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ArribaAbajoCapítulo XIII

Los enemigos de la igualdad.-Moral antigua y moral nueva.-Escuela de igualdad en el hogar doméstico.-¿Qué fue el amor de la libertad entre los antiguos?


Hay, sin duda, hombres y mujeres a quienes no satisfará la igualdad, con quienes no habrá paz ni sosiego mientras no reine su voluntad sin traba alguna. Para esta clase de personas está hecha de molde la ley del divorcio. Nacieron para vivir solas, y a nadie debe obligarse a que asocie su vida con la de tales seres. Y es el caso que la subordinación legal, en vez de suprimir este carácter agresivo y tiránico en el sexo femenino, lo fomenta. Si el hombre ejerce todo el poder, la mujer está aniquilada; pero si al esclavo se le trata con indulgencia, si se le dan alas, no hay modo de sufrirle. La ley no determina sus derechos: no le concede ninguno en principio, y por consecuencia es el abuso, es el capricho sin freno lo que ejercerá.

La igualdad legal entre los casados no es solamente el único modo de que sus relaciones puedan ajustarse a la justicia y al deber labrando su felicidad; no hay otro medio tampoco de hacer de la vida diaria una escuela de educación moral en el sentido más elevado de la frase. Pasarán tal vez muchas generaciones antes que esta verdad sea generalmente admitida; pero la única escuela del verdadero sentimiento moral es la asociación entre iguales. La educación moral de la sociedad se hizo hasta hoy por la ley de la fuerza, y no se ha adoptado sino para las relaciones por la fuerza creadas. En los estados sociales menos adelantados no se conoce casi relación entre iguales: un igual es un enemigo. La sociedad era, de alto a bajo, una larga cadena, o mejor dicho, escala en que cada individuo estaba por cima o por bajo de su vecino más próximo; donde no mandaba, tenía que obedecer. Todos los preceptos morales hoy en uso, se refieren principalmente a la relación de señor a siervo. Sin embargo, el mando y la obediencia no son sino necesidades funestas de la vida humana: el estado normal y bello de la sociedad es la igualdad.

Ya en la vida moderna, y cada vez más a medida que avanzamos por el camino del progreso, el mando y la obediencia llegan a ser hechos excepcionales; lo común es la asociación basada en la igualdad. La moral de los primeros siglos descansaba en la obligación de someterse a la fuerza; más tarde descansó sobre el derecho del débil a la protección y a la tolerancia del fuerte. ¿Hasta cuándo una forma social se avendrá a la moral formada para otra? Hemos tenido la moral de la servidumbre, hemos tenido la moral de la caballería y de la generosidad; ha llegado la hora de la moral de la justicia. Doquiera, en los tiempos primitivos, ha marchado la sociedad hacia la igualdad; la justicia afirmó sus derechos sirviendo de base a la virtud. Ved las repúblicas libres de la antigüedad. Pero nótese que, aun en las más perfectas, la igualdad no se extendía sino a los ciudadanos libres; los esclavos, las mujeres, los que no estaban investidos del derecho de ciudadanía, marchaban regidos por la ley de la fuerza. La doble influencia de la civilización romana y del cristianismo borró esas distinciones, y en teoría, ya que no completamente en la práctica, proclamó que los derechos naturales del ser humano son superiores a los derechos del sexo y de la posición social. Las barreras que empezaban a desaparecer se alzaron nuevamente por la invasión de los bárbaros, y toda la historia moderna no es sino una serie de esfuerzos para romperlas. Entramos en un período en que la justicia será de nuevo la primera virtud, fundada, como en otro tiempo, sobre la asociación de personas iguales, pero también, en lo sucesivo, sobre la asociación de personas iguales unidas por la simpatía; asociación que no tendrá ya origen en el instinto de conservación personal, sino en una simpatía reconocida de que nadie quedará excluido, sino en que cabrá todo el mundo sobre la base de la igualdad. Siempre ocurre que la humanidad no prevé sus propios cambios, no nota que sus sentimientos se derivan del pasado, y no del porvenir. Ver el porvenir ha sido siempre privilegio del hombre superior, o de sus adeptos; sentir como las gentes futuras, es la gloria y el tormento de un corto número de escogidos. Las instituciones, los libros, la educación, la sociedad, todo prepara a los hombres para el antiguo régimen mucho tiempo después de alborear el nuevo; con más razón cuando aún está por venir.

La gran virtud de los seres humanos racionales y nobles es la aptitud para vivir juntos como iguales, sin reclamar para sí nada más de lo que libremente se otorga a otro; para considerar el mando, cualquiera que sea, como necesidad excepcional, y en todo caso como necesidad temporal; para preferir en lo posible la sociedad de sus iguales en derechos y señorío. En la vida tal como está constituida hoy, no se cultivan estas virtudes ejercitándolas. La familia es una escuela de despotismo donde las virtudes del sistema absoluto y también sus vicios hallan alimento abundante. La vida política en los países libres parece una escuela en que se aprende igualdad, pero la vida política no llena más que un pequeño hueco en el vivir moderno; no penetra en las costumbres y no alcanza a los sentimientos más íntimos. La familia constituida sobre bases justas sería la verdadera escuela para las virtudes propias de la libertad.

Ciertamente no es esta teoría que expongo la clásica y ortodoxa. La familia será siempre escuela de obediencia para los hijos y de mando para los padres. Solicito que además sea una escuela de simpatía en la igualdad, de vida en común en el amor, en que no esté todo el poder de un lado y toda la obediencia de otro; así debe ser la familia para los padres. Se aprenderían entonces en ella las virtudes necesarias en las demás asociaciones; los hijos encontrarían un modelo de los sentimientos y conducta que deben llegar a serles naturales y habituales y que se trata de inculcarles por la sumisión que se les exige durante el período educativo. La educación moral no se adaptará nunca a las condiciones de un género de vida, en que todo progreso no es más que una preparación mientras no se obedezca en la familia a la misma ley que regula la constitución moral de la sociedad humana. El sentimiento de la libertad, tal cual puede existir en un hombre que basa sus afectos más vivos en seres de quienes es amo absoluto, no es el amor verdadero o el amor cristiano de la libertad, es el amor de la libertad como existía generalmente entre los antiguos y en la Edad Media; un sentimiento intenso de la dignidad y la importancia de su personalidad propia, que hace encontrar degradante para sí mismo un yugo, que ni inspira horror ni desagrada imponer a los demás por egoísta interés o por satisfacción vanidosa.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Por qué mejoran las leyes.-Personas buenas en la práctica e indiferentes a los principios.-San Pablo y la obediencia de la mujer.-Sentido de las palabras del Apóstol.-Los estacionarios.-Ley del embudo.


Estoy dispuesto a admitir, y en eso fundo mis esperanzas, que muchas personas unidas conyugalmente bajo la ley actual,-probablemente la mayoría de las clases superiores,-viven según el espíritu de una ley de igualdad y justicia. Las leyes nunca mejorarían si no hubiese personas de sentimientos morales más altos que las leyes existentes: esas personas deberían sostener los principios que yo defiendo aquí, y que tienen por único objeto conseguir que todas las parejas se les asemejen. Pero el hombre de gran valor moral, si no le acompaña un espíritu filosófico, no deja de creer que las leyes y costumbres que personalmente no le han molestado, no producen ningún mal, que hasta quizá engendran el bien, cuando obtienen la aprobación general, en apariencia, y que están en un error los que formulan protestas y objeciones. Esta clase de personas buenas y poco discursivas, no piensa ni una vez al año en las condiciones legales del lazo que las une; vive y siente como si fuesen iguales ante la ley, y acaso sueñan que pasa lo mismo en todas las uniones, si el marido no es un miserable rematado. Lo cual prueba tanto desconocimiento de la naturaleza humana, como de la realidad de la vida. Cuanto menos sirve un hombre para la posesión del poder; cuantas menos probabilidades tiene de que se le autorice para ejercerlo sobre una persona con su consentimiento voluntario, tanto más se felicita del poder que la ley le regala, tanto más ejerce sus derechos legales con todo el rigor que permite la costumbre (costumbre de sus semejantes), y tanto más goza en emplear su dominio, en avivar el agradable sentimiento de poseerle. Sobre todo, en esa parte de las clases inferiores donde la brutalidad originaria se ha conservado mejor y corre más desprovista de nociones morales, la esclavitud moral de la mujer y su obediencia pasiva a la voluntad del marido inspira, a éste una especie de desprecio, que no siente hacia otra mujer, ni hacia ninguna otra persona, y que le lleva a tratar a su esclava como a objeto nacido para sufrir toda especie de indignidades. Que nos contradiga un hombre capaz de observar bien y a quien no falten ocasiones de hacer esa observación; pero si ve las cosas como nosotros, que no se asombre de la repugnancia e indignación que nos inspiran instituciones que llevan al hombre a ese grado de depravación profunda.

Tal vez me dirán que la religión impone a la mujer el deber de la obediencia. Cuando una cosa es manifiestamente tan mala que nada la puede justificar, salen por el registro de que la impone la religión. Verdad que la Iglesia prescribe la obediencia en sus formularios; pero mal se aviene esta prescripción con las doctrinas fundamentales del cristianismo. Nos cuentan que San Pablo dijo: «Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos.» También dijo a los esclavos: «Obedeced a vuestros amos.» El propósito de San Pablo no era incitar a la rebelión contra las leyes vigentes: instigaciones de tal naturaleza no convenían a la propagación del cristianismo. Porque el Apóstol aceptase las instituciones sociales como las encontraba, no hay que deducir que desaprobase los esfuerzos que se pudiesen realizar en tiempo útil para mejorarlas. No sería lícito decir tampoco que al declarar que «todo poder viene de Dios», sancionase el Apóstol el despotismo militar, ni que reconociese esta forma de gobierno como cristiana y nos impusiese la obediencia absoluta. Pretender que el cristianismo tenía por objeto estereotipar todas las formas de gobierno y de sociedad existentes entonces, es ponerle al nivel del islamismo o del brahmanismo. Precisamente porque el cristianismo no las estereotipaba, han sido los cristianos la parte progresiva de la humanidad, y el islamismo, el brahmanismo y las religiones análogas, las de la parte estacionaria, o, mejor dicho, de la parte retrógrada, puesto que no hay sociedad estacionaria realmente. En todas las épocas del cristianismo existieron gentes empeñadas en hacer de él algo que se parezca a esas religiones inmóviles, y de los cristianos algo así como musulmanes con Biblia; esas gentes han tenido gran poder, y muchos hombres se han visto precisados a sacrificar su vida para resistirles; pero se les ha resistido, y esa resistencia nos hizo cual hoy somos y nos hará cual debemos ser andando el tiempo.

Después de lo dicho acerca de la obligación de obedecer, es superfluo añadir nada respecto al punto secundario de esta gran cuestión: el derecho de la mujer a disponer de sus bienes. No tengo esperanzas de que este escrito cause impresión alguna sobre las personas a quienes sería preciso demostrar que los bienes que la mujer hereda o que son fruto de su trabajo, deben pertenecerle después del matrimonio, como le hubiesen pertenecido antes. La regla es muy sencilla: todo lo que pertenecería al marido o a la mujer, si no se hubiesen casado, quedará bajo su exclusiva dirección durante el matrimonio, lo cual no les impide unirse por medio de un pacto, a fin de conservar sus bienes para sus hijos. Hay personas cuyos sentimientos se sublevan ante el pensamiento de la separación de bienes, como negación de la idea del matrimonio, o sea la fusión de dos vidas en una. Por mi parte, abogo tan enérgicamente como cualquiera por la comunidad de bienes, cuando es fruto de entera unidad de sentimientos de los copropietarios, que hace que entre ellos todo sea común. Pero no gusto de la doctrina expresada en la redondilla siguiente:


        «No tendremos desafío
Por eso, niña de Dios.
Bien está: lo mío, mío,
Y lo tuyo... de los dos.»

Ni en provecho propio aceptaría trato semejante.




ArribaAbajoCapítulo XV

Los bienes patrimoniales de la mujer.-Organización probable del matrimonio venidero.-Aunque se abran a la mujer todos los caminos honrosos, probablemente elegirá más a menudo el de la familia.


La injusticia de este género de opresión que pesa sobre las mujeres está generalmente reconocida; se puede remediar sin tocar para nada los demás aspectos de la cuestión, y no hay duda que será la primera que se borre. Ya en muchos Estados nuevos, y en varios de los antiguos Estados de la Confederación americana, figuran, no sólo en el Código, sino en la Constitución, leyes que aseguran a las mujeres los mismos derechos que a los hombres desde este punto de vista, y mejoran en el matrimonio la situación de las mujeres que poseen bienes, dejando a disposición de la esposa un poderoso instrumento, de que no se desprende al casarse. Impídese de este modo que por un escandaloso abuso matrimonial se apodere un caballerito de los bienes de una joven, persuadiéndola a que se case sin contrato previo. Cuando el sostenimiento de la familia descansa, no sobre la propiedad, sino sobre lo que se gana trabajando, me parece que la división más conveniente del trabajo entre los dos esposos es aquella usual en que el hombre gana el sustento y la mujer dirige la marcha del hogar. Si al trabajo físico de dar hijos, con toda la responsabilidad de los cuidados que exigen y la de su educación en sus primeros años, añade la mujer el deber de aplicar con atención y economía al bienestar de la familia las ganancias del marido, ya toma sobre sí buena parte, de ordinario la más pesada, de los trabajos corporales y espirituales que pide la unión conyugal. Si asume otras cargas, rara vez las abandona, pero se pone en la imposibilidad de cumplirlas bien. En el cuidado de los hijos y de la casa nadie la sustituye; los hijos que no mueren crecen abandonados, y la dirección de la casa va tan mal, que su descuido puede traer pérdidas mayores que las ganancias granjeadas a cuenta del desbarajuste doméstico.

No es de desear, pues, según entiendo, que en una justa división de cargos contribuya la mujer con su trabajo a sostener la familia. En el actual injusto estado de cosas puede serla útil, porque la realza a los ojos del hombre, su dueño legal; pero, por otra parte, eso permite al marido mayor abuso del poder, obligándola al trabajo y dejándola el cuidado de remediar con su esfuerzo las necesidades de la familia, mientras él pasa el tiempo bebiendo y sin hacer nada. Es esencial para la dignidad de la mujer que sepa ganarlo, si no disfruta propiedad independiente, aunque nunca haya de hacer uso de su derecho a la ganancia. Pero si el matrimonio fuese un contrato equitativo, que no implicase la obligación de la obediencia; si la unión dejase de ser forzada y de oprimir y de ser para la esposa esclavitud más o menos encubierta; si una separación equitativa (ahora no aludo sino al divorcio) pudiese obtenerla toda mujer que tuviese derecho a solicitarla, y si esta mujer hallase entonces expeditos caminos tan honrosos como un hombre, no necesitaría para encontrar protección, durante su matrimonio, hacer uso de tales medios.

Del mismo modo que un hombre elige su profesión, se puede presumir que una mujer, cuando se casa, elige la dirección de un hogar y la educación de una familia como fin principal de sus esfuerzos durante los años de vida necesarios para el cumplimiento de esta tarea, y que renuncia, no a otra ocupación, sino a todas las que no sean compatibles con las exigencias de la principal. Esta es la razón que prohíbe a la mayoría de las mujeres casadas el ejercicio habitual o sistemático de toda ocupación que las llame fuera del hogar, o que no pueda cumplirse dentro de él. Pero es preciso que las reglas generales cedan libremente el paso a las aptitudes especiales, y nada debe oponerse a que las mujeres dotadas de facultades excepcionales y propias para cierto género de ocupación obedezcan a su vocación, no obstante el matrimonio, siempre que eviten las alteraciones que podrían producirse en el cumplimiento de sus funciones habituales de amas de casa. Si la opinión viese claramente los términos de este problema, no habría ningún inconveniente en dejarla regular sus varias y discretas soluciones, sin que la ley tuviese que intervenir.

Creo que no me costaría gran trabajo persuadir a los que me han seguido en la cuestión de la igualdad de la mujer y el hombre en el seno de la familia, de que este principio de completa igualdad trae consigo otra consecuencia, la admisión de las mujeres a las funciones y ocupaciones que hasta aquí han sido privilegio exclusivo del sexo fuerte; pues entiendo que si se las considera incapaces para esas ocupaciones, es con el fin de mantenerlas en el mismo estado de subordinación en la familia, porque los hombres no pueden resignarse aún a vivir entre iguales. No siendo por esto, creo que casi todo el mundo, en el estado actual de la opinión en materias políticas y económicas, reconocería lo injusto de excluir a la mitad de la raza humana del mayor número de ocupaciones lucrativas y de casi toda elevada posición, y decretar, o que por el hecho de su nacimiento las mujeres no son ni pueden llegar a ser capaces de desempeñar cargos legalmente accesibles a los miembros más estúpidos y más viles del otro sexo, o que, a pesar de su aptitud, les estarán vedados esos cargos y reservados exclusivamente a los varones.

En los siglos XVI y XVII apenas se pensaba en invocar otra razón que el hecho mismo para justificar la incapacidad legal de las mujeres, y no se atribuía a inferioridad de inteligencia, en que nadie realmente creía; las luchas de la vida pública ponían a prueba la capacidad de las gentes, y las mujeres no se eximían enteramente de tomar parte en tales luchas. La razón que alegaban entonces, no era la ineptitud de las mujeres, sino el interés de la sociedad, es decir, el interés de los hombres; del mismo modo que la frase razón de Estado, significaba la conveniencia del gobierno y la defensa de la autoridad constituida, y bastaba para explicar y excusar los más horribles crímenes. En nuestros días, el poder usa un lenguaje más insidioso, y cuando oprime a cualquiera, alega siempre que es para hacerle bien. En virtud de este cambio, cuando se prohíbe algo a las mujeres, se empieza por decir con antipático tartufismo que al aspirar a esos puestos se salen del verdadero camino de la felicidad. Para que esta razón fuese plausible (no digo buena), sería preciso que quien la propala tuviese valor para emprender el camino de la experiencia, como hasta el día no lo emprendió nadie. No basta sostener que las mujeres son, por término medio, inferiores a los hombres en lo que se refiere a las más altas facultades mentales, o que hay menos mujeres propias para desempeñar funciones que exigen gran inteligencia. Es preciso sostener en absoluto que ninguna mujer es propia para tales funciones, y que las más eminentes son inferiores en mérito intelectual al hombre más zote, a quien estas funciones se confían hoy; porque si la función se ganase por concurso o por vía electoral, con todas las garantías capaces de servir de salvaguardia al interés público, no habría que temer que ningún empleo importante cayese en manos de mujeres inferiores al tipo mediano viril o a la medianía de sus competidores del sexo masculino. Lo más que podría suceder, es que hubiese menos mujeres que hombres ejerciendo tales cargos, lo cual ocurriría siempre, porque la mayoría de las mujeres preferirían probablemente la única función que nadie puede disputarles.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Las mujeres han revelado la misma aptitud que el hombre para los cargos públicos.-Perjuicios que se irrogan a la sociedad con esterilizar el talento de la mujer.-Los límites de la acción femenina los ha de señalar su ejercicio práctico.-Altas dotes de gobierno de la mujer, probadas por la experiencia.


