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ArribaAbajo- XV -

Aprobó Felipe II la propuesta de su hermano, y autorizole para expulsar de Granada a todos los moriscos de diez años arriba y de sesenta abajo.

Debíaseles internar en lugares de Andalucía y Castilla que el mismo rey indicaba, y entregarlos allí por nómina a las justicias, para que tuvieran cuenta con ellos. Quería también el rey, para evitar escándalos y llevar a cabo más suavemente aquella operación arriesgada, que no se les impusiese este destierro como pena, sino se les diese a entender que les apartaban de peligro por su bien y quietud, y que, allanada la tierra, se cuidaría de ellos y serían remunerados los inocentes y leales. Pocos había que lo fuesen de hecho, y de intención, ninguno.

La operación, como decía Don Felipe, era peligrosa, en efecto, por dos extremos distintos. Era de temer que exasperados los moriscos al verse descubiertos, intentasen algún último y supremo golpe de mano; y era, igualmente, posible que al verlos presos e inermes el populacho de Granada se levantase contra ellos y cometiese algún bárbaro atropello en sus personas y haciendas. Prevínolo todo Don Juan con gran sigilo y prudencia: mandó apercibir primero toda la gente de guerra que había en la ciudad y en los lugares de la Vega, y el 23 de junio, víspera de San Juan (1569), hizo publicar de improviso un bando general, mandando que en el término de dos horas todos los moriscos que moraban en la ciudad de Granada, y en su alcazaba y Albaicín, así vecinos como forasteros, se recogiesen a sus respectivas parroquias...

El espanto de los moriscos fue inmenso, y la sorpresa y el terror ahogaron en ellos todo conato de resistencia; reconocíanse en su interior reos de las mayores penas, y temieron que les encerraban para degollarlos.

Acudieron todos con gran alboroto de llantos y gemidos a la plaza de Bib-el-Bonut, donde estaba la residencia de los jesuitas, y dieron allí lastimeras voces llamando al famoso Padre Juan de Albotodo, morisco de origen, que tantas veces fuera su protector, su amparo y también su víctima. Salió el Padre a una ventana, sin bonete ni manteo, como estaba en casa, y oyó aquellos clamores desgarradores, que ya no osaban pedir hipócritamente justicia, sino misericordia al rey, y a él caridad y amparo para salvar sus vidas. Era Albotodo santo de veras; como de cuarenta años, demacrado de cuerpo y cara, muy atezado y de cabello y ojos tan negros y relucientes, que delataban a la legua su origen árabe.

Bajó Albotodo a la plaza, y tales hicieron y dijeron aquellas miserables gentes, que enternecidas las harto blandas entrañas del jesuita, corrió a la Audiencia sin detenerse a tomar capa ni sombrero, dispuesto a mover el corazón del presidente Deza, y si necesario fuera el del propio Don Juan de Austria. Siguiéronle todos con grandes gemidos hasta la salida del Albaicín, mas ninguno osó bajar la cuesta, pues el peligro y la mala conciencia habíales tornado cobardes, como acontece siempre a los criminales.

Llegó el jesuita a la Audiencia jadeante, y recibiole el presidente como si viese delante de sí a un ángel bajado del cielo. Su intervención no podía ser más oportuna, porque nadie como él podía tranquilizar a los moriscos y convencerles de que nada se atentaba contra sus vidas, y tan de buena fe obraba don Pedro Deza, que ofreciose espontáneamente a dar él mismo la cédula; firmóla don Pedro Deza, y satisfecho con esto el jesuita, corrió de nuevo al Albaicín, agitando por encima de su cabeza la cédula, como si quisiese adelantar la esperanza a aquellos infelices que abominaba como reos, pero compadecía profundamente como hermanos y sentenciados.

Leyó el Padre Albotodo la cédula desde la ventana; creyéronle porque era clérigo, dice un cronista, y decidiéronse entonces a entrar en las parroquias cabizbajos, sombríos, recelosos, porque a medida que se afirmaba en ellos la esperanza de la vida, renacía también aquella su saña y rencor, que sólo podía extinguir la muerte.

Mandó Don Juan guardar las parroquias con varias compañías de infantería, y seguro ya el orden por parte de los moriscos, prevínolo también por parte de los cristianos, publicando un bando en que daba palabra en nombre de su majestad de que tomaba a los moriscos encerrados debajo del amparo y seguro real, y certificaba a todos que no les sería hecho daño, y que sacarlos de Granada era para desviarlos del peligro en que estaban puestos entre la gente de guerra.

Todo el mundo, sin embargo, amaneció al otro día en Granada inquieto y lleno de zozobra, porque habíanse de trasladar los moriscos de las parroquias donde habían pasado la noche al Hospital Real, fuera de las puertas, y ser allí entregados a los escribanos y contadores reales, para que aquéllos los inscribiesen y éstos se comisionaran en los lugares de Castilla y Andalucía de antemano designados. Temíanse alborotos y atropellos por una y otra parte, y hubiéralos habido, en efecto, si la prudencia de Don Juan no lo hubiera prevenido todo. Mandó, pues, formar en escuadrones desde el amanecer toda la gente de guerra en el llano que había entre la puerta de Elvira y el Hospital Real, que era lo más difícil y expuesto. Capitaneaba al primero de estos grupos el propio Don Juan de Austria y los otros tres el duque de Sessa, Luis Quijada y el licenciado Briviesca de Muñatones.

Situose Don Juan a la puerta del hospital, que era el punto más difícil, llevando por delante, para más autorizarse, su guión de capitán general, que era de damasco carmesí, muy guarnecido de oro, con una imagen de Cristo por un lado y otra de su Santísima Madre por el otro. La piedad hacia aquellos infelices, inermes y desarmados, pudo, sin embargo, más en los granadinos que el rencor y deseos de venganza, y pudieron todos bajar al Albaicín, cruzar la ciudad y entrar en el hospital sin que nadie les molestase.

«Fue un miserable espectáculo -dice Luis del Mármol, testigo, actor y cronista de todos aquellos hechos- ver tantos hombres de todas edades, las cabezas bajas, las manos cruzadas, los rostros bañados de lágrimas, con semblante doloroso y triste, viendo que dejaban sus regaladas casas, sus familias, su patria, su naturaleza, sus haciendas, y tanto bien como tenían, y aún no sabían cierto lo que se haría de sus cabezas18».

Por dos veces, sin embargo, estuvo a punto de estallar la catástrofe: pues sucedió que a un capitán de la Infantería de Sevilla, llamado don Alfonso de Arellano, ocurriósele, por necio afán de singularizarse, poner un crucifijo en el asta de una lanza, cubierto con un velo negro, y llevarla así como insignia al frente de su compañía, que custodiaba moriscos de dos parroquias. Vieron la enlutada enseña unas moriscas en la calle de Elvira, y creyendo que, roto ya el seguro de Don Juan, les llevaba a degollar los maridos, levantaron el lloro y comenzaron a gritar en aljamía, mesándose los cabellos:

-¡Oh, desventurados de vosotros, que os llevan como corderos al degolladero! ¡Cuánto mejor os fuera morir en las casas donde nacisteis!

Calentáronse con esto los ánimos, y hubieran llegado a las manos cristianos y moriscos a no llegar a tiempo Luis Quijada para calmarlos, ofreciendo de nuevo el seguro y mandando retirar el crucifijo.

A la puerta misma del Hospital Real prodújose otra confusión inmensa. Un barrachel o capitán de alguaciles, llamado Velasco, dio un palo a un mancebo morisco algo falto de seso; tirole éste a la cabeza medio ladrillo que llevaba debajo del brazo, y le hendió una oreja; con lo cual, creyendo muchos en la confusión que el herido era Don Juan de Austria, pues vestía de azul lo mismo que el barrachel, echáronse los alabarderos sobre el morisco y le hicieron pedazos, y otro tanto hubiera sucedido a los que detrás venían si Don Juan mismo no hubiese lanzado su caballo en mitad del remolino de gente y detenido a todos, diciendo a voces con la lumbre de la indignación y la autoridad en los ojos:

-«¿Qué es esto, soldados? Vosotros no veis que si a Dios desplace la maldad del infiel, por más ofendido se tiene de aquellos que profesan su ley; porque están más obligados a guardar verdad a todo género de gentes, principalmente en cosas de confianza. Mirad, pues, lo que hacéis; no quebrantéis el seguro que les he dado, porque hasta agora no hay con qué lo pueda innovar; y si la justicia de Dios tardara, no disimularé el ejemplo de su castigo».

Y, dicho esto, mandó Don Juan a don Francisco de Solís y a Luis del Mármol, que todo lo presenció y cuenta, que guardasen las puertas de la ciudad y no dejasen entrar a nadie dentro, para que el rumor no se extendiese, y al barrachel dijo que se fuese luego a curar y dijese que no le había herido nadie, sino que su mismo caballo le había dado una cabezada.

Una vez fuera de Granada este foco peligroso en que se apoyaba la rebelión, propúsose Don Juan con toda la energía de su carácter terminar a toda costa y en breve plazo aquella guerra salvaje, salidero continuo de sangre, de honra y de dinero; que, lejos de apagarse, crecía con las malquerencias y rapiñas de los cristianos, hasta el punto de no ser ya los moriscos los que se replegaban y defendían en las asperezas de las sierras, sino los que atacaban a cara descubierta y sitiaban y tomaban lugares tan fuertes como los del río Almanzora y fortalezas tan pertrechadas como el castillo de Serón, donde mataron ciento cincuenta cristianos y cautivaron otros tantos con el alcaide, Diego de Mirones.

Ufano el reyezuelo Aben-Humeya con aquellos triunfos, crecía en orgullo aún más de lo que adelantaba en poder, y atreviose ya a escribir como rey a Don Juan de Austria pidiéndole la libertad de su padre, don Antonio de Valor, preso por delitos comunes en la Cancillería de Granada desde meses antes de la sedición. Enviole esta carta con un muchacho cristiano, cautivo en Serón, y diole un salvoconducto, que decía a la letra: «Con el nombre de Dios misericordioso y piadoso. Del estado alto, ensalzado y renovado por la gracia de Dios, el rey Muley Mohamet Aben-Humeya, haga Dios con él dichosa la gente afligida y atribulada de Poniente. Sepan todos que este mozo es cristiano de los de Serón, y va a la ciudad de Granada con negocios míos, tocantes al bien de los moros y de los cristianos, como es costumbre tratarse entre reyes. Todos los que le vieren y encontrasen déjenle pasar libremente y seguir su camino, y ayúdenle y denle todo favor para que lo cumpla; porque el que lo contrario hiciere, que le estorbare o prendiere, condenado se ha en pérdida de la cabeza». Y abajo decía: «Escribiolo por orden del rey Aben Chapela», y a la mano izquierda, debajo de los renglones, estaban unas letras grandes, que parecían de su mano, que decían: «Esto es verdad», imitando a los reyes moros de África, que no acostumbraban a firmar sus nombres sino por aquellas palabras, por más grandeza.

No consintió Don Juan en recibir carta ni mensajero de un hereje alzado en armas; mas leída aquélla y examinado éste por el Consejo, decidiose no dar respuesta alguna, pero que el padre de Aben-Humeya, don Antonio de Valor, respondiese a éste que le trataban bien en la cárcel, que no era cierto le hubiesen dado tormento como se propaló falsamente, y que le afease al mismo tiempo como padre su proceder de rebelde, y le aconsejase la sumisión y el arrepentimiento.

Tornó de allí a poco Aben-Humeya a escribir a Don Juan y a su padre, don Antonio de Valor, enviando esta vez las cartas por el Xoaybí, alcalde de Guéjar, el cual, traidor, las leyó y retuvo con ánimo de acusarle y prenderle, como lo hizo, en efecto.




ArribaAbajo- XVI -

Salió al fin Don Juan a campaña con todos los bríos de su natural esforzado, y de sus deseos por tanto tiempo comprimidos en aquella lucha continua con sus consejeros, todos en pugna, que tan gráficamente pintó don Diego Hurtado de Mendoza en su lacónica y famosa carta al príncipe de Éboli: «Ilustrísimo Señor: Verdad en Granada no pasa; el señor Don Juan escucha; el duque (Sessa) bulle; el marqués (Mondéjar) discurre, Luis de Quijada gruñe; Muñatones apaña mi sobrino19, allá está, y acá no hace falta».

Envió, pues, Don Juan un Cuerpo de Ejército hacia las Alpujarras, con el duque de Sessa al frente, y arremetió él con el otro: lo primera a Guéjar, madriguera formidable donde tenían los moriscos uno de sus principales centros de operaciones, reforzado entonces con turcos y moros berberiscos. Cayeron allí de improviso siguiendo las hábiles maniobras por Don Juan combinadas, y apoderándose del lugar del castillo con menos pérdidas y dificultades que las que se temían.

Huyose el primero el alcaide, Xoaybí, y fuese pregonando por todas partes, en odio a Aben-Humeya, que andaba éste en tratos con los cristianos para acabar la guerra y entregar a todos los moriscos, lo cual probaba mostrando las cartas detenidas por él en Guéjar e interpretándolas falsamente. Creyéronle todos los agraviados de Aben-Humeya, que eran muchos, y muy principalmente, entre ellos, un tal Diego Alguacil, natural de Albacete de Ujíjar, que le guardaba rencor profundo por haberle quitado Aben-Humeya, con malas artes, una prima suya viuda que tenía por manceba. Seguía la morisca por fuerza al reyezuelo, pero siempre mantenía correspondencia con su primo, y ella le avisaba los pasos que seguía y los planes que tiraba Aben-Humeya.

Aprovechábase don Diego Alguacil de estas ventajas, y junto con un sobrino llamado Diego de Rojas y el renegado Diego López Aben-Abóo, tintorero del Albaicín, y de los capitanes turcos venidos de Argelia, Huescein y Caracax, fraguaron una maraña, que no por ser contra un malvado como Aben-Humeya dejaba de ser inicua. Falsificaron cartas de éste a Aben-Abóo, mandándole degollar a traición a todos los turcos, y en unión de ellos fueronse a Lecújar de Andarax, donde estaba Aben-Humeya, con intento de prenderle y de matarle. Tuvo éste algún aviso de lo que se urdía, y decidiose a huir a Valor en la madrugada del 3 de octubre; mas detúvole aquella noche una zambra de mujerzuelas, y cansado de festejar, dejó el viaje para el siguiente día, teniendo ya los caballos ensillados, lo cual fue causa de su perdición, pues aquella madrugada llegaron Diego Alguacil, Aben-Abóo y los suyos y le asaltaron la casa, cogiéndole desprevenido.

