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La revista El Artista: defensa e ilustración del «romanticismo tradicional»




ArribaAbajoEl Artista y L'Artiste de París: imitaciones y plagios

Deslumbrados por la brillantez de la vida intelectual en París, en donde habían residido un tiempo y se habían puesto en contacto con escritores, pintores, y personajes importantes del mundo de las letras y las artes, dos jóvenes de apenas veinte años, Eugenio de Ochoa y Federico de Madrazo, se propusieron a partir de 1834, según indica el prospecto de su revista,

hacer populares entre los españoles los nombres de muchos grandes genios, gloria de nuestra patria, que sólo son conocidos por un corto número de personas y por los artistas extranjeros que con harta frecuencia se engalanan con sus despojos.1



Resulta curioso observar cómo los colaboradores de El Artista no dudaron en hacer lo que reprochaban a algunos extranjeros. En la revista madrileña nunca aparece mención alguna de su primogénita francesa L'Artiste, que Achille Ricourt había empezado a publicar en París el 1.º de febrero de 1831 y que dirigió hasta abril de 1838. Y ello, por una razón muy evidente: Ochoa y Madrazo, no satisfechos con copiar el nombre, imitaron incluso la presentación material de aquélla: el formato, la tipografía y la letra gótica utilizada en algunos titulares2.

En ambas revistas encontramos biografías de escritores y de artistas antiguos o contemporáneos, reseñas de exposiciones de pintura, de espectáculos y libros, así como noticias sobre las letras y las artes. La revista española concede gran importancia en sus columnas a la poesía, mientras que la revista francesa pública sólo excepcionalmente obras en verso, que en la mayoría de los casos aparecen en forma de extensas citas dentro de los artículos dedicados a las publicaciones recientes. Pero tanto en L'Artiste como en El Artista abundan los cuentos fantásticos.

Estas similitudes se explican por el hecho de que los fundadores de la revista madrileña habían considerado oportuno adoptar una fórmula que ya había sido experimentada en Francia con éxito. Su juventud podría disculpar el servilismo un tanto ingenuo de la imitación, si ésta se limitara simplemente a eso; pero no siempre es así. Por ejemplo, en el n.º 31 de El Artista (t. II, [2 de agosto] de 1835, pp. 50-52), Pedro de Madrazo firma con sus iniciales un artículo titulado Protección debida a las Bellas Artes, que recoge el denominado con el título: Influence de la politique sur les arts publicado en L'Artiste (t. V, l.er sem. de 1833, pp. 301-302), en donde se indica que está traducido de la British Gallery of Arts; en el n.º 32 de la revista española (t. II, n.º 32 [9 de agosto] de 1835, pp. 64-67) aparece, firmada con las iniciales «E. de O.» (Eugenio de Ochoa), una Noticia sobre la vida y obras de Henrick Wergeland, poeta noruego textualmente traducida de un artículo publicado en L'Artiste (t. II, 2.º sem. de 1831, pp. 197-199) por V. de Castelpers; el cuento oriental ¡Yadeste!, seguido de las mismas iniciales «E. de O.» (El Artista, t. I, 7 [15 de febrero] de 1835, pp. 79-81), no es sino la versión española del Post-scriptum de la Physiologie du mariage de Balzac3. Algunos grabados publicados por L'Artiste reaparecen en El Artista firmados con nombres españoles. El primer tomo de la revista francesa que abarca los meses de febrero a julio de 1831 contiene (pp. 170-171) un artículo de Raulin sobre Les Intimes de Michel Raymond, con dos pequeñas ilustraciones de Tony Johannot. Éstas figuran en El Artista, la primera con el pie ¡Adiós! (t. II, n.º 33 [16 de agosto] de 1835), y la segunda titulada La Pesadilla (t. III, n.º 58 [7 de febrero] de 1836), firmadas ambas por Federico de Madrazo. Otro grabado, anónimo en L'Artiste (tomo IV, l.er sem. de 1832, p. 169), aparece reproducido en El Artista (t. III, nº 57 [31 de enero] de 1836) con el título de Un capricho y aderezado con detalles adicionales: no va firmado pero tampoco acompañado de ninguna indicación de origen. Y todavía hay más: el grabado del que Madrazo se atribuye la paternidad en El Artista (t. II, nº 43 [25 de oct.] de 1835) y que titula Lo que ha sido y lo que es está sacado de una plancha de bosquejos de Eugène Lami litografiada por Frey y publicada en el tomo IX de L'Artiste (1er sem. de 1835, p. 24); Madrazo se ha limitado a añadir algunos pormenores y ha vestido con una levita al pintor moderno que figura en él. Por último -volveremos a hablar de ello más adelante- también el grabado que ilustra el artículo de Espronceda El Pastor Clasiquino en El Artista no es sino plagio: el anciano está sacado de un dibujo de F. Grenier litografiado por Frey y titulado: Voilà comme j'étais hier, voilà comme je serai demain, reproducido en L'Artiste (t. VII, l.er sem. de 1834, p. 68); Madrazo se conformó con introducir leves modificaciones. Por último, Carlos Luis de Rivera se atribuye en El Artista (t. I, n.º 6 [8 de febrero] de 1835, p. 72) la paternidad del grabado Calaveradas de muchacho que podemos ver en L'Artiste (t. II, 2.º sem. de 1831, p. 258). También abundan en El Artista las viñetas y finales de capítulo sacados de la revista parisiense; además Tony Johannot parece haber sido a menudo fuente de inspiración en algunas composiciones de jóvenes artistas españoles. Los plagios de Federico de Madrazo -de los que Simón Díaz da una explicación desatinada4- son tanto más inexcusables cuanto que los retratos que hizo para ilustrar ciertas biografías de españoles célebres son de gran calidad y demuestran que su autor no carecía de talento.

No obstante, pese a todo lo que El Artista debe a la revista fundada por Achile Ricourt, las separan varias diferencias fundamentales. Por un lado, la revista francesa sale a la luz en febrero de 1831, cuando ya han finalizado los grandes debates en torno al romanticismo y éste ha triunfado; no se trata pues del órgano de una escuela literaria. Por otro lado, los colaboradores de la revista son todos de mayor edad que sus imitadores españoles (Louis Boulanger, nacido en 1806 y Jules Janin, nacido en 1804, son los benjamines del equipo); algunos de ellos han logrado una sólida reputación en el mundo de las letras y las artes, como Antoine Delécluze, Joseph Fiévée, el músico Fétis y Adrien Jal, y no todos habían defendido anteriormente las mismas posturas. Firman artículos cuyo objetivo es el de informar al público, no el de reavivar querellas ni defender una causa. Entre los autores de grabados o dibujos, se encuentran los hermanos Deveria y los hermanos Johannot, pero también Charlet, Eugène Lami y Henry Monnier. Desde luego, el prospecto de El Artista y la Introducción de Ochoa que abre el primer número no contienen ninguna expresión agresiva, y su tono es muy moderado: la revista va dirigida a quienes piensan que el materialismo de la sociedad moderna no ha matado el arte ni la poesía, y se propone demostrar que, también en estos ámbitos, España está tan adelantada como los demás países5. Así se explica la cuasi unanimidad con la que la prensa madrileña acogió la aparición de la revista. Las críticas más elogiosas sobre el primer número fueron las de El Observador (7 de enero de 1835) y de La Abeja (11 de enero). Esta publicó dos meses más tarde -el 7 de marzo- un nuevo artículo, firmado con la inicial de Bretón, alabando una vez más El Artista; en él, el autor citaba unos versos de Ochoa -quien además iba a colaborar pronto en el periódico- y esperaba que menudearan más los retratos de españoles célebres. Fuera de esto, ni el menor ataque, ni el más mínimo comentario irónico.




ArribaAbajo«Clasiquistas» y «románticos»: El Pastor Clasiquino de Espronceda

Pero pronto, a diferencia de L'Artiste, El Artista se definió como una revista militante. No resulta sorprendente cuando conocemos los gustos de Ochoa cuyo testimonio encontramos en la carta que escribió desde Madrid, el 26 de julio de 1834, al conde de Campo Alange, a la sazón en Sevilla. En ella comunica a su amigo la reciente publicación de las Paroles d'un croyant de Lamennais «que se ha prohibido en todas partes y que, según se explican los periodistas, es una tea destinada a efectuar una completa disolución social si no se pone algún remedio violento», y le anuncia la próxima edición de obras «que nuestro admirable Víctor Hugo ... tiene anunciadas hace tanto tiempo; y ésas sí sería un pecado mortal en una persona de dinero no hacerlas venir inmediatamente para recreo propio y de los amigos». También le habla del drama de Dumas, Catherine Howard «que ha metido mucho ruido», de la edición de las obras de Scribe ilustradas por los hermanos Johannot, y le anuncia que espera recibir pronto «la colección de cuentos fantásticos y nocturnos de Hoffman». En esta carta se mencionan también los Anales de la Corona de Aragón de Jerónimo de Zurita, los Anales de Madrid de León Pinelo, A la muy antigua, noble y coronada villa de Madrid... de Jerónimo de Quintana, Hijos de Madrid ilustres... de José Antonio Álvarez de Baena, y el Para todos de Montalbán6. Este gusto por la tradición nacional y esta admiración por los escritores franceses contemporáneos se reflejan claramente en los artículos que Ochoa pública en El Artista. En ellos denuncia con fuerza el carácter rutinario, causa «de que tengamos braseros, calesines, horrible empedrado y no bueno teatro, ni medianas fondas, ni posadas habitables»7; sin embargo, escribe un largo artículo para felicitar al Correo de las damas por su campaña contra «el antipatriótico uso de los sombreros mujeriles» importados de París, y para sumarse a la defensa de la mantilla, cuya desaparición le produce «un sentimiento de amarga humillación», convirtiéndolo en un asunto de «decoro nacional».8 El objetivo principal de Eugenio de Ochoa y sus jóvenes amigos es el de hacer revivir o salvaguardar la herencia del pasado, esforzándose a la vez por devolver su brillantez a las letras españolas inspirándose del ejemplo del país vecino. Con alguna diferencia de matiz, los colaboradores de El Artista dan muestras de moderación en la exposición de sus ideas y se mantienen siempre dentro de los límites de la mesura y la cortesía. Subrayan con frecuencia su deseo de no conformarse con definiciones imprecisas en materia de teatro o poesía, y de desterrar cualquier fanatismo de escuela. En su reseña acerca de la traducción, por García de Villalta, del Dernier jour d'un condamné, Campo Alange define en estos términos la postura de la revista:

Donde hallemos lo bueno allí estará nuestra bandera. Con igual empeño rechazaremos las ridículas exigencias de algunos que se llaman a sí mismos retóricos, que el desenfreno de los que, burlándose de todas las trabas, creen que no conviene aprender las reglas sino para hacer lo contrario de lo que ellas prescriben.9