Por otra parte, el detractor más apasionado de la mujer no se atreverá a negar que, si a la experiencia del presente añadimos la del pasado, las mujeres, y no en corto número, sino en gran cantidad, se han mostrado capaces de hacer tal vez, sin excepción alguna, lo que hacen los hombres, y hacerlo con éxito y gloria. A lo sumo, podrá decirse que hay empresas en que no han logrado tanto éxito como ciertos hombres; que en otras no han obtenido el primer puesto; pero en pocas que dependan de las facultades intelectuales han dejado de alcanzar el segundo. ¿No es bastante, no es sobrado para probar que supone tiranía contra la mujer y perjuicio para la sociedad el no consentirla entrar en concurso con los hombres en el ejercicio de las funciones sociales, intelectuales y políticas? ¿No nos consta que mil veces las desempeñan hombres mucho menos aptos que las mujeres que les vencerían en cualquier equitativo concurso? ¿Hay tal sobra de hombres aptos para las altas funciones, que tenga derecho la sociedad a despreciar los servicios de una persona competente? ¿Estamos tan ciertos de tener siempre a mano un varón ilustre para toda función social importante que pueda vacar, que no perdamos nada con declarar incapaz a medio género humano, rehusando a priori tomar en cuenta sus facultades, su talento y sus méritos? Aun cuando pudiésemos prescindir de esta suma de facultades, ¿cómo conciliar la justicia con la negación de la parte de honor y distinciones que les pueda caber y del derecho moral de todo ser humano a escoger sus ocupaciones (excepto las que ceden en perjuicio de otros), según sus propias preferencias y por cuenta propia?

Y no para aquí la injusticia, pues daña también a los que podrían aprovecharse de los servicios de esas mujeres hoy incapacitadas. Estatuir que determinadas personas estén excluidas de la profesión médica, del foro o del Parlamento, es, no sólo lesionar a esas personas, sino a cuantas quisiesen utilizar sus servicios médicos, forenses o parlamentarios; es suprimir, en detrimento suyo, la influencia que un número mayor de concurrentes ejercería sobre los competidores; es restringir el campo de su elección y la libertad de su iniciativa.

Me limitaré, en los detalles de mi tesis, a las funciones públicas, y creo que bastará; pues si logro probar mi tesis en este punto, se me concederá fácilmente que las mujeres deberían ser admitidas a las demás ocupaciones. Empezaré por una función muy diferente de todas, en la que no se las puede disputar su ejercicio alegando ninguna excepción basada en la fisiología. Quiero hablar del derecho electoral, así en el Parlamento como en los Cuerpos provinciales y municipales. El derecho a tomar parte en la elección de los que han de recibir mandato público, es distinto del derecho de concurrir a la obtención del mandato. Sí no pudiésemos votar a un candidato para el Parlamento sino a condición de tener las mismas cualidades que debe reunir el candidato, el gobierno sería una oligarquía muy restringida. La posesión de votos para la elección de la persona que ha de gobernarnos, es un arma de protección en manos quien carece de condiciones para ejercer la función gubernamental.

Hay que suponer que las mujeres son aptas para esta elección, puesto que la ley les concede derecho electoral en el caso más grave para ellas. La ley permite a la mujer que escoja el hombre que debe gobernarla hasta el fin de su vida, y siempre supone que esta elección se ha hecho voluntariamente. En casos de elección para los cargos públicos, toca a la ley rodear el ejercicio del derecho del sufragio de todas las garantías y restricciones necesarias; pero cualesquiera que sean las precauciones que se tomen con los hombres, no se precisa tomar más con las mujeres. Cualesquiera que sean las condiciones y restricciones impuestas al hombre para admitirle a tomar parte en el sufragio, no hay ni sombra de razón para no admitir a la mujer bajo las mismas condiciones. Probablemente la mayoría de las mujeres de una clase compartiría las opiniones de la mayoría de los hombres de esta clase misma, a menos que la cuestión se refiriese a los intereses de su sexo, en cuyo caso el derecho de sufragio vendría a ser para las mujeres única garantía de que sus reclamaciones se examinasen con equidad. Esto lo creo evidente aun para los que no comparten las demás opiniones que yo defiendo. Aun cuando todas las mujeres fuesen esposas; aun cuando todas las esposas debieran ser esclavas, paréceme doblemente necesario conceder a esas esclavas protección legal, porque ya sabemos la protección que los esclavos pueden esperar cuando por sus amos están hechas las leyes.

En cuanto a la aptitud de las mujeres, no sólo para tomar parte en las elecciones, sino para ejercer funciones públicas o profesiones que lleven consigo pública responsabilidad, ya he advertido que esta consideración nada importa en el fondo a la cuestión práctica que discutimos. En efecto, toda mujer que sale adelante en la profesión que se le ha permitido abrazar, prueba, ipso facto, que es capaz de desempeñarla. En cuanto a los cargos públicos, si el régimen político del país está constituido de manera que excluya al hombre incapaz, excluirá también a la mujer incapaz; y si no es así, el mal no aumenta ni disminuye porque el funcionario incapaz sea una mujer en vez de un hombre. Desde que reconocemos en algunas mujeres, por pocas que sean, capacidad para llenar tales cargos, las leyes que se los vedan no pueden justificarse con apreciaciones severas de las aptitudes de la mujer en general. Pero si esta consideración no toca a lo esencial de la cuestión, no por eso niego su valor; examinada sin prejuicios, da nueva fuerza al argumento contra la incapacidad de la mujer, y le presta el apoyo de altas razones de utilidad pública.

Eliminemos desde luego toda consideración psicológica que tire a probar que las supuestas diferencias mentales entre el hombre y la mujer no son sino efecto natural de diferencias de educación, y, lejos de indicar una inferioridad radical, prueban que en su naturaleza no existe ninguna fundamental diferencia. Veamos las mujeres como son o como consta que han sido, y juzguemos la aptitud que han revelado ya en graves asuntos. Es evidente que, hoy, pueden seguir haciendo lo que ya hicieron (no me parece que me extralimito). Si consideramos cuán esmeradamente las desvía su educación de los objetos y ocupaciones reservadas a los hombres, en lugar de prepararlas, como a ellos se les prepara, a la función pública, se verá que no me muestro muy exigente, cuando me contento con tomar por base lo que las mujeres han llegado a conseguir en realidad. Una prueba negativa, en el caso presente, no tiene más que insignificante valor, mientras la más leve prueba positiva no admite réplica. No cabe deducir que ninguna mujer podrá jamás ser un Homero, un Aristóteles, un Miguel Ángel o un Beethoven, por la razón de que ninguna mujer haya producido hasta el día obras maestras comparables a las de esos poderosos genios, en los géneros en que brillaron. Este hecho negativo deja la cuestión indecisa y la entrega a las discusiones psicológicas. Pero es cierto, es indudable que la mujer ha podido ser una reina Isabel, una Débora o una Juana de Arco; esos son hechos, no raciocinios. Por lo demás, es curioso que las únicas cosas que la ley actual veda a la mujer sean las mismas de que se ha mostrado capaz. Ninguna ley prohíbe a las mujeres escribir dramas como Shakespeare ni óperas como Mozart; pero la reina Isabel y la reina Victoria, si no hubiesen heredado el trono, no hubiesen podido ejercer la más ínfima función política, y ya sabemos la talla política que la primera de estas dos reinas alcanzó.

Si la experiencia prueba algo, fuera de todo análisis psicológico, es que aquello de que las mujeres están excluidas es justamente para lo que mas sirven, puesto que su vocación para el gobierno se ha probado y ha brillado en las circunstancias singulares en que pudieron demostrarla, mientras en los caminos gloriosos que, al parecer, les estaban abiertos, no han obtenido tanta prez. La historia inscribe en sus anales corto número de reinas en comparación con el de reyes; y aun dentro de este corto número, la proporción de las mujeres que han mostrado genio para gobernar es mucho mayor que el del hombre, aun cuando muchas reinas han ocupado el trono en circunstancias bien difíciles. Es preciso notar que también han solido distinguirse por mostrar las cualidades más opuestas al carácter peculiar y convencional que se atribuye a su sexo, luciéndose tanto por la firmeza y vigor en regir el Estado como por su inteligencia y diplomacia. Si a las reinas y emperatrices sumamos las regentes y las gobernadoras de provincias, la lista de las mujeres que brillantemente han gobernado a los hombres resulta muy larga1.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Los favoritos y las favoritas.-¿Qué aptitudes especiales tienen las madres, esposas y hermanas de los reyes, que no tienen las de los súbditos?-Atrofia de las facultades de la mujer.


Este hecho es tan indiscutible, que para refutar los argumentos hostiles al principio establecido se recurre a un insulto nuevo, diciendo que si las reinas valen más que los reyes, es porque en tiempo de los reyes las mujeres son las que gobiernan, mientras en tiempo de las reinas gobiernan los hombres.

Es perder tiempo argumentar contra una bufonada insulsa; pero cierta clase de razones causa impresión en la gente irreflexiva, y he oído citar esta broma a personas que parecían encontrar en ella algo serio y muy profundo. De todos modos, la supuesta gracia me servirá también de punto de partida en la discusión. Niego, por lo pronto, que en tiempo de los reyes gobiernen las mujeres. Los ejemplos, si hubiese alguno, son del todo excepcionales; y si los reyes débiles han gobernado mal, tan frecuente es que haya sucedido por influencia de sus favoritos como por la de sus favoritas. Cuando una mujer guía a un rey mediante el amor, no hay que esperar buen gobierno, aunque existan algunas excepciones. En desquite, vemos en la historia de Francia dos reyes que entregaron voluntariamente la dirección de los negocios, durante muchos años, el uno a su madre, el otro a su hermana: este último, Carlos VIII, era un niño, pero se ajustaba a las intenciones de su padre Luis XI; el otro, Luis IX, era el rey mejor y más enérgico que ocupó el trono desde Carlo-Magno. Ambas princesas gobernaron de tal modo, que ningún príncipe las aventajó.

El emperador Carlos V, el soberano más hábil de su siglo, que tuvo a su servicio mayor número de hombres de talento que ningún príncipe, y que era muy poco dado a sacrificar intereses a sentimientos, confió, durante toda su vida, el gobierno de los Países Bajos, sucesivamente, a dos princesas de su familia (después las reemplazó otra tercera), y la primera, Margarita de Austria, pasa por uno de los mejores políticos de la época. Basta con esto para el primer punto de la cuestión; pasemos al otro.

Cuando dicen que en tiempo de las reinas gobiernan los hombres, ¿trátase de indicar lo mismo que cuando se acusa a los reyes de dejarse guiar por las mujeres? ¿Se insinúa que las reinas escogen para instrumento de gobernación a los hombres que asocian a sus placeres? No es muy frecuente el caso, ni en tiempo de las princesas menos timoratas y más sensuales, como Catalina II, por ejemplo; y cuando esto ocurre, no veo ni rastros de ese buen gobierno atribuido a la influencia de los hombres. Si bajo el reinado de una mujer la administración está confiada a hombres superiores, a la mayoría de los que eligen los reyes, preciso es que las reinas tengan más aptitud para escogerlos que los reyes, y que sirvan más que los hombres, no sólo para el trono, sino también para llenar las funciones de primer ministro; porque el principal oficio del primer ministro no es el de gobernar en persona, sino encontrar los sujetos más hábiles para regir las distintas secciones de los negocios públicos. Es verdad que generalmente las mujeres gozan fama de conocer más pronto que los hombres los caracteres y las cualidades morales de un individuo, y que esta ventaja debe hacerlas más a propósito para la elección de auxiliares, negocio importantísimo al que ha de gobernar. La inmoral Catalina de Médicis supo apreciar el valor del canciller L'Hopital. Pero también es verdad que las mayores reinas lo han sido por su propio talento, y de él sacaron éxito y honor.

Han tenido en sus manos la dirección suprema de los negocios, y escuchando a buenos consejeros, dieron la mejor prueba de que su juicio las hacía aptas para tratar las supremas cuestiones de gobierno. ¿Es racional pensar que quien puede desempeñar las funciones más importantes en el orden político sea incapaz para otras más insignificantes? ¿Hay razón natural para que las mujeres y hermanas de los príncipes sean tan capaces como éstos para sus asuntos, mientras las esposas y hermanas de los hombres de Estado, administradores, directores de compañías y jefes de establecimientos públicos nacen incapaces para hacer lo mismo que sus maridos y hermanos? La razón salta a la vista: las princesas están muy por cima de la generalidad de los hombres, a quienes se hallan sometidas por su sexo, y no se ha creído nunca que careciesen de misión para ocuparse en política; al contrario, se las reconoce el derecho de tomarse interés en todos los problemas que se agitan a su alrededor, y consagrar a aquello que puede afectarlas directamente el celo generoso que naturalmente sienten todos los humanos. Las damas de las familias reinantes son las únicas a quienes se reconoce derecho a compartir los intereses y la libertad de los hombres: para las damas de familia reinante no hay inferioridad de sexo. En todas partes, y según se ha puesto a prueba la capacidad de las mujeres para el gobierno, las veremos a la altura de su cargo, reinando con tanta dignidad y fortuna como el hombre.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Aptitud especial de la mujer para la vida práctica.-La mujer es autodidacta: se educa a sí propia.-Huye de las abstracciones y busca las realidades.-Todo pensador gana mucho al comunicar sus ideas con una mujer de claro entendimiento.


Este hecho confirma las enseñanzas que deducimos de la experiencia, incompletísima hoy por hoy, de las tendencias especiales y aptitudes características de la mujer, tal cual se han manifestado hasta el día. Y no digo tal cual se mostrarán en lo sucesivo, porque lo he declarado más de una vez; creo absolutamente imposible que al presente decidamos lo que las mujeres son o no son, y lo que pueden llegar a ser, dadas sus aptitudes naturales; pues en vez de dejarlas desarrollar espontáneamente su actividad, las hemos mantenido hasta la fecha en un estado tan opuesto a lo que la naturaleza dicta, que han debido de sufrir modificaciones artificiales, y, digámoslo así, jorobarse moralmente. Nadie puede afirmar que, si se hubiese permitido a la mujer como se permite al hombre abrirse camino; si no se la pusiesen más cortapisas que las inherentes a las condiciones y límites de la vida humana, límites a que han de sujetarse ambos sexos, hubiese habido diferencia esencial o siquiera accidental entre el carácter y las aptitudes de los dos. Me ofrezco a demostrar que, de las diferencias actuales, las más salientes, las menos discutibles, pueden atribuirse a las circunstancias, y de ningún modo inferioridad o diversidad de condiciones.

Pero si aceptamos la mujer tal cual la experiencia nos la ofrece, bien podemos afirmar con harto fundamento, y apoyándonos en la observación diaria, que sus aptitudes generales la llevan a dominar las cuestiones del orden práctico. El estudio de la historia de la mujer en el presente o en el pasado, confirma y corrobora lo que vemos a cada instante en nuestra casa y en la ajena. Consideremos las facultades intelectuales que suelen caracterizar a las mujeres de gran talento: son facultades propias para la práctica, y en la práctica se cifran. He oído decir que la mujer posee facultad de intuición. Y eso, ¿qué significa? Sin duda la intuición representa un golpe de vista rápido y exacto, relativo a un hecho inmediato. Esta cualidad no tiene nada que ver con el don de comprender los principios generales. Por la intuición no llega nadie a sorprender una ley de la naturaleza ni a conocer una regla general de deber o de prudencia y virtud. Para esto último hay que apreciar despacio y con esmero varios datos experimentales, y luego compararlos, y ni las mujeres ni los hombres de rápida intuición brillan generalmente en esta tarea, a menos que la experiencia necesaria sea de tal naturaleza que puedan adquirirla de cosecha propia, deduciéndola de su misma vida y hechos. Lo que llamamos su sagacidad intuitiva, es una cualidad que los hace maravillosamente aptos para recoger las verdades generales, si están al alcance de su personal observación. Cuando, por casualidad, la mujer se asimila, lo mismo que el hombre, los frutos de la ajena experiencia en virtud de lecturas o instrucción (no me sirvo sin misterio de la palabra casualidad, porque las únicas mujeres adornadas con los conocimientos propios para generalizar ideas, son las que se han instruido a sí mismas, las autodidactas), queda mejor pertrechada que la mayoría de los hombres con los instrumentos defensivos que preparan el éxito en el terreno práctico. Los hombres de gran cultura están expuestos a no comprender el hecho que ven y tocan, y a no interpretarlo tal cual es en realidad, sino con arreglo a prejuicios de educación clásica. Rara vez yerran así mujeres de cierta capacidad. Su facultad intuitiva las preserva de errores.

Con la misma dosis de experiencia y las mismas facultades generales, una mujer ve de ordinario más claro y caza más largo que el hombre, en cuestiones de práctica y de hechos. Y este sentido de lo presente, de lo inmediato, es la principal cualidad que determina la aptitud para la vida práctica, en el sentido en que suele considerarse opuesta a la teoría. El descubrimiento de principios generales pertenece a la facultad especulativa; el descubrimiento y determinación de los casos particulares en que estos principios son o no son aplicables, está sometido a la facultad práctica; y las mujeres, tal cual se muestran hoy, lucen en este respecto singular aptitud. Reconozco que no puede haber verdadera vida práctica sin principios, y que la importancia predominante de la rapidez en observar, característica de la mujer, la hace extraordinariamente apta para construir generalizaciones prematuras sobre el cimiento de su observación personal, si bien la mujer rectifica pronto, a medida que su observación se va haciendo más amplia y más extensa. El defecto se corregirá de suyo cuando la mujer tenga libre acceso a la experiencia de la humanidad, a la ciencia, al estudio, a la alta cultura. La educación ha de abrirles tan hermoso horizonte. Los errores de la mujer son muy análogos a los del hombre inteligente que se ha instruido a sí mismo, y que suele verlo que los hombres educados en la rutina no ven, pero también suelen equivocarse por ignorancia en cosas muy familiares para la gente estudiosa y docta. Este mismo hombre, aunque poco instruido, ya posee gran parte de los conocimientos acumulados por el género humano, y sin los cuales a nada se llega; pero lo que sabe de ellos lo ha sorprendido a salto de mata, de un modo fragmentario, como las mujeres.

