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ArribaAbajo- V -

El certamen de belleza femenina, celebrado primero en Spa y luego en Budapest, despertó en la condesa de Albornoz la felicísima idea de hacer circular por toda Europa artística y civilizada la suya propia. Verdaderamente, era para ella una desgracia llamarse Albornoz, porque de ser su nombre menos ilustre, hubiera corrido a la capital del antiguo reino de los Esteban y Vladimiros a disputar el premio de la hermosura a Cornelia Szekely, la húngara laureada.

No pudiendo, pues, ganarlo en persona, ideó ganarlo en efigie, discurriendo para ello hacerse retratar por Bonnat y enviar la obra maestra de exposición en exposición, para que, apoderándose de ella el buril y la fotografía, no quedara rincón del mundo en que se ignorase que la condesa de Albornoz tenía los ojos, según la frase de Diógenes, pasados por agua. Así y todo, creíalos ella, allá en las morbosas excitaciones de su amor propio, capaces de realizar el sueño de Alejandro y de Napoleón: someter el universo.

Esta idea trascendental deteníala en París desde el mes de noviembre, y tres veces por semana dignábase poser, para bien de la humanidad, en el estudio del gran artista. El retrato debía de estar concluido para la próxima exposición de Viena, y costábale el caprichito la friolera de cuarenta mil francos. Carillo era, sin duda, ¿pero para qué, si no, le había dado Dios el dinero?

Aquella mañana había enviado Currita un recado a Bonnat para que no la aguardase, a causa de tener que acompañar a su majestad la reina a la capilla expiatoria del bulevar Haussman. Las once habían dado ya en el reloj del Grand Hôtel, y Kate, la doncella inglesa, prendía con dos largas agujas de oro en la cabeza de Currita la riquísima mantilla española de encajes con que se proponía la dama quitar la devoción a los pocos que la tuviesen, en las honras fúnebres del infortunado Luis XVI.

La duquesa de Bara habíale ya avisado con su doncella que le estaba aguardando, para ir juntas al palacio Basilewsky, y Currita, nerviosa e impaciente, preguntaba sin cesar a Kate si el señor marqués no había vuelto.

-No, señora -respondió la doncella.

-Pero ¿a qué hora salió?... ¿Cómo ha madrugado tanto?

-Si no ha salido...

-¿Pues cómo es eso?

-Porque desde anoche no ha vuelto.

-¡Ya! -exclamó Currita.

Y mirándose en el espejo, se arregló con sumo cuidado un rojo ricito que con gran prudencia encubría sobre su frente una manchita de pecas.

La duquesa de Bara, cansada de aguardar, llegó en busca de la perezosa.

-¿Pero, Curra, qué haces?... ¡Mira que la reina estará aguardando!...

-¡Vamos, vamos, Beatriz!... Parece que no conoces a la señora: las doce nos darán sin salir de la cámara.

Y observando que completaba también la toilette de luto de la duquesa una mantilla española, exclamó muy alborozada:

-¡Mujer, hemos tenido la misma idea!... ¡Qué delicia!... Les grands esprits se rencontrent...

-Para representar a España, no se podía ir de otra manera... Lo que siento es no haber pensado en el abanico...

-Pues por lo mismo compré yo ayer uno... Míralo, no es feo... ¿Quieres otro igual? Kate te lo traerá en un momento: lo compré en la Compagnie Lyormaise, ahí, a la vuelta de la esquina.

La duquesa, ante la perspectiva de un abanico gratis, sintió aminorarse su prisa. Era un abanico muy bonito, de nácar quemado, muy oscuro, con país de seda negra. Kate lo pagaría en la tienda, y ella se olvidaría, de seguro, de pagarlo a Kate; porque en estas cosas de pagar era la duquesa mujer muy distraída... Al salir Kate, avisó que el señor marqués había vuelto.

-Dispensa un momento, Beatriz -exclamó vivamente Currita-. Voy a decir adiós a Fernandito.

La duquesa hizo un gesto de complacencia íntima ante la ternura conyugal de su amiga.

-¡Qué par de tórtolos! -dijo-. Te aseguro que me das envidia.

Y Currita, con patética entonación, contestó desde la puerta:

-Verdaderamente que es un don del cielo no haber tenido en catorce años de matrimonio un solo disgusto.

Fernandito acababa de llegar, y a la verdad que no eran sus trazas de haber estado rezando el rosario. Traía en pie el cuello del gabán, ajada la camisa, un apabullo en el sombrero, rojos e hinchados los ojos, y trascendíale el aliento a vino trasnochado. Quedóse muy sorprendido y turbado a la vista de Currita, y con la forzada sonrisa del escolar que encubre una picardihuela con una mentira, le dijo:

-He estado a ver a los antropófagos... En el Jardín de las Plantas.

Ella, con tiernísima solicitud, exclamó muy alarmada:

-¡Jesús, Fernandito, me dan miedo esas cosas!... ¿Están sueltos?... ¿Muerden?...

-¡Ca, no!... Si son unos negros cualquiera... ¡Más feos!...

Y se abrochaba con disimulo el gabán, para ocultar a Currita que llegaba su consideración a los antropófagos hasta el punto de visitarlos a las diez de la mañana, de frac y corbata blanca. Ella, con su sencillez columbina, no reparaba en esto, y se apresuró a preguntar con ingenuidad adorable:

-¿Hiciste mi encargo?

-¿Qué encargo?...

-¡Pues me gusta!... ¿No te dije que fueses a ver a Jacobo Téllez?...

-¿A Jacobo Téllez?... ¿Y quién es Jacobo Téllez?

-Pues, hombre, Jacobo Sabadell, el marido de mi prima Elvira.

-¡Ah, ya!... Si yo creía que se llamaba Benito...

En los claros ojos de Currita brilló un relámpago de ira, y a poco más pierde su mansedumbre.

-Y aunque se llamara Policarpo -exclamó-. ¿Es razón esa para no hacer lo que te digo?...

-Pues nada, hija, se me olvidó. ¿Qué hemos de hacerle?

-¡Ir ahora mismo! ¿Te enteras?... Y convidarlo a almorzar... Mira que a mi vuelta he de encontrarlo aquí contigo.

-Bien, hija, descuida, así se hará... ¿Dices que se llama Benito?

-¡Dale con Benito!... Se llama Jacobo, y es un muchacho distinguidísimo, a quien quiero que consideres como mi primo que es.

Currita disertó un momento sobre el amor de la familia y el imperioso deber que tiene todo ciudadano de estrechar estos lazos venerandos, y dejando ya convencido a Fernandito, marchó a reunirse con la duquesa.

Al subir al carruaje ambas damas, apareció el tío Frasquito presuroso, muy lozano, pulcro y resplandeciente, haciéndolas señas de que le aguardasen. Subió con ellas al coche, sacó del bolsillo una curiosa cajita de cartón y púsola sobre sus rodillas. Las damas le miraban atónitas y él sonreía picaresco; levantó al fin la tapa con mucho misterio, y entre perfumados papeles de seda apareció la babucha.

Mientras tanto, Jacobo, sin salir de su aposento del Gran Hôtel, daba vueltas a su proyecto. La claridad de juicio va en razón directa de la conveniente distancia a que se contemplan los hechos, y al despertar aquel día, libre ya de las perplejidades y angustias que atormentaban su ánimo, pudo apreciar su situación con exactitud verdadera.

Las líneas de su plan aparecieron entonces claras y firmes en todos sus contornos, a la manera que después de una inundación y cuando las aguas se retiran, aparece distintamente la altura de los collados y lo extenso de los llanos y lo profundo de los valles. Encontróse entonces Jacobo con que sus collados eran montañas, y sus llanos desiertos, y sus valles abismos...

Y lo peor del caso estaba en que el primer abismo que se abría a sus pies y le era forzoso salvar, habíalo abierto él con sus propias manos la noche antes, por jugarlo todo impremeditadamente a una sola carta, olvidando que era su juego de cartas dobles y complicadas. Porque la babucha comprada en el Gran Bazar y la necedad del tío Frasquito iban a colocarle aquel mismo día en lo alto de la columna del escándalo, en la gloriosa picota de la moda, que asentaba esta vez sus cimientos sobre los cadáveres de dos seres degradados, muerto el uno con un dogal, cosida la otra a puñaladas y arrojada en su saco de cuero, sin expirar todavía, viva y palpitante, en lo profundo del mar de Mármara.

Mas desde aquella columna, donde se podían dictar leyes al mundo del fausto y del escándalo, sólo se lograba inspirar desprecio y repugnancia invencible a ese otro mundo, no más pequeño, pero sí más desconocido, de la honradez y la virtud, y justamente en aquel mundo callado y oculto era donde se escondía la persona que a toda costa necesitaba él en aquellas circunstancias... ¿Y quién ponía ya diques al viento? ¿Quién sujetaba al tío Frasquito, que babucha en mano recorría ya las calles de París en busca de un pedacito de celebridad, de un solo rayito de la aureola del héroe?...

Preciso era tirar por otro camino, y la casualidad trajo a Jacobo quién había de indicárselo. Era este Diógenes, que acudía muy de mañana, atraído por el dinero que se le figuraba traer el plenipotenciario, como los buitres acuden al olor de la carne muerta.

Diógenes no era como Sabadell, que jamás se apeaba de su papel de gran señor, y lo mismo gastaba en boato y en caprichos en tiempo de las vacas gordas que en tiempo de las flacas, con la sola diferencia de pagar en los de aquellas y no pagar en los de estas. Diógenes, por el contrario, vivía en una modesta maison meublée, y sentábase de diario a la primera mesa que hallaba puesta, sin esperar a que le invitasen, por cierta especie de derecho de cuchara que garantía su poquísima vergüenza, por una tradición constante que la inveterada costumbre había convertido en ley escrita en las pandectas de la capigorronería madrileña. Cuando tenía dinero lo derrochaba espléndidamente, y cuando no lo tenía, pedíalo prestado, con la intención jamás retractada de no pagarlo nunca, según su axioma favorito: Cobra y no pagues, que somos mortales.

Aquella mañana habíase propuesto almorzar con Jacobo y llevárselo después al Petit-Club a tirar de la oreja a Jorge, con ánimo deliberado de darle por el camino algún sablazo bien dispuesto.

Su sorpresa fue, pues, grande cuando Jacobo, con la austeridad de un san Pablo primer ermitaño y la fortaleza de un san Antonio en el desierto, se negó rotundamente a salir del hotel, diciendo que había jurado no pisar el impuro suelo de París, que jamás tomaría en la mano una carta y que no pareciéndole ya conveniente marchar a Madrid a causa del cambio político, había decidido salir a la mañana siguiente para Biarritz, donde pensaba intentar una reconciliación con -¡polaina!- ¡con su mujer!...

Escuchábale Diógenes en silencio, mirándole de hito en hito, clavados en sus ojos los suyos, abotagados por la borrachera continua. Cuando acabó de hablar, díjole muy serio:

-¡Vamos!... Tú dices lo del gitano del cuento: ¡Señó! Toos píen el pan de cada día... Yo sólo pío que me pongan donde lo haiga, que ya yo me arreglaré...

-No te entiendo...

-Pues vaya más claro... Tú dices: mi mujer ha ganado su pleito con la Monterrubio y tiene una porción de miles de renta... Yo tengo el hambre del hijo pródigo; pues me voy allá y me como el ternero...

Alborotóse Jacobo al oír tan fielmente expresado parte al menos de su pensamiento, y con aire de dignidad ofendida, exclamó:

-Te aseguro...

-¡Vamos, Jacobito!... ¡Si conoceré yo a los cojos en el modo de andar!...

-Te digo...

-¡Si sabré yo el lino que cardo, Jacobito!...