Salió Aben-Humeya a la puerta a medio vestir, con una ballesta en la mano y detrás la morisca viuda; mas como comprendiese a primera vista aquella mala hembra lo que pasaba, abrazose a él como poseída de miedo; pero, en realidad de verdad, para impedirle el juego de los brazos y el uso de la ballesta y dar lugar a que le prendieran. Hiciéronlo así Aben-Abóo y Diego Alguacil; atáronle las manos con un almaizar20, y las piernas, muy apretadas, con una cuerda de cáñamo. Juntáronse luego con los capitanes turcos, y en presencia de la morisca comenzaron a juzgarle y hacerle proceso. Presentáronle las cartas falsas, y él, como inocente y maravillado, negó enérgicamente; mas arrojáronle al suelo de un empellón, como a hombre ya sentenciado a muerte, y comenzaron en su presencia a saquearle la casa y a repartirse sus mujeres, dineros, ropas y alhajas, acabando a la postre por designar a Aben-Abóo por sucesor de aquel desdichado, que veía así a sus más mortales enemigos repartirse en vida toda su herencia.

Veíalos Aben-Humeya desde el rincón en que yacía agarrotado, y perseguíales con amargas razones que revelaban lo hondo de tu saña y la negrura de su alma... Que él no había pensado nunca en ser moro, sino en vengarse de unos y de otros... Que había ahorcado a sus enemigos, amigos y parientes, cortándoles las cabezas, robado sus mujeres, quitádoles sus haciendas; y pues había ya él cumplido sus gustos y venganzas, saciasen ellos la suya, que no por eso habían de arrancarle aquella satisfacción del fondo de su alma... Cuando oyó que era Aben-Abóo el designado para sucederle, dijo que moría contento porque presto seguiría también los pasos en que a la sazón él se hallaba.

Lleváronle al amanecer a otro cuarto Diego Alguacil y Diego de Rojas, y allí le estrangularon con un cordel, tirando cada cual de un cabo. A la mañana sacáronle fuera, y, como a cosa despreciable, le enterraron en un muladar.

Mientras tanto, adelantaba Don Juan de Austria, barriendo a los moriscos de lugar en lugar y de peña en peña hacia las Alpujarras, donde había de cortarles el paso el otro Cuerpo de Ejército. Y era tal su ardimiento, previsión y deseo de participar así de las responsabilidades del jefe como de las fatigas y peligros del soldado, que dice a este propósito el entonces veterano don Diego Hurtado de Mendoza: «Y a los que nos hallamos en las empresas del emperador parecía ver en el hijo una imagen del ánimo y provisión del padre, y su deseo de hallarse presente en todo, en especial con los enemigos». No le desamparaba un momento Luis Quijada, conteniendo a cada paso su fogosidad harto imprudente en lo que a su persona tocaba, pues le hacía exponer su vida con peligrosa frecuencia.

Tropezó, sin embargo, Don Juan en este camino de triunfos con la desesperada resistencia que en la villa de Galera le hicieron, donde hasta las moriscas pelearon con el empuje de varones esforzados. Era esta villa muy fuerte de sitio; estaba puesta sobre un cerro muy prolongado a manera de galera, de donde tomaba el nombre, y tenía en lo más alto un castillo antiguo cerrado de torrenteras muy altas de peñas, que suplían la falta de los caídos muros. Estaban dentro de la villa más de tres mil moros de pelea, con buen golpe de turcos y berberiscos, y tan segura la creían éstos, que habían almacenado en ella trigo y cebada para más de un año y grandes tesoros de oro, plata, sedas, aljófar y otras cosas de precio.

Hizo Don Juan un detenido reconocimiento de la villa desde unos altos cerros que la señoreaban con Luis Quijada, el comendador mayor de Castilla y otros capitanes de cuenta, y mandó luego disponer las baterías y trincheras para preparar el asalto. Atendió Don Juan personalmente a esta obra, haciendo de capitán general y de soldado; porque habiéndose de ir por la atocha de que se hacían las trincheras a unos cerros lejanos, íbase a pie delante de los soldados para animarles al trabajo, y traía su haz a cuestas como cada uno hasta ponerlo en la trinchera. Comenzaron a batir la torre de la iglesia antes de que amaneciese con dos cañones gruesos, y a pocos tiros hízose un portillo alto y no muy grande, por donde dieron el asalto y la entraron don Pedro de Padilla, el marqués de la Favara, don Alonso de Luzón y otros caballeros animosos de los que seguían a Don Juan con sus gentes por puro amor a su persona. Siguió batiendo la artillería unas casas, al parecer de tierra, que había al lado de la iglesia; mas cuando se intentó por ellas el segundo asalto, fue tal la desesperada rabia con que los moros les rechazaron y tan fuerte la defensa que aquellas miserables casucas ofrecían, que hubieron de retirarse los cristianos principales que porfiaron por ir delante. Fue uno de ellos don Juan de Pacheco, caballero del hábito de Santiago, al cual despedazaron miembro a miembro por rabia que dio a los moros la cruz roja que llevaba en los pechos. Había llegado dos horas antes al real desde Talavera de la Reina, su patria, y sin más que besar la mano de Don Juan, entrose en la pelea, donde halló la muerte.

No se desanimó Don Juan por este fracaso, y después de mandar abrir minas y plantar nuevas baterías, ordenó otro asalto para el 20 de enero, que por haber salido las minas cortas resultó un segundo desastre. Pelearon con rabioso valor por ambas partes, y el alférez don Pedro Zapata llegó a plantar su bandera en el muro enemigo con tanto denuedo, que si la disposición de la entrada diera lugar a que le socorrieran otros, ganárase la villa aquel día; pero la estrechez del lugar impidió todo socorro, y cargando los moros sobre él, le derribaron muy mal herido por la batería abajo, abrazado a su bandera, que nunca soltó, ni le pudieron arrancar, aunque muy reciamente le tiraban. Murieron este día más de trescientos soldados, entre ellos muchos capitanes y hombres de cuenta, y quedaron heridos más de quinientos.

Trocose el dolor de Don Juan en rabia no disimulada, y aquel día juró asolar a la Galera y sembrarla de sal y pasar a cuchillo a todos sus moradores, lo cual cumplió muy en breve, pues dispuesto otro tercer asalto con nuevas minas que entraban hasta los mismos cimientos del castillo y abiertas enormes brechas con artillería gruesa traída de Güéscar, voló casi todo el pueblo con horrísono estruendo y temblor de tierra que hizo estremecer todo el cerro, y lanzáronse los cristianos dentro y fueron ganando palmo a palmo la villa, hasta acorralar más de mil moros en una plazoleta y degollarles allí sin piedad ni misericordia. Corría la sangre por las calles y resbalaba por las peñas, viniendo a cubrir las matas y zarzas como de flores rojizas. Cogiose botín inmenso de cosas de mucho precio, y mandando Don Juan recoger la gran cantidad de trigo y de cebada que tenían allí almacenada los moros, ordenó también a don Luis del Mármol, que todos estos hechos cuenta, asolar la ciudad y sembrarla de sal, como lo tenía jurado.

Abandonó Don Juan de Austria la Galera, y fuese sin tomar respiro a sitiar la villa y castillo de Serón, donde le aguardaba la primera pena grave que amargó su vida. Acampó sus tropas en Canilles, y desde allí quiso ir a reconocer en persona el lugar, llevando consigo al comendador mayor de Castilla y a Luis Quijada con dos mil arcabuceros escogidos y doscientos caballos.

Viéronles llegar los moros de Serón, y comenzaron a hacer ahumadas desde el castillo con grande prisa, pidiendo socorro. Salieron muchos a tirotear a los cristianos desde las laderas, y huyendo aquéllos y persiguiéndoles éstos, entraron todos en el lugar, que parecía abandonado; veíanse a las moras correr a guarecerse en el castillo, y menudeaban desde allí las ahumadas y señales. Desparramáronse los soldados con gran desvergüenza, saqueando las casas, y para más asegurar el botín encerráronse muchos en ellas; mas de repente aparecieron más de mil moros de Tíjola, Purchena y demás lugares del río, atraídos por las ahumadas, y el pánico de los cristianos fue entonces inmenso. Huyeron todos a la desbandada, sin querer soltar el botín que traían ya entre las manos, y embarazados con la carga, tropezaban y caían y amontonábanse, ofreciendo certero blanco a piedras, flechas y balas.

Veía Don Juan desde el cerro en que se hallaba aquella confusión indigna en que peligraban las vidas de los soldados y el decoro de sus armas, y lanzó en mitad de ellos denodadamente su caballo, gritando con heroico esfuerzo:

-«¿Qué es esto, españoles?... ¿De quién huís?... ¿Dónde está la honra de España?... ¿No tenéis delante a Don Juan de Austria, vuestro capitán?... ¿De qué teméis?... Retiraos con orden, como hombres de guerra, con el rostro al enemigo, y veréis presto arredrados estos bárbaros de vuestras armas..».

Mas vio también Luis Quijada el peligro que corría Don Juan tan al alcance de las balas, y lanzose a toda brida para retirarle... En el mismo momento dio una pelota de arcabuz en la celada del príncipe, que a no ser ésta tan fuerte dejárale allí sin vida. Revolviose Luis Quijada como león a quien hieren su cachorro, y lanzó el caballo de frente, como si quisiese aplastar al que hubiese disparado. Diéronle entonces a él un escopetazo en el hombro, y viósele tambalear primero y caer después pesadamente del caballo, entre gritos de dolor y alaridos de rabia de los que le rodeaban. Cubríale ya Don Juan con su cuerpo, y con admirable presencia de ánimo mandó retirarle a Canilles, con escolta de Tello de Aguilar y los caballos de Jerez de la Frontera.




ArribaAbajo- XVII -

Llegó Luis Quijada a Canilles muy abatido en una camilla de troncos de árboles, conducida por cuatro soldados que sin cesar se remudaban; lleváronle a su posada, pobre y desnuda, como de campaña, y en lugar enemigo, y allí acudieron los físicos de Don Juan para hacerle la cura. Devorábale la sed, pedía agua de continuo, y preocupábale más que todo lo que hubiese podido ser de Don Juan en el apurado trance en que le dejara. Llegó al cabo Juan de Soto, nuevo secretario de Don Juan, por haber muerto el buen Juan Quiroga meses antes en Granada. Dijo que Don Juan había logrado ordenar la retirada de las tropas con hartas pérdidas, y recibido él tan furiosa pedrada en la rodela, que el guijarro quedó casi incrustado en el hierro: cosa maravillosa, pera no única ni extraña en el empuje de aquellos terribles honderos moriscos, que igual daño hacían de una pedrada que de un arcabuzazo.

Volvió Don Juan a Canilles, ya entrada la noche, con el brazo izquierdo algo desconcertado por el terrible rebote de la rodela al recibir la pedrada; fuese derecho a casa de Luis de Quijada y encerrose con los médicos. Declaráronle éstos mortal la herida del veterano, mas no veían aún la muerte al ojo, y sin esperanza de evitarla, creían, sin embargo, detenerla, al menos, por algunos días. Afligiose Don Juan profundamente, y acordose lo primero de doña Magdalena. Hallábase esta señora en Madrid, por tener más prontas y seguras nuevas de la guerra, y allí le mandó aquella misma noche Don Juan un correo con verdaderas y detalladas noticias de lo sucedido. Y como conocía el gran corazón y ánimo esforzado de la señora y no dudó un momento de que, una vez sabedora del suceso, volaría al punto al lado de su esposo, enviola también un itinerario escrito de su mano, marcándole los lugares más seguros por donde podía hacer aquel viaje, indudablemente temerario por la aspereza del camino, lo crudo de la estación, la edad misma de la señora, que alcanzaba ya los cincuenta años, y, sobre todo, por el peligro continuo de ser sorprendida y atacada por los monfíes moriscos desparramados por toda aquella parte del reino de Granada, que era entonces teatro de la guerra.

Para prevenir tamaños peligros, escribió Don Juan a todos los lugares en que había presidios, que eran los más de ellos, mandando diesen a doña Magdalena a su paso fuerte y segura escolta, y dispuso también que saliesen todos los días dos correos, uno al amanecer y otro al caer la tarde, para que tuviese diariamente noticias, ya fuese en Madrid, ya en el camino al fin de cada jornada. Escribía el propio Don Juan de su mano estos partes diarios, después de consultado y oído el parecer de los médicos.

Envió Don Juan a doña Magdalena estas primeras noticias con su ayuda de cámara favorito y de confianza, Jorge de Lima, y no se equivocó un punto en lo que había pensado de la animosa señora; pues no bien supo ésta la fatal nueva, dispuso al punto su viaje sin vacilaciones ni aturdidos apresuramientos, sino con la serena calma y la prudente actividad con que arrostran las situaciones difíciles las almas de superior temple. Acompañáronla su hermano el marqués de la Mota don Rodrigo de Ulloa, varios deudos y amigos y algunos criados, con buen número de gente armada y de toda confianza. Hizo este viaje doña Magdalena en litera hasta Granada, y de allí a Canilles cabalgando en poderosas mulas que le prestó el arzobispo; y tan largas fueron las jornadas y tan cortos los descansos, que en cinco días recorrió las sesenta leguas que la separaban de su esposo y señor, Luis Quijada.

Mientras tanto, sentíase éste acabar muy poco a poco, como le decía a él mismo el emperador la víspera de su muerte; había Don Juan suspendido las operaciones, y asistíale y cuidábale por sí mismo el mayor tiempo posible. Enternecían al viejo soldado estos cuidados filiales, y dábale consejos, hacíale advertencias y encomendábale con afán a la buena doña Magdalena, aunque todavía no se figuraba él en verdadero trance de muerte.

Mas cuando supo por Don Juan mismo que ya venía doña Magdalena de camino y conoció las amorosas precauciones que había él tomado para proteger su viaje, arrasáronse en lágrimas los ojos del veterano, y poniendo su única mano disponible sobre la cabeza de Don Juan, apretósela con varonil y supremo esfuerzo. La proximidad de la muerte dejaba al descubierto la ternura de su corazón y alejaba, por el contrario, las asperezas de su carácter.

