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José Ángel CILLERUELO, Lunáticos

La Isla de Siltolá, Sevilla, 2017, 77 págs.

Un escalofrío recorre la columna vertebral del armario cuando la cortina al moverse levemente lo roza.


Pájaro en la rama que canta la belleza de la nada. Olas que salpican el agua que la arena bebe. Estar. Y al estar, ser.


El infinito suena. En el tintineo de la taza al desleír con la cucharilla el azúcar en el café.


Sigo con atención las indicaciones gimnásticas del aire a las pocas hojas que aún quedan en las ramas.


Alguien posa la mano sobre la piedra fría y en su helor descubre el don que no abandona.


Las hormigas y sus trazados geométricos. Las arañas y sus crucigramas transparentes. Los gatos y sus elipsis.


Crecen en una sombra sin que nadie se dé cuenta, ni las descubra. En los labios cobran colorido un instante y luego vuelan.


Cuando vio quiénes eran los adalides del momento supo que era el único héroe: su capacidad de contención. Esa alegría de lo no perecedero.


Los pensamientos son conmociones que el sol del mediodía ha evaporado de las aguas del río.


Crece cuanto más se entrega. Más se entrega cuanto más intenso se siente.


Buscar peces entre las piedras y encontrar el silencio del fondo del río.


Aprender el oficio de alfarero: moldear con las manos la arcilla del tiempo para construir días que conserven dentro el frescor del agua.


Se aprende a soñar en la manera que tiene el viento de agitar lo real.


Una ventana es el ojo que mira el paisaje desde la frente del cíclope y es el paisaje que contempla el ojo del cíclope.


Las soluciones dan fe de que hay problemas. ¿Qué decir de una civilización obsesionada por encontrar soluciones?


Es la magia de esta época: todo existe y nada es real. Salvo los libros, que son reales pero no existen.


Y ni siquiera las palabras, que se posan sobre la alfombra luego de pronunciarlas, consiguen permanecer quietas.


El paseo amansa el paisaje.


Las luciérnagas entre la maleza escenifican los puntos suspensivos de las frases que el día dejó a medio decir...


Esa forma de rasgar el silencio que provoca un alud.


La forma más intensa de diálogo que conozco, el silencio. Hablar parece, ya, una nueva especie en la clasificación de los ruidos.


Las palabras desvisten a quienes las entregan en silencio.


Las lecciones del árbol: su paciente escritura en anillos sucesivos solo podrá ser leída con carácter póstumo.


Trato de amarrar cada jornada al noray de un aforismo, pero al cabo pierdo dos barcas.


Una palabra chapotea en el estanque de la tarde. Se niega a convertirse en agua embotellada.


Hay un libro que nadie puede leer, solo admite escritura. Lo conoce quien lo escribe, pero solo mientras lo está escribiendo.


Una bandada de palabras ruidosas se detiene en línea sobre la página en blanco. Su silencio.


Mi manera de pasear por el campo recogiendo flores es pasar la tarde leyendo.


Qué curioso: cuanto más individualismo, menos consigue el individuo dar valor personal a sus vivencias.


Quedarse quieto, una opción para seguir avanzando. Avanzar, una posibilidad de no moverse.


Cómo admiro el empeño de las estrellas fugaces en poner acentos a las palabras que la oscuridad escribe a ciegas.


A la orilla del río me siento en una piedra. Sobre las piernas, el cuaderno de tapas negras donde convierto la corriente en espejismos.


Buscar el equilibrio entre lo que se entiende y no se entiende es siempre en vano. Lo que se entiende, se olvida; lo que no, no se recuerda.


Empieza el tratado que quieres escribir con una frase de diecisiete sílabas. Luego, por el punto final.


Cómo saber algo sobre el espacio si el lugar conocido ni se mira y el desconocido ni se ve.


Un aforismo es la expresión lúcida de un pensamiento capaz de revelar el mecanismo fenomenológico de lo real.