Más adelante, toma partido por los dramas de Hugo y de Dumas a los que acababa de atacar El Eco del Comercio, que los acusaba de ser escuela del crimen, de la inmoralidad y de ideas contrarias al equilibrio social. Según escribe Campo Alange, aun cuando es cierto que el drama todavía no ha alcanzado en Francia su más alto grado de perfección, es muy superior a las frías tragedias de la época imperial a las que salvaba únicamente el talento de Talma. No obstante, añade acto seguido que los partidarios españoles de la nueva escuela distan mucho de aprobar todos estos dramas sin reservas ni análisis, sino que por el contrario se apresuran en reconocer el carácter «monstruoso» de algunos de ellos. ¿En dónde está la intolerancia?, pregunta Campo Alange. ¿Por parte nuestra, que junto a Víctor Hugo reconocemos el talento de Racine al igual que el de Shakespeare, o del lado de los «clasiquistas» que condenan sin remisión a Shakespeare, Byron y Hugo, en quienes no ven sino inmoralidad, indecencia, gérmenes de anarquía social, mal gusto y desprecio por la gramática? Tras subrayar el carácter irreversible de la evolución del teatro, concluye diciendo: «Por lo tanto, lejos de combatir una reacción necesaria irresistible, creemos que todos los hombres de talento deberían ponerse al frente de ella para dirigirla y moderarla.»10

En su Examen del «Don Álvaro o la fuerza del sino», enviado desde Sevilla a la revista, el cuñado del duque de Rivas, Leopoldo Augusto de Cueto, que habla en nombre de los «hijos del siglo XIX», hace la siguiente puntualización:

no queremos ... pertenecer al número de aquellos exagerados románticos que miran el solo nombre de clasicismo como el sello de la desaprobación, y que aseguran sin rebozo que cuanto hay anterior a esta reciente secta, o es indigno de ser leído, o lo escribieron románticamente sus autores sin haber caído en ello. Nosotros, menos exaltados, aunque profesamos el espíritu de esta escuela como el camino más franco para que campee libre la imaginación, no nos atrevemos a proclamarlo un género exclusivo, un tipo absoluto de la perfección. Antes bien, le encontramos algunos defectos, porque, a decir verdad, ¿qué humana invención podrá creerse totalmente inmune de defectos?



Prescribir la obediencia o desobediencia a las reglas sería obrar como doctrinario y despojar de toda libertad al escritor. De ahí esta sensata definición:

El romanticismo es el libre albedrío de los literatos; establecer reglas es vulnerarlo. En este siglo, en que es permitido examinar las doctrinas antes de admitirlas, y en que no se adoptan ciegamente rutinas arbitrarias, crear preceptos infalibles de que exclusivamente deba echar mano es prohibir al genio la facultad de analizar que el progreso de las luces le concede, es esclavizar los talentos nuevos al capricho de los que nacieron antes.11



En la tercera entrega de El Artista, Ochoa publicó un artículo titulado Un romántico12 en el que resplandece todo el entusiasmo de sus veinte años. Con una grandilocuencia y un énfasis teñido de cierta ingenuidad, declara que es una exageración identificar romántico con herético, y considerar secuaces del Anticristo a los partidarios de esta escuela cuyos verdaderos apóstoles son Homero, Dante y Calderón. Pese a los ataques de que ha sido objeto, el romanticismo ha sobrevivido valerosamente; quienes lo han profesado han anunciado al mundo la emancipación de la inteligencia humana, y han mantenido alta la frente aureolada con la palma del martirio «en medio de los discordes graznidos del campamento contrario». A estos adversarios irreductibles Ochoa los denomina «clasiquistas». El «clasiquista» -según explica éste- puede poseer todas las cualidades humanas, todas las virtudes familiares y también cierta cultura, pero no por ello deja de ser «intolerante, testarudo y atrabiliario». ¿Qué se entiende con este término: Admirador de obras clásicas? ¿Hombre con estudios? Pero estas dos definiciones podrían aplicarse igualmente a los jóvenes románticos. No, el «clasiquista» es un hombre rutinario para quien todo está dicho desde Aristóteles; alguien que no cree en el progreso de las artes y de la inteligencia, y que considera que desde la época de Augusto nada nuevo se ha dicho ni podría decirse. De ahí que desprecie al género humano y sienta indiferencia ante el mundo. El grabado de Madrazo que ilustra el artículo representa a un joven, de aspecto serio y meditabundo, con una frente a lo Hugo, vestido sin extravagancias y rodeado de libros en el lomo de los cuales podemos leer Crónicas, Biblia, Zurita: Anales, Historia, y que efectivamente nada tiene de Anticristo ni de herético. Texto e ilustración se aúnan para dar del «romántico» la imagen simpática de un joven

cuya alma llena de brillantes ilusiones quisiera ver reproducidos en nuestro siglo las santas creencias, las virtudes, la poesía de los tiempos caballerescos; cuya imaginación se entusiasma, más que con las hazañas de los griegos, con las proezas de los antiguos españoles; que prefiere Jimena a Dido, el Cid a Eneas, Calderón a Voltaire y Cervantes a Boileau; para quien las cristianas catedrales encierran más poesía que los templos del paganismo; para quien los hombres del siglo XIX no son menos capaces de sentir pasiones que los del tiempo de Aristóteles...



Con el deseo de dejar bien clara su postura, Ochoa, en un nuevo artículo titulado Literatura y publicado poco después, justificó la denominación de «clasiquistas» aplicada a los adversarios del romanticismo. Los contemporáneos que son opuestos a las nuevas tendencias de la literatura no tienen derecho a llamarse «clásicos», ya que dicho adjetivo sólo puede aplicarse a los escritores unánimemente considerados grandes, sea cual fuere la forma y el contenido de su obra; en efecto, «clásico» -escribe Ochoa- es sinónimo de «bueno», y concluye:

Por esta razón nunca llamaremos clásicos a los que componen el partido literario que se da a sí mismo esta denominación, y como esto no obstante, tenemos que llamarles de algún modo, puesto que existen, y hablan y escriben, como las personas, tendremos, con harto dolor de nuestro corazón, que llamarlos clasiquistas.13



En la crítica de la comedia de Bretón Todo es farsa en este mundo, un cronista anónimo muestra idéntica preocupación por disipar cualquier equívoco en torno a los términos empleados; en efecto, la mayor parte del artículo está dedicada a dar aclaraciones sobre el personaje de don Faustino: éste «a quien llaman Romántico en la comedia, no es Romántico: D. Faustino es un tonto de capirote; es lo que se llama un buen castellano, un solemne majadero». Y para que los espectadores no se confundan a este respecto, añade:

Hubiéramos deseado que el autor hubiera insistido más en probar que D. Faustino, con su voz sepulcral, su cabello a la Perinet-Leclercq y sus endecasílabos cavernosos, no es más que un pobre mentecato ... Inútil será decir que hay mucha diferencia entre un individuo de esta calaña, y lo que la razón y el sano juicio entienden por un Romántico.14



En su artículo Un romántico, a fin de que sus lectores no acusaran a la revista de falta de objetividad, Ochoa les anunciaba que pronto les ofrecería el retrato de «el bello ideal de la especie clasiquista». Este retrato lo configura El Pastor Clasiquino de Espronceda, también ilustrado con un grabado. Los dos textos se complementan y aclaran recíprocamente: el primero es de contenido positivo, el segundo de contenido negativo y de tono satírico. Resultaba tentador poner un nombre al pie del retrato de Clasiquino, patronímico formado burlonamente a partir de «clasiquista». En la aduladora palinodia que constituye su discurso de ingreso en la Academia Española pronunciado unos años más tarde, Ventura de la Vega, tras ensalzar a Lista y burlarse -sin nombrarlos- de sus amigos Espronceda y Ochoa, decía entre otras cosas:

Aparecían caricaturas en que se representaba a Meléndez, al restaurador de la poesía castellana, con peluca de bolsa, sombrero tricornio, zurrón y cayado, apacentando ovejas en el ejido y con este rótulo debajo: El Pastor Clasiquino.15



Basta una simple ojeada al grabado que ilustra el texto para cerciorarse de lo inexacto de esta descripción. Físicamente, Clasiquino no se parece en nada a Meléndez Valdés. No podría ser de otro modo, dado que Madrazo se limitó a reproducir un personaje sacado de un dibujo de F. Grenier publicado en L'Artiste, según hemos tenido oportunidad de señalar anteriormente. Si el grabador eligió dicha figura, cabe pensar que era porque le pareció que correspondía al personaje descrito por Espronceda. Su manera de vestir no es de última moda (ésta consistía en llevar el pantalón que iba ensanchándose a partir de la rodilla y el frac ceñido en la cintura), sino que se remonta a lo sumo a 1825, época del sombrero ajustado que se convertirá en chistera; el anciano de Grenier no se apoya en un cayado, sino en un bastón. Del bolsillo de su levita que cuelga hasta el suelo, sobresale un libro -que no está en el dibujo original- en el lomo del cual podemos leer el nombre de Moratín: ¿acaso una alusión al género moratiniano continuado por Bretón? Junto a la silla en la cual aparece sentado, cabizbajo y ensimismado en sus reflexiones, vemos tres ovejas al pie de un peñasco, a la derecha del cual están inscritos los nombres consagrados de los personajes de égloga: Melibeo, Menalca, Clori, Coridón, Anfriso y -poco legible- el de Lira (o Lisa). Puede que el grabador quisiera escribir Elisa. Anfriso nos lleva a pensar en el seudónimo poético del maestro de San Mateo, seudónimo que también era el de Juan Bautista Alonso (cuyo volumen de poesías había sido objeto poco antes de una fría acogida, excepto por parte de Bretón que le había dedicado un artículo elogioso en La Abeja del 18 de febrero de 1835).

A primera vista, la identificación de Clasiquino con Meléndez Valdés puede justificarse por los tres versos de este último que aparecen citados:


Pajiza choza mía,
ni yo te dejaría
si toda una ciudad me fuera dada.16

Sin embargo, el primer reproche que se le hace a Clasiquino es que, en el mundo artificial en el cual se refugia, no piensa en la guerra de Navarra, es decir en la guerra carlista. Semejante crítica sólo podía ir dirigida a un contemporáneo, no a Meléndez Valdés, muerto en 1817. ¿Pero a quién podía referirse? Nuestro hombre pretende un empleo en el ministerio de Hacienda. La alusión a Jovellanos nos remonta a la época de la ocupación francesa en la cual, entre los altos funcionarios, hallamos a muchos futuros «clasiquistas»: Hermosilla, jefe de división en el ministerio de la Policía; Calleja, administrador de las rentas provinciales en Uceda; Javier de Burgos, subprefecto de Almería; Miñano y Lista, al servicio de Soult en Sevilla; Moratín, bibliotecario de José Bonaparte; Meléndez Valdés, consejero de Estado17. Entre ellos están el director y dos de los profesores del Colegio de San Mateo: Lista, Calleja y Hermosilla.

