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El librero Gregorio Pueyo, personaje en «El dolor de llegar» de Emilio Carrere

Marta Palenque


Universidad de Sevilla



El librero Gregorio Pueyo era familiar entre los escritores en el Madrid de principios del siglo XX En la bibliografía su nombre se asocia a la edición de la literatura modernista; era el editor de los modernistas. Los propios autores tejieron una casi leyenda en torno a él que Ramón del Valle-Inclán fijó en la historia de la literatura a partir de Zaratustra, alter ego de Pueyo en Luces de bohemia. En las tertulias celebradas en la trastienda de su local se fraguaron los tratos para la publicación de obras de Francisco Villaespesa (Tristitiae rerum, Canciones del camino...), Antonio y Manuel Machado (Soledades, Galerías, Otros poemas y Alma, Museo, Los Cantares), Miguel Pelayo (Evocaciones), etc. Como afirmó Zamora Vicente (1974: 33-35), el que Valle eligiese su establecimiento entre otros posibles no es en absoluto gratuito.

El espacio me impide comentar las numerosas citas que le dedican los protagonistas de la época (Baroja, Sassone, Cansinos Assens, Diego San José, Zamacois...; vid. Zamora Vicente 1974, Rubio Jiménez 2006: 134-138). En resumen, oscilan entre el retrato de un empresario tacaño (al que dibujan con trazos caricaturescos) y la alabanza de un medio poeta, al que ablanda la música, mecenas de los autores jóvenes. En la encuesta sobre el concepto del modernismo de El Nuevo Mercurio (1907), planteada por Enrique Gómez Carrillo, Emiliano Ramírez Ángel, ante el aprieto que le supone contestar a tan difícil consulta, inventa una visita a Gregorio Pueyo para interrogarte acerca de su verdadero sentido; ¿quién si no él podía saberlo? Pero tampoco el editor de obras modernistas sabe qué es, lo único que asegura en la ficción es que los libros no se venden (mayo 1907: 519).

Gregorio Pueyo inició su negocio de forma muy modesta y fue prosperando: de comerciar con prensa y pliegos de cordel por las calles, pasó a tener un despacho de libros usados (entre 1901 y 1903), a continuación, una librería de detalle y, al fin, una librería-editorial, a cuyo frente está hasta 1913, fecha de su muerte. Hereda entonces la empresa su viuda, Antonia Giral (Librería Vda. de G. Pueyo). Hacia 1906 había empezado a editar a los autores modernistas anunciando su producto en varios catálogos de «obras modernas» que suponen el tránsito hacia más actuales criterios editoriales1 Incluso utilizó el adjetivo «modernistas, para publicitar los volúmenes en venta, haciendo claro su propósito de rentabilizar su labor de protector de los jóvenes.

El prolífico poeta y novelista Emilio Carrere (1881-1947) conocería bien al librero, que le publicó El Caballero de la Muerte (1909). Pero su vinculación fue más intensa y cobró relieve en el singular proyecto editorial de coleccionar una antología de la poesía moderna: La Corte de los Poetas Florilegio de Rimas Modernas (1905), en la que figuran Pueyo como editor y Carrere como prologuista y responsable de la selección. Enlazando con trabajos de Martínez Cachero 1982 y Phillips 1987, he destacado en otro lugar (Palenque 2008) la que creo importante significación de esta serie en el devenir del modernismo hispánico, así como en su peculiar contenido.