Si esta afición del entendimiento de la mujer al hecho real, presente, actual, puede en sí misma, y aun extrínsecamente, dar origen a errores, es también el remedio más útil contra el error que podemos llamar especulativo. La aberración principal de los entendimientos especulativos, la que mejor les caracteriza, es precisamente la carencia de esta percepción viva y presente siempre del hecho objetivo; y por esta deficiencia están expuestos, no sólo a no hacer caso de la contradicción que los hechos exteriores pueden oponer a sus teorías, sino a perder totalmente de vista el fin legítimo de la especulación y a dejar que sus facultades se vayan por los cerros de Úbeda, cerniéndose en regiones que no pueblan seres reales, animados o inanimados, ni siquiera idealizados, sino sombras creadas por ilusiones de la metafísica o por el puro embolismo de las palabras (flatus vocis) que nos quieren presentar los ideólogos como objeto real de la más alta y trascendental filosofía.

Para un hombre de teoría o de especulación que se dedica, no a reunir materiales para la observación, sino a manejarlos por medio de operaciones intelectuales y a extraer de ellos leves científicas o reglas generales de conducta, nada más útil que llevar adelante sus especulaciones con el auxilio y bajo la censura de una mujer realmente superior. Nada tan provechoso para mantener el pensamiento en el límite que le señalan los hechos y la naturaleza. Pocas veces se dejará extraviar una mujer por las abstracciones. La tendencia habitual de su espíritu es ocuparse de cada cosa aisladamente, mejor que por grupos de ideas, y hay otra cosa relacionada con esta tendencia: su vivo interés por los sentimientos ajenos, que la lleva a considerar siempre en primer término el lado práctico, lo que puede afectar al individuo... Esa doble propensión la inclina a ser escéptica ante la especulación que olvida al individuo y trata las cosas como si no existiesen sino para alguna entidad imaginaria o pura creación del espíritu, que no puede referirse a sentimientos de seres humanos, vivos y tangibles. Las ideas de las mujeres son, pues, utilísimas para encarnar en la realidad las del pensador, así como las ideas de los hombres para dar extensión y generalidad a las de las mujeres. En cuanto a la profundidad distinta de la amplitud, dudo mucho que, aun hoy, si las comparamos con los hombres, muestren las mujeres inferioridad notable.




ArribaAbajoCapítulo XIX

La mujer no acepta convencionalismos en el orden del pensamiento.-Los nervios en la mujer.-Causas del predominio del temperamento nervioso.-Falsa educación de la mujer.-Remedios contra la neurosis.


Si las cualidades mentales de la mujer, según son en el día, pueden prestar a la especulación tan beneficioso concurso, desempeñan papel todavía más importante cuando la especulación ha cumplido su tarea y se trata de llevar a la práctica los resultados de la teoría. Por las razones ya indicadas, las mujeres están menos expuestas a caer en el error común de los hombres, de aceptar reglas, cuando éstas no son prácticamente aplicables, o cuando convendría modificarlas en su aplicación. Examinemos ahora otra superioridad ya reconocida en las mujeres inteligentes: una prontitud y viveza para la resolución mayor que la del hombre. ¿Acaso el predominio de esta cualidad no hace a las personas muy aptas para los negocios? En la acción, el éxito pende siempre de una decisión pronta.

En la especulación pasa lo contrario: un-pensador puede y debe esperar, tomarse tiempo para reflexionar, inquirir nuevas pruebas más convincentes, y el temor de perder la ocasión oportuna no le compele a formular de una vez sus teorías y raciocinios. La facultad de deducir con ayuda de datos insuficientes la mejor conclusión posible, no deja de ser útil en filosofía; la construcción de una hipótesis provisional, sirviéndose de los hechos conocidos, suele ser base necesaria para toda averiguación ulterior. Sin embargo, esta facultad reflexiva la considero ventajosa, no indispensable, en filosofía, y para esta operación auxiliar del juicio como para la principal y altísima, el pensador puede tomarse el tiempo que guste. No hay motivo para apresurarse; antes bien, convienen mucho el seso y la paciencia, a fin de proceder lentamente, hasta que los vagos resplandores que divisa se conviertan en vivas luces y las conjeturas se determinen bajo forma de teoremas. Por el contrario, cuando se trata de fijarse únicamente en lo fugitivo y en lo perecedero, en los hechos particulares, no en especies de hechos, la agilidad del pensamiento no cede en importancia sino a la facultad misma de pensar. Quien no tiene sus facultades prontas y disponibles en circunstancias en que se impone la acción, es como si careciese de esas mismas facultades. Podrá el individuo tardío en resolver ser apto para la práctica, no para la acción. En este particular, las mujeres, y los hombres que más se parecen psíquicamente a las mujeres, tienen una superioridad reconocida. Los demás varones, por eminentes, aptos y talentudos que sean, no dominan sus aptitudes, no las pueden amoldar a las circunstancias. La rapidez en el juicio y la prontitud en ejecutar una acción oportuna son, en esa gente tardía, resultado gradual y lento de un esfuerzo vigoroso erigido va en costumbre.

Tal vez se me dirá que la susceptibilidad nerviosa de la mujer la hace incapaz para la práctica de todo lo que no sea vida doméstica, y se alegará que la mujer es voluble, únicamente sumisa a la influencia del momento, falta de perseverancia, y nunca segura de dominar sus facultades y aplicarlas según conviene. Creo que estas palabras resumen la mayor parte de las objeciones con que el vulgo suele condenar la aptitud femenina para los asuntos de orden superior. La mayoría de estas deficiencias son debidas a un exceso de fuerza nerviosa que se derrocha en vano, y cesarían así que la fuerza consabida pudiera emplearse en la persecución de un objeto serio y culminante.

Tampoco deja de provenir el neurosismo de la mujer de lo mucho que lo han estimulado, a propósito o sin querer, los que la dirigen, educan y fustigan: prueba de esto es la desaparición casi completa de los ataques de nervios, soponcios y convulsiones, desde que tanto pasaron de moda y cayeron en ridículo. Además, cuando una persona se cría en estufa, como suelen criarse muchas damas de alto copete (esto no es tan frecuente en Inglaterra como en otras naciones), lejos de toda corriente de aire y toda alteración atmosférica, y no se acostumbra a ejercicios ni a ocupaciones que excitan y desarrollan los sistemas circulatorio y muscular; mientras su sistema nervioso, y sobre todo las partes de este sistema que afectan las emociones, se mantengan en estado de actividad anormal, no hay que extrañar que esa persona, si no muere de consunción, contraiga un modo de ser físico propenso a alterarse con la menor causa externa o interna, y sea incapaz de soportar un trabajo material o mental que exija esfuerzo continuado, vigor y equilibrio. Pero las mujeres educadas y avezadas a ganarse la vida no presentan esos síntomas morbosos, a no ser que estén dedicadas a un trabajo sedentario excesivo y encerradas en locales insalubres. Las que en su juventud compartieron la saludable educación física y la libertad de sus hermanos; las que no carecieron ni de aire puro ni de ejercicio durante el resto de su vida, no suelen presentar indicios de una suceptibilidad nerviosa tan excesiva que las impida vivir normal y activamente.




ArribaAbajoCapítulo XX

El temperamento nervioso ¿incapacita para las funciones reservadas al hombre en el Estado?-Los nervios son una fuerza.-Influencia de los nervios en el carácter.-Los celtas, los suizos, los griegos, los romanos.-La concentración, buena para el pensamiento investigador, para la acción es funesta.


Es verdad que en uno y otro sexo hay personas en quienes es constitucional una sensibilidad nerviosa excesiva, con un carácter tan marcado e influyente, que impone al conjunto de fenómenos vitales su dominio y los somete a su dirección malsana. El temperamento nervioso, como otras complexiones físicas, es hereditario, y se transmite a los hijos y a las hijas; pero es posible y aun probable que las mujeres hereden más el temperamento nervioso que los hombres. Partamos de este dato y preguntemos si a los hombres de temperamento nervioso se les considera incapacitados para las funciones y ocupaciones que suelen desempeñar en sociedad los individuos de su sexo. Si no es así, ¿por qué razón las mujeres del mismo temperamento han de quedar excluidas de esas ocupaciones y cargos? Las condiciones propias del temperamento nervioso son sin duda, dentro de ciertos límites, un obstáculo para el éxito, en varias ocupaciones, y un auxiliar para conseguirlo, en otras. Pero cuando la ocupación es adecuada al temperamento, y aun en caso contrario, los hombres dotados de más exagerada sensibilidad nerviosa no dejan de ofrecernos brillantes ejemplos de éxito y capacidad. Se distinguen sobre todo por mayor finura y vibración de alma, por mayor excitabilidad que los de distinta constitución física; sus facultades, cuando están sobreexcitadas, ascienden más que en los otros hombres sobre el nivel del estado normal; los nerviosos se elevan, digámoslo así, por cima de sí mismos, y hacen con facilidad cosas difíciles que no serían capaces de realizar en otra ocasión.

Y nótese que esta excitación sublime no es, excepto en las constituciones débiles, un pasajero relámpago de inspiración que se apaga sin dejar rastro y que no puede aplicarse a la persecución constante y firme de un objeto. Lo propio del temperamento nervioso es ser capaz de una excitación sostenida durante una larga serie de esfuerzos. Por los nervios, un caballo de pura raza, diestro ya en la carrera, corre sin parar hasta caer muerto, lo cual se llama tener mucha sangre, y debiera llamarse tener muchos nervios. Esta cualidad es la que permite a mujeres delicadas manifestar la más sublime constancia, no sólo ante el cadalso, sino durante las largas torturas de espíritu y cuerpo que precedieron a su suplicio. Es evidente que las personas de temperamento nervioso son de especial capacidad para cumplir funciones ejecutivas en el gobierno de los hombres. Es la constitución esencial de los eximios oradores, de los grandes predicadores, de todo elocuente propagandista de las más sutiles influencias morales. Tal vez parezca menos favorable a las cualidades propias del hombre de Estado, del sabio sedentario, del magistrado, del profesor. Así sería, si fuese verdad que una persona excitable tiene que estar siempre en estado de excitación. Pero la excitabilidad se reprime y se educa. Una sensibilidad intensa es cabalmente el instrumento y la condición que nos permite ejercer sobre nosotros mismos poderoso imperio; sólo que, para alcanzar tal victoria en la sensibilidad, hay que cultivarla bien. Cuando ha recibido la debida preparación, no sólo forma los héroes impulsivos, sino los héroes de la voluntad que se posee a sí misma. La historia y la experiencia prueban que los caracteres más apasionados muestran mayor constancia y rigidez en afirmar el sentimiento del deber, cuando su pasión ha sido dirigida en el sentido de la energía moral. El juez que, contra sus más caros intereses, dicta sentencia justa en una causa, extrae de la propia sensibilidad el sentimiento enérgico de la justicia, que le permite obtener hermoso triunfo sobre sí propio.

La aptitud para sentir tan sublime entusiasmo nace del carácter habitual y sobre el carácter habitual reacciona. Cuando el hombre llega a este estado excepcional, sus aspiraciones y sus facultades son el tipo de comparación según el cual aprecia sus sentimientos y acciones anteriores. Las tendencias habituales se amoldan y se adaptan a esos movimientos de noble excitación, a pesar de su caducidad, efecto natural de la constitución física del hombre.

Lo que sabemos de las razas y de los individuos no demuestra que los temperamentos excitables sean, por término medio, menos a propósito para la especulación y para los negocios que los temperamentos linfáticos y fríos. Los franceses y los italianos tienen por naturaleza nervios más excitables que las razas teutónicas, y si se les compara a los ingleses, las emociones representan papel más importante en su vida diaria: pero ¿se desprenderá de aquí que sus sabios, sus hombres de Estado, sus legisladores, sus magistrados, sus capitanes han sido menos grandes que los nuestros? Está demostrado que los griegos eran antes, como hoy lo son sus descendientes y sucesores, una de las razas más excitables de la humanidad. ¿Pues en qué ramo o empresa no han sobresalido? Es probable que los romanos, también meridionales, tuviesen en su origen el mismo temperamento nervioso, pero la severidad de su disciplina nacional hizo de ellos, como de los espartanos, un ejemplo del tipo nacional opuesto, torciendo el cauce de sus sentimientos naturales en favor de los artificiales. Si estos ejemplos muestran lo que cabe hacer de un pueblo naturalmente excitable, los celtas irlandeses nos ofrecen saludable ejemplo de lo que puede llegar a ser abandonado a sí mismo, si es que puede decirse que un pueblo está abandonado a sí mismo cuando vive, durante siglos enteros, sometido a la influencia indirecta de un mal gobierno, de la Iglesia católica y de la religión que ésta enseña y practica. El carácter de los irlandeses debe, pues, considerarse como un ejemplo desfavorable a mi tesis: sin embargo, donde quiera que las circunstancias lo han consentido, ¿qué pueblo ha mostrado nunca mayor aptitud para muy variados géneros de superioridad?

Así como los franceses comparados con los ingleses, los irlandeses con los suizos, los griegos e italianos con los pueblos germánicos, la mujer comparada con el hombre hará, en suma, las mismas cosas que él, y si no consigue tanto éxito, la diferencia estribará más en la clase del éxito que en el grado. No veo sombra de razón para dudar que la mujer se igualaría al hombre, si su educación tendiese a corregir las flaquezas de su temperamento en lugar de agravarlas, como sucede en el día.

Admitamos que el ingenio de la mujer sea, por naturaleza, más versátil, menos capaz de perseverar en un orden de esfuerzos, más propio para repartir sus facultades entre muchas cosas que para progresar en su camino y llegar a la cima de un alto propósito; concedamos que suceda así a las mujeres, tal cual son ahora (aunque no sin muchas y muy honrosas excepciones), y que esto explique por qué no han subido adonde suben los hombres más eminentes en aquellas materias que exigen, sobre todo, que el entendimiento se absorba en larga serie de trabajos mentales. Siempre añadiré que esta diferencia es de aquellas que no afectan sino al género de superioridad, no a la superioridad en sí misma o a su valor positivo; y ahora falta que me prueben que este empleo exclusivo de una parte del intelecto, esta absorción de toda la inteligencia en un objeto solo, su concentración para una obra única, es la verdadera condición de las facultades humanas, hasta para la labor especulativa. Creo que el beneficio de esta concentración intelectual en una facultad especial, cede en perjuicio de las otras; y hasta en los empeños del pensamiento abstracto, he aprendido por experiencia que el entendimiento logra más examinando por distintos aspectos un problema difícil, que ahondándolo sin interrupción.

De todas suertes, en la práctica, desde sus objetos más altos hasta los más ínfimos, la facultad de pasar rápidamente de un asunto de meditación a otro, sin que el vigor del pensamiento se relaje en la transición, es de suma importancia: y esta facultad la posee la mujer, a causa de la volubilidad misma que se le imputa como delito. Tal vez esta volubilidad la deba a la naturaleza, pero a buen seguro que la costumbre entra por mucho; pues casi todas las ocupaciones de las mujeres se componen de una multitud de detalles, y a cada uno de ellos no puede el espíritu consagrar ni un minuto por verse obligado a pasar a otra cosa; de suerte que, si un asunto reclama mayor dosis de atención, hay que robarla a los momentos perdidos. Es proverbial que la mujer posee la facultad de trabajar mentalmente en circunstancias y momentos en que cualquier hombre ni aun lo intentaría, y que el pensamiento de la mujer, si ocupado únicamente por cosas pequeñas, no admite la ociosidad, como la admite el del hombre, que dormita mientras no se consagra a lo que considera asunto vital. Para la mujer todo es asunto vital, y así como el mundo no cesa de dar vueltas, no cesa de cavilar la mujer.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Diferencias fisiológicas.-La cuestión batallona del peso y volumen del cerebro.-No está probado que sea más chico el de la mujer, ni que la diferencia de tamaño afecte a la inteligencia.-La circulación.-Leyes de la formación del carácter.


Me opondrán que la anatomía demuestra que el hombre posee capacidad mental mayor que la de la mujer, y el cerebro más voluminoso. El punto es muy discutible. Todavía no se ha probado que el cerebro de la hembra sea más pequeño que el del varón. Deducir esta afirmación de que el cuerpo de la mujer alcanza, por regla general, menores dimensiones que el del hombre, es un modo de razonar que nos llevaría a muy desatinadas y absurdas consecuencias. Un hombre de alta estatura debe, con arreglo a tales principios, ser extraordinariamente superior en inteligencia a un hombre pequeño, y el elefante y la ballena pueden preciarse de inteligencia superior a la de la humanidad. El volumen del cerebro en el hombre varía mucho menos que el volumen del cuerpo y aun que el de la cabeza. También es cierto que algunas mujeres tienen el cerebro tan voluminoso como el de cualquier hombre2. Conozco un sabio que pesó muchos cerebros humanos, y dice que el más pesado que encontró, más pesado aún que el de Cuvier (el más pesado de cuantos citan los libros), era un cerebro de mujer. Debo agregar que todavía no se sabe a punto cierto cuál es la relación exacta entre el cerebro y las facultades intelectuales, y que sobre esta cuestión se discute largo y tendido, y lleva trazas de durar la polémica.-No dudo que esta relación será muy íntima. El cerebro es, sin duda, órgano del pensamiento y del sentimiento, y sin que yo me entrometa en la controversia magna, pendiente aún, sobre la localización de las facultades mentales, admito que sería una anomalía y una excepción de cuanto conocemos sobre las leyes generales de la vida y el organismo, que el volumen del órgano fuese por completo indiferente a la función; que a instrumento mayor no correspondiese mayor potencia. Pero también serían enormes la excepción y la anomalía si el órgano no ejerciese su influencia más que en razón de su volumen.

