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Clarín, Galdós y Pardo Bazán frente al teatro de José Echegaray

Librada Hernández


Furman University



El deseo de dirigir racionalmente el progreso hacia una nueva sociedad lleva a los novelistas de la Restauración a un examen detallado de los problemas nacionales. El impacto reformista nacido con la Revolución de 1868 se evidencia en el florecimiento de la novela. En ella se intenta profundizar el análisis de la situación del individuo dentro de su circunstancia y su relación con todos los elementos de la sociedad. La novela será un método de análisis a través del cual se puede exponer lo intrínseco de la sociedad representado en su mínima unidad, el individuo. Si la novela es el instrumento que lleva al examen completo del individuo, el teatro representa la síntesis de la realidad de ese individuo en un plano colectivo. La mayoría de los novelistas que forman parte del grupo restauracionista considera importante el teatro para el progreso de la sociedad y pone énfasis en su regeneración. Casi todos los escritores piensan en Émile Zola y apoyan su propuesta de acercar el teatro a la novela. Los intentos de incorporar los dos géneros dan como resultado en España un fenómeno de intercambio; se lleva el teatro a la novela y ésta se escenifica en las tablas.

Además de adoptar técnicas teatrales y de explorar en la novela realidades dramáticas, los novelistas se acercan al teatro de la época con una lupa revisionista. Los tres novelistas más distinguidos de la época, Leopoldo Alas «Clarín», Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós están de acuerdo en la imperiosa necesidad de cambiar las formas teatrales. No obstante, cada uno se acerca al género partiendo de su propia experiencia con la novela y por lo mismo asumen que el realismo es el medio apropiado para la escena. Al examinar los problemas dramáticos, los tres enfocan en la obra de José Echegaray puesto que es su teatro el de más éxito público durante la Restauración. Debido a su extensa popularidad y a su retórica basada en la espectacularidad, el teatro de este dramaturgo se ha considerado como uno que apoya la ideología establecida. Sin embargo, su teatro causa polémicas; mientras el público lo aplaude, los críticos moderados se ofuscan ante la «inmoralidad» y el «romanticismo revolucionario» y lo acusan de propagar la mentalidad liberal del 68. Tal es el caso de los tres críticos que de él se ocupan en La Ilustración Española y Americana, Peregrín García Cadena, Manuel Cañete y Eduardo Bustillo. Inclusive críticos más cultivados como Manuel Revilla lo rechazan debido a que no se ajusta a las preceptivas artísticas del «buen tono» y la «naturalidad» introducidas por Leandro Fernández de Moratín y su escuela.

Los tres novelistas antes mencionados se concentran en el teatro de Echegaray y a diferencia de los críticos moderados que lo atacaban de «inmoral» y a pesar del público que lo aplaudía como espectáculo romántico y fantasioso, se proponen buscar en él elementos que expliquen la dinámica interna de la sociedad de su época. En su afán por encontrar una orientación positiva en el teatro de su tiempo frente al anterior aceptan que en el aparatoso y espectacular teatro de Echegaray hay cabida para la nueva ideología revisionista.

A diferencia de la crítica periodística de tendencia moderantista que ve en el popular dramaturgo al corruptor del público, Clarín insiste en que su contribución a la escena española representa un paso positivo en la regeneración del teatro. Los estudiosos que se han ocupado de la obra de Clarín señalan esta atracción hacia el teatro de Echegaray como una expresión de favoritismo hacia un colega de su misma afiliación política. Roberto Sánchez apunta que no se trata sólo de un capricho por defender a un liberal, sino que la «afición» de Clarín por el neorromanticismo acusa una añoranza por un pasado que también se da en otros escritores de su tiempo:

En muchos casos este secreto regusto del romanticismo teatral escondía a fines del siglo un quedar insatisfechos con esa visión realista-naturalista de las cosas que, a fin de cuentas, ya llevaba un nuevo idealismo o simbolismo.


(1963, pág. 227)                


La constante admiración del crítico por la obra de Echegaray nos hace pensar que su teatro, aun cuando se separe de los moldes de escuelas, inclusive del positivismo, presenta una concordancia ideológica con sus coetáneos.

