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Un utópico país llamado «ERAR»

Noé Jitrik






Introducción

Desde hace tiempo se considera que Los siete locos es el punto culminante de una obra. Pero esa novela en particular, no la que le sigue, Los lanzallamas, que, sin embargo, hace una unidad con aquella, tanto en los hechos (pueden y deben leerse una detrás de la otra) como en los anuncios formulados por el autor. No obstante, hay diferencias muy perceptibles: Los lanzallamas se dilata e incluso se diluye, lo explicativo en el orden ideológico, psicológico y referencial, predomina por sobre la nerviosa tensión narrativa que raras veces decae en Los siete locos; si, para decirlo figuradamente, esta novela es una suerte de río correntoso, en la otra el agua narrativa se pierde en esteros o en islotes; esto se ve mejor que en otros lugares en el que ocupa la psicología: si en un principio -digo «psicología» y no «dimensión psicoanalítica»- aparece tal vez sólo como una grilla caracterológica de fundamento literario, deviene, en el incontenible impulso explicativo, discurso conductista, de humor involuntario. En fin, hay una ansiedad tal por decirlo todo que no se podría no ver en ello la causa de un agotamiento: es como si se hubiera estado apagando la fulgurante posibilidad de hacer confluir varias vetas en puntos de concentración y, en cambio, cada una de ellas hubiera exigido desarrollos sectoriales, sin ya ninguna posibilidad de no prestar atención a esa exigencia1.

Pero, como se dijo, los dos títulos configuran una unidad y como tal habría que leerlos, dejando de lado una fractura de la que habría que dar cuenta y en la cual explicación tendría peso, sin duda, la circunstancia personal, o sea, qué pasó con cierta genialidad. Por el contrario, una lectura de continuo, admitiendo que entre los dos textos hay un continuo, puede ser fructuosa porque lo que puede recoger, además del insólito placer de la tensión, realzada por los instantes de baja, es una multiplicidad de núcleos que están por todas partes, en uno u otro, y que, articulados, dan idea de un proyecto o de una situación, permiten indagar al margen de la estructura argumental, hasta cierto punto deconstruyendo2.

Al margen de la estructura argumental: parece incidental pero en la medida en que esta frase postula un acto de libertad -frente a la ya abundante crítica que, de un modo u otro, gira en lo argumental- asumir ese lugar tiene ventajas accesorias como, por ejemplo, dejar de lado tópicos remanidos o, por lo menos, el sometimiento a lo explícito que, a su vez, da lugar a una reduplicación de un «querer decir» bastante a la mano, apenas disfrazado en las novelas por el principio de la falsedad, de la imaginación o de la ambigüedad en los mensajes políticos y sociales3.

Mi lectura de ese continuo, sin negarlo, será fragmentaria; tratará de capturar algunos de los núcleos que se ofrecen con toda prodigalidad, difíciles de evitar a fuerza de ser propios y característicos de una escritura tan sorprendente, quizás más todavía ahora que en su momento, más actual en sus entretelas secretas que mucho de la literatura que circula como lo actual y moderno, como lo propio de nuestro tiempo.


Relato caracteropático, texto insomne

Es difícil sustraerse a la tentación de hablar de «estilo» durante y después de una lectura de Los siete locos. La noción, sin embargo, no puede ser más que aproximativa y alusiva porque no se trata tan sólo de «un» escritor sino de ciertas resonancias que para ser comprendidas necesitan otras entradas, además de la individual. Habrá, por lo tanto, que intentar ingresos circulares, que rodean, o helicoidales, que arrastran diversos planos a tener en cuenta para caer en un lugar único, menos de síntesis que de concentración; habrá, igualmente, que no desmerecer impresiones de conjunto ni analogías con lo que ofrecen otros tipos de discurso, todo con el objeto de mostrar algo de estos textos al mismo tiempo que el «modo» de llevar a cabo un trabajo crítico sobre un texto ya muy recorrido pero no agotado, que parece todavía ofrecerse y resistirse a las novedades que prometen modelos de crítica todavía en curso y en acción4.

De este modo, lo primero que salta a la vista, y para instalarse de entrada en la analogía, es que esta narración es taquicárdica, sobresaltada, todo lo contrario de los relatos con un plan bien amarrado y de ejecución controlada. Desde el punto de vista de la sintaxis narrativa predominan los cortes, lo elíptico, aunque los motivos no quedan suspendidos y hay una idea, moral inclusive, de final: «Perece la casa de la iniquidad» en un sentido, todo era un fraude en otro y, por fin, lo que es mucho más importante, un «Comentador» revela su juego sobre la verosimilitud, muestra que hizo lo que quiso con ella, pone patas arriba la tranquila noción de narrador y construye trampas de lectura con toda omnipotencia.

Esa desenvoltura, empedrada de reminiscencias literarias -que a su vez permiten pensar en la «traducción» como principio de escritura-5, y que ha autorizado a muchos a mencionar sin descanso el remanido tópico del «escribir mal», caracteriza el texto a punto tal que se podría hablar de «relato caracteropático», lo cual entraña dos consecuencias; por un lado, determina cierta imitabilidad de escritura (que es en el fondo lo que permite hablar de «estilo»); por el otro, el efecto de nerviosidad que lo recorre -que se ve en los cortes, tanto en las descripciones de las figuras como en la ilación misma, así como en el abuso explicativo («este hombre habla sin parar» piensa la Coja, nerviosamente, del Astrólogo)-, promueve cataratas asociativas en el crítico, que debe optar por parcialidades si no quiere ser tragado por esa rítmica.