Este último es quien nos parece haber proporcionado más rasgos a Espronceda. En efecto, Clasiquino es un consumado helenista, y Hermosilla había publicado en 1831 una traducción de La Ilíada de estilo rigurosamente neoclásico; ya diez años antes Lista decía refiriéndose a él: «Es el mejor helenista de España.»18 Clasiquino sabe expresarse en prosa y en verso: Hermosilla había publicado en 1826 su Arte de hablar en prosa y verso, pedantesco tratado escolar de retórica cuyo título imita con gracia Espronceda subrayando la alusión con cursivas. Por último, Hermosilla tenía fama de ser de carácter poco amable y de tono cortante, al igual que Clasiquino cuando condena irremisiblemente «esa caterva de poetas noveles» porque desconocen la figura denominada onomatopeya. Pero Hermosilla no era poeta, al contrario que Clasiquino. Habría que pensar entonces también en Lista y sus numerosos idilios, églogas y anacreónticas, imitadas a veces de Gessner. El principio según el cual la naturaleza sólo podía incluirse en la literatura una vez embellecida, si bien nunca aparece afirmado en términos tan perentorios por Lista, puede desprenderse empero de sus escritos. Finalmente, la descripción física de Clasiquino se reduce a dos rasgos que con toda probabilidad pueden atribuirse al antiguo profesor del Colegio de San Mateo: lleva gafas (aunque no en el grabado) que caen sobre una nariz grande. La caricatura de Espronceda constituye lo que hoy denominaríamos «retrato-robot» del clasiquista, obtenido a partir de diversos elementos. El ataque no va dirigido a una determinada personalidad en particular; no se ataca a Meléndez Valdés, sino a sus epígonos rezagados que perpetúan una literatura anacrónica.

Mientras que Ochoa adopta en Un romántico un tono serio y se expresa con un énfasis que raya a veces lo ridículo, Espronceda en cambio evita las frases rimbombantes. Desde las primeras palabras, sitúa a su personaje en un paisaje bucólico, utilizando de forma sistemática el vocabulario obligado del género: «el pastor ... sencillo y cándido», «ingrata Clori», «valle pacífico», «arroyuelo cristalino», «manso rebaño». El rebaño se convierte en el símbolo de las preocupaciones del pastor Clasiquino, que se refugia en una soledad artificialmente recreada. Espronceda da la palabra a Clasiquino a fin de mostrárnoslo en pos de su mundo ideal y ficticio; le atribuye dos metáforas elegidas por su grandilocuencia, y subraya el carácter obsoleto de las mismas dando su traducción entre paréntesis: «la máquina preñada (es decir, el cañón) y el sonoro tubo (la trompeta).» Luego, pone en boca de Clasiquino tres versos sacados de Meléndez Valdés. Dichos versos y el género al que pertenecen son condenados por Espronceda en la medida en que su contenido le permite subrayar la contradicción entre un anhelo -el deseo de vivir en una choza apartada, lejos de la ciudad- y la prosaica realidad. Acto seguido, en tono familiar («Y era lo bueno que...») aparece presentada dicha realidad: el hombre vive en Madrid y postula un empleo en la administración de Hacienda; su Cloris es un ama de llaves huraña y gruñona; y como en los mejores tiempos de la Escuela de Salamanca, el ministro es el «mayoral» y su protección se solicita expresando en verso el menosprecio por la agitación de la vida urbana y exaltando el retiro en el campo. Y en cuanto al «pacífico valle», lo que se recorre son los pasillos del ministerio o las alamedas del Prado.

Clasiquino también es un personaje egoísta, encerrado en su mundo creado por entero. Resulta peligroso en la medida en que intenta mantener la ilusión de que ese mundo es el único refugio del sabio, contribuyendo así a apartar a sus lectores de los grandes problemas de su tiempo. Clasiquino pone en la balanza el peso de la erudición, respetable pero mal comprendida, la autoridad de Aristóteles, y concluye con estas palabras: «Nada debe ser lo que es, sino lo que debiera ser.» El malentendido entre las dos generaciones radica en el hecho de que los jóvenes escritores pensaban que era inútil querer seguir imitando a los maestros en lugar de crear una literatura que respondiera a las necesidades y aspiraciones de sus contemporáneos. La acusación de inmoralidad que hace Clasiquino es consecuencia de su principio según el cual la naturaleza debe ser embellecida para que pueda ser incluida en la poesía o la prosa. De no ser así, éstas son susceptibles de contaminar al lector, ya que la descripción de los sentimientos sin afeites ni disfraz puede conducir a la apología de la anarquía social. Espronceda nos muestra de forma intencionada a Clasiquino deteniéndose en la censura de cuestiones de detalle, como el que los jóvenes poetas desconozcan las figuras retóricas y no sepan componer ya una égloga según las reglas. En este terreno resulta imposible cualquier acuerdo. Espronceda no pretende discutir (hasta las ovejas del pastor se han quedado dormidas escuchando al maestro), y utiliza un verso de la primera égloga de Garcilaso para decirlo -«de pacer olvidadas escuchando»-, aunque lo sitúa en un contexto muy diferente, con lo cual consigue un efecto cómico (en el poema de Garcilaso, el rebaño se olvida de pacer, arrobado por el canto de su dueño). Por último, asistimos al digno retiro de Clasiquino hacia su «majada», que Espronceda subraya con un juego de palabras alusivo al doble sentido de «borrego»: «tenaz en su empeño de seguir hecho borrego mientras le durare la vida.»

Unos meses más tarde, reaparece el mismo personaje en un grabado de El Artista. Esta vez Madrazo lo representa, igual de flaco y desgarbado, franqueando de un salto su balcón por desesperación amorosa -como sugiere el pie maliciosamente sacado de Meléndez Valdés: «¡Ah, ingrata Filis...!»- a la vez que con el impulso ha salido disparada su zapatilla izquierda y su media ha quedado enrollada en torno a su delgada pantorrilla19.

A la sátira de Espronceda no le faltan el toque pintoresco ni el vigor; está cargada de una ironía despiadada que consigue poner a quienes se ríen de parte del joven poeta. Puede que éste hubiese recordado los términos en los que Alcalá Galiano, en el prólogo de El moro expósito de Rivas, había condenado categóricamente a los defensores del neoclasicismo; en él, el autor rinde homenaje a Meléndez Valdés, acepta que se le califique de «restaurador» de la poesía española, pero se niega a reconocerle un gran talento:

Cuando convertía a Jovellanos en el Mayoral Jovino, y él se transformaba en Batilo el Zagal, ¿cómo podía escribir a impulsos de una inspiración legítima? ¿Cabe cosa más ridícula que su oda A Dalmiro y aquel furor sagrado que se le entra en el pecho y causa que su voz no se ajuste al verso, cuando celebra en versos harto compaseados el mérito de un poeta, que no rayaba un punto más alto de la medianía? En esto vemos un escritor obediente a doctrinas por él respetadas como infalibles que, con arreglo a ellas, se inflama cuando y como y hasta el punto que cree deber inflamarse, revistiendo los objetos de aquellos colores de que le está mandado echar mano exclusivamente.20



Este juicio pone de relieve el academicismo de este tipo de poesía, así como el ridículo en el que cae quien sigue practicándolo. En El Pastor Clasiquino, Espronceda desarrolla un punto de vista similar, aunque de forma satírica, a la vez que se sitúa en una perspectiva igualmente histórica. En efecto, se rebela contra aquellos que consideran intangible la concepción de la poesía propia de Meléndez Valdés y que, en 1835, todavía siguen teniéndola como criterio de un gusto absoluto que excluye cualquier tentativa innovadora.

Más negro y amargo que el de Espronceda es el retrato que hizo Larra de don Timoteo, el viejo literato de reputación usurpada21. Éste no ha escrito más que una oda a la Continencia, una oda al Huracán y una silva a Filis; forma parte «de los literatos rezagados del siglo pasado»; no lee nada y nunca va al teatro, vive «en contradicción con los usos sociales». En 1833 don Timoteo es respetado y mirado por muchos como un hombre sabio de gusto certero. En 1835, Clasiquino ya no es sino objeto de burla. La concepción del papel del poeta está cambiando: ahora se le considera un ser inspirado, no sólo un hábil artesano de las palabras. Larra presentaba ya esta mutación en El pobrecito hablador y hablaba de los deberes del escritor y de las élites en la sociedad nueva: «Il est du tempos où les poètes romantiques assument volontiers la tâche des philosophes des siècles précédents et y ajoutent une note mystique: l'æuvre devient mission et le philosophe devient mage. C'est dans ce sens que le Bachelier se dit poète et investi, comme les poètes, les savants, les hommes de génie, de la "alta misión", de la "obligación sagrada" de "contribuir al bien de la humanidad".»22 Aunque es un punto de vista que comparten los colaboradores de El Artista, no todos ellos llegarán a las mismas conclusiones.

La publicación, a comienzos de 1835, de las poesías de Juan Bautista Alonso, les brindó la oportunidad de plantear el problema en términos claros, en torno a un punto capital de la querella generacional: la artificial Arcadia al estilo de Meléndez Valdés ya no es sino un mundo anacrónico, denunciado como tal por Larra desde finales de 1833 en su reseña del libro de Martínez de la Rosa y, posteriormente, en su artículo referente al volumen de Alonso23:

Convengamos en que el poeta del año 35, encenagado en esta sociedad envejecida, amalgama de oropeles y de costumbres perdidas, presa él mismo de prisioncillas endebles, saliendo de la fonda o del billar, de la ópera o del sarao, y a la vuelta de esto empeñado en oír desde su bufete el cefirillo suave que juega enamorado y malicioso por entre las hebras de oro o de ébano de Filis, y pintando a lo Gesner la deliciosa vida del otero (invadido por los facciosos) es un ser ridículamente hipócrita o furiosamente atrasado. ¿Qué significa escribir cosas que no cree ni el que las escribe ni el que las lee?



Puesto que todo evoluciona de forma tan lenta en España -escribe «Fígaro»-, ¿por qué iba a evolucionar más aprisa la poesía? Al referirse al libro de Alonso, Ochoa utiliza los mismos argumentos, pero de una forma algo menos categórica. En esta época revuelta -escribe Ochoa- se necesita cierto valor para publicar poesías líricas que son acogidas con general indiferencia; sería deseable hallar en el libro más «sentimientos patrióticos» y «verdades filosóficas», pero no hay que olvidar que hace poco tiempo que los españoles disfrutan por fin de la libertad. El joven director de El Artista expresa su admiración por las odas que componen la primera parte del libro, aunque desaprueba las anacreónticas y otras composiciones de divertimento en las que encuentra demasiados «arroyos murmuradores» y «traviesos Cupidillos». Critica a Alonso por haber imitado en exceso a Meléndez Valdés en vez de dar rienda suelta a su imaginación, y resume así su impresión: «Me parece ver al arquitecto Juan de Herrera construyendo casitas de papel pintado.» A esta concepción que considera obsoleta, Ochoa opone su propia concepción de la poesía y de la función del escritor:

Convencido de que él también tiene que desempeñar en la tierra una misión generosa y santa, oye el poeta en el silencio de su gabinete, rugir desencadenadas las tempestades políticas; su corazón se entusiasma a los nombres de patria y libertad: la embriaguez del triunfo le sonríe con todos sus halagos: piensa en las palmas que esperan al vencedor, y entonces, lleno de alegría, trocara la lira por la espada, la soledad por el tumulto de los campamentos y la vida del hombre pacífico por una muerte gloriosa.24






