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Adolfo Bioy Casares: La literatura, la fotografía, el cine y la eternidad. Conversación con Carlos Dámaso Martínez

Carlos Dámaso Martínez





«Tengo una voz horrible. Cuando hablo en francés, es gracioso, me sale un poco mejor», dice Adolfo Bioy Casares con una sonrisa que parece festejar su propia ironía ante la presencia del grabador que acabo de colocar sobre una de las pilas de libros y papeles que colman una mesita. Observo rápidamente la habitación y encuentro que los libros de su biblioteca no sólo alcanzan a cubrir las principales paredes sino que se amontonan sobre el escritorio donde trabaja, sobre otras mesas y encima de un escritorio más pequeño. «Aquí me paso horas tratando de encontrar las cosas que están en el lugar que no deben estar» dice, con el mismo tono irónico, desde la silla alta que ha elegido, y me ofrece un amplio sillón de cuero. Por los grandes ventanales que dan a la calle Posadas, donde vive con su mujer Silvina Ocampo, a pocos metros de la Recoleta, entra el sol de un frío domingo del año 1988.

-En sus últimos libros puede observarse una tendencia a la narración clásica, tienen una estructura de relato más simple, casi lineal. ¿Por qué ese cambio con relación a novelas como La invención de Morel o Plan de evasión?

-Cuando yo escribí aquellas cosas estaba sobreponiéndome a chambonadas mías. Era como si cada una de esas historias fuera un desafío. En La invención de Morel no se da puntada sin hilo y todo está por algo del argumento. Néstor Ibarra, un amigo de Borges, elogió el libro pero me dijo; «El defecto que tiene es que todo es necesario». Yo había querido que todo fuera necesario, pero sentí que era una observación justa. En un relato se necesita que corra aire, que haya una digresión no encaminada hacia lo mismo. Es el tino lo que puede decir hasta qué punto se puede hacer una digresión. Yo tenía mucho miedo a eso, porque me había equivocado en los libros anteriores. Entonces me atenía a estructuras bien comprensibles y nítidas. Además de la opinión de Ibarra estaba el consenso general de la crítica, que me veía como un homo ludens, una persona que está jugando y no se acerca al ser humano. Yo no sentía que fuera totalmente así. Sabía que los personajes eran muy importantes en la historia de una novela y ocupado en esas armazones los había olvidado. Después fui cambiando en contra de esa tendencia. Ahora me fustigan porque no he sido continuador de la línea del principio. Pienso que eso siempre pasa: es como si los lectores prefirieran lo que han visto primero.

-En la época de esas novelas, ¿hay también una gran influencia del cine?

-Yo sé que el cine me ha acompañado a lo largo de mi vida. Mis recuerdos más íntimos están combinados con recuerdos de películas. Pero no sé en qué medida ha influido en mis narraciones. Que no me escuche Aronovich, que proyecta realizar una versión de La invención de Morel.

-¿Qué cine le gusta ver?

-Me gusta el cine de todas partes. Hubo una época en que vivía enamorado de Louise Brooks y sufría mucho cuando terminaba la película porque ella desaparecía de la pantalla. Como todo enamorado yo quería verla permanentemente. Me gustan Zanussi, Wajda, Tarkovski, y me ha encantado Los últimos días de Oblomov de Mijalkov. He leído por cierto la novela y la he apreciado muchísimo. Además me he encontrado bastante parecido a Oblomov. Cuando traté de manejar el campo de mi padre, parecía Oblomov, allí no se hacía nada, todo se caía a pedazos. El cine italiano también me encanta: Fellini, los Taviani, Scola. Tantos americanos. Huston, que hace un film malísimo y uno espléndido, pero que es un profesional maravilloso.

-En su novela Aventura de un fotógrafo en La Plata, ¿usted continúa con una preocupación, digamos temática, por la imagen?

-Probablemente. Como también he sido fotógrafo puedo elegir como oficio del personaje la fotografía y no el de vendedor de autos, porque no conozco nada de esa profesión. Durante años fotografié como un maniático y cuando me di cuenta de que no pensaba en el cuento que estaba escribiendo sino en cómo iba a ampliar la fotografía del día anterior, tuve que dejar esa actividad.

-En ese libro hay una propuesta sobre la percepción estética de la imagen, ¿verdad?

-De algún modo, sí. Creo que la buena fotografía es la del clic primero, cuando se aprieta el disparador de la cámara, y si luego se cambia eso en el laboratorio es un bizantinismo. El fotógrafo es el que sabe ver. Y a mí me pasaba que yo sabía ver mejor a través de la cámara que sin la cámara. Sabía bien si una mujer me gustaba y me seguiría gustando cuando la veía con la cámara. Y eso me salvaba de descubrir después que no me gustara tanto.