Primera aproximación, pues, que permite pensar en una «irrupción», en una ruptura y, quizás, en un obstáculo: sería, en la irrupción, un texto diferente, en la ruptura una propuesta de efecto sobre un sistema literario, en el obstáculo aquello que lo ha preservado de anexiones fáciles, en que muchos textos de irrupción tumultuosa han caído. En la suma de estas tres nociones, habría un principio de explicación: es un texto insomne, que no deja dormir, conclusión quizás personal y de experiencia pero que, a la vez, sugeriría una condición para la fundación de una literatura. Dicho de otro modo, una literatura es tal, posee identidad, cuando se reconoce en textos que no dejan dormir.




Familia de personajes

A primera vista, el peso narrativo de las dos novelas de Arlt recae en los personajes. Concentran no sólo el discurso pesado, ideológico e intencional que podría atribuirse al autor, sino también el desarrollo de la acción misma. Goloboff observó que es tanto así que en los propios nombres -que, por otra parte, es lo que define la función del personaje-, tanto por los segmentos fonéticos semejantes que hay en muchos de ellos (la sílaba «er» por ejemplo), como en el orden de los magníficos apodos («El hombre que vio la Partera», «El buscador de Oro», «El Rufián Melancólico», el «Astrólogo», «La Coja»), se advierte una carga específica, como si se quisiera dirigir la atención a alguna parte, que no es otra, a mi juicio, que el papel concentrador que desempeñan6.

Veamos, por orden, el primer aspecto incidentalmente destacado: el papel que desempeña en los nombres el grupo fonético «er». Marca, de entrada, un nombre, Erdosain. A poco andar, se lo advierte en otros, ya sea en posición inicial, Ergueta, ya final, Haffner, ya central, Bromberg y Alberto. Para decirlo con una terminología acotada, hace de núcleo productor o bien de hilo conductor7. Pero, al mismo tiempo y apenas se lo observa, hace ir para atrás en la obra de Arlt en Astier (El juguete rabioso) y para adelante en Balder (El amor brujo)8. Visto por lo fonético, ese grupo ofrece dos variantes: la e cambia en a (Barsut) y la r en s (Espila). Estas dos variantes se combinan en el principal apodo del texto, Astrólogo.

Se trata, pues, de dos líneas, una que se articula sobre la e (y que aparece también en Elsa, Emilio, Eustaquio) más la r y la otra sobre la a más la r; serían como dos paradigmas que podrían tener su punto de partida, el primero en el nombre del autor, Roberto, el segundo en su apellido, Arlt, que tiene un refuerzo, que podríamos considerar freudiano, inconsciente, en el nombre de su padre, Karl. La relación con el autor es buena para salir del paso, pero peligrosa como enfoque pues conduce inevitablemente a la idea de «proyección» de una persona física, con su gravedad biográfica probable, sobre los personajes o, lo que es lo mismo, a la idea de que todos los personajes son él mismo, afirmación tan obvia como paralizante: sabemos que siempre es así y al mismo tiempo nunca lo es puesto que en un texto se trata de escribir y no sólo de referir(se). Yo diría, por el contrario, y a fin de ligar este aspecto con otros, que con un fragmento de significante se articulan filiaciones que confluyen en lo que podríamos designar un «aire de familia» o, mejor aún, postulan una utopía suspendida, como si a partir de una raíz propia de una topología, un país, por ejemplo, llamado «ERAR», todos los nombres de sus sujetos fueran declinaciones de esa raíz, y que postulan, al mismo tiempo, subordinaciones, en suma destinos fatales. Como si en los nombres mismos se manifestaran pertenencias a clases, jerarquías, en suma estructuras, aunque lingüísticamente sea difícil demostrarlo.

En cuanto a los cambios que se registran en los mencionados paradigmas, si como tales indican una operacionalidad, no cuesta trabajo reconocer otros productos: Lenin está sin duda en Lezin y, no menos importante, el Hipólito nada mítico sino la encarnación misma del contexto (Hipólito Yrigoyen llena con su presencia tanto la existencia de Roberto Arlt como las interpretaciones sociológicas que las novelas tematizan), aparece transformado en Hipólita, personaje que, con el Astrólogo Lezin, exhibe el máximo manejo y control de lo que podría ser la virtud de la transformación, o disfraz si se quiere o paso de una clase social a otra.

Este sistema está emparentado, desde luego, con el procedimiento de la puesta en clave en la medida en que en ambos hay un inequívoco querer decir o aludir en lo onomástico. Pero hay diferencias: la puesta en clave reivindicaría una resignificación en el orden de los referentes; en lo que hace Arlt, se produce significación en varias direcciones: en el campo de las operaciones del imaginario, en el establecimiento de conexiones con sistemas literarios, en la tentativa de desrrealizar en el plano casi imperceptible de las resonancias sonoras.




