturias mi amor / encargándosele al cura / y vengo a ser aguador», decía una aleluya), dispuesta a ocuparse en las labores más humildes («A la que es de Pontevedra / jamás el trabajo arredra», decía otra), hasta dejar de criar a sus hijos («Por oro todo se haría / la propia sangre se da / dígalo un ama de cría»)13.

Abundan los cuentos y los chistes a costa de los gallegos o protagonizados por ellos y, como escribía Villergas, «cuando se quiere referir un cuento en que el protagonista es, no un pobre-cito sino un pobre-zote, se dice que el lance le pasó a un gallego» [p. 76]. Alguno de los que conocemos deben ser de carácter tradicional, pues los recogen ya los costumbristas de la primera mitad del siglo XIX. Menciono aquél del hombre que va en carro, ve a un galleguito que va andando, movido de la compasión le invita a subir; y éste le pregunta: «¿Y cuánto voy ganando?». En «El valenciano y el gallego», el último discute con el valenciano y le amenaza con llevarle a juicio si no le paga por el servicio de haber subido al carro, se enzarzan y les separa un arriero, también gallego y «hombre de buen criterio», quien afea al joven su conducta: «Razón tienen en decir que los gallegos somus cerrados, lo mismo que pies de mulu...» [Menéndez, p. 368]. El autor subraya la galanura, elegancia y generosidad del valenciano frente a la mezquindad, ignorancia y miseria del gallego. Villergas relata aquel otro sucedido del que va caminando descalzo, se da un golpe, se hiere el pie y exclama: «¡Oh qué fortuna la de ir descalzo! Si llevo el zapato puestu me lu rompo» [p. 76]; y que debe ser un cuento conocido, pues como tal le recoge Abelardo Moralejo («¡Pobre zapatiño, si te levo posto!») [p. 127]. Enrique Gil contaba que, al terminar las faenas de la siega, los gallegos volvían en grupos a su tierra para evitar que los ladrones les quitaran sus ganancias. En una ocasión, y lo daba como un hecho verídico que mostraba la pusilanimidad de aquéllos, dos salteadores despojaron a un grupo numeroso de segadores, y al preguntárseles por qué no se habían defendido, respondieron: «¡Ya vei, siñor, como veníamos solos, nos encogimus!» [p. 79]14.

Solían ser objeto de bromas pesadas por parte de los desocupados y de los chiquillos de la Corte, y Cipriano Arias cuenta cómo éstos arrojaban a los cocheros piedras, tronchos de verduras y ruidosas carretillas a las patas de los caballos [p. 316]; una viñeta de una aleluya sobre los Carnavales les muestra también víctimas del populacho: «A un inocente gallego / le pegan con un talego»15; y Martínez Villergas relataba en tono censorio que: «(...) hay en Madrid, en el pueblo más culto de España, costumbres tan ridículas y chocarreras que harían poco favor a la aldea más miserable y atrasada. Una de las escenas grotescas que no ha podido destruir la Ilustración, es la que ofrecen en la llamada noche de Reyes. Vayan ustedes a la Puerta del Sol y verán lo que es bueno y barato: desde lejos se siente un gran ruido de cencerros y zambombas que parece que va a pasar una procesión de demonios, y lo que pasa es un gallego cargado con una enorme escalera, acompañado por una multitud de granujas que le van alumbrando con sendas hachas de viento. Otros le dan una música infernal de cencerros, y trayendo y llevando al inocente que lleva la carga de acá para allá y de allá para acá atraviesan la población doscientas veces en medio de las carcajadas y silbidos de la multitud». Y añade: «Yo no creo que la preocupación llegue al extremo de que todos los que cargan con la escalera vayan de buena fe a esperar la venida de los Reyes Magos; pero algunos estoy convencido de que lo creen tan de veras, que cuando amanece el día seis sin haber visto a los Reyes, se llevan un chasco solemne; hay otros que saben lo que pasa, pero si les dan de cenar y un par de pesetas son capaces de cargar con la escalera haciendo a las mil maravillas el papel de tontos» [p. 77].