El 20 de febrero (1570) encontrose muy postrado, y diose cuenta por primera vez de que estaba próxima la muerte. Pidió al punto los Sacramentos, y trájole Don Juan un fraile franciscano de los que seguían al ejército, que estaba allí, en el convento de Canilles. Era este fraile el por aquéllos días famoso fray Cristóbal de Molina, héroe de Tablate, cuyo horrendo barranco atravesó el primero sobre una frágil tabla con el halda del hábito remangada, la espada en una mano, un Cristo en la otra y tan grande terror de los moriscos y heroica emulación de los cristianos, que el arrojo del fraile decidió la derrota de aquéllos, la victoria de éstos y la libertad de Orgiva, apretada ya al extremo por el reyezuelo Aben-Humeya. Era fray Cristóbal chiquitillo y mal encarado, y desagradó a Luis Quijada su primera vista, y como Don Juan, que le veneraba mucho, le preguntase el motivo, contestále Quijada cándidamente:

-Distráeme y turba pensar cómo hombrecillo tan ruin pudo hacer hazaña tan temeraria.

Confesó, sin embargo, con él con grande contrición de sus pecados, y aquel mismo día trajéronle el Viático de Santa María y recibió la Unción, asistido siempre por Don Juan, que con gran cariño le descubría las manos y los pies para que le ungiesen los santos óleos. Hizo el otro día ante el auditor del ejército, Juan Bravo, un extenso codicilo, cuyas cláusulas todas respiran esa sencilla piedad, a veces ruda, de los grandes valientes de otros tiempos, en la cual estaba, sin duda alguna, todo el secreto de su fortaleza. Dice un autor famoso, nada devoto por cierto:»El cielo sonríe al soldado que puede lanzarse a través del combate arrojando este santo grito de guerra: ¡Creo!»

Dejaba Luis Quijada por herederos de todos sus cuantiosos bienes no vinculados a los pobres, y usufructuaria de ellos a doña Magdalena. Fundaba pósitos y montes de piedad en sus cuatro villas de Villagarcía, Villanueva de los Caballeros, Santofimia y Villamayor, fundaba escuelas, pensionaba hospitales con renta especial para que no faltase quien auxiliara a los moribundos, y ponía cláusulas referentes a doña Magdalena tan tiernas como ésta: «Y si a doña Magdalena le pareciese que es mejor juntar nuestras haziendas y hacer algún monasterio de frayles u monjas, con tal que no sean de las descalzas, que por ser tan fría la tierra de Campos no podrían allí vivir, en tal caso doy poder a doña Magdalena con mis testamentos, para que juntamente con ellos lo dispongan y ordenen, pues la voluntad de ambos ha sido hacer una fundación perpetua con su hazienda y la mía, y que allí nos enterremos juntos y tengamos en muerte la misma buena compañía que tuvimos en vida».

Amaneció Luis Quijada el día 23 algo trastornado ya por la calentura, y poco antes de mediodía llegó Jorge de Lima anunciando que sólo traía de ventaja a doña Magdalena una hora de camino. Salió Don Juan a recibirla a la entrada del lugar, y llevola él mismo de la mano a la cabecera de Quijada. No la reconoció éste al punto en medio de su delirio; mas desapareciole éste a la madrugada al bajar la calentura, y tuvo con ella tiernas y largas pláticas. Turbósele otra vez la razón en la tarde del 24, y ya no volvió a recobrarla; fuese acabando poco a poco aquella robusta vida, y el 25 de febrero, al anochecer, expiró dulcemente, como quien pasa de su sueño natural a otro sueño eterno. Sosteníale Don Juan la mano en que empuñaba la candela de la agonía, presentábale doña Magdalena por el otro lado el crucifijo y fray Cristóbal de Molina, arrodillado a los pies, hacíale la recomendación del alma.

En el momento de expirar abrazose Don Juan a doña Magdalena, apretándola fuertemente sobre su corazón, como si quisiese indicarle que allí le quedaba él para amarla y ampararla; escondió la señora un momento el rostro en aquel leal pecho, y escapáronsele allí tres o cuatro sollozos roncos y secos, que más parecían estallidos de varonil dolor que muestras de debilidad femenina; mas repúsose al punto, y con gran serenidad y devoción cerró los ojos al cadáver, sellándoselos, al modo del tiempo, con gotas de cera de la candela de la agonía; manteníale ella cerrados los párpados con sus dedos y Don Juan iba dejando caer sobre ellos las gotas de cera. Estaban presentes el comendador mayor don Luis de Requeséns, el marqués de la Mota y todos los demás capitanes y caballeros que cabían en la menguada vivienda; los demás agolpábanse en la calle, esperando tristemente el fatal desenlace.

Pusiéronle al cadáver su armadura de combate, y en señal de devoción vistiéronle encima un capillo franciscano; tenía las manos cruzadas sobre el pecho, sosteniendo entre ellas su espada, que formaba una cruz con la empuñadura. Dispuso Don Juan que se expusiera el cadáver toda la mañana ante el ejército en unas andas adornadas con trofeos y banderas, y por la tarde lleváronle a enterrar en un convento de jerónimos de Baza, que era el lugar escogido por el mismo Quijada, mientras no dispusiera doña Magdalena su traslado a otra parte. Púsose en movimiento todo el ejército con los arcabuces vueltos hacia abajo, las lanzas, picas y banderas arrastrando, roncos los tambores, los clarines y pífanos destemplados. Llevaban las andas los capitanes más antiguos, alternando, y detrás iba Don Juan en una mula encaparazonada de luto hasta tierra, con loba él y capirote que le cubría hasta los ojos; llevaba delante su guión de capitán general, no vuelto de través como las demás banderas, sino enarbolado y sin mudanza, y seguíanle el comendador mayor y todos los jefes del ejército, más o menos enlutados, según la estrechez del lugar les había permitido proporcionarse telas negras.

Detúvose todavía doña Magdalena tres días en el campo, y partiose al cabo de ellos para el convento del Abrojo, donde pensaba retirarse durante algunas semanas. Iba en una litera muy cómoda, toda enlutada, que Don Juan le había proporcionado, y acompañole él hasta dos leguas más allá de Canilles, cabalgando siempre al lado de la litera. Allí se separaron, triste ella como quien deja atrás todo cuanto amaba; triste él también, pero como se puede estar triste a los veintitrés años...21.




ArribaAbajo- XVIII -

Rehizo Don Juan su ejército durante aquellos días que acampó en Canilles, y cayó de nuevo sobre Serón con tan grande ímpetu y buena fortuna, que no pudieron los moros hacer otra cosa sino huir, incendiando antes la población y el castillo. Entró luego en Tíjola, Purchena, Cantoria y Tahalí, y siguió bordeando el río Almanzora de triunfo en triunfo con tal pavor de los moros, que al solo anuncio de su llegada huían sin tino, abandonándole sin resistencia lugares y fortalezas, lo cual no sólo era debido al gran renombre y valor y energía adquiridos por Don Juan, sino debíase también a que aquel mozo de veintitrés años era ya de aquellos valientes y honrados caudillos que sólo hacen la guerra para llegar a la paz y mientras espantan, por un lado, al enemigo con el estruendo de sus victorias, tiéndenle, por otro, la mano en secreto para llegar a un acuerdo justo que economice la sangre, aunque pierda su gloria algunos rayos de relumbrón.

Tiempo hacía que Don Juan meditaba un acuerdo con los moriscos, y en el mayor secreto habíalo encomendado al capitán Francisco Molina, amigo desde la niñez de Hernando el Habaquí, caudillo de los moros en aquella tierra. Avistáronse, pues, con gran disimulo los dos antiguos amigos, y no desagradó al Habaquí la propuesta: era hombre muy discreto, y contra lo que solían ser los de su raza, leal y franco. Discutiéronse las condiciones, y convencido al cabo el Habaquí, prometió hacer todo lo posible para traer al reyezuelo Aben-Abóo al acuerdo. No fió tanto Don Juan de estos tratos que se decidiese a suspender las operaciones de guerra, sino que la siguió, por el contrario, cruda y sangrienta por Terque, el río Almanzora y los Padules de Andarax. Mas al llegar a Santafé el 17 de abril, andaban ya tan adelantadas las negociaciones, que se decidió a publicar un bando preparando la reducción, cuyos principales artículos eran los siguientes:

«Prométese a todos los moriscos que se hallaren rebelados fuera de la obediencia y gracia de su majestad, así hombres como mujeres, de cualquier grado y condición que sean, que si dentro de veinte días, contados desde el día de la data de este bando, vinieren a rendirse y a poner sus personas en manos de su majestad y del señor Don Juan de Austria en su nombre, se les hará merced de las vidas, y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habrán recibido para se levantar; y usará con ellos en lo restante de su acostumbrada clemencia, ansí con los tales, como con los que, demás de venirse a rendir, hicieren algún servicio particular, como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes, y de los otros naturales del reino que han sido capitanes y caudillos de la rebelión, y que, obstinados en ella, no quieren gozar de la gracia y merced que su majestad les manda hacer.

»Otrosí: a todos los que fueren de quince años arriba y de cincuenta abajo, y vinieran dentro de dicho tiempo a rendirse y trajeran a poder de los ministros de su majestad cada uno una escopeta y ballesta con sus aderezos, se les concede las vidas y que no puedan ser tenidos por esclavos, y que además desto puedan señalar para que sean libres dos personas de las que consigo trajeren, como sean padre o madre, hijos o mujer o hermanos; los cuales tampoco serán esclavos, sino que quedarán en su primera libertad o arbitrio, con apercibimiento que los que no quisieran gozar desta gracia y merced, ningún hombre de catorce años arriba será admitido a ningún partido; antes todos pasarán por el rigor de la muerte, sin tener dellos ninguna piedad ni misericordia».

Esparciéronse millares de traslados de este bando por todo el reino de Granada, y desde el mismo momento comenzaron a presentarse moriscos en demanda de indulto, así en el campo de Don Juan como en el del duque de Sessa. Traían todos una cruz de paño o lienzo de color cosida en la manga izquierda, para que se les reconociese desde lejos y no les hicieran daño, según marcaba por contraseña uno de los artículos del bando. Mientras tanto, cumplía su palabra el Habaquí de alcanzar poderes de Aben-Abóo para someterse, y rogaba a Don Juan que nombrase comisionado para tratar la forma en que había de hacerse la sumisión del reyezuelo, la suya propia y la de los otros jefes cuyos poderes tenía. Avistáronse en Fondón de Andarax, el viernes 19 de mayo, los caballeros nombrados por Don Juan con el Habaquí y los suyos, y determinose que fuese éste en nombre de todos a echarse a los pies de Don Juan de Austria pidiendo misericordia de sus culpas, y le rindiese la bandera y las armas.

Salieron, pues, aquel mismo día para los Padules, donde Don Juan estaba acampado, el Habaquí y los caballeros comisarios, con trescientos escopeteros moros que aquél traía por escolta. Venía el Habaquí en un caballo argelino muy bien enjaezado a la usanza árabe; traía turbante blanco, caftán de grana y por todas armas una damasquina con muchas piedras preciosas; era hombre muy enjuto y de buen tipo, con barba rala que comenzaba ya a blanquearle. A su lado llevaba un alférez de la escolta la bandera de Aben-Abóo, de damasco turquesado con media luna en el asta, y unas letras que decían en arábigo: -No puedo desear más ni contentarme con menos- y seguían los escopeteros, puestos en orden a cinco por hilera. Tomáronles en medio cuatro compañías de infantería española que les estaban aguardando en el límite del campamento, y al pasar la línea entregó el Habaquí la bandera de Aben-Abóo al secretario Juan de Soto, que cabalgaba a su lado. En esta forma pasaron por entre los escuadrones de a pie y de a caballo, puestos en formación, que tocaban sus instrumentos y les hicieron una hermosa salva de arcabucería que duró un cuarto de hora.

Esperábale Don Juan de Austria en su tienda, rodeado de todos los capitanes y caballeros del ejército; hallábase armado de punta en blanco; teníale un paje la celada, y otro, al lado derecho, el guión de capitán general. Apeose el Habaquí enfrente de la tienda, y fuese derecho a echar a los pies de Don Juan diciendo:

-¡Misericordia, señor; misericordia nos conceda vuestra alteza en nombre de su majestad, y perdón de nuestras culpas, que conocemos haber sido graves! Y, quitándose la damasquina que llevaba ceñida, diosela en la mano, diciendo: -Estas armas y bandera rindo a su majestad en nombre de Aben-Abóo y de todos los alzados, cuyos poderes tengo-. Y al mismo tiempo arrojó Juan de Soto a los pies de Don Juan la bandera del reyezuelo.

Mirábale y escuchábale Don Juan con tan serena y apacible majestad en el rostro, que bien representaba la justicia y la misericordia que tenía a su cargo. Mandole levantar, y tornándole a dar la damasquina, díjole que la guardase para servir con ella a su majestad. Hízole después muchas mercedes y favor, y mandó a sus caballeros que igualmente se las hiciesen; llevole a comer aquel día en su tienda don Francisco de Córdoba, y al día siguiente el obispo de Guadix, que se hallaba en el campo.