ArribaAbajoEl Artista y el teatro; Espronceda, cronista dramático

Los colaboradores de El Artista nunca tuvieron ocasión de hablar en la revista de un solo libro de poesía que respondiera a sus deseos. En efecto, entre enero de 1835 y abril de 1836 no se publicó en Madrid ningún libro de versos, con excepción del de Juan Bautista Alonso. Pero los estrenos de nuevas obras dramáticas les brindaron la oportunidad de exponer sus ideas acerca del teatro. En su crítica de la tragedia de Gil y Zárate, Blanca de Borbón, Ochoa señala que evitaría muy mucho hablar de ella con desprecio como habían hecho, a propósito del drama Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco, «algunos periodistas clasiquinos» por razones opuestas. Si bien encuentra en la obra buenos pasajes, observa que el autor ha tenido que resolver con inverosimilitudes el desarrollo de la intriga a fin de respetar la unidad de lugar; un drama histórico le hubiera permitido sortear este escollo y mantener el interés de forma más eficaz. Ochoa se niega a rechazar lisa y llanamente la tragedia por el mero hecho de que se trata de una tragedia clásica: «El Artista no es un periódico de modas, sino de convicción.»25 En cuanto a Bretón, se le juzga con serenidad: El Artista le reconoce un arte incontestable en la pintura de tipos, caracteres y defectos sociales, así como una gran habilidad en la versificación y una vis cómica sin falla; pero como hemos visto, le reprocha su tendencia constante a caricaturizar el romanticismo, a pesar de igualarle con toda seriedad a Tirso y a Moreto26. El drama moderno da lugar a crónicas entusiastas; Don Álvaro es objeto de una apasionada defensa en contra de sus detractores que no establecen distinción alguna entre la obra de Rivas y los melodramas de Ducange; es defendida por Campo Alange en el momento de su estreno en Madrid y luego por Leopoldo Augusto de Cueto después de su reposición en Sevilla27. La empresa de teatros de la capital difundió un extenso comunicado para anunciar la próxima representación, el 18 de julio de 1835, de Lucrecia Borgia, primer drama de Hugo ofrecido a los españoles; al día siguiente, El Artista reproducía dicho texto anteponiéndole una nota en la que explicaba que se trataba de una especie de manifiesto cuyo contenido coincidía con las ideas de la redacción28. Cabe pensar, pues, que los miembros de ésta aprobaban las observaciones aparecidas en el texto acerca de la evolución del gusto del público: creciente desinterés por el teatro del Siglo de Oro (a pesar de los remozamientos efectuados por los refundidores) y por la comedia clásica de Moratín, y de ahí la necesidad de recurrir al repertorio extranjero. Ochoa y sus amigos no podían sino suscribir la condena del drama lacrimógeno, de la comedia de espectáculo y del melodrama que sucedió a ésta «en los teatros subalternos de París, y que impropiamente se ha denominado romántico, porque se aparta, muchas veces gratuitamente, de todas las reglas», y que ha perdido el favor de los espectadores a pesar del éxito obtenido recientemente por Trente ans ou la vie d'un joueur. La inestabilidad del gusto se debe a que España está atravesando una época de transición; se impone pues una verdadera evolución de la literatura; «nada puede convenir tanto al severo carácter de las ideas modernas como el drama grave, profundo, filosófico, de la novísima escuela francesa, a cuya cabeza brillan Víctor Hugo y Alejandro Dumas.» Ochoa comparte por entero esta convicción, él que pronto traducirá Antony y Hernani y además novelas de Dumas, Hugo y George Sand. En su crítica acerca de la representación de Lucrèce Borgia, «una creación tan gigante como el genio de Víctor Hugo», observa con amargura que la obra ha suscitado mayor extrañeza que deleite entre los espectadores, aunque no pierde la esperanza de ver triunfar el genio sobre la rutina:

Cuando nuestro público se familiarice con la poesía grandiosa del género romántico; cuando a la sorpresa y al susto que ahora le causan los dramas de esta naturaleza suceda en su ánimo la meditación, creemos que le gustará Lucrecia Borgia y todas las obras de Víctor Hugo.29



En las sucesivas crónicas teatrales de El Artista reaparecen las mismas constantes: admiración sin reserva por el drama romántico francés, más a menudo proclamada en tono grandilocuente que justificada por medio de argumentos; fe ciega en su próximo triunfo en España, y reivindicación de la total libertad del artista en oposición a las trabas del dogmatismo neoclásico. A este último tema dedicó José Bermúdez de Castro la tercera parte de su breve reseña sobre Teresa de Dumas, obra traducida por Vega:

Déjese a cada autor la libertad de escribir y describir una acción de la manera que la concibe; no se le pongan lazos; no se le encierre en un término prefijo ni se le dé un compás matemático para medir lo que menos sujeto está a medidas, lo que menos se presta a pauta y molde, lo más volandero y fantástico: la imaginación. Libertad literaria como libertad política, por esto ha clamado siempre El Artista, y en esta nueva doctrina que se va ya adoptando, su voz ha sido, si no la de más peso, al menos, de las primeras.30



Muy distinto es el tono de las tres crónicas teatrales que Espronceda publicó en El Artista. Su exposición nunca está basada en argumentos de orden general; no se molesta en matizar su opinión cuando la obra de la que habla le ha parecido mala o no ha despertado su interés. Más impresionista que Ochoa o Campo Alange, suele hablar más a menudo en primera persona del singular que en la del plural. Dedica la primera de sus crónicas a la tragedia de Dionisio Solís, Camila, y al drama El ambicioso o la dimisión de un ministro de Scribe, traducido por Ventura de la Vega31. En el preámbulo, Espronceda se alegra por la reanudación de las actividades teatrales al finalizar la Cuaresma y lamenta que todavía no se conozcan los nombres de los cantantes de ópera contratados para la temporada; nos comunica su impaciencia por poder gozar al fin de una de sus distracciones favoritas. Todo ello, para hacernos comprender mejor el aburrimiento que le invade en la representación de Camila -obra sobre el tema del Horace de Corneille, imitada del italiano- y que describe de modo humorístico:

Pero, ¡ah!, lo mismo fue alzarse el telón, cuando de los primeros versos subió lentamente, extendiéndose por todo el teatro, un vapor de beleño, adormidera y opio, que, a pesar mío, me postró en una especie de letargo tan profundo, que no desperté de él hasta el quinto acto en que cayó el telón por última vez y se fue disipando la soporífera nube. Conocí que éste era el efecto de las tragedias clásicas y que el autor había logrado el fin que se había propuesto.



El contenido de la obra, su argumento importan poco; ¿cómo iba a hablar de ello el crítico si se había quedado dormido la noche del estreno, y también la noche siguiente ya que, por conciencia profesional, había intentado valerosamente volver a ver la obra? Ni siquiera los «profundos literatos» habían podido resistir, pero no obstante, al despertar, habían aplaudido con toda confianza «en celebridad de Aristóteles». Ninguna demostración en toda regla de lo obsoleto del género al que pertenece Camila podía haber sido más eficaz que la irónica ejecución a la que se entrega Espronceda: el hecho de que el aburrimiento se apodere incluso de los partidarios incondicionales de Aristóteles, es prueba del fracaso del partido neoclásico.

Al día siguiente, el crítico recobra la alegría asistiendo a la representación del drama de Scribe. No nos cuenta la intriga; se limita a resaltar brevemente las cualidades de estilo y de construcción dramática, y a darnos la idea general de la obra: la descripción de la ambición exclusiva de Robert Walpole, primer ministro de Jorge I y Jorge II de Inglaterra. Espronceda demuestra mayor interés por el trabajo de los actores, por la forma en que componen su personaje, que por la obra en sí; juzga sobre todo la representación. Hace una crítica detallada, en la que nunca falta la ironía; pese a su severidad, los reproches que hace a los actores son siempre justificados y están teñidos de un humor que los exime de cualquier férreo dogmatismo. Tras enumerar los errores interpretativos del actor Furnier, Espronceda agrega: «y varias veces ha tomado un tono de misión que nos hizo creer no habíamos aún salido de la cuaresma.» En cuanto a Lombía, su interpretación fue tan mala que ningún rey pudo parecerse jamás al que encarnaba; para decirnos cuán defectuosa era su dicción, el poeta utiliza una comparación de una crudeza apenas templada por la ironía: «Seguramente nos pareció más cruel que Nerón, puesto que, como otros Herodes, ha degollado las inocentes palabras del inocente drama. No parecía sino que las infelices le habían jugado alguna mala pasada.» Espronceda dedica un extenso pasaje de su crónica al actor Luna, que interpretaba el papel principal (el de Robert Walpole). Consideraba un error el haberle asignado un papel que no convenía a su temperamento. Luna no se sentía cómodo en un personaje que requería una interpretación interior, llena de matices. En lugar de explicarnos las razones, Espronceda prefiere mostrarnos al actor en escena, con sus tics:

Su continente, además, no ha sido tampoco adecuado al carácter que desempeña, y estamos persuadidos que ningún ministro anda tan a compás como él, ni hace ciertos quiebros de maestro de baile, en el que el Sr. Luna abunda generalmente. Y sobre todo es fama que ningún ministro británico ha braceado ni manoteado tanto en su vida. En una palabra, ningún inglés hubiera encontrado en el Sr. Luna a su compatriota Roberto.



Acertada observación, en la que demuestra el conocimiento de las costumbres inglesas, como son la flema y la parquedad en el gesto. El único elogio sin reservas es para Matilde Díez, de la que Espronceda alaba la naturalidad, la elegancia e inteligencia. Para acabar, recoge con malicia una expresión desafortunada de su colega de la Revista española que había calificado el castillo de «locuaz y elegante»:

¡Cosa rara! Ha sido el primer palacio de que se cuenta que haya hablado hasta ahora. Quizá el articulista tomó el continente por el contenido, o, lo que es igual, dijo una cosa por otra. ¡El articulista hará hablar a las piedras!



Las crónicas de Larra han conservado interés más por las reflexiones o digresiones de su autor, que por la información que nos proporcionan sobre obras en general justamente olvidadas. Asimismo, la de Espronceda nos aporta valiosos datos sobre la interpretación de los actores de su tiempo; de ella sacamos la impresión de que, exceptuando a Matilde Díez, su trabajo no se basaba ni en grandes cualidades personales, ni en una cultura o en una seria información preliminar. Pero ¿cómo echarles en cara esta falta de conciencia profesional cuando sabemos el número considerable de obras que se sucedían por aquel entonces en la cartelera de los teatros madrileños?

La segunda crónica teatral de Espronceda es muy breve32. Se inicia con una observación irónica acerca de la proliferación de traducciones de obras francesas; apenas si se menciona el título de la obra, y aun a veces reducido a la mitad; no aparece la menor alusión al autor, al traductor o a la intriga. Al poeta sólo le interesa la interpretación. Furnier y Pacheco se han mantenido fieles a sí mismos; Luna debería perder la costumbre de desplazarse a pasos cortos. Como en la anterior crítica, aparece el mismo reproche a Lombía, decididamente poco inspirado para interpretar a los reyes; una alusión a un episodio de la obra le permite una observación maliciosa respecto a la monarquía; «Aconsejamos al Sr. Lombía que se niegue a ser Rey, porque se convierte en tirano de los espectadores; por fin, derribado de su trono, como otros Reyes, nos ha indemnizado de su mal trato haciéndose conspirador.» Después de lo cual, para finalizar, sigue el elogio breve pero entusiasta a Matilde Diez, «la perla de nuestros teatros».

