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De la «Diana» de Montemayor al «cántico espiritual»: especulaciones en la fuente

Juan Montero


Universidad de Córdoba



El estudio de las relaciones entre la obra de San Juan de la Cruz y la literatura pastoril del Renacimiento se ha centrado preferentemente en dos cuestiones: los ecos (directos o con la mediación de Sebastián de Córdoba) de las églogas de Garcilaso (la segunda, sobre todo) en la poesía sanjuanista1; y la condición de égloga a lo divino que el Cantar de los Cantares proyectó sobre el Cántico en la mente de su creador y de sus primeros lectores2. De este modo han quedado en segundo o tercer plano otros aspectos de la pastoral renacentista, que también forman parte importante del contexto literario en que se desarrolla la actividad como escritor del santo: la pervivencia del bucolismo greco-latino3; la presencia constante de la pastoral rústica y popular, en su doble vertiente lírica y dramática4; la boga, en fin, de los llamados libros de pastores o novelas pastoriles, capítulo esencial en el tema que nos ocupa tanto por su importancia histórico-literaria como por su presunto parentesco con la espiritualidad de la época5.

Las páginas que siguen se sitúan en el último de los ámbitos enumerados, e intentan mostrar cómo determinados pasajes de la Diana de Jorge de Montemayor pueden contribuir, desde la perspectiva de la intertextualidad y el diálogo de los textos, a interpretar y apreciar mejor algunos aspectos del Cántico Espiritual. La elección de la Diana de Montemayor como obra de referencia se justifica fácilmente. Por un lado, es el más representativo de los libros de pastores españoles. Por otro lado, su sombra planea desde hace tiempo en la bibliografía sanjuanista, aunque sin llegar a convertirse en presencia concreta y eficaz.

Parece que fue Manuel de Montoliú quien llamó por primera vez la atención sobre la existencia de ecos de la Diana en algunas expresiones o construcciones de San Juan6. En 1939, María Rosa Lida citó unos versos de la Diana como intermediarios en la elaboración de las estrofas 13-14 del Cántico B7. En 1941, Américo Castro aprovechó una nota de su ensayo «Los prólogos al Quijote» para poner unos versos de la Diana al lado de la quinta lira del Cántico8.En 1942, Dámaso Alonso se hizo eco (negativo) de la observación de Montoliú y apuntó la conveniencia de proceder a un cotejo más detallado entre la Diana y San Juan9. En 1945, Emilio Orozco insistía: «Nunca pudo olvidar por completo el mundo y musicalidad del verso garcilasiano y tampoco algunos trozos de la Diana10». Algo después, el padre Emeterio de Jesús María señaló coincidencias entre la estrofa 12 del Cántico B («Oh cristalina fuente...») y una canción del libro primero de la Diana11. A este repaso, que seguramente no es exhaustivo, puede añadirse la conocida analogía entre esa misma estrofa del Cántico y un pasaje de la Historia de Abindarráez y la hermosa Jarifa, texto anexo a la Diana desde que en 1561 empezó a imprimirse inserto al final del libro IV de la obra pastoril12.

No resulta sorprendente que la mayor parte de las observaciones críticas reseñadas apunten a alguna posible conexión entre la Diana y estrofas pertenecientes a la primera parte del Cántico, puesto que ahí es donde el poema muestra con mayor evidencia su carácter de égloga: la Esposa / pastora busca por los campos a su Amado / pastor, se lamenta de su pena amorosa y dialoga con elementos del paisaje. La situación es, con algunos matices, bastante tópica y, como ya señaló el padre Emeterio, muy similar en concreto a la que desarrolla una canción de Montemayor, en la que Diana se lamenta de la ausencia de Sireno. Citaremos las tres primeras estancias solamente:



   Ojos, que ya no veis quien os miraba
cuando érades espejo en que se vía:
¿qué cosa podréis ver que os dé contento?
Prado florido y verde, do algún día
por el mi dulce amigo yo esperaba:
llorad comigo el grave mal que siento.
Aquí me declaró su pensamiento;
oíle yo, cuitada,
más que serpiente airada,
llamándole mil veces atrevido,
y el triste allí rendido;
paresce que es ahora y que lo veo,
y aun ese es mi deseo.
¡Ay si le viese yo, ay tiempo bueno!
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno?

   Aquella es la ribera, este es el verde prado;
de allí paresce el soto y valle umbroso
yo con mi rebaño repastaba;
veis el arroyo dulce y sonoroso
a do pascía la siesta mi ganado
cuando el mi dulce amigo aquí moraba.
Debajo aquella haya verde estaba,
y veis allí el otero
a do le vi primero
y a do me vio. Dichoso fue aquel día,
si la desdicha mía
un tiempo tan dichoso no acabara.
¡Oh haya! ¡Oh fuente clara!
Todo está aquí, mas no por quien yo peno.
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno?