Con respecto al teatro como género, Clarín observa que históricamente ha reflejado y ha influido en la formación del hombre de un tiempo determinado. Siguiendo el dictum hegeliano de que el teatro florece en épocas en que la conciencia individual está muy desarrollada, trata de encontrar en el de la suya rasgos positivos que reflejen la sociedad. El crítico comparte la idea general de su época de que en relación con la novela, el teatro estaba atrasado y necesitaba ponerse al día. Este género, aún más que la novela, por estar en directa comunicación con la masa, representa un importante instrumento de renovación. Clarín apunta como rasgo distintivo del género las circunstancias especiales en que se da el fenómeno teatral: la relación y coincidencia de autor, actor, empresario y público. Indica que tiene que haber una concordancia en estos elementos porque en el arte escénico «la expresión es compuesta». No obstante, mejor que la novela, este arte puede «secundar el movimiento de la cultura porque representa la síntesis y esencia de la misma». Aunque la novela suele exponer la situación dramática del hombre, la esencia de lo dramático tiene su desarrollo ideal en el teatro. De ahí que este género ocupe un lugar primordial en su crítica literaria y que sea objeto de análisis aun dentro de su misma novela.

Clarín creía que en la sociedad moderna el hombre debía ser el punto de partida en que toda renovación se basase y afirmaba que en el teatro es el carácter, no la acción, lo más importante. Su postulado para un nuevo teatro llama la atención sobre el personaje y su relación con el medio en que se desarrolla (Sánchez, 1987, pág. 464). Para representar al hombre moderno dentro de su problemática, el dramaturgo debía servirse del método realista que en las novelas estudiaba al personaje desde varios puntos de vista. Al mismo tiempo, el crítico propone que la renovación dramática tenga como meta la eliminación del idealismo en las tablas. Sin embargo, resalta el hecho de que dadas las circunstancias especiales en que se efectúa la obra teatral, dicha reforma sólo se podía llevar a cabo por alguien que conociera el teatro y sus límites en cuanto a los medios de expresión. Para llevar el conflicto real del individuo al teatro, el dramaturgo tenía que estar al día y ser, sobre todo, poeta. Así lo expresa en su artículo «El teatro de lejos» (1893) donde afirma que el intento de llevar la novela al teatro hecho por Galdós no resulta ya que el género «necesita quien le reforme, por ejemplo, un poeta que comprenda esa necesidad y no sea novelista». Es decir, el renovador además de ser consciente de la problemática contemporánea, debe manejar el arte escénico. En su época el teatro no va por este camino. Incluso los franceses no consiguen seguir las pautas sentadas por Zola y se limitan a la imitación burda de la realidad. Las circunstancias propias para el nuevo arte dramático se habían dado sólo en los países nórdicos, donde Ibsen imperaba como verdadero hombre de teatro (1892a).

En la última mitad del siglo, en España, no existía, según Clarín, nadie que pudiera llevar a cabo la renovación. Ayala y Tamayo eran los dramaturgos más perfectos, pero no los mejores porque su teatro pretendía «oscurecer el progreso de los modernos» debido al excesivo fin moral con que querían obtener la admiración del público. De hecho el siglo XIX no había producido un teatro que representara su época. En todo el siglo no se destaca «una obra colectiva, un renacimiento nacional de la literatura dramática, en que poetas, críticos, público y ambiente social concurran a dar al espíritu español el tinte especial que le señala con esa particular tendencia del genio patrio en el siglo XVII...» (1889, pág. 78).

Echegaray es un caso aislado cuyas ideas modernas unidas al romanticismo y al teatro clásico procuran expresar la identidad nacional. Para Clarín, su talento no se amengua ante los franceses y si había faltas y exageraciones en él, su magnitud no era más significativa que la del teatro de la época. En 1881 en el ensayo «El libre examen y nuestra literatura presente» lo coloca junto a Galdós como «la representación legítima y digna de nuestra revolución literaria» ya que su teatro, al igual que la novela de Galdós, rompía moldes obsoletos y se plegaba a la ideología progresista: «Echegaray personificaba el libre vuelo de la fantasía y el libre examen en la escena...» (pág. 75). Clarín ve en Echegaray al reformador que a través de su producción traspasa las barreras establecidas por sus contemporáneos. El dramaturgo rompe con el teatro de su época e incorpora la mitología del drama de capa y espada, la brillantez y plasticidad del romanticismo y la problemática del hombre moderno para llevar al público un teatro que encarna ese período de la historia.

En los estudios que Clarín dedica a Echegaray resalta la afinidad de su dramaturgia con el teatro clásico español y el interés por los problemas contemporáneos. En su primer artículo «Mar sin orillas» (1881) acusa a la crítica de superficial:

Echegaray, hoy como el primer día de su gloriosa aparición en la escena española, es un fenómeno del teatro; merece estudio, lo exige detenido y exento de preocupaciones; la crítica se ha contentado con consagrarle conceptillos o antítesis cursis, gastadas y altisonantes, según el gusto de cada crítico.