-Creo lo que quieras, pero yo...

-¿Si querrán los pollos engañar a los recoveros?, pichón dorado... Mira niño: ni tú tienes vergüenza, ni yo tampoco; pero para ser pillo, lo primero que se necesita es talento, y cuando tú vas, ya estoy yo de vuelta. ¿Estamos?...

La dignidad sublevada de Jacobo pareció sosegarse mucho, y después de un momento de silencio, preguntó:

-Según eso, ¿te parece mi plan un disparate?...

-¿Un disparate? Para ti, un negocio redondo; para ella, un robo a mano armada.

-¿Y crees que Elvira...?

-¿Se dejará robar?... ¡Pues ya lo creo!... Lo que es por ella, en cuanto le guiñes el ojo... Si te quiere, hombre; te quiere lo mismo que el primer día en que la engañaste. ¡Mentira parece!...

-Pues entonces...

-Entonces, queda el rabo por desollar.

-¿Y de quién es ese rabo?...

-Amigo mío... del padre Cifuentes.

-¡Ya!... Ya me lo habían dicho.

-Pues no te engañaron.

Quedóse Jacobo un momento pensativo, y rascándose después levemente la cabeza, añadió con su truhanesca sonrisa:

-Entonces... será preciso confesarse con el padre Cifuentes.

Diógenes se puso muy serio.

-Mira, Jacobo -le dijo-. ¿Me ves tú a mí?... Soy un truhán, un borracho, un perdis, que todo lo que no sea matar, todo lo he hecho... Pues para que veas: las cosas de Dios yo las respeto... Las respeto, porque lo mamé. ¡Polaina! Lo mamé con la leche... No soy bueno porque no quiero jorobarme siéndolo; pero al que se joroba y lo es, yo le venero; que no porque merezca yo un presidio dejo de conocer que hay quien merece la gloria; y no porque me revuelque en un lodazal dejo de ver que hay estrellas en el cielo...

Jacobo escuchaba estupefacto la extraña salida de Diógenes, que pronunciaba su arenga babeando la ancha bocaza, dando golpes, ora en su propio pecho, ora en la mesa.

-¿Y a qué viene todo eso? -preguntó al fin Jacobo.

-¿A qué?... A que dejes tranquila a tu mujer, porque sólo con pensar en ella la manchas.

-¡Pues me hace gracia!... ¡Valiente paladín le ha salido a la Elvirita!... ¿Y dónde han hecho ustedes su compadrazgo? Supongo que no será en el confesonario del padre Cifuentes.

-No, por cierto... La veo y la he sabido apreciar en casa de María Villasis, que es su amiga íntima.

-¿Conque amiga íntima de tu íntima amiga la Villasis?... ¡Ahora lo entiendo!... ¿Y qué hace esa perfecta viuda, como la llamaba la de Bara en otro tiempo?... Supongo que te habrá sucedido con ella lo que sucede con los perros chinos, que de puro feos hacen gracia... ¿Y mi mujer, será, sin duda, vuestra confidente?...

-¡Alto ahí, canalla, o te rompo el morro! -exclamó Diógenes poniendo su formidable puño en las narices mismas de Jacobo-. ¿Qué es lo que buscas tú? ¿Dinero?... Pues ahí tienes a la de Albornoz; una... pelona como tú, que te dará lo que quieras... ¿Qué más te da, llamarte Jacobo que monsieur Alphonse?...

¡Oh!... Jacobo se incomodó esta vez de veras, porque jamás le habían refregado por la cara una verdad tan áspera. Contúvose, sin embargo, porque sabía cuán terribles eran las embestidas de Diógenes, y con forzada sonrisa contestó:

-Mira, Diógenes, la borrachera de ayer te dura todavía... ¿En qué cabeza cabe sino en la tuya, de bala rasa, que fuera yo a venderme a mi mujer por un puñado de duros?...

-Amigo, cuando no dan más en la puja, hay que decir lo del otro gitano del cuento... Se confesó de haber robado tres pesetas, y el cura le dijo: «¿No te da vergüenza, infeliz, de condenarte por tres miserables pesetas?...» «¿Y qué quería usted que jiciese, si no había más?...»

Aquí interrumpió la disputa el marqués de Villamelón, que entraba restaurado ya por completo de sus desperfectos de la mañana. Al verle Diógenes, cogió prontamente un periódico y púsose a leer junto a la chimenea, en el lado opuesto.

El marqués fuese derecho a Jacobo, que ceremoniosamente se levantaba para recibirle, y apretándole ambas manos, díjole con grande afecto:

-Adiós, Benito, ¿cómo te va?... Tú siempre tan famoso...

Y con protectora afabilidad diole dos cariñosas palmaditas en el hombro izquierdo.

-Dispensa que no viniera a verte ayer, Benito -prosiguió Villamelón, sentándose-. Pero en este París, ¿me entiendes?, no hay tiempo para nada... Curra te espera a almorzar. ¿Lo sabes?... A las dos: un poco tarde quizá; pero hoy está de servicio con la reina. ¿Me entiendes?

Ofendióse la altivez de Jacobo con los aires protectores del héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro, y quiso declinar fríamente la honra del convite; mas Villamelón le atajó la palabra, diciendo:

-¡Nada, nada, nada! ¿Me entiendes?... No admito excusas, Benito; y Curra se ofendería de muerte. ¿Sabes?... Tiene debilidad por la familia, y lo que es por ti, delira. Siempre está con Benito arriba, Benito abajo...

Diógenes gritó desde su asiento:

-Pero, Villamelón..., quiero decir, ¡majadero!... ¡Si no se llama Benito!...

-¡Ay! Es verdad, que era... ¿Cómo era?...

-Jacobo.

-¡Eso es, Jacobo!... Pues dispensa, Jacobo; pero tengo una memoria infelicísima, y lo peor es que cada día se me va debilitando...

Quejábase con harta razón Fernandito de su falta de memoria, síntoma fatal a veces de los reblandecimientos cerebrales. Mas Diógenes, que no perdonaba ocasión de descargar su terrible mandoble, púsose a recitar como si leyera en el periódico:


Hablando de cierta historia,
A un necio se preguntó:
-¿Te acuerdas tú? -Y respondió:
-Esperen que haga memoria.
Mi Inés, viendo su idiotismo,
Dijo risueña al momento:
-Haz también entendimiento,
Que te costará lo mismo.

Jacobo y Villamelón se miraron entre sí, miraron después a Diógenes, y tornado a mirarse ambos, echáronse a reír, diciendo al cabo Fernandito:

-¡Qué cosas tiene!... No hay más remedio que dejarlo o matarlo. ¿Sabes, Benito?...




ArribaAbajo- VI -

El tío Frasquito no podía ya con las piernas, y esforzábase en vano por discurrir algo parecido a la hazaña de Churruca en Trafalgar, cuando privado también de una de las suyas por una bala de cañón, siguió mandando el combate desde el puente del navío metido en un tonel de afrecho.

¡Oh!... ¡Si aquello le hubiese sucedido a él veinte años antes, cuando en un solo día hizo sesenta y nueve visitas para anunciar el primero aquel famoso casamiento que alistaba en el número de sus sobrinos a Luisito Bonaparte, el conde consorte de Teba!

Y lo peor del caso era que cuando, a las cuatro de la tarde, volvió al Gran Hôtel rendido y desalentado por no haber podido enseñar más que a las dos terceras partes de la colonia española la babucha apócrifa de la cadina, encontróse con que la trágica historia tenía una segunda parte, interesantísima también, pero pía, devota, sentimental, romántica, en que cabía a su persona no sólo el papel del cronista, sino el de agente poderoso, de intercesor eficacísimo, de ama de llaves de la Providencia, que hubiera dicho Diógenes, en el bello final de aquel drama que comenzaba su acción en las barbas del Sultán e iba a terminarse bajo el manteo del padre Cifuentes. Acordóse el tío Frasquito de Matilde y Malek-Adhel, y se sintió enternecido; la emoción le produjo un golpe de tos violentísimo, que fue necesario calmar con tres caramelos de malvavisco.

Porque Jacobo había acudido a él de nuevo en demanda de auxilio y abiértole su corazón hasta lo más recóndito. Era singular lo que por él pasaba, y en vano había intentado explicárselo. La noche antes daba vueltas en el lecho, inquieto y desvelado, viendo desfilar en su memoria los treinta y tres años de su vida cargados de placeres, de aventuras, azares sin mañana, flores sin raíces, gozos sin recuerdo, locuras sin felicidad que le causaban entonces en el ánimo la impresión de repugnancia que causa al estómago ahíto e indigestado el recuerdo de manjares sustanciosos.

El tío Frasquito le escuchaba atento y boquiabierto, creyendo ver apuntar en el corazón apasionado de Malek-Adhel aquellos alborotos misteriosos que trocaron los de Rancés y Mañara... Mas de repente, dejando Jacobo el tono sentimental de su perorata, preguntóle en prosa llana dónde andaba a la sazón su mujer Elvira.

El tío Frasquito hizo una mueca de disgusto, como si viera trocar a Malek-Adhel el blanco turbante por el sombrero de copa alta, o le hicieran saltar de una página de Madame Cottin a otra de la Guía de forasteros.

-¿Elvirrra? -contestó-. Pues no sé, perrro debe de estar en Biarrriz... Ayerrr dijo la López Morrreno que la había visto.

Quedóse Jacobo mudo y pensativo por un momento, y el tío Frasquito, reventando de curiosidad, se apresuró a añadir muy atento y oficioso:

-Perrro si quierrres noticias cierrtas, yo conozco a una persona que puede dármelas.

-¿Quién?...

-El padre Cifuentes.

-¡Hombre!... ¿Conoces tú al padre Cifuentes?...

-¡Ya lo crreo! Si es mi sobrino: hermano de madrrre de la Vegallana... Es hijo de Tonino Cifuentes, que fue subsecretario de Estado en tiempo de Iztúrrriz, y entró en la Compañía, cuando...

-¿Pero está también en Biarritz?

-No: está aquí en Parrrís; en la rrue de Sévres... Desde el 68 no ha estado en España sino de paso.

Y con cierto delicado recelo, añadió tímidamente:

-¿Quierrres que lo vea?...

-No... Quiero verlo yo mismo.

El tío Frasquito brincó otra vez emocionado, viendo ya a Malek-Adhel fundando, como Rancés, una Trapa, o un hospital como don Miguel de Mañara... ¡Todo, todo iba saliendo lo mismo, igual, idéntico que en la Favorita!... Fernando, la bella del Re, fray Baltasar... Faltaba tan sólo el convento, y ansioso él de poner la primera piedra, se apresuró a decir:

-Pues te llevarrré cuando quierrras.

-Mañana mismo.

-Conformes.

Cauto, sin embargo, el tío Frasquito, y deseando prevenir en el ánimo del novicio las deficiencias que pudiera tener en su papel de fray Baltasar el padre Cifuentes, apresuróse a decirle que era este un cuitadito, un infeliz sin pizca alguna de mundo, que hablaba oportune et importune del infierno, pintando unos diablos feotes y groseros que en nada se parecían a los diablillos correctos, perfumados, elegantes, que se figuraba el tío Frasquito de frac y corbata blanca, pelo rizado, gardenia en el ojal, monóculo en el ojo izquierdo y un lazo de color de fuego en la punta del rabo.

