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Los abismos


Felipe Trigo



A mi querido amigo D. José Torralba






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Primera parte


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- I -

Tendido en el diván, envuelto en la caricia blanda del pijama, satisfecho de sus horas de trabajo y con una felicidad en el corazón, que de tanta, de tanta, casi le dolía..., esperaba y perdía el pensamiento y la mirada hacia el fondo de etérea inmensidad que, cortado por las góticas torres blancas y rojas de San Pablo, el cielo abría sobre el retiro. Las nubes, las torres, las frondas, teñíanse a través de las vidrieras del hall en palidísimos gualdas y rosas y amatistas.

Entró Clotilde, la doncellita de pies menudos, de alba cofia, de pelo de ébano. Traía el servicio del té, y se puso en la mesita a disponerlo, avisando que ya llegaba la señora.

-¿Y la niña?

-Vestida, señor. Va a venir. Va a salir.

Un gorjeo de risas, inmediatamente, anunció a Inesita..., precediéndola en el correr mimoso que la dejó colgada al cuello de su padre. Jane, la linda institutriz, quedó digna en la puerta.

Pero la niña, espléndida beldad de cinco años, angélica coqueta a gran primor engalanada, huyó pronto los besos locos con que Eliseo desordenábala los bucles, los lazos y flores de la toca.

-¡Tonto! ¡Que me chafas!

-¡Oh! ¡Madame!

Sí, él, impetuoso adorador de la belleza, besando y abrazando a la divina criaturita había pensado muchas veces que puede haber en las caricias a los niños, paralelamente con la gran voluptuosidad sexual de la pasión a las mujeres, y ennobleciéndola, explicándola de antemano por todas las inocencias de la vida, una purísima y tan otra voluptuosidad de los sentidos, capaz de enajenarlos en los mismos raptos de embriaguez.

¡Inesina! ¡Trasunto de su madre! ¡Cómo iba desde chica impregnándola el amor a lo gentil!

Otro beso, aún, del ángel..., en una previsora y versallesca inclinación de minué..., y la deliciosa coquetuela dejó surgir a la ingenua glotoncilla, llena de fuerza y de salud, que la hizo coger y aplicarse a devorar el más grande pastel de la bandeja.

Sonaron pasos y sedas leves, fuera, y Eliseo compuso su actitud. Bajó los pies del mueble. Exquisitamente respetuoso con su Libia, tratábala con las cortesías que una reina pudiese merecerle.

-¡Hola! -saludó Libia, entrando y dejándole ver en la sonrisa el triunfo de glorias de su boca.

-¡Hola! -sonrió Eliseo.

Avanzó ella, con el ritmo de su larga elegancia desmayada, y se sentó. Espectro ideal de una ilusión de maravilla. Al marido, al poeta, al inmensamente enamorado, causábale la impresión de que su Libia no pesaba, no pisaba en las alfombras; de que se deslizaba siempre silenciosa y ondulante, tal que las mujeres de niebla que cruzan los ensueños.

¿Iría a ser tan bella, podría ser, podría llegar a ser tan diáfanamente bella la hija de los dos?... La niña heredaba de la madre la rubia palidez; de él, la corpulencia. Él, desde algún tiempo atrás, iba engrosando, más que de más, un poco..., y esto le inquietaba. Aunque, ¡no, lo justo, únicamente, para proclamar la estética euritmia de una vida satisfecha en un hombre de treinta años!...

Inesina, embelesándolos en un cambio granuja de sonrisas, comía y tenía, al fin, en cada mano un pastel.

-¡Qué mala es!- lanzó Libia.

-¡Qué mala es! ¡Qué buena es!- expuso Eliseo, con el mismo sentimiento de ternura que quitábale el valor, contradictorio a las palabras.

Hecha de todo y por todo la felicidad alrededor suyo, respirábala, condensábasele en el pecho tan intensa, tan intensa..., que casi le dolía. La complacencia de su alma se extendió un momento a la corrección, a la belleza y a la honda honestidad (armónicas e indispensables en su honesto hogar de corrección y de belleza) de aquella Clotilde, que les servía el té, y de aquella inglesita Jane, de color de estopa, que aguardaba rígida en la puerta.