(pág. 123)                


Clarín manifiesta entonces que el teatro de Echegaray era la mejor respuesta a la ideología moderada representada por la comedia burguesa. Su teatro tenía el valor de enfrentarse con «un público dividido entre revolucionarios, más o menos prudentes o sabios, burgueses pacíficos, cuya idea del arte les hacía alabar, ante todo, la buena intención» (pág. 123). El dramaturgo es pues el rebelde que ensancha moldes y rinde justas y merecidas batallas con un público de «buena intención» que trata de angostar el avance teatral.

En ese primer artículo Clarín examina el drama Mar sin orillas (1881) como un ejemplo en que se aplica el libre examen a la escena. En su análisis intenta probar que la obra se encamina hacia una nueva concepción del teatro que enfoca en el personaje más que en la fábula. El autor se ajusta entonces a lo que el crítico estimaba más importante en el drama:

Como el drama es la poesía plena de la humanidad, lo que interesa ante todo es la resultante de las propiedades humanas, como fuerza, en la convivencia social, influidas por el medio en que obran, y a la vez influyentes...


(pág. 134)                


La importancia de este drama reside en las escenas de gran intensidad dramática que exponen el conflicto pasional como esencial al individuo y que se manifiesta a través del personaje. Por lo mismo, el dramaturgo se acerca al teatro moderno que lleva como propósito el estudio del individuo en la sociedad. No obstante el drama no es del todo perfecto debido a que enfoca demasiado en la acción. Clarín afirma que aunque la obra no se ajuste a las normas realistas que todo teatro moderno tenía que tener en cuenta, sí acarrea el espíritu moderno en tanto que muestra conciencia del conflicto entre individuo y sociedad. Era precisamente por el desajuste del aparatoso teatro echegarayano con las reglas del teatro bien hecho de Tamayo y Ayala que los críticos moderados lo habían atacado. Clarín, contestando a los revisteros de la época, dice que «hay que atreverse a renovar, y dejemos que se atreva ese que llaman todos los gacetilleros de la villa genio desorientado» y añade que «a la larga siempre acierta el que se fía del genio» (pág. 137). Por ende considera que los errores de acción, no ofuscaban las situaciones culminantes:

Hay Mar sin orillas como eclipses de la acción que desorientan a muchos espectadores; pero el atento, no sin lamentar este notable defecto de composición, admira la belleza de la fábula, que es de gran fuerza dramática; enérgica por el interés del conflicto, el vigor y entereza de los caracteres, y aun por la sencillez de su contenido.


(pág. 124)                


En 1886 Clarín examina el drama De mala raza y responde a las observaciones de los críticos teatrales que achacan la popularidad del dramaturgo al hecho de pertenecer al grupo liberal. Según rezaba los ataques de los periodistas, el éxito de la obra había sido causado por «hombres de partido» y no por un público interesado en sus aparatosas «inmoralidades». Clarín refuta entonces esta acusación:

No hay justicia en decir que a Echegaray se le perdona todo, y a Tamayo o cualquier otro poeta que no fuese liberal no se le perdonara nada... Se necesita el valor de un Echegaray para entregar a un teatro, tal como andan ahora, una obra que exija algo más que un solo actor bueno.


(1886, págs. 62-63)                


El autor se le presenta como un verdadero rebelde al llevar a la escena un drama con tintes naturalistas, muy lejos de la comedia de salón de Ayala y Bretón y manteniendo vivo a la vez el espíritu del liberalismo de 1868. Encuentra que es digno de aplaudir tal intento, especialmente en una época en que escasean los buenos actores. Al igual que en Mar sin orillas, hay en esta obra fallos de composición interna. En ambos casos Echegaray tiende a abultar la acción y a alargarla demasiado. En total le parece una composición defectuosa y contraria a las leyes de la perspectiva teatral y ello:

hace que en parte se malogre concepción tan hermosa y tan magistralmente expresada en aquellas últimas escenas del acto segundo, que son de lo mejor que ha escrito Echegaray, y sobre todo, acaso lo más natural, lo más cercano a la verdad bella, lo más interesante por la fuerza y la exactitud con que se hace hablar a las pasiones.