Mucho más interesante es la tercera crónica teatral de Espronceda, dedicada en su mayor parte al drama de Joaquín Francisco Pacheco, Alfredo33. Dicha obra, estrenada el 23 de mayo de 1835 en el Príncipe, fue retirada de la cartelera dos días más tarde debido al poco éxito que obtuvo. La escena transcurre en Sicilia en tiempos de las Cruzadas; el joven Alfredo ama apasionadamente a Berta, que resulta ser la viuda de su padre a quien se da por muerto, pero que pronto reaparece; el protagonista, arrebatado por su pasión imposible, se apuñala en el quinto acto invocando la irresistible fatalidad que se ha cernido sobre él.

Desde la primera frase, Espronceda se sitúa al margen de las querellas suscitadas por la obra de Pacheco. Éste -dice- ha querido «pintar un coloso de crímenes y pasiones, un solo carácter, al cual se sacrifique todo absolutamente, y cuyo desarrollo debe únicamente ocuparnos». Todos los demás personajes sólo existen en función del protagonista, ya sea para arrastrarle al crimen, ya para poner de relieve lo infortunado de su destino. En estas condiciones, Espronceda ni siquiera se toma la molestia de rebatir los argumentos que hayan podido oponer al autor los adversarios del género: no sólo se ha reducido voluntariamente la acción, sino que «en este drama no hay que buscar caracteres, porque no hay ni debe haber más que Alfredo». El objeto de su amor hace de él un criminal que en el encadenamiento de circunstancias hunde en su crimen: «Primero inocente y puro, pero indeciso, melancólico y ansioso de algo que llenara el vacío de su alma; después, apasionado, delirante, tratando de fortalecerse contra su conciencia y arrastrado y despeñado por su pasión.» Alfredo se ve empujado a matar a Jorge, hermano de Berta, y Espronceda piensa que Pacheco no ha desarrollado lo suficiente la explicación de los motivos de este crimen que, desde el punto de vista sicológico, queda justificado por la completa enajenación del personaje ante una pasión contra la que no puede luchar: «El que ha de odiar algún día como un rival a su propio padre, fuerza es que asesine al hermano de su querida, viendo en él un obstáculo a su felicidad.» Según el poeta, el mayor acierto del autor es la personificación de la voz de la pasión, que adopta los rasgos de un misterioso griego que de vez en cuando aparece ante Alfredo. Es una idea audaz, combatida por la mayoría de los críticos, pero defendida por Espronceda: qué importancia tiene que no exista un ser así en la naturaleza si existe en cambio en la imaginación del protagonista, «como para un fanático existían las brujas y los duendes, como para Sócrates un genio que él veía y con quien razonaba amigablemente». Estamos de nuevo ante una convicción que Espronceda había expresado ya al referirse a Tasso, en quien defendía el empleo de lo maravilloso y lo sobrenatural, así como la introducción de espíritus celestes e infernales, porque formaban parte de las creencias de la época, del mismo modo que Virgilio había recurrido a la mitología. Precisamente, las escenas en las que aparecía el griego fueron las más apreciadas por los espectadores, en contra de lo que era de temer dado lo novedoso de semejante idea.

Según Espronceda, los actores interpretaron sus personajes impecablemente, y hacía largo tiempo que no había podido presenciarse espectáculo tan perfecto. Julián Romea supo dar con el tono justo para componer el papel del misterioso griego; y el cronista nos describe el trabajo del actor a través de un retrato minucioso:

Sus miradas, su aparición en la escena, la frialdad y amargura de sus palabras, su fisonomía cejijunta, pálida e inquieta, sus ojos vagos y penetrantes nos dieron a conocer en él al misterioso ser que había imaginado el poeta.



Con similar entusiasmo Espronceda elogia sin reservas a Latorre, que interpretó el papel de Alfredo, superándose en el quinto acto en el cual consiguió dar toda su magnitud al protagonista de la obra:

Apasionado, loco, acosado de remordimientos, precipitado al crimen; y las entonaciones de su voz, su continente frenético, su fisonomía desencajada y pálida le hacía parecer no ya un hombre furioso, sino un ser de veras marcado con el sello de la reprobación.



Espronceda encuentra sublime este quinto acto en el que «el terror y el interés están llevados al último punto». En cambio, el lector de hoy encuentra un tanto ingenuo un desenlace tan sombrío: Alfredo se clava el puñal y muere gritando: «¡Maldición!» en medio del estruendo de una espectacular tempestad y ante los ojos del enigmático griego que sonríe con una sonrisa infernal. Cuando en 1864 Pacheco publicó de nuevo Alfredo, lo juzgó benévolamente, y descubrimos en él cierta amargura cuando afirma que el éxito duradero de otras obras del mismo género había eclipsado, injustamente en opinión suya, el de su drama. Sin duda pensaba en Don Álvaro que, si bien construido con mayor habilidad, no trata de modo más verosímil el tema de la fatalidad y recurre con similar frecuencia a los medios escénicos espectaculares:

Las pasiones son ardientes pero naturales: su lucha con el deber es viva y accidentada: el término es posible, es verosímil, es eminentemente trágico. No juzgo que lo sea más ni de mejor ley el de otras muchas obras, estimadas por la buena crítica como capitales y maestras.34



No obstante, lamentaba no haberlo escrito en verso, lo cual también había deplorado ya Espronceda en su crónica, con estas palabras: «Hubiera gustado más y habría evitado cierta hinchazón de que adolece la poesía escrita en prosa.» El protagonista es juguete de una fatalidad contra la cual no puede luchar a pesar de sus esfuerzos; cree hallar en la acción un medio de liberarse de ella, pero todo es en vano. El don Álvaro de Rivas se halla prisionero de un encadenamiento de circunstancias exteriores y accidentales que, objetivamente, no son más que coincidencias; el Alfredo de Pacheco lleva dentro de sí la maldición que le arrastra al suicidio: el amor por una mujer a la que le está prohibido amar por razones de orden social que, lógicamente, no pueden calmar su pasión, pero le impiden satisfacerla. El principal reproche que Espronceda hace al autor es el de no haber logrado del todo desarrollar este aspecto fundamental del personaje: «Alfredo no es más que un hermoso pensamiento dramático mal puesto en escena.»

A pesar de sus exageraciones, pese a la atmósfera excesivamente lúgubre o siniestra, y a las torpezas de un estilo que sólo sabe hallar en el uso y abuso de la exclamación y en el énfasis el medio de expresar la pasión o la fatalidad, Alfredo da testimonio de un estado de ánimo: el de aquellos jóvenes que intentan expresar su insatisfacción y que se esfuerzan desesperadamente en dar un sentido a su vida en un mundo desorientado, proclamando la primacía de la pasión y yendo a buscar en las épocas heroicas la exaltación de un ideal, valores de los que tanto carecía la sociedad en el seno de la cual les había tocado vivir. Así pues, mucho más por su valor de testimonio, tanto sociológico como literario, que con arreglo a criterios estéticos debemos juzgar el drama de Pacheco. Donoso Cortés coincidió con Espronceda en subrayar la actualidad del personaje de Alfredo y extraer su significado profundo:

Alfredo es el hombre de nuestro siglo, es decir, activo e indolente al mismo tiempo, su alma de fuego quisiera dilatarse por la Palestina, por aquellos campos famosos abiertos a la actividad humana, por aquel horizonte immenso que empaña el polvo de un combate que da la inmortalidad.35



La crónica de Espronceda demuestra que compartía esta certidumbre, sin que ello le impidiera ver con claridad los defectos de la obra. Las primeras escenas de los actos II, III y IV rompen -según dice- el ritmo de la obra, ya que su construcción defectuosa fatiga al espectador; si bien reconoce que en ocasiones el drama se hace pesado, el lenguaje y el estilo son del gusto del poeta:

El lenguaje es puro, oriental, apasionado y propio de la época de las cruzadas, tal como nuestra imaginación nos pinta que deberían hablar y sentir los hombres de la espada y de la lira, los guerreros de la Fe, los amantes de la hermosura.



Con ello, Espronceda nos proporciona una valiosa información acerca de sus ideas estéticas, en la época en que él mismo manifiesta en sus propias obras un gusto por el exotismo histórico o geográfico, como se refleja en Sancho Saldaña, en los fragmentos del Pelayo publicados por El Artista y en su Canto del cruzado.




ArribaAbajoUn cuadro de costumbres y un cuento humorístico de Espronceda

El Artista no es sólo una revista de información y de crítica; en ella la literatura de imaginación ocupa un lugar destacado. En cada número se publican numerosos textos originales en verso y en prosa, que representan la cuasi totalidad de todos los géneros literarios, incluido el costumbrismo. Apasionado defensor de las tradiciones nacionales, Eugenio de Ochoa comentó con entusiasmo el Panorama matritense:

En él están pintadas muchas de las costumbres españolas con una verdad, con una gracia digna de nuestros antiguos escritores; crítico severo algunas veces, otras observador profundo y festivo novelista, en toda esta obra revela sin ostentación el Sr. Mesonero su ilustrado amor a esta ingrata España, sin que un extranjerismo a la moda le presente abultados sus defectos, ni se los oculte un mal entendido patriotismo.36



José Augusto de Ochoa publicó en la revista de su hermano una serie de ocho artículos sobre costumbres campesinas; en ellos describe los festejos a los que dan lugar las fiestas religiosas, así como las supersticiones populares, y el desarrollo de los velatorios en los pueblos. Pero en estas descripciones nunca hace concesiones al color local o a lo pintoresco. Muy al contrario, contienen severas advertencias acerca de las ruidosas manifestaciones o las escenas de embriaguez que acompañan a ceremonias durante las cuales debería primar el recogimiento. Concluye así su artículo sobre la festividad de Todos los Santos: «Así son todas las diversiones populares en España; nada se respeta, todo se mancha, todo se atropella37 Era natural que Espronceda quisiese ejercitarse en el cuadro de costumbres. Hay que señalar de antemano que no le salió demasiado bien, lo cual explica que su primer intento -el artículo Costumbres38- no tuviese continuidad.

En oposición a José Augusto de Ochoa, no se detiene en consideraciones morales, y tampoco pretende, como Estébanez Calderón, dar de este cuadro andaluz una imagen enternecedora y complaciente. Evidentemente, con ánimo de juego está escrita esta sátira, maliciosa pero no malévola. Nos hallamos en Andújar, un día festivo; los habitantes endomingados están en la calle esperando el paso de la procesión. Mientras tanto, el concejo delibera sobre los pormenores de la recepción que se ofrecerá al fraile capuchino Pascual de Andújar que va a venir a predicar en la iglesia de la villa. El escribano pone fin a la confusión que reina en la asamblea y de una tirada enumera en estilo jurídico las medidas que propone. Éstas se aceptan; el dómine escribe el discurso del alcalde que deja estupefactos a sus administrados y del cual el capuchino no entiende ni jota.