-Porrque mirrra, la verrrdad -prosiguió con aire de íntima confianza-. Yo soy muy católico, muy creyente, perrro lo que es el clerrro, deja mucho que desearr en todas parrtes... No se encuentra un sacerrdote que nos conozca bien, que sepa amoldarrse a nuestro modo de serr, al modo de sentirr de las gentes de nuestrrro círrculo... El mismo padre Cifuentes, el otro día, en el entierrro del general Tercena, me dio la tarrde, hijo, me dio la tarrde... empeñado en convencerrme de que yo me había de morrrirr también, y que era menester preparrrarrse y pensarr en lo eterrno... En fin, hijo, me angustió, ¡me angustió de verrras!... Y cuando lo de Pepita Abando, ¿tú no sabes?... Estuvo atrroz, atrroz, crruelísimo... Una muchacha tan buena, tan elegante, tan carrritativa, que nunca tuvo más pasión que Pablo Verrra, y todo Madrid lo sabía y lo sancionaba, y hasta su mismo marrrido se hacia cargo... Pues nada, hijo, el padrre Cifuentes no se lo hizo: se puso malo Pablitos, y Pepita, ¡clarrro está! atrropelló porr todo, y se instaló a su cabecerrra. Avisarrron al padre Cifuentes, y este contestó que no podía entrarr en aquella casa sin que Pepita salierrra prrimerro... ¡Figúrrrate tú qué exigencia!... Ella se negó, porr supuesto, y Pablitos también, y porr más vueltas que dierrron parrra convencerr al santo varrrón de que errra una crueldad separrrarlos, y que todo el mundo le crriticarrría a ella abandonarrlo en la última horrra, nada, nada, nada... Têtu, como un arrragonés: se metió las manos en las mangas y dijo que no, que no y que no, y lo dejó morrrirr como un perrro. Y eso que iban ya a pedirr la bendición a Su Santidad y todo, todo...

-Te advierto esto -prosiguió el tío Frasquito, empinando el dedo- porrque si piensas consultarrle alguna... vocación o confesarrte...

-¿Confesarme yo? -exclamó muy ofendido Jacobo-. ¿De dónde sacas tú eso?

-Como decías que deseabas hablarle...

-¿No es el padre Cifuentes el confesor y el director íntimo de mi mujer?...

-Sí, porr cierrto...

-Pues lo que yo quiero exigir de él es que obligue a Elvira a acceder a mis pretensiones.

-¿Perrro cuáles son tus pretensiones, Jacobito? -preguntó el tío Frasquito muy alarmado.

-Una muy sencilla y muy cristiana... Reunirme con mi mujer y olvidar todo lo pasado.

-¡Aaah..., yaaa! -exclamó el tío Frasquito estupefacto y desolado, al ver que la Trapa se quedaba sin fundar, y el hospital sin concluir, y el novicio sin tomar el hábito.

Y rabiosillo y enfurruñado de que la leyenda de MalekAdhel tuviera el ramplón desenlace de cualquiera comedia moratinesca, dejóse llevar de su espíritu de chismografía hermafrodita, diciendo:

-Perrro ¿has meditado bien tus pretensiones?

-Je parecen acaso imposibles?...

-Hombrre, imposibles no... ¿Perrro sabes tú la vida que Elvirrra hace?

-Justamente iba a preguntártelo.

El tío Frasquito hizo dos o tres visajes remilgados de ¡reviento si no lo digo!, y contestó titubeando:

-Hombrrre, te dirrré... La cosa es pública... perrro yo no sé si debo...

-¿Pues no has de deber, tío Frasquito? -exclamó Jacobo violento y azorado-. Yo tengo el derecho de preguntar, y tú, si eres mi amigo, tienes el deber de responderme.

-¡Ya lo crreo que soy tu amigo, Jacobito! ¿Lo dudas?... Y lo fui de tu padrre, y de tu abuelo... Quierrro decirr... a tu abuelo lo conocí siendo yo una criaturrra... Perrro hay ciertas cosas...

-¿Pero qué cosas?... ¡Dilas, hombre, dilas!...

-Pues mirrra, Jacobo, la verdad... Tu mujerr ha dado mucho que hablarr en todas partes...

-¿De veras?...

-Lo que oyes: siento mucho decírtelo, perrro es muy cierrrto... Está déclassée, hijo, déclassée por completo. Todo Madrid le ha dado de lado, y sólo se trata con mi sobrina Villasis, ¡otra que tal!... Perrro siquierrra esta es mujerr de arranque, y gasta y hace ruido...

-¿Pero qué es lo que hace Elvira?...

-¡Horrrorrrres, Jacobito, horrrorrrres!... Empieza porque desde que se separrró de ti, no se la ha vuelto a verr en ninguna parrte: ni en un teatro, ni en un baile, ni en la Castellana, ni siquierrra un domingo en casa de Montijo... Dicen que está fanatizada... Carmen Tagle tuvo una doncella que había estado en su casa ¡y contaba unas cosas!... Siempre detrás de los criados, porrque hoy errra día de ayuno, y mañana de Misa, y al otro día de vigilia... En fin, insufrible; ninguno le paraba... ¡Y ella, unas rridiculeces!... Decían que dorrmía sobre una tarrrima, y ayunaba a pan y agua, y a ejemplo de no sé qué varrrón piadoso, se disciplinaba con un gato11.

-¡Qué atrocidad!... ¿Con un gato?... ¡Pero eso es imposible!...

-Pues, hijo, así lo asegurrraban... no te puedes figurrarr lo que nos rreímos una noche en casa de Carmen Tagle, discutiendo el asunto... Algunos pensaban que el gato estarrría muerrto; lo que es así, también yo me disciplinaba... Lo mismo podía hacerrse con un plumerrro...

Jacobo pareció tranquilizarse por completo al oír los horrrorrrres que el tío Frasquito le relataba, y cortóle el hilo del discurso, diciendo:

-¡Bah!... Si no es más que eso, de mi cuenta corre desfanatizarla.

El tío Frasquito iba a replicar muy disgustado, pero Jacobo le atajó la palabra, preguntándole:

-¿Y cómo vive Elvira?... ¿Gasta mucho?...

-¡Ca!... Si parrrece la viuda de un cesante... Está seca, desgavilada; ella, que tenía un cuerpo tan airrroso, tan elegante... En fin, hijo, un día la vi en casa de mi sobrina Villasis, y me parrreció hasta sucia... Como si parrra serr santa se necesitarrra serr puerrca, cuando el aseo es una virrtud que se ejerrcita con agua fresca y un estropajo... De la casa no te digo nada, porrque no la he visto: tres veces estuve allí porr currriosidad, y no me rrrecibió ninguna. Perrro vive en un principal muy modestito, allá, junto a las Carbonerrras...

-Eso no es extraño; la pobre debe andar mal de cuartos.

-¡Ca!, no lo creas... ¿Perrro tú no sabes?... Si está rrica; como que ganó el pleito con la Monterrrubio y debe de tenerr de quince a veinte mil durrros de rrrenta.

-¡Hombre!... ¡Lo siento! -exclamó Jacobo muy pesaroso.

-¿De verrras?

-Y tan de veras... Porque siendo ella más rica que yo, no faltarán malas lenguas que atribuyan al interés mi vuelta a su lado...

-¡Oh, no, no, Jacobito, porr Dios! ¡Porr Dios, Jacobito!... ¡Quien piense eso..., no te conoce!

-En fin, ya lo veremos... Lo que importa ahora es que yo me entienda con el padre Cifuentes.

-Pues si te parrrece, mañana irrremos.

-Sin falta.

El tío Frasquito, resignado con el giro clásico que tomaba la leyenda, convino con Jacobo la hora en que habían de hacer al otro día la trascendental visita, porque el arrepentido esposo quería marchar a Biarritz cuanto antes.

Despidiéronse al cabo protector y protegido, y aquel, para lanzar al público sin pérdida de tiempo la noticia, corrió a ponerse, desde luego, de punta en blanco para sus nocturnas correrías, y bajar de seguida a la terraza del hotel, donde toda la colonia española esperaba, como siempre, la llegada del correo.

Pero ni la incertidumbre de nuevas desdichas en la madre patria, ni los mil chismes que por la patria adoptiva corrían, lograron apartar la conversación general de la novelesca historia de la cadina, cuya apócrifa babucha habían contemplado todos, después de algunas prudentes precauciones que, para la mise en scène, juzgo indispensable el tío Frasquito. Porque temeroso este de que algún ánimo suspicaz pusiese en duda lo auténtico de la presea, apresuróse antes de presentarla a la veneración pública a frotar la suela sobre el pavimento, a fin de que apareciese usada, y a desvirtuar con ricas esencias aquel importuno hedor a zapato nuevo que la noche antes había despertado en sus narices dudas tan peligrosas.

La duquesa de Bara no había encontrado todavía ocasión oportuna de hacer el análisis crítico de la solemnidad religioso-política a que había asistido horas antes, y hasta la señora de López Moreno, reina destronada de Matapuerca, habíase olvidado por un momento de la honra insigne que al día siguiente la aguardaba. La duquesa le había anunciado que su majestad la reina se dignaba recibirla, y a renglón seguido, como quien no quiere la cosa, habíale pedido prórroga para el pago de aquellos piquillos que hacía varios años le adeudaba.

-¡Pues no faltaba más!... ¡Lo que usted quiera! -había contestado la generosa acreedora.

Y a renglón seguido también, y como quien no quiere la cosa, había plantado esta estaquita matrimonial, con sonrisa indagatoria:

-Lucy y Gonzalito (primogénito de la duquesa), encantados de verse juntos... ¡Qué pareja tan mona hacen!... Hoy se han ido al Skating-Rink, porque Gonzalo está enseñando a patinar a Lucy...

La duquesa pescó al vuelo la indirecta, y contestó tan sólo con una sonrisa que encubría este pensamiento:

-¡Estás fresca!... ¡Cualquier día te cobras, endosándome a la niña por nuera!... ¡Una duquesa de Bara, née López Moreno! ¡Dios nos asista!

Currita, por su parte, guardaba aquella tarde un solemne silencio, hijo de una rabieta de dos mil demontres que le bailaba por dentro. Jacobo había desairado su almuerzo con el frívolo pretexto de que necesitaba descansar del viaje, y ella había descargado su ira sobre el indefenso Villamelón, que sentado a su espalda, en actitud pensadora, se consolaba de los rigores de su esposa pensando en las musarañas y distrayendo su imaginación con vivos recuerdos de su visita a los antropófagos.

Leopoldina Pastor alborotada por ciento, proponiéndose referir a Octavio Feuillet la historia de la cadina para que escribiese un cuento original, y lamentándose de que Jacobo Sabadell no apareciese por ninguna parte, aguardándole todos tan impacientes para tributarle el justo homenaje de admiración que su novelesca aventura les inspiraba, tan distinto del frío recibimiento con que le habían acogido la víspera.

Apareció entonces el tío Frasquito, vestido ya de gran gala, cargado de perfumes y de noticias, que, como las burbujas al hervor del agua, anunciaba en su rostro una significativa y prolongada sonrisa. La inesperada resolución de Jacobo causó en el auditorio sensación profunda, y cuando el tío Frasquito anunció que el héroe pensaba marchar a Biarritz quizá al día siguiente, dos personas, Diógenes y Currita, no pudieron contenerse... Levantóse el primero y fuese derecho al tío Frasquito como si quisiera pegarle, y la segunda, sin que denunciase su violenta ira más que una extraña vibración en su dulce vocecita, comenzó a vomitar injurias y vituperios contra la marquesa de Sabadell, su muy amada prima, con gran pasmo de Villamelón, que recordaba todavía el sermoncito sobre el amor de la familia que había escuchado aquella mañana.

La grey femenil hizo coro a los vituperios de Currita, y todos convinieron en que la marquesa de Sabadell era una intriganta, una beata hipocritona, una mala esposa que, habiendo campado por su respeto diez años entre curas y monaguillos, quería ahora oscurecer al pobre Jacobo bajo la tutela del padre Cifuentes, y que era caso de conciencia y obligación imprescindible de todo fiel cristiano arrancar a la pícara el antifaz y advertir al cándido muchacho el lazo que le tendían.

