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ArribaAbajo- XIX -

El romanticismo como teoría y escuela literaria.- Sus orígenes. Cómo se introdujo en Francia. La «Neología» de Lemercier y la «Poética» de Diderot.- La lucha entre clásicos y románticos.- Shakespeare silbado en París.- El prefacio de «Cromwell».- El romanticismo encarna principalmente en la novela.- Temas que dio la nueva escuela a la poesía lírica: religión, sentimiento de la naturaleza, humanitarismo.- La literatura fácil.- Cómo muere el romanticismo de escuela


Desde las primeras obras de Chateaubriand, el romanticismo, en Francia, era un fenómeno, si no general, de sobrada fuerza para que, de día en día, no adquiriese incremento. Poseía los dos elementos indispensables a la formación de una escuela: modelos y doctrina. La doctrina, la había formulado Madama de Staël; los modelos, los había dado Chateaubriand -sin hablar de los autores extranjeros en quienes existían los mismos precedentes.

De fuera podían venir los impulsos, y basándose en literaturas extranjeras había predicado este género de renovación literaria la Staël. Pero sería desconocer el alcance del movimiento suponer que se reducía a la importación de ideas estéticas. Era mucho más. Para Francia, era, preciso es decirlo, la desnacionalización literaria. En cambio, era la influencia universal, confirmada plenamente, dentro de un cosmopolitismo que hasta entonces no tenía ejemplo.

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Y no tenía ejemplo, porque nunca habían sido tales las circunstancias históricas. Mucho más que la Revolución, las guerras del Imperio o que del Imperio se derivan, realizaron la aproximación y fusión de los pueblos y de las razas. La guerra siempre ejerce esa función aproximadora, y también subversiva. El ejemplo de la que estamos presenciando, bien lo puede demostrar.

Por tal motivo, el movimiento romántico fue una agitación universal, no limitada a una nación sola. Registra la historia literaria algunos movimientos generales que pudieran asimilarse a éste, pero que no extendieron tanto su área de dispersión; y, además, que no se enlazaron con los fenómenos del sentimiento y de la conciencia hasta tal punto. Hubo, en los siglos XV y XVI, a favor de la invención de la imprenta y del empuje de la Reforma, una extensión del clasicismo, tenida con razón por importantísima; hubo en el siglo XVII las decadencias amaneradas, los eufuismos y conceptismos; hubo en el XVIII la retórica declamatoria revolucionaria, extendida por las logias a varios países, distaron mucho, con todo eso, tales transformaciones, de alcanzar la transcendencia que al romanticismo no puede regatearse.

Antes de las guerras de Napoleón, sin embargo, el romanticismo, ya queda dicho que existía, y su aparición, por orden cronológico, pudiera fijarse así: primero en Alemania, después en Inglaterra, luego en Rusia, Italia, después en Francia, y, por conducto de Francia, en España. He oído a eminentes profesores franceses reclamar para su nación la primacía; pero era como si la reclamásemos   —283→   nosotros; es decir, nosotros pudiéramos reclamarla con mayor derecho, dados los antecedentes románticos, no sólo históricos, sino líricos e individualistas, de nuestro teatro y de nuestra tradición en general.

Claro es que son bien antiguas las raíces del romanticismo, y es lo que quise demostrar en los primeros capítulos de esta obra; pero ahora trato del romanticismo, no como corriente constante al través de las edades, sino como manifestación poderosa, relacionada con un período especial de la historia, y con un orden de sentimiento engendrado también por la evolución propia de la edad contemporánea, que tiene en el romanticismo su pórtico y arco triunfal.

Ahora, saliendo de lo general, concretémonos al terreno de Francia, preparado ya para la transformación.

La batalla empezó el año 1818, con un folleto titulado El antirromántico. En un principio, los clásicos, representantes de la tradición nacional, eran muy superiores en número, en fuerza, en posición literaria y social. Hoy los nombramos, y sus nombres parecen borrosos; pero entonces culminaban en la república literaria Feletz, Arnault, Jouy, Baour, Lormian y otros que van olvidándose. Lo primero que caracterizaba a esta hueste de clásicos, era su culto por Voltaire, su espíritu aún enciclopedista, y el horror que les inspiraban las literaturas extranjeras. Sentían que de fuera venía a Francia la corriente romántica, y renegaban de Dante, de Shakespeare y de Calderón. La influencia de los clásicos en la Academia les permitía   —284→   animar a bastantes escritores con premios y lauros, y su mano alzada en los escasos diarios que se publicaban entonces, les hacía, en cierto modo, árbitros de la fama. El teatro lo tenían copado, por decirlo así. Lo que se representaba eran frías tragedias, obra de algún clásico, y el actor Talma estaba completamente de su parte y prestaba el realce de su genio a aquellas pálidas creaciones sin calor y sin vida.

Sin embargo, en el horizonte brillaban ya dos astros, que realmente habían anunciado el advenimiento del romanticismo: Chateaubriand y Madama Staël, y, en la sombra aún, se formaban las huestes del romanticismo batallador, e iban a surgir. Eran Lamartine, Vigny, Agustín Thierry, Rémusat, Sainte Beuve, Mignet, Thiers, y, promotor más enérgico que todos, destinado al papel de caudillo, Víctor Hugo. Al lado de los literatos se alineaban los artistas: Delacroix, Delaroche, Vernet, Ary Scheffer... Pronto lanzarían su primer grito de insurrección.

Las doctrinas, como queda dicho, venían de fuera. El libro de literatura dramática de Schlegel era el polo opuesto del Libro de literatura, de La Harpe. La Alemania, de Madama de Staël, abría vastos horizontes al gusto y a la imaginación. Se empezaba a estudiar a Shakespeare, a leer a Walter Scott, a prendarse de Byron, a sospechar la existencia del Werther, de Goethe. Osian, el falso Osian, iba a ser una moda dominadora. Napoleón mismo, a quien pudiéramos llamar el último clásico, se exaltaba con la lectura de Osian.

Un principio de libertad viene contenido en las   —285→   primeras palpitaciones románticas. Y, con la idea de libertad, la tendencia democrática.

Así como Víctor Hugo no quiso que hubiese palabras plebeyas ni palabras nobles, la escuela romántica no quiere que asunto alguno ni individuo alguno sea excluido del arte. Tal principio lo adoptará después el naturalismo, pero del romanticismo se deriva. Se comprende qué amplitud, qué riqueza de temas ofrece al arte. Pero también se adivinan los riesgos que corren el gusto y la razón con tales concesiones, sin límite ni valla.

En toda la doctrina palpitaba el ansia de innovar. Hay una sorda rebeldía en cuanto se escribe, y son nuevas hasta las palabras, muchas al menos; otras, son renovadas. Lemercier, en su Neología, truena contra la podadera académica, que ha destruido la riqueza de los arcaísmos; y hay que notar en Lemercier una afirmación, que concuerda con lo dicho en los anteriores capítulos acerca de la prosa como primer elemento del romanticismo: «La prosa, dice, es nuestra; su marcha, es libre... Nuestros verdaderos poetas, son los pro[sis]tas; que tengan osadía, y el idioma adquirirá acentos nuevos del todo».

Es el mismo Lemercier, verdadero precursor, en extremo olvidado, el que, bajo el influjo de las excitaciones de Diderot, el más excitador de todos los enciclopedistas, lanza por primera vez la idea del drama romántico, mezcla de tragedia y comedia. Y, seguramente, los románticos, poco antes del estreno de Hernani, no irán más allá que Diderot en su Poética.

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Claro es que también la renovación dramática viene de fuera para Francia. Empiezan a menudear las traducciones de los grandes autores extranjeros, como Schiller y Shakespeare. Al mismo tiempo, se traducía a Byron y Walter Scott, y los poemas del primero eran leídos en los salones, conmoviendo la juvenil fantasía de Lamartine, que por entonces no había publicado ningún verso, pero que ya había admirado profundamente a otro extranjero, el falso Osian.

Alarmaba a los clásicos este hervir de la pasión literaria, y no perdían ocasión de condenarlo explícitamente, tratándolo de cisma, de secta y de peligro para el gusto y la razón. Entonces fue cuando Stendhal, tomando la defensa de la nueva escuela, hizo el famoso paralelo entre los nombres nuevos y los nombres antiguos, entre Lamartine, Béranger, y otros semejantes, y Campenon, Droz y demás anticuados, cansados veteranos, que nunca fueron, a decir verdad, gloriosos vencedores. Y Stendhal añadía, no sin profundidad: «Todos los grandes escritores, en su tiempo, fueron románticos».

Lo entendía así, suponiendo que las obras románticas son las que, en el momento actual, pueden preferir los pueblos, mientras el clasicismo era la literatura que gustaba a nuestros antepasados. Son infinitas las objeciones que hoy pudiéramos hacer a este criterio; pero se enlaza con la conocida afirmación de que el romanticismo fue un fenómeno de juventud.

Hay un momento, en las escuelas literarias innovadoras, en que todas las conjuras y todas las   —287→   condenas de la tradición no logran atajar su impulso.

Está bastante reciente, en España, el caso de la escuela que se llamó naturalista, y que acaso, con más razón, pudiera nombrarse realista. Todas las ironías de prensa, todos los ataques fundados en la moral y en el buen gusto, entendidos al estilo académico, no impidieron que el realismo en la novela siguiese su ruta y produjese un florecimiento de obras maestras y duraderas. Y es la señal de que una escuela vence esta producción de testimonios, de lo que podemos llamar «hechos» literarios y artísticos. Los «hechos» románticos fueron numerosos y brillantes, y los «hombres» que realizaron esos hechos permanecen en primera línea en las clasificaciones literarias, hoy que su tiempo ha pasado. Y aun pudiéramos recontar otras señales de la vitalidad pujante con que aquella escuela salió a plaza: siendo la más clara y persuasiva de todas, el retoñar incesante de sus ideales estéticos y de sus consecuencias psicológicas, al través de todo el resto del siglo XIX, y en lo que va de nuestro siglo.

Se explica, por otra parte, la oposición al romanticismo, en Francia, donde el clasicismo y las reglas del buen gusto, la claridad y mesura, cualidades no muy románticas, son la característica nacional.

Desde que aparece, puede el romanticismo sufrir derrotas, suponerse eclipsado, pero si no las formas y la retórica del momento en que triunfa, sus principios y consecuencias profundas se prolongan hasta el momento en que esto escribo. Los   —288→   mismos conscientes adversarios del romanticismo están embebidos de él, y uno de los más estrepitosos, Emilio Zola, se declara enfermo de ese «cáncer».

Así como el Renacimiento trajo y consagró la edad clásica, el romanticismo es, puede decirse, el que consagra la Edad Moderna. Por eso, al estudiar la literatura contemporánea, no es dable prescindir del romanticismo, ni regatearle su importancia capital.

Como consecuencia de su carácter de universalidad, el romanticismo no aspira a encauzar el color local, y a buscar en él la poesía peculiar de las diversas comarcas. No llegaron los románticos, en esto, a la fidelidad, ni siquiera a la verosimilitud, y somos los españoles quienes más podemos atestiguarlo, pues habiendo sido España la tierra de predilección de la escuela, así en el terreno del drama como en el de la novela, el cuento y la poesía rimada, harto sabemos qué extrañas pinturas, y qué divertidas representaciones hicieron de nosotros, y cómo se parecen a los modelos españoles los bandidos de Víctor Hugo y las andaluzas de Musset. Pero retratar mal y sin semejanza, es siempre retratar, y no calcar por patrones.

Esta misma amplitud para inspirarse en todo lo de fuera, la tiene el romanticismo para la elección de modelos, que busca indistintamente en todas las clases sociales, desde el rey hasta el mendigo. Aún me parece notar en los románticos cierta predilección por las gitanas, los bandoleros y los verdugos, a los cuales miran con simpatía,   —289→   como Heine miró a aquella jovencita hija del ejecutor de la justicia, con quien tejió amores.

Víctor Hugo, el jefe de la escuela, y el que como escuela la sostuvo tantos años, galvanizándola y dando colorete a su momia, condensó esta inclinación del romanticismo hacia los «desheredados» al escribir: «Tengo cariño a la araña y a la ortiga, porque se las aborrece».

Y en este principio romántico de igualdad y fraternidad, y de amor a todo, hasta a lo repulsivo y deforme, se encierra el porvenir de este gran fenómeno literario, que, al cesar, dejó tantas huellas y tan imborrables.

No es el momento en que el siglo empieza y en que todavía la literatura llamada del Imperio se desarrolla, cuando el romanticismo se muestra militante, y se impone, no sólo como tendencia literaria, sino como fenómeno social. Hay que señalar para esta fecha los años de 1820 a 1835, que son los de la plena expansión romántica, y los de lucha y ruido, «sturm und drang», como se dijera en Alemania, en que se le combate furiosamente.

En 1824, el Director de la Academia francesa trataba de cisma y de movimiento sectario al romanticismo, porque este suele ser el papel de las Academias, que ante toda tendencia nueva se crispan y desgarran sus vestiduras, llámese la tendencia romanticismo, realismo, naturalismo o simbolismo, a reserva de que, más tarde, los representantes de esas tendencias entren en el recinto, entre contritos, confesos y satisfechos, y se les acoja con cierta mezcla de indulgencia y   —290→   ceño aún no del todo desarrugado. En el primer momento, toda novedad es heterodoxa hasta que, por la ley ineludible, es admitida, siquiera sea a regañadientes y con las salvedades que la ortodoxia exige.

En Francia, hay que reconocer que la Academia, por lo menos, al rechazar el romanticismo, podía invocar una tradición, robusta y gloriosa. Mientras, en España, lo racional es, buscando bien la entraña de la vida nacional, el romanticismo sobre todo el épico -en Francia, insistamos en esta observación, era algo exótico, pues las cualidades castizas francesas pugnan con el romanticismo. Mas no siempre ocurre que dominen las corrientes castizas en una nación.

Los clásicos, para combatir, sin discernimiento, a los románticos, invocaron el patriotismo, contra la barbarie de unos vándalos a quienes era preciso resistir por todos los medios. Reciente aún la invasión extranjera, parecía otra invasión que sometía a Francia a un yugo extranjero también. Y, combatiendo a los emigrados, como Chateaubriand y de Maistre, que entraban ahora en triunfo, dijérase que defendían la patria.

Cuando unos actores ingleses vinieron a París a representar algunas obras de Shakespeare, fueron acogidos con estrepitosa silba. -Silbaban a Shakespeare, diciendo que era un ayudante de campo de Wellington-. Y este mismo incidente pudo impulsar a los románticos a tomar por campo de batalla la escena. Siete años había de tardar aún la victoria, pues la silba a Shakespeare ocurrió en 1823, y el estreno de Hernani, en 1830.

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Se enzarzó la discusión en la Prensa, donde se verificaba un fenómeno que yo he tenido ocasión de observar aquí en las discusiones acerca del naturalismo: la Prensa liberal estaba contra las innovaciones literarias, y la Prensa conservadora, más bien en favor. En Francia, un diario, el Globo, vino ya a sostener, de un modo moderado, pero eficaz, a la nueva escuela. Casi al mismo tiempo nacían las brillantes reputaciones de tantos historiadores, poetas y filósofos, más o menos, pero siempre, tocados de romanticismo.