La primera parte, corta y rápida, describe escuetamente la animación que reina en la calle y en los balcones en donde se han reunido las muchachas. Espronceda no se detiene en la descripción de sus trajes como lo suele hacer «El Solitario». Algo más detallado es el bosquejo de los jóvenes que se pasean («envueltos en sus capas pardas y calado el sombrero gacho, paseaban los jaques de Andalucía con aire de perdonavidas y afeado el rostro con patillas de seis pulgadas»), aunque está directamente inspirado de los primeros versos de la Sátira a Arnesto de Jovellanos:


¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de pardomonte envuelto, con patillas
de tres pulgadas afeado el rostro
[...]
con aire sesgo y baladí?39

Espronceda añade «el sombrero gacho» para completar el retrato del «castellano viejo». Está utilizando un tópico del cuadro de costumbres, ya presente en el último capítulo de Sancho Saldaña en donde hace intervenir tres personajes, entre los cuales dos llevan amplias capas «a la antigua usanza castellana»; allí, esta última palabra va acompañada de la nota siguiente: «Ahora y en nuestros días no hay castellano viejo que no asista con su capa parda a las fiestas del lugar, y es el traje de ceremonia que usan cuando van a casarse y en cualquier función de etiqueta.»40

El humor es poco ágil y, en todo caso, falto de originalidad, en el pasaje en que Espronceda nos lleva ante la reunión de las autoridades municipales: «los graves varones, los miembros respetables del ayuntamiento se entretenían, reunidos en permanente sesión, en trasladar el vino de algunos cántaros a sus estómagos.» Había utilizado con mayor acierto esta imagen -sacada de Cervantes- en el capítulo XX de Sancho Saldaña en el que describía «El Velludo» y su cuadrilla «trasegando el alma de algún pellejo de vino a sus insaciables estómagos».41 El retrato del alcalde es bastante expresivo, y Espronceda parece haber tenido en cuenta el de Monipodio en Rinconete y Cortadillo: en efecto, ambos tienen unos cuarenta y cinco años, llevan una capa de la que nunca se desprenden, tienen un porte majestuoso, están imbuidos de la dignidad de sus funciones e imparten severa justicia. El magistrado de Andújar lleva siempre consigo un enorme y largo garrote como «vara de justicia», detalle que Espronceda pudo tomar de Cervantes, quien en La Elección de los alcaldes de Daganzo, pone en boca de Pedro Rana, durante su profesión de fe electoral, las palabras siguientes:


Yo, señores, si acaso fuese alcalde,
mi vara no sería tan delgada
como las que se usan de ordinario:
de una encina o de un roble la haría,
y gruessa de dos dedos ...42

Algunos personajes intervienen en la discusión: el alcalde, que pronuncia una larga frase que pretende ser sentenciosa y resulta ininteligible; un regidor; el dómine que no puede abstenerse de soltar citas en latín. Luego toma la palabra el escribano. En su discurso utiliza un estilo, mezcla de jerga del mundo de la justicia, plagado de enrevesadas frases incidentales, salpicadas de expresiones estereotipadas, tales como: «por cuanto y en atención a que», «por ende», «pido que ordene el señor alcalde, reiterando su mandamiento en debida forma», «ítem», «ítem más», «por todo lo cual he dicho y presento en debida forma este mi parecer», etc. La sátira -amable aquí- del formalismo judicial, se hallaba expresada en un tono más áspero, según vimos, en Sancho Saldaña. El escribano del cuadro de costumbres presenta un punto en común con el secretario del tribunal de la novela: su aspecto físico contrasta con la dignidad de su función, de donde nace el ridículo. Ambos son de baja estatura, y mientras el primero pronuncia con voz engolada los considerandos del acta de acusación, el segundo pone cara de regocijo y, entre los demás miembros del concejo, «parecía ... como el sonido de unas castañuelas entre la majestuosa música de un Te Deum». El testimonio del escribano -que refiere hechos acaecidos el 18 de marzo de 1766 (es decir, dos años antes que la escena narrada por Espronceda, según se desprende de una ulterior alusión)- es de una comicidad forzada: el predicador esperado en Andújar hizo derramar tantas lágrimas cuando predicó en Córdoba que los veinte mil pañuelos utilizados para enjugarlas todavía están húmedos. Por consiguiente, se invita a los habitantes de la villa a proveerse, para el sermón, de cuántos pañuelos, trapos o sábanas sean necesarios, y a sonarse sin demasiado ruido so pena de multa. La anécdota, que no tiene nada de original, no mejora para nada, antes al contrario, con este excesivo alargamiento.

Aquí Espronceda ha trabajado de forma más despreocupada. Mezcla torpemente dos temas entre los cuales está indeciso: la crítica de la jerga de los golillas y la de los predicadores burlescos, a quienes resulta dudoso que llegara a oír en algún momento. Cabe preguntarse si, al situar la anécdota en el siglo XVIII, quiso evocar, en fray Pascual de Andújar, al célebre fray Diego José de Cádiz, a su vez capuchino y cuyo nombre incluye también un topónimo; aunque se trataba de un personaje totalmente olvidado en 1835. Está claro que el cuadro de costumbres no es el género que mejor se adapta al talento de Espronceda.

Mucho más interesante es el cuento que publicó un poco antes en El Artista y que se llama La pata de palo43. En él, Espronceda nos narra la desventura de un comerciante inglés que, habiendo sido amputado de una pierna, se hace fabricar una de madera. La prótesis resulta ser de una perfección tal que el hombre no puede dominarla y se ve arrastrado a una loca carrera por las calles de Londres, y luego por el mundo entero. La situación inicial -un hombre enfrentado a un objeto dotado de vida propia- podía haberse desarrollado en registro fantástico, pero Espronceda eligió el registro humorístico y lo mantuvo constantemente. Al principio, una larga frase nos predispone a estremecernos de horror; la historia que se nos va a contar hace

erizar el cabello, horripilarse las carnes, pasmar el ánimo y acobardar el corazón más intrépido, mientras dure su memoria entre los hombres y pase de generación en generación su fama con la eterna desgracia del infeliz a quien cupo tan mala y tan desventurada suerte.



Sigue este aviso a los cojos: «¡Oh cojos! escarmentad en pierna ajena», formado a partir del modismo «escarmentar en cabeza ajena», y que además va destinado a todos, ya que cualquier hombre es un cojo en potencia. Ante semejante advertencia, el lector no puede tomar en serio lo que va a seguir. El relato propiamente dicho se inicia como un cuento para niños: «Érase que en Londres vivían...»; acto seguido, se nos presenta al rico comerciante y al hábil ortopedista que se llama -y aquí hay un guiño al lector que sabe inglés- Mr. Wood. El accidente del amputado está relatado de tal forma que ha desaparecido cualquier elemento trágico: «Acertó ... nuestro comerciante a romperse una de las suyas [piernas] con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro remedio más que cortársela.» Nuestro hombre está impaciente por disfrutar de una pierna de madera; así se verá por fin libre de «semejantes percances».

En el diálogo que se entabla entre Mr. Wood y su cliente, la nota cómica surge del malentendido acerca del sentido que cada uno de los interlocutores da a las palabras «mis piernas» (las piernas de carne y hueso para uno, las de madera que fabrica, para el otro); la lógica de lo absurdo lleva al cliente a hacer la siguiente observación: «-Por cierto que es raro que un hombre como V. que sabe hacer piernas que no hay más que pedir, use todavía las mismas con que nació.» El comerciante quiere una pierna mejor que la que ha perdido, en una palabra, «una pierna que ande sola». La continuación de la historia se basa en este juego verbal: mientras que el cliente utiliza la expresión en sentido figurado, el ortopedista la toma -por así decirlo- al pie de la letra.

El amputado no cabe en sí de gozo, es presa de «mil sabrosas imaginaciones y lisonjeras esperanzas», y hasta la naturaleza parece participar de su júbilo: «Era una mañana de mayo y empezaba a rayar el día feliz en que habían de cumplirse las mágicas ilusiones del despernado comerciante...». Su impaciencia se ve colmada; el ortopedista ha cumplido con su palabra. De paso, una pequeña frase atrae nuestra atención: «¡Ojalá que no la hubiese cumplido entonces!» Insólita observación -precisamente cuando parece que todo va a salir a pedir de boca- que está anticipando «la parte más lastimosa» de la historia en la que vemos al infeliz arrastrado por la pierna de madera que responde realmente a su deseo de que fuera «una pierna que ande sola». Una vez sentado este punto de partida, Espronceda saca de él todas las consecuencias según una lógica rigurosa de la que nace el elemento cómico. Efectivamente, la pierna echa a andar por sí sola, y vemos al obeso comerciante arrastrado a todo correr por las calles: «No andaba, volaba; parecía que iba arrebatado por un torbellino, que iba impelido de un huracán.»

Trata de agarrarse a lo que puede, pero se ve obligado a soltarse y, en su alocada carrera, arrolla a cuantos intentan detenerle. Para colmo, su indumentaria en paños menores -está en calzoncillos- sorprende e indigna; va a llamar a casa de Mr. Wood, pero cuando éste abre la puerta, su cliente está ya lejos, «arrebatado en alas del huracán». Por último, se dirige a casa de su tía, una respetable dama de setenta años que, escandalizada por la extraña conducta de su sobrino, le hace, tras la ventana del parlour (en inglés en el original) «una exhortación muy grave acerca de lo ajeno que era en un hombre de su carácter andar de aquella manera». Este pequeño cuadro, de un humor más bien inglés que quevedesco, concluye con una réplica del sobrino «pernialígero» que recuerda en tono burlesco las palabras de César moribundo a Bruto: «¡Tía! ¡Tía! ¡También usted!»

En el último párrafo, el personaje sólo aparece en los testimonios, referidos con la mayor seriedad, en torno al destino del infortunado: unos dicen que debió ahogarse en el canal de la Mancha; otros que le vieron cruzar como un rayo los bosques del Canadá y, al parecer, todavía se le habría visto recientemente, convertido en un esqueleto descarnado, errando por las cumbres de los Pirineos. Por último, desaparece por completo, y sólo la pierna de madera prosigue su carrera alrededor del mundo, «sin haber perdido aún nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo». Es un relato bien llevado, con un gran sentido de la observación y un ritmo que en ningún momento decrece. El equívoco en torno a la «pierna que anda sola» se mantiene hasta los límites de lo absurdo. Lo insólito nunca llega a tomar un carácter inquietante.