Celebrose al otro día en el campamento la fiesta del Corpus Christi, con la pompa y solemnidad posibles en aquel desierto, y el regocijo natural en quienes creían concluida ya tan desastrosa guerra. A carros y brazadas traían los soldados las flores y hierbas aromáticas que tanto abundan por mayo en aquella feracísima tierra, para adornar el altar y la carrera que había de seguir el Santísimo Sacramento. Engalanaron con fragantes y hermosas guirnaldas la tienda en que se decía misa, que se levantaba en alto y como en una gran plazoleta en el centro del campamento, y plantaron en torno frescas alamedas y arcos de verdura con banderas y gallardetes. Habían tomado los soldados a punto de honra el adornar sus tiendas, y no quedaba una sola que no apareciese engalanada con guirnaldas, banderas y altaricos de distintas invenciones, encontrándose en muchas de ellas ricas telas y objetos preciosos procedentes de botines y saqueos. Llevaba la custodia el obispo de Guadix bajo un palio de brocado cuyas varas delanteras sostenían Don Juan de Austria y el comendador mayor de Castilla, y las de detrás don Francisco de Córdoba y el licenciado Simón de Salazar, alcalde de la casa y corte del rey; delante caminaban en dos hileras todos los frailes y clérigos que había en el campo, que eran muchos, y los caballeros, capitanes y gentileshombres con hachas y velas de cera ardiendo en las manos. Hallábanse formados de un cabo a otro del campamento todos los escuadrones de infantería y gente de a caballo con sus banderas desplegadas, y al pasar el Santísimo Sacramento doblaban la rodilla, humillábanse las armas, besaban el polvo estandartes y banderas, rompían las músicas en himnos marciales y atronaban los aires salvas de arcabucería que duraban lo menos un cuarto de hora. «Predicó aquel día -dice Luis del Mármol- un fraile de San Francisco, el cual, con muchas lágrimas, alabó a Nuestro Señor por tan gran bien y merced como había hecho al pueblo cristiano en traer a los moriscos en conocimiento de su pecado; y sobre esto dijo hartas cosas con que se consoló la gente»22.

Mas eran, por desgracia, harto prematuros aquellos negocios y consolaciones; porque de allí a poco tornose atrás el traidor Aben-Abóo de todo lo pactado, y héchose fuerte en las Alpujarras. Comenzó a impedir con atrocidades y castigos la reducción de los moriscos que a bandadas corrían a someterse, y pidió nuevo auxilio a los reyes de Argel y Túnez. Ardiendo en ira Hernando de Habaquí, leal y honrado por su parte, fuese a las Alpujarras jurando reducir a Aben-Abóo, o traerle a presencia de Don Juan de Austria atado a la cola de su caballo. Mas el astuto moro supo armarle una celada en la que el leal Habaquí cayó incautamente, y diole traidora muerte, ocultando por más de treinta días el cadáver en un muladar envuelto en un zarzo de cañas.

Pocos fueron, sin embargo, los partidarios que quedaron a Aben-Abóo después de este crimen descubierto; y perseguido él sin tregua ni descanso, huía de cueva en cueva, viendo menguar siempre su gente, hasta quedar reducida ésta a poco más de doscientos hombres. Hartos ya y cansados también éstos, púsose de acuerdo Gonzalo el Xeniz, que era alcaide sobre los alcaides, con un platero de Granada que llamaban Francisco Barrado, para reducir de una vez a Aben-Abóo o quitarle la vida, pues era él la causa de que la perdieran tantos. Citó, pues, una noche el Xeniz a Aben-Ahóo en las cuevas del Bérchul, con pretexto de que tenía que platicar con él cosas que convenía a todos. Acudió Aben-Abóo solo, pues de nadie fiaba donde pasaba la noche. Díjole el Xeniz:

-Abdalá Aben-Abóo: lo que te quiero decir es que mires estas cuevas que están llenas de gente desventurada, así de enfermos como de viudas y huérfanos, y ser las cosas llegadas a tales términos, que si todos no se dan a merced del rey, serán muertos y destruídos, y haciéndolo quedarán libres de tan gran miseria.

Cuando Aben-Abóo oyó esto dio un grito que parecía se le arrancaba el alma, y echando fuego por los ojos, dijo:

-¡Cómo, Xeniz!... ¿Para esto me has llamado?... ¿Tal traición me tenías guardada en tu pecho?... ¡No me hables más, ni te vea yo!

Y diciendo esto fuese para la boca de la cueva; mas un moro que se decía Cubeyas asiole por detrás de los brazos, y un sobrino del Xeniz le dio con el macho de la escopeta en la cabeza y le aturdió y derribó al suelo; diole entonces el Xeniz con una losa y le acabó de matar. Tomaron el cuerpo, y envuelto en unos zarzos de cañas, lo llevaron atravesado en un macho a Bérchul, donde esperaban Francisco Barrado y su hermano Andrés. Abrieronle allí y le sacaron las tripas, henchiendo el cuerpo de sal para que no se pudriese ni hediera; pusiéronle montado en un macho de albarda, con una tabla delante y otra detrás por debajo de las vestiduras, de manera que parecía ir vivo. A la derecha iba el platero Barrado a caballo; a la izquierda, el Xeniz, con la escopeta y alfange del muerto; en torno, los parientes del Xeniz, con sus arcabuces y escopetas, y a retaguardia, Luis de Arroyo y Jerónimo de Oviedo, con un estandarte de caballos. De esta manera entraron en Granada con gran concurso de gente, deseosa de ver el cuerpo del tintorero del Albaicín, que osó llamarse rey de España; en la plaza de Bibarrambla hicieron salva los arcabuceros y otro tanto ante las casas de la Audiencia, contestando siempre la artillería de la Albambra. Salió el presidente, don Pedro Deza, y entregó el Xeniz la escopeta y el alfange de Aben-Abóo, diciendo que hacía como buen pastor, que no pudiendo traer a su amo la res viva, le traía el pellejo. Cortaron allí mismo la cabeza al cadáver, y, abandonando el cuerpo a los muchachos, que le arrastraron y quemaron luego, pusiéronla clavada en una jaula de hierro en la puerta del Rastro, frente al camino de las Alpujarras, con un rótulo debajo que decía:


Esta es la cabeza
del traidor de Aben-Abóo.
Nadie la quite
so pena de muerte.

Así acabó esta famosa guerra de los moriscos, próximo escalón por donde subió Don Juan de Austria a la cumbre de su gloria.




 
 
FIN DEL LIBRO SEGUNDO
 
 



ArribaAbajoLibro tercero


ArribaAbajo- I -

Parecía aquello, por lo estrecho y desamparado, una prisión; por lo escaso y extraño del moblaje, con nada podía compararse, y por su forma triangular, lo macizo de sus muros y los restos que en ellos se veían de tapices arrancados, lujosas cornisas doradas y ricos artesonados de talla en el techo, parecía, y éralo, en efecto, el rincón de una suntuosa cámara que por comodidad o por capricho hubiérase aislado con un tabique. En el centro de este tabique divisorio levantábase un altar severísimo de oscuras maderas, sin más imágenes ni adornos que un gran Cristo de tamaño natural, cuyos lívidos miembros se destacaban con imponente realismo sobre el sombrío fondo: caíale sobre el pecho la moribunda cabeza, y su mirada agonizante iba a fijarse en el que se postraba a sus pies con expresión dulcísima de dolor y misericordia. En el rincón opuesto había una de esas arcas talladas del siglo XV, tan preciadas hoy y de escaso valor entonces; hallábase abierta y veíanse en su fondo muchos y terribles instrumentos de penitencia y algunos libros de rezo; apoyado en la pared había un banquillo de tijera cerrado, único asiento y único mueble que se veía en aquella singular estancia. Alumbrábala una gran lámpara de plata que ardía ante el altar, y a su reflejo dibujábanse vagamente los contornos de una extraña figura que se removía en el suelo, sobre las heladas baldosas, dejando escapar palabras entrecortadas y hondos gemidos.

Poco a poco comenzó a filtrarse la luz del alba por un estrecho ajimez abierto en uno de los muros, y entonces quedó perfectamente visible el solitario personaje: era un anciano de pronunciada nariz aguileña, blanca barba, que le caía sobre el pecho, y de tal manera enjuto y decrépito, que hubiérase podido decir de él lo que por aquel entonces decía Santa Teresa de San Pedro de Alcántara: que parecía hecho de raíces de árboles. Envolvíale una gran capa negra, y por debajo de ésta veíasele una especie de hopalanda blanca. Hallábase postrado ante el altar, sobre las frías baldosas, y retorcíase allí cual débil gusanillo, apoyando unas veces en el suelo la calva frente, alzando otras hacia el Cristo, sus enjutos brazos con ímpetus de amor y de angustia, como niño atribulado que implora el auxilio de su padre; veíasele entonces en la mano derecha un grueso anillo de oro con gran sello, que subía y bajaba siguiendo los movimientos del dedo como si estuviese ensartado en un enjuto sarmiento.

Era ya día claro cuando el anciano abandonó al fin su humilde actitud y arregló un poco el desorden de su traje, que no era otro sino un hábito de religioso dominico, cuyos anchos pliegues hacían aparecer aún más elevada su alta estatura. Dirigiose con paso firme a una puertecita que había en el tabique, casi oculta detrás del altar, y pasó por ella a la pieza contigua. Era ésta un suntuoso oratorio ochavado, cuyo altar correspondía exactamente al del zaquizamí donde oraba el viejo, que el rico sagrario de plata que encerraba el Santísimo Sacramento en el altar de fuera, caía en el de dentro a los pies del devoto Cristo. Una sola imagen, verdadera maravilla del arte, había en este suntuoso altar del oratorio: la famosa Madonna de Fra Angélico, conocida con el nombre de Salus infirmorum. Al lado del Evangelio levantábase un rico dosel de paño de oro con cojines y reclinatorio de lo mismo, y alineados, frente al altar, había otros cuatro reclinatorios de brocado, en los cuales oraban cuatro prelados con blancos roquetes vestidos sobre las sotanas violáceas y estolas bordadas al cuello. Sobre la mesa del altar, espléndidamente iluminado, veíanse dispuestos todos los ornamentos necesarios para celebrar el santo sacrificio de la misa.

Al entrar el viejo en el oratorio, levantáronse los cuatro prelados al mismo tiempo, inclinándose ante él profundamente, porque aquel anciano que momentos antes gemía como débil niño y se retorcía en el suelo como ruin gusanillo ante la imagen de Cristo, era nada menos que el vicario de Éste en la tierra; llamábase entonces en la cronología de los Pontífices romanos Pío Papa V, y llámase hoy, en el catálogo de los santos, San Pío V.

Arrodillose el Papa bajo el dosel y hundió la arrugada frente entre las enjutas manos por largo espacio de tiempo; luego, a una señal suya, acercáronse los cuatro prelados y comenzaron a revestirle los sagrados ornamentos para celebrar el santo sacrificio de la misa. Celebrolo el Papa con solemne pausa y devoción íntima y profunda, aunque nada revelaba al exterior las hondas emociones que pudiera sentir su alma. Mas al llegar al evangelio de San Juan sucedió una cosa extraña: comenzó a leerlo pausadamente, deteniéndose y marcando todas las palabras como quien comprende y saborea su significación profunda; y de repente, con el rostro transfigurado, y extraño y repentino temblor de todo el cuerpo y voz que no era la suya propia, pronunció aquellas palabras: Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes!23... Detúvose un momento: volvió el rostro hacia la Virgen con la mirada perdida en el vacío como anegada en visiones celestiales, y repitió en tono de pregunta, humilde, sumiso, cariñoso, como de niño dócil que interroga a su madre: Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes?... Y con su voz propia ya, firme, resuelta, decidida, repetió por tercera vez: Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes!...

Desde aquel momento pareció como si quitasen de encima al santo Pontífice un peso enorme que le agobiara. Habíase ya estipulado la Liga santa contra el Turco entre la Santa Sede, la señoría de Venecia y el rey de España, gracias a los esfuerzos, la energía, la heroica paciencia y las fervientes oraciones de aquel débil anciano. Subían las fuerzas aprontadas por las tres potencias unidas a 200 galeras, 100 naves, 50.000 infantes, 4.000 caballos y 500 artilleros con aparatos y municiones. Calculábase el gasto de todo aquel ejército en 600.000 escudos mensuales, de los cuales pagaba la mitad España, dos sextas partes Venecia y la otra sexta parte la Santa Sede. Había el Papa nombrado general de su flota a Marco Antonio Colonna, duque de Paliano y gran condestable de Nápoles; Venecia puso al frente de la suya al anciano Sebastián Veniero, y el rey de España nombró general de todas las fuerzas de mar y tierra que aprontaba a su hermano Don Juan de Austria, que acababa a la sazón la guerra contra los moriscos.

Promulgó el Papa en persona los artículos de la Liga santa en el altar de San Pedro. Invadió el pueblo romano la inmensa basílica, y San Pío V, en pie ante el altar, y rodeado de los cardenales y embajadores extranjeros, leyó él mismo, con profunda emoción, el texto del documento. Entonó luego el Te Deum, y contestáronle treinta mil voces a un tiempo salidas de treinta mil corazones que se abrían a la fe y a la esperanza, porque los horrores cometidos por los turcos en la toma de Nicosia y el peligro que, a la sazón, corría Famagusta amenazada y toda la isla de Chipre hacían temer a la Europa entera que realizase Selim, si no se le iba la mano, el plan que había trazado Mahomet II y Solimán el Magnífico de apoderarse de Italia y destruir en ella el cristianismo.

Quedaba, sin embargo, por hacer todavía una cosa de esencial trascendencia, y esto era lo que traía agobiado al santo Pontífice por aquellos días en que le vimos orar y gemir en el solitario rincón que se había fabricado él mismo detrás de su oratorio, para ocultar a los hombres sus conversaciones con el cielo. Tratábase de nombrar a la armada de la Liga un generalísimo que supiese ser alma de tan gran empresa y hábil regulador de aquella difícil y complicada máquina en que toda la cristiandad tenía puestos los ojos y cifradas las esperanzas.

No se avenían en esto los aliados, y, como con harta frecuencia acontece en política, sobrepasándose los intereses personales y las vanidades heridas al noble y santo fin que anhelaba el Pontífice. Proponía éste a su general Marco Antonio Colonna, querían los españoles al suyo, Don Juan de Austria, y los venecianos, sin osar proponer a su general Sebastián Veniero, desechahan a Colonna por fracasado en la primera Liga; desechaban también a Don Juan de Austria por la impericia que suponían en sus veinticuatro años, y proponían al duque de Saboya, Manuel Filiberto, o al duque de Anjou, que fue luego Enrique III de Francia, y no había dado aún las muestras que dio más tarde de su ineptitud y de sus vicios. Hacían fuerza en el ánimo del Pontífice los argumentos contra la edad juvenil de Don Juan, e inclinábase al duque de Anjou, por si acaso podía su nombramiento conquistar el apoyo que ya le había negado su hermano el rey de Francia. Pasábase, sin embargo, el tiempo en dudas y vacilaciones, propuestas y repulsas, hasta que decidieron al fin los aliados dejar el nombramiento al arbitrio absoluto del santo Pontífice, sin que por eso renunciase ninguno a poner cuantos medios estaban a su alcance para inclinar en favor suyo el ánimo del augusto anciano.