De pronto, Inés dejó la mitad de cada pastel en la mesita.

-¡Hala! ¡Adiós!- se despidió -corriendo, tirando besos, volviendo la cabeza.

Tropezóse con Clotilde, que iba también a salir, y estuvo a punto de caerse y de caerla.

¡Ven, loca! ¡Loca! ¡Qué loca!

-¡Ah, loca! ¡Qué loca! -comentó asimismo el padre la rebeldía de la chiquilla a besarle nuevamente.

Siguiéronla con la mirada, cariñosos, y en la frente, de su Libia, inclinándose hacia ella, solos ya, dejó Eliseo el beso que no le quiso la rebelde.

La frente, las manos de Libia, quemaban. Además, el marido, contemplándola tan cerca, creyó advertirla los ojos encendidos, húmedos.

-¿Qué tienes?

-Nada.

-Sí, sí..., abrasas. ¿Has llorado?

-¿Yo?

-Estás ardiente.

-Bah, la reacción del baño. ¡Tan fría el agua! ¡He tenido que frotarme con colonia!

Volvía ella a sonreirse, refugiándosele en el hombro, toda dulce, y reparó Eliseo que no venía vestida: su lánguida escultura delatábase ideal de líneas en la amplitud del kimono blanco, cuyo enguatado forro de seda guinda, vuelto por las solapas y las mangas, hacía más nítidas las nieves rosa de sus brazos, suaves como lianas nobles del amor, de su garganta, larga como el cáliz de una orquídea...

-Pero, ¡mujer! ¿Así aún?... ¡Y son las cinco!

-¿Y qué?

-Que Astor no tardará. ¿Te olvidas del retrato?

-¡Bien, mira!- le tranquilizó Libia, inclinada a doblarse un poco el vuelo de la falda-. Estoy lista. Me falta el traje solamente.

Contra la interior sedilla grana del kimono mostró la hechicería de su pie, calzado por el finísimo zapato, y el prodigio esbelto de su pierna en los calados de la media.

-¡Oh, lujosa! -hubo de aplaudir el marido, a la evocación de otros más íntimos hechizos de la fastuosa beldad, en que era todo fausto, y en tanto que ella, casta, se cubría.

Contemplaron el retrato, obra ya casi acabada del grande amigo, del gran pintor. El enorme lienzo reposaba sobre el caballete, a la plena luz del hall, y constituía la suprema ostentación de las bellezas y elegancias de Libia. Hecho al pastel, su autor lo destinaba a la Exposición de Bellas Artes. Toda la figura, sentada sobre la tijera de un sitial dorado y perla, de frente, con una rodilla sobre otra, con el codo encima de las dos y la mano delicadísima en la barba, se destacaba clara y vaporosa sobre un obscuro fondo de brumas color oro, color cuero.

-¡Bah, Guillermo! ¡El insigne pastelista-retratista! ¡Bien va a lucirse contigo!... Otra gran medalla de honor, que esta vez será más tuya..., más mía, que no de él.

-¿Te da rabia?

-Casi celos. Es una... posesión de arte en ti, que fuese yo quien quisiera haberla realizado.

-Tú... ¡autor! ¡Hazlo! ¡Ponme en un drama!- le mimó Libia, doblándose a él con un beso.

Lo tomó Eliseo, en la boca, y repuso dolorido:

-¡Ah, si pudiese! ¡Lo he pensado tanto, tanto..., al ansia de tenerte en mi obra transfundida!... Pero, alma, ya ves tú...; es verdad aquello, que dijo no sé quién, de que... «las mujeres honradas no tenéis historia». ¡No, no tenéis historia ni dramas, las honradas!

Otro dolor, el dolor sin duda del dolor de él, y más intenso, quizá, al reflejarlo la mujer delicadísima, que siempre compartíale sutil las emociones, la hizo a ella repentinamente separarse y quedarse demudada.

Mirándola, el marido tornó a su pasada duda, en inquietud:

-¿Qué tienes? ¡Oh, sí, sí, Libia..., tú has llorado!