Diógenes, que, a mitad del camino pareció hacer de repente al tío Frasquito gracia de la vida, arremetió briosamente contra la hueste femenina, diciendo que era maldición de gitanos: «¡en lengua de hembras te veas!»; que quien dijo mujer, dijo demonio, y que de tan mala ralea era la casta, que todos, todos los bichos, hasta las chinches, ¡polaina!, eran mujeres...

Riéronse mucho todas las presentes de la ocurrencia de Diógenes, y este, más que por darles placer, por machacarles las liendres, contóles entonces que Dios no había formado a nuestra madre Eva de la costilla de Adán, sino del rabo de una mona12... Porque aunque este fue su primer intento, y tenía ya la costilla en la mano para formar de ella a la que había de ser causa de tantas desdichas, una mona que le miraba hacer atentamente, arrebatóle de repente el hueso y echó a correr para esconderlo en su madriguera. Quiso el Señor perseguirla y alcanzóla por el rabo; mas tan fuerte tiró la mona, que el rabo se le arrancó, quedándosele al Señor en la mano. Encogióse entonces de hombros y dijo:

-Para lo que voy a hacer, lo mismo da...

Y de aquel extraño utensilio formó a la madre del linaje humano.

Alborotáronse las damas con el cuento de Diógenes y Currita, pesarosa de haber dejado escapar en la explosión de ira algo que la convenía tener muy guardado, apresuróse a seguir la broma, diciendo:

-Pues mira, Diógenes, quizá tenga algo de verdad tu historia, porque a mí me contaron con respecto a la formación del hombre otra muy parecida. Dicen que Dios había criado ya a todos los animales; pero le faltaba todavía crear al hombre; era ya muy tarde y estaba cansado. Entonces, por ahorrarse tiempo y trabajo, cogió al primer animalillo que encontró a mano y le dijo:

-Mira, habla tú -y quedó formado el hombre.

Y al decir Currita: «Habla tú», dio un golpecito con la punta de su abanico en el hombro del marqués de Villamelón, su caro esposo. Este interpretó la seña como una muestra de reconciliación, y sonrió satisfecho, dulce y placentero, mientras Currita, inclinándose a su oído, le dijo muy bajo:

-Mira, Fernandito..., me parece natural que vayas a ver si ha descansado Jacobo, y que le convides a comer.. Dile que le espero sin falta, porque tengo que hablarle de cosas que le interesan.

Anunciaron en aquel momento la llegada del correo y Diógenes aprovechó la confusión natural que esto produjo para acercarse al tío Frasquito y cogerle sin miramiento alguno por la abierta solapa de su rico gabán de pieles, que dejaba al descubierto una pechera inmaculada, en cuyo centro relucía, bajo la corbata blanca, una bellísima turquesa, celeste como el cielo.

Azoróse el tío Frasquito al verse solo y sin defensa en las garras de Diógenes, y procuró encubrir sus temores, acogiéndole humilde, sonriente, cariñoso, llamándole Perriquito, y ofreciéndole ricos cigarros que él no fumaba nunca, pero llevaba siempre a prevención para casos apurados. Mas Diógenes, fijando en él sus ojos abotagados por el ron y la ginebra, con el maléfico influjo de la serpiente que magnetiza al incauto pajarillo, le preguntó con muy malos modos después de un imperioso «¡oye, Frasquita!», si era cierto que andaba en compadrazgo con Jacobito.

¡Él, con Jacobito!... ¡Jesús!... Pues si justamente era Jacobo una persona que le estaba reventando desde su cuarto y que sin saber por qué se le había indigestado... Verdad era que le había pedido una recomendación para su sobrino el padre Cifuentes, y él -claro está-, por salir del compromiso, le había ofrecido una tarjeta; ¿pero en qué cabeza podía caber que fuera él a acompañarle, ni a mezclarse en asuntos de familia, ni a meterse en tripotages de mala ley con un loco semejante?...

Y mientras esto decía el tío Frasquito, iba poco a poco escurriendo escurriendo su solapa de manos de Diógenes, hasta que, libre al fin, abrochóse prontamente el gabán hasta la barba, para poner a cubierto su nívea pechera de cualquier acometida de Diógenes. Este, dejándole hacer, tornó a preguntarle:

-¿Y cuándo se va Jacobo a Biarritz?...

-Mañana por la noche...

Y con ademán misterioso y tono de íntima confianza, añadió:

-Porr supuesto, que Jacobo sólo va allí al olorrcillo de los millones de la Monterrrubio, que disfruta hoy Elvirrra... ¿Y qué harrrá ella?... Porque no cabe en cabeza humana que una muchacha tan buena, tan santita, quierrra hacerr de nuevo ménage con ese Poncio Pilatos...

Diógenes le volvió la espalda sin preguntarle nada más, y el tío Frasquito, gozoso de verse libre al solo precio de hacer traición a su amigo, corrió a noticiar a Currita que Diógenes tomaba partido por la Sabadell, y a lamentarse con la de Bara de que la policía correccional no pusiera coto, ni en España, ni en Francia, a los desafueros de aquel cínico viejo.

Este había salido de la terraza por el salón de lectura, y entrando en un gabinete, cogió pluma y papel, y con letra inverosímil, púsose a escribir esta carta:

«Mi querida María...».

Aquí se atascó Diógenes, y rascándose la nariz con el cabo de la pluma, quedóse perplejo, hasta que añadió por fin al encabezamiento esta reverente coleta:

«...muy respetada: Mañana sale de aquí para esa el perillán de Jacobito Sabadell, que lleva las de Caín, pues trata nada menos que de intentar una reconciliación con su pobre mujer Elvira. Anda huido de Constantinopla, donde ha hecho no sé qué atrocidades, y por lo visto ha olido que Elvira tiene dinero y quiere ahorrarle el trabajo de guardarlo. Mañana, antes de salir, tendrá una conferencia con el padre Cifuentes, que Francesca di Rimini le servirá de tercero...»

Aquí notó Diógenes que la concordancia era vizcaína, y añadió:

«...o de tercera. Te advierto todo esto por si puedes hacer algo por esa pobrecita, que será capaz de entregarse atada de pies y manos al bribón de su marido, si no hay alguien que la aconseje. Si sirvo yo para algo, incluso para romperle un esternón a Jacobito...».

De nuevo se detuvo Diógenes dudoso, por no saber a punto fijo si Jacobo podía tener uno o más esternones, y dispuesto sin duda a romperle cuantos tener pudiera, prosiguió al cabo:

«...avísame y ahí me tienes. Yo sigo tan campante con mis sesenta y dos a cuestas, caminito, caminito de esa cama del hospital que tantas veces me has pronosticado. ¿Llegará en el sesenta y tres?».

Y dando con esta pregunta por terminada la carta, firmóla como Antonio Pérez las suyas a milady Richs:

«Perro desollado de vuestra señoría, Diógenes.»

«P. D.- Un beso a Monina.»

Y aquí se detuvo otra vez perplejo, meneó lentamente la gran cabezota, y su rostro granujiento tomó una expresión indefinible de ternura y de tristeza.

Aquella Monina, bellísima criatura de cuatro años, ídolo de su corazón por un fenómeno semejante al que hace a los grandes perrazos encariñarse con los niños, que le tiraba de las patillas y le hacía andar a cuatro pies, guiándole ella por una oreja, había rechazado un día un beso de sus aguardentosos labios, diciéndole con infantil repugnancia:

-¡No..., que apesta!...

Y Diógenes, el cínico Diógenes, que se burlaba de la opinión del mundo entero y hacía gala de revolcarse en los más inmundos lodazales, sintió, ante la repugnancia de aquel ángel, que una gran vergüenza invadía su corazón y subía hasta su frente, tiñéndola de carmín, y asomaba a sus ojos llenándolos de lágrimas... Por tres días enteros estuvo sin beber una copa; al cuarto, rindióle el vicio otra vez; mas jamás volvió a besar a la niña.

Y entonces, a tan gran distancia del bello angelito, creyó faltar a su propósito escribiendo en aquella postdata la palabra beso, y borrándola con grandes tachaduras, puso en su lugar: «A Monina, que le llevaré un muñeco que dice papá y mamá». Después escribió en el sobre:

Mme. LA MARQUISE DE VILLASIS

Villa María.

Biarritz.




ArribaAbajo- VII -

El capricho de una soberana hizo en poco tiempo de un villorio olvidado uno de los centros más a la moda entre los semidioses que regulan sus costumbres, su lujo, sus necesidades y hasta su conciencia, a veces, por las extravagantes leyes de esta tirana caprichosa.

La emperatriz Eugenia levantó en Biarritz la ville Eugénie, y Biarritz quedó al nivel de Trouville, Dieppe y Etretat. Los españoles lo invaden en verano, los ingleses en invierno y los rusos en otoño, como si por turno quisieran disfrutar sus comodidades bastante problemáticas y sus encantos harto discutibles.

El lujo se apresuró a levantar allí villas y palacios; la especulación, hoteles y casinos; sólo la piedad se quedó con las manos quietas. En Biarritz apenas si existe una iglesia.

En la carretera de Bayona hay hacia el lado del mar una villa deliciosa, que se asienta en un reducido parque como una paloma en su nido de verdura: extiéndese aquel a lo largo del camino, cerrado por una gran verja de hierro, en cuya puerta campea en uno y otro lado este letrero: Villa María. Da esta entrada a una gran calle, que sombreada por árboles magníficos, describe tres caprichosas vueltas, salta un diminuto riachuelo y lleva a una plazoleta semicircular, atestada de flores, especie de square delicioso, que sirve como de patio de honor a la casa.

Tres gradas de mármol blanco dan ingreso al piso bajo, destinado sólo a recibimiento y adornado con esa pulcra sencillez que adopta todo lo bello y destierra todo lo suntuoso, y constituye el buen gusto y la elegancia en el decorado de un palacio de campo. En el fondo del vestíbulo abríase la puerta del salón, y llegábase por este a un pequeño gabinete, tapizado todo de cretona, con grandes flores cobrizas. Ocupaba uno de sus frentes una chimenea de mármol blanco, y formaba el otro una gran ventana de cristales, abierta de arriba abajo, que dejaba entrar el sol a raudales y permitía ver la verdura del parque en primer término, la arena de la playa más lejos y el azul del mar en lontananza.

Las once habían dado ya en el reloj del torreoncito de la villa, y dos señoras, sentadas a uno y otro lado de la chimenea, hablaban en el gabinete. Una lloraba en silencio; la otra parecía consolarla.

Representaba esta más de cuarenta años, y su falta absoluta de pretensiones en nada disimulaba la sorda lima del tiempo. Un sencillo peine de concha sujetaba su abundante cabellera, blanca casi por completo, y su rica bata de paño labrado, con vueltas de terciopelo, lejos de prestar realce alguno a su persona, parecía más bien recibir ella misma del talle airoso y noble de la dama la severa elegancia de su corte y de sus pliegues.

Su rostro, algo moreno y nada correcto en sus rasgos, tenía, sin embargo, esa móvil belleza que da la expresión y viene a ser, con respecto a la fisonomía, lo que el colorido con respecto al dibujo: belleza más bien moral que física, que se escapa siempre al pincel, y constituía el principal encanto de aquella señora, dotada de cierta viveza natural que no le quitaba señorío; cierta gracia espontánea y cariñosa que, unida a un ligerísimo ceceo, acusaban su procedencia andaluza.