   Aquí tengo un retrato que me engaña,
pues veo a mi pastor cuando le veo,
aunque en mi alma está mejor sacado.
Cuando de verle llega el gran deseo,
de quien el tiempo luego desengaña,
a aquella fuente voy que está en el prado;
arrimólo a aquel sauce y a su lado
me asiento, ¡ay amor ciego!:
el agua miro luego
y veo a mí y a él como le vía
cuando él aquí vivía.
Esta invención un rato me sustenta;
después cayo en la cuenta
y dice el corazón, de ansias lleno:
ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno?13



La primera coincidencia destacable reside en el hecho de que el lamento amoroso esté puesto en boca de una figura femenina. Partiendo de la base de que esto mismo se da en otras tradiciones líricas o narrativas de la época, conviene subrayar, con todo, que la Diana desempeña un papel destacado en la conjunción entre ese modo enunciativo y el cauce bucólico. Repasemos las églogas de Garcilaso y veremos que no hay tal cosa; como tampoco la hay en la pobladísima Arcadia de Sannazaro. Y es que Montemayor actúa como un innovador en esto de dar la voz a las figuras femeninas, quizá a la zaga de Menina e moça. Tanto como las semejanzas conviene destacar las diferencias: la situación de la enamorada del Cántico es más dramática (su amado se ha ido sin una despedida formal); ella se muestra osada en la búsqueda, mientras Diana se limita a lamentarse y, todo lo más, a pedir noticias de su amado a algún elemento del paisaje. Esto último constituye una nueva coincidencia entre ambos textos, pues otro tanto ocurre en la estrofa cuarta del Cántico («Oh bosques y espesuras...»). El procedimiento supone en uno y otro texto una intensificación emotiva y, hasta cierto punto, una desviación innovadora respecto de un lugar común de la poesía bucólica, que es la presentación de los elementos naturales como testigos y confidentes de las vidas de los pastores.

Las coincidencias entre el paisaje bucólico en ambos textos no por esperables y tópicas dejan de aportar algún elemento de interés. Por ejemplo, que el léxico de Montemayor aparece perfectamente asimilado e integrado en el del Cántico: prado (v. 4), ribera (v. 15), soto (v. 17), otero (v. 23; no documentado en Garcilaso), fuente (v. 28), majada (v. 63) son términos comunes a ambos poemas. También merece ser destacada la coincidencia en la elección del adjetivo sonoroso, que Montemayor aplica al sustantivo arroyo (v. 19) y San Juan a ríos en la estrofa decimotercera. Sonoroso es término que deriva de un tecnicismo métrico-retórico latino, sonorosus, y que parece haber entrado en castellano con un valor específicamente musical. Así lo usa, al menos, el Marqués de Santillana, cuando en el Proemio e carta habla de las «sonorosas melodías» de Orfeo; uso que recoge Boscán para referirse al tañer de «instrumentos sonorosos», en la Historia de Leandro y Hero, v. 2.24914. Con el tiempo se ve que el adjetivo pasó a engrosar el léxico de las descripciones paisajísticas y de esta manera aparece de vez en cuando en la poesía bucólica. Herrera lo utiliza en la primera de sus églogas (v. 32) aplicándolo a bosque. Fray Luis se sirve de él, por ejemplo, en su traducción de la égloga quinta de Virgilio (v. 152), aplicándolo como San Juan a río. No es seguro que haya que atribuir exclusivamente a Montemayor (músico y poeta bucólico) la transferencia de sentido y uso que afecta al adjetivo sonoroso a lo largo del XVI, pero la Diana puede haber contribuido a la difusión del uso paisajístico del término entre sus contemporáneos.

Otro elemento que comparten ambos textos es la destacada presencia de la fuente en el marco del locus amoenus bucólico. Su obvia condición de topos no impide que puedan apuntarse algunas coincidencias particulares en el caso que nos ocupa. En primer lugar tenemos que ambos textos atribuyen a la fuente una función de espejo destinado a reflejar no la imagen del amante quejoso (como ocurre con frecuencia) sino la del ser querido -aprovechamiento que tampoco es excepcional: recuérdese el pasaje de la égloga segunda de Garcilaso en que Albanio invita a Camila a mirar en la fuente el rostro de quien le causa a aquél su terrible mal de amor15-. Hay en los tres textos un proceso de manifestación que va de dentro hacia afuera: la imagen interiorizada del ser amado se hace patente en la superficie del agua. Garcilaso (siguiendo a Sannazaro) se vale del motivo para introducir un juego de corte teatral que cuadra bien con la ingenuidad y honestidad de Camila. San Juan busca una reducción a lo esencial: la fuerza del deseo se basta por sí sola como desencadenante del proceso. Montemayor no llega a tanto. Pese a que el verso 33 proclame que Diana lleva en sí la imagen interiorizada de Sireno («aunque en mi alma está mejor sacado»), no se da la proyección hacia fuera de esa imagen, y Diana debe conformarse con el subterfugio de arrimar a la fuente un retrato de su Sireno. La solución no resulta poéticamente satisfactoria (aunque sí lo sea narrativamente) y decepciona tanto más cuanto que en su arranque la canción apunta con buen tino hacia una fenomenología de la visión en la que, conforme a la filografía neoplatónica, ver equivale a verse y ser visto: «Ojos, que ya no veis quien os miraba / cuando érades espejo en que se vía». Ahí está enunciado el conocido principio según el cual los enamorados intercambian su identidad, hasta el punto de que cada uno actúa como espejo que devuelve al otro su propia figura de amante / amado. Ese es el principio que San Juan aplica con tanto radicalismo y eficacia poética en el Cántico16.