Escritura por parodia

Los personajes así destacados parecen investir por añadidura cargas semánticas muy marcadas en los discursos que emiten; algunos de ellos responden a situaciones discursivas claras (las discusiones del grupo en Temperley o las explicaciones didácticas del Astrólogo) o no tanto (las confesiones de Haffner a Erdosain, o de Erdosain a Hipólita, o las reflexiones solitarias de Erdosain)9. Esa masa semántica, que brota sin cesar, da lugar a consideraciones, como las que hace José Amícola, de tipo contextual10. Lo que los personajes declaran, por lo tanto, se puede comparar con discursos reconocibles de circulación social; en lo que el Astrólogo dice, por ejemplo, hay claras reminiscencias fascistas, el Mayor dice lo que piensan los militares, el Abogado se maneja con reconocibles términos de la jerga comunista aunque lo más observable en cada uno de esos discursos es una mezcla de diversas y a veces contradictorias irrupciones ideológicas muy de la época: comunismo, fascismo, mística, caracterología, psicología, anarquismo. Sea como fuere, y desembrollando las pertinencias ideológicas, esa puesta en contacto de los personajes con lo que circula política, ideológica e intelectualmente en la época, le permite a Amícola trazar el panorama de un pensamiento que se venía gestando en la Argentina desde fines del siglo pasado, en su doble vertiente principal, anarquista y fascista, y del cual Arlt parece haberse hecho cargo, según Amícola, a partir de ciertos autores (Lugones, Bakunin, Sorel, Nietzsche, el infaltable Dostoievski) pero a través de lo que son y dicen sus personajes, no en su propio pensamiento, que habría tomado distancia de esa «ensalada que ni Dios la entiende», en expresión del Astrólogo11.

Ahora bien, si en los discursos de los personajes se reconocen las fuentes, eso no quiere decir que Arlt las haya servilmente transcripto sin declararlo. Quizás sin modificar demasiado los «contenidos» Arlt ha reescrito y en eso consiste su interés. Lo ha hecho, me parece, mediante procedimientos propios de la parodia que funciona en lo particular, respecto de cada uno de esos dos paradigmas (y de ciertos textos que los expresan), y en lo general, en tanto por el lado de la parodia estaría convirtiendo en material literario lo que para muchos, incluidos sus lectores, constituía la única posibilidad de interpretar lo que estaba ocurriendo en la sociedad. Volveremos sobre la parodia12.

Pero, en el punto en el que estamos, los personajes, conviene establecer una prevención: si se persiste en una perspectiva «personajística», o sea en el propósito de establecer lo que cada personaje encarna de lo que sucede en el mundo real e histórico, no se saldrá del ámbito realista representativo y, en consecuencia, no se podrá si no absolver o condenar al autor por el grado de sumisión o rebeldía que manifiesta en relación con tales sucesos. Eso ha sido un quebradero de cabeza para muchos críticos: ¿se ha dejado Arlt seducir por el discurso fascista? ¿Es un auténtico anarquista que desearía destruirlo todo? ¿Posee una «claridad» ideológica que lo rescataría del infierno pequeño burgués del que sale y del que quizás no se desprenda nunca? ¿Es un auténtico revolucionario en el sentido marxista de la palabra? Yo creo, por el contrario, que si se entiende que los personajes, como también lo considera Goloboff apoyándose en Molho, son tan sólo «un» elemento de la narración y que son construidos «de toutes pièces», habrá que ver ante todo cómo son construidos; un ejemplo de esa construcción ha sido ya establecido, lo que concierne a la acción de la partícula «er»; en seguida, habrá que ver qué capacidad semiótica poseen esos núcleos; en el caso de «er» las transformaciones hacen pensar en un mecanismo de distorsión respecto de un punto de partida o sea en dos especularidades, una individualizada y directa, de la que ya hablamos, Arlt como original, sus personajes como constructos que ocultan y encubren, y otra textual, los personajes dostoievskianos o sainetescos u observables en la calle como el original, sus personajes, aunque articulados por el juego entre «e» y «a», como imágenes deformadas13. Si a eso se añade los curiosos y originales sobrenombres, encubridores/delatores por definición, más los encuadres fuertemente teatrales en los que aparecen (los dos farsantes Espila saliendo a mendigar, uno sordo y el otro ceceoso, el loco Ergueta haciendo milagritos en el manicomio, por ejemplo), no cabe duda de que hay una voluntad de grotesco para la cual no podemos sino conjeturar en una doble filiación: por un lado la literatura (el sainete porteño y la literatura de cordel, como lo señalamos, con sus personajes desmesurados, el expresionismo alemán, con sus efectos de acercamiento tremendista) y, por el otro, el juego inconsciente vinculado con el universo del autor14. De ello resulta una decisión de parodia, en la cual la especularidad desempeña, como se sabe, un papel principalísimo. Reforzando, por lo tanto, el punto de llegada precedente acerca de la parodia, se diría, incluso, que la parodia predomina y convoca para realizarse a la materia discursiva: ningún personaje habla sino es deshaciendo y reconstruyendo discursos reconocibles, ya sea de la práctica oral ya sea de ciertos textos. Insisto, se trata de escritura, no de género, y en ello residiría no sólo el mérito que se le reconoce, por ejemplo de haberse inspirado en Dostoievsky (Los endemoniados) tomando original distancia respecto de tan poderoso maestro, sino también que en ese alcance paródico estos textos adquieren una definición precisa, una fuerza literaria que los hace modernos y vibrantes, todavía legibles y capaces de conducir escrituras futuras15. Más en particular todavía, si lo que señalamos está en el orden de un fundamento paródico, hay una realización paródica evidente que sigue los procedimientos clásicos: la exageración, la gesticulación excesiva, la teatralidad, la contradicción constante, el juego entre afirmación de verdad y develación de mentira, la caricatura, etcétera16.