Son los Thierry, los Villemain, Guizot, Thiers, Mignet, Delavigne, Lamartine, Hugo, sobre todo Hugo, no porque les superase, sino porque era la levadura, el germen, el que impulsaba con toda especie de tentativas aquel movimiento. El teatro aún resistía; pero la fortaleza clásica se desmantelaba también por ese lado. Mientras Talma vivió, su arte supremo galvanizó la tragedia clásica. Pero Talma poco había de tardar en sucumbir a la enfermedad que le minaba y que trastornaba, por momentos, su razón. Falleció el excelso trágico en 1826, y en 1827 volvieron a París los actores ingleses y fueron aplaudidísimos, y con ellos, aquel bárbaro de Shakespeare, a quien los clásicos no se hartaban de ridiculizar. A fines del mismo año, Hugo lanza el manifiesto de la escuela, en el prefacio de Cromwell. Los románticos, vanamente atacados en folletos, versos, artículos y discursos de Academia y hasta en obritas teatrales, empiezan a estar muy en favor del público. Contribuye a su reciente popularidad el que la censura prohíba la representación de Marion Delorme. La política   —292→   viene en su ayuda: la revolución está en el aire que se respira: el ministerio Polignac compromete a la dinastía borbónica, y los románticos, en conjunto, son considerados adictos y partidarios del cambio que se prepara. Las estrellas están en posición oportuna, y el estreno de Hernani, con sus pintorescos episodios de peluquería, consuma la consagración de la escuela.

Ante todo, ¿qué era el romanticismo, al fin triunfante? Una renovación: en esto nadie ha puesto duda. Renovación de principios, y renovación de métodos; renovación del lenguaje y renovación de la sensibilidad. Pero estos innegables servicios y méritos, no fue en el teatro donde se demostraron: fue más bien en otros dos géneros: la novela y la poesía lírica.

En la novela, el romanticismo creó sus tipos: René, que es el mejor caracterizado; Obermann, Adolfo, Julián Sorel; el Stello, de Alfredo de Vigny, el Amaury, de Sainte Beuve; Indiana y Valentina, donde Jorge Sand quiso reflejarse como en un espejo, la señora de Mortsauf, de Balzac, o sea el poético Lirio en el valle; y, como sátira de sí propio, Emma Bovary, del impenitente romántico y precursor naturalista Flaubert. Yo diría que es sobre todo en la novela donde el romanticismo imprimió huella imborrable. La novela ha sido clasificada como elemento épico; pero su contextura se presta a todo. Caben en la novela los más diversos contenidos, cual si fuese elástico recipiente que recibe forma del líquido que lo llena. Estoy, debo advertirlo, refiriéndome al período romántico. La novela, que con el romanticismo   —293→   es, tal vez, el más expresivo testimonio, sugiere otra renovación literaria cuando aparecen el realismo y el naturalismo. Su decadencia, la señala el neorromanticismo, que es decadencia igualmente, y en el cual lo más significativo es la poesía lírica. Dentro del romanticismo, la poesía lírica no diré que deba ocupar el lugar secundario que ya irremisiblemente se ha señalado al teatro; pero sería discutible que debiese preceder a la novela. Cronológicamente, sabemos que no la precede, y que es en novelas como La nueva Eloísa, Pablo y Virginia, René, donde tenemos que buscar a los precursores románticos.

La poesía lírica, asunto del presente libro, encontró en la nueva escuela tres grandes temas que parecían, no ya olvidados, sino proscritos: la religión, el sentimiento de la naturaleza, y la humanidad. El primero lo aprendió de Chateaubriand y lo desarrolló magníficamente por medio de Lamartine; el segundo se lo había sugerido Juan Jacobo Rousseau; el tercero, contenido en tantas obras anteriores que embebió el humanitarismo de la Enciclopedia, fue una de las fuentes caudalosas de la inspiración de Hugo. A estos temas principales pudiéramos añadir otros, y la rica variedad de los temperamentos y tipos de poetas nos demostrará que algo muy sugestivo, muy removedor, existía en esa revolución literaria, que constituye una de las épocas decisivas para la historia del arte, y no del arte solamente, pues la crisis romántica dejó otras consecuencias, prolongadas hasta sabe Dios cuándo.

Estas consecuencias son lo que persiste de un   —294→   movimiento tan discutido, a veces tan mal entendido, tan difundido por el universo, tan digno de consideración por sus hondos orígenes y derivaciones considerables, y acaso ya perpetuas. Pero, como ahora hablamos del romanticismo en cuanto escuela literaria, conviene notar que, en tal aspecto, rápidamente se desmoronó. En 1830 triunfa ruidosamente Hernani, y en 1834, ya como cuerpo de doctrina estética, recibe el duro coscorrón que le administra el clásico Nisard, en su Manifiesto contra la literatura fácil, haciendo constar la evolución que empezaba a producirse en el público. «Los escritores a quienes más amenazaba este cambio no son los últimos que lo notan. Hay libros que no se venden ya».

Con burla fina, hace observar Nisard que los nombres más gloriosos de la literatura fácil comienzan a ser admirados en provincias; y cuando una reputación llega a la provincia, es que ha caído en París. De esta penetración del romanticismo en provincia nadie ha dejado un retrato más entonado y rico de pormenores que Balzac, en bastantes de sus novelas, sobre todo en la que titula Un gran hombre de provincia en París. La historia entera de Jorge Sand es resultado de la penetración del romanticismo en la provincia. Otra, bien tardía, es la fábula de Madama Bovary.

Y, ¿qué cosa es la literatura fácil? Sin duda, no es todo el romanticismo, y nadie llamará literatura fácil, por ejemplo, a los versos de Vigny, ni a algunas magníficas inspiraciones de Hugo, ni siquiera a todo lo que constituye su bagaje dramático; pero, en el romanticismo, hay mucho que   —295→   puede incluirse en el género estigmatizado por Nisard, y no lo hay sólo en las obras de los secundarios, sino también en las de los maestros más famosos.

En los dramas de Hugo está patente el resbalar por el plano inclinado de la facilidad, camino seguro de la endeblez; en los versos de Lamartine hallaremos también esa facilidad funesta, que le valió el dictado de escultor en humo; en Jorge Sand, la facilidad induce a la amplificación declamatoria; y las obras marcadas con ese sello fácil, estaban condenadas a naufragar, a ser desechadas como cosa inerte.

Resumiendo lo que ha formado el asunto de este capítulo, o sea el romanticismo como escuela literaria, es preciso reconocer que presentó muchos síntomas que anunciaban, desde el primero y más glorioso momento, la desorganización inevitable. Una época clásica puede presentar el aspecto de la unidad, y dentro de las obras más diversas, conservar la fuerza organizadora que ha presidido a su formación. Tal fue la literatura francesa en el siglo XVII, y no puede discutirse siquiera que en coherencia, vigor y sanidad, ofrece el más persuasivo ejemplo. El romanticismo no podía menos de presentarlo opuesto del todo. El principio de libertad y rebeldía lleva en sí la desorganización, y hasta la disgregación atomística; el principio de libertad, no contrastado por la ley, engendra la anarquía. Es sorprendente que, al desatarse los lazos escolásticos, al emanciparse el criterio y el sentido de cada romántico, no perdiesen el respeto a Víctor Hugo, y no renegasen en alta voz   —296→   de su autoridad, caso frecuente en los anales de las escuelas. Algunos, sin embargo, se habían distanciado ya del maestro y jerarca. Vigny, Sainte Beuve, son los primeros que me ocurre citar. Y los más ardientes admiradores de Hugo, el cual vinculaba en su persona la supervivencia de la escuela, no sancionaban ya, desde 1836, todo lo que producía aquella musa infatigable. Ni sus últimos dramas, ni sus poesías líricas, estaban exentos de señales de decadencia. «La poesía ya escasea, pero las palabras abundan», declara implacablemente Nisard. Con mayor exactitud todavía pudiera esta censura ser aplicable a Lamartine.

Cayó, pues, el romanticismo en la persona y en la labor de sus mayores corifeos, y de los principios que proclamó como escuela algunos perseveraron, entendidos acaso de otro modo y varios fueron rebatidos y pulverizados por Gautier, el mayor enemigo de la literatura fácil, el teórico de la labor obstinada, concienzuda, delicada e intensa, el dogmatizador del arte por el arte. Gautier fue quien, sin críticas acerbas, y hasta con himnos al maestro, a quien sinceramente admiraba, dio el golpe mortal al romanticismo de escuela.



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ArribaAbajo- XX -

El lirismo en la prosa es anterior al lirismo en la poesía.- Mme. de Staël precursora y definidora del romanticismo.- «Atala» y «René» de Chateaubriand. Su influencia. El «mal del siglo».- Bibliografía acerca de Chateaubriand


Antes de que ningún poeta romántico -no ignoramos que no lo fue Andrés Chénier- hubiese, no diré publicado, sino escrito una sola estrofa, habían agitado los corazones muchas de las grandes novelas románticas -las llamo grandes en el sentido de su eficacia y acción-. Corrían Werther, La Nueva Eloísa, Pablo y Virginia, Atala, René.

Y la plenitud del lirismo estaba establecida desde estas novelas. Toda la efervescencia romántica, en ellas se contenía, y aun cuando no hubiese rimado Lamartine, ni trazado un renglón desigual Víctor Hugo, puede afirmase que la profunda transformación se hallaba realizada.

Pero, ¿acaso esa prosa, en la cual se derramaba la esencia romántica, era la misma prosa que tanta gloria había dado a Francia en los siglos de oro? ¿No debemos ver en ella algo distinto, muy distinto? Yo así lo entiendo, y no puedo comparar aquella prosa viril, sobria, concisa, nervuda, de un Bossuet o de un Pascal, ni aun la sabrosísima de la Sèvigné o de Saint Simón, sazonadas con las sales de la observación y del ingenio, ni siquiera la prosa tan castiza y nacional   —298→   de Voltaire, con la prosa peculiar de los románticos.

Ante un gusto depurado, ante una crítica literaria severa, la prosa de los primeros románticos, conteniendo bellezas innegables, no es, en conjunto, defendible. Es lo que se ha llamado prosa poética, y adolece de todos los amaneramientos, hinchazones y afectaciones que acaso entonces no se advertían, porque operaba el sortilegio, pero, que, en desapasionada lectura, saltan a los ojos, y mueven a asombro, pensando cómo no vio tales defectos la generación a quien sedujeron estas producciones.

Rousseau, en su novela sentimental, en las Confesiones, dejó el modelo de la prosa poética. Los que vengan después, Lamartine en Rafac, Jorge Sand en las novelas de su primera manera no harán más que amplificar y renovar ese estilo de constante exaltación. Poco a poco, sin embargo, el verso ha de reclamar sus derechos y la prosa poética irá batiéndose en retirada. El sentimiento adoptará formas menos enfáticas; y más tersas acaso; desaparecerá el movimiento oratorio, propio de una época en que los oradores eran dueños de la multitud, y cada día se irá exigiendo más a la prosa para que, sin renunciar a sus prerrogativas, se mantenga en su terreno propio, y no usurpe el de la rima. Todo ello será, cuando el verso haya vuelto también por sus derechos, y reclamado su lugar.

Entretanto, recordemos que desde 1760, fecha de la publicación de la Nueva Eloísa, hasta 1819, en que aparecen Las meditaciones, de Lamartine,   —299→   es decir, por más de sesenta años, estando ya enseñoreado de las letras el romanticismo, al cual se le preparaban triunfos tan ruidosos, fue la prosa la que hizo todo el gasto, mientras el verso aguardaba su hora.

Nadie negará que la prosa es la que establece el romanticismo, al menos en Francia, pues en otros países no podría decirse ya rotundamente lo mismo. Podríamos aducir hechos; pero es natural que en Francia llegase el romanticismo con retraso, por ser la índole nacional no muy favorable a tal tendencia.

Francia no es, por su naturaleza, una tierra de romanticismo, exceptuada la comarca de Bretaña, donde nacen las leyendas y los mitos sentimentales. El genio de la nación está mejor representado por la literatura del siglo XVII y aun por la del XVIII, que por la del XIX, en su parte romántica. Sin embargo, esta parte romántica es fecunda, rica, compleja, más llena de facetas y de irisaciones que diamante alguno, y aunque las primeras vibraciones románticas hayan venido de fuera, a principios del siglo XIX, las etapas de la historia, las circunstancias quizá, hicieron que desde entonces Francia ejerciese, en toda Europa, una dictadura literaria que podrá discutirse, pero no puede negarse.

Francia estaba en condiciones para extender el romanticismo, después de haberlo acogido en su seno. Las guerras del Imperio la ponían en contacto con Europa entera. Los emigrados traían un contingente de ideas aprendidas en el destierro. Chateaubriand, lo sabemos, era un emigrado.   —300→   Desde el siglo XVIII, los largos viajes y navegaciones extendían el horizonte de la sensibilidad. Pablo y Virginia, Atala, son de otro hemisferio. En España entraban las huestes de Napoleón, y encontraban heroica resistencia: España invadiría a su vez, muy pronto, la imaginación, más o menos documentada, de los románticos. Ya en el período del Imperio, se encuentra una tendencia romántica, que pertenece, en gran parte, al romanticismo épico: el falso Osian hace su entrada triunfal; Madama Cottin publica novelas como Amelia de Monsfield y Malvina; y es una fecha para el romanticismo la aparición del libro de Madama de Staël sobre La literatura.

No cabe en el plan de este capítulo el examen de la labor de Madama de Staël, pero aquí es preciso recordar su papel en el advenimiento de las corrientes románticas. Madama de Staël encarna la época de transición: llamada a iniciar a su patria en el romanticismo, pertenece, por su filiación, al siglo XVIII; es verdad que de este siglo se ha fijado en lo que más prepara el romanticismo: en Juan Jacobo Rousseau, de quien es discípula ferviente.

Hay que reconocer a Madama de Staël el papel de iniciadora que le atribuye Menéndez y Pelayo: algunos de los principios fundamentales del moderno lirismo se encuentran ya enunciados en el libro de La literatura, y desde 1810 -aun cuando el libro no pudo ser del dominio público hasta tres años más tarde- reveló el mundo nuevo de las literaturas del Norte, el pensamiento y la poesía germánica. Con Madama de Staël estrena   —301→   Francia ese papel de simpatía universal e inteligente hacia todas las manifestaciones del arte y del espíritu fílosófico, que después se va preciado tanto de desempeñar.