     En todas las operaciones delicadas de la naturaleza-entre las cuales las más delicadas son las vitales, y de las vitales, las del sistema nervioso-las diferencias efectivas penden, tanto de las diferencias de calidad de los agentes físicos, como de la cantidad, y si la calidad de un instrumento se muestra por lo delicado de la obra que ejecuta, hay razón para decir que el cerebro y el sistema nervioso de la mujer son de calidad más afinada, de más delicada estructura que el sistema nervioso y el cerebro del hombre. Dejemos a un lado la diferencia abstracta de calidad, por ser cosa de difícil comprobación. Se sabe que la importancia del trabajo de un órgano procede, no sólo de su volumen, sino también de su actividad, y tenemos la medida de ésta, en lo enérgico de la circulación por el interior del órgano; no es, pues, sorprendente que el cerebro del hombre sea más grande, y más activa la circulación en el de la mujer. Esto también es una hipótesis en armonía con todas las diferencias que nos ofrecen las operaciones mentales de ambos sexos. Los resultados que por analogía debiéramos esperar de esta diferencia de organización, corresponderían a los que observamos de ordinario. Desde luego podría afirmarse que las operaciones mentales del hombre son más lentas, que en general su pensamiento no corre tan ligero como el de la mujer, y que sus sentimientos no se suceden con tan graciosa agilidad. Los cuerpos de gran masa y volumen tardan más en ponerse en movimiento. Por otra parte, el cerebro del hombre, funcionando con toda su energía, dará más trabajo; persistirá mejor en la línea adoptada desde un principio; le costará más pasar de un modo de acción a otro; pero en la obra emprendida, podrá perseverar mucho sin pérdida de tiempo o fatiga notable. Realmente las cosas en que los hombres sobrepujan a las mujeres son aquellas que exigen mayor perseverancia en la meditación, y, por decirlo así, el don de machacar sobre una idea, mientras las mujeres desempeñan a la perfección todo lo que exige rapidez y listeza. El cerebro de la mujer se cansa primero, se rinde más pronto, pero no bien se aplana cuando ya vuelve a recobrar sus facultades y su elasticidad preciosa. Repito que todas estas ideas son meras hipótesis; con ellas sólo aspiro a señalar derroteros a la investigación.

Ya he declarado que hoy por hoy se ignora si existe diferencia natural en la fuerza o tendencia mediana habitual de las facultades mentales de ambos sexos, y sobre todo se desconoce en qué puede consistir esta diferencia. No es posible escudriñarla mientras no se estudie mejor, aunque sea generalizando, y mientras no se apliquen científicamente las leyes psicológicas de la formación del carácter; mientras se haga caso omiso de las causas externas, las más evidentes entre las que pueden influir en las diferencias características; mientras el observador las desdeñe, y las escuelas reinantes de fisiología y de psicología las traten con desprecio mal disimulado y prescindan de ellas todo lo posible. Las tales escuelas, ya se funden en la materia o ya en el espíritu para investigar el origen de lo que principalmente distingue a un ser humano de otro, están todas de acuerdo para aplastar a los que tratan de explicar estas diferencias por las distintas relaciones de los seres en la sociedad y en la vida.

Las ideas relativas a la naturaleza y que se han formado mediante generalizaciones empíricas construidas sin espíritu filosófico y sin análisis, sirviéndose de los primeros casos que registró el observador, son tan superficiales, que la idea admitida en un país difiere toto coelo de la admitida en otro, y varía según las circunstancias propias de un país han permitido a las mujeres que en él nacen y viven, desarrollarse en este o en aquel sentido.

Los orientales creen que las mujeres son por naturaleza voluptuosas; un inglés entiende, por regla general, que son de suyo frías. Los proverbios sobre inconstancia de las mujeres son de origen francés, o mejor dicho, gaulois, y anteriores y posteriores al famoso dístico de Francisco I. En Inglaterra, por el contrario, se presume que las mujeres demuestran más constancia que los hombres; y esto lo atribuyo a que en Inglaterra, antes que en Francia, se tuvo la inconstancia femenil por deshonrosa para la mujer; además, las inglesas son más esclavas de la opinión que las francesas; la desafían menos.




ArribaAbajoCapítulo XXII

El pueblo inglés desconoce la naturaleza.-Comparación entre el criterio de ingleses y franceses.


Puede notarse de paso, que los ingleses están en malas condiciones para distinguir lo que es natural de lo que no lo es, no solamente en lo tocante a la mujer, sino en cuanto al hombre, o indistintamente de la humanidad compuesta de hembra y varón. Han formado su experiencia sin salir de su misma patria, quizá el punto del globo donde la naturaleza humana vela y cubre mejor sus rasgos naturales. Los ingleses están más alejados del estado de naturaleza, en bueno y en mal sentido, que otros pueblos modernos; más que ninguno, son los ingleses producto de la civilización y de la disciplina. En Inglaterra es donde ha conseguido la disciplina social mayor éxito, no para vencer, sino para suprimir cuanto la estorba. Los ingleses, más que otra nación, obran y sienten por regla, patrón y compás. En los demás países, la opinión oficial puede preponderar, pero las tendencias naturales de cada individuo perseveran y se descubren, y a menudo contrarrestan el imperio de la ley social más aceptada: la regla podrá imponerse a la naturaleza, pero ésta siempre vive y palpita bajo la regla, esperando la hora de quebrantarla. En Inglaterra la regla ha sustituido en gran parte a la naturaleza. La mayor parte de la vida se la pasa un inglés, no siguiendo su inclinación al conformarse con la regla, sino cultivando la inclinación a seguir la regla.

Sin duda que este modo de ser tiene sus lados buenos, pero también otros detestables; y esta inclinación a la regla incapacita al inglés para sacar de su experiencia elementos de juicio firme sobre las tendencias originales de la naturaleza humana. Los errores en que un observador de otro país puede caer en este punto son de muy diferente carácter. El inglés desconoce la naturaleza humana, el francés la ve al través de sus preocupaciones; los errores del inglés son negativos, los del francés positivos. Un inglés imagina que una cosa no existe porque no la ha visto; un francés se imagina que debe existir siempre y necesariamente porque la ve; el inglés no conoce la naturaleza porque no ha tenido ninguna ocasión de observarla, el francés la conoce en gran parte, pero se deja engañar por ella las más de las veces, porque la ha visto reformada al través de su propio prisma. Para uno y otro, la forma artificial que la sociedad imprime a las materias que son objeto de observación, oculta sus verdaderas propiedades, suprime su naturaleza íntima, o la transforma y disfraza de tal suerte, que no la conocerá la madre que la parió. En el primer caso no queda que estudiar sino un residuo de la naturaleza, en el otro la naturaleza existe, pero falseada en sus manifestaciones, contrarias a las que resultarían de un desarrollo libre, franco y normal.

He dicho que no es posible saber hoy qué es natural y qué artificial en las diferencias mentales que actualmente se notan entre el hombre y la mujer; si realmente hay alguna que proceda de la naturaleza, y cuál sería el verdadero carácter femenino, quitadas todos las causas artificiales de diferenciación. No quiero intentar la empresa que he declarado imposible: pero la duda no prohíbe las conjeturas, y cuando no podemos alcanzar la certeza, buscamos los medios de lograr alguna presunción probable y verisímil. El primer punto, o sea el origen de las diferencias que ahora observamos, es más accesible a la especulación; trataré de abordarlo por el único camino que a él conduce, buscando los efectos de las influencias exteriores sobre el espíritu. No podemos aislar a un miembro de la humanidad de la condición a que vive sujeto, ni exigirle que pruebe por la experiencia lo que sería por naturaleza, pero sí podemos considerar lo que es y lo que fueron las circunstancias y si éstas han podido convertirle en lo que hoy vemos.

Aceptemos, pues, el único dato importante que la observación nos suministra; el concepto en que la mujer aparece inferior al hombre, hecha abstracción de su inferioridad en fuerza muscular física. Este gran argumento de los esclavistas es que en filosofía, ciencias y artes, ninguna producción de primera línea es obra de una mujer. ¿Puede explicarse esta inferioridad sin afirmar que las mujeres son por naturaleza incapaces de producir obras maestras?




ArribaAbajoCapítulo XXIII

No hay tiempo aún de saber si la mujer es o no inferior en ciencias y artes.-Safo, Myrtis y Corina.-La supuesta falta de originalidad.-Cómo se ha de entender y en qué consiste.-Madama de Staël y Jorge Sand.


En primer lugar, paréceme dudoso que la experiencia haya suministrado ya base suficiente para deducción tan radical y estricta. No hace todavía tres generaciones que las mujeres (descontando raras excepciones) han principiado a dedicarse a la filosofía, las ciencias o las artes. En la pasada centuria no fueron muchas las que ensayaron sus fuerzas en el estudio, y aun en la presente son en todas partes casos raros, si se exceptúa quizá a Inglaterra y a Francia. También podría ser muy discutible, dentro de las reglas de probabilidad, si hay tiempo para que un espíritu dotado de condiciones de primer orden para la especulación o las artes creadoras aparezca como un astro entre las contadas mujeres a quienes sus gustos y su posición permitieron consagrarse a tales fines de la vida. Siempre que la mujer ha dispuesto del tiempo necesario, especialmente en literatura (prosa o verso), que es en lo que trabajan desde épocas más remotas, si no ha obtenido los primeros puestos, por lo menos ha creado tantas obras bellas y logrado éxito tan brillante, que dada la preocupación que retrae a muchas, el corto número de las que pueden haberse resuelto a desafiarla, y la lucida hueste de émulos del sexo masculino, cabe afirmar la aptitud de la mujer para la poesía y las letras. Si nos remontamos a los tiempos primitivos, en que sólo por caso inaudito se dedicaban las mujeres a la literatura, observamos que algunas han obtenido en ella universal renombre. Los griegos contarán siempre a Safo entre sus grandes poetas, y bien podemos creer que Myrtis, la cual dicen fue maestra de poesía de Píndaro, y Corina que obtuvo cinco veces premio de versificación luchando con Píndaro en los juegos, eran dos poetas tan grandes como Píndaro mismo. Aspasia no ha dejado escritos filosóficos; pero se sabe que Sócrates recibió de ella lecciones muy provechosas.

Si consideramos las obras de las mujeres en los tiempos modernos y las comparamos a las de los hombres, sea en literatura o sea en arte, la inferioridad que en ellas se nota puede reducirse a un solo punto, aunque muy importante: la falta de originalidad. No entendamos que se trata de una deficiencia absoluta, porque toda producción de algún valer tiene una originalidad propia, es concepción nacida en el espíritu del autor, no mera copia de ningún modelo. Existen ideas originales en los escritos de las mujeres, si por originalidad se ha de entender que no están tomadas de ninguna parte, sino que las han elaborado a cuenta de su propia observación y con la substancia de su propio espíritu. Lo que significa es que no han producido aún esas ideas grandes y luminosas que marcan una época en la historia del pensamiento, ni esas concepciones esencialmente nuevas en el arte, que abren una perspectiva de efectos posibles aún no imaginados, y fundan una nueva escuela. Sus composiciones descansan, por lo general, sobre la base del ambiente intelectual de su siglo, y sus creaciones no se apartan del tipo conocido ya. Tal es la inferioridad que sus obras revelan; porque en la ejecución, en la aplicación de la idea y en la perfección del estilo, la supuesta inferioridad no existe. Las mujeres descuellan como novelistas, en cuanto a la composición y filigrana de los detalles: en Inglaterra se han distinguido en este género. No conozco, en toda la literatura moderna, expresión más elocuente del pensamiento que el estilo de Madama de Staël; y como ejemplo de perfección artística, no sé de prosa que pueda eclipsar a la prosa de Jorge Sand, cuyo estilo produce en el sistema nervioso el efecto de una sinfonía de Haydn o de Mozart. Lo que falta a las mujeres, como queda dicho, es una originalidad extraordinaria y sobresaliente de concepción artística.

Veamos si hay modo de explicar racionalmente esta deficiencia. Empecemos por el pensamiento. Recordemos que durante todo el período de la historia y de la civilización en que fue posible descubrir verdades altas y fecundas sólo por la acción del vigor mental y del genio, sin grandes estudios preliminares, sin conocimientos vastos, las mujeres no se atrevieron ni a soñar en la especulación. Desde Hypatía hasta la Reforma, la ilustre Eloísa es casi la única mujer que pudo llenar semejante vacío, y en rigor desconocemos la extensión del ingenio filosófico que las desgracias de Eloísa han hecho perder a la humanidad. Desde que fue posible a buen número de mujeres dedicarse a la filosofía, ya iban escaseando las probabilidades de originalidad y novedad en los sistemas. Casi todas las ideas fundamentales, captables por la fuerza aislada del raciocinio y del entendimiento, estaban conquistadas por el hombre, y la originalidad, en el sentido más alto de la palabra, ya no podían conseguirla sino las inteligencias que hubiesen sufrido laboriosa preparación, y los espíritus críticos que examinaron a fondo los resultados obtenidos por sus predecesores.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

La época de la gran originalidad ha pasado también para el hombre.-Valor de las ideas originales de los ingenios legos.-Condiciones que tendrán que darse para que la mujer posea literatura original.


Creo que fue Mauricio quien notó que, hoy por hoy, los pensadores más originales son los que conocen más a fondo las ideas de sus predecesores; y ya en lo sucesivo no fallará esta regla. Sube tan alto el edificio, que el que quiera a su vez colocar una piedra sobre las otras tiene que elevar penosamente su sillar hasta la altura que alcanza la obra común. ¿Cuántas mujeres existen que hayan realizado esta tarea? ¿A cuántas se les ha permitido adquirir la alta cultura que necesita hoy un filósofo? Sólo Madama de Sommerville conoce tal vez todo cuanto es preciso saber hoy en matemáticas para estar a la altura de realizar un descubrimiento notable. ¿Será por eso Madama de Sommerville una prueba de la inferioridad de la mujer, si no consigue la dicha de contarse en el número de las dos o tres personas que durante el tiempo que ella viva asocien su nombre a cualquier adelanto notorio de las matemáticas? Desde que la economía política se ha elevado a ciencia, dos mujeres han sabido de ella lo bastante para escribir páginas muy útiles sobre esta materia. ¿Existe algún hombre, entre la innumerable cantidad de autores que han escrito de economía política durante este período, de quien pueda decirse en conciencia que hizo más? Si todavía ninguna mujer ha llegado a ser un gran historiador, tampoco ninguna ha podido reunir el lastre de erudición que el historiador necesita. Si ninguna mujer ha sido un gran filólogo, tampoco sé de ninguna que haya estudiado el sanscrito, el eslavo, el gótico de Ulphilas, el zendo del Avesta; y en las mismas cuestiones prácticas ya sabemos a dónde llega la originalidad de los ingenios legos, que inventan nuevamente, en forma rudimentaria, lo ya inventado y perfeccionado por una larga serie de precursores. Cuando la mujer haya acumulado la suma de conocimientos que necesita el hombre para sobresalir en un terreno original, será ocasión de juzgar por experiencia si puede o no ser original la mujer.

Sucede con frecuencia que quien no ha estudiado con atención y a fondo las ideas ya emitidas sobre un asunto tiene, por efecto de sagacidad natural, una intuición feliz de esas que la sagacidad puede sugerir, pero que no alcanza a probar, y que, sin embargo, llegada a madurez, traería considerable incremento a la ciencia. En casos tales la intuición se esteriliza, y no apreciamos su verdadero valor hasta que los más doctos la hacen suya, la comprueban, la dan forma práctica o teórica y la colocan en el lugar que le corresponde: entre las verdades de la filosofía y de la ciencia. Nadie supondrá que la mujer carezca de esas ocurrencias y oportunidades científicas. Una mujer inteligente las derrama a granel. Lo más frecuente es que se pierdan por falta del compañero o del amigo que, poseyendo caudal de conocimientos, tase las ocurrencias en todo su valor y las propague en público; y aun cuando tan feliz casualidad se diese, y allí estuviese el eco, el amigo, el esposo de la inventora, la idea se atribuye antes al que la publica que a su verdadero autor. ¿Quién es capaz de contar las ideas originales que, dadas a luz por escritores del sexo masculino, pertenecen realmente a una mujer que se las sugirió, sin que el hombre les preste más que la tasación y el engarce. Si yo hablase por experiencia propia, diría que el caso es frecuentísimo.

Si de la especulación pura regresamos a la literatura en el sentido más estricto de la palabra, hay una razón general que nos explica por qué la literatura femenina suele ser una imitación de la masculina en su ideal general y en sus rasgos más salientes. ¿Por qué la literatura latina (según nos enseña reiteradamente la crítica moderna) en vez de ser original es una imitación de la literatura griega clásica? Ni más ni menos que porque los griegos se anticiparon a los romanos. Fantaseemos que las mujeres hubiesen vivido en un país donde no existiesen hombres, y que no hubiesen leído nunca ni un solo escrito de autor masculino; a buen seguro que tendrían su literatura propia. No han creado literatura original, porque se encontraron con una creada del todo y ya muy adelantada. A no producirse nunca solución de continuidad en el conocimiento de los clásicos: si el Renacimiento brillase antes de la construcción de las catedrales góticas, no llegaría a construirse ninguna. Observemos cómo, en Francia y en Italia, la imitación de la literatura antigua paralizó el desarrollo de un arte original. Toda mujer que escribe es discípula de grandes escritores del otro sexo. Las primeras obras de un pintor, aunque el pintor se llame Rafael, descubren la misma manera de su maestro. El propio Mozart no desplegó originalidad en sus primeras composiciones.

Lo que un individuo apto realiza en muchos años, sólo lo realizan las multitudes en el transcurso de varias generaciones. Si la literatura femenina ha de llegar a poseer en conjunto un carácter diferente del de la masculina, en armonía con las diferencias sexuales y las tendencias naturales de su sexo, el fenómeno pide mayor espacio y tiempo del que ha transcurrido, y sólo en muchos años podría la literatura femenina sacudir el yugo de los modelos y obedecer a su propio impulso. Pero si, como creo en conciencia, no existe en la mujer ninguna tendencia natural que diferencie su genio del masculino, no por eso puede negarse que toda escritora tiene sus tendencias peculiares, y que hoy por hoy sufren inevitablemente la influencia del precedente y del ejemplo, habiendo de sucederse muchas generaciones antes de que la individualidad femenina tenga el desarrollo necesario para desligarse de este lazo y sustraerse a este ascendiente.