Carrere evoca a Pueyo en distintas ocasiones a lo largo de su producción, casi siempre en términos halagadores e insistiendo en su faceta de «librero sentimental», «editor romántico», «gran figura en la andante literatura de esta época» («Siles el ilusionado», 18/6/1919: 3) y revive las tertulias en la librería situada en la calle Mesonero Romanos, cerca de la Puerta del Sol (durante un breve tiempo tuvo una sucursal en la calle del Carmen). Censándome en lo que ahora me interesa, la personalidad excepcional de Pueyo también entró en El dolor de llegar, una novela corta publicada por Carrere en El Cuento Semanal, el 4 de junio de 1909. Se pueden establecer conexiones entre este relato y Luces de bohemia en la medida en que ambos son recreaciones de un mismo ambiente con coincidentes espacios (café y tertulia, librería, cárcel, buhardilla, calle...), personajes (los escritores que luchaban por crear y subsistir) y unos similares rasgos de composición y elaboración de tipos. En los dos hay una pareja protagonista: Max Estrella/Don Latino de Hispalis (luces), Oliverio el Gamo/Rubín de Nonvela (El dolor). En uno y otro la construcción del personaje del librero pasa por el tamiz de la caricatura y la parodia: si en Luces aparece travestido en Zaratustra; en El dolor de llegar es Gregorio Arguello. Asimismo se nutren de una prolífica vertiente del género chico, que Zamora Vicente (1974) explicó a propósito de Luces, y entroncan con las pinturas de Goya y el cuadro de costumbres (Rubio Jiménez 2006)2.

En su habitual labor de autoplagio, Carrere repite varias veces esta novelita (al respecto Phillips 1999: 160-169; añado nuevas referencias) La coloca en El Cuento Semanal (4/6/1909) y, diez años más tarde, en La Novela Corta (1/3/1919) con el título La tristeza del epílogo. En la segunda época de esta colección volvió a reimprimirse, hacia 1950, con el último nombre (el autor ya ha fallecido). Además, engrosó La bohemia galante y trágica (Madrid, S. A., ¿1920?, 85-138). Entre la primera y las siguientes hay variantes3: utilizo para las citas el texto de la edición de 1909 y anoto algunos cambios. Pero todavía hay más, porque el escritor dio a la prensa algunos cuadros de forma independiente: al menos lo hizo con el llamado «Ambrosio Niel, fabricante de almas», que incluyó en la sección «Retablillo grotesco y sentimental» (Madrid Cómico, 24/2/1912) como «El orate Sr. Niel y su fabricación metafísica», con supresiones y sustitución de nombres.

El dolor de llegar (con magníficas ilustraciones de Agustín) se subdivide en varios cuadros- «Elogio de la media tostada», «El encanto de una noche bohemia», «Las dos miserias», «Intermedio sentimental», «Ambrosio Niel, fabricante de almas», «Un barbero periodista», «La voz del diablo», «La Nochebuena blanca» y «El dolor de llegar. Fragmento de una carta de Rubín al filósofo rural Elías Rodríguez». Gregorio Argüeyo solo está en el inicial. El relato comienza en la pensión de doña María, situada en la calle del Reloj, frente a la plazoleta del Senado, lugar de descanso provisional, según Carrere, de muchos literatos recién llegados de provincias (si tenían suerte y algunos fondos y no daban con sus huesos en el Prado o en un banco de la Plaza de Oriente). Oliverio el Gamo y Rubín de Nonvela son despertados con malos modos por la patrona, se visten, modernos picaros, su disfraz bohemio:

«Calzáronse los desvencijados zapatos sin herretes y sin trencillas, ajustáronse los calzones astrosos, anudáronse las mugrientas chalinas, y don Oliverio, tras de haber restaurado con tiza la blancura de su cuello y de sus puños, se tocó con un gran chapeo de alas caídas y copa puntiaguda Don Rubín se embozó en un tabardo azulenco [...] y caló su estupendo gorro de astracán [...] Después encendió su pipa y el humo azul era como sahumerio en aquel ambiente [...]».