Pertenecen a Madama de Staël las siguientes ideas, hoy generales, pues como afirma el mismo Menéndez y Pelayo, todo el mundo es plagiario de Madama de Staël, aun sin saberlo. El carácter propio de las literaturas, la rehabilitación histórica de la Edad media (período que, sin embargo, la Staël no sentía), el valor estético de Shakespeare y de los humoristas ingleses, la influencia de las costumbres y las instituciones en las letras, el interés psicológico del misticismo, la acción del espíritu caballeresco, el honor y el amor, el sentimiento de lo doloroso e incompleto del destino humano, y la distinción entre la poesía clásica y la romántica, palabra, esta última, que por primera vez fue escrita, en la lengua francesa por la Staël. Paréceme que en todo ello hay bastante materia de renovación, y si hoy sabemos todo eso de memoria, no sucedía lo mismo, sino todo lo contrario, entonces. Eran grandes novedades, mundos desconocidos.

Y uno de estos factores indicados por la Staël, dos mejor dicho -el honor caballeresco, el sentimiento de lo incompleto y doloroso del destino humano- los encontramos expresados y representados por Chateaubriand, especialmente en el episodio de René.

Con dos novelas, Atala y René, que tanto tienen de poéticas como de profundamente líricas, el individuo viene a situarse frente al mundo entero,   —302→   y a ser la norma y la ley de sí mismo, rechazando todo lo que pueda cohibir su anárquica libertad.

Especialmente en el episodio de René, está contenido todo el subjetivismo romántico. René es una de esas obras de acción, tan honda, que cuanto se diga acerca de este aspecto suyo no dará idea de la extensión de su influencia.

Dos o tres generaciones sufren el ascendiente de René, y las siguientes no están libres de él nunca, aunque no repasen sus páginas. Como se dijo de Madama de Staël, que sus ideas no han cesado de actuar en el terreno de la crítica, podemos decir que René sigue actuando en el terreno sentimental. De él proceden los innumerables enfermos de ese mal que se llamó después «el mal del siglo». En esto estriba, a su hora, la originalidad de René.

René no carece de precedentes: algunos son tan ilustres como Werther. Muy anterior en fecha a la de Chateaubriand, la obra de Goethe encierra ya el lirismo romántico perfectamente caracterizado, dieciséis años antes de la publicación de la Nueva Eloísa. Estaba reservado al genio de Goethe, vasto como el mundo, producir esa novela que señala e inicia una época literaria, y no por eso deja de concebir el poema de la Edad Moderna, el único digno de admiración entre los innumerables que se han intentado: el Fausto.

Tiene mucho de significativo que, en un momento dado, en circunstancias extraordinarias de la Historia, en una crisis de los sistemas y organizaciones sociales, aparezca un tipo especial de sensibilidad, que no se afirma en la literatura sino   —303→   porque en la realidad existe, siendo la literatura únicamente su expresión artística, su retrato y reflejo. Pensad un poco en los caracteres esenciales de otras épocas; pensad en el Renacimiento, con su fuerte y serio humanismo; pensad en el gran siglo de Francia, el XVII, y al punto notaréis el anacronismo que representaría en esas edades sanas y vigorosas, la aparición de tipos como René, Obermann, Werther, Jacobo Ortis y Adolfo, y su afirmación por medio de la literatura. Para hallar una figura análoga a la de René, tenemos que remontarnos al autor del Eclesiastés. Aquella amargura, aquel desencanto, aquel hastío, de los cuales tan magnífico ejemplar encontramos en Leopardi, son más universales, menos individualistas, que en René y su escuela; y Salomón habla a cada paso del «hombre», pero no tanto de sí mismo. Los Renés, no sólo se refieren exclusivamente a sí propios, sino que se consideran un caso aparte, en la humanidad; tal pretensión tenía Rousseau, al escribir sus Confesiones: así se lo aseguraba al «Ser supremo» del modo más categórico. ¡Nadie había sido, ni era, como él!

La aparición de lo que llamaremos el tipo de René, marca, pues, una fecha, aquella en que el individualismo adviene y el yo se afirma, reclamando todos sus derechos. Las diversas encarnaciones del personaje, al través de Childe Harold, Antony, Adolfo, Rolla, Lelia; de tantos «hijos del siglo» como van a surgir, brotan de esta raíz única: el individualismo lírico. Lo había dicho, antes que Bonald, aunque no tan concisamente,   —304→   la Staël: la literatura es la expresión de la sociedad. Y la aparición del tipo de René señala focos morbosos en la sociedad, y anuncia las perturbaciones de la moral y del derecho.

Chateaubriand expresó con una imagen impresionante lo que hay en su espíritu de enfermo, de dolorosamente orientado hacia el mal. «El corazón, en apariencia más sereno -dice en un párrafo de Atala-, es como el pozo natural de la sabana de Alachua: tranquila parece la superficie, pero si miráis hacia el fondo, veréis un gran cocodrilo, nutrido en las pacíficas aguas».

Donde este cocodrilo saca sobre el agua profunda su cabeza monstruosa, es en René.

René, es el autor mismo, en su juventud, y quién sabe si toda su vida, aun cuando en los últimos años de ésta renegase de su obra, y afirmase que, si no la hubiese escrito, no la escribiría. Es la historia, o mejor dicho, la confesión de un hombre que, hastiado de todo antes de haber gozado de nada, desencantado precozmente, huye a América, no a la América industriosa y laboriosa, sino al desierto. Y cuando, en Atala, le pregunta Chactas cuál es su historia, responde que no la tiene; que el corazón de René no cabe explicarlo.

Es extremadamente curioso ver cómo Chateaubriand, en este mismo libro, hace por boca del misionero Padre Souel, la crítica de la tendencia de su vida y de su obra, y de la literatura que nace. La severa exhortación del misionero, señala a René la medicina para los daños del ensueño y corrige su orgullo y su misantropía, fijando   —305→   la acción y el servicio de sus semejantes, como fin de la vida y medicina contra quimeras.

Pero la condición de René no se presta a aceptar tal remedio. Y no se presta, porque René se complace en su propio mal, lo considera singular y único, y alza la frente coronada de orgullo, al considerar lo excepcional de su sentir. Así nos dice, en Los Natchez: «El vacío formado en el fondo de su alma no podía llenarse. René había sido señalado por el cielo, con una condena que formaba a la vez su genio y su tortura: la presencia de René lo turbaba todo: las pasiones surgían de él y no podían volver a entrar: pesaba sobre la tierra, que pisaba impaciente y que le sufría de mala gana». Tal era el juicio de René sobre su propia psicología.

«Las señales de afecto -dice- que se le daban, le pesaban; al quererle se le causaba fatiga». «Desde el principio de mi vida -asegura- no he cesado de nutrir penas: mi existencia es de las que corrigen de la manía de existir». «El corazón de René no tiene clave: no se puede explicar». Esto lo escribe en Los Natchez, en una carta que supone dirigida por René a la salvaje Celuta. Esta carta es seguramente el documento más demostrativo del lirismo. René declara allí algunas cosas tan extravagantes, que no me decido ni a indicarlas; pero el orgullo y la vanidad más desenfrenada campean en el texto. Pretende que la mujer que ha sido una vez amada de René, no podrá ya pertenecer a otro hombre; y, volviéndose hacia el Ser supremo, exclama, en un arranque   —306→   digno de Rousseau: «Sólo tú, que me creaste, tal cual soy, puedes comprenderme».

Véase en estas declaraciones íntimas de René, la explicación de tantas y tantas manifestaciones de la sensibilidad en nuestros tiempos. Desde que Rousseau se declara singular y único, y Chateaubriand le sigue por el mismo camino, serán numerosos los que alardeen de no parecerse a nadie, y esta pretensión durará hasta el mismo instante en que esto escribo. El protagonista de una breve novelita de Unamuno que acabo de leer, tiene igual aspiración: ni se parece a nadie, ni a nadie se asemeja; y en este prurito de diferenciación y de distanciación está contenido todo el lirismo.

Los tipos líricos que procederán de René, mostrarán, querrán, como él, situarse a distancia de la humanidad, y ser de la naturaleza del águila, que anida en la soledad y en las cumbres. Cuando descienden a los valles, es para afirmar, una vez más su altiva superioridad, y para desgarrar con sus uñas cuerpos y corazones. Este mismo carácter antisocial demostró Byron, y nadie desconoce cuál fue su pugna con todo el sentimiento y los principios arraigados en su patria, ni cómo en ella se le reprobó. Y existe otra curiosa coincidencia entre Byron y Chateaubriand: el haberse acusado los dos de una pasión incestuosa, acusación que nadie osaría dirigirles si ellos no fuesen los que la delatasen, más o menos explícitamente, en sus confesiones en verso y prosa. Este sería el monstruoso cocodrilo del pozo natural de Alachua, a que Chateaubriand hace referencia, y por mucho que se condene a sí mismo   —307→   el hermano de Lucila, yo creo observar, y lo han creído muchos críticos, que a la comprobación de la anormalidad sentimental acompaña en Chateaubriand cierta vanidad, como si lo singular de sus sentires le elevase sobre los demás mortales e imprimiese una marca luciférica en su hermosa y despejada frente.

A engendrar, este modo de sentir en Chateaubriand concurrió seguramente la acción de la historia, como contribuyó a la rebeldía de Byron la hipocresía del puritanismo que le rodeaba. El desarrollo de los acontecimientos históricos trajo consigo, para el autor de René, la hipertrofia del orgullo y la invasión de la melancolía. Y no fue sólo para él, y en esto no pudo alardear de sentir cosas extraordinarias: no es derrocado un régimen, no se derrumba una sociedad, no corre a torrentes la sangre en luchas civiles y en guerras extranjeras, no son desposeídas las clases sociales de cuanto las elevaba y engrandecía, sin que, en esas clases, surjan estados de alma muy semejantes al de René y al de Chateaubriand que creó y encarnó esa misteriosa figura. La persecución y despojo de los nobles, exaltó en bastantes de ellos el orgullo, la altanería caballeresca; y Chateubriand, y Alfredo de Vigny, el de la torre de marfil, el prototipo de los distanciados, encarnaron especialmente tal modo de ser, que, más adelante, volveremos a encontrar en Barbey d'Aurevilly y bastantes personajes de sus novelas, en Villier de l'Isle Adam, y que ha reflejado aquí, guardadas todas las diferencias de latitud, el marqués de Bradomín, o sea D. Ramón del Valle Inclán. El   —308→   aristocratismo en las letras, no pudiendo proceder de Juan Jacobo, ni de la liberal Staël, que en gran parte es una hija de la revolución, procede de quien era natural que procediese: del emigrado legitimista, hijo de Bretaña, vizconde de Chateaubriand.

Y la melancolía, también había de nacer en un espíritu ulcerado por las amarguras de los tiempos adversos, e inclinado a la contemplación de lo que la Staël llamó lo incompleto del destino.

Seguro que adonde quiera que vaya el hombre, en las grandes ciudades inhospitalarias, como Londres, donde Chateaubriand emigrado había luchado con la miseria, o en los desiertos donde el indio acampa y fuma con el extranjero la pipa de la paz, lo menos malo es lo más solitario, lo que más se aparta de la civilización. Idea derivada de Rousseau, y no sólo de Rousseau, sino también de Bernardino de Saint Pierre, y aun de los enciclopedistas, que otorgaban al salvaje virtudes superiores.

En efecto, los salvajes de Chateaubriand, sus Natchez heroicos, su Chactas tan fino amador, su Atala, tan tierna y tan púdica, descienden en línea recta de los salvajes ideales, o al menos de los tipos exóticos de anteriores escritores, que preparaban los dos aspectos románticos: el exotismo y el color local. Desde luego, ambas corrientes no respondían a las exigencias de realidad que se abrieron camino en épocas posteriores; ni Chactas, ni Atala, ni los Natchez son sino, en sus sentires, tipos de civilización, aunque hablen un lenguaje pintoresco y bello, que puede remedar poéticamente la locución sentenciosa y grave de algunos   —309→   indios. A veces he discurrido por qué en España, aparte del Guatimozin de la señora Avellaneda, ha tenido tan escasa representación la novela de salvajes; y creo que será porque aquí, merced al descubrimiento y reconquista, los salvajes son un elemento puramente histórico, sobrado real. Lo cierto es que, precursor indudable de Pedro Loti, abuela la dulce Atala de Aziyadé y aun de Madama Crisantemo, Chateaubriand, en el paisaje, no desmerece de ninguno de los que en pos de él hayan venido a describir tierras desconocidas.

Sin duda hoy es mayor, más detallada, la exactitud de las descripciones; pero no gana en magnificencia a las de Chateaubriand, ni en colorido, ni en felicidad y acierto de pinceladas, ni en esa misma tinta melancólica que parece comunicación directa del espíritu, y por la cual bien se puede decir de los paisajes de Chateaubriand, que son estados de alma.

Y puesto que la hemos estudiado rápidamente según se refleja en las obras que le hicieron cabeza del romanticismo, digamos que su orgullo se transformó bastantes veces en fatuidad, sobre todo tratándose de mujeres, mejor diré, de señoras. Chateaubriand tuvo mucho de dandy; fue hombre de salón, elegante y distinguido como pocos, y consiguió una aureola que jamás rodeó las sienes de Víctor Hugo. Por eso se ha visto en él al primero de los fatales, tipo absolutamente romántico, que vino a culminar en el Antony, de Dumas. El fatal es irresistible en amor, y por no se sabe qué encanto, seducción o magia, inspira   —310→   violentísimas pasiones, causa tragedias, roba la paz y ejerce como una influencia hipnótica. Este tipo lo encontramos, como queda dicho, en René, y también en un tipo femenino, muy digno de atención, el de Veleda, predecesora de la Lelia, de Jorge Sand, que es fatal igualmente. Veleda tiene algo de maga, mucho de neurótica, y su tristeza y su altivez la sitúan por derecho propio entre los tipos marcados con el sello del carácter de su creador. Y, una vez creados estos tipos, el romanticismo ha llegado.

A Chateaubriand hay que leerle en la edición de sus Obras, en 36 volúmenes, París 1836-1839. Esta edición la revisó él mismo, con cuidado. No figuran, por consiguiente, en ella las Memorias de ultratumba, que fue publicación póstuma, en 12 volúmenes (1849).

Acerca de Chateaubriand se ha escrito mucho y con bastante penetración crítica. Todo lo de Sainte Beuve, los Retratos literarios, en que hay dos artículos sobre Chateaubriand, y los dos tomos de Chateaubriand y su grupo literario, bajo el Imperio (1860), es, si discutible en algunos puntos de vista, muy interesante y amenísimo. Debe recomendarse también Chateaubriand, su vida, obras e influencia, de Villemain, 1858; el Elogio de Chateaubriand, por H. de Bornier, 1864; la Lucila de Chateaubriand, por Anatolio France; el Cuadro de la Literatura francesa bajo el primer Imperio, por Gustavo Merlet, 1877, Chateaubriand, por Faguet, en El Siglo XIX (1887) y G. Pailhes, Chateaubriand, su mujer y sus amigos.