Entre realismo y vanguardia

Ciertos estudios sobre este par de novelas ponen el acento en el campo referencial en la medida en que exhibe lo que podemos llamar «temas fuertes» en la tradición literaria del Siglo XIX (la angustia, la humillación, el sufrimiento, el engaño, la frustración, el dolor, el crimen); es tan preclaro el linaje de esos temas que parece casi imposible dejarlos de lado si se quiere pensar en la clave de la importancia de la obra de Roberto Arlt. A esa inclusión en lo trascendente, para la que se establecen los correspondientes fundamentos filosóficos, se le añade un doble mérito complementario: por un lado haber descripto críticamente una realidad (determinadas referencias bien precisas sitúan el texto en un tiempo y en un lugar bien determinados, Buenos Aires hacia 1928), por la otra haber prefigurado en el relato lo que iba a ser un comportamiento de la realidad: me refiero en especial -es un lugar común- a la idea de la sociedad conspirativa y el golpe de estado que derrocó a Yrigoyen en setiembre de 1930, así como al nuevo papel que desempeñaría el Ejército argentino, descripto, como si ya se hubiera producido, por el discurso del (verdadero/fingido/verdadero) Mayor. Si a ello se añade que diversos tópicos de la narración están acompañados o precedidos o sucedidos por Aguafuertes, que sirven de apoyo a una estética de la referencialidad, además de las declaraciones del mismo Arlt (en el «Prólogo» a Los lanzallamas, verdadera profesión de fe) no es difícil afirmar el carácter realista de estos textos, cosa que ha hecho con generosidad la crítica17. Más todavía: son consagrados como la máxima realización de la estética de Boedo, declaradamente realista pero cuyos productos son considerados pobres18.

Sin embargo, esta consideración de realismo constriñe sin ayudar porque estos textos poseen su propia fuerza, que no depende sólo de los temas que, con gesto soberbio, incluye -lo que indicaría, en el idioma de Dilthey, una «concepción del mundo» elevada, con exhibición de responsabilidad intelectual, como lo diría más tarde Sartre-; algo de su mérito -o de su capacidad de promover nuevas lecturas- puede residir en su interior, no por fuerza en una tradición (no contribuiríamos demasiado vinculando su obra con, por ejemplo, la de Manuel Gálvez o la de Eugenio Cambaceres, intensamente motivados también por la sordidez urbana o los desechos marginales de la vida urbana) o en el espesor del campo referencial, la grave crisis que entró a corroer la vida argentina desde fines del gobierno de Alvear hasta el golpe del 6 de setiembre de 1930.

Viendo las cosas por otro lado, la bélica formulación arltiana contra James Joyce, máximo exponente del experimentalismo en la narración moderna, en el prólogo a Los lanzallamas, no menos que sus sarcasmos (afectuosos) contra Güiraldes, no muy rigurosamente adscripto a la aventura martinfierrista, contribuye al equívoco y sugiere que, frente a la boga vanguardista en la Argentina (encarnada por el grupo de Florida), Arlt habría tomado claro partido por un realismo político, atenuado por el mecanismo de la farsa, que se suele poner en la cuenta de la «invención» o la «fantasía», conceptos para nada reñidos con el realismo, hasta cierto punto instrumentos útiles para hacerlo más interesante, como tal vez también pueda decirse de Pirandello, modelo autorizante de tal estrategia, para evitar una desembocadura fatal en el costumbrismo.

Sin embargo, hay un aspecto que permite dudar de tal estricta filiación: en el punto y el momento en que hay descripciones, sea de personajes o de lugares o de situaciones, como si no se pudiera prescindir de ellas, o sea poniendo en ellas un énfasis muy particular, no se recurre jamás para llevarlas a cabo a ilustraciones sensoriales, de tipo táctil u olfativo, tan frecuentes en las afirmaciones naturalizantes de las propuestas realistas, sino a imágenes, en un comienzo metafóricas, destinadas a informar o a impresionar, pero cuyo interés reside, a los efectos de lo que estoy intentando señalar, en los semas que las constituyen; estos semas son de alcance sin duda geométrico y llaman la atención tanto por su frecuencia como por su variación: conos, paralelepípedos, cuadriláteros, rectángulos, rombos, triángulos, cubos, bisectrices, etcétera: el rostro del Astrólogo es romboide, la luz entra en forma de un oblicuo paralelogramo a una habitación, y así siguiendo. El texto declara, incluso, esta inclinación («¿Qué les parece a ustedes (a mí me gusta la geometría) que llamemos "células" a los distintos jefes radiales de la sociedad?», dice el Astrólogo en «La farsa», Los siete locos, frase en la que el paréntesis destaca un valor, o «Cuando Erdosain salió, la Coja le envolvió en una mirada singular, mirada de abanico que corta con una oblicua el cuerpo de un hombre de pies a cabeza, recogiendo en tangente toda la geometría interior de su vida», reconoce el narrador en «La Coja», Los siete locos), como si ofreciera una explicación de un mecanismo inexcusable pero nada naturalista, tan artificioso como pudo serlo la geometría para el cubismo o, más atenuadamente, para el futurismo.