(ibid., pág. 66)                


A partir de esta idea de que el teatro de Echegaray anda por buen rumbo puesto que lo único que le falta es deshacerse de la acción, Clarín analizará la obra en detalle señalando errores en escenas accesorias que no realzan al personaje central. Es en la aparición del protagonista en la escena, cuando cobra sentido la acción y el drama adquiere dimensiones de obra clásica:

Hasta que entra Vico [representando el personaje principal] el interés no se presenta. Pero entonces sí; la pasión fuerte y noble, decidida a triunfar porque se siente legítima, habla allí con el vigor hermoso y fresco, casi candoroso con que sabe Echegaray representar estos caracteres... que en suma, demuestran ser en poesía descendientes directos de aquellos héroes de los romances y de la comedia de Lope y Calderón, a pesar de las alteraciones y cambios naturales del tiempo.


(ibid., págs. 36-37)                


Entusiasmo tal es, sin duda, halagador no sólo a la concepción del personaje por parte del dramaturgo, sino que deja ver el valor escénico de un actor como Vico. En la obra el conflicto se establece una vez más entre el individuo y el mundo en que se mueve siendo aquél víctima de las reglas irracionales de la sociedad. Clarín concluye que Echegaray logra en la exposición de tal conflicto incorporar lo glorioso del teatro clásico al teatro de la época. Debido a esta convergencia del pasado en el presente la obra se acerca entonces al teatro moderno: «después de situaciones y diálogos como aquellos [...] creo a Echegaray capaz hasta de dar con esa mosca blanca que se llama el teatro contemporáneo, casi casi naturalista» (ibid., pág. 72). Aunque el crítico se adelanta a señalar ciertos errores de técnica, le interesa más advertir los aspectos positivos y en especial pone énfasis en la importancia que se da a la pasión como aspecto esencial del ser humano.

Más tarde, en 1890, Clarín insistirá que las obras de Echegaray son las únicas que se ajustan a una concepción moderna del teatro. Con motivo de la muerte de Rafael Calvo, Clarín escribe uno de sus Folletos literarios titulado Rafael Calvo y el teatro español (1890) en el que asocia al gran actor con la producción dramática contemporánea. Las obras de Echegaray, dice, sufrían a causa de que no había buenos actores en España. La época en que su obra destaca es aquella en la que coincide con dos eminentes intérpretes, Antonio Vico y Rafael Calvo. Vico, con su versatilidad y estilo realista, había enfatizado algunos aspectos positivos del dramaturgo. No obstante fue Calvo, con su acentuada declamación romántica y su medida interpretación quien lo había llevado a la fama. Como ocurre con frecuencia en la historia del teatro, el autor despierta el talento del actor y éste proporciona realce a la creación imaginativa. La combinación Echegaray-Calvo había resultado acertada:

nos ha hecho vislumbrar lo que pudo haber sido, lo que podrá ser cualquier día que Dios quiera un teatro español idealista, en que nuestro genio nacional despertara o despierte con sus cualidades nativas, sin olvidar las enseñanzas y las exigencias del tiempo, pero enlazándose a la tradición gloriosa con la sarta de perlas que el romanticismo de los García Gutiérrez y Rivas nos dejó para gloria suya y esperanza nuestra.


(1889, pág. 58)                


En la unión de Echegaray, Calvo y Vico, Clarín ve la esencia de la tradición escénica española. Juntos proporcionan al espectador «verdaderos placeres espirituales, de pura estética y de un género nacional, tan nacional como puede ser el capeo...» (ibid., pág. 60). Esta facilidad con la que el dramaturgo se ajusta a sus actores, es considerada por Clarín como esencial en la renovación de todo teatro y sugiere que si en España existiesen diferentes y mejores compañías teatrales, Echegaray sería capaz de abandonar su primer romanticismo. Esta capacidad de adaptación se hace evidente en la variedad de su obra, la cual se había ajustado siempre a las circunstancias teatrales:

Para mí hay tres Echegaray, mejor dicho, hay cuatro. Uno es el Echegaray de los dramas románticos, poéticos, legendario, casi siempre en verso, llenos de visiones y de escalofríos o temblores; el Echegaray que suele gustar al público inteligente, al de las inverosimilitudes, al que tan bien pinta Bourget, hablando de los espectadores de los estrenos de París; el Echegaray que tampoco solía gustar a Revilla: el de Mar sin orillas, digno de Shakespeare, a pedazos; el de En el seno de la muerte; éste es el Echegaray de Calvo.