Pero hay todavía otro pasaje de la Diana que puede ser traído a colación a propósito de la fuente. Se trata de un fragmento del libro IV que refiere una conversación entre dos pastoras, Selvagia y Belisa, y una ninfa, Cintia. En realidad se trata de la última conversación, dentro de una serie de tres, entre los pastores y las moradoras del palacio de Felicia. Las dos primeras tienen como tema la condición irracional del amor y la diferencia entre amor y apetito, respectivamente. Se sabe que, para desarrollar esos dos temas, Montemayor se ha servido de unas páginas correspondientes al final del libro I de los Diálogos de Amor de León Hebreo. No se ha podido, en cambio, determinar hasta ahora el modelo -si es que lo hay- para la tercera conversación, que versa sobre un motivo bastante tópico: el efecto de la ausencia sobre el amor. Belisa, que se resistía a creer que la ausencia pudiese causar olvido en ningún enamorado, recibe de la ninfa Cintia esta contestación:

No podré, Belisa, responderte, con tanta suficiencia como por ventura la materia lo requería, por ser cosa que no se puede esperar del ingenio de una ninfa como yo, mas lo que a mí me paresce es que cuando uno se parte de la presencia de quien quiere bien la memoria le queda por ojos, pues solamente con ella vee lo que desea. Esta memoria tiene cargo de representar al entendimiento lo que contiene en sí, y del entenderse la persona que ama viene la voluntad, que es la tercera potencia del ánima, a engendrar el deseo, mediante el cual tiene el ausente pena por ver aquél que quiere bien. De manera que todos estos efectos se derivan de la memoria, como de una fuente, donde nasce el principio del deseo. Pues habéis de saber agora, hermosas pastoras, que como la memoria sea una cosa que cuanto más va más pierde su fuerza y vigor, olvidándose de lo que le entregaron los ojos, así también lo pierden las otras potencias, cuyas obras en ella tenían su principio, de la misma manera que a los ríos se les acabaría su corriente si dejasen de manar las fuentes adonde nascen; y si como esto se entiende en el que parte se entendiera también en el que queda17.



Llama la atención en ese texto la imagen de la memoria como fuente, que se aparta de las consabidas imágenes espaciales de la memoria como casa, palacio, teatro, etc.18. Seguramente ello tiene que ver con la definición que da el texto de la memoria como ojos del deseo, lo que supone su inserción en un esquema menos intelectual que afectivo-volitivo19. La vinculación entre memoria y deseo nos remite nuevamente a la situación inicial de los dos poemas que hemos cotejado, pues en uno y otro la figura femenina añora la presencia de alguien ausente y deseado cuya imagen lleva grabada en los sentidos interiores. Esa imagen interiorizada es la que espolea el deseo, desencadenando un proceso que si antes definíamos de manifestación o exteriorización, se nos revela, en realidad, de ahondamiento: la contemplación interior de la imagen del amado es la única vía posible hacia el reencuentro. Así se comprueba en el Cántico; así lo corrobora (por vía negativa) el irremediable fracaso al que está condenado el desmañado recurso del retrato que utiliza Diana.

La metaforización de la memoria como fuente que nos ofrece la prosa de Montemayor no puede sino recordarnos la interpretación que hace San Juan de la fuente como fe en la declaración del Cántico. Esto abre la puerta a nuevas analogías -y a inevitables divergencias- entre ambos textos. Recordemos que en el sistema san-juanista las virtudes teologales se asocian con las potencias del alma según una conocida correspondencia: fe: entendimiento; esperanza: memoria; caridad: voluntad20. Por eso en la declaración de la estrofa que consideramos combina ambos planos sin dificultad, y así a propósito del verso «que tengo en mis entrañas dibujados» explica: «Dice que los tiene en sus entrañas dibujados, es a saber, en su alma según el entendimiento y la voluntad», idea que desarrolla luego hablando de un dibujo de fe, según el entendimiento, y otro de amor, según la voluntad21. Resulta curioso que no se mencione ahí para nada a la memoria, aunque el contexto parece exigir lo contrario. Pero lo cierto es que, en general, el comentario del Cántico concede a la memoria una atención comparativamente muy inferior a la que recibe en las declaraciones de los otros dos poemas mayores. En algún momento llega a hacerse francamente elusivo al respecto. Así, por ejemplo, cuando San Juan explica los tres versos finales de la estrofa 38 («y luego me darías / allí tú, vida mía, / aquello que me diste el otro día»), afirma:

