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ArribaAbajoIn memoriam Daniel Devoto66

José Luis Moure


Se me han pedido unas palabras en homenaje a Daniel Devoto, fallecido en San Juan de Luz (Francia) el 29 de noviembre de 2001. La encomienda es triste por su propia razón, y compleja por la vastedad y heterogeneidad de los intereses que ocuparon densamente buena parte de los ochenta y cinco años de vida de nuestro compatriota, académico correspondiente de esta corporación desde 1979. A la manera de un sabio renacentista, Daniel Devoto fue filólogo, crítico, bibliógrafo, traductor, poeta, musicólogo y ejecutante, todo ello en alto grado de perfección. Hasta cierto punto desconcierta la pluralidad de sus temas: el romancero y el cancionero hispánicos -quizá su preocupación más constante y de aportaciones más significativas-, pero también Berceo, Don Juan Manuel, Góngora, las consonantes imperfectas de San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, los vihuelistas españoles, los músicos modernistas y posmodernistas franceses, Lorca, Gide, Borges, las inscripciones en los muros y árboles de Buenos Aires y tantos otros de una lista inabarcable.

Una aclaración me parece necesaria para explicar mi sorpresa de hoy. No conocí a Daniel Devoto, jamás hablé con él, jamás vi su rostro en una foto. Pero su nombre de pila se deslizaba con frecuencia en la conversación de Alberto Mario Salas, acaso el intelectual que más he respetado en la vida, quien fuera su entrañable amigo de juventud, y de quien un día, por razones que no he conseguido iluminar, se alejó definitivamente, como lo hizo de la Argentina, para siempre, en 1952. Desde aquel entonces, lejanía y silencio se habían hecho uno. A la muerte de Salas en 1995, sobreponiéndome a mi repulsa por lo que temía fuese -como lo era- una intromisión, alguna instancia   —310→   misteriosa me llevó a pesquisar la dirección de Devoto y a comunicarle la noticia. La contestación no se hizo esperar; fue la primera de una serie de cartas emocionadas, amables, francas, en las que campeaban la evocación, el humor -que en Devoto se hacía con facilidad y sarcasmo- y la inhallable referencia erudita. Me convertí así en confidente sin rostro, tardío y menor -en el doble sentido de la palabra-, y pude acceder sorprendido a una parte de aquel mundo de seres excepcionales, a los que aunaban la edad, la formación, compartidas convicciones políticas e intereses artísticos y culturales, allí donde estaban también Cortázar, Jorge D'Urbano, Olga Orozco, Josefa Sabor, Enrique Molina, y las preciosas ediciones, hoy inhallables, del Ángel Gulab, costeadas por Devoto.

Las coincidencias, o la deliberada trama que se teje en algún lugar imprecisable, me permiten hoy eludir la aridez de una enumeración de muchos títulos y fechas, y recurrir al más expresivo de los currículos, el que el mismo Devoto trazó para mí, en una carta del 17 de febrero de 1999 despachada en Hendaya, cuando yo no podía imaginar que algún día habría de ser leída en su memoria y en esta Academia.

Presto mi voz a Daniel Devoto67:

Mi querido -y viejo- amigo:

[...] «Anclado en París» -así me etiqueteaba [sic] Miguel D. Etchebarne-, aislado de todo contacto con lo mío de antes (mis cinco hermanos, dos mujeres y el resto masculino faltan hoy, después de haber ido faltando en tiempos y distancias), convencido de no existir en la tierra donde bastante me moví, me sorprenden -y tan agradablemente- los relámpagos afectivos que me renuevan el discurso del método: se acuerdan, luego existo [...]. Usted, víctima como todos de las inconveniencias locales, ignora felizmente lo que agregan otra lengua y otros ecos (más exactamente, la falta de todo eso).