Estaba, sin embargo, la santa diplomacia de éste muy por encima de las cábalas humanas para que pudiese la intriga torcer sus rectos fines; acudió, pues, San Pío V a la oración y a la penitencia por tres días consecutivos, como era su humilde costumbre en las circunstancias difíciles, y al cuarto, que fue en el que le presentamos diciendo misa ante la Madonna de Fra Angélico, convocó por la mañana a los cardenales Granvela y Pachero y a don Juan de Zúñiga, delegados del rey de España, y a Miguel Soriano y Juan Soranzo, embajadores de Venecia, y declaroles terminantemente y sin rodeos, y contra su anterior dictamen, que nombraba generalísimo de la Liga santa al señor Don Juan de Austria.

Torcieron el gesto los venecianos; mas el sagaz Granvela atajoles el único argumento que podían poner en contra, diciendo él mismo:

-Santísimo Padre, ¿a pesar de sus veinticuatro años?...

A lo cual respondió San Pío V con gran firmeza:

-A pesar de sus veinticuatro años.

Diéronse entonces por vencidos los venecianos; mas todavía pusieron por condición que el generalísimo debería consultar en los casos de importancia a sus dos colegas, y desde aquel momento subordinados, Marco Antonio Colonna y Sebastián Veniero.

Accedió el Pontífice, encogiéndose de hombros, como si diese al hecho poca importancia, y firmó al otro día el nombramiento de Don Juan que le presentaba el cardenal Granvela, repitiendo con la profunda seguridad que dan a las almas santas las luces del cielo:

-Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes...




ArribaAbajo- II -

Escribió al punto San Pío V un Breve a Don Juan de Austria notificándole su nombramiento, dándole prisa para trasladarse a Italia y ordenar la flota, y diciéndole que desde aquel momento le miraba como a hijo, que como padre cuidaría de su acrecentamiento y le reservaba, desde luego, el primer reino que se conquistara al Turco, que no desechara un momento de la memoria la gran empresa que tomaba a su cargo, y que contase con el triunfo, porque en nombre de Dios él se lo prometía.

Envió el Papa este Breve a Don Juan de Austria con el cardenal Alejandrino, su legado a latere cerca de Felipe II, y portador al mismo tiempo de graves misiones para los reyes de Portugal y de Francia. Era el cardenal Alejandrino Miguel Bonelli sobrino de San Pío V y muy mozo aún; mas de tal sagacidad, prudencia y tino en el manejo de los negocios, que poseía toda la confianza del Pontífice y habíale nombrado éste su secretario de Estado. Quiso, sin embargo, el Papa autorizar la juventud de Alejandrino en aquella embajada con las canas y autoridad de los que le acompañasen, y envió en su comitiva a Hipólito Aldobrandini, que luego fue Clemente VII, y a Alejandro Rierio, Mateo Contarelli y Francisco Tarugi, poco después cardenales. Desembarcó en Barcelona toda aquella lucida y docta comitiva, y allí encontraron esperándoles al nuncio, Juan Bautista Castagna, que fue luego Papa con el nombre de Urbano VII, y al general de los dominicos, Vicente Giustiniani. Esperaban también al legado, en nombre del rey, don Hernando de Borja, hermano del duque de Gandía, y en nombre de Don Juan de Austria, su caballerizo mayor, don Luis de Córdoba.

Mas sucedió que mientras desembarcaba en Barcelona el legado de San Pío V llegaron a España por diversos conductos las desoladoras noticias de la rendición de Famagusta, la muerte atroz de Marco Antonio Bragadino y las horrendas traiciones llevadas a cabo por Mustafá con aquellos heroicos vencidos. Sesenta y cinco días había hecho frente Famagusta al tremendo empuje de las 250 galeras que bloqueaban la isla y los 120.000 turcos con que apretaba Mustafá los muros de la infeliz ciudad, que sólo tenía para defenderse 4.000 soldados italianos, 200 albaneses, 800 caballos y unos 3.000 cipriotas entre aldeanos y pescadores. Hasta que, destrozados al cabo y faltos de víveres, hizo el valiente Marco Antonio Bragadino, gobernador de la plaza, el recuento de las fuerzas que le quedaban, y encontrose tan sólo con 1.700 soldados, 1.200 cipriotas entre enfermos y heridos, víveres para dos días, siete barriles de pólvora y 120 cargas de cañón.

Pensose entonces en capitular, y acogió Mustafá benignamente las primeras insinuaciones que de ello se le hicieron, colmando de elogios y de presentes a los oficiales que fueron a proponerle la capitulación. Pedían los sitiados que sus oficiales y gente de guerra fueran conducidos a la isla de Candía con sus armas y bagajes. Que los turcos suministrasen las galeras para el transporte de las tropas. Que los habitantes de Famagusta conservasen sus bienes y se les permitiera el libre ejercicio de su religión. Asintió a todo Mustafá, y aun quiso que se llevasen los soldados cinco cañones y tres caballos escogidos como testimonio de su heroica defensa. Firmáronse las capitulaciones por ambas partes, y acto continuo comenzaron a embarcarse los soldados cristianos en las galeras de los turcos.

Al día siguiente salió Bragadino de Famagusta para entregar las llaves a Mustafá, que le esperaba en su tienda. Iba en un magnífico caballo precedido de trompetas con armadura de gala, sobreveste de púrpura y un quitasol de escarlata que sostenía un escudero sobre su cabeza. Seguíanle los principales jefes y caballeros hasta sumar unos veinte. Recibiólos Mustafá en su tienda con mucha cortesía; hizo sentar a Bragadino a su lado, en el mismo diván, y hablole largo rato de los incidentes del sitio. Mas de repente arrojó la máscara y descubrió su negra perfidia; comenzó reprochando al general veneciano haber dado muerte a varios prisioneros turcos en tiempo de tregua, y con grosera altanería y vehemencia preguntole luego:

-¿Y qué garantías me das tú, cristiano, para seguridad de los barcos, que llevan tus gentes a Candía?...

Indignó a Bragadino esta pregunta, que era un ultraje hecho a la lealtad de Venecia, y contestó que aquella injuriosa sospecha debió de manifestarse antes de firmar las capitulaciones. Levantose entonces Mustafá enfurecido, y a una señal suya, que debió estar de antemano convenida, lanzáronse sus guardias sobre Bragadino y sus compañeros y les cargaron de cadenas. Había ante la tienda de Mustafá una ancha explanada, y en ella les fueron degollando uno a uno con tal rabia y violencia, que la sangre salpicó más de una vez la sobreveste de púrpura de Bragadino; por tres veces hicieron arrodillar a éste sobre el tajo para cortarle la cabeza, y otras tantas le retiraron por el solo gusto de angustiar su ánimo, contentándose al fin por entonces con quebrarle los dientes, cortarle la nariz y las orejas y arrancarle las uñas.

Mientras tanto, arrojábase la marinería turca sobre los soldados y oficiales cristianos embarcados ya en las galeras, quitábanles las armas y atábanles a los bancos para convertirlos en esclavos remeros. Por doce días abrumaron los feroces turcos al noble Bragadino a fuerza de tormentos. Azotábanle todas las mañanas atado a un árbol, y con dos cestas de tierra colgadas al cuello hacíanle trabajar en aquellos mismos baluartes que el ilustre general supo defender con tan heroico denuedo; cuando encontraba a Mustafá al paso, obligábanle los soldados a postrarse de rodillas y besar el suelo con sus labios mutilados.

Convirtió Mustafá en mezquita la catedral de Famagusta, y para celebrar tan sacrílega ceremonia, mandó traer a su presencia al mártir Bragadino. Hallábase Mustafá sentado en el altar mayor, sobre el ara misma, y condenole desde allí a ser desollado vivo, gritándole con diabólica rabia:

-¿Dónde está tu Cristo?... Mírame sentado en su altar... ¿Por qué no me castiga?... ¿Por qué no te libra?...

Nada contestó Bragadino, y con la serena majestad del mártir púsose a rezar el Miserere. Comenzaron a desollarle por los pies, temerosos de que no pudiera soportar todo el suplicio vivo, y así sucedió, en efecto; al llegar los verdugos a la cintura, y mientras el heroico mártir pronunciaba aquellas palabras cor mundum crea in me, Deus, tuvo un estremecimiento horrible y se quedó muerto. Rellenaron la piel de heno y la izaron en la verga de una galera para que toda la chusma pudiera contemplarla.

Estas horribles noticias sembraron por todas partes la consternación y el espanto, y más principalmente en Italia y en España, porque el monstruo otomano, con las sangrientas garras clavadas aún en la destrozada Chipre, levantaba ya la cabeza y paseaba la mirada por toda Europa buscando nueva presa en que saciar su furor y su codicia. Italia y España eran las más expuestas al nuevo envite de la fiera, con la cual ningún imperio de entonces podía luchar con ventaja solo, y por eso acogiose en ellos la Liga santa con el entusiasmo y el ansia de quien encuentra manera de conjurar un peligro próximo; y por eso también la llegada del cardenal Alejandrino considerose en España como una embajada del cielo que viniera a conferir, para defender el reino, la espada invencible del arcángel al más amado de sus príncipes, cual era Don Juan de Austria.

El viaje del legado desde Barcelona a Madrid fue, por tanto, una verdadera y continua marcha triunfal, y su entrada en la corte uno de esos acontecimientos que hacen época en un pueblo. Hospedose preventivamente la embajada pontificia en el convento de Atocha, mientras no se disponía su entrada oficial en la villa. Vino al otro día a visitar al legado en nombre del rey el príncipe Ruy Gómez de Silva, acompañado de todo lo grave y principal de la corte, con muchas galas y joyas, y dos horas después llegó con el mismo objeto Don Juan de Austria con los cuatro archiduques, Rodolfo, Ernesto, Alberto y Wenceslao, hermano de la reina Doña Ana, cuarta mujer de Felipe II. Holgose mucho el legado de conocer a Don Juan, y conversó con él más de media hora, dándole siempre el tratamiento de alteza, lo cual desagradó a Felipe II y fue causa de que avisase secretamente a todas las cancillerías que no diesen ese tratamiento a su hermano, pues que él no se lo había concedido.

Fijose para el día siguiente la solemne entrada del legado, y levantose a este propósito junto al Hospital de Antón Martín, y frente al postigo de este nombre, un gran cadalso que cogía todo lo ancho de la calle, con cinco extensas gradas para subir, todo ello de ricas alfombras. Aderezose en medio del tablado un altar con los tapices y adornos más ricos que había en Palacio, y detrás una cámara muy suntuosa para descanso y desahogo del legado, pues desde allí había de presenciar el desfile de toda la clerecía y religiones de Madrid y su comarca, que vendrían a recibirle y darle la obediencia. A las dos salió Don Juan de Austria de su casa en carroza y dirigiose al convento de Atocha para recoger al legado y entrar en su compañía por el postigo de San Martín; acompañábalo toda su servidumbre alta y baja, de gran gala, y vanos grandes y caballeros de la corte que para más autorizarle le envió el rey. Era Don Juan amadísimo del pueblo de Madrid, y recalcando entonces su entusiasmo con el nombramiento de generalísimo y las esperanzas que la cristiandad entera cifraba en el valeroso príncipe, esperábale a su salida un gran concurso de gente que rodeó al punto su carroza y le acompañó hasta Atocha aclamándole y voceando. Subió el legado en la carroza de Don Juan con manto cardenalicio, calada la capilla de éste y puesto encima el capelo, y de tal manera creció entonces el entusiasmo del pueblo y con tal fervor le aclamaban a Don Juan, al legado y al Papa, que, no acostumbrado Alejandrino a semejantes entusiasmos, asustose primero y lloraba después de júbilo, echando bendiciones sin cesar a diestro y siniestro, deseoso de demostrar su agradecimiento.

Subía ya la procesión por la calle de Atocha cuando llegó Alejandrino al tablado, y sentose en el sitial de terciopelo que le tenían puesto al lado del Evangelio; rodeáronle muchos monseñores, prelados y caballeros de su casa, y púsose a su derecha, un poco hacia delante, un protonotario apostólico con el guión pontificio, que era de damasco blanco, con la tiara y las llaves por un lado y un Cristo en la cruz por otro. A la derecha e izquierda del sitial, y en las gradas del tablado, dábanle guardia, como a persona real, soldados de la española y la alemana. Comenzaron entonces a desfilar por delante del tablado las cofradías con sus estandartes, los religiosos con pendones y las parroquias con sus cruces y clerecía; traían muchas de éstas de los lugares vecinos sus danzas ministriles y juegos de chirimías, y acompañaban a otras alcaldes, regidores y alguaciles, todos con varas altas. Hacían al pasar reverencia al altar primero y luego al legado, y contestaba éste dándoles la bendición.

Tan bien calculó el rey el tiempo y la distancia, que en el momento en que salía la procesión por un lado de la plaza entraba él por el otro en carroza, seguido de su guardia española y tudesca y de la de los cien archeros nobles. Dirigiose el rey al altar y salió al encuentro el legado, quitándose el capelo y la capilla del manto, a lo cual correspondió Don Felipe haciéndole cortesía con el sombrero en la mano. Cruzáronse entre los dos corteses y muy pulidas razones de bienvenida, y montando a caballo Don Felipe y Don Juan de Austria y el legado en una hermosa mula con gualdrapa de terciopelo carmesí que le presentaba la Villa, dirigiose la comitiva a Santa María para cantar el Te Deum y prolongar la llegada del legado.

Abrían la marcha doce trompetas y la recámara; los caballos de respeto encubertados de terciopelo carmesí con franjas y guarniciones de oro, frenos y sillas de mucho valor, con sus tellices; la cámara de la familia y oficiales, lacayos y pajes con sus valijas de terciopelo carmesí guarnecidas de oro. La casa del legado, y después de ella los alcaldes de corte; muchos caballeros particulares y de las órdenes, los gentiles-hombres de la boca y de la cámara y gran concurso de títulos y señores naturales y extranjeros. Seguían los caballerizos y mayordomos del rey, de la reina, de la princesa y de Don Juan de Austria, y entreverados con ellos en diferentes hileras, los caballeros seglares y prelados eclesiásticos que habían venido con el cardenal Alejandrino.