No cuesta por lo tanto demasiado trabajo establecer en esa frecuente semantización de las descripciones, excluyente de todo otro contenido, una inclinación o proclividad de tipo vanguardista o, quizás mejor, se podría hablar de un arraigo no deliberado, contradictorio con ideas o pensamientos o definiciones expresadas, de manera semejante, tal vez, a lo que sucede con Vallejo, que hizo vanguardismo de gran radicalidad mientras denunciaba, por espurias y pasatistas, las formulaciones surrealistas19.

Se trataría, en tal sentido, de una cuestión de imaginario, el de Arlt en particular y el de una época en general, que por creer en la modernidad y en uno de sus vehículos más notorios, la industria, no podía desechar lo que ciertos movimientos de vanguardia habían asumido y adoptado como estrategia escrituraria. Y si los geometrismos remiten al industrialismo, cuando no es necesario describir y, por lo tanto, no hace falta apelar a semas geométricos, las comparaciones o los encuadres se formulan mediante una sustitución que podemos llamar también industrialista, o sea invocando aparatos (de laboratorio u otros, «... el horizonte entrevisto a través de los cables y de los "trolleys" de los tranvías...»), máquinas (trenes -«... el tren comunicaba su trepidación a los rieles, y la masa multiplicada por la velocidad, imprimía a su pensamiento el vértigo de una marcha igualmente implacable y vertiginosa», enuncia el narrador [«En la caverna», Los siete locos] como en un poema estridentista-, «superdreadnougth», etcétera)20, edificios e incluso los restos de lo que podría ser una cultura industrial, todavía muy en pañales en el Buenos Aires en el que sitúa la acción.

Más todavía, este sistema de aproximación designativa culmina en la ambigua idea de los inventos -explicados por lo general como transposición de la afición obsesiva del propio Arlt por ellos- que si por una parte aparecen como el mágico medio de la realización individual (Erdosain y su fantástica Rosa de Cobre que hará ricos a los Espila) por el otro culminan en el alucinante laboratorio químico, que, coronando el edificio semiótico, estaría destinado a una destrucción -a través de la temática de los gases venenosos y la exhaustiva descripción de los instrumentos- que prepara la cultura capitalista, manipuladora y usufructuaria de la modernidad.

Desde otra perspectiva, este asunto se vincula con uno de los temas más característicos en Arlt, el de la angustia, a través de la reiterada imagen de la «plancha de metal», que recogiera en sus iniciales trabajos Oscar Masotta persiguiendo eso, la «zona de la angustia», «plana y horizontal; ... de dos dimensiones que guillotinando las gargantas...»21. Arlt sería de este modo o bien un precursor, si se piensa en el existencialismo, o bien un traductor de Dostoievsky y de Nietzsche, como lo sugiere José Amícola en su mencionado trabajo aunque en ambos casos se trataría, a mi entender, de una intertextualidad más que de un núcleo filosófico reproducido. La «plancha de metal», entonces, que metaforiza sin lugar a dudas una angustia insoportable y en cierto sentido inexplicable para el personaje y, por extensión filosófica para todo ser humano, remite no a un Dios injusto y lejano sino a algo trabajado, pulido a la perfección, pesado y duro; está, por lo tanto, en el orden de una producción industrial que genera la angustia al mismo tiempo que alimenta un imaginario capaz de expresarlo. La imagen de la plancha de metal, con que casi se abre Los siete locos es recuperada en Los lanzallamas, resurge en cierto sentido, y es matizada, lo que pone en evidencia su alcance: el alma propiamente dicha sería como una «plancha de acero endurecido», luego, en la fórmula «imprimir en una plancha», la imagen es de una prensa brutal que funciona en la gran fábrica del mundo, modelando por comparación la angustia; por fin, como aproximándose a una síntesis, el texto sentencia: «como si recitara una lección grabada al fuego». Todos estos términos (plancha, imprimir, grabar, prensa, y los correlativos de ellos) conforman una secuencia que concluye, en el final del relato, haciéndose cargo de lo narrado, por el lado de la escritura, condicionada también por la industria: «Hombres sudorosos voltean semicirculares planchas, las colocan sobre burros metálicos, y rebajan con buriles las rebabas».

En suma, si por un lado Arlt hacía una profesión de fe realista, en los hechos no podía dejar de apelar a su propio imaginario, saturado de fantasía industrialista pero, también, de lo que con ella habían hecho y estaban haciendo otros; en suma, se comportaba como vanguardista pareciéndose más al denigrado Joyce de lo que él mismo creía. Digamos, como corolario, que su ciclo novelesco, apreciado por él como vigorosa denuncia de la decadencia y la degradación de una época, puede ser visto al mismo tiempo como una expresión muy audaz de experimentación narrativa, con tantas quebraduras sintácticas o más que las que se advierten en el Ulysses, después de todo bastante lineal en su desarrollo.

En consecuencia, si por el matiz paródico de su relación con el referente, Arlt perturba una idea de verdad o verosimilitud o representación, por el lado del imaginario se pone del lado de otros intentos más o menos contemporáneos, El café de Nadie, de Arqueles Vela, o En babia, de José de Diego Padró, o Mio Cid Campeador, de Vicente Huidobro, pero con mayor felicidad narrativa, habiendo resuelto el conflicto que toda narración vanguardista enfrenta, entre inteligibilidad argumental y peso del lenguaje.