La aleluya titulada Vida de un gallego o la rueda de la Fortuna pinta de modo satírico las andanzas del gallego Blas. Su biografía está en la línea de las de otros personajes cómicamente ridículos como «El enano Don Crispín», «La fea Matea» o «Don Perlimplín», que popularizaron las aleluyas. En la primera viñeta, Blas vestido con el traje gallego tradicional, está escalando una rueda de la Fortuna sobre la que va escrita la primera frase del refrán «Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber nada te vale». Aunque los bloques de madera sean de factura bastante primitiva, el propósito caricaturesco es obvio. Este rústico, que «Nació junto a Ribadeo, / tan rollizo como feo», tiene una nariz disforme, lo mismo que la de su madre y la de sus vecinos, es glotón, sucio, «Entre vacas y marranos, / anda siempre a cuatro manos» y tan bruto que «Le ponen a estudiar, / y solo aprende a rebuznar».

Grabados

Lo mismo que tantos paisanos suyos, al futuro aguador «la diosa del hambre le inspira y se resuelve a venir a Madrid en busca de una cuba, objeto de todos sus deseos y emporio de su felicidad»: [Abenámar, p. 141]16. Un buen día tiene la suerte de hallar una cartera con dinero, juega a la lotería, gana un premio, se hace prestamista y después comerciante, juega a la Bolsa y se enriquece. La moralidad comienza ahora, pues el nuevo rico «La echa de caballero, / gastando capa y sombrero», «se hace llamar Don», desprecia a sus antiguos amigos y pasa el tiempo jugando a las cartas y entre mujerzuelas de mala vida. Naturalmente, se arruina, enferma y ha de trabajar la tierra con sus propias manos. Y aunque pide perdón arrepentido, «Dios, padre de salud, / la da solo en la virtud», y la última viñeta muestra el cadáver camino del cementerio, despiadado final que combina la lección moral con la sátira a costa del aguador que se salió de su esfera.

También acudían a la Corte los hijos pobres de la Montaña y también ejercían oficios modestos, pero, dado que llegaran a Madrid en menor número o que prosperasen con mayor rapidez, apenas hay referencias a ellos, si se exceptúan las relacionadas con las «pasiegas». Eso sí, había bastantes comercios madrileños de índole varia en manos de montañeses, y a «El Hortera» dedicó Antonio Flores un artículo en Los españoles. Alababa en él a aquellos muchachos inteligentes, trabajadores y bien versados en las cuentas que habían venido del pueblo a hacer carrera detrás del mostrador, aunque prevenía contra sus marrullerías y sus tretas para engañar a los parroquianos [pp. 178-184].

Los industriosos hijos del valle de Pas, en las montañas de Santander, tenían reputación de ser agudos y desconfiados. Eran buenos negociantes, tanto los varones como las hembras hacían contrabando, y las últimas recorrían el país vendiendo paños y telas. Después de haber dado a luz, éstas encomendaban la criatura a otra mujer y marchaban a Madrid para buscar acomodo como amas de cría.

De manera errónea pero inevitable, en los grabados y colecciones de tipos que representan a las diversas provincias, los pasiegos, y nada más que los pasiegos, corresponden siempre a la de Santander. También aparecen en las aleluyas, cuyos autores se inspiraban en los materiales impresos más diversos; en ellas, la mujer suele llevar el cuévano y el hombre, con montera, está apoyado en «la vela», el largo palo que usaban para caminar por el monte, o más característicamente, tiene un rollo de tela debajo de un brazo y una vara de medir en la mano, propios de su comercio ambulante. En la aleluya de Marés, Las provincias de España, una viñeta representa a la pareja con los versos «Aplicado, mas no llega / el pasiego a la pasiega». Y en la Colección General de los trajes..., de A. Rodríguez, una de las fuentes de inspiración de los autores de aleluyas, las «Montañas de Santander» están representadas por el pasiego con el rollo de género y la vara de medir, con esta leyenda al pie: «Mientras ella cría, yo vendo»17.