Abríase luego un corto espacio vacío, y en medio iba a caballo y vestido de morado un protonotario con el guión pontificio; precedíanle dos lictores y seguíanle otros dos, con la librea del legado, llevando los fasces de los antiguos cónsules romanos, concedidos a los Papas por el emperador Constantino en señal de suprema reverencia. Escoltaban al guión dos maceros de Alejandrino y cuatro del rey con sus cotas y mazas coronadas, y venían luego los grandes en tan subido número, que pocas veces se habían reunido tantos de ellos en ninguna otra ceremonia.

Detrás venía Don Juan de Austria, y a unos veinte pasos, el rey, dando la derecha al legado; mas ya fuese casual o intencionadamente, sucedió que al entrar en la calle del León vino a quedar Don Juan rezagado a la izquierda del rey, y así prosiguieron su camino los tres en hilera departiendo amigablemente, lo cual era tan extraño y desacostumbrado en la rígida etiqueta observada siempre por Don Felipe, que se interpretó como honra pública que hacía el rey al generalísimo de la Liga santa, y fue acogida y celebrada por el pueblo entero con grandes aplausos y recrudecimiento de vítores y entusiasmos.

En el pórtico de Santa María despidiose el rey del legado sin apearse; quitose el sombrero con grande cortesía, y el legado correspondió desde su mula quitándose a su vez la capilla y el capelo. Cantose entonces en el histórico templo el Te Deum y el Regina caeli laetare; dio Alejandrino la bendición desde el lado de la Epístola, y un protonotario anunció después al pueblo desde el centro del altar que el ilustrísimo señor cardenal Alejandrino, sobrino del muy Santo Padre y Señor Pío V, venía a estos reinos de España por legado a latere de Su Santidad, y concedía doscientos años de perdón a los presentes.

Diose con esto por terminada la ceremonia, y Don Juan de Austria subió de nuevo a su carroza con el legado y acompañole al alojamiento que le tenían dispuesto, que era en las casas de don Pedro de Mendoza, donde moraron después los presidentes de Castilla.




ArribaAbajo- III -

Una vez decidida y fijada la marcha de Don Juan, pensó éste, lo primero, en despedirse de doña Magdalena de Ulloa. Ni los años, ni los naturales deslumbramientos del triunfo y de la gloria, ni las sombrías nieblas que, por el contrario, traen consigo la desilusión y el desencanto, lograron nunca amortiguar en Don Juan su tierno amor a doña Magdalena; allá, en lo más hondo y noble de su corazón, junto a la fe religiosa que tan fecunda y pujante arraigó en su alma en Villagarcía, y la lealtad caballeresca, intransigente y robusta, aprendida en don Luis Quijada, y la caridad activa y práctica inculcada por la misma Ulloa, vivió siempre como cimiento casi de éste, por decirlo así, alcázar y fortaleza de su grande alma, el cariño a doña Magdalena, a su tía, tierno, confiado, respetuoso, verdadero resto del Jeromín antiguo que pasó al Don Juan que llenaba el mundo con su fama y vivió y floreció siempre en él como vive y florece eternamente en todo pecho leal la fragante flor del agradecimiento.

Hacía Don Juan verdadero alarde de su amor y gratitud a doña Magdalena de Ulloa, y en cuantos documentos de él quedan brotan estos alardes tan espontáneos y naturales como brota el manantial puro y cristalino por la primera rendija que le ofrece salida. Escribía Don Juan al marqués de Sarri poco después del triunfo de Lepanto: «De que a mi tía le aya cabido tanta parte de contentamiento como mostró de la buena nueva, soy yo bien cierto, pues an de ser comunes nuestras buenas fortunas, no haviendo hijo que más deva a su madre de lo que yo devo a ella». Y algún tiempo después escribíale también a Jacobo Boncompagni, hijo de Gregorio XIII, recomendándole por medio de Carlos Sanz un asunto de doña Magdalena: «Ninguna cosa me toca desear tanto por nadie como lo que dirá a vuestra señoría Carlos Sanz por una señora a quien tengo por madre propiamente, pues fue quien me crió muchos años en su casa, y ansí pido a vuestra señoría con mayores veras que podría encarecer tome por tan propia esta causa como en efecto lo es mía, pues lo es tanto como la que más pueda tocarme. Y ansí me haga gracia de decirlo a Su Sanctidad para que entienda la merced que me hará en lo que pido, y la que rescibiré de vuestra señoría en procurarlo y avisarme con toda brevedad de la que me habrá hecho».

Escribió, pues, Don Juan a doña Magdalena noticiándole su nombramiento de generalísimo y suplicándole al mismo tiempo señalase el lugar a que podría ir él para recibir su bendición y despedirse de ella. Proponíale, como otras veces había hecho, que saliese de Villagarcía, donde a la sazón se hallaba, al convento del Abrojo o al de la Espina, donde, sin entrar en Valladolid, acudiría él a visitarla. Cosa extraña, por cierto, y cuya causa desconocemos, la de que en ninguna de las varias visitas que hizo Don Juan a doña Magdalena quisiera entrar en Valladolid ni detenerse en Villagarcía, sino se reuniesen ambos en uno de aquellos conventos.

El correo mismo que llevó la carta de Don Juan trajo la respuesta de doña Magdalena: que ella vendría a Madrid para darle la bendición que pedía y el abrazo que deseaba y otros mil abrazos y bendiciones que por cuenta suya propia deseaba darle. Mandó, pues, Don Juan, muy regocijado, preparar las habitaciones que siempre tenía reservadas en su casa para doña Magdalena, que estaban, independientes y cómodas, en uno de los dos torreones que flanqueaban el palacio; era éste, como ya dijimos, el del conde de Lemus, en la plazuela de Santiago, capaz y suntuoso, con dos pisos y dos torres en sus extremos, muy semejante a la de Luján, que se conserva hoy en la plaza de Villa.

No habían vuelto a verse Don Juan y doña Magdalena desde la muerte de Luis Quijada, y quedó aquél tristemente impresionado de la profunda alteración operada en ésta; porque no era ya doña Magdalena la hermosa y elegante dama de que tanto se enorgulleció el buen Luis Quijada en las fiestas y solemnidades de la corte. La muerte de éste libró a doña Magdalena de la obligación que como dócil esposa tenía de contemporizar con sus gustos, inocentes vanidades y exigencias del rango; y libre ya de todo respeto humano, habíase entregado de lleno a los santos impulsos de su virtud austera.

Existen dos retratos de doña Magdalena de Ulloa que marcan perfectamente estas dos fases de su vida. Consérvase uno en la iglesia de San Luis, de Villagarcía, y otro en la de San Isidoro, de Oviedo, fundaciones ambas de la noble dama. Vésela en el primero en todo el esplendor de su juventud y su hermosura, que era extraordinaria; su traje es suntuoso; sus alhajas, riquísimas; su actitud, señoril y modesta al mismo tiempo; es la gran señora que oculta bajo sus terciopelos y encajes las austeras virtudes de la santa. En el segundo viste ya el severo traje de las viudas del siglo XVI, en todo igual al de muchas religiosas de nuestros días; su hermosura aparece ya ajada por los años, las penitencias y las vigilias; su monjil es de anascote basto, con ancha cotilla y menudos tableados en la cintura; no luce joya alguna, ni se ve nada blanco en su traje, como no sea la toca y el rostrillo que circunda su pálido rostro; su actitud es humilde, pero al mismo tiempo noble, señoril y hasta elegante: es la santa que no logra disfrazar del todo, bajo sus lutos y estameñas, el porte y la dignidad de la dama de alto rango.

Esta última doña Magdalena, humilde y enlutada, fue la que recibió Don Juan en sus brazos al apearse de su litera en el antiguo palacio de la plazuela de Santiago. Estrechole la señora largo tiempo sobre su corazón sin decir palabra, y le hizo luego la señal de la cruz sobre la frente, como tenía costumbre de hacer en otro tiempo a Jeromín al levantarle y acostarle. Apoderose Don Juan de aquella mano bienhechora y besola repetidas veces, con gran enternecimiento de todos los presentes, que no eran sólo los fieles servidores de Villagarcía que acompañaban a doña Magdalena, sino toda la servidumbre de Don Juan, que como a verdadera madre de éste salió a recibirla.

Sabía doña Magdalena que de algún tiempo atrás levantaba la envidia contra Don Juan mezquinas murmuraciones y habíaselo avisado a éste con verdadera solicitud y alarma de madre. En la respuesta de Don Juan a esta carta de doña Magdalena, única aquélla que se conserva de tan interesante correspondencia, vese palpitar aún la noble confianza en el pecho del mancebo y la tranquilidad de su conciencia. Después de varias razones en que se nota esto, añade: «Díceme vuestra merced, haciéndomela muy grande, que mire lo que hago, por tener aora todos puestos en mí los ojos, y que no sea tan galán, sino que antes evite todas las ocasiones de que podría ser dañado. De nuevo beso las manos de vuestra merced por la que me hace, de lo cual le suplico que no se canse. A esto, señora, respondo con la pura verdad de que soi tan amigo, y doy a Nuestro Señor infinitas gracias que desde que mi tío y padre24 me faltó he procurado siempre vivir como ausente de quien tanto bien me hacía, y así creo que no me he gobernado tan mal ni trabaxado tan poco que considerado esto haya quien afirme lo contrario... Galas, aunque bien quisiera usarlas, el trabaxo de nueve meses de campaña no diera lugar a destruirme, quanto más señora, que no todos los tiempos y condiciones son unas, antes veo que en gentes de razón y no brutas se mudan, juntamente con la edad; si otras hay en el mundo que para decir mal travan de que quiera, no me espanto, que de Dios dixeron y murmuraron, y aun vuestra merced me escrive que llega esto a tanto que no de mí osa preguntar: de manera que, en cuanto a esta parte, los santos no viven seguros de las vexaciones de este mundo, en el qual procuraré de regirme lo más conforme al parecer de vuestra merced, que yo supiere, a quien suplico me guarde siempre un oído porque a nadie quiero ni debo satisfacer tanto como a quien debo la crianza que en mí hizo y el estado que agora tengo, que esto reconoceré yo aun en la sepultura. Suplico a vuestra merced perdone discurso tan largo, pues las invenciones deste siglo bastan a causar lo que el hombre menos pensaba, y que me haga saber si las de la señora abadesa25 llegan a tanto que inquieten mucho la justa de vuestra merced».

Herían estas murmuraciones a doña Magdalena más que si contra ella misma se dirigiesen, y su deseo de defender a Don Juan y advertirle y aconsejarle fue la principal razón de su venida a la corte, pues parecíale todo eso más fácil viniendo ella a visitarle reposadamente que esperando una visita suya de paso, que tendría que ser por necesidad presurosa y agitada. Tranquilizó Don Juan a doña Magdalena, abriéndole su corazón por completo. Nacían, según él, aquellas murmuraciones del marqués de los Vélez y del de Mondéjar, heridos ambos en su amor propio, y muy en especial el primero, por el triunfo de Don Juan sobre los moriscos, que ellos no habían podido dominar con más tiempo, más dinero y más medios de acción. Mas aquellas murmuraciones no habían hecho mella en el ánimo del rey, pues, según Don Juan, mostrábasele éste amantísimo hermano, dábale muestras de confianza tan positivas como su nombramiento de general de la flota, y su solicitud paternal en consejos e instrucciones llegaba hasta el punto de haberle dado dos días antes un gran pliego corregido de su mano en que le explicaba los tratamientos y fórmulas que había de usar en su correspondencia con toda clase de gentes, desde el Papa y los reyes hasta los más modestos consejeros y priores de las Órdenes26. Preguntole entonces doña Magdalena si a los nombres de Mondéjar y los Vélez no había que añadir otro no tan ilustre, pero ya en aquel tiempo más poderoso: Antonio Pérez.

Rechazó Don Juan la sospecha vivamente: Antonio Pérez había sido siempre uno de sus más entusiastas amigos. No insistió más doña Magdalena, porque hablaba más por inspirado instinto de su discreción que por pruebas seguras que tuviese. Atreviose, sin embargo, a repetir, sonriendo, un proverbio italiano, que aplicaba Luis Quijada a cada paso a los melosos embustes y disimulos de la corte: Qui non sa fingersi amico, non sa essere inimico. Lo cual impresionó a Don Juan por salir de boca de doña Magdalena, aunque no tanto, desgraciadamente, como merecía aquel grito de alarma instintivo, que fue, sin duda, inspiración del cielo. Hablole luego Don Juan de otra persona, que era en aquel momento para él espina dolorosa que se le clavaba en el alma: de su madre, Bárbara Blombergh. La frivolidad y vida poco decorosa de esta señora allá en Flandes, donde residía, comenzaba a disgustar al gran duque de Alba, gobernador de aquellos Estados; pensaba ya en tomar con ella alguna medida violenta, pues no atendía a prudentes razones, y la solución preferida por Don Juan era que la trajesen a España, saliese doña Magdalena a recibirla y se constituyese en su ángel de la guarda.

Contristada doña Magdalena al verle tan afligido, prometiole cuanto deseaba, y así lo cumplió, en efecto, como más adelante veremos; y para distraerle entonces de aquellos pensamientos que tanto le amargaban, mostrole alegremente las ricas gorgueras y camisas finísimas que le traía de regalo; porque una de las ternezas de doña Magdalena para Don Juan de Austria fue que jamás se puso éste ropa alguna blanca que no hubiese cosido con sus propias manos la noble dama. Trabajaba en ello de continuo, y enviábale luego grandes paquetes, cuidadosamente dispuestos, dondequiera que se encontrase.

Entraron a saludar a Don Juan los fieles servidores de doña Magdalena, que le habían conocido en Villagarcía pequeñito. Venían el viejo contador Luis de Valverde, los dos escuderos Juan Galarza y Diego Ruiz, y la primera dueña de honor, doña Petronila de Alderete; la otra dueña Alderete, doña Isabel, habíase quedado en Villagarcía al cuidado de Doña Ana de Austria. Entró delante la dueña muy turbada, y púsose de rodillas ante Don Juan para besarle la mano; mas éste, entre conmovido y risueño, y amigo siempre de donaires, levantó en vilo a la flaca vieja cual si fuese una pluma, estrechándola entre sus brazos, y al verse cruzar ella el espacio tan cerca de su niño Jeromín atreviose a posar al vuelo sus bigotudos labios sobre la tersa y noble frente del futuro vencedor de Lepanto... ¡Qué gozo para su alma aquel abrazo de su Jeromín querido!... ¡Y qué honra, qué gloria tan grande la de haber besado la frente de aquel príncipe augusto a quien ella -¡ella misma y no la otra Alderete!- había cosido y probado sus primeros gregüescos!...