Oliverio («rostro cínico de garduña») es descrito como un hampón y poeta de pocas luces, presto a cualquier cosa para comer, «lo mismo componía un soneto de loa para algún ilustre pollino de rolliza gaveta, que hurtaba un par de volúmenes [...] y confundía su paraguas o su gabán con el de algún amigo». En contraste, Rubín de Nonvela es el tipo del bohemio heroico e idealizado: joven, refinado, extravagante y derrochador, vive la bohemia con un gesto de altivez y alegre orgullo; «dueño y maestro» de Oliverio, goza de una cierta reputación en los cenáculos literarios, «donde sostenía valerosamente la inocente pretensión de ser ahijado de la luna» (4/6/1909·4), lo que repetía en sus versos. Es el personaje principal y sirve como hilo conductor del relato, pues la historia se orientará luego hacia sus amores con Amelia y casi olvida a Oliverio.

En Luces de bohemia (escena II), Max Estrella acude a la cueva de Zaratustra para deshacer la venta de sus libros, de lo que había encargado a Don Latino de Hispalis. El librero y Don Latino le engañan haciéndole creer que ya han sido adquiridos cuando, en realidad, permanecen sobre el mostrador, pero él no puede verlo, Queda así la imagen de un Pueyo taimado y fullero. Entra Don Gay (Ciro Bayo) y la impresión cambia un tanto: «MAX. ¿Y viene usted de tan lejos a que lo desuelle Zaratustra? / DON GAY. Zaratustra es un buen amigo». La reunión de los tres visitantes rememora las tertulias en la rebotica del local: «como tres pájaros en una rama, ilusionados y tristes, divierten sus penas en un coloquio de motivos literarios» (Valle-Inclán 1980: 17 y 18). Zamora Vicente (1974: 35) explicó el mote del librero a partir de estas charlas, en las que el filósofo saldría tantas veces a relucir. La descripción de la tienda (húmeda, destartalada, sucia, gris) y del propio Pueyo (fantoche de gran nariz, encorvado, gruñón y aire de desconfianza) es la que se repite en otros lugares.

En El dolor de llegar. Rubín y Oliverio deciden acudir a -casa de Argüeyo- como último y desesperado intento de conseguir dinero, con la clara pretensión de darle un sablazo o birlarle algún ejemplar para vender en la calle Horno de la Mata. Los bohemios conocían su talante malhumorado, pero también sabían que podía ser conmovido:

«-Desconfío mucho de enternecer a ese rinoceronte,

-Se le puede buscar la cuerda sensible, le llamaremos nuestro León Vannier [sic], le pediremos la última novela de Trigo para darle bombo en El País. Darán una peseta lo menos los libreros del Horno de la Mata».


(4/6/1909: 4)                


Las dos armas que pretenden usar en su propósito proceden de cualidades que se atribuían a Pueyo, que gustaba de sentirse mecenas de los jóvenes escritores, de ahí su identificación con el editor de los simbolistas franceses Léon Vanier; la segunda: su simple oficio de vendedor, al remitir a la publicidad que podían hacer de las novelas de Felipe Trigo (en otras impresiones será Anduriña), a quien publicó su librería-editorial.

La descripción del local es menos interesante que la de Argüeyo y su cuñado, y guardián de la cueva, que responde al alias de Nietzsche. La relación con el mote de Pueyo en Luces salta a la vista y subraya el peso que en aquellas tertulias tendría el autor de Zaratustra:

«[Pueyo-Argüeyo] Era un hombre magro, ele mediana estatura, con los ojillos verdosos y como avergonzados ocultos bajo las cejas cerdosas de un rubio rojizo. Su gran nariz reposaba solemnemente en sus grandes mostachos; romo ele frente, el pelo espeso le bajaba hasta cerca de las cejas Su movimiento peculiar en sus perplejidades era llevarse vivamente las dos manos a la cabeza y apretarse con energía el cráneo, como si tuviese el injustificado temor ele que se le fuera a escapar alguna idea.

Tenía dos delirios inofensivos: el renacer de la línea nacional y la manía de que le perseguían los jesuitas En su mostrador era un hediondo mercachifle que estrujaban a los que tenían la malaventura de caer en sus mallas: para pedirle dinero o colocarle un original había que sacarle de su casa y llevarle a un café donde hubiese música. Era un animal muy sensible a la melodía y después del raconto de Lohengrin o de un aria de Marina -en música era un ecléctico- se le podían sacar cinco pesetas y pedir un biftec [sic] con patatas. En esas horas aladas, era espléndido como un rajá, se desbordaba su yo sentimental en ingenuas y melancólicas confidencias».