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ArribaAbajo- XXI -

Béranger. Su biografía; su carácter.- Qué es la canción.- La canción política.- Béranger durante la Revolución, el Imperio, la Restauración, la revolución de 1830, la Monarquía de Julio y la revolución del 48.- La canción del «Rey de Ivetot».- Las canciones de Béranger se clasifican en cinco grupos.- ¿Es Béranger un poeta?- Su popularidad.- Bibliografía


Sin duda sería exagerar la importancia del poeta de que voy a hablar decir que representó a Francia, ni aun avenirnos a que, como se dijo tantas veces, fuese el poeta nacional. En Francia hay mucho más de lo que cabe en la obra de Béranger, y es a lo sumo un aspecto del modo de ser francés el que ha representado completamente en sus poesías líricas. No ha sido de seguro el poeta nacional, pero sí el cancionero nacional por excelencia. Y la canción es cosa muy francesa, está en su tradición, sobre todo cuando es política.

Parisiense por inclinación, Béranger lo fue también por nacimiento. Nació en una de las más sucias y ruidosas calles de la ciudad, en casa de aquel sastre su abuelo, de que habla el propio Béranger, al proclamarse vilain et trés vilain, villano y muy villano por linaje. La fecha de su nacimiento fue el 19 de agosto de 1780, trece años antes de la plenitud de la Revolución.

El padre de Béranger era tenedor de libros en una tienda de ultramarinos.

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A los trece años, desde el tejado del colegio a que asistía sin estudiar palabra, vio la toma de la Bastilla. En ese colegio conoció a un viejo, Favart, que había escrito innumerables canciones, y a quien el mariscal de Sajonia llamaba el cancionero del Ejército. Poco después vio pasar, en 1879 [sic], las sangrientas cabezas de los Guardias de Corps, paseadas en picas. Grande fue su horror: mucho tiempo le pareció que seguía viendo aquellos lívidos despojos. Por su fortuna, salió de París y fue a vivir en Picardía al lado de una tía suya que se hizo cargo de él y le amparó. Aquella señora era partidaria del régimen traído por la Revolución, mientras que el padre del futuro cancionero era realista y hasta tenía sus pretensiones de nobleza y su derecho a la partícula, cosa que aquí no consideramos que tenga nada que ver con el toque de la aristocracia, pero en Francia sí. Logró por fin el padre llevarse consigo al hijo, y se fueron a París los dos. El padre se puso a negociar, mientras aguardaba la vuelta de los Borbones; pero quien por entonces volvió fue Bonaparte, de Egipto, ya casi con ínfulas imperiales, y el padre de Béranger, quebrado, sufría cárcel en completa ruina. Béranger, refugiado en una bohardilla (dans un grenier qu'on est bien á vingt ans!, dice en una de sus canciones) se dedicaba a trabajos de erudición para vivir, y rimaba ya canciones políticas y satíricas.

De quebrantada salud; con aspecto de viejo desde la edad juvenil, Béranger pudo librarse del reclutamiento, de las grandes levas que Bonaparte no escaseaba. Vivía el poeta en la miseria,   —313→   cuando, en 1804, Luciano Bonaparte le dio un empleíllo, o, más exactamente, un socorro, autorizándole a cobrar en su lugar sus dietas de académico. Y siempre protegió Luciano al que, por la lectura de algunos de sus versos, consideraba un poeta de valía. Obteniendo por fin un empleíllo, se creyó rico Béranger. Caracteriza a este hombre, en la vida, lo que resalta en su Musa: una gran sencillez, una modestia de aspiraciones verdadera. Respecto a la carrera literaria, es curioso que el mayor entusiasmo sentido fuese al aparecer El genio del cristianismo, de Chateaubriand. Llegó al extremo de que intentó Béranger volver a la fe y a las prácticas católicas; y frecuentó las iglesias y leyó asiduamente el Evangelio. No prevaleció este impulso y Béranger fue toda su vida un deísta al estilo de la Enciclopedia.

Hay otra observación que hacer sobre Béranger comparándole a Víctor Hugo y a Vigny, y aun al mismo Chateaubriand: y es que no creyó nunca ser, ni algo excepcional y fuera de la ley común, ni siquiera supuso que el poeta ejerciese un sacerdocio; lo consideró únicamente un objeto de lujo en la sociedad moderna.

Escribió Béranger muchos ensayos poéticos y hasta comedias, sin encontrar todavía la fórmula de su inspiración propia. Su protector, Luciano Bonaparte, le aconsejaba que cultivase el género serio y elevado: el temperamento de Béranger le inclinaba hacia muy otra dirección. Sentía, con más fuerza que nunca ahora, la inclinación hacia la política; la política, entonces, era un volcán en erupción constante; y Béranger, al triunfar el   —314→   Imperio, sintió la protesta de su alma republicana, y con más fuerza todavía se elevó tal protesta a la caída del Imperio y la restauración del antiguo régimen. El género favorito de Béranger se le había revelado en las reuniones de amigos, en Perona, adonde hacía viajes frecuentes, y donde algunas alegres comadres se juntaban para banquetear. Allí Béranger, a los postres, cantaba alguna de sus composiciones, y el estribillo era repetido en coro. Eran canciones epicúreas, y los convidados, a lo Rabelais, se suponían frailes de cierto regocijado convento.


Laissons dire à la Trappe:
Frères, il faut mourir!
Quand le destin nous frappe,
gaiement sachons souffrir.
Mourir va de soi même:
n'en ayons point souci.
Bien vivre, est le probléme
qu'il faut résoudre ici.



Hacia el año 1813, comenzó la reputación de Béranger a apuntarse. Sus canciones, de las cuales hacía él poco caso, iban corriendo, ya impresas en alguna antología, ya copiadas a mano; y su obra maestra, el Rey de Ivetot, empezaron a fijar la atención del público. El Rey de Ivetot era una crítica del imperialismo y de Napoleón Bonaparte: la policía siguió la pista a la subversiva cancioncilla. No llegaron a perseguir al autor, pero de entonces tuvo popularidad naciente. Corrieron también otras cancioncillas libertinas, muy a propósito para el gusto inveterado de Francia   —315→   por este género. Y como entonces había muchos salones donde se cultivaba la novedad literaria, estos salones se abrieron para Béranger, pero sin que el cancionero se aclimatase en una esfera que no era la suya, ni se adaptaba a su temperamento.

Lo temperamental en Béranger fue aquella asociación del Caveau o Bodegón, diríamos, que tan curiosos contrastes presenta con el Cenáculo romántico que vino después, y que se formó alrededor de Víctor Hugo. El Bodegón no era inspirado en el recuerdo de otro Bodegón literario y báquico, donde se reunían en el siglo XVIII no pocos poetas y muchos bebedores de añejo Borgoña y rojo Burdeos. Disuelto este antiguo Bodegón, renació varias veces, porque la idea era muy nacional. El ingreso de Béranger en el Bodegón fue la confirmación de su renombre de cancionero.

Poco después, entristece a Béranger la entrada en París de los aliados, de la cual hace una relación enojada y reveladora de ese patriotismo que fue tal vez la única pasión de su vida, y que, con razones basadas en el mejor sentido y hasta parece que en previsiones lúcidas, recomienda a todos. La Restauración, fundándose en la canción del Rey de Ivetot, creyó enemigo de los Bonapartes a Béranger, y le hizo proposiciones para atraérselo, y que cantase el restablecimiento del nuevo régimen. «Que nos den la libertad a cambio de la gloria, que hagan feliz a Francia, y los cantaré de balde», contestó el cancionero.

En 1815, publicó Béranger su primera colección de Canciones. Béranger contaba treinta y   —316→   cinco años de edad, y necesitaba luchar, no teniendo aún asegurada la subsistencia. El volumen fue bien acogido, y Luis XVIII mismo habló de él benévolamente, exclamando: «Hay que perdonar muchas cosas al autor del Rey de Ivetot». El libro hizo de Béranger el cancionero de la oposición, el Aristófanes moderno. Es seguro, no obstante, que aun cuando no se imprimiesen las canciones de Béranger y sólo corriesen manuscritas o recitadas de boca en boca, la celebridad de su autor no hubiese sido menos auténtica.

Béranger mismo dice que la canción, en otro tiempo, la canción genuinamente francesa, no había necesitado sino ingenio y alegría, y que él le comunicó intención política. Convencido del papel que podía desempeñar la canción, se consagró a ella. «Me casé con la pobre daifa», dice crudamente. La canción, en efecto, ocupaba un lugar modestísimo en el Parnaso; de ella dijo acertadamente Béranger: «Nos cuesta trabajo deshacernos de todas las aristocracias, y la de los géneros en literatura no ha cesado de reinar entre nosotros, a pesar de los poderosos esfuerzos realizados por lo que se llama la escuela romántica. El propio Rouger de Lisle se enojaba cuando llamaban a la Marsellesa canción. A las mías -añade Béranger- para alabarlas, las llamaban odas». Y el caso es que oda y canción son sinónimos. A pesar de cuanto alegue Béranger en natural defensa de su género, hay que convenir en la inferioridad de la canción, y no por ningún prejuicio aristocrático, a no ser que exista, y yo creo que sí existe, una aristocracia de la belleza. El mismo Béranger   —317→   pudiera entenderlo así, en el fondo de su conciencia poética, puesto que, célebre ya como cancionero, soñaba escribir y representar una tragedia.

En 1821, publicó el segundo volumen de sus canciones; por ello le quitaron su empleíllo, pero ya no lo necesitaba: las canciones producían dinero. Béranger fue perseguido judicialmente y procesado, por alguna de esas canciones, y sufrió prisión y multa: la popularidad adquirió gigantescas proporciones. En la cárcel, se encontró Béranger muy a gusto: Santa Pelagia era más confortable que su casa, donde hacía mucho frío y apenas tenía muebles.

Al consolidarse la reputación de Béranger, pusiéronse en relación con él los primates del romanticismo, Víctor Hugo, Alejandro Dumas, Vigny, Sainte Beuve. No había, sin embargo, nada más diverso de Béranger que esta nueva escuela que, para él, tenía el defecto de «haber transgredido el pensamiento democrático». Entendía, sin embargo, que acabarían los románticos por separarse del pasado, porque la lengua que hablaban les conduciría a las ideas de la Revolución. La profecía se realizó, en lo concerniente a Víctor Hugo; pero, aún jacobino demócrata, Victor Hugo sobrepujó bastantes codos de altura a la idea de la Enciclopedia, que representa Béranger.

Constantemente ligado con los jefes del partido liberal, Béranger contribuyó con ellos y más que muchos de ellos a los sucesos de la Revolución de julio, de 1830, que derribó a los Borbones y trajo a los Orleanes. Pero hay que decir la verdad,   —318→   y es que no le impulsó mira alguna ambiciosa. Lejos de eso, apenas triunfó la revolución, se retiró, tanto por la molestia como por la filosofía. [Al] decirle sus amigos que iban a confiarle la cartera de Instrucción pública, respondió: «Bueno; haré que mis canciones sean textos para los colegios de señoritas». Y los mismos amigos se rieron. Rehusó todo Béranger, la entrevista que quería tener con él Luis Felipe, los favores, los honores; y tampoco quiso presentar su candidatura en la Academia. «La Academia -exclamó- no es sino la antesala de la patria». Este carácter político, peste de las Academias, le alejó de la docta Institución, que pudiera tentarle por lo mismo que realzaba el carácter de sus versos, tenidos por género inferiosísimo.

A propósito de este aspecto de la vida literaria del cancionero, hay que notar que, rehusando presentarse como candidato a la Academia, declaró que esta Corporación, más bien inútil, pudiera responder a sus tradiciones y a la idea de su fundador si utilizase su fuerza resistiendo a la invasión de los elementos que desfiguran la lengua nacional; y, con tal motivo, protesta contra los que intentan resucitar los patuás o dialectos rústicos. En esto, como en todo, fue Béranger fiel a la doctrina de su madre la Revolución, y hasta de su abuela la Enciclopedia, empapadas del convencimiento de la unidad nacional a toda costa, idea en que Napoleón se inspiró también.

Después de la Revolución de febrero, en 1848, quisieron nuevamente llevar a Béranger a la vida   —319→   activa política. Rehusó en una carta que vale más que todas sus canciones, porque es un documento de sabiduría. Entre otras cosas, dice en ella: «Cuando tanta gente cree servir para todo, conviene que alguien dé el ejemplo de saber no ser nada». «Dejadme -repitió después- en mi rincón, que no es el del misántropo».

El rincón predilecto de Béranger fue una quinta llamada la Grenadière, que Balzac ha puesto en escena en una de sus novelas. Pero cambió de rincón a menudo: vivió en Tours, en Fontainebleau, en Passy. Y, siempre en el retiro, aunque muy visitado de amigos y escritores, se extinguió Béranger en 1857, a la edad de setenta y siete años, a consecuencia de una hipertrofia al corazón.

Al considerar el valor intrínseco de la obra de Béranger, es preciso reconocer que nadie bebió así en su vaso, pero que no hubo vaso más vulgar, de forma menos artística. Gran parte del prestigio de estas canciones, sin duda, fue obra de las circunstancias. Napoleón cansó a Francia a fuerza de guerras y victorias, que le costaban lo mejor de su sangre; y tenía que repercutir donde quiera la canción del Rey de Ivetot. Aquel buen Rey no pedía a sus súbditos sino una olla de vino: Napoleón les exigía a cada paso duros sacrificios de dinero, y reclutas de hombres, y era el momento en que las guerras de España y Rusia, infaustas para el Capitán del siglo, engendraban descontento profundo. En cambio, Luis XVIII ofrecía desde el destierro paz y amnistía.

Y fue entonces cuando Béranger hizo el retrato   —320→   del Rey de Ivetot, caballero en su rucio. «Había -dice la canción- cierto rey de Ivetot, de quien la historia no hace caso. Se acostaba temprano, se levantaba tarde, y dándosele un comino de la gloria, dormía tan ricamente. Su corona era un gorro de algodón, en su palacio, de techo pajizo, hacía sus cuatro comidas diarias, y para recorrer el reino, cabalgaba en un asnillo, sin más guardia ni escolta que un can». No sería gravoso a sus vasallos si no padeciese una sed inextinguible: a cada moyo de vino le cobraba de impuesto una olla; pero, ¡qué diablo! Un rey que hace felices a sus súbditos, también es justo que viva».

Y así, este pacífico rey pareció un ideal. Los liberales vieron en él la sátira del despotismo; los partidarios de la Restauración, la condenación del régimen napoleónico. Lo curioso es que Béranger, después de hacerse famoso con la apología de la paz, apenas cae Napoleón se siente inflamado de ardor bélico, y como dice un crítico graciosamente sólo sueña en aconsonantar gloria con victoria. Ni el mismo Víctor Hugo contribuyó a formar la leyenda bonapartista como el autor de Los mirmidones, La bandera vieja y los Recuerdos del Pueblo. Sobre el pedestal de la adversidad, más grandioso que el de la fortuna, el vencido de Waterloo, con su levitón gris, la mano en la solapa, empezaba a señorear la imaginación, y la literatura, que no era ajena a su caída, iba a vindicar su empresa.