ArribaAbajoCapítulo XXV

La mujer artista.-Causas de la superioridad de los grandes pintores de los siglos pasados.-Falta de tiempo que aqueja a la mujer.-Relación entre las aptitudes para el tocador y la elegancia doméstica, y las altas facultades artísticas.


Donde más domina la prevención contra la originalidad de la mujer, es en las bellas artes propiamente dichas, puesto que, digámoslo en puridad, la opinión no se opone a que las cultiven, antes bien las impulsa, y en la educación de las señoritas se concede bastante lugar a la pintura, música, etc., sobre todo en las clases pudientes3. En este género de producción, más que en ninguno, se han quedado las mujeres muy rezagadas y lejos de la cima. Con todo eso, la inferioridad se explica muy fácilmente, con sólo recordar el hecho conocidísimo, y más evidente aún en las bellas artes que en cualquier otro ramo, de la indiscutible inferioridad del aficionado respecto del artista de profesión. Casi todas las mujeres de las clases ilustradas cultivan más o menos asiduamente algunas de las bellas artes, pero sin intención de utilizarlas ganando su vida, o de un modo más desinteresado y puro, conquistando fama y gloria. Las mujeres artistas son todas aficionadas. Las excepciones sirven para confirmar la regla; la mujer aprende música, no para componer, sino únicamente para ejecutar: de ahí que los hombres sobrepujen en música, a título de compositores, a las mujeres.

Para intentar una comparación equitativa, sería preciso cotejar las producciones artísticas de las mujeres con las de los hombres que no son artistas de profesión. En la composición musical, por ejemplo, las mujeres no ceden el paso a los aficionados del otro sexo. En la actualidad hay pocas mujeres, muy pocas, que pinten por oficio, y las que lo realizan comienzan a mostrar tanto talento como los émulos varones. Los pintores del sexo masculino (con permiso del Sr. Ruskin) no hicieron prodigios en estos últimos siglos, y pasará mucho tiempo antes de que aparezcan genios pictóricos. Los pintores de antaño sobrepujan a los modernos, porque antaño muchos hombres superiores, de altas cualidades, se dedicaban a la pintura. En los siglos XIV y XV, los pintores italianos eran los hombres más completos, más cultos de su generación. Los maestros poseían conocimientos enciclopédicos y sobresalían en todo género de producción, lo mismo que los grandes hombres de Grecia. En aquel entonces las bellas artes eran tenidas por oficio nobilísimo, y el artista obtenía distinciones que hoy sólo se ganan en la política o la guerra; por el arte se granjeaba la amistad de los príncipes, y el artista se colocaba al nivel de la más alta nobleza. Hoy los hombres de valía juzgan que pueden dedicarse a algo más importante para su propia fama y más en armonía con las necesidades del mundo moderno, que a la pintura, y es raro que un Reynold o un Turner (cuyo puesto entre los varones ilustres no pretendo fijar aquí), haya elegido el pincel para sostén de su fama.

La música es otra cosa: no exige fuerza intelectual, y al parecer, el genio músico es gracia o don de la naturaleza; por eso podríamos extrañar que ninguno de los grandes compositores haya sido mujer; pero, no obstante, este don natural hay que beneficiarlo con estudios que absorben toda la vida. Los únicos países que han producido compositores de primer orden, en el sexo masculino también, son Alemania e Italia, naciones en que las mujeres se han quedado muy atrás respecto de Francia y de Inglaterra, por la cultura intelectual, así general como especial; la mayoría del sexo femenino en Alemania e Italia apenas recibe instrucción, y rara vez se cultivan las facultades superiores de su espíritu. En esos países se cuentan por centenares y aun por millares los hombres que conocen los principios de la composición musical, y sólo por decenas las mujeres que los sospechen. De suerte que, admitida la proporción, no podemos exigir que aparezca sino una mujer eminente por cada cien hombres; y los tres últimos siglos no han producido cincuenta grandes compositores del sexo masculino, tanto en Alemania como en Italia.

Aparte de las razones que hemos alegado, hay otras que explican por qué las mujeres se quedan rezagadas en las poquísimas carreras en que tienen entrada ambos sexos. Desde luego afirmo que pocas mujeres tienen tiempo para dedicarse seriamente al estudio: esto podrá sonar a paradoja, pero es un hecho social patentísimo. Los detalles de la vida absorben imperiosamente la mayor parte del tiempo y del ingenio de las mujeres. Empecemos por el gobierno de la casa y sus gastos, quehacer inevitable a que se dedica en cada familia una mujer por lo menos, generalmente la que ya ha llegado a la edad madura y tiene experiencia, excepto cuando la familia es lo bastante rica para fiar este cuidado a un dependiente, y soportar el despilfarro y las malversaciones inherentes a esta manera de administrar. La dirección de una casa, aun cuando no exige mucho trabajo material, es extremadamente enojosa y abruma y entorpece el espíritu; reclama una vigilancia incesante, un golpe de vista infalible, y siempre dispuesto a examinar y resolver cuestiones previstas o imprevistas, que preocupan a la persona responsable, aun cuando sea mujer que pertenezca a clase muy elevada o se encuentre en tal posición que puede eximirse de esta tarea, porque siempre le quedará la dirección de todas las relaciones de la familia con lo que se llama el mundo y la sociedad.

Cuanto menos tiempo dedica a los cuidados domésticos más la absorben los sociales; comidas, conciertos, soirées, visitas, correspondencia y todo lo que con este artificio social se relaciona. Y no descartemos el deber supremo que la sociedad impone a la mujer, el de hacerse agradable, muy agradable. Las altas clases de la sociedad concentran casi todo su ingenio en cultivar la elegancia de los modales y el arte de la conversación. Además, si miro estas obligaciones desde otro punto de vista, tengo que añadir que el esfuerzo intenso y prolongado que toda mujer que aspira a no presentarse «hecha una facha» consagra a su toilette (no hablo de las que derrochan un caudal en trapos, sino de las que visten con gusto y con el sentido de las conveniencias naturales y artificiales) y quizá también a la de sus hijas, este esfuerzo intelectual aplicado a algún estudio serio las aproximaría mucho al punto culminante en que el espíritu da de sí obras notables en artes, ciencias y literatura. Sí; el tocador como deber se traga gran parte del tiempo y del vigor mental que la mujer pudiera reservar para otros usos4. A fin de que esta suma de pequeños intereses, que para ellas son importantes, las dejase suficiente vagar, bastante energía y libertad de espíritu para cultivar las ciencias y las artes, sería preciso que dispusiesen de mayor suma de facultades activas que la generalidad de los hombres.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

La mujer obligada a soportar todo el peso de los deberes sociales.-Aspiraciones máximas de la mujer en la actualidad.-No le es permitido correr tras la gloria, intento que en el hombre se ensalza y se aprueba.-Condiciones morales de la mujer.-Lo que más se alaba en ella es virtud negativa, fruto de la esclavitud.


Hay más todavía. Descartados los deberes cotidianos de la vida, exigimos a la mujer que tenga su tiempo y su ingenio a disposición de todo el mundo. Si un hombre ejerce una profesión que le defiende contra los entremetidos o solamente una ocupación, a nadie ofende consagrándola su tiempo; puede encastillarse en el trabajo para excusarse de no atender a las exigencias de los extraños. ¿De cuando acá las ocupaciones de una mujer, sobre todo las que voluntariamente escoge, la sirven de excusa para prescindir de los deberes sociales? A duras penas la exime de la penitencia social el tener que cumplir indispensables deberes domésticos5. Se necesita nada menos que una enfermedad en la familia o cualquier otro suceso extraordinario para que sea lícito a la mujer preferir sus propios asuntos a las impertinencias ajenas. La mujer ha de estar siempre a las órdenes de cualquiera, y, en general, de todo el mundo. Si quiere estudiar, ya puede cazar al vuelo los ratos perdidos que al estudio dedica. Una mujer ilustre observa en un libro, que algún día se publicará, que todo cuanto hace la mujer lo hace a ratos perdidos. ¿Es, pues, de extrañar que no llegue a más alta perfección en las materias que reclaman atención constante, y que se han de tomar como fin principal de la vida? La filosofía es una de estas materias, el arte otra, y sobre todo el arte exige que le dediquemos no sólo todos nuestros pensamientos y sentimientos, sino la práctica de un ejercicio incesante para adquirir destreza superior.

Aún he de añadir otra reflexión que me ocurre. En las diversas artes y en las varias ocupaciones del espíritu, hay un grado de fuerza que es indispensable alcanzar para vivir del arte; y hay otro, superior, a que es preciso subir para crear las obras que inmortalizan un nombre. Los que abrazan una carrera están obligados, sin excepción, a llegar al primer puesto; el otro difícilmente lo alcanzan las personas que no sienten, o no han sentido en algún momento de su vida, ardiente deseo de celebridad. De ordinario se necesita todo el picor de ese estimulante para que el hombre emprenda y lleve a cabo el arduo trabajo y la encarnizada labor que ha de imponerse el artista más rico en facultades para sobresalir en géneros ya enriquecidos con obras maestras de genios eminentísimos. Pues bien; la mujer, sea por causas artificiales, sea por naturaleza, siente rara vez el ansia de celebridad. Su ambición, generalmente, se circunscribe a límites más estrechos. La influencia a que la mujer aspira no rebasa del círculo que la rodea. Lo que anhela la mujer es agradar a quien la mira, ser amada y admirada de cerca, y se contenta casi siempre con talento, arte y conocimientos para tal efecto suficientes. Este rasgo de carácter es preciso tomarlo muy, en cuenta para juzgar a las mujeres en su ser íntimo. Yo no creo en absoluto que ese rasgo de carácter se derive de su naturaleza primordial, antes bien opino que es un resultado previsto y fatal de las circunstancias.

El amor de la gloria en el hombre es alentado y recompensado ampliamente. Óyese decir que despreciar el placer y vivir trabajando para lograr fama universal es propio de almas nobles, quizá su última flaqueza, y el hombre alardea de buscar gloria, porque al hombre la gloria le abre las puertas de la ambición y hasta le granjea el favor de las mujeres, mientras a la mujer no sólo toda ambición le está vedada, sino que el deseo de fama se toma en la mujer por descaro y osadía. Además, ¿cómo no ha de concentrar la mujer todas las energías de su alma en los seres que la rodean, si la sociedad la impele y obliga a encerrarse en esos límites y la manda interesarse por ellos exclusivamente y hace que de ellos dependa toda su felicidad. El deseo natural de merecer la consideración de nuestros semejantes es tan fuerte en la mujer como en el hombre; pero la sociedad ha arreglado el asunto de tal manera, que la mujer no puede, por punto general, gozar de la consideración pública, a no ser por reflejo de su marido o de sus parientes del sexo masculino, y la mujer se expone a perder la consideración privada de su círculo, de sus amigos, de sus relaciones, cuando aspira a ser algo más que accesorio o apéndice del varón. Quien sea capaz de apreciar y comprender la influencia que ejerce sobre el espíritu de una persona su posición en la familia y en la sociedad y los hábitos de la vida social, se explicará fácilmente casi todas las aparentes diferencias entre la mujer y el hombre, y comprenderá dónde radica la supuesta inferioridad femenil.

Las diferencias morales (si por diferencias morales entendemos las que provienen de las facultades afectivas para distinguirlas de las intelectuales) suponen, según la opinión general, superioridad en la mujer. Suele asegurarse que vale más que el hombre; vana fórmula de cortesía que debe hacer asomar una sonrisa amarga a los labios de toda mujer de corazón, puesto que la situación de la mujer es la única en el mundo en que está admitido y declarado natural y conveniente un orden de cosas que somete lo mejor a lo peor y esclaviza al bueno en provecho del malo. Si para algo sirven estas inocentadas, es para demostrar que los hombres reconocen la influencia corruptora del poder; esa es la única verdad que probaría la superioridad moral de las mujeres, si existiera. Convengo en que la servidumbre corrompe menos al esclavo que al amo, excepto cuando la servidumbre ha llegado hasta el embrutecimiento. Más digno juzgo de un ser moral sufrir un yugo, aunque sea el de un poder arbitrario, que ejercer el poder sin cortapisas. Afirman que la mujer incurre rara vez en sanción penal, figura menos en la estadística del crimen que el hombre. No dudo que podrá decirse otro tanto de los esclavos negros. Los que están sometidos a la autoridad ajena no pueden cometer crímenes, como no sea por orden y para servicio de sus amos. No conozco ejemplo más notable de la ceguedad con que el mundo (y no exceptúo a la mayoría de los hombres estudiosos) desdeña y desatiende la influencia de las circunstancias sociales, que el estúpido rebajamiento de las facultades intelectuales y el necio panegírico de la naturaleza moral de la mujer.

La galantería tributada a las mujeres al adular su bondad y moralidad, puede emparejar con la acusación que se las dirige, de que ceden fácilmente a las inclinaciones de su corazón. Afírmase que la mujer no es capaz de dominar su parcialidad y apasionamiento; que en los asuntos graves sus simpatías y antipatías la falsean el juicio. Admitamos que la acusación tenga fundamento, y aún quedará por averiguar si las mujeres se extravían más a menudo por sentimientos personales que los hombres por interés. Siendo así, la principal diferencia entre el hombre y la mujer consistiría en que el hombre sacrifica el deber del bien público ante la egolatría, mientras la mujer, a quien le está vedado atenderse a sí misma, cumple su tarea de abnegación y a ella lo pospone todo. Hay que considerar atentamente cómo la educación que se da a la mujer tiende a inculcarla el sentimiento de que no tiene deberes que cumplir sino con su familia, y especialmente con los individuos varones, y que los únicos intereses a que debe sacrificarse son los del padre, del marido, del hermano, del hijo. En cuanto a los grandes intereses colectivos y los altos fines de la moral, esos diríase que no existen para la educación femenina. Si la mujer obra apasionadamente y sin anchura de miras, es que cumple con excesiva fidelidad el único deber que se la enseña a respetar, y casi el único que se la permite practicar.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

Qué pensarán las odaliscas de las europeas.-Los emancipadores de la mujer han de ser varones.


Cuando los que disfrutan un privilegio hacen concesiones a los que no lo gozan, casi siempre obedece a que estos últimos se encuentran con fuerzas para reclamarlo también. Es muy probable que nuestra campaña contra las prerrogativas del sexo masculino no fije la atención general, mientras pueda decirse que las mujeres no se quejan. En realidad, este hecho permite al hombre conservar años y años un privilegio injusto, pero no le quita al privilegio un átomo de su injusticia. Lo mismo exactamente puede decirse de las odaliscas encerradas en los harenes orientales; tampoco ellas se quejan de no gozar la libertad de las mujeres europeas, Añadiré que las odaliscas tienen a nuestras mujeres por unas desvergonzadas pindongas. Tampoco es frecuente que los mismos hombres se quejen del estado general de la sociedad, y menos comunes serían sus quejas si ignorasen que hay en otros puntos del globo instituciones o costumbres mejores y más sabias.

Las mujeres no se quejan de la suerte de su sexo, o, mejor dicho, se quejan, sí, porque las elegías plañideras abundan en los escritos de las mujeres, y abundaban mucho más cuando sus quejas no podían parecer alegatos en pro de la emancipación de su sexo. Esa clase de lamentaciones son como las que el hombre exhala ante las contrariedades de la vida; no tienen alcance de censuras, ni reclaman cambios y mejoras. Pero si las mujeres no se lamentan del dominio conyugal en general y como institución, cada mujer se queja aisladamente de su marido a de los maridos de sus amigas. Lo mismo se nota en los demás géneros de servidumbre, por lo menos al iniciarse el movimiento emancipador. Los siervos no suelen maldecir del poder de sus señores, sino solamente de la tiranía de alguno de ellos. El estado llano empezó por reclamar un corto número de franquicias municipales; más tarde solicitó quedar exento de todo impuesto que no aceptase voluntariamente; y, sin embargo, cuando pedía franquicias y exenciones que eran el camino de la libertad, creería cometer una demasía inaudita si pretendiese compartir la soberana autoridad del monarca, a sea el sistema constitucional. Las mujeres son hoy los únicos seres humanos en quienes la sublevación contra las leyes establecidas se mira mal, se juzga subversiva y reprobable, como en otro tiempo el que un súbdito practicase el derecho de insurrección contra su rey. La mujer que toma parte en un movimiento político o social que su marido desaprueba, se ofrece para mártir sin poder ser apóstol, porque el marido tiene poder legal para suprimir el apostolado. No es dable esperar que las mujeres se consagren a la emancipación de su sexo, mientras los varones no estén preparados para secundarlas o ponerse a su cabeza. El día llegará; pero hasta que llegue, ¡compadezcamos a la mujer generosa capaz de iniciar la redención de

us compañeras de cadena!




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

¿Qué ganaremos con el cambio?-La justicia basta.-Ventajas reales.-Destrucción de varias formas de tiranía.-El hombre sultán y señor feudal de la mujer.-Perturbación moral que de esto se deriva.-La servidumbre corrompe aún más al señor que al siervo.


Hemos dejado intacta una cuestión no menos importante que las ya ventiladas, y tras de la cual pueden parapetarse los adversarios que en lo demás sientan algo quebrantadas sus convicciones. ¿Qué bienes-nos dirán-esperáis del cambio que pretendéis introducir en nuestras costumbres y en nuestras instituciones? ¿Qué gana la humanidad con la libertad de la mujer? Y si nada gana, ¿a qué perturbar su espíritu e intentar una revolución social en nombre de un derecho abstracto?

Confieso que no temo que pongan este óbice al cambio de la condición de la mujer en la vida conyugal. Los sufrimientos, las inmoralidades, los males de toda especie que continuamente presenciamos y se deben a la sumisión de una mujer a un hombre, son harto espantosos y visibles para que nadie los niegue. Las personas irreflexivas a poco sinceras, que sólo admiten y hacen cuenta de los casos que salen a luz con escándalo y bulla, pueden decir que el mal es acontecimiento excepcional y rarísimo; pero nadie que medite y hable con rectitud y verdad, desconoce la intensidad de este daño y el peso de esta iniquidad enorme. Es evidente que los abusos del poder marital no hay ley que los reprima, mientras el tal poder subsista y se ejerza. No se les concede sólo a los varones justos y a los meramente respetables: este poder ilimitado es patrimonio de todos los hombres, hasta los más bárbaros y criminales, que no tienen ningún freno para contener el abuso, a no ser el de la opinión; y para tales seres, no hay mis opinión que la de sus semejantes, que aprueba la tiranía porque es capaz de ejercerla. Si hombres de esa calaña no tiranizasen cruelmente a la persona a quien la ley obliga a soportarlo todo, la sociedad ya sería un paraíso. No tendríamos necesidad de leyes que refrenasen las inclinaciones viciosas de los hombres. No sólo diríamos que había regresado Astrea a la tierra, sino que poseía un templo en el corazón de los malvados y de los imbéciles.