-¿Por qué su preferencia por la literatura fantástica?

-Es como la cuestión de las primeras causas y nunca se puede saber, salvo que se solucione diciendo que es Dios ¿no? Cuando era muy chico me gustaban los cuentos de Pinocho, especialmente las preparaciones de Pinocho para el viaje a la luna. Eso me ha seguido gustando porque pienso que la preparación para la aventura puede ser más importante que la aventura misma. En realidad, no era muy lector. Sin embargo, me enamoro de una prima mía, descubro que ella me considera un idiota y lo primero que se me ocurre es escribir una historia, un libro. Años después alguien me cuenta las aventuras de Sherlock Holmes y me habla de El Misterio del cuarto amarillo, entonces se me ocurre escribir una historia policial fantástica. Algunas veces he dicho, para no insistir tanto en el «misterio de la creación», que soy uno de esos autores a los que Johnson decía o llamaba «los autores de bárbaros romances», que para estimular al lector recurren a un enano o a un gigante. Y no sólo para estimular al lector, sino para conmigo mismo, a veces necesito algo extraordinario o fantástico como una manera de sentir que me muevo en un terreno más firme. Me encantaría escribir historias inteligentes en las que no pase nada.

-Los críticos señalan que usted trabaja con los géneros literarios que han sido masivos: la novela policial, la ciencia ficción.

-Es muy probable, estoy vinculado a esa literatura barata. En algún momento pensé que la literatura nuestra y la que estaba de moda en el mundo se olvidaba de la historia, en el sentido del relato. Y vi que era muy difícil escribir esa especie de mamotretos y que para dar el gusto por la historia y para aprender a narrarla nada era mejor que las historias fantásticas o los cuentos policiales. Lo policial es bastante extraordinario, hay una cosa rara, un enigma, y hay que saberlo contar y hacerlo aceptable. Lo mismo sucede con lo fantástico. Entonces pensé que podríamos aprender de ellos y eso me ha contaminado.

-La ironía que aparece constantemente en sus relatos, ¿es una forma de distanciamiento con lo que se narra?

-Puede ser, pero no creo que la ironía sea un recurso voluntario. Es algo que está en mí. Una chica muy psicoanalizada con quien tuve un amor me decía que era una manera de defenderme y que tenía que ser más valiente. Hice todo lo posible para hacer eso, pero no pude evitar que siga habiendo en mí cierta ironía.

-La parodia en su obra narrativa, ¿puede entenderse como una toma de distancia respecto a ciertas formas literarias ya obsoletas o gastadas?

-Y no tanto por gastadas. La parodia es una forma de cortar camino. Es algo más fácil que el relato verdadero, es también una forma de ironía y lleva a que haya algo de justicia en esa condenación. Es una debilidad la parodia, debilidad que me he consentido varias veces.

-En algunos relatos suyos hay una preferencia por situar la historia en lugares turísticos.

-¿Todo tiene que pasar en Buenos Aires?, me dijo una vez un cordobés. Pero no siempre. Muchas veces elijo balnearios, lugares de veraneo porque me parecen más poéticos. Ese tipo de lugares, como el Atlantic City de Louis Malle, que han sido lugares de frivolidad y en invierno están con las persianas cerradas, me atraen mucho.

-¿Como las islas?

-Siempre me atrajeron las islas. A lo mejor un día me voy a vivir a una isla, pero me he dado cuenta de que la mejor isla es la ciudad de uno.

-¿Cómo piensa su obra en relación con la narrativa argentina? Digamos Cortázar, Marechal, Macedonio, Sábato.

-Con Cortázar somos bastante parientes, además hemos escrito el mismo cuento alguna vez. De Marechal no tengo nada que decir, nunca me ha gustado ni como poeta ni como novelista. De Macedonio, a quien no conocí, según Borges era una persona encantadora y creo que sus libros no lo expresan como lo hacía su oralidad. Sábato es un amigo, sus libros me interesan, no escribe como yo, lo hace de otra manera. Aparte de eso, yo le diría que un escritor no debe pensar en la historia de la literatura, sino en la historia que tiene entre manos. En esta pequeña literatura argentina jamás ha dejado de haber buenos libros.

-El tema de la inmortalidad o la eternidad, ¿ha sido una constante en sus relatos?

-Sí, ¿pero de qué eternidad me hablan? Ahí está el libro, la obra que uno puede dejar, pero uno no está. Y a uno le interesa la vida mental a la que está acostumbrado y duele dejarla. Son pequeños dolores el pensar que llegará un día en que no voy a conocer más el gusto del mate amargo o lo que es un poncho de vicuña. En fin, van a llegar esas cosas y vamos a desaparecer. La vida es como el cine: se muere cuando termina la película.





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