(ibid., págs. 59-60)                


Dos años más tarde en 1892, Clarín volverá a aplaudir un nuevo intento de renovación escénica en las producciones del autor. Entonces califica la obra de Galdós Realidad y la de Echegaray El hijo de don Juan como «ensayos de renovación» (1973, pág. 75). Se muestra satisfecho de que Echegaray incorporase a Ibsen a las tablas españolas, aunque aclara que aquél no imita sino que coincide con el gran dramaturgo nórdico. El hecho de que el drama de Echegaray no esté a la altura del de Ibsen se debe a que el público no está preparado para una reforma similar a la de los países del norte. A la vez el crítico utiliza el argumento muy de la época de que el teatro de la época no cuaja en España porque parte de un temperamento distinto al peninsular. Dada la tardía recepción del teatro de Ibsen en Europa (según Gregerson no es hasta 1891 cuando único se puede hablar de una amplia influencia del noruego en el continente, págs. 90-95) se justifica claramente la preferencia por Echegaray como representante del modernismo teatral europeo en España:

Ibsen no fue apreciado en lo que vale ni aun con las hábiles atenuaciones y la cuidadosa aclimatación de Echegaray; Ibsen hubiera sorprendido más, tal vez impresionado más en una fiel traducción, pero el éxito total hubiera sido peor; se le hubiera gustado menos y apenas se le hubiera entendido.


(1892a)                


No se puede negar que Clarín coincide con el neorromanticismo pues muestra cierta añoranza por la grandeza dramática del período inmediato, que irrumpe en los moldes de contenidos y formas clásicas, pero que no ignora el pasado glorioso de la tradición. Esa tradición reafirma la esencia de lo nacional y por lo mismo el intento de hacer un teatro nuevo tiene que incorporar esta tradición. Dentro del teatro de su época Echegaray era el único que tendía a unificar lo nuevo y lo tradicional; aunque no llega a ser en el teatro moderno español una figura de la envergadura de Ibsen, sí tuvo éxito al romper con el moderantismo de la comedia burguesa. Por esto mismo en la crítica clariniana Echegaray es considerado innovador, no imitador; representa el impulso liberal de romper con el pasado y aliarse al futuro.

Galdós observa inteligentemente el progreso de Echegaray en relación con el espíritu de la época. En 1885, considera que el teatro está en total abandono porque no se habían superado todavía las normas gramáticas impuestas por el público de los años anteriores:

El público burgués y casero dominante en la generación última, no ha tenido poca parte en la decadencia del teatro. A él se debe el predominio de esa moral escénica, que informa las obras contemporáneas, una moral exclusivamente destinada a aderezar la literatura dramática, moral enteramente artificiosa y circunstancial, como de una sociedad que vive de ficciones y convencionalismos.


(1885b, pág. 155)                


Galdós afirma que en el público teatral los cambios de gustos generalmente ocurren muy despacio y está convencido de que la regeneración del teatro se dificulta porque el género se dirige a una masa ideológicamente aforme. La renovación dramática no puede ocurrir del todo hasta que el público cambie:

[el público] impone su gusto a autores y cómicos, y si alguna modificación beneficiosa soñáis para el porvenir, no lo intentéis sin procuraros un público nuevo, accesible a las novedades, cosa en verdad más difícil de lo que a primera vista parece,


(ibid.)                


Galdós más que nadie se da cuenta que el progreso en el teatro está directamente ligado a límites impuestos por el público. Puesto que el teatro se dirige a una multitud y no a un individuo en particular, el papel que juega el dramaturgo es esencial y aun más difícil de desempeñar que el del novelista. Aquél se encontraba entre la espada y la pared al tener que complacer a un público que bostezaba ante lo viejo y al mismo tiempo desdeñaba las formas nuevas que no comprendía. Galdós parece resignarse ante este hecho cuando acepta que la renovación teatral está subyugada por el público:

La emoción fatal, la que ha de producirse en el nivel medio de la inteligencia, no resulta las más de las veces sino con situaciones ya vistas y admiradas otra vez. Individualmente, se acepta lo nuevo. Pero la masa, la colectividad tarda bastante en aceptarlo. Es que la emoción colectiva es y será siempre un misterio. Las multitudes no vibran sino con ideas y sentimientos de fácil adquisición, con todo aquello que se saben de memoria, y se tiene ya por cosa juzgada y consagrada.