La ley de la servidumbre en el matrimonio es una monstruosa contradicción, un mentís a todos los principios fundamentales de la sociedad moderna y a toda la experiencia en que se apoyó para deducirlos y aplicarlos. Aparte de la esclavitud de los negros, hoy abolida, es el único ejemplo en que vemos a un miembro de la humanidad, en la plenitud de sus facultades intelectuales, entregado a merced de otro, sin más garantía que la esperanza de que éste hará uso de su poder constantemente en bien de la sierva. El matrimonio es la única forma de servidumbre admitida ya por nuestras leyes. No hay más esclavos legalmente reconocidos sino las amas de casa.

No temo, pues, que en esta cuestión de la autoridad conyugal me objeten el cui bono. Lo único que me dirán (¡valiente argumento!) es que si hay maridos insufribles, los hay también muy corteses y afables, y váyase lo uno por lo otro. Pero, respecto a la cuestión de mayor alcance, la de la supresión de toda incapacidad legal de la mujer y reconocimiento de la igualdad de los sexos en cuanto se relaciona con los derechos de ciudadanía, la admisión a todos los empleos honrosos y a la educación y preparación adecuada para estos empleos, ya sé yo que habrá mucha gente que, no bastándole el que la desigualdad sea irracional y absurda, exigirá que les demostremos las ventajas que se obtendrían aboliéndola.

Respondo que desde luego se obtendría la ventaja más universal: la de regirse por la justicia en vez de acatar la injusticia y elevarla a institución. No hay explicación ni ejemplo que equivalga a esta afirmación, donde se encierra un sentido moral resplandeciente. ¿No hemos de aspirar a la justicia? ¿No es la justicia norte de la humanidad ilustrada, consciente, civilizada en fin? Todas las inclinaciones egoístas, la autolatría, la absorbente y caprichosa personalidad del tiranuelo que tan presto aparece bajo el hombre, se originan y fundan en la organización de las relaciones actuales entre el hombre y la mujer; ahí hallan campo abierto los peores instintos humanos.

Representaos la perturbación moral del mocito que llega a la edad viril en la creencia que, sin mérito alguno, sin haber hecho nada que valga dos cuartos, aunque sea el más frívolo y el más idiota de los hombres, por virtud de su nacimiento, por ley sálica, por la potencia masculina, derivada de la cooperación a una función fisiológica, es superior en derecho a toda una mitad del género humano sin excepción, aun cuando en esa mitad se encuentren comprendidas personas que en inteligencia, carácter, educación, virtud o dotes artísticas le son infinitamente superiores.

Bien puede suceder que este mozo se entregue a la dirección e influjo de una mujer; sólo que, si es tonto, seguirá creyendo que esa mujer no es ni puede ser su igual en capacidad y en juicio; y si no es tonto, peor que peor, reconocerá la superioridad de la mujer, y sin embargo seguirá creyendo a pies juntillas que, no obstante esta superioridad, tiene el derecho de mandar y ella está obligada a obedecerle. ¿Qué efecto deletéreo no producirá esta iniquidad sobre su carácter?

Toda persona realmente ilustrada comprende los efectos corruptores del despotismo. De hecho, entre las personas de buen sentido y bien educadas, está suprimida la imagen de la desigualdad, particularmente en presencia de los hijos: a éstos se les exige igual obediencia a su madre que a su padre, no se permite a los muchachos echársela de mandones con sus hermanas; se les acostumbra a que sus hermanas gocen de igual consideración que ellos6, y hasta se desarrollan en los chicos sentimientos caballerescos, tapando y encubriendo con esa mampara la servidumbre, que es madre de lo que llamamos galantería. Los mocitos bien educados de las clases superiores evitan así la influencia inmoral de la desigualdad en sus primeros años, y no la ven de realce sino cuando llegan a la edad viril, cuando entran en la vida real y aspiran al matrimonio. Nadie sabe, así y todo, cómo las diferencias: entre la educación masculina y la femenina desarrollan y robustecen la noción de superioridad personal del muchacho sobre la muchacha; cómo se agranda y fortalece esta noción a medida que el adolescente crece y echa barba; cómo un escolar la inculca a otro; cómo el joven aprende pronto a considerarse superior a su madre, a quien consagra un culto poético, exagerado y romántico, y cuidados y cariño, pero ningún respeto real, y cómo se penetra de majestuosos sentimientos sultanianos hacia la mujer a quien concede el honor de compartir su existencia.

¿Habrá quién niegue que este criterio corrompe al hombre, a la vez como individuo y como miembro de la sociedad? Cada varón es un rey de derecho divino que se juzga dueño y señor por ley de nacimiento, o un noble que se impone a los plebeyos porque su sangre es azul y dorado su blasón. La relación del marido con la mujer se parece mucho a la del señor con sus vasallos; sólo que la mujer está obligada a mayor obediencia todavía para con su marido, de lo que nunca estuvo el vasallo con el señor feudal. Hoy vemos clara como la luz la degradación del carácter del siervo por efecto de la servidumbre y la perversión del carácter del señor, ya porque considerase a sus vasallos inferiores a él, ya sea que se creyese dueño y árbitro de hombres que ante la conciencia eran sus iguales, sujetos a él sin haberlo merecido, y únicamente, como decía Fígaro, «por haberse tomado el señor la molestia de nacer». El culto que el monarca o el señor feudal se tributaron a sí propios es muy análogo al culto que el macho se consagra y a la apoteosis que hace, con arrogancia cómica, de su masculinidad.

No se educa a los hombres desde su niñez invistiéndoles de prerrogativas que no han merecido sin que se enorgullezcan y perturben. Los que, gozando de privilegios no adquiridos por sus méritos, comprenden que tales privilegios en nada se fundan, y se hacen modestos y equitativos con la mujer, son los menos, y pertenecen al corto número de los escogidos. Los demás están hinchados de orgullo, orgullo de la peor especie, que consiste en envanecerse, no de sus propias acciones y merecimientos, sino de ventajas debidas a la casualidad. Los varones cuyo carácter es honrado y tierno, al sentirse investidos de dominio sobre media humanidad y poseedores de autoridad sobre un ser humano, aprenden el arte de los miramientos delicados y afectuosos; en cambio, los hombres de mal carácter tienen en el ejercicio de la autoridad academia donde aprender a encocorar al prójimo. Con los demás hombres, sus iguales en derecho, reprimirán la impertinencia, porque temerán que les manden, y con razón, a paseo; ya se desquitarán con las mujeres, cuya posición las obliga a tolerarles, y se vengarán sobre una desgraciada esposa de la represión y moderación que se impusieron a cada instante fuera de casa. El ejemplo y dirección que imprime a los sentimientos la vida doméstica, basada en relaciones que contradicen los principios más elementales de la justicia social, en virtud de la naturaleza del hombre ejercen a la larga influencia desmoralizadora tan considerable, que no podemos, dada nuestra experiencia actual, remontar la imaginación hasta concebir la inmensidad de beneficios que obtendría la humanidad con la supresión de la desigualdad de sexos. Cuanto obren la educación y la civilización para suavizar el influjo de la ley de la fuerza sobre el carácter, reemplazándola por la de justicia, no pasará de la superficie, mientras no se ataque la ciudadela del enemigo, que es esta desigualdad entre el hombre y la mujer.

La raíz del movimiento moderno, en moral y política, es esta máxima: la conducta y sólo la conducta da derecho al respeto; en lo que el hombre ejecuta, no en lo que es por nacimiento, se funda su derecho a la consideración pública; y el mérito, no el nacimiento, aceptamos por único título legítimo al ejercicio del poder y la autoridad. Si nunca un individuo ejerciese sobre otro autoridad que no fuese temporal y pasajera, no se dedicaría la hipócrita sociedad a halagar con una mano inclinaciones que reprime con la otra; por vez primera el niño aprendería a caminar rectamente y a no encontrar a su paso anomalías que vician su juicio y su corazón. Pero mientras el derecho del fuerte a oprimir al débil arraigue en la medula de la sociedad, habrá luchas que sostener y dolorosos esfuerzos que realizar para fundar definitivamente las relaciones humanas en el principio de que el débil tiene los mismos derechos que el fuerte; y mientras esto no suceda, la ley de justicia, que es también la del cristianismo, no reinará sobre el espíritu del hombre, que la combate hasta cuando finge acatarla.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Otro beneficio la libertad.-Cálculo de sus productos por partida doble.-Influencia de la mujer en la conducta del hombre.-Influencia de formación de las madres.


El segundo beneficio que se puede esperar de la libertad concedida a la mujer para usar de sus facultades, permitiéndola escoger libremente la manera de emplearlas, abriéndola los mismos horizontes y ofreciéndola iguales premios que al hombre, sería duplicar la suma de facultades intelectuales que la humanidad utiliza para su servicio. Así se duplicaría la cifra actual de las personas que trabajan en bien de la especie humana y fomentan el progreso general de la enseñanza pública, de la administración, de todo ramo de los negocios públicos o sociales.

Al presente, las capacidades y aptitudes escasean, la oferta de sujetos aptos es totalmente inferior a la demanda; hay penuria de sujetos dispuestos a desempeñar bien cargos que exigen gran destreza, y no creo que debamos permitirnos el lujo de arrinconar la mitad de las aptitudes rechazando las que brinda la mujer. Cierto que esta mitad no se pierde del todo. Gran parte está dedicada, y seguirá estándolo, al gobierno de la casa y a algunas ocupaciones más, que ya son accesibles a la mujer; el resto se beneficia indirectamente, en mucha parte en forma de influencia personal de una mujer sobre un hombre. Pero estas ganancias son excepcionales, su alcance extremadamente limitado; y si tendríamos que restarlas de la suma de potencia nueva que el mundo adquiriría con el desestanco de la mitad del entendimiento humano, por otro lado hay que sumar con el total el beneficio del estímulo que activaría, por la competencia, el ingenio del varón, o, para servirme de una expresión más exacta, por la necesidad que se le impondría de merecer el mejor puesto antes de obtenerle. Este gran incremento del poder intelectual de la especie y de la suma de inteligencia disponible para la hábil gestión de los negocios resultaría, en parte, de la educación más rica y completa de las facultades intelectuales de la mujer, perfeccionadas parí passu con las del hombre; mediante lo cual serían las mujeres tan capaces para entender de comercio, política y altas cuestiones de filosofía, como los hombres de su misma categoría social. Así, el corto número de personas que componen la flor y nata de ambos sexos y son capaces, no solamente de comprender los actos y pensamientos ajenos, sino de pensar y de hacer por cuenta propia algo digno de atención, encontraría facilidad para beneficiar sus felices disposiciones y les sacarían todo el jugo. La extensión de la esfera de actividad de las mujeres produciría el excelente resultado de elevar su educación al nivel de la del hombre y hacer partícipe de su mejoramiento a todo el género humano. Y dejando a un lado la utilidad: con sólo remover la barrera, difundiríamos una altísima enseñanza.

Aunque sólo sirviese para desterrar la idea de que las cimas del pensamiento y de la acción, todo lo que rebasa de la esfera del interés privado y entra en el general, pertenece exclusivamente al hombre, y que las mujeres ahí son siervas a intrusas; aunque sólo diese por fruto el inspirar a la mujer la conciencia de que es persona como las demás, con igual derecho a elegir carrera, con las mismas razones para interesarse en cuanto interesa a los humanos, pudiendo ejercer en los asuntos humanos la parte de influencia que corresponde a toda opinión individual, bastaría ya para determinar poderosa y brillante expansión de las facultades de la mujer, y al mismo tiempo para elevar el nivel de sus sentimientos morales.

No sólo aumentaría el número de las personas de talento aptas para el manejo de los negocios humanos (y no andamos tan sobrados de ellas en el actual rebajamiento de caracteres e invasión de las medianías, que podamos prescindir del contingente que aportaría la mujer), sino que la opinión femenina tendría influencia de mejoramiento, más aún que influencia de incremento, sobre el conjunto de los sentimientos y de las creencias del hombre. Digo mejoramiento en vez de incremento, porque la influencia general de las mujeres sobre el conjunto de la opinión, ha sido siempre considerable, o por lo menos se ve que lo fue desde los primeros tiempos de la historia. La influencia de las madres en la formación del carácter de sus hijos y el deseo de los muchachos de lucirse ante las mocitas, han ejercido en todas partes, y desde que hay memoria, acción fortísima sobre el carácter masculino, apresurando los más trascendentales progresos de la civilización. Ya en la época en que florecía Homero reconoció la Musa este poderoso móvil y lo cantó en versos bellísimos. Por algo dijo Coriolano:


     «.......................................
   ¡Oh mujeres!
¡Oh, con cuántas prontitudes
Vuestra voz en nuestros pechos
El bien y el mal introduce!
.......................................»




ArribaAbajoCapítulo XXX

Modos de ejercerse la influencia.-Orígenes del espíritu caballeresco.-Si continúa la servidumbre de la mujer, es de lamentar que el espíritu caballeresco haya desaparecido.


La influencia moral de las mujeres se ejercitó de dos maneras distintas. Al principio endulzó las costumbres. Como más expuestas a ser víctimas de la violencia, las mujeres pusieron todo su conato en atenuarla y corregirla, moderando sus excesos; apartada de las guerras, la mujer se inclinó a la suavidad y maña para congraciarse con el hombre, sin recurrir a luchas ni a medios coercitivos. En genera, las personas que más se han visto precisadas a sufrir los arrebatos de una pasión egoísta, son las más firmes defensoras de toda ley moral que sirva de freno a la pasión. Las mujeres concurrieron poderosamente a difundir entre los conquistadores bárbaros la religión cristiana, religión mucho más favorable a la mujer que todas cuantas la habían precedido. Puede decirse que las mujeres de Edelberto y de Clodoveo fueron las iniciadoras de la conversión de los anglo-sajones y de los francos.

También por otro estilo ha ejercido notable influjo la opinión de las mujeres, sirviendo de activo estimulante a todas las cualidades viriles que no cultivó la mujer, pero que la convenían en su protector y dueño. El valor y las virtudes militares se fortificaron por el anhelo que siente el hombre de infundir admiración a la mujer, y no sólo en las cualidades heroicas, sino en otras de distinto orden, funciona el estímulo femenil, puesto que, por natural resultado de la situación de inferioridad de la mujer, el mejor medio de fascinarla y conquistarla es ocupar puesto eminente en sociedad, coronarse con la gloria a subirse al pedestal de la grandeza.

De la acción combinada de estas dos clases de influencia nació el espíritu de la caballería, cuyo carácter era fundir, con el tipo más elevado de las cualidades guerreras, virtudes de otro género muy distinto, la dulzura, la generosidad, la abnegación, la caridad con los humildes e indefensos, y una sumisión especial a la mujer y un culto rendido a su sexo, distinguiéndose la mujer de los otros seres inermes y necesitados de protección, en que podía otorgar alta recompensa voluntaria a los que se esmeraban en merecer sus favores, en vez de imponerse con violencia, ejerciendo el derecho viril. Ello es que la caballería no acertó a llegar al pináculo de su tipo ideal, y distó de él todo lo que va de la práctica a la teoría; no obstante, el espíritu caballeresco es monumento precioso de la historia moral de nuestra raza, ejemplo notable de una tentativa organizada y concertada dentro de una sociedad en anárquico desorden, para proclamar y encarnar un ideal moral muy superior al de su constitución social y a las instituciones de entonces: por eso cabalmente se frustró la caballería; mas no puede decirse que haya sido enteramente estéril, puesto que imprimió huella muy sensible y de alto valor en las ideas y sentimientos de las generaciones post-caballerescas.

El ideal de la caballería es el apogeo de la influencia del sentimiento femenino en la cultura moral de la humanidad. Si al fin continúan las mujeres en la misma servidumbre, declaro que debemos lamentar que el tipo caballeresco haya desaparecido, porque sólo él podría moderar la influencia desmoralizadora de la esclavitud de media humanidad. Pero después de los cambios generales históricos, de la evolución que nos arrastra, era inevitable que otro ideal moral bien diverso sustituyese al ideal de la caballería.

Esta fue un generoso esfuerzo encaminado a introducir elementos morales en un estado social donde todo se fiaba, para mal o para bien, al valor, a la iniciativa del individuo sin ley ni freno, y la caballería era un freno de poética generosidad, una regla interior, casi mística, realmente bienhechora. En las sociedades modernas, ni aun los asuntos bélicos penden del esfuerzo individual, sino de la acción combinada de gran número de individuos; además, la tarea principal de la sociedad ya no es guerrear sin descanso; la lucha armada ha cedido el puesto a la industria, el régimen militar al régimen productor. Las exigencias de la vida nueva no excluyen la generosidad más de lo que pudieron excluirla las antiguas, pero limitan su esfera de acción; los verdaderos fundamentos de la vida moral en los tiempos modernos, son o deben ser la justicia y la prudencia; el respeto de cada uno al derecho de todos, y la aptitud de cada cual para mirar por sí y bandeárselas. La caballería no puso impedimento legal a ninguna de las formas del mal o del abuso que descollaban libres e impunes en todas las esferas de la sociedad; se contentaba con inspirar ideas muy refinadas del bien a algunos hombres, y sublimizarlos, valiéndose para ello de la alabanza y de la admiración femenina.

Mas la fuerza de la moralidad reside en la sanción penal de que está armada: ahí radica su vigor y su eficacia continua. La seguridad social no podría descansar en tan inseguros cimientos como la honra que gana un caballero enderezando tuertos y descabezando vestiglos: este linaje de recompensa no influye en las muchedumbres como el temor y la fuerza de la organización y mecánica social. La sociedad moderna es capaz de reprimir el mal en todos sus miembros, utilizando la fuerza superior que la civilización pone en sus manos; la sociedad moderna puede hacer tolerable la existencia a los desvalidos y débiles (bajo la protección universal e imparcial de la ley) sin que la debilidad busque el amparo de los sentimientos caballerescos, que podrán alentar o no alentar en el alma de los opresores. No ha de negarse la belleza y gracia del carácter caballeresco, pero los derechos del desvalido y el bienestar general se apoyan en más recio cimiento. Digo en otros terrenos, pues no ocurre así en la vida conyugal.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Actual diminución de la influencia femenina.-Hasta qué punto es benéfica.-Por qué no puede la mujer apreciar ni fomentar las virtudes sociales.-La mujer y la beneficencia.