Sobre las «amas» ya hay numerosas referencias en Alfonso el Sabio, y en otros autores tan diversos como el Padre Isla, don Ramón de la Cruz, Mesonero Romanos, Theophile Gautier, Bretón de los Herreros, Fernán Caballero, Luis Eguílaz, Alarcón, Galdós, Pardo Bazán, Eugenio Noel y Gutiérrez Solana, entre otros18. La mayoría vieron con malos ojos un oficio que, a su juicio, implicaba la explotación de jóvenes aldeanas cuya mísera situación económica les obligaba a degradarse y a abandonar a sus propios hijos. Las que llegaban a Madrid se reunían en la plaza de Santa Cruz, donde esperaban a que las empleasen19; y Galdós describió así una sala del servicio médico que el Ayuntamiento de Madrid tenía destinado a supervisar la salud de las futuras amas:

«Quedéme pasmado al entrar en aquella gran pieza, nada clara ni pulcra, y ver el escuadrón mamífero alineado en los bancos fijos en la pared (...). El antipático ganado inspiraba repulsión grande, y mi primer pensamiento fue para considerar la horrible desnaturalización y sordidez de aquella gente (...). Faltaban en la pared los escudos de Pas, Santa María de Nieva, Riofrío, Cabuérniga y Cebreros» [El amigo Manso. Cit. por Fraile Gil, p. 150].

Otros autores, como Mesonero Romanos o Bretón de los Herreros, hicieron blanco de sus críticas a aquellas madres que se negaban a criar a sus propios hijos por comodidad, por no renunciar a la vida social, ó por seguir «la funesta moda que releva a las madres de este sublime deber» [Mesonero Romanos, Escenas matritenses. Cit. por Fraile, p. 148]. Hay, escribía Bretón, «infinidad de mujeres de esta muy heroica Villa [que] necesitan, pues, por varios motivos delegar en otras los venerables deberes de la maternidad, y de aquí la necesaria afluencia de Nodrizas de todas clases, dimensiones, cataduras y jerarquías» [p. 106]. Tener ama de cría llegó a convertirse en costumbre y el tenerla reflejaba la categoría social de la familia; con el tiempo «se fue estableciendo una valoración de las amas según su procedencia; a la cabeza las pasiegas, y en general las santanderinas, después las vascas, asturianas, gallegas... hasta el punto de que muchas aldeanas intentaron hacerse pasar por originarias de aquel Valle para elevar así su estatus dentro del oficio» [Fraile Gil, p. 149].

En general, las amas, fueran de donde fueran, solían ser fornidas, faltas de gracia y con reputación de zafias e interesadas, y una aleluya se hacía eco de su rapacidad: «Por oro todo se haría / la propia sangre se da / dígalo un ama de cría»20. Era un lugar común que, una vez en posesión de su empleo, se aprovechaban de su privilegiada situación y, con el pretexto del bienestar del niño, tiranizaban a las familias y obtenían no pocas ventajas. «El Ama -escribía Bretón- es una lima sorda, una carcoma perdurable, una calentura lenta, y hay cristiano que con dos lustros de abstinencia no se redime de los empeños que contrajo en dos años de lactancia» [p. 111] y la dedicó estos intencionados versos:

«¡Qué es ver a la prolifera Cantabria, / desde Irún a la Puebla de Sanabria, / cual allá de sus mares / acarrea besugos y salmones, / madres acarrear al Manzanares! / ¡Qué es ver tan mofletuda y tan rolliza / ostentar en landó por ese Prado / áureo galón sobre la verde falda / la pasiega Nodriza, / que ocho arrobas ayer sobre su espalda / de cotón ambulaba y de terlices / en público mercado, / y a riesgo de romperle las narices / un robusto mamón de añadidura en el cuévano inmenso postergado!» [pp. 106-107].