El tema del hombre víctima de un objeto dotado de vida propia reaparece un año más tarde en la introducción del folleto de Espronceda, El Ministerio Mendizábal, tomando la forma de una anécdota sacada de Henri Heine: un autómata alcanza tal grado de perfección que exige a su constructor que le dé un alma y le amenaza tanto que el pobre hombre debe huir para escapar de la máquina: «Y a estas horas, es fama que aún le persigue por todas partes, y le grita que le dé un alma con la misma tenacidad.»44 Pero en La pata de palo, el tema está tratado en tono cómico, e incluso burlesco. Aquí, Espronceda quiso simplemente divertirse y divertirnos. Da a su relato un marco inglés -como más tarde en Un recuerdo- que facilita la evasión. El recurso a algunas pinceladas de costumbres puramente británicas le permite guardar las distancias con lo sobrenatural o lo fantástico, logrando así divertir al lector sin hacerle nunca estremecerse de falso horror. En su Cuento inacabado, escrito unos años antes, Espronceda había demostrado que era capaz de tratar con ironía lo maravilloso seudomedieval. La pata de palo pone de relieve su aptitud para compensar con un discreto humor todo lo que podía tener de artificial lo fantástico. Por otra parte, este cuento resulta interesante por su carácter excepcional en las páginas de El Artista, si lo comparamos a los que publicó en la revista Eugenio de Ochoa, por ejemplo El castillo del espectro, Stephen, Luisa y Ramiro. Éste explota de forma sistemática temas horribles, macabros, tenebrosos, lúgubres o sobrenaturales extraídos de narraciones fantásticas de origen septentrional o germánico, y los grabados de Federico de Madrazo que acompañan dichos relatos ilustran en general las escenas más horrendas. Estos motivos aparecen insertos a veces en un marco histórico nacional (Ramiro) o incorporados a temas modernos (en Zenobia, o la historia de los desgraciados amores de una emigrada polaca en París)45. El siguiente pasaje de El castillo del espectro contiene buen número de estos tópicos utilizados incontables veces, y acumulados aquí por capricho:

Mientras de este modo pasaban el tiempo los habitantes del castillo, bramaba por de fuera el huracán y caía la lluvia a mares, rompiendo sólo la profunda oscuridad de la noche los vivos relámpagos que casi sin interrupción se sucedían en el firmamento. Respondían los del castillo con brindis, gritos y canciones de orgía a los terribles estampidos del trueno, que retumbaba con sordo ruido en aquellas bóvedas y los rugidos del torrente, estrellándose en las peñas sobre que estaba fundado aquel solitario edificio.46






ArribaEl exotismo histórico y geográfico y el género trovadoresco; nuevos fragmentos del Pelayo y el Canto del cruzado

Bajo las influencias conjugadas de Osián, de la novela negra y las leyendas anglosajonas a las que se suman la de El moro expósito y, luego, la del Don Álvaro de Rivas, lo ojival y medieval invaden la joven poesía española tras haber invadido unos años antes la poesía francesa. Esta boga conduce a una utilización nueva de determinados temas. Se sigue floreando sobre los temas ya presentes en las composiciones de finales del siglo XVIII, tales como los de la luna y la noche; pero suelen incorporarse con frecuencia a una atmósfera lúgubre o siniestra que sirve de marco a una anécdota histórico-legendaria situada en la mayoría de los casos en tiempos de las Cruzadas. Las obras publicadas por Ochoa en El Artista constituyen el ejemplo más característico de esta inspiración: así, El misántropo, El monasterio, La muerte del abad, La vuelta del Cid explotan a fondo esta vena. Incluso a veces, el ansia de color local induce a la introducción de palabras o giros arcaicos en los versos: como en el caso de la trova titulada Don Rodrigo, en la cual Pedro de Madrazo describe la llegada de un caballero a un castillo -«de góticas formas», por supuesto- en el mismo momento en que se oye el fragor del trueno; al final de la obra el poeta acumula los efectos siniestros: un búho vuela hacia la torre «de lúgubres silbos [sic] poblando el ambiente»; bajo la lluvia torrencial, cae un rayo en el edificio, y resplandece la lanza manchada de sangre del desconocido; por último, «un eco de muerte de lo alto salió».47

Este es el tono común a la mayor parte de las poesías publicadas en El Artista. Los colaboradores de la revista practican con harta frecuencia el género trovadoresco, caído en desuso desde tiempo atrás en Francia. En su Sermon sur l'Épiphanie, Fénelon oponía ya el «buen tiempo pasado» a la edad moderna, bárbara y corrompida, y ponía el castillo como símbolo de las virtudes ancestrales. Recuperando lo que en Francia es un tópico desde aproximadamente 175048, Eugenio de Ochoa, Pedro de Madrazo, Marcelino Azlor, Salas y Quiroga, Patricio de la Escosura, Julián Romea y Zorrilla vuelven a dar vida, a cuál mejor, a bellas damas abandonadas, dolientes cautivas, caballeros de regreso de Tierra Santa, a los que sitúan en paisajes nocturnos, cruzados por relámpagos de tormenta o en castillos y conventos tenebrosos o sepulcrales. Este retorno a la Edad Media va acompañado en algunos casos de una reconstrucción más o menos arbitraria de la lengua de la época. Pedro de Madrazo publicó en El Artista (t. I [n.º 7, 15 de febrero] de 1835, pp. 78-79) una poesía titulada Separación y escrita en una especie de «fabla antigua» (al igual que Agustín Durán, que había dado a la Revista española del 17 de noviembre de 1832, unas Trovas a la Reina Nuestra Señora en castellano seudo-antiguo). Unos meses más tarde, explicaba del siguiente modo las razones de sus preferencias:

Las trovas amorosas de la edad media están llenas de ternura, de fidelidad, de nobleza y pundonor: no se encuentran en ellas esa bajeza, ese servilismo, ese floreo empalagoso que respiran las letrillas a Clori, Filis y Silvia de nuestros modernos poetas amadores, ni esa repetición de lugares comunes que causa hastío aun a las mismas hermosuras a quienes van dirigidas bajo fingidos insulsos nombres.



El trovador -añade- no lloraba «como un marica» cuando sufría pena de amores, sino que expresaba sus lamentos «en versos llenos de ternura y de dignidad varonil y caballeresca». En aquellos tiempos de heroísmo, nobleza y barbarie, no se conocían las artes del fingimiento como en nuestra época civilizada y educada. Después de citar unos versos de Villasandino dedicados a los amores de Pero Niño y Beatriz de Portugal, concluye diciendo: «El lenguaje de estas tres estrofas manifiesta la poca afectación de nuestras antiguas poesías. En el siglo XIV nuestras costumbres eran intactas; en el XVII ya fueron adulteradas, y en el XIX han sido, hasta ahora, francesas!!»49

Las obras de este tipo, en verso o en prosa, publicadas en la revista, se insertan en la misma corriente que las colecciones de romances publicadas por Durán entre 1828 y 1832, posteriormente El moro expósito en 1834, las poesías de Zorrilla a partir de 1837 y, por último, los Romances históricos de Rivas en 1840, así como las traducciones cada vez más numerosas de Walter Scott y la Colección de novelas históricas publicada por Delgado en los años 1834-1835. Un colaborador anónimo de El guardia nacional de Barcelona, en un artículo publicado en agosto de 1836, o sea un año después del de Madrazo, explica con mayor claridad las razones de este gusto:

La Edad Media, fuente abundantísima de brillantes y caballerosos hechos, de horrendos crímenes y de pasiones violentas, la Edad Media, romántica por sus recuerdos, tenebrosa por su feudalismo y gloriosa por su espíritu guerrero, no podía menos de excitar el entusiasmo de nuestros literatos que levantando una bandera nueva, pero brillante, rompieron las trabas que hasta el día han sujetado en parte el vuelo de la imaginación, la nueva escuela, si así puede llamarse la que inspiró a Calderón sus románticos dramas; la escuela de la creación, sublime y filosófica, parece haber escogido por campo de sus glorias aquellos siglos mágicos con sus cruzadas, sus eternos combates y su fanatismo religioso.50



Así va imponiéndose una especie de transposición de temas actuales en situaciones y sentimientos proyectados en este pasado remoto. Cuando Jacinto de Salas y Quiroga canta La muerte del bravo51, no es el sacrificio por su patria de un soldado cristino en la guerra contra los carlistas lo que está describiendo, sino el de un héroe medieval imaginario; y concluye diciendo que no hay que llorar por su suerte, ya que el bravo ha buscado y conseguido la gloria, muriendo feliz por haber defendido su país. Luis Usoz y Río termina su poesía Una noche de diciembre, aventura amorosa afirmando que el amor de su bella le hará olvidar todo, incluso


de [su] Patria la ajada beldad,
y su púrpura y grillos eternos,
sus discordias y eterno penar.52

En la crónica (sin firma) sobre la función patriótica del 22 de octubre de 1835 en el teatro de la Cruz se rinde homenaje a la «adorada Cristina», pero sólo aparecen reproducidas dos composiciones anodinas: un soneto de Mariano Roca de Togores (Isabel 1.ª y Cristina) y una letrilla de Bretón; sin duda el «ditirambo del señor Espronceda» pareció demasiado belicoso para ser insertado53. Naturalmente, tal como lo había anunciado ya en el prospecto, El Artista nunca se ocupó de temas políticos, a no ser que tuviesen alguna repercusión en las artes; lo cual se produjo una sola vez, durante el período -febrero-marzo de 1836- en que la desamortización de los bienes del clero condenó a la demolición a edificios religiosos de gran valor artístico. Aparte de los numerosos retratos que ilustran las biografías, las láminas fuera de texto representan con frecuencia monumentos antiguos: la catedral y la puerta de Bib-Arrambla de Granada, el hospital de La Latina de Madrid, un patio árabe o la Puerta del Sol de Toledo.

Durante cierto tiempo, Espronceda halló en esta reconstrucción ideal del pasado nacional el medio de expresar sus sentimientos. Según tuvimos oportunidad de decir anteriormente, entre los manuscritos suyos que se remontan a la época de la emigración, figura la copia de poesías del siglo XVI citadas en un apéndice a la Poética de Martínez de la Rosa; asimismo en el capítulo XVII de Sancho Saldaña hace cantar a Leonor una especie de villancico cuyo estribillo es una hábil imitación de los del siglo XV54. En marzo y abril de 1835, un mes antes de que saliera El Pastor Clasiquino en El Artista, Espronceda dio a la revista algunos fragmentos de Pelayo, los primeros que aparecieron publicados. Iban precedidos por una breve introducción que los presenta como trozos de «una obra escrita según las doctrinas románticas», es decir -insistimos- según lo que se entendía por doctrina romántica en la revista55. Dichos fragmentos (vv. 17-48; sueño de Rodrigo, vv. 129-192; Descripción de un serrallo y Cuadro del hambre, vv. 754-873) no forman propiamente parte del plan de la epopeya según lo había concebido Lista, y no incluyen ni una sola de las estrofas compuestas por éste para su discípulo. La selección de Espronceda se orienta hacia cuadros descriptivos que forman cada uno de ellos un conjunto acabado. Tan sólo el Cuadro del hambre se inicia con un hemistiquio («Mas todo en vano fue...») que sirve de transición entre la descripción de la indigencia de los españoles y la probable descripción proyectada -o escrita y posteriormente desechada o perdida- de sus esfuerzos en la lucha contra el invasor. Aunque el episodio del sueño de Rodrigo contiene todavía muchos tópicos académicos («guadaña impía», «ominosa lumbre», «brazos ... fornidos», «trilingüe punta» de la lengua del dragón, «helado sudor», etc.), no obstante la aparición de la Muerte, la visión de las simas infernales, así como la descripción de la angustia de la víctima, dan al conjunto un tono sombrío, unas tintas siniestras, como las que hallamos en la novela de terror y la poesía propia del romanticismo frenético. Brereton ha comparado este fragmento con los versos 1480-1701 de El estudiante de Salamanca y con los versos 114-121 de El reo de muerte, en los que reaparece en términos muy similares el tema del hombre que sueña que le están estrangulando56.