Hoy en día sigue siendo muy real y positiva la influencia moral de la mujer, pero es menos concreta, peor definida, y sin duda pesa poquísimo en la opinión pública. La simpatía, la comunicación y el deseo que tienen los hombres de brillar ante la mujer, dan a los sentimientos femeninos gran influencia, en que aparecen residuos del ideal caballeresco cultivando los sentimientos levantados y generosos y continuando aquella tradición nobilísima. El ideal de la mujer es quizá, en este respecto, superior al del hombre; en el de la justicia es, sin género de duda, inferior.

En cuanto a las relaciones de la vida privada, decirse puede en tesis general que la mujer fomenta la humanidad y la ternura, y ataca la austeridad y el cumplimiento del deber, admitiendo yo que esta proposición se atenúa con todas las excepciones que da de sí la variedad y complejidad de los caracteres. En los mayores conflictos con que batalla la virtud en este mundo, los choques del interés con los principios, la influencia de la mujer es incierta y variable. Si el principio que lucha con el interés está incluido en el corto número de los que la educación moral y religiosa grabó en la conciencia femenina, la mujer es auxiliar poderoso de la virtud y suele impulsar al marido y al hijo a actos de abnegación que ellos solos no cumplirían jamás. Pero dada la actual educación de la mujer y su posición social, los principios morales que se les inculcan no abarcan sino una porción relativamente mínima de los dominios de la virtud; además, los principios que se enseñan a la mujer son en su mayor parte negativos; prohíben esto, aquello o lo de más allá, pero no se meten en imprimir dirección general a los pensamientos y a las acciones de la mujer. Con dolor lo confieso: el desinterés de la conducta, la consagración de nuestras fuerzas a fines que no reportan a la familia ninguna especial ventaja, rara vez encuentran aprobación en las mujeres. Mas ¿qué derecho tenemos a censurarlas porque no estiman ciertos fines cuya trascendencia ignoran, y que para ellas no tienen más trascendencia que sacar de casa a sus maridos y relegar a segundo término los intereses caseros y familiares? En suma, la influencia de las mujeres dista mucho de fomentar las virtudes políticas.

Alguna influencia ejerce, no obstante, la mujer en la moralidad política, desde que su esfera de acción se ha ensanchado un poco. Su influencia se manifiesta de realce en dos rasgos de los más admirables y simpáticos de la vida moderna en Europa: la aversión a la guerra y el amor a la filantropía. ¡Excelente manifestación del influjo femenil! Por desgracia, si el ascendiente de las mujeres merece elogios en cuanto propaga tales sentimientos, no siempre acierta en dirigir su marcha y desarrollo. En las cuestiones filantrópicas, los ramos que cultiva la mujer con mayor celo son el proselitismo religioso y la beneficencia. El proselitismo religioso no es más que soplar sobre el fuego de la intolerancia y del fanatismo, y camina en línea recta, sin advertir los efectos funestos que hasta en la misma religión causan los medios que emplea. En cuanto a la beneficencia, ya sabemos que están en abierta contradicción sus efectos inmediatos sobre las personas socorridas y sus consecuencias para el bien general.

La educación que se da a las mujeres y que obra sobre el corazón más que sobre la inteligencia y la costumbre, fruto de todas las circunstancias de su vida, de considerar los efectos inmediatos en el individuo y no los efectos generales en la sociedad, estorban a la mujer para que vea y reconozca las tendencias, en el fondo perniciosas, de una forma benéfica que lisonjea el sentimiento y dilata y recrea el corazón. La masa enorme y siempre creciente de sentimientos ciegos, dirigidos por gentes miopes que sólo aspiran a hacer papel de Providencia, tomando a su cargo la vida y las acciones del pobre, mina los verdaderos fundamentos de las tres reglas morales, que consisten en respetarse a sí mismo, en contar consigo mismo y en ejercer imperio sobre sí mismo, condiciones esenciales de la prosperidad del individuo y de la virtud social. La acción directa de las mujeres y su cooperación agravan sin tino ese despilfarro de recursos y de benevolencia que produce males, proponiéndose engendrar bienes. No es mi ánimo acusar a las señoras que dirigen instituciones de beneficencia, ni presentarlas subyugadas por este error. Suele suceder que las mujeres, al llevar a la administración de la beneficencia pública su peculiar observación de los hechos inmediatos, y sobre todo de alma y sentimientos de aquellos con quienes están en contacto frecuente (observación en que las mujeres son generalmente superiores a los hombres), reconocen sin vacilar la acción desmoralizadora de la limosna y de los socorros; y al reconocerla, se muestran más linces que muchos economistas del sexo fuerte. Pero la mujer que se limita a repartir socorros y no se para a examinar los efectos que producen, ¿cómo ha de precaverlos? Una mujer nacida en la actual situación femenina y que no aspira a más, ¿cómo ha de poder estimar el valor moral de la independencia? Ni es independiente ni aprendió a serlo; su destino es esperarlo todo de los demás; ¿por qué, pues, lo que es bueno para ella no lo ha de ser para los pobres? A la mujer se la aparece el bien bajo una sola forma, la de un beneficio que otorga un superior. Ella olvida que no es libre y que los pobres lo son; que si se les da lo que necesitan sin que lo ganen, no están obligados a ganarlo; que todos no pueden ser objeto de los cuidados de todos, antes es preciso que las gentes cuiden de sí mismas, y que sólo una caridad es caridad de veras y es digna por sus resultados de este nombre sublime: la que ayuda a las gentes a ayudarse ellas, si no están físicamente impedidas para valerse y salir del atolladero.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Como mejoraría la influencia femenina.-Rémora de la familia.-La mujer tiene, hoy por hoy, que anteponer a todo la consideración social.-Las ideas generales no le son accesibles.-La medianía del comme il faut.


Estas consideraciones demuestran cuánto mejoraría la parte que corresponde a la mujer en la formación de la opinión general, si la instruyesen más ampliamente y la diesen conocimiento práctico de las materias en que la opinión femenina puede influir: éste sería uno de los frutos sabrosos de su emancipación social y política; y aún resultaría más patente la mejora que produciría la emancipación por la influencia que toda mujer ejerce en su familia.

Suele decirse que en las clases más expuestas a la tentación, el hombre se contiene en los límites de la honradez, por su mujer y sus hijos, merced a la influencia de la primera y al honor de los segundos. Acaso será así, y sobre todo en aquellos más débiles que malos: esta acción bienhechora se conservaría y fortificaría con leyes de igualdad. No la fomenta la servidumbre de la mujer, por el contrario, la enflaquece el desdén que los hombres inferiores sienten siempre en el fondo de su corazón hacia los que están sometidos a su poderío. Si nos elevamos en la escala social, llegamos a una clase donde imperan móviles muy distintos. La influencia de la mujer tiende efectivamente a impedir que el marido aparezca inferior al tipo que en el país obtiene la aprobación general; pero también le veda que se eleve más allá de esta línea. La mujer es colaboradora de la opinión pública vulgar. Un hombre casado con una mujer inferior a él en inteligencia, la siente pesar como una bala de cañón colgada del pie; encuentra en ella una fuerza de resistencia que vencer cada vez que aspira a ser mejor, más grande de lo que la opinión pública exige. No es posible que un hombre encadenado de tal suerte alcance un grado muy eminente de virtud. Si desdeña la opinión de la multitud, si conoce verdades que ésta no ve, si siente en su corazón la actividad de principios que a los demás no les pasan de la boca; si quiere dar a su conciencia más de lo que se acostumbra entre las gentes, hallará en el matrimonio rémora tristísima-a no ser que su esposa, por rara casualidad, también se eleve sobre el nivel común.

El hombre justo tiene siempre que sacrificar algo de sus intereses, ya sea en las relaciones, ya en la fortuna; tal vez necesitará hasta arriesgarse a comprometer sus medios de existencia. Tales riesgos, tales sacrificios los afrontaría si no se tratase más que de sí propio; pero antes de imponerlos a su familia, ha de tentarse la ropa. Su familia, es decir, su mujer y sus hijas; porque de los hijos espera que compartan sus sentimientos y que siempre puedan vencer la adversidad... Al fin son hombres. ¡Pero las hijas! De la conducta del padre pende que encuentren marido; su mujer es incapaz de darse cuenta del valor de una idea a que sacrifica el bienestar; si acepta la idea, es mediante la fe, por confianza y amor al marido; él no puede compartir entusiasmos ni luchas de la conciencia, sólo ve que se compromete lo que más importa, lo positivo. ¿Verdad que el hombre más recto y desinteresado ha de titubear antes de imponer a su esposa las consecuencias de una convicción ardiente? Aunque no se tratase de echar por la ventana el bienestar de la vida, sino la consideración social, no podría con el peso que iba a abrumar su conciencia. ¡Quien posee mujer e hijos, ha dado rehenes a la opinión del mundo! La aprobación de la muchedumbre puede ser indiferente al hombre honrado, pero a la mujer le importa muchísimo. El hombre puede sobreponerse a la tornadiza opinión, o consolarse de los errores del vulgo, con la aprobación de los que piensan y valen; pero ¡valiente compensación para su mujer y sus hijas!

Se ha reprochado a la mujer la tendencia constante a poner su influjo al servicio de la consideración mundana, y esta tendencia se ha calificado de debilidad pueril. ¡Injusta acusación! La sociedad hace de la vida entera de las mujeres de las clases acomodadas un sacrificio perpetuo a la exterioridad; exige que la mujer comprima sin tregua sus inclinaciones naturales, y a cambio de lo que no vacilo en calificar de martirio, no la da más que una recompensa; la consideración. Pero la consideración de la mujer es inseparable de la del marido; y después de haberla comprado y pagado tan cara, se ve privada de ella por motivos cuya trascendencia no entiende. Ha sacrificado toda su vida; ¿por qué razón su marido no ha de sacrificar en bien de la familia una genialidad, una rareza, una extravagancia que el mundo ni admite ni reconoce, que es para el mundo una locura... o algo peor?

El dilema, sobre todo, es cruel para aquel linaje de hombres de bien, que sin poseer el talento necesario para figurar entre los que comparten sus opiniones, las sostienen por convicción, se sienten obligados a servirlas por honor y conciencia, a hacer profesión de su fe, a sacrificarla tiempo y trabajo, y a contribuir a cuanto se emprenda en favor de ella. Su posición es más embarazosa aún cuando estos hombres pertenecen a una clase u ocupan una posición que ni les cierra herméticamente ni les abre de par en par las puertas de eso que suele llamarse el gran mundo. Cuando su ingreso en este elevado círculo está pendiente de su fama de corrección, por esmerada que sea su educación y honestas sus costumbres, si tienen opiniones y se muestran en política insubordinados y rebeldes, basta para merecer la exclusión y el desdén de la high life. Muchas mujeres se jactan (y suelen estar en un error) de que les sería fácil a ellas y a sus maridos penetrar en la alta crema, donde se han introducido fácilmente personas que ellas conocen mucho, y que no descienden de ningún Godofredo de Bouillon; pero es el caso que los maridos de estas jactanciosas pertenecen a una iglesia disidente, o militan en la política radical, por mal nombre demagógica, y esto es lo que, según dicen ellas, impide a sus hijos que alcancen un buen destino, o asciendan en el ejército, a sus hijas que encuentren buenos partidos, a ellas y a sus esposos recibir invitaciones y hasta títulos, pues no hay otra razón, ni tiene nadie por qué escupirles. Considérese el tremendo peso de este orden de ideas en el hogar, ya domine abiertamente, ya lo encubra la vanidad lastimada, pero despierta, y se comprenderá que la sociedad está empantanada en la medianía del comme il faut, que es ya la característica de los tiempos modernos.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

Imposibilidad de la fusión de los espíritus en el matrimonio actual.-Razones porque los maridos combaten la influencia de los confesores.-La transigencia mutua del matrimonio.-Hoy el acuerdo se consigue por nulidad y apatía de la esposa.-La red que teje el cariño.


Hay otro lado desagradable que merece la pena de estudiarse en sus efectos, no directamente por las incapacidades de la mujer, sino por la gran diferencia que estas incapacidades crean entre su educación y su carácter de una parte, y la educación y el carácter del hombre por otra. Nada más desfavorable a la unidad de espíritus y sentimientos, que es el ideal del matrimonio. Una asociación íntima entre personas radicalmente distintas, es puro sueño. La diferencia puede atraer; pero lo que retiene es la semejanza, y por razón de la semejanza que entre ambos existe son felices los consortes. Mientras la mujer se diferencie tanto del hombre en la entraña, en lo profundo, ¿qué mucho que los hombres egoístas sientan la necesidad de ser dueños de un poder arbitrario, para tener la panacea de todo conflicto, decidiendo la cuestión en el sentido de sus preferencias personales? Cuando las personas no se parecen, no tienen afinidad, mal puede haber entre ellas identidad real de intereses y aspiraciones. Y de hecho, entre los cónyuges suelen existir diversidades hondísimas en el modo de ver, de pensar y entender las más altas cuestiones morales.

¿Qué es una unión conyugal donde semejantes disentimientos pueden producirse? Y sin embargo, se producen doquiera, si la mujer tiene serias condiciones, y se ve obligada a ocultarlas por obediencia. El caso es muy frecuente en los países católicos, donde la mujer, desacorde con el marido, busca apoyo en la otra autoridad ante la cual aprendió a doblegarse. Los escritores protestantes y liberales, con la impavidez del poder que no está acostumbrado a que nadie se le subleve, atacan la influencia del sacerdote sobre la mujer, menos porque es mala en sí, que porque es una rival de la infalibilidad del marido y excita a la mujer a la rebelión. En Inglaterra surgen conflictos análogos cuando una mujer evangelista torna por marido a un hombre que profesa otras creencias religiosas. Pero en general se combate esta causa de disensión, reduciendo el espíritu de la mujer a tal nulidad, que no cabe en él otra opinión sino la que el mundo o el marido les imbuye.

Aunque no haya diferencia de opinión, la diversidad de gustos puede anublar la dicha del matrimonio. Nuestra organización social estimula y embravece las inclinaciones amatorias del hombre, pero no prepara la felicidad conyugal al exagerar, por diferencias de educación, las que naturalmente pueden resultar de la diferencia de sexo. Si los esposos son personas bien educadas y de buena conducta, muestran tolerancia y no se estorban en sus aficiones; pero ¿qué hombre se casa con propósitos de tolerancia? La diversidad de gustos trae consigo la oposición de deseos en casi todas las cuestiones interiores, a no reprimir el capricho la fuerza del afecto o del deber. Los dos cónyuges querrán tal vez frecuentar distinta sociedad o tratar con distintas personas. Cada cual buscará amigos que tengan sus mismos gustos, los que sean gratos al uno serán indiferentes o muy ingratos al otro; no es posible, sin embargo, que los esposos no admitan recíprocamente sus respectivos amigos, ni que vivan en habitaciones separadas de la misma casa, ni que reciban cada cual distintas visitas, como en tiempo de Luis XV. No pueden menos de disentir respecto a la educación de los hijos; cada cual quiere ver reproducidos en sus hijos sus propios sentimientos; tal vez harán un pacto, en que se transija a partes iguales, o cederá la mujer, bien a pesar suyo, ya renunciando sinceramente a sus derechos, ya reservándose el de intrigar bajo cuerda contra las ideas del esposo.

Sería insensatez afirmar que estas diferencias de sentimientos e inclinaciones no existen sino porque las mujeres están educadas de distinto modo que los hombres, y jurar que, en otras circunstancias, habría una conformidad absoluta. Lo que indico es que estas diferencias naturales las agrava la educación artificial, que las hace irremediables e invencibles. Merced a la educación que recibe la mujer, rara vez pueden los cónyuges unirse en simpatía real de gustos y deseos en las cuestiones diarias. Deben resignarse a discordia perpetua y renunciar a encontrar en el compañero de su vida ese idem velle e idem nolle, lazo de unión de toda asociación verdadera; pues hoy, si el hombre logra tal acuerdo, es escogiendo una mujer de absoluta nulidad que no tenga ni velle ni nolle, y esté siempre dispuesta a ir por donde la manden y a poner la cara que el marido determine.

Este mismo cálculo puede salir fallido; la estupidez y la debilidad no son nunca prenda de la deseada sumisión. Pero aunque así fuera, ¿es ese el ideal del matrimonio? ¿Logra así el hombre más que una criada a una querida? Por el contrario, cuando un varón y una hembra tienen personalidad, carácter y valía; cuando se unen de todo corazón y no son los polos opuestos, la colaboración diaria de la vida, ayudada por la simpatía mutua, desarrolla los gérmenes de las aptitudes de cada cual para abarcar las tareas del compañero, y poco a poco engendra paridad de gustos y de genios, enriqueciendo ambas naturalezas y sumando a las facultades de la una las de la otra. Esto ocurre a menudo entre amigos del mismo sexo que viven mucho tiempo juntos, y sería más frecuente en el matrimonio si la educación completamente distinta de los dos sexos no hiciese casi imposible la armonía del alma y de la inteligencia.

Una vez extirpado el mal, cualesquiera que fuesen las diferencias de gustos que dividen a los esposos, habría en general unanimidad de miras para las grandes cuestiones de la vida. Cuando ambos cónyuges se interesan igualmente por esas magnas cuestiones, se prestan mutuo auxilio y se animan y confortan; los demás puntos en que sus inclinaciones difieren les parecen secundarios; hay base para una amistad sólida y permanente, red sutil de cariño y adhesión que hará a cada uno de los cónyuges anteponer a la suya la voluntad del otro.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

La mujer disminuye al marido.-El ser inferior rebaja al superior, cuando viven juntos-Efectos de la compañía y trato de la mujer, dado el nivel de cultura que hoy alcanza.-Ideal del matrimonio.