(ibid., pág. 159)                


La renovación del teatro tal y como la ve Galdós está en la reconciliación entre la nueva necesidad de cambio y las costumbres arraigadas en la masa. Con ser tan difícil, Galdós piensa que puede llevarse a cabo si alguien sabe manejar la técnica dramática. Esto sólo podía hacerlo Echegaray cuyo primer teatro había tenido el mérito de impresionar al público con técnicas y temas románticos y cuyo sabio uso de la retórica teatral le había permitido llegar hasta unos espectadores cansados de la literatura dramática neoclásica:

Pocos autores han tenido sobre las tablas éxitos tan estruendosos, tan ardientes, como don José de Echegaray; verdad que pocos han tenido en tal grado el arte de conmover y producir impresiones hondísimas.


(1885a, pág. 138)                


El intento del dramaturgo, sin embargo, no se pudo continuar porque sus imitadores carecían de habilidad «mecánico-dramática». Por lo tanto en este campo Echegaray era el único capaz de cambiar el arte escénico:

Para que el teatro entre con pie derecho en la escuela de la naturalidad es preciso que un autor de grandes alientos rompa la marcha y acometa con recursos de primer orden esta gran reforma. Echegaray, que posee la capacidad más vasta que es posible imaginar, es el llamado a marcar este camino.


(ibid., pág. 145)                


Galdós admira en Echegaray la fuerza de construcción dramática. Más que nada, advierte en algunas obras una naciente tendencia a un realismo escénico, que mostraba dotes para llevar al teatro por un nuevo rumbo. No obstante, Galdós pensaba que el aparatoso dramaturgo tenía que cambiar las convenciones escénicas y ajustarse al nuevo estilo realista:

En algunas obras de este poeta hay escenas que demuestran su aptitud para el género realista, y cuenta que lo califico así dando a la palabra la mayor amplitud posible. La experiencia se encargará de convencer al insigne dramaturgo de una verdad incontestable, y es que el drama histórico ha pasado a los libretos de ópera...


(ibid., pág. 144)                


En la actitud que el novelista toma ante la producción de Echegaray muestra una visión clara de la diferencia entre realismo novelístico y teatral. Para él, el realismo escénico está sujeto a las convenciones teatrales. Este concepto del realismo escénico lo aleja de la visión clariniana que proponía un total acercamiento a las técnicas de la novela en el teatro. Galdós parece conocer mejor al público y darse cuenta de cómo operan los cambios ideológicos en la masa. Quizás esto explique el que haya tenido más éxito en el teatro que Clarín, quien trataba de deshacer los viejos moldes. Galdós tiene conciencia de los límites formales del teatro. No quería revolucionar la forma; distinguía entre el «convencionalismo esencial y tradicional» y el «convencionalismo amanerado». Quería que se regresara al teatro de todos los tiempos y es ampliamente sabido que al llevar sus novelas al teatro las cambió para que se ajustaran a las convenciones teatrales. De hecho en algunas de sus novelas se nota una tendencia a exaltar los aspectos dramáticos de la realidad, sobre todo, en lo que al diálogo se refiere. Por lo tanto, no encuentra divorcio entre el realismo y los artificios teatrales:

no excluye este género [el realismo] la intensidad de los efectos, por el cual creemos que el gran dramaturgo se hallará en él, como en esfera propia, desde el momento en que se propusiera cultivarlo. Las grandes facultades de Echegaray lucirán más aplicadas a un género en el cual los fulgores de la invención dan realce más vivo a las líneas severas y propias de la verdad.


(ibid., pág. 145)                


No pide Galdós que se cambien las estructuras introducidas por Echegaray, sino que se usen para presentar la verdad. El novelista se dio perfecta cuenta del problema que representaba el realismo en la escena; observa que «no hay arte en que la ficción de la naturaleza esté más cohibida que en el teatro [...] Y no se comprende que en esto pueda traernos grandes innovaciones la dramática del porvenir» (1889b, pág. 155).

En esta temprana época Galdós considera a Echegaray apto para llevar a cabo un cambio teatral porque piensa en los aspectos estructurales del drama como importantes y capaces de presentar la nueva ideología realista. Cuando seis años más tarde Galdós tome la renovación del teatro por cuenta propia, todavía pensará lo mismo y echará mano de las convenciones esenciales del teatro para hacer su obra. De hecho en sus memorias habla de cómo se sentía halagado cuando Echegaray visitaba los ensayos de Realidad y La loca de la casa. Es de suponer que las novelas adaptadas para el teatro ya tenían cierta afinidad formal con la estructura dramática que admiraba en Echegaray.