Y ya en nuestros días, las evocó muy donosamente Fernando Chueca Goitia: «Eran verdaderos monumentos de la vía pública. Las grandes casas las fletaban y las echaban al mar de la calle empavesadas como bajeles triunfales. Algunas con sus escaroladas cofias, atravesadas por labradas agujas, con sus arracadas y ajorcas de ídolo ibérico, con sus gigantescos lazos en la popa abundante, parecían emular al Bucentauro de la Señoría de Venecia»21.

Entre 1839 y 1856 el Semanario Pintoresco publicó una serie de grabados en madera que llevaban el título de «Peligros de Madrid» y era una antología satírica de las desgracias que podrían suceder a quienes transitaban por las calles de la Corte. El tema tuvo su origen en el siglo XVII con la Guía y avisos de forasteros (1620) de Liñán y Verdugo, fuente de otros libros semejantes, y tuvo larga vida. María de los Ángeles Ayala menciona dos obras tan tardías como Libro de Madrid y advertencia de forasteros (Madrid: Imprenta de Moreno Rojas, 1887) de Manuel Ossorio y Bernard, y La vida de Madrid en 1886 (Madrid: Fernando Fe, 1876) de Enrique Sepúlveda [p. 87, nota 10].

En uno de estos grabados del Semanario, un aguador golpea con su pesada cuba a unos transeúntes; en otra, una pareja apenas se libra de verse aplastada por la enorme viga de pesar carbón manejada por unos ganapanes.

Aproximadamente contemporáneas son las aleluyas Percances de Madrid y Escenas matritenses. Peligros y Costumbres de Madrid22 que ofrecen en una versión gráfica más tosca algunas de las mismas escenas publicadas en el Semanario. A juzgar por la ropa que llevan los personajes representados tanto en esta revista como en las aleluyas, las víctimas pertenecen a la burguesía, ya sean caballeros y damas de aspecto próspero o elegantes jovencitos y damiselas de la misma clase social que los lectores del Semanario Pintoresco, que fue una publicación destinada a las familias. Los agresores son siempre miembros de la clase trabajadora -canteros, albañiles, barrenderos, aguadores o carboneros- insensibles y brutales. La montera, los zapatos ferrados y las polainas del aguador asturiano o el amplio sombrerón que usaban castellanos y manchegos delatan su rústico origen.

El contacto entre dos culturas, dos sistemas económicos y dos modos de ser diferentes dieron lugar a estereotipos, y a crearlos contribuyeron la literatura y las artes visuales, tanto las destinadas a las minorías como a las masas. Tales imágenes estaban basadas en gran parte en la evaluación superficial de signos externos -ropas, calzado, modos de hablar- y, como es natural, el público en general sentía más atracción por el mundo de la airosa bailarina andaluza que por el de la robusta pasiega.

Pienso que los grabados y los textos mencionados en este trabajo podrían transmitir implícitamente el falso mensaje de una brillante España meridional de pandereta, dedicada al amor y a la holganza, y otra de la septentrional, trabajadora y menesterosa. Con el pasar del tiempo, estas imágenes estereotípicas se exageraron hasta llegar en ocasiones a lo esperpéntico. A desarrollarlas contribuyó no poco en la primera mitad del siglo XIX la actitud distanciada e irónica de los escritores de costumbres, de los cuales tan sólo algunos, como Enrique Gil, vieron con ecuanimidad y simpatía a las gentes del campo y fueron más allá del pintoresquismo literario y pictórico.

No deja de ser irónico que las aleluyas, una «literatura para ver», encaminada a educar a los humildes, a los analfabetos y a los niños, contribuyera a difundir aquella visión caricaturesca y paternalista y a confirmar viejos tópicos.






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