Era la otra mucho más joven, parecía abatida y estaba enferma; su rostro descolorido formaba un óvalo perfecto, y llamaban en él la atención los ojos, por lo dulces; la boca, por lo triste. Aquellos, grandes, azules, de mirada vaga, un poco alta, como lo es en medio del dolor la mirada de la esperanza; esta, pálida, caída por los extremos, con esa curvatura que indica el sufrimiento habitual y es el primer signo que estampa la agonía en los enfermos desahuciados y en los condenados a muerte. Traía puesto un sombrero oscuro, sin velo, un largo abrigo de piel de nutria, y escondía sus enguantadas manos en un manguito de la misma piel.

Era esta señora la marquesa de Sabadell, y la otra, en cuya casa se hallaba, era la de Villasis, su amiga íntima.

El correo de aquella mañana había traído a las dos señoras noticias importantes: la de Villasis había recibido la carta de Diógenes, y otra larga y detallada del padre Cifuentes. La marquesa de Sabadell, por su parte, encontróse al volver de misa con una carta, que hizo vibrar en un instante cuantas fibras sensibles existían en su corazón: por un momento creyó la infeliz mujer que iba a desmayarse.

Diez años se le habían pasado sin ver la letra de Jacobo, y aun antes de fijar los ojos en el sobre, ese algo certero y misterioso que en circunstancias dadas agita el corazón y fija de repente el pensamiento en un punto remoto y olvidado, le avisó de quién era la carta.

Tambaleándose entró en su alcoba, bebió con mano trémula un sorbo de agua y dejóse caer sin fuerzas en una butaca, mirando la carta que tenía en las manos, sin osar abrirla.

El pasado entero se le vino a la memoria de un golpe, como una de esas grandes olas que revientan en la playa, borrando por completo la espuma de otras menores. Sus breves días de ventura, cuando enamorada perdidamente de su esposo y creyéndose de él correspondida, habíase creído en posesión del falso objeto de la vida, que es la dicha, y se había olvidado del objeto verdadero, que es Dios, se le pusieron delante.

Esta fue su única culpa, culpa de hijos ingratos en que incurre la inmensa mayoría del linaje humano, que se olvida de Dios en la felicidad y sólo le recuerda en el llanto, porque cuadra más a su condición egoísta pedir remedios que agradecer bondades. ¡Harto lo conocía ella entonces y harto lo estaba expiando!...

Vinieron luego las pequeñas infidelidades y los pequeños desencantos, sufridos sin reproche, perdonados sin restricción, que no lograron derribar el ídolo de aquella alma enamorada, manso río sin borrascas, arpa eolia en que hasta los mugidos del huracán se transformaban en suspiros... Después vinieron las grandes ofensas, y a poco los terribles descubrimientos de vicios enormes, que brotaban como setas monstruosas bajo el aspecto de seductor de aquel esposo adorado; de inclinaciones depravadas, pasiones indómitas, costumbres disolutas e innumerables defectos, que nacían y vivían en su alma como en la carne podrida los gusanos asquerosos.

El ídolo hízose monstruoso, y la infeliz mujer quiso arrojarlo de su corazón indignada, como se arroja lo que ofende, lo que mancha, lo que deshonra; mas el alma íbasele detrás, llena de angustias y de vergüenza, porque el ídolo seguía en pie, siempre reinando en ella, y no por ser monstruoso dejaba de ser ídolo.

Llegó al fin la ruina, y tras la ruina vino luego el abandono, los largos días solitarios, esperando en vano una carta mil veces contestada antes de ser escrita, aguardando siempre la demanda de un perdón ya de antemano concedido, acostándose con la agonía de despertar... de despertar al día siguiente para hallarse de nuevo sola, ¡sola!, en la arena del combate y del dolor, preguntándose a sí misma como el infortunado Delfín de Francia a su madre María Antonieta: ¿Hoy es todavía ayer?... ¡Y el ayer era siempre hoy, el ídolo era ídolo siempre!...

Y en aquel momento, al revolver aquella carta, después de tantos años, aquel turbio oleaje de penas abrumadoras, punzantes desdenes, ofensas terribles, negras ingratitudes, lágrimas solitarias y despreciados sacrificios, veía la infeliz levantarse en su corazón el amor a su marido, vivo siempre, fuerte, avasallador, resistiendo al olvido, al desdén, al insulto, al tiempo mismo y a la ausencia misma, viviendo sin esperanzas que le mantuvieran y le dieran savia, y por eso, inmortal como el alma.

La pobre mujer tuvo miedo de sí misma, y un llanto amarguísimo brotó de su corazón a raudales. Acordóse de su hijo, cuyo ángel de la guarda era ella, encargada de defender sus intereses y su educación contra su padre mismo, y temió que aquel amor apasionado fuera en su corazón el punto flaco que la llevara a pactar con el enemigo, la planta viciosa que arrebata a cuantas la rodean los jugos de la tierra, apropiándose ella sola la savia que vivifica y da frescura y lozanía.

Había en el fondo de la alcoba un tríptico precioso sobre un reclinatorio sencillísimo, y en este se arrojó la marquesa, llorando a mares, para leer a los pies de la Virgen la carta inesperada.

Jacobo, sin preámbulos de ningún género, anunciaba a su mujer su próxima llegada, para tratar con ella de asuntos importantes, cuyo arreglo le había aconsejado el padre Cifuentes, excelente persona que había conocido en París, llenando su corazón abatido de esperanza y de consuelo...

La marquesa creyó haber leído mal aquel último párrafo de la breve carta, y tornó una y otra vez a leerlo. La hipocresía era el único vicio que jamás había observado en Jacobo, y, o aquella carta la rebosaba por todas sus letras, o Dios había hecho en él uno de sus prodigios. ¿Confortado con esperanzas y consuelos del padre Cifuentes, aquel corazón cuyo frío egoísmo le mantenía siempre fresco e insensible, como un cadáver entre témpanos de nieve?...

Absurdo era esto, pero era posible; era su oración cotidiana hacía doce años, su plegaria más ardiente, su súplica más repetida, y ¡Dios era tan bueno, tan grande, tan Padre!...

Y aunque algo duro e inflexible se alzaba en el fondo de su corazón, gritando que aquello era una farsa, una nueva vileza, la marquesa ahogaba esta voz sin darse cuenta de ello, para dejar entrar allí un rayo de sol que disipase las tinieblas de su triste abandono, para dejar que la esperanza y el deseo levantasen juntos y a su placer un bello castillo en el aire.

Sin acordarse de desayunar siquiera, ni detenerse más tiempo que el preciso para lavarse en el tocador los ojos llorosos, corrió Elvira a casa de la marquesa de Villasis, haciéndose la ilusión de que iba a buscar en el claro entendimiento y en el cariño acendrado de su amiga un consejo prudente, y yendo en realidad en busca de algo que con la autoridad de aquella pudiera robustecer y dar cuerpo a su esperanza...

La Villasis sabía muy bien a qué atenerse, porque el padre Cifuentes le daba en su carta cuenta detallada de su entrevista con Jacobo. Habíasele presentado este disimulando, bajo su arrogante petulancia, el encogimiento y la especie de miedo receloso que suelen infundir los jesuitas a las personas mundanas que sólo les conocen por las mil patrañas que en pro y en contra de ellos corren contadas o escritas.

Mas al ver delante de sí aquel hombre pequeñito, insignificante en su persona hasta la vulgaridad, llano en el decir hasta el desaliño, que jamás sacaba las manos de las mangas, como no fuera para tomar rapé en su tabaquera de cuerno, y ponía de manifiesto con deplorable frecuencia un pañuelo de hierbas insolente de puro feo, a cuadros azules y amarillos, con algunos vivitos verdes, trocóse su recelo en desprecio, y con la desdeñosa frialdad que guarda el grande orgullo para el pequeño que juzga empingorotado sobre una superioridad usurpada, manifestóle su deseo de reconciliarse con su mujer, olvidando todo lo pasado, y expresóle su voluntad de que fuera él mismo quien aconsejara a la esposa abandonada acceder a sus pretensiones.

Y entonces fue cuando Jacobo quedó convencido de que el padre Cifuentes era un infeliz, un cuitadito sin pizca alguna de mundo, como el tío Frasquito le había dicho antes.

Las manos del jesuita se hundieron más y más en lo profundo de sus mangas, y muy alborozado y satisfecho, opinó que nada había más conforme a la moral cristiana que la paz de la familia y el perdón de las injurias... Pero -y aquí apareció de nuevo la tabaquera de cuerno para suministrar a los dedos del padre Cifuentes un polvo digno del gran Federico- en cuanto a aconsejar él a la señora marquesa que accediese a las pretensiones del señor marqués, había de tener en cuenta el señor marques que la señora marquesa nada le había consultado, y que la primera condición del consejo prudente es la de ser pedido...

Jacobo abrió la boca para replicar, pero el pañuelo a cuadros azules y amarillos, con algunos vivitos verdes, salió a relucir, y el padre Cifuentes añadió que creía, tenía entendido, le parecía probable que la señora marquesa de Sabadell estaba a punto de salir de Biarritz, y que en el caso de no encontrarla, lo más prudente y oportuno para el señor marqués sería dirigirse a la señora marquesa de Villasis, persona muy su amiga, de grandes luces y mayores virtudes, para la cual se brindaba a darle una carta suplicándole que las tomase ella en el asunto.

El tío Frasquito, que con gran falta de delicadeza, hija de su deseo vehementísimo de seguir las peripecias del drama, se había constituido en testigo de la conferencia, metió entonces su cucharada, asegurando que aquello estaba muy bien pensado, que su sobrino el padre Cifuentes tenía razón hasta por encima del solideo, y que lo más derecho para su sobrino Jacobo era dirigirse desde luego a su sobrina Villasis, porque lo que esta no alcanzase de su sobrina Sabadell nadie en el mundo, fuera o no sobrino suyo, podría alcanzarlo.

Jacobo meditó un momento el plan que le proponían y pensando escribir, desde luego, a su esposa, para detener su marcha con la noticia de su ida, aceptó a todo evento la carta para la marquesa de Villasis y despidióse del padre Cifuentes, llamándole don Gregorio. En todo el transcurso de la plática había evitado con marcada afectación designarle con el nombre de Padre, llamándole siempre señor Cifuentes.

El señor Cifuentes acompañó hasta la puerta a la aristocrática pareja, con sus manos siempre metidas en las mangas, y al verla desaparecer en el coche, permitióse murmurar del sobrino de su tío y de su tío mismo, diciendo para su sotana:

-¡Exacta alegoría del mundo!... La necedad amparando al vicio.

Y sin perder un momento, púsose a escribir a la marquesa de Villasis, dándole un juicio sobre los planes de Jacobo, que coincidía por completo con el dado ya por Diógenes, suplicándole que evitase a toda costa que Elvira y su marido se viesen, a fin de que este no pudiera engañarla, y encargándole también, con grandes instancias, que ahuyentara para siempre con algún recurso de su femenil ingenio a aquel desdichado que pretendía explotar a su infeliz mujer, con grave riesgo de su inocente hijo.

Guardóse muy bien la Villasis de comunicar a Elvira estas noticias, y como el experto médico que debilita en varias dosis un brebaje demasiado fuerte, trocándolo de veneno en medicina, dispúsose a desengañar a la infeliz, poco a poco y por partes. Leyó, pues, atentamente la carta que agitaba y temblorosa le presentaba Elvira, y devolviósela sin decir palabra. Ella le interrogaba con los tristes ojos preñados de lágrimas; la Villasis dijo entonces moviendo lentamente la cabeza:

-Eres turco y no te creo...