Emilia Pardo Bazán considera que en la literatura el progreso se logra a través del método experimental similar al expuesto por Zola con respecto al teatro. Estudia a Echegaray en varias reseñas de Nuevo Teatro Crítico en que examina el teatro de la época. Al igual que Clarín, defiende al dramaturgo ante la crítica, sin dejar de anotar como error fundamental la «extensión»; las obras son demasiado largas para su gusto. Dentro del teatro de la época hace notar que el de Echegaray es el único con valor estético. Según su observación, su teatro es «la columna que sostiene el palacio ruinoso de nuestro drama nacional, convertido por Eguilaz en casa de tres pisos...» (1892, pág. 943). Echegaray supera a su época porque es el único caso de «supervivencia de los viejos dramaturgos». Su teatro es «profundamente castizo» y los errores que generalmente se le imputan en la prensa son los mismos que se encuentran en Lope y Calderón. Su obra representa la tradición nacional en la literatura dramática, la «reacción literaria, la tradición, no académica, sino popular» (ibid., pág. 942). El público y la crítica entonces tienen el deber de aplaudirlo y estudiarlo.

Al examinar la obra echegarayana, Pardo Bazán llega a la conclusión de que su producción pasó por dos estadios sujetos a los cambios históricos de la sociedad. La coincidencia entre la obra y las necesidades de la sociedad en un momento dado son indicios del interés del dramaturgo por los problemas de su tiempo. Aunque el público no asistía a las obras de teatro, la escritora no consideraba que la decadencia en el teatro fuera solamente endémica a España:

No tenemos aquí media docena de autores dramáticos de mérito sobresaliente; tampoco los tiene Francia, ni ninguna nación europea. No producimos aquí al año media docena de dramas o comedias notables; tampoco Francia las produce...


(ibid., pág. 1083)                


Frente a este estancamiento en el teatro europeo, Echegaray representa la única figura que moviliza al teatro español. De ahí su afán de clasificar su obra con el fin de demostrar su vigencia. Señala en este respecto dos estadios, o «maneras», marcados por la tendencia a ponerse al día con los gustos y los géneros literarios. Según la novelista, una vez que Echegaray se da cuenta de que su primera producción, la que va de 1874 a 1890, se aparta de las necesidades de la época trata de ensanchar su campo ensayando nuevos estilos: «No admitió Echegaray ni la posibilidad de rezagarse. Bien sabía él que su escuela, la de los dos decenios del setenta al noventa, atrás se había quedado...» (ibid., pág. 1083). Esta toma de conciencia se inicia en su dramaturgia a partir de la comedia satírica Un crítico incipiente (1891). Pardo Bazán cree que esta obra representa el abandono de la primera faz «súper-romántica». No es que esa época haya sido negativa para el progreso del teatro, ya que ella misma admira obras como El gran galeoto y En el seno de la muerte, sino que no tiene ya sentido propagar el romanticismo en esos años. En la sátira a la pedantería de la crítica hecha por Echegaray en la mencionada obra (tema, dicho sea de paso, constantemente tratado por la misma escritora) ve un serio intento de regeneración: «se me figura en extremo favorable para nuestro estado sanitario intelectual» (1891b, pág. 965). De hecho apunta que el traer ese tipo de comedia a las tablas sigue la tradición «experimental» de la literatura moderna y le anima a que continúe:

Siga, pues (no es consejo, ... es súplica de aficionado, de admirador, de diletante); [sic] siga haciendo comedias literarias, que tan cual es la primera, nos ha dado un rato delicioso, nos ha refrigerado y nos ha demostrado una vez más que en Echegaray existe veta, veta, veta... [sic] veta de plata nativa y malelable.


(ibid., pág. 968)                


Pero el valor de la obra reside fundamentalmente en su apartamiento de las producciones primeras. El mismo público había demostrado su complacencia por el cambio al otorgarle un fuerte aplauso. Echegaray, al darse cuenta de que su primer teatro no atrae al público, comienza su obra experimental. Va a Francia y descubre allí el drama de tesis introducido ya por Dumas fils, Los Goncourt, Sardou, Augier y otros, pero no se deja llevar totalmente por su entusiasmo y robustece su inspiración en otras figuras, Moratín, Shakespeare, Ibsen, Tolstoi. Es esta búsqueda de nuevos rumbos, lo que Pardo Bazán admira más en su obra. En sus escritos sobre el dramaturgo pondrá énfasis en el espíritu renovador y examinará con más cuidado las obras en que advierte inclinaciones de parecida tentativa.