No se redujo la campaña de Béranger a satirizar a Napoleón para después endiosarlo, ni a los Borbones. También sacó a relucir el herrumbroso   —321→   arsenal de Voltaire y Diderot contra la Iglesia y los jesuitas. Todos los recursos tocó el cancionero: ya estoico, ya epicúreo, ya deísta bonachón, ya impío descarnado, no sólo satirizó las creencias, sino que ridiculizó ciertas bases éticas, cristianas en su origen, pero admitidas y respetadas por los racionalistas, y en conjunto por la sociedad, que en ellas se asienta hasta involuntariamente. A la honestidad la calificó Béranger de sandez; al decoro, de hipocresía; cuantos pisaban la iglesia fueron para él detestables mojigatos; escarbó la ceniza hasta reanimar el fuego de la gruesa ironía dieciochena, y obraron en sus canciones los fermentos más insanos del enciclopedismo materialista. Tanto más necesario es reconocer este carácter en la obra de Béranger, cuanto que, personalmente, y el esbozo biográfico que queda hecho lo demuestra, era un excelente hombre, de sentimientos nobilísimos.

Dividió Sainte Beuve en cinco categorías las Canciones de Béranger. La primera, la antigua canción, tal cual la hallamos antes de él en los Colle, los Desaugiers y los Panard, regocijada, báquica, género galo, por el cual comenzó. La segunda, la canción sentimental, como el Buen viejo, El viajero, Las golondrinas; la tercera, la canción liberal y patriótica, que fue, y seguirá siendo su gran innovación, especie de oda chica que constituye su plena originalidad, y que se manifiesta en El Dios de la buena gente, La bandera vieja y otras; la cuarta, una ramificación puramente satírica, sin sensibilidad alguna, y en que ataca sin reserva con malicia, amargura y acritud,   —322→   a sus adversarios de entonces, los ministeriales, los de Loyola, y hasta al Papa y al Vaticano; y por último una rama superior que Béranger no produjo sino en sus últimos años y que ha sido como último esfuerzo de su talento: la canción balada, puramente poética y filosófica como Los bohemios, o con temperamento de socialismo, como Los contrabandistas y El viejo vagabundo.

En ninguna de estas disecciones fue Béranger, pese a los exagerados elogios de los que, como Chateaubriand, le compararon a Lafontaine y a Homero, un gran poeta, lo que por tal se entiende. Sus canciones son a menudo adocenadas y groseras, inficionadas de mal gusto y ordinariez. Su fuerza residió en su misma brevedad y agilidad, en el sonsonete del estribillo que las grabó en la retentiva y permitió cantarlas al choque de los vasos y al retintín de los cuchillos que los hieren a compás. Y así se cantaron a los postres, en las mesas de familia, en las cuchipandas de estudiantes y grisetas, en los cafés con ribetes literarios y en las tabernas y chiscones; las cantó su autor, que tenía, según confesión propia, una voz malísima, y las cantó la burguesía y también la plebe; y acaso, si se perdiesen las ediciones enteras de la obra de Béranger, se encontraría lo mejor de sus canciones archivado en la memoria de los franceses, al menos hasta no ha mucho, porque ahora Béranger se ha esfumado y se ha perdido el eco de sus canciones; aunque tenga imitadores recientes como el poeta gallego Curros Enríquez. Eran las canciones de Béranger,   —323→   realmente, un brote genuino del espíritu de la raza, eran su natural disposición prosaica y burlona, de los ideales, y más allá de Voltaire, que le dio el tono, sube hasta Rabelais y Villon, y hasta los cancioneros medioevales, como Teobaldo de Champaña y Colin Misset. Lo que se ha llamado la gauloiserie, rebosa en la canción de Béranger, y su sensibilidad peculiar es lo más diferente que se concibe de aquella sensibilidad de los románticos, que había venido a abrir tal cauce a la poesía.

Algunas veces, sin embargo, parece un precursor, no sólo de algunos temas románticos, sino de otros que el neorromanticismo decadente explotará. Tal es su canción de Los bohemios, que parece anunciar la canción de Los hampones, de Richepin, y que es una perlita.

Siendo un poeta conscientemente plebeyo y democrático, Béranger es también un ingenio lego, en toda la fuerza de la palabra. Los clásicos, que no estudió, no ejercieron influencia sobre él, especialmente al principio: su tendencia, sin embargo, no deja de ser clásica por la forma, como lo fue la de tantos enciclopedistas, a excepción de Diderot. Se advierte en él la influencia de Molière y de Lafontaine, por la sobriedad y la claridad, cualidades tan galas, y que le parecieron superiores a la elevación y la sublimidad, que tan cerca están de la hinchazón afectada.

Pero Béranger, que se coloca al nivel del pueblo, que hace del pueblo su inspirador y numen, no fue verdad lo que de él dijo un crítico: que nadie se coloca impunemente a nivel de las multitudes.   —324→   El poeta debe estar más alto, y aunque se inspire en las realidades que le rodean, las ha de idealizar y transformar, por lo cual nunca será verdaderamente popular el verdadero poeta. Y Béranger no se ha contentado con penetrar en el alma del pueblo: ha sido un adulador de las turbas, ha seguido todos los movimientos de la sensibilidad popular. Primero estuvo con el pueblo liberal; luego estuvo con el pueblo proletario y socialista, en efervescencia de revolución. Así, su popularidad no es extraña: es un fácil secreto.

Duro puede parecer este juicio, pero otros lo son más, y hay quien niega a Béranger hasta la vena popular, y al negarle las condiciones del alma popular francesa, sólo reconoce en él la expresión de lo más burgués que en las tendencias nacionales existe. No sólo es así, sino que Béranger es el más hábil adulador de las pasiones, hasta no compartiéndolas, que su filosofía es achatada e innoble, y que la bonachonería que se le ha supuesto, no se revela lo más mínimo en ese continuo atizar los rencores y los odios de clase, y en la deslealtad de sus campañas, todas injusticia.

En resumen, la obra de Béranger se ha solido juzgar así: Es un gran prosista, que ha rimado su prosa.

Difícil es llamarle poeta, ha dicho Brunetière; y esto lo hemos visto, añade el citado crítico, a la luz del lirismo romántico, donde hay más bien desbordamiento de poesía. Y Gidel, historiador de la literatura, nos dice igualmente: «Sean cualesquiera sus méritos, Béranger no corresponde a   —325→   la idea de un poeta al cual el cielo ha otorgado lo que los antiguos llamaron numen divino. A veces, en él, la expresión traiciona el pensamiento; no es nutrida, es trillada. Y nunca el fuego de la inspiración, ya oculto bajo la ceniza, ya alzándose en libre y ardiente llamarada, caldea esos versos que podemos llamar estilo Luis Felipe, aunque hayan abarcado otros diversos períodos de la historia. Por eso no es Béranger el poeta, sino el cancionero. Es lo único que quiso ser, tal vez porque comprendía que no podía ser otra cosa. Y esta única pretensión, este arte exquisito para guardar ocultas sus tentativas en géneros de categoría más alta, representan, como reiteradamente se ha dicho, una suprema habilidad. Hubo algo en que Béranger gozó de completo dominio: fue el rey de la canción. La unidad de su vida dimanó de esto: de ser cancionero y nada más. De lo mismo nació su papel político, su influencia sobre las masas, todo. Mientras la ambición de Víctor Hugo le impulsó hacia todos los géneros, Béranger se encerró en su huerto, bajo la viña, copa en mano. Y hubo un momento en que nadie logró más fama que él».

De las Canciones de Béranger hay múltiples ediciones. Yo poseo una en un tomo, muy bonita, con grabados. Para conocerle, consúltese su Biografía (París, Garnier Hermanos), sin fecha, costumbre mala de los editores, que creen así asegurar eterna juventud a los libros que publican, pero que perjudica no poco a las investigaciones bibliográficas. Sobre Béranger se ha escrito mucho, pero no lo que puede llamarse crítica especial.



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ArribaAbajo- XXII -

El lirismo en el drama romántico.- La palabra «romanticismo» según Víctor Hugo.- Atisbos certeros de Madama de Staël.- La lucha entre clásicos y románticos.- La Academia, baluarte del clasicismo.- «Los Templarios», de Raynouard.- El «Cristóbal Colón», de Lemercier.- El «Hernani».- El teatro de Dumas padre «La corte de Enrique III», «Antony».- Paralelo entre Víctor Hugo y Dumas, por Larra.- Rehabilitación literaria de Alejandro Dumas.- Bibliografía


Empezaré por decir que lo más genuinamente romántico de escuela, es el drama.

Es habitual que a propósito del drama, más que de la novela, se tomen en cuenta los caracteres especiales del romanticismo, y se defina tal palabra, en su sentido escolástico. El lirismo existió en las letras francesas, como recordaremos, desde sus orígenes, en sus leyendas, en los primeros balbuceos documentales del idioma ya formado; no es la tendencia nacional genuina, ni mucho menos, pero es una gran corriente que persiste aún a través del Renacimiento, la época que pudiera serle menos favorable; y ya en los siglos XVII y XVIII prepara el advenimiento del período romántico. El lirismo existía, repleto; pero con el romanticismo, se desborda. Por medio del romanticismo, venido del Norte, mina y destruye los cimientos del ideal clásico, y en la constitución del romanticismo como escuela compacta y briosa y llena de fuego innovador, encuentra   —328→   armas y medios para completar esa ruina del clasicismo, definitiva en cierto modo.

El romanticismo de época y de escuela no aparece con tales caracteres hasta lo que suele llamarse el período de insurrección, cuya fecha suelen fijar en el estreno de Hernani.

Hay una circunstancia extraña en el romanticismo de escuela: sus iniciadores reniegan de él, empezando por Chateaubriand, que jamás quiso reconocer tal descendencia. Lo mismo sucedió con Lemercier, que al oír que de él descendían los románticos declaraba que los tenía por incluseros. Es una de las señales de la hostilidad que acogía, en tantos círculos, a la nueva escuela, la cual nunca dejó de necesitar combates para obtener efímeras victorias.

¿Qué más? Hasta Víctor Hugo, el jefe y cabeza visible de ella, no quiere aceptar sus responsabilidades. Es él quien ha escrito: «Esta palabra de romanticismo tiene, como toda palabra de combate, la ventaja de resumir con viveza un grupo de ideas; es rápida cosa que conviene para la lucha; pero yo le encuentro, por su sentido militante, el inconveniente de parecer que limita el movimiento que representa a un hecho bélico, cuando es un hecho de inteligencia, un hecho de civilización, un hecho de alma, y por eso, quien traza estas líneas no ha empleado jamás las palabras romanticismo y romántico; no se encontrarán aceptadas en ninguna de las páginas de crítica que ha podido escribir».

Y era acertadísima la autocrítica de Víctor Hugo. El romanticismo no podía encerrarse en   —329→   tan estrechos límites, y la mejor prueba de su alcance y extensión, como hecho de alma, es la variedad y complejidad de sentidos en que la palabra ha sido entendida.

Estos variados sentidos y acepciones de la palabra, tienen de común un movimiento de libertad y rebeldía; pero, al referirse al romanticismo de escuela, también un sentido de innovación, un proceso crítico contra la literatura del siglo XVII, que sobrevivía, ya quebrantada, en los últimos clásicos de escuela.

Madama de Staël, cuyo nombre, en este período, tiene que venir con frecuencia a los labios, la que primero escribió en Francia el vocablo romanticismo, había visto el problema con un instinto de orden y conciliación que era una de las formas de su entendimiento sereno y firme.

En su libro De Alemania, había observado que la literatura francesa necesitaba savia extranjera para renovarse, y que la renovación había comenzado ya, con Rousseau, Chateaubriand y Bernardino de Saint Pierre. Con singular acierto -pues lo muy sabido hoy era nuevo entonces- estableció la diferencia entre la poesía clásica y la romántica, atribuyendo la primera al paganismo, al cristianismo la segunda. Notó también -¿qué no habrá notado?- cómo la nación francesa se ha inclinado siempre a la poesía clásica, mientras las del Norte prefirieron la romántica y caballeresca.

Y, al tratar del arte dramático, es cuando Madama de Staël parece profetisa. Sus observaciones acerca de la diferencia entre el teatro francés y el alemán, y su examen del valor de las   —330→   reglas y unidades, anuncian ya la polémica que hasta mucho más tarde no se ha de empeñar. Con razón se ha llamado al estudio de Madama de Staël, el programa, por adelantado, del romanticismo.

Por todas partes, sordamente, el bello edificio clásico recibe golpes de piqueta. Y dije sordamente, y pudiera decir abiertamente, si recuerdo la campaña violenta de Lemercier (el que había de llamar incluseros a los románticos). Lemercier es un revolucionario y profesa, acerca del arte dramático, ideas que han de fructificar. Al teatro clásico prefiere los antiguos Misterios, que han sido comparados a los autos sacramentales; y anuncia el drama, que reúne el interés de la tragedia, por sus escenas patéticas, y el encanto de la comedia, por la pintura de las costumbres. Y condena la Poética de Aristóteles, la de Horacio, la de Boileau.

Naturalmente, al lado de los teóricos, vinieron a preparar la explosión romántica los modelos. Ya antes de terminar el siglo XVIII, vio la luz el Nuevo teatro alemán, y más tarde se tradujeron las obras de Shakespeare y las de Schiller.

Contra este movimiento creciente se formó una liga defensiva -¿dónde había de ser?- en el seno de la Academia. Es sorprendente -y entiéndase que no hablo aquí más que de la Academia francesa, pero pudiera hablar de la española- el espíritu reaccionario de este Cuerpo, que parece no tener más objeto que oponerse siempre a algo nuevo y vivo, aunque sepa que, a la larga, lo tendrá que admitir. Toda sesión de la Academia, todos   —331→   los discursos de recepción, se enderezaban contra los románticos. El romanticismo fue calificado de nuevo cisma, de secta peligrosa.

Es raro que, en estas polémicas, no se extravíe la discusión, mirando sólo el aspecto exterior de lo que se debate, sin llegar a su fondo, o desviándose de él totalmente. Fue la discusión por el sendero del arte dramático, y contra la tragedia clásica, especialmente contra la de Racine. Un documento de esta tendencia, es el paralelo que de Racine y Shakespeare escribió Stendhal. Este estudio influyó no poco en las direcciones que siguió el drama romántico: tomaron sus autores el consejo de Stendhal que no es otra cosa que recomendar el romanticismo histórico, buscando asuntos de tragedias nacionales. No consideró Stendhal, ni acaso fuese posible entonces, que la tragedia de Corneille es ya un brote de romanticismo histórico, procedente del teatro español, tan completamente romántico en todo, menos en llamarse así: ni que la tragedia de Racine, con su aparente elegancia y respeto de las reglas, encierra tanto lirismo sentimental como pudo ostentar René, y mucho más, a decir verdad, que Hernani.

Y tampoco hicieron uso de este argumento, porque no querían conceder nada al romanticismo, los académicos que sin tregua condenaban, en su sanedrín, la nueva escuela, y hacían sobre ella chistes, a lo cual -es justo reconocerlo- no dejaban de prestarse muchos aspectos del romanticismo. Ni ningún académico de entonces llevó la ironía al grado que la había de llevar Alfredo de Musset, que no dejó escapar sin burla, ridiculez ni afectación   —332→   y que, desde la Balada a la Luna, no cesó de fustigar, con risueña elegancia, las doctrinas y los actos del Cenáculo. La sátira literaria de Musset les hería más, por lo mismo que procedía de un adepto de la escuela.