Elvira bajó anonadada la suya, porque le pareció que aquellas palabras derrumbaban de un golpe el castillo que allá en el fondo de su corazón levantaron antes la esperanza y el deseo. Dos grandes lágrimas se desprendieron de sus ojos, mientras murmuraba tímidamente:

-¡He rezado tanto!... ¡He llorado tanto!...

-¡Es verdad!... ¡Pero ha mentido tanto!... ¡Ha rodado tanto!...

-Dios puede hacer un milagro...

-Y el hombre puede hacerlo inútil.

-Yo espero que no...

-Yo temo que sí.

-¿Pero a ti quién te lo dice?...

-¿Y a ti quién te lo asegura?

El llanto de Elvira se trocó entonces en sollozos, y como si aquella pena fuese nueva para ella, sintió en toda su plenitud la primera necesidad de todos los débiles en la desgracia: buscar unos brazos amigos en que arrojarse, un pecho leal en que esconder el rostro lleno de lágrimas...

La Villasis la recibió en los suyos, estrechándola contra su corazón, besándola en la frente, hablándola al oído, con la voz suave y cariñosa con que se habla a un niño enfermo o desolado. Ella, sollozando sin cesar, repetía:

-¿Y qué hago?... ¿Qué hago?...

-Irte.

-¿Pero adónde?...

-A Lourdes... A esperar junto a la Virgen Santísima que pase la tormenta.

-Irá allí a buscarme...

-No irá... Yo me encargo de detenerlo.

-Pero, ¿y si fuera verdad, María? -tornó a decir Elvira, aferrándose a su idea-. ¿Y si su arrepentimiento es cierto y se encuentra el pobre con que le cierro la puerta?...

-Entonces sabré yo conocerlo y te lo llevaré a Lourdes yo misma... Iremos los tres a buscarte: él, yo y tu hijo.

-¡Ay, Alfonsito!... ¡Pobre hijo de mi corazón!... ¿Y qué hago con él? ¿Me lo llevo?...

-No, déjalo en el colegio.

-¡Oh, no, no, eso no!-exclamó Elvira fuera de sí-. ¿Y si su padre va a verlo y se lo lleva y me lo quita?... ¡Hijo de mi alma!... ¡Verme yo sin él!... ¡Me muero entonces!... ¡Me muero!

Y ante esta idea que la aterraba, la infeliz mujer, abrumada por el dolor y debilidad por la inanición, sufrió un ligero desvanecimiento. Hízola la marquesa tomar una taza de caldo y una copa de vino generoso, y poco a poco logró al fin tranquilizarla.

Entonces concertaron su plan: Elvira había de partir aquella misma noche a Lourdes, acompañada de mademoiselle Carmagnac, señora muy respetable, que había sido aya de la única hija de la marquesa de Villasis. Esta dictó a Elvira una carta que había de entregar a Jacobo cuando se presentara en casa de su esposa; decíale en ella que asuntos muy urgentes le impedían esperarle en Biarritz, y que la marquesa de Villasis quedaba con amplios poderes para tratar con él toda clase de negocios, conformándose Elvira, desde luego, con lo que ambos concertaran.

A todo asentía la marquesa de Sabadell con esa especie de inercia moral que enerva la voluntad cuando en cualquier negocio de la vida se apaga la fe y muere la esperanza. Mas en las naturalezas heroicas crecen las fuerzas en la misma proporción que crece el dolor del sacrificio, y sin derramar una lágrima ni mostrarse ya acongojada ni afligida, ocupóse tan sólo de sus preparativos de marcha.

Las dos señoras almorzaron juntas en casa de la Sabadell, entregó esta a su amiga algunos papeles importantes que la Villasis quería tener a mano, por si en su conferencia con Jacobo le fueran necesarios, y marcharon después ambas a Guichon, pequeña aldehuela situada entre Bayona y Biarritz, donde los jesuitas expulsados de España por la Revolución habían abierto el colegio en que Alfonsito Téllez se educaba.

Despidióse Elvira de su hijo sin decir cuándo ni adónde iba, y el rector del colegio, que conocía a fondo todas las pesadumbres de la dama, quedó encargado de no permitir que el niño recibiese otra visita que la de la marquesa de Villasis durante la corta ausencia de su madre. Dos horas después despedíase aquella de Elvira en la estación de la Negresse, y volvía triste y preocupada a la Villa María, dando al punto orden de no recibir a nadie.

Encerróse temprano en su gabinete y pasó gran parte de la noche repasando y estudiando los papeles de Elvira, y escribiendo una especie de documentos en forma de artículos numerados. Levantóse muy de mañana al otro día, fuese a la capilla de Santa Eugenia, oyó dos misas y comulgó devotamente; la prudencia de la mujer había tirado la noche antes sus cálculos, y la fe de la cristiana iba a buscar entonces en el Sacramento la gracia divina que necesitaba para vencer en la lucha.

La mañana estaba magnífica y prometía uno de esos espléndidos días de invierno en que los miembros se desentumecen, el alma se alegra y el barómetro sube, como si quisiera descubrir a lo lejos la llegada de la primavera. A las tres de la tarde hallábase abierto de par en par el mirador de cristales del gabinete que ya conocemos, y el sol entraba a raudales, llenándolo todo de luz, de colores y de reflejos. La marquesa amaba el sol y el aire con la pasión con que los aman los pobres, y odiaba ese misterioso y coquetuelo petit jour en que se refugian las beldades trasnochadas para ocultar los estragos del tiempo. Uníanse en el jardín las carcajadas de Monina, que saltaba a la cuerda, con los mugidos del mar, que azotaba a la costa, como si en aquella naturaleza tan bella, tan en calma, tan espléndida, se armonizara lo inocente con lo terrible, el mar y el niño, la extrema debilidad y la extrema fiereza.

La Villasis, apoyada en la ventana, seguía con la vista los juegos y carreras de aquel bello ángel, que ocupaba y llenaba por completo su corazón, con ser este tan grande. Era aquella niña su nieta, hija de su única hija, muerta al darla a luz cinco años antes, y huérfana también de padre. De repente, la marquesa cerró la ventana y sentóse junto a ella, al lado del pequeño secrétaire en que solía despachar su correspondencia ordinaria. Había escuchado a lo lejos el ruido de un coche que se deslizaba sobre las enarenadas calles del parque, y a poco, un criado anunciaba en el gabinete al marqués de Sabadell.

La marquesa se santiguó vivamente no bien desapareció el lacayo, fijó un momento sus grandes y vivos ojos negros en un cuadro bellísimo de la Virgen que había en el testero, y volvióse hacia la puerta, tan risueña, tan señora y tan serena como cuando recibía en Madrid a sus amigos íntimos.




ArribaAbajo- VIII -

Para que el lector pueda comprender toda la importancia que tenía para Jacobo aquella entrevista, preciso es ponerle en aquellos antecedentes que el tiempo y la casualidad han suministrado hasta hoy, haciendo alguna luz en las tinieblas que rodean a crímenes todavía impunes y a intrigas no del todo desenredadas.

Nadie ignora que la masonería quedó triunfante en España al estallar la Revolución de 1868; pareció, sin embargo, con harta razón, a algunos caciques de la secta que no estaba aún maduro el pueblo de España para plantear la República, y resolvieron entronizar mientras tanto a un monarca constitucional que fuera entre sus manos un mero instrumento. Fue entonces elegido a este propósito el duque de Aosta, y encargáronse de ofrecerle la corona, como delegados de la secta, el general Prim y don Manuel Ruiz Zorrilla, nombrado más tarde Gran Oriente honorario del Supremo Consejo de España.

Estallaron con estas causas graves disidencias en el seno mismo de las logias, que vinieron a dar por resultado el asesinato del general Prim, mientras la comisión encargada de ofrecer oficialmente la corona de España al duque de Aosta volvía de Florencia.

Formaba parte de aquella comisión cierto personaje, hombre práctico y prudente, cuya memoria nos guardaremos bien de deshonrar, suponiéndole, sin dato alguno fidedigno que lo pruebe, afiliado a las sectas; es, sin embargo, cierto que dicho personaje tomaba caluroso partido por la política de una de aquellas fracciones, y llevaba consigo en aquel viaje, con designio misterioso, papeles de gran importancia que comprometían a muchos de los secuaces de la política contraria.

La muerte sorprendió al personaje en Génova el 11 de diciembre, e ignórase al presente por qué mano fueron a parar entonces aquellos papeles a cierta logia de Milán, que los remitió más tarde a Víctor Manuel como armas preciosas que podían muy bien afianzar en España el trono siempre vacilante de su hijo, atando de pies y manos a ciertos políticos venales, modelo en todas las épocas de deslealtad y de imprudencia.

Acertó entonces a llegar a Milán, fugitivo de Constantinopla, el marqués de Sabadell, perdido y arruinado, y presentóse en aquella logia, donde años antes le había iniciado Garibaldi. Acogiéronle los venerables como a enviado del Gran Arquitecto, y presentáronle al punto a Víctor Manuel como el hombre a propósito para llevar a España documentos e instrucciones, e imprimir a la política de don Amadeo el rumbo deseado en Italia.

El refuerzo llegó, sin embargo, tarde y ya hemos visto cómo la caída del duque de Aosta destruyó en París las cuentas galanas que no sin probable fundamento tiraba Jacobo. Viose entonces de nuevo solo y arruinado, y la necesidad, mala consejera siempre y móvil las más de las veces de empresas descabelladas, sugirióle la idea de utilizar en provecho propio el precioso depósito, y aquí comenzaron las complicaciones y los peligros, los planes trazados y abortados.

Era su idea madre poner sus preciosas armas al servicio de alfonsinos o carlistas, según tuvieran estos o aquellos más o menos probabilidades de triunfo, y para destruir por de pronto el mal efecto que en los primeros había causado su repentina presencia en París, apresuróse a propalar por medio del tío Frasquito la novelesca historia de la cadina, que tan gloriosamente justificaba su fuga de Constantinopla.

Mas érale preciso al mismo tiempo y antes que nada hacer perder la pista a los masones chasqueados, y a este propósito ideó Jacobo reconciliarse con su mujer y oscurecerse a su lado por un año, durante el cual viviría tranquilamente de las rentas de esta, garantizaría con ellas, en lo posible, el pago de sus deudas y tantearía el terreno despacio y sin ruido, hasta encontrar el mejor postor a los servicios que pensaba sacar a pública subasta.

Su reconciliación con Elvira era, por tanto, la clave del arco que había fabricado, y tratábase de colocarla en aquella entrevista. Entró, pues, en el gabinete, armado de toda su osadía, sereno, risueño y con aire de amigo que prepara a otro con su presencia una sorpresa inesperada y agradable. Al verle entrar la marquesa, tendióle la mano con grande afecto, diciendo cariñosamente:

-¡Adiós, Jacobo!... ¿Cómo te va?... Pero, ¡Dios mío! ¡Si por ti no pasa el tiempo!... Te encuentro lo mismo, lo mismo que cuando nos vimos hace cinco años en Bruselas. ¿Te acuerdas?

Jacobo apretó cordialmente entre las suyas la mano que la dama le tendía, y le contestó con no menor carino y agasajo:

-¡Ya lo creo que me acuerdo!... Los encuentros contigo no se olvidan fácilmente... Pero tú sí que te has plantado en los veinticinco años: siempre tan...

-¡Jacobo, por Dios!... Que abofeteas a la verdad por decir una galantería. ¿No me ves la cabeza?... ¡Blanca!

-¡Ca!... Eso es refinamiento de coquetería; que te empolvas el pelo, como las marquesas de la corte de Luis XV...

-Ya voy teniendo algún punto de contacto con ellas... -exclamó riendo la marquesa-. A lo menos, en lo añejo de la fecha.