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[...] Salas, Pocho68 y yo pertenecíamos a la generación del 35 en la Facultad de Viamonte 430. Amigos de un comienzo, yo fui su padrino de casamiento (Pocho había perdido a su padre y yo desbanqué -de lejos- a su hermano). En el 38 -enero- se realizaron en Montevideo los primeros (¿únicos?) Cursos Sudamericanos de Vacaciones; Salas fue designado por la Universidad, y tras él nos embarcamos Bosco -con familiares en el Uruguay- y yo. Asistían (presidían) Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni. El día de la clausura, Juana nos habló del San Sebastián de Florit que acababa de recibir, y Bosco le leyó poemas de Molinari, al que ella no conocía. Quedamos (Bosco, Salas, Enrique Duprat, amigo de Salas y sobrino de Aparicio, que también merodeaba los cursos y yo) en enviarle copias de las inencontrables ediciones de Molinari: yo me encargué de ellas, y Salas copió a máquina, en 5 ejemplares, los poemas de Borges. Así nacieron las ediciones del Ángel Gulab: hoy sé que en uno de los dialectos del Ganges julab quiere decir «rosa», entonces salió de un plato de gulash, y de una de las rabietas de Bosco. Ese año 38 se hicieron de verdad con mis Tres canciones69, y sirviendo yo de Doña Elvira, se unieron Molinari, Neruda, Alberti, Salas, tres lindos poemas de un primer premio de la Facultad, Abel Santa Cruz, Anderson Imbert... Y unidos al Ángel Aldabahor, Olga Orozco, Miguel Ángel Gómez, Sola González, Etchebarne, Cortázar... Buenos tiempos, aquéllos.

Los Cuadernos del Eco nacieron de un doble despiste. A raíz de una reseña mía sobre un mal libro consagrado a Ravel (disquisición -viva Proust-: Raimundo Lida, a quien la confié para la Revista de la Universidad de Buenos Aires, la destinó a Sur, abriéndome sus páginas; por ese tiempo, Amado Alonso y Henríquez Ureña decidieron que una modesta reseña del cancionero popular de Schindler70 apareciera en la RFH como artículo sobre la música folklórica española. Se ve que he sido alimentado con milagros. Cierro y sigo:) el propietario de una editorial, que tenía ya compuesta la traducción del libro de Curt Sachs sobre la historia de los instrumentos musicales71 a cargo de un traductor   —312→   que no sabía música, con la asesoría de [...], que no sabía inglés y tampoco de música (sé que hoy su nombre decora un instituto, pero era un dechado de ignorancia y de malignidad. Re-retomo:) el propietario de la Editorial Centurión comenzó a abrigar dudas sobre la calidad de sus empleados y me llamó para revisar las pruebas. Tenía razón: el traductor había transformado al «bizantino Suidas» en «las Suidas bizantinas» y donde se decía que un instrumento asiático sonaba como un «recorder» (flauta dulce, o de pico) [...] tradujo «registrador», que corrigió en «caja registradora» (!). Con la ayuda de la gran Dora Berdichevsky72 retradujimos todo (y la misma aventura se repitió con el Oxford Companion musical de la Sudamericana73). El Centurión (más bien mercenario) me propuso establecerle una colección musical (entre tanto le había revisado varios libros sobre ballet) y preparé los cinco primeros cuadernos que él hizo componer y que enseguida me ofreció, plomo incluido, para que yo los hiciera, todo a mi costa. Comprometido con autores e ilustradores, los hice imprimir en Colombo y me encontré compuesto y sin distribuidor. Mi amigo Baudizzone me ofreció albergue en la editorial a la que pertenecía, sin advertirme que la abandonaba, y perdí todo control sobre mis mercancías74. Como idéntica aventura me ocurrió con mi Cancionero llamado Flor de la Rosa y Losada, ya estoy medicado, no curado, de espantajo.