Entre los dos bandos de románticos y clásicos, había otro, de conciliación, representado por el diario El Globo.

Pero tenían a su favor los románticos varios elementos, para ganar siquiera unas cuantas acciones. Afirmaban una verdad: que las literaturas no pueden estancarse, petrificarse en la imitación y admiración de los modelos antiguos; reclamaban, nada más justo, la libertad en el arte. Y, realmente, no la poseían. Los clásicos, atrincherados en el teatro, en la gloria de los grandes siglos, llegaban al extremo de dirigirse a los Poderes constituidos para que prohibiesen los primeros dramas de Víctor Hugo. Los clásicos tenían fuerza, influencia social, eran dueños de mucha parte de la Prensa, de la escena: los empresarios y los actores, empezando por Talma, eran enemigos del romanticismo; y, caso no extraño, y que he podido observar aquí, los diarios liberales eran los más reaccionarios en literatura. Pero el romanticismo estaba ya sostenido por nombres tan insignes y citemos solamente a Lamartine y Víctor Hugo, que cada día ensanchaba su campo, e iban relegándose al pasado las objeciones que contra él se formulaban aún. Unos actores ingleses llegan a París y representan obras de Shakespeare; el teatro se viene abajo a aplausos. Contra los infinitos folletos en que los clásicos les invectivaban,   —333→   los románticos recibieron su programa perfectamente formado, en el prefacio de Cromwell, de Víctor Hugo.

Antes de que llegase el momento decisivo, se habían practicado tentativas de renovación del teatro, ensayos tímidos, que parecieron tremendos atrevimientos.

Los primeros se hicieron sin romper el clásico molde. A esta etapa corresponden las Vísperas Sicilianas, de Casimiro Delavigne, y la María Estuardo, de Lebrun. Ya había sido señal de los tiempos -prematura, mal interpretada aún- cierto artículo del Mercurio, del año 1804, que señalaba a los autores dramáticos el rumbo de la Edad Media, y declaraba no menos interesantes las aventuras y desventuras de Fredegunda y Meroveo, que las de Clitemnestra y Agamenón; a este atisbo romántico se debió, un año después, la aparición de Los Templarios, de Raynouard, acogidos con entusiasmo por un público que empezaba a sentirse ahíto de griegos y romanos, de Apolo y de Júpiter. Y, bien mirado, este cambio de asunto y época en la dramaturgia era nada menos que un cambio de religión social. Al penetrar en el proscenio la historia nacional, traía de la mano al cristianismo. También el teatro sintió el latido del renacimiento religioso.

Poco después, el año nueve, una tragedia de Nepomuceno Lemercier, Cristóbal Colón, donde se prescindía de la unidad de lugar y aparecía una decoración que representaba el interior de un barco, produjo en los espectadores tremendo alboroto, un muerto y varios heridos. Fijémonos en estos   —334→   datos, para que la lid campal del estreno de Hernani no nos parezca cosa inaudita y sin precedentes, y para comprender que la pasión literaria siempre se desencadena más en el teatro. Lo cierto es que el crudo impío Lemercier fue un precursor de esos que quedan relegados al olvido y no se dan cuenta de lo que anuncian, pues creyéndose fiel adicto a la tragedia clásica, en más de una ocasión sentó las premisas del drama romántico.

Advenida ya la Restauración, por todas partes se oye crujir el vetusto edificio del clasicismo. El público esperaba sin saber qué, y con cualquier pretexto se desbordaban su entusiasmo y su nerviosa inquietud. Cuando fermenta el alma del público, suele desahogar en el teatro. Las Vísperas Sicilianas, de Casimiro Delavigne -¡quién se acuerda de ellas hoy!-, obtuvieron una ovación tal, que el autor, conmovido, vertía lágrimas abundantes, y el maquinista, atónito, se atribuía el triunfo, por lo bien que había dado la campanada, señal del degüello. Ya reunía en 1819 Casimiro Delavigne aquella mesnada de admiradores y amigos resueltos a aplaudir, aquella hueste, que más tarde se agrupó en torno de Víctor Hugo y tomó el ejercicio de la alabarda con el celo que un devoto las prácticas religiosas; gente siempre dispuesta a encender los hachones y a desenganchar el tronco del coche para la apoteosis popular del autor dramático.

Debo advertir que este tema del teatro romántico es del número de los que no desarrollaré enteramente este capítulo pues no todo el teatro romántico   —335→   presenta carácter lírico, y sólo desde el punto de vista del lirismo lo miro aquí. Veo en él, principalmente, la explosión lírica de la juventud, y no puedo detenerme, dentro del cuadro de estos capítulos, a analizar el prólogo de Cromwell, que tiene suma importancia desde el punto de vista de la transformación de las ideas estéticas por el romanticismo. Me limito a decir que al notable prólogo iba unido un drama, y que el drama distaba mucho de justificar esas esperanzas que toda escuela nueva hace concebir.

Fuerza es decir también que, en cualquier teatro extranjero de los que se proponían imitar más o menos los románticos, existían tipos líricos superiores a los que van a subir a escena. Schiller, en sus Bandidos, ha servido, probablemente, de modelo a Hernani, pero Carlos Moor achica al bandido de Víctor Hugo, tan falso y tan imposible, tan de ópera. ¿Y qué diremos del teatro de Shakespeare, que Víctor Hugo quisiera emular? Le aplastaríamos, ciertamente, si comparásemos a su Didier con Hamleto, el personaje más lírico que habrá creado nunca mente humana. Esto significa que el teatro romántico francés nació estéticamente y psicológicamente inferior a todos los que, antes y después del triunfo del romanticismo de escuela en la escena, existieron en la literatura universal. El nuestro, que era romántico sin llevar ese nombre, y que, teniendo no poco de épico, tuvo bastante de lírico, es, igualmente, superior al francés del romanticismo, en la sustancia de personajes, no ya como el Segismundo de La vida es sueño -¿y dónde se hallará nada más   —336→   lírico que el carácter de Segismundo?- sino hasta en otras creaciones ya incluidas en la escuela romántica, por ejemplo, el Don Pedro de Castilla de El zapatero y el rey, el Gabriel de Espinosa de Traidor, inconfeso y mártir, y no digamos el Don Álvaro, del duque de Rivas, mezcla tan singular de los elementos trágicos griegos con el fogoso romanticismo ibérico.

He aquí la probable razón de que, en el romanticismo dramático francés, no se haya visto nunca un venero de obras maestras, sino un episodio de batalla, una reclamación de libertad, anárquica ya, tempranamente. Madama Bovary, por ejemplo, aparte de la significación que pueda tener en contra o en pro del lirismo, será siempre una novela de primera línea; y, con todas sus afectaciones, lo mismo podemos decir de Pablo y Virginia, y de Rojo y negro. En el teatro romántico de escuela, y mejor diré de combate, visto hoy a distancia, más resaltan las exageraciones e inverosimilitudes chillonas, que las altas cualidades de la obra duradera, si no en las tablas, al menos en la memoria de los hombres.

Convendrá decir que si bien se acostumbra fijar en el estreno de Hernani el momento en que el romanticismo pelea y vence, hay que recordar unas cuantas fechas, para calcular bien la parte que corresponde a Víctor Hugo en esta victoria de sus huestes, y si no tuvo poderosos auxiliares. Pero no es posible negar que el primer golpe fue de Hugo quien lo descargó, con el prefacio de Cromwell.

Los principios invocados por Hugo son defendibles   —337→   y hasta justificables. Aun cuando las unidades se fundan en la razón y no son tan tiránicas como se ha pretendido, el derecho a desacatarlas en nombre de la realidad no podía discutirse a la nueva escuela, y hasta parecía lícito el que en el teatro, como en la vida, se mezclasen lo grave y lo cómico, la prosa y la poesía. Confundiendo los géneros, se daba un paso en el camino de lo natural, y se prescindía de divisiones tantas veces artificiosas. En 1821, el poeta y novelista italiano Manzoni proscribía las tres unidades; en 1825, Stendhal, poniendo en paralelo a Shakespeare y Racine, sostenía tesis análoga.

Ahora conviene recordar que Alejandro Dumas padre se anticipó a Víctor Hugo en el drama romántico. Así es, y bien pudo señalarse, al advenimiento del romanticismo en el teatro, la fecha en que se representó La corte de Enrique III, en lugar de la del estreno de Hernani.

No sé si escandalizo a alguien poniendo más alto a Alejandro Dumas, en el teatro, que a Víctor Hugo; pero esto mismo creía un crítico tan sagaz como don Mariano José de Larra. A propósito del estreno de un drama de Alejandro Dumas, escribía Larra lo siguiente, que al pie de la letra transcribo: «Entre los escritores dramáticos modernos que ilustran a Francia, Dumas es, si no el primero, el más conocedor del teatro y de sus efectos, incluso el mismo Víctor Hugo. Víctor Hugo, más osado, más colosal que Dumas, impone a sus dramas el sello del genio innovador y de una imaginación ardiente, a veces extraviada por la grandiosidad de su concepción. Dumas tiene   —338→   menos imaginación, en nuestro entender, pero más corazón; y cuando Víctor Hugo asombra, él conmueve: menos brillantez, por tanto, y estilo menos poético y florido, pero, en cambio, menos redundancia, menos episodios, menos extravagancia; las pasiones hondamente desentrañadas, magistralmente conocidas y hábilmente manejadas, forman siempre la armazón de sus dramas; más conocedor del corazón humano que poeta, tiene situaciones más dramáticas, porque son generalmente más justificadas, más motivadas, más naturales, menos ahogadas por el pampanoso lujo del estilo. En una palabra: hay más verdad y más pasión en Dumas; más drama, más novedad, más imaginación y más poesía, en Víctor Hugo. Víctor Hugo explota casi siempre una situación verosímil o posible: Dumas, una pasión verdadera».

Larga es la cita, pero no quise abreviarla, porque también es substanciosa; encierra un paralelo exacto, aunque benévolo en demasía, cuando otorga a Dumas ese conocimiento del corazón humano y de las pasiones que no poseía en tanto grado, teniendo en cambio el don de saber manejar los resortes dramáticos, un instinto doblemente seguro que el de Víctor Hugo para elegir asuntos nacionales e históricos, (como aventajado discípulo de Walter Scott), y un tino especial para abrir caminos al drama romántico, adaptándolo a los asuntos modernos, al movimiento político y filosófico, al espíritu revolucionario, carácter que Larra reconoció en Antony, drama importante de Dumas padre, donde está en germen todo el teatro   —339→   de Dumas hijo, ideológico, pasional y esencialmente moderno.

Importábame también la cita de Fígaro, porque hace justicia a un gran literato popular, desdeñado con exceso; a un temperamento exuberante y lozanísimo, a un escritor prolífico e inexhausto, a uno de esos pródigos de las letras y del arte a quienes todo el mundo se cree con derecho a mirar por cima del hombro, pero a quienes se lee con deleite siempre que el espíritu pide descanso y solaz; y agrada ver cómo la crítica, no influida por la rutina del elogio, tiene a veces la misión de bajar a los poderosos de su silla y exaltar a los humillados.

Aun antes de crear en Antony el tipo lírico por excelencia que ha pisado las tablas, ya en La corte de Enrique III presenta Dumas un anticipo de individualismo, con la figura de Saint Mégrin, y otro en la de Cristina de Suecia.

Si en estos dramas existe el lirismo, está dominado por el romanticismo histórico, cuyo primer ejemplar en la escena es Enrique III. Con Antony, en cambio, estamos en pleno lirismo individualista, y en plena revolución romántica; bastante más que con Hernani.

Antony es un hospiciano. Mortificado por las preocupaciones sociales, está en guerra con la sociedad en que vive y que le trata con desdén. Enamorado de una señorita y convencido de que jamás se la darán en matrimonio sus padres, apenas la ve casada la seduce, se hace dueño de ella, y, realizado los deseos que habrá expresado por cuenta propia René, la da de puñaladas. Es el paroxismo   —340→   pasional, que conduce derechamente al crimen. Antony es un descendiente directo de René: como René, pertenece a la categoría de los fatales; sombrío, frenético, rebelde, ejerce sobre la mujer un prestigio misterioso.

Larra, a quien no pierdo de vista cuando tengo la suerte de encontrarle, juzgó muy severamente la moral de Antony, y calificó el drama de expresión de una sociedad caduca y un grito de desesperación lanzado por la humanidad. Pero, lo cierto es que si algún drama romántico pudo aspirar al dictado de obra capital, aunque imperfecta, es Antony, y por ella habría de sobrevivir el nombre de Dumas padre, aun cuando la corriente del olvido arrastrase sus demás producciones; porque el hospiciano Antony, con todas sus exageraciones y énfasis, sello genuino de la época, es una figura alta y poderosa, de singular energía dramática y de gran acción sobre nuestra fantasía. Antony ha tenido posteridad, y ha hecho soñar y sentir. Las donosas críticas de Fígaro al asunto de Antony están en pie y conservan todo su chiste, salpimentado de buen sentido; porque Larra, que por dentro fue una especie de Antony, y dígalo su archirromántico suicidio, era en crítica el más templado y razonable de los eclécticos y hasta el más prudente de los conservadores, pero las faltas de lógica que Larra nota en el drama de Dumas podrían reprenderse en otros que pasan por inmortales. En nuestro Don Álvaro, en casi todos los de Schiller, se observan iguales ilogismos, nacidos de que los personajes no discurren bien y tienen una falsa concepción de la   —341→   vida. Todo el romanticismo es acaso una falsa concepción de la vida y no otra cosa, y el gran romántico Don Quijote, como sabemos, confirma plenamente esta calificación.

Aunque Dumas padre no era un gran crítico, fue perspicaz al escribir sobre Antony: «Esta fue, no solamente mi obra más original, mi obra más personal, sino una de esas obras raras que ejercen influencia sobre una época». Y tenía razón, porque Antony, cien veces mejor que Hernani, representa esa época sobre la cual influyó. Por su íntima fuerza, Antony es el Werther francés. Antony es digno hermano de Werther, de René, de Lara, de Jacobo Ortis; tipos líricos, poseídos de una satánica soberbia, que tiene su grandeza propia. A la acusación de inmoralidad tantas veces lanzada contra Antony, Dumas respondía que sus dos culpables, Adela y Antony, recibían terrible castigo: para la una la muerte, el presidio para el otro. Era verdad, pero no por eso queda limpio Antony de la inmoralidad esencial romántica: el desenfreno del lirismo, el yo hecho centro del mundo y pisoteando cuanto se opone a su expansión, leyes, Códigos, respetos humanos, conveniencias sociales, y, por último, la sacra antorcha de la vida. Y por esta condición, porque el lirismo romántico no se expresó jamás en la escena con tanta energía, con tan impetuosa y diabólica arrogancia, es Antony el primer drama del teatro romántico francés.