Durole la satisfacción a la buena vieja hasta el fin de sus días, y en su testamento, hecho tres años después en Villagarcía, dejaba a Don Juan los ahorros de toda su vida, trescientos veintitrés ducados, para rescatar cautivos de Lepanto que dieran gloria al señor Don Juan y rogasen por su alma.




ArribaAbajo- IV -

Salió Don Juan de Austria de Madrid para embarcarse en Barcelona el miércoles 6 de junio de 1571, a las tres de la tarde. Acompañábanle solamente su caballerizo mayor, don Luis de Córdoba; don Juan de Guzmán, gentilhombre; el secretario, Juan de Soto; el ayuda de cámara, Jorge de Lima; un comprador, un cocinero, dos don Juanillos, o mozos de pasatiempo; dos correos, un guía y tres criados, que formaban un total de quince caballos. El resto de su acompañamiento y servidumbre habíalo dividido en dos grupos, uno que le precedía con su mayordomo mayor, el conde de Priego al frente, y otro que le seguía, presidido por el sumiller de Corp, don Rodrigo de Benavides. Habíalo dispuesto así Don Juan para salir de la corte más inadvertido y evitar las manifestaciones de amor y entusiasmo de los madrileños, que harto conocía él no ser del agrado de determinados personajes. Fue, sin embargo, inútil su prudencia, porque advertido el pueblo de su marcha comenzó a rondar desde por la mañana la plazuela de Santiago, acechando la salida, y al llegar Don Juan a la puerta de Guadalajara era tan compacta la muchedumbre, que rebosaba en el campo y se extendía formando calle a lo largo del camino.

Existía aún la suntuosa puerta romana llamada de Guadalajara, con sus fortísimos cubos de pedernal, unidos por encima del enorme arco con barandas y balaustres de la misma piedra dorada. Encima de este arco, y sobresaliendo gallardamente entre ambas torres, había una lujosa capilla con dos altares; venerábase en uno la imagen de Nuestra Señora llamada la Mayor, y en el otro la del Ángel de la Guarda, con una espada desnuda en la mano derecha y un modelo de Madrid de relieve en la izquierda. Acostumbraban a orar allí todos los caminantes, y siguiendo la general costumbre, apeose Don Juan y subió a la capilla, asomose después a la baranda para saludar al pueblo, que por uno y otro lado le aclamaba, y fue tal la gritería de bendiciones, despedidas y vivas entusiastas, que, según un escritor de la época, retumbó harto más de lo que fuera menester en las orejas torcidas de algunos.

Durmió aquella noche Don Juan en Guadalajara, en el palacio del duque del Infantado, donde le esperaba éste con sus hermanos don Rodrigo y don Diego de Mendoza, su cuñado, el duque de Medina de Ríoseco y el conde de Orgaz, que eran sus más íntimos amigos. Detúvose allí el jueves, y el viernes, después de comer, prosiguió su camino con más priesa y coraje -dice Van der Hammen- del que quisieran los que le seguían. Caminaba Don Juan, en efecto, con el corazón ligero y gozoso, y hacíasele largo aquel camino que le separaba de sus ensueños de gloria. Su ciega confianza en doña Magdalena de Ulloa y en sus promesas había disipado los negros temores que le inspiraba el porvenir de su madre, y la cariñosa despedida del rey, su hermano, y sus paternales y prudentes advertencias hiciéronle creer que las murmuraciones y hablillas de sus émulos no habían hecho mella en el ánimo reposado del severo monarca. Tranquilo, pues, Don Juan sonreía a la fortuna como le sonreía a él la vida y le sonreían, sobre todo, sus veinticuatro años, y corría tras ella recibiendo por todas partes honores y ovaciones, y, lo que llenaba y satisfacía más su corazón, sinceras muestras de amor y de aprecio.

Alcanzole en Calatayud un correo que le traía un Breve del Papa y cartas de Marco Antonio Colonna, general de la flota pontificia, y del cardenal Granvela, virrey interino de Nápoles, urgiéndole todos ellos su llegada a Mesina, que era el punto de reunión de toda la armada de la Liga. Detúvose dos días en Montserrat para visitar el célebre santuario de la Virgen, y el sábado 16 de junio entró en Barcelona, a las cinco de la tarde, entre las salvas de artillería de mar y tierra, el repique atronador de las campanas y las aclamaciones de una multitud inmensa. Recibiéronle el prior, don Hernando de Toledo, que era virrey de Cataluña, con todos los magistrados de la ciudad y la nobleza catalana, y el comendador mayor, don Luis de Requeséns, lugarteniente de Don Juan en la mar, que desde tres días antes estábale allí aguardando. Rebosaba aquella gran ciudad la alborotada y ruidosa animación propia de un puerto de mar en vísperas del embarque colosal que preparaban. Afluían a bandadas por mar y por tierra soldados aventureros y de reenganche, largas cuerdas de galeotes destinados a remar en las galeras, nobles caballeros voluntarios con brillantes comitivas, obreros de otros arsenales venidos a trabajar en aquellos astilleros, mercaderes de toda especie, buhoneros ambulantes, frailes a caza de almas, mujercillas en busca de granjerías y curiosos que henchían las calles y embarazaban los muelles, atestados de cajas de víveres y municiones, montones de armas y piezas de artillería que esperaban embarque.

Hallábase Don Juan en su elemento, y con su inteligente y ordenada actividad comenzó desde el primer instante a recibir informes y tomar las medidas necesarias para apresurar el embarque. Reunió en Consejo al comendador mayor, al virrey de Cataluña y al secretario, Juan de Soto, y decidiose lo primero enviar aviso urgentísimo al marqués de Santa Cruz, que estaba en Cartagena, y a Sancho de Leiva y Gil de Andrade, que esperaban en Mallorca, para que viniesen a Barcelona con las galeras de su mando, trayendo estos últimos la mayor cantidad posible de bizcocho. Llegaron en esto los archiduques Rodolfo y Ernesto, que debían embarcarse con Don Juan, y seguir luego desde Génova para su patria, y al día siguiente, a las cuatro de la tarde, el repique general de campanas y el vocerío del pueblo anunciaron que estaban a la vista las galeras de Gil de Andrade y Sancho de Leiva. Entraron, en efecto, en la bahía a las nueve de la noche, puestas en batalla, con vistosas luminarias en las entenas y bordas, y haciendo salvas de arcabucería, a que contestaba la ciudad con todos los cañones de sus muros y atarazanas.

Venía entre aquellas galeras la real de Don Juan, que era la misma fabricada para él cuando su primera expedición contra los corsarios del Mediterráneo. Pasó a visitarla Don Juan al otro día muy de mañana, y pudo apreciar por sí mismo las mejoras introducidas en ella bajo la dirección de Sancho de Leiva siguiendo el primitivo plan de Bergamesco y Tortello. Habían carenado cuidadosamente el casco, restaurado los adornos y pinturas, renovado el velamen y los aparejos y reforzado la artillería. Remataba entonces el espolón, en vez del antiguo Hércules con su clava, un Neptuno, empuñando el tridente, montado en un delfín; y veíase en la media popa una diosa Tetis nueva, entre dos águilas doradas con perfiles negros, y encima dos leones, también dorados, de tamaño natural, sosteniendo las armas del rey, las de Don Juan de Austria y el Toisón, cuyas cadenas corrían por una y otra borda, destacándose vistosamente su dorado sobre el rojo fondo hasta reunirse en la proa. La antigua farola insignia con una estatua de la Fama por remate había desaparecido, y veíanse en su lugar, coronando la popa, otras tres grandes farolas de bronce y cobre, doradas por fuera y plateadas por dentro, rematando en tres estatuas de la Fe, la Esperanza y la Caridad de más de un palmo de alto. El pavimento de la cámara, también nuevo, estaba formado por noventa cuadros de nogal con perfiles de ébano, boj, estaño y esmalte azul, con un florón de bronce dorado cada uno en medio; levantábanse estos cuadros por medio de una llave, y aparecían debajo cajas en que se guardaban en primorosas cestitas de mimbre pan fresco, frutas y todo servicio de mesa. Estaba la chusma uniformada toda con almillas de damasco carmesí y bonetillos de lo mismo y reinaba por todas partes el mayor orden y limpieza.

Quedó Don Juan grandemente satisfecho de su galera, y el 1 de julio llevó a visitarla a sus dos sobrinos, los archiduques Rodolfo y Ernesto, y obsequioles en ella con una merienda. Estaba la galera empavesada con flámulas y gallardetes y guarnecida toda ella de proa a popa de grana de polvo colorada con muchas cintas y flores por encima y damascos encarnados que cubrían las bordas de ambas partes más delanteras. Llegaron en un grande esquife todo tapizado con dosel de damasco en la popa, bajo el cual se sentaban sus altezas; iban doce remeros por banda con sus almillas de damasco carmesí y bonetillos de lo mismo acuchillados, con sus puntas de oro y plumas.

Al entrar los príncipes en la galera hiciéronles los galeotes su acostumbrada salva de forzado, que era una especie de canto, o, mejor dicho, de vocerío triste y plañidero, aunque no desagradable, con que parecían aquellos infelices implorar la clemencia de sus visitantes. Hizo luego salvas la real, disparando una a una todas sus piezas, y contestaron a la vez todas las galeras del puerto. Sentáronse los príncipes solos a una mesa que estaba ante la cámara bajo un toldo de damasco a listas encarnadas y blancas, y sirviéronles delicada merienda de frutas dulces de azúcar y verdes y bebidas y refrescos, que el calor del día hacía deliciosos. Tocaba mientras tanto sobre los batallares de proa una música de ministriles vestidos todos de damasco turquesado, y ejecutaba la chusma a su compás una especie de danza voladora, saltando, trepando y haciendo mil gentilezas por las jarcias, gavias, mástiles y cuerdas, con tal agilidad, presteza y concierto, que resultaba un espectáculo de verdadero mérito y entretenimiento.

Levantada la mesa de los príncipes, sirvieron otra en el mismo lugar y con la misma abundancia para el virrey, el comendador mayor y todos los caballeros del séquito, y al anochecer entraba Don Juan en el palacio del virrey, que era donde se hospedaba, y donde le esperaba también el golpe más tremendo que llevó quizá en su vida, pues fue el primero y más inesperado.




ArribaAbajo- V -

Y fue el caso que, durante la ausencia de Don Juan en la galera real aquella tarde, había llegado a Barcelona un correo de la corte con varios pliegos del rey, y uno entre ellos, todo de mano de Don Felipe, fechado el 17 de junio, o sea diez días después de la salida de Don Juan de Madrid, que produjo en éste el más amargo y profundo desaliento. No consta cuáles fueran estas órdenes de Felipe II que tan desagradable efecto causaron en Don Juan de Austria; mas, a juzgar por las dos cartas que escribió éste entonces y por otros antecedentes y consiguientes positivamente ciertos, es seguro que, a vuelta de otras órdenes que desconocemos, venían también en aquella carta reproches más o menos duros de Don Felipe a su hermano por aceptar el tratamiento de alteza y los honores de infante que por todas partes le prodigaban; que le prohibía recibir en adelante estos honores, que él no le había concedido, y le anunciaba una carta de Antonio Pérez con copia de las instrucciones que se enviaban a los ministros de Italia sobre el modo que habían de tener de recibirle y de tratarle, y que a estas mismas instrucciones se atuviese él estrictamente.

Aquella carta anonadó a Don Juan y dejó absorto a Juan de Soto, el fiel secretario, única persona a quien osó aquél confiarla. El hecho era verdadero hasta cierto punto, porque cierto era que pueblo y nobleza, grandes y pequeños, miraban y respetaban a Don Juan, en España y fuera de España, como infante de Castilla, pues hijo era del gran emperador y hermano del rey presente, y sus prendas y hechos personales hacíanlo capaz y merecedor de dignidad tan alta. Mas lo que era voto espontáneo y universal de pueblos y naciones, transformábanlo los envidiosos de Don Juan en intrigas y presuntuosos esfuerzos de éste para ocupar un rango que no tenía, y así lo habían deslizado traidoramente en las orejas del monarca. Resultaba, pues, cierto que los enemigos de Don Juan habían llevado sus hablillas y sus chismes al propio Felipe II; éralo también que éste les había dado crédito, y éralo igualmente -y esto era lo que más lastimaba el ánimo leal de Don Juan- que Don Felipe le había disimulado su disgusto como rey y como hermano, y despidiéndole con falsas palabras de benevolencia y confianza, condenábale en su ausencia sin escucharle, y encomendaba a un ministro extraño entre ambos hermanos el sancionar por una carta aquella grave humillación que le imponía.