Hasta aquí sólo he tratado de la merma que ocasiona en la dicha y bienestar conyugal la diferencia entre la mujer y el marido; pero hay algo que agrava y complica el problema de la desemejanza, y es la inferioridad. Si la desemejanza no consistiese más que en diferencias entre buenas cualidades, quizás sería benéfica, favoreciendo el desarrollo de la virtud por el contraste y el ejemplo. Cuando los dos esposos rivalizan, deseosos de adquirir los dones que les faltan, la diferencia que persiste no produce diversidad de intereses, antes hace más perfecta la identidad y engrandece el papel que cada cual desempeña para contento y felicidad del otro. Pero cuando uno de los esposos es inferior al otro en capacidad mental y en educación, y el superior no trata de elevar hasta sí al compañero, la influencia total de la unión íntima es funesta al desarrollo del superior, y tanto más funesta cuanto más se aman y más confunden sus existencias los cónyuges. No impunemente cohabita el ser superior en inteligencia con el inferior, elevado a único amigo íntimo y diario. Toda compañía que no eleva rebaja, y cuanto más tierna y familiar sea, más cierto es el aforismo. Un hombre realmente superior se hace de menos valer cuando rige la asociación con el inferior. El marido que se une a una mujer inferior es perpetuamente rey en su sociedad habitual. De una parte ve siempre lisonjeado su amor propio, de otra se le pegan insensiblemente las maneras de sentir y de apreciar de espíritus más vulgares o más limitados. Este mal difiere de los demás males que he advertido, en que va en aumento.

La asociación de los hombres con las mujeres en la vida diaria, es hoy mucho más estrecha y más completa que antes. Antaño los hombres se reunían para entregarse a sus quehaceres o diversiones, y no concedían a las mujeres más que breves minutos de comercio sensual. Hoy el progreso de la civilización, la proscripción de los pasatiempos groseros y los excesos de la gula, solaz de la mayor parte de los varones, y ¿por qué no decirlo? la mayor rectitud de las ideas modernas relativas a la mutuidad de deberes que ligan al marido y a la mujer, inclinan al hombre a buscar en su casa y en el seno de su familia, los placeres y el trato que pide la sociabilidad. Por otro lado, la suma de perfección adquirida por la educación femenina, hizo a la mujer apta, hasta cierto punto, para servir de compañera a su marido en las cosas del espíritu, sin perjuicio de mantenerla casi siempre en los límites fatales de la inferioridad. Así es que el marido deseoso de comunión intelectual, encuentra, para satisfacerse, una comunión en que no aprende nada; una compañía que no perfecciona, que no estimula, ocupa el lugar de la que tendría que buscar si viviese solo: la sociedad de sus iguales por la inteligencia a por la elevación de miras. Así vemos que un hombre de porvenir, de grandes esperanzas, cesa de perfeccionarse desde que se casa, y al no perfeccionarse, degenera. Mujer que no impulsa a su marido hacia delante, le estaciona o le echa atrás. El marido cesa de interesarse por lo que no puede interesar a su esposa; no aspira ya a nada, no ama ya, y al fin, huye de la sociedad que compartía sus primeras aspiraciones y que le increparía por abandonarlas; las más nobles facultades de su corazón y de su espíritu se paralizan, y coincidiendo este cambio con el advenimiento de los intereses nuevos y egoístas creados por la familia, pasados algunos años no difiere en ningún punto esencial de los que jamás pensaron sino en satisfacer vanidades vulgares, o en lucro y provecho.

¡Cuán dulce pedazo de paraíso el matrimonio de dos personas instruidas, con las mismas opiniones, los mismos puntos de vista, iguales con la superior igualdad que da la semejanza de facultades y aptitudes, desiguales únicamente por el grado de desarrollo de estas facultades; que pudiesen saborear la voluptuosidad de mirarse con ojos húmedos de admiración, y gozar por turno el placer de guiar al compañero por la senda del desarrollo intelectual, sin soltarle la mano, en muda presión sujeta! No intento la pintura de esta dicha.

Los espíritus capaces de suponerla, no necesitan mis pinceles, y los miopes verían en el lienzo la utopía de un entusiasta. Pero sostengo, con la convicción más profunda, que ese, y sólo ese, es el ideal del matrimonio; y que toda opinión, toda costumbre, toda institución que lo estorbe o lo bastardee sustituyéndolo por otro menos alto, debe perecer y ser borrada de la memoria de los hombres, como vestigio de la barbarie originaria.

La regeneración moral del género humano no empezará realmente hasta que la relación social más fundamental se someta al régimen de la igualdad, y hasta que los miembros de la humanidad aprendan a consagrar el mayor cariño, la mis santa adoración, la amistad más indestructible, a un ser igual suyo en capacidad ven derecho.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

Últimos y mayores bienes que traería consigo la libertad.-Dulzura y belleza de la libertad en sí misma. -Cómo solemos defender y estimar la propia, y cómo no atribuimos valor a la ajena.-Goce íntimo de la emancipación.-Efectos desastrosos que produce en un carácter altivo la privación de libertad.-Cómo exalta la ambición.


Al examinar los bienes que el mundo obtendría no fundando en el sexo la incapacidad política y no convirtiéndolo en marca de servidumbre, he prescindido de los beneficios individuales para poner de relieve los que recaen sobre la sociedad, a saber: la elevación del nivel general del pensamiento y la acción, y la más perfecta base para la asociación del hombre con la mujer. No debo echar en saco roto un beneficio más directo, inmediato y tangible, a saber: las ventajas que a la mitad libertada de la especie, y la diferencia que hay para la mujer entre una vida de perpetua sumisión a la voluntad ajena y una vida de libertad y dignidad, fundada en la razón. Descartadas las primeras y urgentes necesidades de alimento y vestido, la libertad es la aspiración perpetua y el bien supremo de la naturaleza humana. Mientras los hombres no poseyeron derechos legales, deseaban una libertad anárquica, sin límites. Desde que han aprendido a comprender el sentido del deber y el valor de la razón, propenden cada vez más a dejarse guiar por razones y deberes en el ejercicio de su libertad. No por eso desean menos la libertad dulce y cara, ni están dispuestos a tomar la voluntad ajena por norma y regla de vida; antes al contrario, las sociedades donde más vigorosa crece la razón y más arraigada la idea del deber social, son las que más enérgicamente afirman la libertad de acción del individuo, el derecho de cada cual a regirse a sí propio, según el concepto que tiene del deber, y acatando leyes y reglas sociales que no sublevan su conciencia.

Para apreciar justamente cuánto vale la independencia de la persona como elemento de felicidad, consideremos lo que representa para nosotros y qué daríamos por conservarla. No hay piedra de toque para el juicio como aplicarnos a nosotros mismos la ley que a los demás queremos imponer. Cuando oímos que alguien se queja de no ser libre, de que no puede gobernar sus asuntos propios, nos dan ganas de preguntar: ¿Qué le pasa a este individuo? ¿De qué diablos se lamenta? ¿No tiene un administrador de primer orden? Y si al contestar a estas preguntas no vemos que sale perjudicadísimo el querellante, le volvemos la espalda y tomamos sus quejas como desahogos de un ente caprichoso y descontentadizo, a quien todo lastima y todo molesta. Que seamos los interesados, y ya pensaremos de otro modo. La administración más impecable de nuestros intereses, hecha por el tutor más íntegro, no nos satisfará en absoluto: estamos excluidos del consejo, pues ese es el intríngulis; ¿qué mayor daño? Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato, y déjennos lo nuestro por nuestro, y allá se gobiernen los que nos gobiernan.

Lo mismo sucede en las naciones. Que le ofrezcan a un ciudadano de un país libre administrar divinamente los intereses de la patria a costa de su libertad. Aun cuando creyese que puede existir buena y hábil administración en pueblos privados de libertad, la conciencia de su responsabilidad moral en la elaboración de su destino sería compensación suficiente a los males originados de gobernarse a sí propio. Vivamos seguros de que cuanto sienten los hombres en punto a libertad, lo sienten las mujeres en el mismo grado, aunque callan; y lo sienten más de adentro, cuanto más dignas e ilustradas son.

Todo cuanto se ha dicho o escrito desde Herodoto hasta nuestros días sobre la influencia de los gobiernos libres para ennoblecer el carácter y elevar las facultades ofreciendo a los sentimientos y a la inteligencia horizontes más vastos y hermosos, inspirando un patriotismo más desinteresado, sugiriendo puntos de vista más amplios y serenos del deber y haciendo vivir al ciudadano, por decirlo así, en más altas cimas de la vida del corazón, del espíritu y de la sociedad, es tan verdadero para la mujer como para el hombre. ¿Acaso estas ventajas no forman parte de la felicidad individual? Recordemos lo que sentimos al salir de la tutela y dirección de nuestros padres, por cariñosos que fuesen, y al aceptar las responsabilidades de la edad-viril. ¿No nos ha parecido que se nos quitaba de encima un peso enorme, que rompíamos ligaduras molestas ya que no dolorosas? ¿No nos hemos sentido doblemente vivos, más hombres que antes? ¿Acaso pensáis que la mujer no experimenta estos mismos sentimientos?

Por desgracia, el hombre es justo para sí, y en causa propia ve clara la razón y conoce lo que debe darse a la dignidad individual y a las aspiraciones inherentes a la naturaleza humana, pero al tratarse de los demás, se ofusca y no ve motivos tan poderosos para legitimar la emancipación que él ya ha conquistado. Quizá esto consiste en que los hombres, al hablar de sus propios intereses, les dan nombres sonoros y persuasivos. Estamos ciertos de que el papel de estos sentimientos no es menor ni menos intenso en la vida de la mujer; sólo que la mujer guarda silencio, y ha sido educada para dar a esa ebullición interna de la voluntad empleo y dirección antinatural malsana; pero el impulso existe y se revela al exterior bajo otras formas. Un carácter activo y enérgico, a quien se le niega la libertad, busca el poder privado del señorío de sí mismo, afirma su personalidad tratando de someter a su voluntad al género humano. No conceder a las personas existencia propia, no permitirlas vivir sino bajo la dependencia ajena, es incitarlas y despeñarlas a que ensayen las artes del mando y quieran regir a los demás. Cuando no se puede esperar la libertad, se puede vislumbrar la dictadura; ésta llega a ser el principal objetivo de la voluntad humana; los que no son libres para administrar sus propios negocios, se satisfacen y consuelan entrometiéndose en los negocios ajenos con miras egoístas. De esto procede también la pasión de la mujer por la belleza, las galas, la ostentación y todos los males que del lujo se derivan bajo forma de derroche e inmoralidad social. El deseo del poder y el amor de la libertad, están en perpetuo antagonismo. Donde la libertad es menor, la pasión ambiciosa es más ardiente y desenfrenada. La ambición de mando será siempre una fuerza que deprave a la especie humana, hasta que llegue el día en que todo individuo mande en sí propio, ejercitando derechos legales que nadie le dispute; y esto sólo podrá suceder en países donde la libertad del individuo, sin distinción de sexos, sea una institución respetada, orgánica, indiscutible.




ArribaCapítulo XXXVI

Necesidad de empleo para la actividad de la mujer.-La religión y la beneficencia, únicos cauces abiertos a la mujer.-Los chocarreros.-La acción política de la mujer.-Errar la vocación.-El gran error social.


Ni es solamente el sentimiento de la dignidad personal el que nos lleva a encontrar en la libre disposición y libre dirección de nuestras facultades inagotable fuente de ventura, y en el servilismo un manantial de amarguras y humillaciones, lo mismo para el hombre que para la mujer. Excepto la enfermedad, la indigencia y el remordimiento, no hay mayor enemigo de la felicidad de la vida que la falta de un camino honroso, de un desahogado cauce por donde se derrame nuestra actividad.

Las mujeres que tienen familia que cuidar, encuentran, mientras el cuidado dura, campo abierto a su actividad, y generalmente les basta: pero ¿qué salida hay para las mujeres, cada día más numerosas, que no encontraron ocasión favorable para ejercer la vocación maternal, llamada, sin duda irónicamente, vocación especial de la mujer? ¿Qué salida tiene la mujer que perdió a sus hijos, arrebatados por la muerte, alejados por sus negocios, o que se casaron y fundaron nueva familia? Hay mil ejemplos de hombres que después de una vida dedicada completamente a los negocios, se retiran con una fortuna que les permite gozar de lo que ellos consideran el reposo; pero que, incapaces de buscarse nuevos intereses y nuevos móviles en reemplazo de los antiguos, no encuentran en el cambio de vida más que fastidio y una muerte prematura. Nadie comprenderá que esperan análoga suerte muchísimas mujeres dignas y nobles, que han pagado lo que se dice que deben a la sociedad, educado a su familia de un modo intachable, dirigido su casa mientras han tenido casa que dirigir, y que, dejada esta ocupación única a que estaban ya avezadas, permanecen en lo sucesivo sin empleo para su actividad, a menos que una hija o una nuera quiera abdicar en ellas el gobierno de un nuevo hogar. Triste vejez para las mujeres que tan dignamente cumplieron lo que el mundo llama su único deber social.

Para estas mujeres y para aquellas que languidecen toda su vida en la penosa convicción de una educación frustrada y de una actividad que no ha podido manifestarse y tener condigno empleo, no hay otro recurso en los últimos años sino la religión y la beneficencia. ¡Ay! su religión, sentimental y formulista, no consiente la acción sino bajo forma de caridad. Muchas mujeres son por naturaleza aptísimas para la beneficencia; pero ya sabemos que para practicarla útilmente sin que produzca malos efectos en el mismo socorrido, se requiere la educación, la preparación hábil, los conocimientos y las facultades intelectuales de un sabio administrador. Hay pocas funciones administrativas o gubernamentales para las cuales no sirva la persona capaz de entender la beneficencia. En este caso y en otros (y principalmente en lo tocante a la educación de los hijos), las mujeres no pueden cumplir perfectamente ni los mismos deberes que les hemos impuesto, a no haber sido educadas de modo que también podrían llenar los demás que la ley les veda y prohíbe.

Séame permitido recordar aquí el caprichoso cuadro que pintan, al tratar de la incapacidad de las mujeres, los que, en vez de contestar a nuestros argumentos, todo lo arreglan con cuatro bufonadas insulsas. Cuando decimos que el talento de la mujer para el gobierno y la prudencia de sus consejos serían útiles en los asuntos de Estado, nuestros jocosos adversarios nos convidan a que hagamos coro a las carcajadas que resonarían ante el espectáculo de un parlamento y un ministerio compuestos de muchachas de diez y ocho y diez y nueve años. Olvidan estos payasos que el hombre tampoco es llamado a esa edad a sentarse en el parlamento ni a desempeñar funciones responsables. El mero buen sentido debiera dictarles que si tales funciones se confiasen a las mujeres, sería a las que no teniendo vocación especial para el matrimonio o pudiendo conciliar con el matrimonio la vida política (lo mismo que hoy concilian muchas mujeres el matrimonio y las letras, el matrimonio y el canto, el matrimonio y la declamación, y hasta el matrimonio y la disipación mundana) hubiesen gastado los mejores años de su juventud en prepararse para el camino que aspiraban a seguir. En la vida política entrarían generalmente viudas o casadas de cuarenta a cincuenta años, que pudiesen, con preparación de convenientes estudios, utilizar en un campo más amplio la experiencia, las dotes de gobierno que hubiesen adquirido en la familia. No hay país en Europa donde el hombre no haya probado y estimado el valor de los consejos y de la ayuda de la mujer inteligente y experta. Hay también cuestiones importantes de administración para las cuales pocos hombres tienen tanta capacidad como ciertas mujeres, entre otras, la dirección económica, la crematística, la hacienda.

Pero ahora tratamos, no de lo necesarios que son a la sociedad los servicios de la mujer en los asuntos públicos, sino de la vida sin objeto ni finalidad a que se las condena prohibiéndolas emplear las aptitudes que muchas reúnen para los negocios políticos en terreno más amplio que el de hoy, terreno vedado para casi todas, si exceptuamos a las que por azar de nacimiento pisan las gradas del solio.

Si algo hay de importancia vital para la dicha humana, es sentir inclinación a la carrera en que entramos. Esta condición de una vida feliz no la llenan todos: hay centenares de hombres que erraron la vocación, y son desdichados y andan desorbitados durante su existencia entera: seres dignos de compasión, aunque no se les vea la llaga. Si este género de error no lo puedo evitar ni prevenir la sociedad, por lo menos está obligada a no imponerlo, ni provocarlo. Padres irreflexivos, la inexperiencia de la juventud, la falta de ocasión para conocer la vocación natural, y en suma, el conjunto de ocasiones que meten de cabeza al hombre en una profesión antipática, pueden condenarle a pasar la vida entregado a quehaceres que no entiende y le repugnan, mientras otro los desempeñaría a maravilla y a gusto.

Este género de horrible penitencia es el que pesa sobre la mujer y la abruma y la aniquila. Lo que son para el hombre (en sociedades donde no ha penetrado la ilustración) el color, la raza, la religión o la nacionalidad en los países conquistados, es el sexo para todas las mujeres en todo país; una exclusión radical de casi todas las ocupaciones honrosas. Los sufrimientos que se engendran de estas causas despiertan de ordinario tan poca simpatía, que casi nadie se ha fijado en la suma de dolores y amarguras que puede causar a la mujer el convencimiento de una existencia fallida y ahogada; estos sufrimientos llegarán a ser mayores y más comunes a medida que el incremento de la instrucción cree desproporción mayor entre las ideas y las facultades de las mujeres y el límite que la sociedad impone a su actividad. Cuando considero el daño positivo causado a la mitad de la especie humana por la incapacidad que la hiere, la pérdida de sus facultades más nobles y de su felicidad posible, y el dolor, la decepción y el descontento de su vida, comprendo que, de lo mucho que falta al hombre por luchar para vencer y disminuir las miserias inseparables de su destino sobre la tierra, lo más urgente es que aprenda a no recargar, a no agravar los males que la naturaleza le impone, con egoísmos, injusticias y celosas preocupaciones que restringen mutuamente su libertad y la de su compañera. Nuestros vanos recelos no hacen más que sustituir males que tememos sin razón, con otros positivos; mientras al restringir la libertad de nuestros semejantes por motivos que no abona el derecho y la libertad de los demás seres humanos, agotamos el más puro manantial donde el hombre puede beber la ventura, y empobrecemos a la humanidad arrebatándola inestimables bienes, los únicos que hermosean la vida y dignifican el alma.




 
 
FIN