Para orientarse acerca del teatro romántico, debe leerse el Prefacio de Cromwell y la Carta de Manzoni sobre la unidad de tiempo y de lugar,   —342→   que se publicó unida a dos tragedias suyas, Carmañola y Adelgus, en París, 1834. Esta edición es difícil de encontrar. Puede completarse la bibliografía con las obras siguientes: Historia de la literatura dramática, por Julio Janin, París, 1853-1858. Teófilo Gautier, Historia del arte dramático, París, 1859. Saint Marc Girardin, Historia de la literatura dramática; Brunetière, Las épocas del teatro francés, capítulos XIV y XV; H. Parigot, El drama de Alejandro Dumas.



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ArribaAbajo- XXIII -

Alfredo de Musset. Su biografía.- Por qué es el poeta del amor.- Paralelo de Taine entre Tennyson y Musset.- El «esprit» de Musset.- Musset y lord Byron.- «Las Noches».- El misticismo a la inversa del poeta.- «Rolla», «La esperanza en Dios».- Musset no fue lo que llaman hombre práctico.- La forma en Musset.- Bibliografía


Alfredo de Musset nació ocho años después que Víctor Hugo: en 1810. No es grande la diferencia cronológica, pero hasta para situar a Musset fuera de la primer truculencia romántica, y para que represente ya la inevitable descomposición de la escuela, por la reacción del espíritu francés genuino, que, como sabemos, siempre rechazó los elementos románticos.

No tenía aún veinte años Musset, cuando publicó sus primeras poesías. Desde entonces, y en esos versos de niño, como él mismo los califica, se apartó de la escuela, de sus afectaciones, de sus amaneramientos, de lo falso y gongorino que imponía la musa españolizante de Víctor Hugo. Lo cual no impidió que Musset, a su vez, españolizase no poco. Fue justamente de los poetas que vistieron el disfraz español e italiano, sin haber puesto, Sainte Beuve nos lo dice, en España ni en Italia el pie. El color local inventado de los románticos, en Musset no trataba de engañar a nadie: mientras Víctor Hugo, en serio, quisiera que le tomasen por español y a su obra por expresión   —344→   acabada del punto de honor castellano, Musset sólo intentaba, como en broma juvenil, una mascarada imaginativa.

La biografía de Alfredo de Musset no ofrece nada de extraordinario, porque no sale de lo corriente y frecuente el drama íntimo, del cual se ha hablado tanto, que pudiera omitirse hasta su mención, a no haber sido origen de sus mejores versos. Antes, sin embargo, de referirme a esta historieta de amor, con la brevedad que requiere el caso, diré que Alfredo de Musset era de estirpe literaria. Un tío suyo, el marqués de Cogners, escribió bastante y fue el primero que llamó la atención sobre la hoy famosísima leyenda de Roldán. Su padre, Musset Pathay, bibliógrafo y erudito, emborronó muchísimo papel; su hermano, Pablo de Musset, fue novelista y cuentista, historiador y crítico. Parecía que la Naturaleza se ensayaba para producir algo de mayor monta que estos mediocres escritores y apreciables eruditos.

Queda dicho que Musset publicó sus primeras poesías a los veinte años, y poco después, en 1830, se sitúa la aventura del viaje a Italia con Jorge Sand y el amargo desengaño en él sufrido, y que le dictó tan sentidas estrofas. Aventuras análogas no son cosa inaudita, en los tiempos del romanticismo y en todos los tiempos; mas si no es un gran poeta el que sufre la decepción, o siendo poeta no le inspiran cantos, no nos importan; son un episodio sencillo, de tantos como surgen. En la mesa de un café, un amigo las refiere a otro, y, según los temperamentos y caracteres, se comentan en broma o con dejos de melancolía. Y no ha   —345→   pasado más. En Musset, pasó lo mejor que podía pasar: se produjeron algunas obras maestras. Digamos, pues: ¡Feliz culpa!

Fue necesario que una quemante pena amorosa se encontrara con un especial temperamento de poeta, para que naciesen Las noches. Porque, ya antes del viaje a Italia, Alfredo de Musset había escrito poemas rebosantes de ese especial sentimentalismo que hizo de él, entonces, el poeta de la juventud, y, más tarde, el del amor.

Quizás esto parezca un lugar común, y quizás, en todas las literaturas, hay sus poetas del amor, y Villegas ha sido uno, y Campoamor ha sido otro, y Ausias March lo fue, y lo fue Petrarca, y también Ovidio, y no hay que decir si lo fue Safo y, a su hora, lo fue Virgilio. Por docenas se contarían los poetas del amor, en España, y llegará la hora del recuento, y veremos a un Arolas que trasuda pasión por todos los poros. En Francia, Lamartine fue poeta del amor, de un amor que procede de Platón, pero amor igualmente. Alguna razón tiene, pues, que haber para que a Alfredo de Musset se le considere poeta del amor por excelencia, y para que se añada a este dictado el de poeta de la juventud.

¡La juventud...! De esta palabra se abusa; pocas veces he visto emplearla con justeza. Se oye a cada paso: «la juventud piensa esto o lo otro... La juventud quiere aquello o lo de más allá»... Ligero examen basta para convencerse de que, en todo tiempo, hay varias juventudes. En la época de Musset, sin embargo, tuvo la juventud una nota común, y fue el lirismo poético: no cabe   —346→   duda que, bonapartista o legitimista, republicana u orleanista, la juventud contemporánea de Alfredo de Musset estaba embebida de cierto entusiasmo sentimental. No era la juventud positiva que vino después. Y si tal entusiasmo no es lo mismo que el amor, es por lo menos una tendencia a considerar el amor como la esencia del vivir; y no el amor plácido, sereno, que va por sus cauces naturales y sociales, sino el tormentoso y fatal, trágico con interior tragedia, unido al goce por un hilo y al dolor por mil lazos -como el mismo poeta dice.

No cabe duda que es la coincidencia entre los sentimientos generales y el sentimiento individual lo que hace que un hombre sea el poeta de su siglo, o por lo menos, para no sacar nada de quicio, de parte de su siglo y gran parte de su nación. Hay una página de la Historia de la Literatura inglesa, de Taine, que nos hace ver esto claramente, por medio de la extraña elocuencia colorista que en Taine rebosa, al establecer comparación entre dos poetas favoritos de dos naciones, Tennyson y Alfredo de Musset. Pinta Taine el medio ambiente en que se mueven ambos; el de Tennyson compuesto de gentes equilibradas y positivas, activas y sanas; gentes de negocios y de deporte, con principios de moralidad y sólidas convicciones religiosas, y, a su alrededor, un fondo de vida campestre y confortable hasta dar en elegante, las necesidades bien atendidas, los sentidos apaciblemente recreados en la belleza de parques y jardines y la comodidad del home, del hogar íntimo y dulce. Para tal público, Tennyson   —347→   es el poeta, con su carácter de conformidad social, con su emoción moral, delicada y profunda. Y Taine pasa de Inglaterra a Francia, y especialmente a París; porque París es el medio único en que pudo incubarse y desarrollarse la sensibilidad especial de Alfredo de Musset, y, París tuvo que mecer su cuna, y fue París el invernadero de la encendida rosa de su poesía de amor moderno. Así, Taine, desde el primer momento, encuentra la clave de Musset: su público es el público nervioso, inquieto, de los centros parisienses; y de los nervios, más que del corazón, nace el genio de Musset. Ese público está saturado de ironía, y Musset ironiza, desde el primer momento, satirizando las exageraciones de la escuela romántica, los paseos nocturnos a contemplar la luna, que asoma sobre amarillento campanario, «como un punto sobre una I». Y esta ironía y este humorismo de Musset, están difusos en su público; son la protesta del buen sentido francés contra las afectaciones que, de la literatura, pasan a las costumbres. Para llenar bien su cometido, Musset poseía la más francesa de las cualidades: esa clase de ingenio chispeante, que se llama esprit. Ningún poeta de los ilustres de su generación la tuvo, y Víctor Hugo fue el más desprovisto de ella. Musset, al aplicar el esprit a la crítica literaria, recogió la herencia del siglo XVIII; no faltó quien se lo eche en cara.

Lo cierto es que entre los primeros síntomas de la transformación del lirismo romántico, figura la crítica donosa y traviesa de Musset. La travesura   —348→   es otro rasgo de su talento; y le caracteriza, desde la época en que, según confesión propia, hacía versos de niños. Ya entonces, y acaso más que nunca, poseía en alto grado esa agilidad y vivacidad, ese don de cazar al vuelo las ridiculeces y satirizarlas con gracia infinita.

Hay en Alfredo de Musset otro elemento peculiar, al cual se ha llamado el dandismo. La palabra no es castiza; pero la uso y apruebo, porque no encuentro en castellano otra equivalente.

¿En qué consiste el dandismo? No se es dandy por el nacimiento -Alfredo de Musset perteneció a una familia de la clase media acomodada- ni por llevar vida de calavera, ni por alternar con el gran mundo, ni por desafíos, ni por ninguna otra particularidad de las que hoy distinguen a nuestros jóvenes de la crema (ya sé que estoy sirviéndome de un galicismo). El dandismo es un aura, un vapor, un incopiable estilo propio, un desenfado que subyuga, una elegancia como involuntaria. Y el dandismo literario, el de Musset, lleva consigo una superioridad de criterio personal, que puede oponerse al de las muchedumbres. El dandismo es una forma de superioridad, y toda superioridad es distanciación.

Y al hablar del dandismo como particularidad poética de Alfredo de Musset, es preciso decir que le precede lord Byron, el cual, en este respecto, y en otros muchos, ha ejercido influencia sobre el poeta de Las noches. La cronología es genealogía, y en este caso nos bastará. Jorge Gordon nació el año 1788, Alfredo de Musset el 1810; y cuando, en 1830, empieza a darse a conocer Musset,   —349→   hace seis años que lord Byron ha sucumbido, en Grecia, a la fiebre.

Nadie puede decir que Musset calcase su personalidad en la de Byron. Sería empresa difícil, porque Byron es figura muy original, y la suerte lo dispuso todo para realizar su papel literario, inseparable de su biografía. No conoció Musset los transportes de furor casi epiléptico del autor de Manfredo, aunque los excesos que minaron la salud de Musset se asemejan a los que arruinaron la de Byron, y en materia de excesos no cabe gran variedad, y aunque sean compañeros del mal del siglo, de tedio; pero el de Byron es más sombrío, esplenético, como de buen hijo de la vieja Inglaterra.

Ahora bien; Byron, que tantas cosas desdeñó, no desdeñó el dandismo; al contrario. Ni envidiando a poeta alguno, envidiaba al célebre dandy Brummel, admirándole a la vez con fervor.

El desdén, en Alfredo de Musset, no tiene la acerbidad que tuvo en Byron. Byron, rodeado de una sociedad celosa del bien parecer, esclava de la regla, ha de insubordinarse contra ella furiosamente; Musset, en el ambiente francés, ligero y escéptico de suyo, no necesita sublevaciones. La sociedad casi no le preocupa. No la tiene contra sí.

Existe otra fundamental diferencia entre el alma anglosajona de Byron y el alma esencialmente latina de Musset. La poesía de Byron es Byron mismo, y todos sus personajes, son su propia individualidad, por lo cual no hay nada tan verdaderamente lírico como sus poemas. Musset, en cambio, es, por la misma pasión que anima   —350→   sus mejores obras, Las noches, señaladamente, un poeta general, humano. Sus desengaños, sus dolores, han repercutido en las almas, porque no hace falta, para sentir así, ser una naturaleza excepcional, un fenómeno de orgullo, un rebelde. Lo extraordinario de Las noches no es ciertamente lo que dicen, sino la forma inspiradísima en que está dicho.

Sería ya analizar por analizar el que averiguásemos si en efecto la pasión que dictó a Alfredo de Musset Las noches fue la más honda de su vida. A la poesía eso no le importa. Sin negar que todo lo biográfico trasciende más o menos a lo literario, no siempre la biografía concuerda exactamente con la literatura. Lo único que nos interesa es que a la cruenta herida del alma de Musset se deben sus obras maestras, las que le harán inmortal; sus bellos clamores, sus gritos divinos, según la frase de Gustavo Flaubert; las incomparables Noches, más sentidas que el Lago, de Lamartine, y casi tan puras como él, porque Musset, al contacto del dolor, acendró su inspiración y la elevó a la dignidad y a la hermosura que sólo procede del verdadero sentimiento; dejó de ser el pajecillo, el dandy, y fue el hombre. Ni Rolla, ni Namuna, ni los proverbios, cuentos y comedias, ni la Balada a la Luna, ni aun el tierno ¡Acuérdate! consagraron a Musset para la incorruptibilidad de la gloria, sino Las noches y la Epístola a Lamartine, poesías donde vierte sangre un corazón desgarrado, y donde la variedad y el contraste de los efectos, la indignación terrible y la repentina calma dolorosa, la invectiva y el ruego,   —351→   los sollozos y los himnos, alternan con el magnífico desorden y el soberbio empuje de las olas del mar en día de desatada tormenta. Bien comprendía Musset que de sus lágrimas iba a formarse su corona de laurel, y en La noche de Mayo pone estas palabras en boca de la Musa, consejera del poeta: «Por más que sufra tu juventud, deja ensancharse esa santa herida que en el fondo del corazón te hicieron los negros serafines. Nada engrandece como un gran dolor: que el tuyo no te haga enmudecer; los cantos desesperados son los más hermosos, y los conozco inmortales que se reducen a un gemido. El manjar que ofrece a la humanidad el poeta es como el festín del pelícano: pedazos de entraña palpitante».

Cuatro son las admirables elegías tituladas Las noches: La noche de Mayo, La noche de Diciembre, La noche de Agosto, La noche de Octubre. Están escritas en tres años: desde mayo de 1835 a octubre de 1837; tanto duró la impresión violenta y trágica que dicta sus estrofas. Tres de ellas tienen forma de diálogo del poeta con la Musa: el poeta solloza y se retuerce, y la Musa, la consoladora, la amiga, la hermana, la única fiel, le murmura al oído frases de esperanza, le vierte en el corazón los rayos lumínicos de su túnica de oro. En La noche de Diciembre no es ya la Musa quien habla al poeta, sino una fúnebre visión, un hombre vestido de negro, que se le parece como un hermano. «Dondequiera que he llorado; dondequiera que he seguido ansioso la sombra de un sueño; dondequiera que, cansado de padecer, he deseado morir... ante mis ojos se apareció ese infeliz vestido   —352→   de negro, mi propia imagen». Al final de la elegía sabemos el nombre de la visión: es la sociedad, es el abandono..., compañero eterno del poeta, hermano gemelo de su alma. Sin duda, La noche de Mayo y la de Octubre son las más bellas de las cuatro elegías, y así lo declaran los críticos por unanimidad; pero en la de Diciembre hay una melancolía más penetrante y más incurable.