Jacobo habíase sentado mientras tanto en una silla, al otro lado del pequeño secrétaire, que vino a quedar entre ambos; encontróse algún tanto embarazado después de este primer saludo, y esperando que la marquesa entrase la primera en el terreno en que uno y otro deseaban encontrarse, púsose a hablar de la afluencia de hombres políticos de todos colores que llegaban en aquellos días a Biarritz; parecía aquello la costa a que la República de España fuese arrojando los restos del naufragio de la monarquía saboyana.

La marquesa dio entonces el primer paso, diciendo con intención marcadísima:

-Sí... Parece que Biarritz es el teatro escogido para las negociaciones diplomáticas.

Hízose Jacobo el sueco y contestó con tono doctoral de hombre político:

-Dudosas se presentan... No creo que cuaje ninguna...

-¿Ninguna? -preguntó riendo la marquesa-. ¿Ni tampoco las mías?

-¡Ah, ya! ¡Eso es otra cosa! -replicó jovialmente Jacobo-. A la diplomacia de las faldas no hay quien resista. Recuerdo haberle oído a Castelar que el mundo es de las faldas y de las faldas: es decir, de las enaguas y de las sotanas.

-Pues téngaselo usted por dicho, señor de Bismarck... Porque supongo sabrás que estoy nombrada plenipotenciaria...

-Sí -replicó Jacobo-, ya me han entregado las credenciales.

Y al decir esto, puso sobre la mesita del secrétaire la carta que, dictada por la Villasis misma, le había escrito Elvira la víspera. Leyóla atentamente la marquesa, como si le fuera desconocida, y devolviósela a Jacobo, diciendo:

-Me parece que están en regla... Puede el señor Bismarck, cuando guste, exponerme la marcha de su política.

-Yo creo más correcto que el señor..

Jacobo se detuvo sonriendo, como si ignorase el nombre de su antagonista diplomático, y la marquesa le apuntó muy formalmente:

-Antonelli... Así no saldremos de faldas.

-... que monseñor Antonelli exponga antes la suya... El mundo ha sido siempre el decano del cuerpo diplomático.

-Y por lo mismo debe de hablar el último; con que cayó usted en un renuncio, señor de Bismarck... Pero no hay que apurarse por ello, que yo expondré la mía con una sinceridad impropia del oficio... Mi política es esta: «Padre nuestro que estás en los cielos... Hágase tu voluntad... Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores... No nos dejes caer en la tentación... Líbranos de mal...».

La marquesa supo dar tal inflexión a algunas de estas palabras, que su política fue perfectamente comprendida por Jacobo. Aquello de que los deudores quedaban perdonados sentóle muy bien y le llenó de esperanza.

-¡Política italiana! -dijo moviendo la cabeza-. Es la más hábil.

-Italiana no, romana -replicó vivamente la marquesa-. ¡Es la más santa!...

Jacobo creyó llegado el momento de dejar este tono humorístico, tan peculiar a los españoles hasta en los más graves asuntos, y se dispuso a entrar en materia; colocó los guantes que se había quitado sobre la mesa del secrétaire, y apoyando en ella ambos codos y dando vueltas al magnífico brillante que en uno de sus meñiques tenía, comenzó a decir mirando sus reflejos:

-Mira, María... Me alegro de tratar contigo este asunto mejor que con Elvira, porque eres una mujer de mundo y sabrás comprender mi situación y ponerte en mi caso... Elvira es un ángel... con alas de cisne; tú eres también un ángel, pero con alas de águila...

La imagen resultaba bonita, y la marquesa agradeció el cumplido con una ligera sonrisa.

-Mi situación actual -prosiguió Jacobo- puede concretarse en esta fórmula: «He corrido mucho y me he cansado pronto». Recuerdo haber leído en Confucio...

La marquesa no pudo contener la risa al oír el santo Padre que con tan pedantesca formalidad alegaba Jacobo, y corrido este algún tanto, preguntó contrariado:

-¿Te ríes?...

-No, hombre, no... Me río del autor, no de la cita... Veamos la sentencia.

-Y bien profunda que es -replicó Jacobo-: «Subía la montaña de Tam-Sam, y el reino de Sú me pareció pequeño; seguí subiendo al monte de Tai-Sam, más elevado aún, y el imperio me pareció pequeño». Así me ha sucedido a mí: mientras más alto me han elevado los eventos de mi vida, más despreciables me han parecido mis triunfos.

-Pues verdaderamente que el señor Confucio no anduvo desacertado en la parabolita -dijo la marquesa-. Pero al aplicarte tú el cuento, te las calzas al revés, amigo mío... No debes de decir subí, sino bajé, porque esos triunfos de tu vida no te han ensalzado, sino rebajado mucho... Por eso debiste decir: «Bajé al charco de Tam-Sam y la idea de la virtud la perdí de vista, me hundí en la cisterna de Tai-Sam, mucho más profunda, mucho más cenagosa, y las ideas del honor y del deber se borraron del todo...»

Esta brusca e inesperada arremetida desconcertó por completo a Jacobo, y mordiéndose los labios, dijo amargamente:

-¡Política romana, con todas sus intransigencias!...

-¡Política bismarckiana la tuya, con todas sus criminales, ¡nótalo bien!, sus criminales condescendencias!...

Jacobo bajó en silencio la cabeza, pálido de ira, y se puso a estirar sus guantes sobre la mesa; comprendió que ese tergiversado criterio moral, que disfraza con pomposos nombres ruines defectos y vicios enormes, se lo rechazaban allí por falso; que la política romana llamaba al pan pan y al vino vino, al vicio vicio, a la infamia infamia, y a las pequeñeces monstruosidades, y convencióse, por ende, de que había errado el camino, tratando de justificar el pasado. Resolvióse, pues, a cantar la palinodia por completo, y a echar mano al mismo tiempo de lo que juzgaba él su artillería de reserva.

La marquesa, por su parte, habíale acometido tan brusca y cruelmente para ensanchar el campo en que quería examinarle, y no descubrir con una confianza harto prematura y harto crédula el lazo que tendía ella al farsante con su estrategia.

-Tienes razón, María -dijo al cabo gravemente-. Pero no podrás menos de concederme que algo indica y algo merece el amor propio que se doblega hasta hacer esta confesión, y que no es caritativo ni cristiano retirar a quien quiere salir del charco la mano que puede ayudarle... El padre Cifuentes -añadió con triste sonrisa-, con ser más romano que tú, me ha concedido ambas cosas.

-¿Qué te ha dicho el padre Cifuentes?...

-Me dio para ti esta carta -contestó Jacobo entregándole una.

Leyóla también la marquesa como si le fuera desconocida, y aparentando darle un alcance que por ningún concepto tenía, dijo vivamente, con aire de satisfacción grandísima:

-Esto es ya otra cosa... El voto del padre Cifuentes es para mí decisivo, y me tienes por completo de tu parte. Expónme ahora tus deseos, claros y concretos.

«¡Castelar tenía razón!... ¡Indudable era que las sotanas partían con las faldas el imperio del mundo!...» Y mientras esto pensaba Jacobo, con cierto rabioso despecho, que le hacía aún más antipático al padre Cifuentes, púsose a trazar un plan encantador, un verdadero idilio aristocrático, mitad campestre, mitad feudal, que fue exponiendo poco a poco y por partes.

Él no tenía deseos, ni podía concebir otros que los que Elvira tuviese: él era el vencido, el perdonado, y no podía tener otras aspiraciones que obedecer en todo y por todo, y resucitar aquel tiempo lejano en que tan felices habían sido ambos, amándose tanto, tanto... Y aquí pareció Jacobo muy conmovido, y dio muestras de su erudición, trayendo a la memoria aquello de Dante:


Nessun maggior dolore
Che ricordarsi del tempo felice
Nella miseria.



y parafraseándolo con aquello otro del marqués de Santillana:


La mayor cuita que aver
Puede ningún amador,
Es membrarse del placer
En el tiempo del dolor.



La marquesa parecía encantada y también conmovida, y le instó a que, dejando a un lado honrosas delicadezas, le manifestara el plan de vida que sería su gusto entablar, supuesta, como ya podía suponerse, su reconciliación con Elvira.

Creyóse ya Jacobo con esto dueño del campo, y su vanidad inmensa le hizo sentir la satisfacción de haber sabido engañar, antes que el goce de haber logrado su objeto. Las mil frases bonitas que había leído y conservado en la memoria para matizar con ellas su pintoresca elocuencia acudieron en tropel a sus labios saliendo a borbotones. ¿Qué plan de vida podía tener él, como no fuera pasar la suya entera adorando a Elvira, con una pasión humilde, discreta, satisfecha con arder a lo lejos, como en la última grada del altar el cirio de un pobre?...

Allá en tierra de Granada tenía él un castillo antiguo, la torre de Téllez-Ponce, con terrenos de labor y montes espesísimos, donde, desengañado de la Revolución, había soñado muchas veces combatirla, realizando el ideal del grande de España antiguo, apoyado en el arado y en la espada, siendo a la vez señor y protector de la comarca, padre de sus colonos, y al mismo tiempo su caudillo... ¿Querría Elvira ayudarle en aquella obra, encerrándose con él en aquel retiro?

¡Ah, si la Grandeza entera de España, comprendiendo al fin sus intereses hiciera lo mismo, y dejando a los ricos improvisados y a los políticos de pacotilla, el lujo con sus vicios, el poder con sus truhanerías, fuese ella caritativa en los campos, mientras eran ellos usureros en la corte, diese ella su mano al pobre campesino, mientras ellos le rechazan con altanería, el pueblo, el verdadero pueblo comprendería al fin cuáles eran sus amigos sinceros, y el lodo de la política podría fermentar en la corte, producir revoluciones, lanzar sobre el país decretos inmundos!... Mas toda aquella insolencia expiraría sin fuerzas sobre la yerba de los campos, y la ola de cieno no mancharía jamás el dintel de sus iglesias y castillos, defendidos por un baluarte de caseríos.

La marquesa miraba y escuchaba a Jacobo con entusiasmo, con admiración..., con admiración tan grande y profunda, como que algo parecido a aquella hermosa perorata lo había leído ella en Veuillot hacía varios años; como que allí mismo, en el secrétaire que tenía delante, hallábase guardada entre los papeles de Elvira la escritura de venta de la torre de Téllez-Ponce, sacada a pública subasta por los acreedores de Jacobo y comprada bajo cuerda por Elvira misma, para salvar de los usureros aquel último recuerdo histórico de la familia a que pertenecía su hijo.

La bondadosa sonrisa de la marquesa no desapareció, y sin embargo, ante farsa tan innoble, y entusiasmada y conmovida, apresuróse a asegurar a Jacobo que no podía imaginar un plan más al gusto de Elvira, y que ella lo aceptaba desde luego y lo refrendaba en su nombre.

-¿No es verdad que mi idea es profunda? -exclamó Jacobo, cegado por la vanidad de orador, que era la más grande y la más mimada de todas sus vanidades.

¡Ah, muchas y tristes experiencias le había costado concebirla y desarrollarla!... Y lo que en aquel momento le hacía encontrarla más oportuna, más cara a su entendimiento y más grata a su razón, era que ella misma venía a orillar el único reparo que al intentar su reconciliación con Elvira se le había puesto delante: reparo de delicadeza, de hombre de pundonor que quiere ponerse a cubierto de las hablillas del vulgo.

Habíase enterado en París por el tío Frasquito de que Elvira había ganado un pleito de interés, que era a la sazón muy rica, y esto estuvo a punto de retraerle, porque el mundo era muy malévolo y mil lenguas murmuradoras se apresurarían a decir que no eran el desengaño y el arrepentimiento, sino el dinero de su mujer y la ruina propia los que le impulsaban a dar aquel paso... Mas retirándose a Téllez-Ponce, podían vivir con las rentas de aquella finca suya, de él propia, y conservar el caudal de Elvira intacto, para patrimonio de su hijo.