(La alusión a los jesuitas se suprime en 1950. Actualizo la acentuación)


(4/6/1909: 3)                


En estos trances de debilidad, que conocían bien los jóvenes, «daba hasta doce duros por un tomo de poesías» Villaespesa supo manejar muy bien estos desfallecimientos para acomodar sus libros.

Como en Luces, Rubín y Oliverio son recibidos por los gritos malhumorados de Argüeyo, que acusado por «siete energúmenos con melenas, que eran peores que los siete pecados capitales», se queja de que únicamente enredan y no le permiten trabajar. Para llegar hasta el editor, el grupo debe luchar con el guardián de la trastienda y de la caja: el mencionado cuñado, el señor Ramón o Nietzsche, una especie de dragón empeñado en que los literatos melenudos no les robaran. Rasgo caricaturesco usual, en los relatos de Carrere los poetas de la bohemia finisecular pululan bajo nombres inventados o apenas disimulados. Villaespesa colocó el mote de Oliverio el Gamo a Diego Martín del Campo, «un zurcidor de voluntades, agradador de todos los Segismundos, correveidile de cuanto pudiera serle de provecho»4. Carrere le asimila directamente al Escipión de Gil Blas de Santillana, un truhan hambriento conocedor de todos los chismes que actuaba de secretario o mensajero de algún compañero más brillante, en este caso Rubín de Nonvela (en ediciones siguientes Rubin la Novela o Rubín la Nonvela), el ahijado de la luna, autor de versos bastante aceptables. Trata muy Carrere a este Nonvela. Tal vez sea el mismo Villaespesa, que tuvo a Oliverio como secretario un tiempo (Sassone 1958: 347), o del noctámbulo Eliodoro Puche, cantor enamorado de la luna (como el propio Carrere).

El resto de los visitantes de Pueyo-Argüeyo son don Dorio (en entregas posteriores, don Darío; por la estampa, no creo que aluda a Rubén Darío), de fugaz presencia, y el filósofo hiperpsíquico y anarquista cristiano Elías Rodríguez, que ha escrito un poema titulado Dios que nadie quiere publicarle y acude a vender libros5. Mientras discuten acerca de la gloria literaria y el amor, se nombra a un Gregorio Martínez, director de la revista cursi La Dulce Alianza. Oliveiro aprovecha un momento de descuido para hurtar La Mujer de naranjas, «un libro de versos de un poeta americano, que decían que estaba loco», y una novela de Pérez (después Serruchillo), La amada hace encaje de bolillos (poema de Gregorio Martínez Sierra, inserto en el volumen La casa de la Primavera6), aunque luego, a instancias de Rubín (que no confía en ganar mucho con ellos) los trueca por dos volúmenes de Galdós, que les reportarán sendas pesetas. Hasta aquí la aparición de Pueyo en la novela, cuya trama continuaré desgranando sin embargo, pues su figura resalta en la exposición del conjunto de viñetas que la conforman (como trasunto de las circunstancias reales de la bohemia). Los amigos salen de la librería e inician su deambular nocturno por las calles, las plazas y los cafés que Carrere conoció muy bien y que evocaría en sus versos y crónicas (fue cronista de Madrid). Rubín acude al Refugio a descansar (siniestras siluetas, mendigas viejas, niños miserables...), acto seguido ensueña en un banco de la plaza Mayor; junto al filósofo Elías Rodríguez, pasea por las callejuelas del Rastro y recala en un cafetín de la calle de la Esgrima. En aquel submundo de seres lamentables, olores nauseabundos y vejez astrosa (que perfila citando a Gorki y Goya), Rubín encuentra el amor, o sea, a Amelia. No sigo resumiendo el argumento, que conduce hacia la cárcel (con ecos de El diablo mundo de Espronceda y leve toque de denuncia social) y hacia la síntesis de la vida conyugal de Rubín y Amelia con su desolador final (Rubín es desbancado por un burgués materialista), a lo Juan José pero sin tragedia.