-¡No! ¿Por qué? ¡Qué tontería!

-¡Se te conoce en los ojos!

-¿En los ojos? Ah, sí..., ¡tienes razón!... Lloré..., pero de risa... oyéndole las ocurrencias a ese diablito de Inés, en tanto bañábala Jane.

Y como, nada más de recordarlo, reíase otra vez nerviosamente la madre candorosa, puesta en pie para salir, para vestirse, porque había sonado el timbre del portón y debía ser Guillermo... Eliseo la miró partir y quedó riéndose (aun sin conocer cuáles fueron) de las ocurrencias de la niña..., de aquella traviesa Inés de todos los ángeles diablitos, que les formaba a los dos el raudal de la alegría...




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- II -

Guillermo, ¡sí!... Antes que él, en fuga, como siempre, forzada por la obligación y el respeto, Clotilde entreabrió el cortinón para anunciarle. Al pasar, el tenaz irreverente soltó una risotada y le cogió a la joven la barbilla...

-¡Muñeca!

Huyó Clotilde, roja, sin decir una palabra..., y mientras el gigantesco artista se acercaba y arrojaba a una silla su chambergo, Eliseo le reprochó:

-¡Hombre, por Dios, que no es esto una taberna!

No hizo caso el insigne pastelista. Se dejó caer en la poltrona. Jadeaba. Traía unos periódicos en la mano, y púsose a hacerse aire con ellos. Luego, bufó:

-¡Uf! ¡chico!... ¡Noventa y siete escalones...! ¡Acabo de contarlos!... ¿No podías mudarte de este lindo palomar, aunque fuese a una taberna?

-¿Y el ascensor?

-¡Nunca! ¡Jamás!... ¡me ahogo en toda jaula! ¡Prefiero reventarme!

Se abanicaba, resoplaba, aflojábase el ya bien holgado cuello sin planchar..., y Eliseo, casi apiadado, mirábale y recordaba con envidia el vasto jardín y el bello hotel de las afueras que se podía permitir este famoso y potentado pintor con automóvil. Él, modesto aún, lleno de las mismas esperanzas, tenía que contentar su afán de luz, de aire, vecino de los cielos, en el moderno y último piso de alquiler del palacio de unos duques.

Mas... sentíase feliz, feliz con una gran felicidad que le dolía, hecha de amor, de espíritu, de arte...; hecha, sobre todo, en él, en su mujer, hasta en sus criadas, de purezas y bellezas y respetos... Y le enojaba y le admiraba no poder seriamente rechazar la irreverencia que se le infiltraba de la calle con el gran corazón y la nobilísima amistad del camarada que era al mismo tiempo un jovial y como infantil aturdido incorregible.

-Oye, Guillermo- insistió condescendiente-, ¡sé formal! Mira que a la chica no le gustan, y a Jane menos, ni a Petra, tus bromas. ¡Capaces serán de despedirse!

-Hijo, ¿Y a qué tener muchachas tan bonitas?... ¡Toma! ¿Has visto ese periódico?... ¡Habla de ti!... Parece que van a traducir y representar en Roma tu última comedia... ¡Bravo! ¡Te vas volviendo a escape grande hombre!

Le arrojó el periódico, Il Corriere della Sera. Desplegó otro, alemán, ilustrado, y se enfrascó en revisarle los muñecos.

Eliseo, que no hizo sino ojear por encima la noticia, porque ya la conocía, hubo de sonreír nuevamente al notar cómo su amigo tendía en abierto compás una pierna hacia el suelo y la otra encima de un sillón. Así le vería Libia, si llegase ahora..., harto acostumbrada, por suerte, al carácter de Guillermo; el cual, en cambio, reíase de las mutuas cortesanías del matrimonio. Igual, y aunque hubiese estado ella, habríale tocado los hombros o la cara a la muchacha.