Aquella era la primera vez que en todo el transcurso de la conversación nombraba Jacobo al niño, y hacíalo para asegurar una fraudulenta impostura. La marquesa sintió que el corazón se le oprimía, oyéndole hablar de aquel arrepentimiento en que no entraba la idea de Dios; de aquel amor a su mujer en que no entraba la ternura hacia su hijo, y dulcificando con un esfuerzo de su poderosa voluntad más y más su sonrisa, y dando a su acento más marcado tinte de confianza y de cariño, dijo moviendo desdeñosamente la cabeza:

-¡Bah!... No pienses en eso...

-Sí, María, sí; hay que pensar en ello, porque lo que se cuenta de los hombres, sea o no cierto, ocupa de ordinario tanto lugar en sus vidas como lo que realmente han hecho. ¡Bien lo sé yo por experiencia propia!

-¡Obrar bien, que Dios es Dios! -dijo sentenciosamente la marquesa-. ¡Ese es mi lema!

-Y el mío también... desde hace algún tiempo. Pero no hay que perder de vista que si la virtud depende de nuestras propias acciones, la honra depende de la opinión ajena.

-Pues ya tienes en favor tuyo la de las gentes honradas... ¿Qué más quieres?...

-Nada, nada más quiero -replicó Jacobo-. Por eso, en cuanto el padre Cifuentes me lo aconsejó, cesaron al punto mis dudas.

-Y además de eso -añadió la marquesa con ingenuidad sencillísima-, tu pensamiento ha coincidido con el mío... ¡Claro está!, un hombre decente no podía pensar otra cosa; y por eso había yo previsto, para acallar tus escrúpulos, un remedio facilísimo.

-¿Cuál? -preguntó Jacobo algún tanto suspenso.

La marquesa levantó la tapa del secrétaire, y sacando el documento escrito por ella misma la noche antes, púsoselo a Jacobo ante los ojos, diciendo con su sonrisa habitual, tan franca y tan simpática:

-Con firmar este papel estamos ya del otro lado.

Jacobo comenzó a leer el documentó con algún sobresalto, y a medida que recorría sus renglones, contraíanse sus labios y tornábanse color de grana sus orejas. La marquesa fijaba en él una mirada de compasión profunda. Él, al terminar su lectura, arrojó el papel sobre la mesa, murmurando:

-¡Pero, María!... ¡Imposible!... ¡Imposible!... ¡Yo no firmo eso!...

El documento era una renuncia completa y explícita a toda intervención y a todo derecho que pudiera concederle la ley a la administración de los bienes de su mujer y al usufructo del caudal de su hijo, tan perfectamente detallada, meditada con tal prudencia, que la codicia y la rapacidad de Jacobo quedaban atadas de pies y manos con sólo poner allí la firma...

Antonelli había vencido a Bismarck; el ángel, con alas de águila, había cogido bajo el pie al demonio, con alas de murciélago.

Jacobo, herido en su vanidad, derrotado en sus planes, revolvíase furioso al verse cogido en sus propias redes, mientras la marquesa, muy sorprendida y admirada, preguntábale sin perder un punto de su aparente ingenuidad y su señoril aplomo:

-¿Pero por qué no quieres firmar?... ¿Qué encuentras en ello de malo?

-Porque..., porque..., porque firmar eso, es renunciar a mi dignidad de marido.

-¿A tu dignidad de marido?... ¿Pues no decías hace un momento que tan sólo el reparo que este papel allana te había hecho vacilar al intentar lo que intentas?

-Es que ese papel rebaja mi dignidad...

-Ese papel realza y asegura tu dignidad en la opinión pública...

-Cuando se trata del honor hay que prescindir de la opinión...

-¿Prescindir de la opinión?... ¿Pues no decías ahora mismo que lo que se dice de los hombres, sea o no cierto, ocupa de ordinario tanto lugar en su vida como lo que realmente han hecho?

-Hay casos en que el testimonio de la propia conciencia es, para el hombre de honor, suficiente:

-¡Pero hombre... de honor!... ¡Si me decías hace un momento que, aunque la virtud depende de nuestras propias acciones, la honra depende de la opinión ajena!...

Jacobo forcejeaba como el lobo cogido en la trampa para buscar una salida, y no hallándola, exclamó al fin, rompiendo el freno de las formas, último que suele romper el más inepto de los diplomáticos:

-¡Política romana con todas sus hipócritas bajezas y sus intrigas de sacristía!...

-¡Cuidado con lo que dices, Jacobo! -exclamó enérgicamente la marquesa-. ¡Mira que me autorizas a pensar que tu política bismarckiana ocultaba alguna vileza!

-¡La tuya sí que oculta una intriga en que asoma la mano del padre Cifuentes!...

-¿La mano del padre Cifuentes?... ¡Pobre padre Cifuentes!... La descubrirás tú, sin duda, desde aquella montaña de Tai-Sam a que subiste hace poco... Yo, como vivo en terreno llano, no la descubro.

Jacobo, golpeando con ambos guantes la tapa de la mesa, guardaba silencio. La marquesa le preguntó al cabo, sin perder su serena calma:

-¿Conque decididamente no firmas?

-No firmo -replicó Jacobo con ira.

-Pues conste que, si la reconciliación no se efectúa, tú tienes la culpa; que tu mujer ha cedido cuanto es posible ceder, y tú..., tú mismo, por una obcecación bien sospechosa, destruyes todo lo hecho.

-Destruyo lo que tú o ese bendito Cifuentes habéis urdido; pero yo me entenderé con Elvira...

-Es que Elvira no vendrá a Biarritz.

-Pues iré yo a buscarla.

-¿A que no vas?

-¡Pero, señor! -exclamó Jacobo exasperado-. ¿Son estas las gentes timoratas?... ¿De dónde saca mi mujer esos aires de independencia?... Nosotros no estamos separados legalmente y la ley me autoriza para reclamar cuando quiera a mi mujer y a mi hijo.

La marquesa se irguió entonces en su butaca, arrogante y amenazadora, desplegando por vez primera sus poderosas alas de águila. Con el puño cerrado dio un fuerte golpe sobre la mesa, diciendo al mismo tiempo:

-¡Inténtalo!... ¡Atrévete!... ¡Inténtalo, y en el momento en que des el primer paso, presenta ella ante esos tribunales una demanda de divorcio que te hunde por completo!...

El aspecto, la voz, el enérgico desprecio de aquel reto sobrecogieron a Jacobo por un momento; recobrando, sin embargo, bien pronto su audacia, replicó lleno de rabia:

-¡Que la presente si quiere!... ¿Dónde tiene las pruebas?...

-En su poder las tiene... Suficientes para alcanzar un divorcio: bastantes para hacer poner el capuchón... a cualquiera que lo merezca...

-¡María!

-¡Jacobo!... ¿Te habías pensado tú que por el solo hecho de ser buena había de ser tu mujer siempre mártir?... La paciencia tiene un límite que marca a veces el decoro, y ¡ay de las zorras el día en que las gallinas se cansen de ser gallinas!...

La terrible indicación de la marquesa amedrentó a Jacobo en medio de su aturdimiento y de su rabia; y quiso sondear si la existencia de aquellas pruebas era una mera amenaza.

-¡No se me asusta a mí con leones de paja! -exclamó irónicamente-. Mi conciencia me dice que esas pruebas no existen, y no creo en ellas...

-Pues a ver si tus ojos convencen a tu conciencia -replicó vivamente la marquesa.

Y abriendo de un tirón el cajoncillo del secrétaire, mostró a Jacobo, desde lejos, un paquete de cuatro o cinco cartas, diciendo:

-A fe que la letra de Rosa Peñarrón y la tuya propia son lo bastante claras para que no necesiten en los tribunales de peritos que las reconozcan.

La sangre entera de Jacobo refluyó en su rostro, y por uno de esos brutales impulsos con que, en el hombre de la naturaleza y no de la civilización se manifiesta el instinto, hizo ademán de arrancárselas a la dama. Mas esta, veloz como el rayo, abrió de un solo golpe la ventana de cristales, y echando fuera el busto entero y la mano en que tenía las cartas, gritó con gran fuerza:

-¡Monina!... ¡Que te vas a caer!... No saltes más... Mademoiselle, quite usted a la niña la cuerda...

Y volviéndose después a Jacobo, un poco pálida, pero perfectamente serena, añadió sin abandonar la ventana:

-¡Creí que se mataba!... ¡Con estos diablos de niños no se gana para sustos!

Jacobo habíase quedado aplanado en su asiento, y tartamudeó entonces:

-¿Tienes aquí a Monina?...

-¿Pues no la había de tener?... ¿Quién me separa a mí de mi niña?... ¿Tú no la conoces?... ¿Quieres verla?...

Y sin esperar respuesta, volvió a gritar desde la ventana:

-¡Mademoiselle!... Traiga usted aquí a la niña...

A poco entraba Monina seguida del aya, y corrió a echarse en el regazo de su abuela, mirando a Jacobo con esa media sonrisa de los niños mimados, acariciados por todo el mundo, que parece decir al extraño: ¿Pero no me dice usted que soy muy bonito?...

Jacobo, aturdido por completo, no le decía nada, intentando en vano adivinar por dónde habían llegado a manos de Elvira aquellas cartas, pruebas irrefragables de uno de los episodios más vergonzosos y comprometedores de su vida.

La marquesa abrazaba a su nieta como hubiera abrazado al ángel de su guardia, dando gracias a Dios desde lo íntimo de su pecho por haber dado a Jacobo el golpe de gracia con una espada de hoja de lata. Porque aquellos terribles papeles con que su presencia de espíritu y su enérgica audacia habían anonadado al farsante, eran simplemente tres o cuatro cartas de sus administradores que en el cajoncito del secrétaire estaban guardadas. El hecho vergonzoso era cierto, mas las pruebas no existían, y muerta la Peñarrón, único cómplice, dos años antes, imposible era que Jacobo descubriese ya el engaño.

El astuto Antonelli había atado para siempre a Bismarck con hilo de araña.

Jacobo, sin hacer una sola caricia a la niña, despidióse fríamente, y Monina le miró marchar, chupándose, con altivez de dama ofendida, tres dedos al mismo tiempo.

Aturdido todavía y lleno de saña, entróse precipitadamente Jacobo en el carruaje y dio orden al cochero de volver a Bayona, al Hotel de Saint Etienne, donde se había apeado la víspera. Biarritz era demasiado pequeño para permanecer oculto y evitar embarazosos encuentros con los emigrados alfonsinos y carlistas que, desde mucho tiempo antes, poblaban todos los contornos, y los hombres políticos y medrosos de todo jaez con que la caída de don Amadeo y la proclamación de la República engrosaban en aquellos mismos días el número de españoles dispersos.

El desengaño había sido cruel, y tornábase de nuevo angustiosa la situación de Jacobo al ver hundirse todas sus ilusiones, dejando tan sólo en su ánimo zozobras y rencores terribles que encendían en su corazón, contra la marquesa de Villasis y el padre Cifuentes, la rabia implacable que siente el perverso contra todo aquel en quien se ve forzado a reconocer el derecho de despreciarle.

De las heridas que el derrotado plenipotenciario de Constantinopla llevaba en el alma, ninguna escocía tanto a su vanidad, ninguna irritaba tanto su soberbia como el que fueran sus vencedores una beata y un fraile.

En el paroxismo de su furor imaginábase estrangular algún día a la taimada Villasis con el pañuelo a cuadros azules y amarillos del hipócrita Cifuentes.





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