Cuando se cicatriza la llaga; cuando se mitiga el padecimiento y vuelve al espíritu de Musset la serenidad perdida; cuando la Musa cumple su misión consoladora; cuando atónito le parece que es otro y no él mismo el que tanto sufrió, al disiparse la embriaguez de la pena se disipa el estro: las últimas producciones de Musset ya no traen el sello de fuego, ni son obra de los negros serafines: el poeta acaba decadente y frío como placa de hierro apartada del horno. El ejemplo de Alfredo de Musset debiera hacer reflexionar a los que creen, como creía Flaubert, que la efusión del sentimiento, el grito arrancado por la pena, son cobarde exhibición de flaquezas vergonzosas, y que el poeta ha nacido para callarse cuanto realmente le importa, a ejemplo de cierto diplomático famoso, que suponía que la palabra nos ha sido otorgada, no para revelar, sino para encubrir y disfrazar el pensamiento. Si fue flaqueza la que nos valió esas Noches incomparables -la verdad misma, porque brotan empapadas en lágrimas amargas; Noches en las cuales, según la sugestiva frase del poeta, diríase que fermentaba a deshora el vino de la juventud- no deploremos tal flaqueza, cristalizada en poesía.

  —353→  

Las noches son la obra maestra de Alfredo de Musset, por la cual pudo decirse que, a su lado, los demás poetas parecen fríos y mentirosos. Por Las noches, fue la encarnación del lirismo, por ellas salió del círculo de los propios afectos y sentimientos, ya que su generación encontró en Las noches la clave de sus penas íntimas, elevadas a la dignidad poética. Los desengaños de todos, las ansias de todos, la insaciable sed de todos, fueron revelados por Musset.

Contra él, principalmente, y no contra Víctor Hugo ni contra Lamartine, pudo dirigirse la diatriba de Leconte de Lisle, condenación del lirismo, tan enérgica y despreciativa como cruel, pues niega al género humano el derecho a la queja y a la compasión, aquella compasión que hizo caer al Dante como un cuerpo muerto, cuando las almas líricas y dolientes de Francesca y Paolo le expusieron su desventura. La diatriba de Leconte de Lisle, encerrada en un soneto, se titula Los exhibicionistas, y la traduciré en prosa:

«Pasee en enhorabuena, el que guste, su ensangrentado corazón, ante el cinismo de la plebe, cual va azotando calles la pobre alimaña encadenada, cubierta de mataduras y polvo, que aúlla bajo el ardor del sol estival.

»Por encender estéril centella en tus atontadas pupilas; por mendigar tu risa o tu grosera compasión, ¡oh plebe!, que otro rasgue, si gusta, la túnica divina y luminosa del pudor y del goce.

»En mi silencioso orgullo, en mi olvidada tumba, aunque la negra eternidad me trague, yo no venderé mi embriaguez ni mi dolor; yo no entregaré   —354→   mi vida al vocerío; ¡yo no bailaré en vil tablado, entre histriones y rameras!».

Lo injusto del soneto -que encierra el programa de una escuela literaria, el dogma de objetividad del naturalismo-, lo injusto, digo, de tan dura invectiva, está en que habría que observar que Musset no enseñó su corazón por halagar a la plebe, fuese o no plebe ilustrada. Musset mostró su corazón, porque la Musa lo quiso; y palpitaban con él tantos y tantos, que pudiera aplicársele la estrofa que Heine, otro exhibicionista, dirige a la niña que se asoma a la ventana, para verle pasar, y le pregunta por qué va tan abatido:


Und was mir fehlt, du Kleine,
fehlt manchem im deutschen Land;
nennt man die schlimmsten Schmerzen,
so wird auch der meine genannt.




«Y en cuanto a lo que sufro...
muchos, niña, lo sufren en mi patria:
ya te dirán la mía,
si te dicen las penas más amargas».

No sólo en la patria alemana, sino en muchas patrias europeas, las penas cantadas en Las noches, y el acíbar en ellas destilado, fueron sentimientos muy generales, aunque circunscritos a las almas naturalmente líricas, que existirán siempre. Para experimentar el dolor de un desengaño amoroso, no hace falta ser de la generación romántica; pero en esta generación hay algo distinto de las anteriores: hay -al menos en gran parte   —355→   de ella- el escepticismo respecto a otros ideales, quedando el amoroso en pie, como único fin de la vida. Y, al derrumbarse también este ideal, se presenta el fenómeno de que es ejemplo Musset: el misticismo que nace de la sociedad y de la vanidad del goce, de la imposibilidad de llenar con el goce el abismo del corazón. No quiero decir que tal sociedad sea ningún descubrimiento de Musset: antes que él, lo expresaron bastantes poetas, y, con más intensidad que nadie, el Eclesiastés Salomón, hijo de David. Después de Musset, vendrá Baudelaire, en Las flores del mal, hablando del ángel que, a las primeras luces de la aurora, después de una crapulosa noche, se despierta en la bestia satisfecha y harta. Pero Musset, si no descubrió formas de sentimiento conocidas del mundo oriental y del mundo pagano, las encarnó en nuestra edad, y las envolvió en la transparente fábula de poemas como Rolla y Namuna. Este misticismo invertido, que nace de la fatiga de los sentidos y de la insania de los placeres -¿quién sabe si nació del mismo origen en tantos y tantos penitentes, solitarios, eremitas, trapenses y arrepentidos, que llegaron a santos, lo cual me apresuro a decir que no le sucedió a Musset?-, tuvo en él un carácter peculiar, derivación de una corriente típica del siglo XIX: la falta de fe religiosa, unida al anhelo desesperado de recuperarla, o por lo menos, a la nostalgia del tiempo en que el alma reposaba en ella, y la añoranza continua de ese reposo, único capaz de reconciliarnos con el destino y con el vivir. Tal añoranza fue la clave de todo el neolirismo renanista, y cambió por   —356→   completo el fondo de la crítica religiosa, abriendo, en esta cuestión, un abismo entre el siglo XVIII y el XIX.

En España hemos visto infinidad de casos. ¿Quién no recordará versos conocidísimos, de uno de los poetas españoles, por cierto más externos, menos condicionados para el lirismo, de Núñez de Arce? A pesar del carácter objetivo de sus cantos, Núñez de Arce supo encontrar acentos no desprovistos de virtud emotiva, para exclamar que, buscando los restos de su fe perdida,


«por hallarla otra vez, radiante y bella,
como en la edad aquella,
¡desdichado de mí!, diera la vida».



Algo semejante declaró un poeta de más alma, y hoy totalmente olvidado, Manuel de la Revilla, que hizo sinónimas la duda y la tristeza, y todo esto, y mucho más, procede del magnífico canto primero de Rolla, que compite, en fascinadora vehemencia y en amargura embriagadora, con lo mejor de Las noches. Aunque Musset no hubiese escrito sino este maravilloso canto, por él tendríamos que preferirle, como lírico, a Víctor Hugo; y ante la precisión y la esmaltada belleza de sus ardientes preguntas, sentiríamos palidecer la Musa, casta y fluidamente sentimental de Lamartine. Es uno de los admirables atrevimientos de la poesía el encararse con la divinidad, el dirigir la palabra a lo sobrenatural; y, cuando se vence en tal empresa, se es gran poeta, poeta excelso. Espronceda se enfrenta con el Sol, y le ordena que   —357→   se pare: el arranque tiene mucho de sublime, pero no puede, sin embargo, sufrir comparación con el de Job dirigiéndose a Jehová, o el de Musset, que dejados los disfraces italianos y españoles, quitándose la librea de dandy, renunciando a su retórica de desdén, ligereza e ironía, a su alada burla, y a su queja de amor traicionado, y apostrofando a Jesucristo, exclama desesperadamente que somos tan viejos otra vez como en tiempo de Tiberio y Claudio, y pregunta quién va a rejuvenecernos, e implora el permiso de besar el polvo del celeste cadáver, caído, en el transcurso de los siglos, al pie de su Cruz salvador.

Rolla es un poema cuya acción se desarrolla en una mancebía -digámoslo en castellano-. La niña mancillada y el libertino arruinado y que va a suicidarse sienten un instante, el verdadero amor, nacido de la piedad. Rolla bebe el láudano, porque no tiene fe; y antes de referirnos la triste historia, Musset exhala la apasionada queja, la aspiración hacia esa fe, sin la cual las almas escogidas no saben vivir.

Cinco o seis años después de Rolla, Musset compuso un poemita, La esperanza en Dios, que atestigua la persistencia de su ansia de lo infinito, y le muestra hasta inclinado a la conversión. Es, por lo menos, una invocación al Dios bueno y justo, rogándole que desgarre, el velo de la creación, que alce el velo del mundo, que se manifieste en un milagro, ya que, desde el punto en que una inmensa esperanza atravesó la tierra, tenemos, sin querer, que alzar al cielo los ojos.

No tiene este poema el estro que resplandecía   —358→   en Rolla. Empezaba a apagarse el fuego del numen. Para estimar el valor de un verso de Musset, basta consultar su fecha. Según se acerca el año 40 del siglo XIX, la Musa (no menos traidora que la amada), va alejándose, vuelto el rostro. Y observad con cuanta justicia pudo pretender Musset el dictado de poeta de la juventud. Es juventud lo que le ha dictado los clamores de pasión; es juventud cuanto escribió, entre ilusiones y desencantos. Cuando la juventud pasa, puede afirmarse que pasa con ella la Musa, fugitiva, envuelta en su airoso peplo.

Y es un rasgo más de juventud, en Musset, el haber prescindido por completo y deliberadamente de la política, que tanto dio que hacer a Víctor Hugo y a Lamartine. Deliberadamente, digo, fundándome en diversos pasajes de sus obras. «Nuestra gran miseria, es la política», declara, encogiéndose de hombros. Y no faltaron, por cierto, majaderos que le echaron en cara esta abstención. Según ellos, Musset debiera interesarse por los «problemas políticos y sociales» de su edad. De las rosas de su poesía, quisieron que hiciese una nutritiva mermelada.

Nunca faltan de estos utilitarios simples o fanáticos, y su clamoreo es a veces ensordecedor. Temedles, porque son los únicos representantes de la intolerancia que ya van quedando, los enemigos de la individualidad. Si no entráis en el troquel de esas ideas, os proscriben. Es inútil demostrarles, que cada uno es como le hizo Dios, y no como el vecino quiere. Andan los tales a caza de las glorias aceptadas ya, para adulterar su esencia,   —359→   aplicándolas a los usos domésticos de la beneficencia, la política, el progreso, la redención del género humano, y sabe Dios cuántas cosas más. Y la redención del género humano consiste en que haya individualidades, y que libremente se desenvuelvan, y realicen lo que son por mandato divino. Como decía, Musset, no se metió en política ni por valor de un ochavo, y cuando la bullente juventud desapareció a lo lejos, no la quiso sustituir por los ruidos de la calle y las vociferaciones de la tribuna.

Y quizá a fuerza de oír repetir que la obra del poeta y del soñador es vana, un día grita Musset: «¡Tres veces feliz el hombre cuyo pensamiento se escribe con el filo del sable o de la espada! ¡Cómo despreciará a los soñadores insensatos que modelan en fango vil una fantástica figura! Nada es el pensamiento ante la acción». Declaraciones que parecerían extrañas si la lectura de todo Musset no nos demostrase que no es el pájaro trinador e inconsciente, dedicado sólo a gorjear endechas amorosas, sino con frecuencia el Jorge Manrique, pensador y meditador de los aspectos del destino humano, aun cuando su buen gusto y su poética coquetería le lleven a disfrazar lo grave de la consideración continua de la vida y de la muerte.

Una coquetería análoga es la que le impide esclavizarse a la rebusca de la perfección en la forma. Hay algo de la forma, de Alfredo de Musset, porque desde que asoma la escuela parnasiana, y ya, al fundar Gautier la del arte por el arte, y durante ese período de desestimación que sufren todos   —360→   los triunfadores, (al mudar la piel la generación nueva), fue moda considerar a Musset como un poetilla incorrecto, para grisetas y estudiantes del barrio latino. No piensa así Teodoro de Banville, el técnico por excelencia, cuando afirma que la incorrección de Musset es voluntaria, y que siendo hasta muy sabio versificador, se finge descuidado e inocente, para hacer una jugarreta a los rimadores excesivamente rebuscados y limados.

Tan persuadido está Banville de lo injusto de la censura a Musset en este respecto, que, a título de conquista de la poesía francesa sobre el arte extranjero, cita la estrofa de seis versos o sextina que emplea Musset, por ejemplo, en el canto a la Malibran. Alábale también por haber sabido apropiarse el ritmo del alejandrino, en el admirable canto primero de Rolla.

Como quiera que sea, el elemento técnico no es lo que interesa en Musset. Le tienen sin cuidado la rima rica, el epíteto escogido, el artificio poético, en que sobresalieron Gautier y Hugo. No consideró, en el arte, lo que hay de artificio, lo que nunca puede ser espontáneo. La espontaneidad, la sinceridad consigo mismo, eran tendencias dominantes en Musset; y lo dejó dicho en La copa y los labios: «Malas son mis rimas. No tengo sistema alguno; me ha parecido siempre vergonzoso el ripio; a los poetas que lo usan, los comparo a ebanistas». Esto, y «beber en su vaso», aunque el vaso fuese diminuto, es el programa poético de Musset.

Y su programa ha sido el mejor, como lo son todos los programas que responden a la naturaleza;   —361→   la crítica hoy lo reconoce, declarando que hubiese sido grave error pulimentar Las noches, y que en Musset, la naturalidad fue el más sabio artificio. De poco le hubiese servido resucitar los antiguos metros y los poemitas de forma fija, usados en el siglo XVI, labor a que otros se dedicaron.

Teófilo Gautier dijo de sí mismo que él era un hombre para quien existía el mundo exterior. Musset podría decir: «Yo soy un hombre para quien existe buena parte del mundo interior». Y razón tuvieron ambos. De suprimir alguno de estos mundos, acaso suprimiéramos al que realmente fundó el Parnaso, la belleza formal, la aspiración a la perfección, lo cual lleva en sí elementos hasta de prosaísmo.

Musset, diré resumiendo, fue más poeta, y los que aspiraron a la perfección, más artistas, título que a Musset se le ha negado. Verdad es que, en esto, va acompañado de Lamartine y Víctor Hugo. Ninguno de ellos, en opinión de un crítico sagaz, Mauricio Spronck, autor de Artistas literarios, puede aspirar al dictado de artista.

Los que deseen leer a Alfredo de Musset, deben hacerlo en cualquiera de las infinitas ediciones completas que se han publicado en lengua francesa, porque este poeta, tan galo, tan nacional en el fondo, pierde mucho al ser traducido. Hay una buena edición de Charpentier, en un volumen, que contiene hasta las poesías póstumas. Para formarse idea de él, debe acudirse a Sainte Beuve, en sus Coloquios del lunes y sus Retratos contemporáneos; a la biografía que nos ha dejado   —362→   su hermano Pablo, publicada en París, en 1877; a Arvéde Barine, en su Alfredo de Musset, en la Colección de los grandes escritores franceses; a Fernando Brunetière, en la Evolución de la poesía lírica (lección 7.ª) y la Evolución de la poesía dramática (conferencia 15.ª) y a León Séché en Alfredo de Musset (1907, dos volúmenes).