Pero puede señalarse otra consecuencia más: reside en el campo de la «imagen» que tiende a construir: la de la ciudad, («Metrópolis», «Urbe» en el expresionismo, el ultraísmo, el futurismo, el estridentismo, término clave de toda la vanguardia) después de haber sido transformada por la cultura industrial. Si por un lado Arlt coincide en esta manera de imaginar con tales manifestaciones de la vanguardia, en lo que respecta a Buenos Aires tiene un carácter de anticipación, como si potenciar el horror en el uso imaginario de los elementos de la civilización industrial lo condujera a un mito de lo inminente que acecha, como un destino fatal de destrucción, a una ciudad, en la que no puede dejar de pensar, por otro lado, en términos morales, en la tradición del sainete; quiero decir, el alma de la ciudad encanallada, en la que una hez implacable y feroz pulula por fondas infectas y pensiones ominosas, como expresión de lo que ya es y será, punto en el que se reúne lo que la cultura industrial pudo producir, y que permite imaginar lo que le espera.




Comentador, Narrador, Autor

Pareciera que, desde el punto de vista de la técnica narrativa, la acción del narrador no hubiera estado del todo definida desde un comienzo. Poco a poco, aparece un «Comentador», que marca la distancia del relato con los hechos narrados y que restituye en cierto sentido una verosimilitud posible; este Comentador habría recibido la confesión de un personaje y la habría luego reelaborado pero eso no se sabe en un comienzo. Ocurrencia fortuita o fulguración teórica, el hecho es que este recurso pone de relieve cierta intuición de Arlt acerca de un tema que preocuparía muy posteriormente a la narratología, la cuestión del punto de vista y su encarnación en la noción de narrador.

Ahora bien, si hablamos de ocurrencia es posible atribuirle una doble fuente; por un lado la estructura del relato policial, vivido en las redacciones de periódicos22, que tanto gravitó en la narración contemporánea (basta con mencionar a Faulkner y a Musil, tan interesados en criminales y jueces) o en la literatura de «confesión», bebida en Dostoievski, como lo señala con toda precisión Ana María Zubieta23. Podríamos añadir otro aspecto, de índole ambiental: la confesión en el diván psicoanalítico, capaz de recibir más horror del que nunca hubieran imaginado los sacerdotes. Pero no es probable que Arlt haya pasado por esta experiencia o haya sabido de la mecánica concreta del diván. De hecho, me parece, la figura del «Comentador» surge, aun admitiendo dichas fuentes, de una necesidad de verosimilitud o, dicho de otro modo, de validación de un saber; o, dando aún otra vuelta, es una ficción que garantiza, en la pura fantasía del orden narrativo, contra las asechanzas de una omnipotencia que de todos modos se impone. Esto es elemental: si bien el Comentador -que ha recibido en tres afiebrados días y dos noches (Los lanzallamas) la «confesión» de Erdosain- puede, y eso es comprensible desde la perspectiva de un recorte verosimilista de la acción del narrador, literaturizar lo que el criminal le ha contado, hasta convertirlo en personaje, añadiéndole sensaciones, pensamientos y percepciones, es difícil que sobre sujetos mencionados por Erdosain pueda relatar lo que hicieron, percibieron y pensaron y que Erdosain ignoraba; en otro gesto de benevolencia verosimilista se podría decir que el Comentador se informó complementariamente por los periódicos y que reconstruyó lo que faltaba en la confesión de Erdosain pero eso tiene sus límites en el relato de todo lo que ocurre a sus espaldas.

Dije antes «fulguración teórica» y, en verdad, me gusta más atribuirle este alcance a su recurso; la otra vertiente es sólo descriptiva de un mecanismo y no puede sino llegar a señalar ciertas incongruencias, que siempre reaparecen cuando se habla de «omnipotencia del narrador». Por supuesto, dicho alcance teórico es un efecto de lectura, no una propuesta -Arlt no parece ser el escritor que intenta poner en evidencia el fundamento de su arte narrativo-; como objeto es inherente a la búsqueda del crítico pero, para que no sea vacía, debe residir en algún punto del texto. Yo diría, para empezar, que ese punto está en las opiniones que sobre los hechos narrados aparecen en forma creciente a pie de página y, de inmediato, que la teoría implícita en ese comportamiento no configura una teoría formalizable, a la manera de Greimas por ejemplo, que Arlt, como genio que era, habría intuido, sino es tan sólo una percepción, a mi modo de ver valiosa, ante todo acerca de las falencias de una pretendida objetividad, en la que se hizo fuerte la visión positivista o cientificista, luego acerca de la «inscripción».

Para decirlo de otro modo, si la narración objetiva, o sea de un narrador ausente o de un testigo firme, sólo afirman lo que se puede probar, un escritor limitado por esas reglas pero que necesita escribir más de lo que los personajes o el narrador están autorizados a expresar, hace aparecer, en principio sólo como recurso, una voz que incorpora ese plus que, porque aparece escrito, se incorpora de inmediato a la escritura y hace leer en la misma medida que el resto. ¿Qué importa, por lo tanto, que ciertas imágenes sean atribuidas a los personajes, al narrador o al Comentador? Lo que importa, de acuerdo con esta teoría, es que ahí están -o sea la «inscripción»- y es ineludible hacerse cargo de ellas. Pero con un valor suplementario: al integrarse a la masa narrativa las imágenes venidas del Comentador crean desniveles de recepción que, a su vez, generan un ritmo narrativo distinto y distinguible. Daré un ejemplo.