Su carta, tan cercana, me mueve a seguirle hablando de mí, tema tan y tan interesante. Efectivamente, no he vuelto por allí desde mi partida, con los nueve meses de una beca francesa, en 1952. Tras un largo estancamiento -la carrera de 5 años la arrastré quince- Zamora Vicente me decidió a redactar mi tesis largamente preparada, y para mantenerla   —313→   tuve que aprobar las seis materias pendientes: latín y griego, 4tos. y 5tos., y las dos filologías. No sé cómo lo hice, pero lo hice. Además, en esos quince años yo había desarrollado una buena actividad musical, siendo quizás el que más obras había dado a conocer, desde los trovadores y troveros hasta este siglo, con actuaciones en las Universidades de Buenos Aires, Litoral, Tucumán, en Córdoba y en otros lugares -Buenos Aires el primerísimo- hasta ocupar, sin título profesional alguno, durante dos cursos, las clases de Historia de la Música en la U. N. de Cuyo, en el Conservatorio y en la Academia de Bellas Artes. La presión peronista y mis servicios a la música francesa me ofrecieron la posibilidad de ganar una beca del Ministère des Affaires Étrangères. Le pedí a Olga Orozco que me echara las cartas, y entre otras cosas que también le (me) salieron ciertas, me dijo: «La beca es tuya, pero no te vas por nueve meses. Van a pasar diez años antes de que vuelva a verte». Ella se lo olvidó, pero yo no, y se lo dije diez años más tarde, cuando vino a verme a París. Al llegar me puse en contacto con Marcel Bataillon, que había reseñado mi Flor de la Rosa, y bajo su bondadoso interés entré en el Centre National de la Recherche Scientifique, donde realicé toda la carrera, de stagiaire a Directeur de Recherche (classe Extraordinaire), siendo el primer extranjero que se jubila con el cargo más alto. Aparte mi aporte personal, establecí el fichero de los libros españoles de las cinco grandes bibliotecas parisienses (Nationale, Mazarina, Arsenal, Ste. Geneviève y Sorbonne) teniendo en mano cada uno de los libros anteriores a 1701 (el resultado son 80 gavetas) y, además, me permitieron enseñar (Sorbona, París XIII, École Normale Supérieure -literatura española-; Poitiers, musicología). Si creo a algunos antiguos alumnos, no lo hice del todo mal. Además de mi maestro Bataillon, reencontré a mi maestra Jane Bathori, última intérprete de Debussy, creadora de todo Ravel, organizadora del Grupo de los Seis, que estrenó toda la obra vocal de Satie y de Albert Roussel y etcéteras innumerables, y fui aceptado por Solange Corbin, primera paleógrafa musical europea, hermosísima y gran cocinera.

Mucho tiempo pensé que trabajaba a oscuras -lo mismo que voluntariamente asumí en el campo literario-. Pero aquí entra usted, insospechado, con unos dos o tres que lo siguen, sin sospecharlo quizás, y me veo más honrado que merezco. Físicamente, hasta los 80 anduve andando (un poco antes me aligeraron una parte de estómago), ahora el aparato ambulacial empieza a superar a Edipo (dos bastones) y este mes una heridilla (la palabra, en Platero, le reventaba al Salas del 30 y pico...) en el dedo pequeño del pie derecho, que se resiste a cicatrizarse y exigía amputación, ha cedido ante 50 días de insulina.

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A ver si ésta (la carta, no la insulina) le prueba lo inadvertidamente que ha obrado escribiéndome. Pero, le ruego, persista.

Un gran abrazo.

Daniel Devoto.

P.S.: Olvidaba contarle que aquí me casé75, y que la necedad protectora de mi familia me arruinó con todo el país. «La suite au prochain numéro».



Devoto escribía barrocamente. Gustaba de los períodos largos, de la subordinación múltiple, de los parónimos y de los excursos parentéticos. El tono de la posdata me fuerza a recordar también su extraordinaria capacidad ofensiva a la hora de infligir una reseña destructiva. Baste este final de una nota crítica escrita en 1948. La víctima, un pequeño diccionario musical publicado en Buenos Aires:

[...] es, en realidad, una obra más jugosa de lo acostumbrado, con la que quitando lo que sobra, poniendo lo que falta y remendando el resto, puede hacerse un diccionario económico cuyas doscientas paginitas sean de verdadera utilidad a los alumnos no muy aventajados76.



Daniel Devoto, ya lo dijimos, se sumó a un grupo de excepción. Pero alcanzó a vivir, debemos y nos duele reconocerlo, en una Argentina cualitativamente superior a la nuestra. La escuela normal y la universidad pública pudieron dotarlo de lo necesario para que su talento se impusiera en el exigente escenario académico parisino.

Deseo cerrar esta semblanza destacando dos rasgos que acompañaron los días de Devoto y que hoy me parecen de mención necesaria. Hombre de fortuna personal, ejerció la generosidad, cultivó la sabiduría y el buen gusto, pero se negó a la tilinguería. Ausente del país desde sus treinta y seis años, alejado definitivamente de su medio y de sus amigos durante medio siglo, no cedió en su argentinidad, jamás declamada, pero sí deslizada, casi compulsivamente, en la constante inserción de una referencia bibliográfica alusiva, en la memoria de una canción provinciana, de un refrán porteño o en la prodigiosa   —315→   convivencia, en un título, de Gracián y el naipe criollo o de Teócrito y Nicolás Olivari.

Si, como afirman los hebreos, cuando muere un hombre muere un mundo, con Devoto se extinguió un universo de conocimiento, de palabras y de música, trabajado todo con sobresaliente competencia de filólogo y delicadeza de orfebre. Como las ediciones del Ángel Gulab, fue un ejemplar valioso, minoritario y difícilmente repetible.