Pero viniendo a la declaración, veamos qué día sea aquel otro que aquí dice, y qué es aquel aquello que en él le dio Dios, y se lo pide para después en la gloria. Por aquel otro día entiende el día de la eternidad de Dios, que es otro que este día temporal. En el cual día de la eternidad predestinó Dios al alma para la gloria y en eso determinó la gloria que le había de dar, y se la tuvo dada libremente sin principio antes que la criara22.

Este y otros textos, al plantear la cuestión en términos de eternidad y atemporalidad, relegan a un segundo plano lo que de historia personal y humana tiene el camino místico. El proceso de anamnesis (si es que puede utilizarse el término) mediante el cual cobra el alma conciencia de ser portadora de una sigillatio divina tiene poco que ver con la memoria y mucho con la iluminación por la fe23. Pero en aquellos textos sanjuanistas más apegados a esa historia humana antes aludida, la memoria es referencia fundamental, como lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que en Subida al Monte Carmelo se dediquen a la noche activa de dicha potencia los quince primeros capítulos del libro tercero. Pues bien, el análisis de ese proceso de purgación saca a la luz una secuencia de imágenes que nos sitúa de nuevo en los aledaños del motivo de la memoria / fuente del que hemos partido. El punto de arranque está en el capítulo 8, párrafo 2 del libro primero, cuando al explicar «cómo los apetitos oscurecen y ciegan al alma», afirma que en esas condiciones

... ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco la tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está tomado de vaho para representar claro en sí el rostro presente, y menos la tiene la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para informarse con serenidad de la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar claro el rostro del que se mira24.



Este texto aporta ya todos los elementos conceptuales necesarios: ahí tenemos la memoria acuática o, para ser más exactos, la definición por vía metonímica de la memoria como espejo de agua. Pero es todavía un agua turbia, que deberá ser purificada hasta convertirse en espejo cristalino. Para ello, el espiritual ha de someter a la memoria a un meticuloso vaciado de todas aquellas aprehensiones (tanto naturales como imaginarias y sobrenaturales) que embarazan su disponibilidad para recibir a Dios. Alcanzado este estado, San Juan no excluye la posibilidad de recurrir a la memoria como medio de espolear el amor de Dios:

...bien podrá algunas veces acordarse de aquella imagen y aprehensión que le causó el amor, para poner el espíritu en motivo de amor; porque, aunque no hace después tanto efecto cuando se acuerda como la primera vez que se comunicó, todavía, cuando se acuerda se renueva el amor, y hay levantamiento de mente en Dios, mayormente cuando es la recordación de aquellas figuras, imágenes o sentimientos sobrenaturales que suelen sellarse e imprimirse en el alma, de manera que duran mucho tiempo, y algunas nunca se quitan del alma25.



Este y otros textos coinciden en reconocer a la memoria, representada como espejo (de agua), una dimensión afectivo-volitiva similar a la que tenía en el pasaje antes citado de Montemayor. Lo que no puede sino reforzar nuestra extrañeza por el hecho de que la declaración del Cántico vea en la fuente, contra otros textos sanjuanistas, un símbolo exclusivo de la fe, como queriendo negar o velar la existencia de un pasado, de una historia previa entre los enamorados del Cántico. La observación es, ciertamente, mínima, pero no irrelevante. Viene, por ejemplo, a incidir en el problema de la delicada conjunción entre los poemas y los comentarios en prosa, mostrando que ciertos pasajes del Cántico parecen encontrar una glosa más apegada a la literalidad del verso en la declaración de un poema distinto (la Noche o, como en este caso, la Llama)26.

Una última reflexión, para terminar este acercamiento a unos versos del Cántico, con sus prosas, desde las prosas, con sus versos, de la Diana. Si miramos ahora desde una perspectiva diferente (desde el Cántico hacia la Diana) las varias afinidades señaladas en las páginas que preceden, parece legítimo concluir que valen para confirmar la consideración de la narración pastoril como un auténtico crisol, en el que, al calor de las varias historias amorosas, se funden elementos vinculados a la espiritualidad religiosa y a la filosofía mundana. Un universo, en definitiva, que linda y se comunica con aquel por el que discurre el escritor místico. Aunque sea otro el aire de su vuelo.





 
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