Si el primer paso experimental explora la vena cómica con mucho acierto, el segundo va más allá, pues lo acerca a Ibsen. En El hijo de don Juan (1892) Pardo Bazán observa el interés de Echegaray por la literatura universal y su afán de volcar esa expresión cultural en el teatro de su patria. El mérito está precisamente en «el intento de buscar nuevos rumbos y tantear todos los géneros y aventurarse por todos los caminos...» (1892, pág. 1083). Aun cuando lo nuevo no se ajuste totalmente a la realidad nacional, la escritora cree que la crítica ignora los aspectos más importantes de la obra:

Salió mal el ensayo, y con notoria sin razón, en vez de limitarse a decir lisa y llanamente que esto mismo, que el ensayo había salido mal, se atacó reciamente a Echegaray por la manía de buscar rumbos nuevos y se le aconsejó que volviese a hacer El gran galeoto...


(ibid., pág. 1085)                


Al igual que Clarín, la novelista aplaudirá los intentos renovadores aun cuando no sean aceptados por el público. En este respecto coincide también con Galdós cuando insiste que la decadencia teatral está en el público: «no se hable de soñadas decadencias, si no es que se refieren a la decadencia del paladar nacional», (ibid., pág. 1084) Sic vos non vobis (1890) avanza un paso más. Esta obra representa la confirmación del progreso experimental que dejaba definitivamente atrás el primer teatro romántico y aún el ibsenismo, poco funcional en España:

Sic vos non vobis más aún que El hijo de don Juan era un síntoma del estado de conciencia de su autor, que sintiendo la opresión moral de tantos horrores, tantos conflictos, tantos pavorosos desenlaces, solicitaba ya algo idílico, plácido, sencillo...


(ibid., pág. 1085)                


La evolución de estas obras culmina con Mariana (1892), que es la cúspide del intento de regeneración; en ella Echegaray pone todo su conocimiento: «Debe de haber puesto Echegaray en Mariana sus cinco sentidos y tres potencias, y además toda la experiencia del veterano en las ideas dramáticas...» (ibid., pág. 1086). El entusiasmo por la obra del dramaturgo lleva a Pardo Bazán en varias oportunidades a la arena de la polémica cuando refuta a críticos como Fernández Villegas (Zeda), quien en La España Moderna le había sugerido que no abandonase el teatro neorromántico con el cual tanta fama había obtenido y le pedía que se apartase de Ibsen. La autora hace una lista de los errores del crítico y concluye que Mariana es la mejor obra porque representa el único teatro posible dentro de la España de la época. El teatro que se produjo con Mariana es aceptable en tanto que franquea la vía hace una versión hispánica del simbolismo centrada en las realidades del país:

Era evidente que los tiempos pedían algo que no fuese ni las burdas peladas fórmulas del naturalismo de escuela a la francesa, ni podía tampoco ser, en España por lo menos, la apocalíptica visión de los países del hielo y de la eterna sombra.


(ibid., pág. 1085)                


Al igual que Clarín, Pardo Bazán no está totalmente convencida de que la dramaturgia de Ibsen sea la apropiada para España; afirma que la adaptación de este nuevo teatro había encontrado el autor más capacitado en Echegaray. El dramaturgo representaba un paso positivo porque al experimentar con las nuevas formas no abandona lo «castizo y nacional» de la dramaturgia española donde la realidad ha existido siempre.

Es esta actitud de tolerancia hacia un colega que todavía conecta el movimiento romántico con el realista y termina coincidiendo con el simbolismo que hace de la postura de los restauracionistas una de añoranza. Clarín, Galdós y Pardo Bazán forman el bloque intelectual más importante de la Restauración. De cierto modo los tres encarnan el deseo de revitalización que trae consigo la Revolución del 68. En su intento de mejoramiento aplican a su examen las corrientes idealistas de la época. Clarín piensa que la verdadera sociedad liberal se lograría a través de la armonía entre lo tradicional y lo moderno; Pardo Bazán cree en una sociedad que tome en cuenta un espiritualismo como el de Tolstoi; Galdós piensa en incorporar lo esencial y natural del ser humano a la sociedad. El programa revisionista de estos escritores se encuentra delineado en la novela. Consideran este género como el que más se presta al examen y regeneración de la sociedad y al teatro, por ser género que depende del público, lo consideran retrasado ya que la masa no está al tanto de las innovaciones. Para estos novelistas, Echegaray es el mejor dramaturgo de la época. En él ven al rebelde liberal que se enfrenta con el teatro del antiguo régimen e impone la tradición romántica; representa al experimentador que, conociendo los límites intelectuales de su público, traspasa las fronteras de tiempo e intenta traer nuevos moldes a la escena.






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