En «La bofetada» (Los siete locos) una nota del Comentador sigue un giro psicologizante («Este capítulo de las confesiones de Erdosain me hizo pensar más tarde si la idea del crimen a cometer no existiría en él en una forma subconsciente, lo que explicaría su pasividad frente a la agresión de Barsut».). Para leerla es preciso ir al pie de la página pero, a continuación, al retomar el cuerpo central del texto, leemos otra nota del Comentador pero incorporada, sin que figure la palabra «Comentador», en suma como si se hubiera convertido en «Narrador»24. Ese cambio por sí solo genera un desnivel y un ritmo pero, al mismo tiempo, lo que se enuncia en uno y otro lugar es también tan diferente que el ritmo se robustece doblemente, por dos lados. Dice ahora el narrador: «Lo que muchas veces me confundió fue la pregunta que a mí mismo me hice: ¿de dónde sacaba ese hombre energías para soportar su espectáculo tanto tiempo?». Se ve la diferencia: como Comentador es «psicólogo» seguro de sí mismo; como Narrador duda, suspende las hipótesis explicativas, deja la imagen abierta.

Pero si se consideran las Notas del Comentador como un subtexto o un texto en sí, desde la perspectiva de su transformación en Narrador, se puede advertir una variedad de situaciones o de papeles, todos apuntados, ninguno tan desarrollado como el que acabo de señalar; en algún momento se limita a acotar, en otros casos, como el señalado, conjetura, en otros discute opiniones de un personaje respecto de otro, en otros aclara una identidad probable o trata de determinar una verdad. En fin, se aleja de y se acerca a la acción, sugiere que lo sabe todo pero se lo reserva, traza un esquema, en hueco, no tanto de lo que es un Narrador sino de lo que es necesario para que una narración se constituya, esto es de un saber.

Sobre el final de Los lanzallamas, a partir de la mitad del capítulo «El homicidio», el Comentador se ha instalado francamente en el texto, es ahora ya Narrador en primera persona y actúa con las ambigüedades habituales en este tipo de situación narrativa: recuerda, transcribe, conjetura, siente y resume pero, fiel a su recurso, aunque ya fuera del relato, añade una última Nota que tiene un carácter diferente, relacionada con las circunstancias de su escritura, como Autor y ya no más en el artilugio de la ficción. De lo cual se desprendería que no hay un solo desdoblamiento, de Autor a narrador, como se suele afirmar, sino varios, en especial de Comentador a Narrador, de Narrador a Comentador y de uno y otro a Autor. Todo esto determina una riqueza narrativa, si no final y definitiva, al menos en la tentativa. Constituye, me parece, uno de los fundamentos de la resonancia que tiene todavía este texto, en otras palabras de su modernidad.




Ponerse pálido

En «El sentido religioso de la vida» (Los lanzallamas) se lee este intercambio de frases: «No se ponga pálido...», dice el Rufián. «No me pongo pálido...» responde Erdosain. El adjetivo reaparece en otras oportunidades, en contextos de enunciación semejantes: pareciera que alguien, con esa palabra, «pone el dedo en la llaga» en otro, o sea que ha logrado con sus palabras precedentes producir un efecto físico, estamos en el campo en el que las palabras son acciones. Pero ¿qué es lo que esa palabra pone en evidencia?

Se diría, ante todo, que la expresión tiene un linaje: es dostoievskiana y funciona en ambos autores más o menos del mismo modo: lo que un personaje enuncia moviliza de tal modo al otro que éste no puede responder sino es por medio de una expresión forzada, de violentísima represión. Y lo que se ha movilizado es un sentimiento inaceptable, la marca de una injuria o de una humillación o la evidencia de una culpa. «Ponerse pálido», por lo tanto, sustituye una respuesta o una explicación, indica un bloqueo o, lo que es lo mismo, implica aceptar un encadenamiento de circunstancias inmodificable.

Por supuesto, la apelación a esta fórmula no es mecánica ni constante: la tomamos sólo como coagulación verbal de una atmósfera de tipo psicológico que tiene su principal alimento en el sentimiento de humillación -muy referido- y en el de culpa -más secreto en general pero con instantes igualmente declarados, atinentes en especial a las rememoraciones infantiles y las relaciones con el Padre-. La representación de las relaciones sexuales está teñida de ambos sentimientos que, por supuesto, aparecen como el fundamento de la «angustia», aunque esta noción es presentada con cierto grado de autonomía filosófica, lo que en su momento nos ha permitido pensar que había una suerte de intuición preexistencialista, muy propia, digámoslo de paso, de la literatura de entreguerras.