Hervía la sangre juvenil de Don Juan ante aquellas consideraciones, y abatido y desalentado bajo el peso de aquel primer desengaño, pensó seriamente en renunciar a sus ensueños de gloria y refugiarse en aquel otro estado eclesiástico que le aconsejara su padre el emperador, como más seguro y tranquilo. Sosegole Juan de Soto con muy prudentes razones, y por su consejo y empeño escribió al príncipe de Éboli, de quien era hechura el secretario, la siguiente carta, en que pide consejo y explicaciones y deja ver claramente las angustias y quejas que perturbaban su ánimo:

«Señor Ruy Gómez: Pues vuestra merced después que llegó ahí, habrá sabido la nueva orden que su majestad ha querido que yo guarde, no le cansaré con volverla ahora a referir; pero valiéndome de lo que entiendo tengo en vuestra merced y de la licencia que como padre me ha dado para que le acuda con mis causas, diré a lo menos que he sentido y siento ésta lo que la razón me obliga; no tanto, señor, por lo que es vanidad, que de andar apartado de ella pongo a Dios por testigo; mas me da mucha pena que yo solo en el mundo haya merecido orden tan nueva, quando con mayor confianza vivía de que mostrara su majestad a todos que la tenía de mí y que holgaba de que yo fuese más honrado. Confieso a vuestra merced que ha quebrado tanto en mí este disfavor de igualarme con muchos, a tiempo que todos miran, que algunas veces he estado por disponer de mí siguiendo otro camino de servir a Dios y a su majestad, pues en el que llevo se me da a entender tan claramente que no acierto; aunque si algo me hace reparar es persuadirme que así como no se lo merezco, no sale de su majestad semejante voluntad, sino de alguna persona que creerá ser autoridad suya tener yo poca. A fee, pues, señor Ruy Gómez, que si las entrañas y pecho de cada uno se trasluciese, que, quizá el que mayor justificación pública de sí, tendría más necesidad de consejo, y, por el consiguiente, de remedio y desta verdad más siento por extremo que sea tal castigo tanto daño presente y venidero, no por culpa ni opinión de los menos habladores, sino por la de aquellos que toda su bienaventuranza ponen en mostrarse a fuerza de descontentos y de donde se viere. Todo esto me mueve a decir y a entender otros más que callo, creer que falsas relaciones son las que me persiguen, aunque de cualquier suerte debo quexarme mucho de la mía, por haber valido tan poco, tras tantas obligaciones, vengo hasta agora a parar por mandato de su majestad, que es lo que siento más que nada, en igualdad infinita con gentes que, por haberme hecho Dios su hermano, no la puso entre mí y ellos. Bien veo que no es tanto lo que he servido que sea aún digno de coronas de laurel; pero que en tan poco se estime lo que he deseado acertar y trabajado, que en lugar de algo más llegue a mucho menos en el pecho de mi señor rey, esto es lo que fatiga no poco a mi espíritu, y de lo que descanso volviéndome a vuestra merced, a quien suplico que sin callarme nada me escriba qué puede haber causado a su majestad tratarme así: porque si de sola su voluntad pende, dándome a entender que no merezco la gracia della, holgaré antes de servirle en otro estado que de cansarle en el presente más: sobre todo lo qual si a vuestra merced le pareciere deseo le hable y a mí me aconseje, acordándosele quánto merecerá con Dios en hacer oficio de padre con quien ya no tiene sino mil personas que tratarán de la ocasión de mi poca edad y experiencia para destruirme a mí, como si fuese honra y provecho dellos quedarlo yo, y por lo que me importa este particular, vuelvo de nuevo a encomendarle y encomendarme a vuestra merced, de quien solamente confío cuanto puedo. Nuestro Señor, etc. De Barcelona a 8 de julio de 1571».

Mas no satisfecho con esto, y pareciéndole que hacía agravio a su lealtad no descubriendo directamente al rey los sentimientos que le agitaban, escribiole cuatro días después, el 12 de julio, esta otra carta, humilde y sumisa como de vasallo a rey, pero digna, leal y enérgica, como lo era su corazón y lo fue siempre su conducta:

«Señor, por la merced y favor que vuestra majestad me ha hecho con la carta de mano propia, beso infinitamente sus manos. Juntamente con ella he recibido las instrucciones y otros despachos para mi viaje, y han llegado tan en tiempo, que me pesa del que aquí se pierde, y por consiguiente del servicio de vuestra majestad: aguardo yo aquí a cada hora al marqués de Santa Cruz, con cuya llegada podremos luego partir, por estar todo lo que conviene para el viaje en orden. Quanto lo que toca a seguir las instrucciones y el parecer de las personas que vuestra majestad ha mandado señalar para que me asistan y aconsejen, y particularmente el comendador mayor, lo haré cierta como conozco que soy muy obligado, y holgaré mucho sea tal con tanta sinceridad y prudencia que se acierten las cosas del servicio de vuestra majestad como esta que llevo a cargo mío, y en verdad que no es otra la que deseo, ni pretendo, sino que todos atendamos a este solo fin posponiendo otros particulares no tan importantes, a lo menos para mí, como es éste; y así no dude vuestra majestad de que iré siempre procediendo en esta conformidad y suplicándole mande advertirme de continuo de lo que yo no entendiere, y pues como otras veces he escrito a vuestra majestad, fío tan poco de mi edad, experiencia y opinión, que no vea muy bien ser grande la necesidad que tengo del ageno; por lo cual de nuevo suplico a vuestra majestad con la humildad que puedo, que se me vaya advirtiendo y reprendiendo lo que se juzgare (después de ser oído) que deje de acertar: porque no será cierto por falta de voluntad, que en ésta no hay nadie en el mundo a quien yo no dé a entender que le llevo la ventaja que la razón me obliga. La instrucción que vuestra majestad me hizo merced de su mano la primera jornada que salía a las galeras, voy siempre viendo como cosa que tanto vale, y será tanto más agora que pienso que lo desea vuestra majestad, a quien pretendo dar gusto de manera que para mí ninguno puede ser mayor, que haber cumplido con lo que vuestra majestad quiere.

Al Papa respondí por haber parecido al comendador mayor que no convenía aguardar respuesta de vuestra majestad; y que era bien se estuviese en aquella instancia; estaré con secreto en lo venidero de lo que tocare a semejantes materias.

Muy grande merced me ha hecho vuestra majestad en mandar a Antonio Pérez se me envíe traslado de lo que se escribe a los ministros de Italia, cerca del tratamiento que se me ha de hacer, y no sólo me será de mucho gusto conformarme con la voluntad de vuestra majestad en este particular, pero aun holgaría de poder adevinar sus pensamientos en todo lo demás para seguirlos como lo he de hacer: sólo me atreveré, con la humildad y respeto que debo, a decir que me fuera de infinito favor y merced que vuestra majestad se sirviera tratar conmigo ahí de su boca lo que en esta parte deseaba, por dos fines: el principal porque no es servido de vuestra majestad que ninguno de sus ministros hayan de conferir conmigo lo que sea su voluntad, pues ninguno dellos está tan obligado a procurarla como yo: lo otro porque hubiera hecho antes de partir de ahí algunas prevenciones enderezadas al mismo fin, que se consiguiera como vuestra majestad lo quiere y con menos rumor; y por lo que debo a haberme hecho Dios hermano de vuestra majestad, no puedo excusarme de decir ni dejar de sentir haber yo por mí valido tan poco, que quando todos creían merecía con vuestra majestad más, y esperaban verlo, veo por su mandado la prueba de lo contrario, igualándome entre muchos, no merecido cierto en mi ánimo, porque de tenerlo yo harto más enderezado al servicio de vuestra majestad que a vanidades ni a otras cosas tales hago a Dios testigo, y de la pena que me da esta ocasión por solamente ver lo de poca satisfacción que de mí se muestra: y así son muchas las veces que voy imaginando, si sería más a gusto de vuestra majestad que yo buscase otro modo de servirle, pues en el presente creo de mí que soy tan desgraciado a conseguir lo que mis deseos en esta parte me obligan y piden: entretanto yo iré obedeciendo quanto posible sea la orden y vuestra majestad mande, aunque temo la dificultad de la adulación que me dicen hay en Italia. Vuestra majestad me crea cierto que ni deseo honor ni bien sino para mejor servirle como con él se hace, pero la consideración deste particular no toca a mí, sino ejecutar lo que se me manda, a que no faltaré jamás por ningún caso. Nuestro Señor, etc., etc. De Barcelona, a 12 de julio de 1571».

Esta fue la primera muestra que dio Felipe II a su hermano Don Juan de Austria de la injusta desconfianza que tan traidoramente supo sembrar en su camino aquel funesto Antonio Pérez, único hombre a que cupo la triste gloria de engañar por largos años y extraviar no pocas veces el recto y reposado juicio del prudente monarca.




ArribaAbajo- VI -

Al pisar Don Juan de Austria por primera vez la Italia, desembarcando en Génova, apresurose a enviar a Roma a su anciano mayordomo mayor, don Hernando de Carrillo, conde de Priego, para que besase en su nombre el pie al Pontífice, le diese gracias por su nombramiento de generalísimo y le ofreciese como el más sumiso y obediente de sus hijos. Contestole el Papa con el viejo mayordomo las mismas textuales palabras que le había escrito ya en su Breve: «Que por hijo le tenía, que se apresurare a pelear, porque en nombre de Dios le aseguraba la victoria y que para su honra y acrecentamiento le prometía el primer reino que se conquistase al Turco»27. Al mismo tiempo que Priego al Santo Padre envió Don Juan a Venecia a don Miguel de Moncada para visitar a la Señoría, también en su nombre, darle ánimos y anunciarle que muy en breve estaría en Mesina para resolver lo que más conviniese a todos.

El recibimiento que hicieron a Don Juan de Austria en Génova dejole confuso y perplejo después del golpe recibido en Barcelona, y puso por testigos al comendador mayor y a Juan de Soto de que ni él había procurado semejantes honores ni encontrado tampoco medio hábil de rechazarlos. Hízose, en efecto, para recibirle en Génova, lo que jamás se había visto allí hasta entonces: el Dogo en persona y la Señoría le esperaban al pie del desembarcadero, y los duques de Saboya, Parma, Florencia, Ferrara, Mantua y todas las ciudades de Lombardía enviaron allí sus representantes para recibirle y festejarle. Hospedole Juan Andrea Doria en su palacio, y dio en honra suya un famoso baile de máscaras, en el cual encantó a todos el generalísimo por su maestría incomparable en las difíciles danzas de aquella época.

Agregáronse en Génova los más grandes señores de Italia que solicitaban servir a sus órdenes en la armada como aventureros, siendo los principales el príncipe de Parma, Alejandro Farnesio, y el duque de Urbino, Francisco de la Rovere, que contaba entonces veintidós años y acababa de desposarse con Lucrecia de Este, hija del duque de Ferrara. Rodeado de este brillante estado mayor, que bien pudiera envidiarle el rey más poderoso, desembarcó Don Juan de Austria en Nápoles el 10 de agosto, donde era a la sazón virrey interino, por muerte del duque de Alcalá, el célebre Antonio de Perronet, cardenal Granvela. Éste era harto político y sagaz para oponerse a las corrientes de simpatía que iba Don Juan despertando por toda la Italia, y dejó estallar libremente el entusiasmo de los napolitanos, limitándose por su parte, según las instrucciones de Felipe II, a no darle, como hacían todos, tratamiento de alteza.

Debía verificarse en Nápoles la entrega a Don Juan de Austria del estandarte de la Liga y el bastón de generalísimo bendito por San Pío V, que había enviado allí éste con el conde Gentil de Saxatelo. Era el propio cardenal Granvela el comisionado por el santo Pontífice para hacer la entrega, y dispuso la ceremonia con la mayor pompa y magnificencia en la iglesia de Santa Clara del convento de franciscanos. El día 14 verificose el acto: llegó el primero a Santa Clara el cardenal para recibir en el pórtico a Don Juan de Austria. Contaba ya aquel famoso hombre de Estado más de cincuenta años, y conservaba aún arrogante y erguida aquella su señoril y hermosa presencia, que a tantas hablillas, más o menos fundadas, se prestó en su época; su barba, blanca ya por completo, caíale sobre el pecho cuidadosamente peinada, y sus ricas vestiduras de escarlata eran tan elegantes en su corte eclesiástico como pudieran serlo en el suyo seglar las de galán tan refinado como Don Juan de Austria.

No llegó éste con galas de cortesano, sino en traje de guerra, como parecía corresponder al caudillo que iba a recibir la insignia de la cristiandad en vísperas de la batalla. Traía un arnés ligero de Milán, de acero blanco, con riquísima labor de ataujía de oro, el collar del Toisón al cuello, y en la celada vistoso penacho de los colores de la Liga; el caballo era negro, con cubierta también de acero blanco recortado y aplicado sobre terciopelo carmesí, con armas, borlas, plumajes y figuras alegóricas en la grupera y testera. Arreos semejantes traían la mayor parte de los señores de su inmensa comitiva, en que se contaba la flor de la caballería de Italia y de España.

Adelantose Don Juan hasta las gradas del altar mayor con los príncipes de Parma y Urbino y sentose ante ellos en un alto sitial de brocado. Hallábanse de manifiesto, al lado del evangelio, el estandarte y el bastón sobre un rico aparador con muchas luces y flores. Era el estandarte de gran tamaño, como para galera de tanto empuje, todo él de brocado azul con grandes borlas y cordones muy gruesos de seda; tenía bordado en medio un gran crucifijo con muchos arabescos de seda y oro en torno, y a los pies, las armas del Papa con las del rey de España a la derecha, las de la Señoría de Venecia a la izquierda, y las de Don Juan de Austria debajo, unidas todas con cadenas de oro bordadas, para significar la unión de la Liga entre las tres naciones. El bastón era también simbólico, figurando tres bastones unidos con una cinta primorosamente tallada, con puño y contera de oro, guarnecidos de piedras y cincelados en aquél los tres escudos de armas enlazados con la cadena. Medía sesenta centímetros de largo por unos seis de diámetro.

Celebró el cardenal Granvela la solemne misa pontifical, y terminada ésta subió Don Juan de Austria al presbiterio, y puesto de rodillas ante el altar, recibió de manos de Granvela el bastón primero y el estandarte después, con estas palabras, que pronunció por tres veces el cardenal en latín, en español y en italiano:

«Toma, dichoso príncipe, la insignia del verdadero Verbo humanado: toma la viva señal de la Santa Fe, de que en esta empresa eres defensor. El te dé la victoria gloriosa del enemigo impío y por tu mano sea abatida su soberbia».

Estalló entonces en la iglesia un tremendo vocerío, en que millares de voces gritaron como por una sola boca:

-¡Amén! ¡Amén!

Organizose entonces una lucidísima procesión militar para nevar el estandarte desde la iglesia al puerto: iba plegado sobre un caballo blanco con caparazón de terciopelo carmesí que arrastraba por los suelos, llevado del diestro por dos capitanes que se remudaban. Venía detrás el señor Don Juan con el bastón de generalísimo en la mano, y seguíale su brillante comitiva, todos con las espadas desnudas, como prestos a defender la insignia de la Liga santa. Enarbolose al fin éste en la suntuosa popa de la galera real a la una de la tarde, mandando el mismo Don Juan de Austria la maniobra; saludáronle la flota y la plaza con una formidable salva de artillería, mosquetes y arcabucería, que duró muy cerca de media hora.

Abrazó entonces el señor Don Juan al conde Gentil de Saxatelo, portador del bastón y el estandarte, y echole al cuello una cadena de oro de cuatrocientos escudos28.