En las reuniones de los cafés Candela o Levante aparecerán más tarde Panchito Bengalí, un escritor paraguayo (en la prensa satírica Darío fue llamado Pancho Merengue, la broma con los americanos siempre insistía en sus maneras suaves7), Ambrosio Niel (el poeta cosmogónico, fabricante de almas, en las otras versiones el señor Reóforo, autor del que será nuevo Evangelio bohemio, tal vez Eugenio Noel8), también hay un Zarathustra (¿Pedro González Blanco o José Iribarne?), un Maroja al que pretenden sablear sin éxito (Baroja; luego Magurcio y Peláez), Morano (se convertirá en Aznar y Medrano), Congosto (Munuera), el dueño del periódico El Demócrata, señor Ríus (probablemente Emilio Riu Periquet, propietario de El Globo en 1902; después don Gil Baltá Prast y Cot) y el que parece Valle-Inclán, ilustre novelista, pontífice del café de Levante, «de rostro nazareno, gran conversador, ingenioso y sutil, solía entretener la velada contando fabulosos episodios de cuanto él cazaba caimanes en los países cálidos. Era un Tartarín espiritual y elegante que además cultivaba la sátira con un fino y artístico gracejo» (4/6/1909: 15).

Hay pocas alusiones más a libretos o editores Nonvela, que tiene que trabajar para mantener a su mujer, ejerce como traductor en casa de Requeja, «un librero católico y moral que le dio una versión de una novela de Balzac, encargándole que suprimiese los capítulos demasiado amorosos» (idem: 14), más tarde se hace periodista: «En cada repórter puede decirse que hay un literato fracasado» (idem: 17). En boca de Elías Rodríguez, «los editores no querían más que cosas truculentas, pornográficas; los periódicos solo cultivaban la nota frívola de actualidad...» (idem: 14).

Cierra Carrere su novela con el fragmento de una carta dirigida por Rubín «al filósofo rural» Elías Rodríguez, que tuvo que renunciar a sus sueños y regresar a casa, vencido. El broche final es el lamento escéptico del que, obteniendo el triunfo, no ha encontrado la felicidad: «Ya los faranduleros han representado todas mis comedias, todos los periódicos solicitan mi concurso, mi nombre es casi ilustre y mi firma es un cheque de gran crédito en el mercado intelectual» (idem, 22). Mira atrás y comprueba con amargura que ha sacrificado su juventud en el camino hacia el ideal del arte, en el que han quedado tantos cadáveres amigos, fallecidos en lechos anónimos de hospital o muertos en vida: «Es preciso destruir la leyenda de la bohemia. En la calle, bajo los canalones, en la taberna o en el ocio del café no es posible hacer nada bello, nada definitivo (ibidem). Pero Rubín de Nonvela (que en un último gesto va a quemar sus primeros poemas y recuerdos amorosos) no puede desprenderse de ese pasado, que es su alimento espiritual. Don Emilio parece estar hablando de sí mismo en este cierre, pero, al fin y al cabo, algo de él hay en todos sus personajes.

No puedo extenderme más. Carrere saca a colación al librero en otros escritos (artículos y relatos), confirmando la impresión global que ofrece en El dolor de llegar. No es el único que le retrata y subraya en el mapa de la literatura modernista: Gregorio Pueyo reaparece una y otra vez, en volúmenes de memorias y de ficción (el que me ocupa ahora es solo uno de los ejemplos posibles), junto a la cofradía de bohemios y luchadores del ideal. De una forma u otra, su local es un espacio mítico tanto en la historia real como en el imaginario del modernismo hispánico.






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