Se diría, en consecuencia, que con independencia de otros registros -que en parte ya hemos destacado- en este ciclo narrativo la psicología desempeña un papel importante. Lo dijimos al comienzo acusando en cierto modo a su predominio de menoscabar la tensión narrativa; podríamos, también, describir el o los modos de representación, en forma de temas selectos -estados de conciencia, demencia, anomalías, desdoblamientos, misticismos, impulsos criminales, etcétera- de un interés psicológico que sirve como instrumento para explicar el causalismo conductual y proceder del mismo modo en relación con los paradigmas empleados, o sea con las hipótesis psicológicas puestas en acción (recordemos, de paso, que la década, del 20 al 30, gracias quizás al psicoanálisis pero también a un fenómeno de época, es individualista y muy psicologizante). Si lo hiciéramos exhaustivamente verificaríamos sin duda el lugar que ocupa lo psicológico, ya sea por los tipos humanos, ya por las interpretaciones del Comentador, ya por el carácter explicativo que tiene tanto la enunciación narrativa como los intercambios verbales entre los personajes.

Pero decir «psicológico» no es decir «psicoanalítico»; en el primer caso es evidente que se trata de una inclinación o voluntad o determinación que pesa sobre el Autor en tanto organizador de una ficción, en tanto se provee de recursos destinados a vehiculizar su «querer decir» crítico externo y a resolver en lo interno relaciones ficcionales entre personajes. En el segundo, se trata de un modo de lectura que para ver más allá de lo evidente, en el texto, debe separarse de la referencialidad psicológica; sería una lectura de estructuras expositivas y de operaciones en el significante, más allá o más acá de cualquier hipótesis psicoanalítica en particular sobre personajes o sobre el Autor mismo.

Es un punto de formulación delicada porque de un modo u otro el texto debe dar motivo a una lectura semejante que, por otro lado, no ha de perseguir ninguna filigrana psicoanalítica, esas figuras que componen las búsquedas típicas del Psicoanálisis, el Padre o la castración o la pérdida o el trauma; lo psicoanalítico, tal como estaría delimitado aquí, sería un modo de ver el texto recogiendo en él alteraciones, de máxima o de mínima, escapatorias a un campo que podríamos denominar «significante» y en el cual estarían recogidas todas las fuerzas de este texto, su más recóndita e insobornable inteligencia de texto25.

Podemos ver la alteración, por ejemplo, en la rítmica: la cadencia narrativa no sólo es inarmónica, es también irregular, cojeante, hay un forcejeo entre describir y narrar, entre extroversión e introspección, en la distribución de la mirada y en el sistema de distribución textual (personajes predominan, descripciones se funcionalizan, lo confesional-expositivo es notable frente a lo expositivo-objetivo); podemos observar no sólo ciertos tópicos sino que en su recurrencia hay una insistencia que no podría entenderse sino en un campo irreductible, pulsional si se quiere, más lejos de toda posible definición. De a ratos el texto está recorrido, ciclotímicamente, por un exceso de ánimo y, luego, por un desánimo, esa demora que parece característica de los estados depresivos y que, paradójicamente, produce estados de gran lucidez26.

Si todo esto se puede registrar y extrapolar para entrar en lo que significa y hace significar en el texto, hay, por otra parte, en la internación en campos temáticos de frontera, la sugerencia de una comprensión que va más allá de una explicación. Como si Arlt no sólo hubiera recogido tópicos de la psicología en boga, en los excesos o las heridas en la psique, sino el esquema mismo de lo que el psicoanálisis podría estar persiguiendo. Por ejemplo, la vibración de la omnipotencia y el enigma de la unidad. En el primer caso, que atañe por otra parte al enfrentamiento a modos canónicos de administrar el punto de vista, tradicionalmente omnipotentes o hipócritamente limitados, el punto aparece luminoso, alimentando la escena, en el relato de la psicosis obsesiva y mística: en «La revelación» (Los siete locos) Ergueta «puede apartarse de su cuerpo» y eso lo pone alegre; luego, en pleno goce del desdoblamiento, ve al «Hijo del Hombre» que «le sonríe». Ha entrado en el «conocimiento de Dios», de modo tan evidente que un «mudo de nacimiento» le habla y un «tuerto» exclama: «Vos hacés milagros», una prueba parcial, si se quiere, de omnipotencia. Al requerírsele la prueba final y decisiva, resucitar a un muerto, Ergueta se encuentra con el límite y entra «en la inconsciencia».

Ya en ocasión de trabajar sobre El juguete rabioso traté de señalar por qué el psicoanálisis podía ser tan atractivo para la consideración de los textos27. Me pareció que Arlt se ofrecía para una reflexión en tal sentido: era una suerte de sabiduría «convocante», cualidad que tienen ciertos textos de construir en el espesor invitando, en sus desarrollos, a ver en ellos más de lo que está ahí. La crítica, que profusamente se ha ido acercando a la obra de Arlt, ha recibido esa invitación pero ha querido traducirla a términos de otra clase de riqueza, la referencial; en esa operación corre el riesgo de agotar la obra, al menos en lo que concierne a la relación referido/referente, y de agotarse. No estaría mal, por lo tanto, admitir como «crítica» un gesto que, alimentado por el telos psicoanalítico de entrar en el significante, admita disoluciones, rasgos inconclusos, analogías insatisfactorias, aproximaciones, en suma, a lo que la escritura ofrece y retira, así como aparece de manera privilegiada en lo que en estos dos textos, uno solo como se señala, dejó Roberto Arlt, el utópico fundador de un país llamado «ERAR».







 
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