El sueño de Rodrigo narrado por Espronceda presenta algunas analogías con la Florinda de Rivas, publicada en 1834, y con la Gerusalemme liberata de Tasso. Está precedido por un breve cuadro de cuatro estrofas, en las que se evocan las diversiones y los juegos en la corte de Toledo, y muy brevemente el episodio de Rodrigo y Florinda. En él hallamos, de paso, el tema del festín en el palacio. Hay en este pasaje una atmósfera de sensualidad casi oriental que reaparece en la descripción del serrallo: Aldaimón y Rodrigo tienen en común el mismo gusto por los placeres. Según parece, Espronceda quiso conseguir un violento efecto de contraste entre esta visión de paz y despreocupación, y la narración, publicada a continuación, de la pesadilla que asalta al último rey godo. Se obtiene un efecto similar mediante la yuxtaposición de la descripción del serrallo y del Cuadro del hambre. En resumen, este primer fragmento constituye una escena de género que tiene muy poco que ver con un poema épico dedicado al rey Pelayo. Lo mismo sucede con la descripción del serrallo, de la que no hallamos ningún antecedente entre los poetas que Espronceda pudo leer en la época del Colegio de San Mateo y de la Academia del Mirto. Este fragmento es fruto de un mero exotismo. Nos consta la importancia del Próximo y Medio Oriente en la literatura y las artes en el momento en que Espronceda se encontraba en Londres y en París: relatos de viajes reales o imaginarios, estampas, cuadros, libros de versos describían, a cual mejor, los hábitos y costumbres de los pueblos de Iliria (La Guzla de Mérimée), de los países musulmanes o de Grecia (Delacroix, Byron, Hugo).

El Cuadro del hambre parece guardar más relación con el tema general del poema que los fragmentos anteriores, ya que podía fácilmente incluirse en una descripción general de las desdichas de España bajo el yugo árabe. En él pueden hallarse posibles reminiscencias de la Numancia de Cervantes o de la de López de Ayala, de La Henriade de Voltaire, de Mariana, y tal vez también de Virgilio; además el pasaje es aún de estilo neoclásico. El cuadro finaliza con la descripción del moribundo despedazado por un buitre, visión aterradora que las reglas del decoro académico hubieran rechazado sin apelación. Cadalso, en sus Noches lúgubres, nunca llegó tan lejos en el horror.

En ninguno de los fragmentos del Pelayo que Espronceda ofrece a los lectores de El Artista aparece personal o indirectamente el héroe que da nombre al poema proyectado. Las estrofas que selecciona están vinculadas, por su contenido, estilo y colorido, tanto al género trovadoresco como al género tenebroso. Ochoa podía pues con razón considerarlas «románticas», ya que la mayoría de los textos que salen a la luz en su revista responden a las mismas características. Unas semanas después de los dos últimos fragmentos del Pelayo, Espronceda pública El Pastor Clasiquino. Era lógico por lo tanto que decidiera dar a conocer los únicos cuadros de su epopeya inacabada en los cuales, si bien no habían desaparecido del todo los tópicos de la poesía del siglo XVIII, eran cuando menos muy poco numerosos, y además los temas pertenecían al género de moda practicado por los colaboradores de El Artista.

En tiempos de la Academia del Mirto, Espronceda era capaz de componer cuadros que, pese a su torpeza, demostraban su habilidad para aprovechar con tino el surtido de accesorios académicos. A su regreso de Francia, da muestras de similares dotes en la novela histórica, así como en el género trovadoresco. Un testimonio de este período, caracterizado por el interés por una Edad Media idealizada y en general por las remotas épocas del pasado nacional, lo dejó el poeta en El canto a Teresa. Al evocar sus admiraciones de juventud y los sentimientos que le animaban entonces, cita a los héroes de la Antigüedad que suscitaban su entusiasmo, y añade luego:


El valor y la fe del caballero,
del trovador el arpa y los cantares,
del gótico castillo el altanero
antiguo torreón, do sus pesares
cantó tal vez con eco lastimero,
¡ay! arrancada de sus patrios lares,
joven cautiva, al rayo de la luna,
lamentando su ausencia y su fortuna
[...]
Ya al caballero, al trovador soñaba
y de gloria y de amores suspiraba.57

Uno de los temas evocados aquí fue tratado en la Canción de la cautiva -única obra en verso inserta en Sancho Saldaña, directamente vinculada con la acción novelesca- que no incluye nada personal a pesar de su factura armoniosa. Espronceda había asignado ya, tanto al príncipe Sancho del Pelayo como al Enrique de Blanca de Borbón, los rasgos del perfecto caballero. Sus compañeros en Londres y en París también se sintieron atraídos por el Medioevo. Entre los manuscritos que pertenecieron a Balbino Cortés, hallamos una primera versión, fechada de 1830, de El paladín cautivo de Eugenio de Ochoa; en 1827, Juan Florán escribe una Cantinela en la que se nos presenta a un trovador que, bajo la lluvia, se acerca a pedir hospitalidad a la puerta de un castillo. Pero una de las poesías que suscitó el mayor número de imitaciones fue el Canto del cruzado de Espronceda, del que tan sólo aparecieron publicados algunos fragmentos en 1836 y 1837 en El Español58.

Conocido en Madrid hacia mediados de 1834, el Canto del cruzado inspiró varias composiciones del mismo tipo, tales como El bulto vestido del negro capuz de Escosura, El guerrero y su querida de Marcelino Azlor, Ricardo de Julián Romea (todas ellas publicadas en El Artista), El sayón de Romero Larrañaga y Blanca de Juan Francisco Díaz. Están todas construidas por el mismo patrón y contienen idénticos motivos: noche de tormenta, relámpagos, río tumultuoso o mar embravecida, ave de mal augurio, destellos de armas y armaduras, castillo aislado y personaje misterioso59. En el siguiente párrafo, Narciso Alonso Cortés ha definido perfectamente el carácter de esta composición que quedó inconclusa, pese a que constaba sin embargo de doscientos noventa y ocho versos:

Llama la atención en el Canto del cruzado el, como si dijéramos, apresto de romanticismo incipiente, que le da carácter. La variedad métrica, con predominio de dodecasílabos; las pinceladas abigarradas del fondo; ciertos rasgos curiosos, como la frecuente omisión del artículo, el empleo de sustantivos y adjetivos extemporáneos y bizarros, de frases escuetas y elipsis desusadas; los trozos de diálogo seco y cortado... Todo ello da a el Canto del cruzado un tono de original ingenuidad.



Piensa que Espronceda abandonó esta obra por considerarla de poco valor, pero «como precisamente estos rasgos nuevos y llamativos habían de tener particular atractivo para los poetas que daban sus primeros pasos en la lírica romántica y que veían en Espronceda al maestro indiscutible, bien pronto el Canto del cruzado tuvo imitaciones».60 En lo que a Escosura se refiere, prueba de ello la tenemos en la carta que escribió a Vega el 13 de marzo de 1835 desde Pamplona; en ella habla de su poesía El Bulto vestido del negro capuz, compuesta según su propia confesión a partir del Canto del cruzado, y solicita de Vega, Bretón, Espronceda, Alonso y Grimaldi la opinión que les merece: «Es a manera de acto de fe romántico; más claro: es un poemilla bastante para que el clasicismo, si hiciera caso de mí, me tuviera por tan hereje como el Papa a Martín Lutero.»61

En algunos pasajes, el Canto del cruzado todavía lleva la impronta del neoclasicismo. Zoraida, la protagonista de la primera canción intercalada, también es la de una tragedia de Cienfuegos que Espronceda parece haber recordado; y la de una corta obra de Lista, en la que ésta espera el regreso de Abenámar al que cree muerto tal vez62; por último, lleva el mismo nombre que un personaje de Sancho Saldaña, cuyo capítulo XXXVII va precedido precisamente de un epígrafe sacado de la obra de Cienfuegos. Casalduero ve cierta influencia de Osián en algunos de los motivos utilizados por Espronceda: «tormenta, fantasmas, vírgenes tímidas, arpas junto a las liras, el bardo junto al trovador; el festín es otra fiesta de las conchas.»63 Sin duda es así, pero aquí estos motivos aparecen transformados, o en cualquier caso adaptados a un marco medieval que no está localizado en las brumosas montañas del Morven. El tema del festín en el castillo se encuentra reiteradas veces en Espronceda: en el primer fragmento del Pelayo, en el capítulo XXXIII de Sancho Saldaña y al inicio de Blanca de Borbón en donde lo hallamos como breve referencia en las primeras réplicas. Todos estos temas desaparecen más adelante. Tan sólo uno se traslada a El estudiante de Salamanca: el del hombre enmascarado, que nos encontramos en la primera parte, y que está presentado en una atmósfera de misterio nocturno bastante similar a la del Canto del cruzado. No obstante, esta última obra contiene algunos rasgos personales. En dos ocasiones, Espronceda nos muestra cómo al caballero se le apaga bruscamente la mirada y sus ojos pierden el brillo; Casalduero ve en ello una nota autobiográfica: «los amigos del poeta nos han dejado el testimonio de este cambio en su mirada y en su sonrisa [de Espronceda]»; también está la intrepidez del personaje, su deseo de olvidar un pasado cuyo recuerdo le resulta penoso evocar64, tema frecuente en efecto en su obra. Puede añadirse aún que la canción de Zoraida desarrolla el tema, caro a Espronceda, de los amantes separados, presentado aquí desde el punto de vista de la mujer y que, por su tratamiento, recuerda La Fiancée du timbalier de Hugo. La segunda canción intercalada describe una situación derivada de este mismo tema: el retorno del cruzado junto a su amada, de la que se ha visto alejado durante largo tiempo.

A medida que va avanzando en la composición de Sancho Saldaña, Espronceda multiplica las alusiones a la realidad contemporánea, los juicios personales más o menos explícitos sobre los hombres o las instituciones; lo cual se aprecia sobre todo en los dos últimos volúmenes, escritos a lo largo del segundo y tercer trimestres de 1834. Tal vez el poeta compensara así, de forma más o menos consciente, cierto hastío por la empresa que el contrato con el editor le obligaba a llevar a término. A su regreso a Madrid, Espronceda se dedicó también a retocar Blanca de Borbón, pero la copia que contiene el último estado de la obra está incompleta: falta el quinto acto65. El abandono de una obra en la cual, según demuestran las numerosas tachaduras y correcciones de los manuscritos conocidos, el autor había trabajado detenidamente, se explica a nuestro juicio por las mismas razones que el abandono del Canto del cruzado: ninguna de estas dos composiciones respondía a la idea que Espronceda se hacía de la literatura. El poeta que en El Artista calificaba de soporífica la Camila de Solís y alababa el Alfredo de Pacheco, no podía sino haber desistido de la idea de acabar y llevar a las tablas su tragedia, completamente neoclásica en su concepción y estilo.

Tanto el Pelayo, como el Canto del cruzado y Blanca de Borbón, quedaron inacabadas porque Espronceda tomó conciencia de la parte de artificio que contenían estas reconstrucciones históricas. Algo más tarde, publicará fragmentos de las dos primeras obras, pero no las considerará dignas de ser concluidas.

En cuanto a la tercera, renuncia a ella por razones literarias, pero también por los motivos políticos a los que ya hemos aludido anteriormente66. En el momento en que deja de colaborar en El Artista, hacia mediados de 1835, comienza una nueva etapa en su poesía, cuyo inicio viene marcado por la célebre Canción del pirata, si bien ésta sólo adquiere pleno sentido cuando la comparamos con las demás canciones publicadas a fines del mismo año.





 
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