Mirábale el autor dramático desde toda la disculpa de su alma delicada, correctísima. Era el buen pintor un hércules, un hombrote negro, feo, lleno de enmarañadas barbas y greñas, pero de una fealdad fuertemente simpática, leonina, que siempre habíale dado entre las mujeres gran partido, no obstante los descuidos de su traje, y era, además, un despreocupado bohemio de alta estirpe, que lo mismo se metía con una marquesa amante en un figón, que se iba de chaqueta a un palco del Real para no importarle, en el de enfrente, su mujer, su también gigantesca Ernestina, hermosa, estatuaria, asimismo despreocupada y loca amante, unas veces de un torero, otras de un actor, otras, acaso, del marqués de la misma marquesa en turno del esposo. Gran filósofo hastiado por todos los posibles triunfos y desengaños de la vida, con un bondadoso corazón de niño que se revelaba inmenso en la amistad y con unos puños de boxeador que surgían, a ser preciso, formidables, pasaba por la vida, a los cuarenta años, en afectuosa y cordial camaradería con su mujer, retratándola para todos los artísticos concursos, haciéndola célebre en Madrid y en París y en Londres con su hermosura hebrea, no siempre velada asaz honestamente, y perdonándola a fuerza de despreocupación y de sonrisas los múltiples trances galantescos a que la supondría expuesta con la libertad que concedíala en trueque de la que ella le dejaba.

Contábase de él que, una noche, bebiendo en su estudio de París champaña con tres amigos escultores, y hablando de paganas beldades femeniles, de las cuales ponía a la de su mujer como un arquetipo..., en un estético fervor de iluminado, los llevó a la estancia, al lecho donde ella dormía bajo una lámpara rosada; la descubrió, la mostró..., y volvió a ocultarla cautamente, dejando en su profundo sueño a la hechicera...

¿Ingenuidad, era todo esto cínica ingenuidad de niño, cínica ingenuidad perversa, delatora de una absoluta carencia de moral sentido, o era la serenísima conciencia de un hombre superior a no importase qué sociales trabas y prejuicios seculares?...

Eliseo, que estaba cierto de la infinita moralidad cordial de Astor, de la infinita y ruda nobleza insuperable en todo lo demás de su trato con las gentes, tenía que inclinarse, y no sin un casi terror de admiración, a lo segundo.

En todo caso, ¿cómo tomarle en cuenta la en el fondo nimia despreocupación más de una inofensiva caricia suya a una sirviente?...

Se admiraba, sí, él que sabíase tan opuesto, tan contrario, encantadamente prisionero de una felicidad flotante en los diáfanos respetos del alma de su hogar y de su Libia...; y como sintió a su Libia, de improviso, rumorosa de sedas entre sedas, deshízosele en respeto de venturosísimo cautivo la un poco envidiosa admiración que siempre le infundía el despreocupado, capaz de pasear triunfal de tal manera su extraña y libre dicha por el mundo.

La presencia de Libia bastó para acabar de imponerle al poeta su equivocación de aquella admiración. Resplandecía en su frente rubia la pureza de la madre -de lo que no era, de lo que no habría podido ser jamás, sugiriéndole al marido las ideas y sentimientos de bien otro angélico universo, la estéril hermosura de la un tanto bestial y pagana Ernestina del pintor.

Libia, la madre, la buena esposa..., la muy buena mujer de ensueño, no obstante..., venía radiantísima de lujo. Perlas en el pelo; perlas y brillantes en el lóbulo rosado de la oreja, en la garganta; brillantes y zafiros, y ópalos en las manos de ideal...; y en la estatua, por todo el fino y largo cuerpo de escultura desmayada, dóciles y finísimos cendales de una reina que fuese hada al mismo tiempo: sedas Liberty, malva..., tisúes de oro..., blancas transparencias también de tules plisados en trazos de piel marrón... ¡Ah, el contraste elegantísimo del leve tul y de las pieles! ¡La violenta y cadenciosa sinfonía por todo el cuerpo aquel del malva y del oro y del marrón!...

Saludábanse Guillermo y ella. El pintor, de pie, no por cortesía, sino por ir más pronto a la tarea del cuadro, que duraba hora y media cada tarde.

-¿Y Ernestina, Guillermo?

-Que viene, me dijo.

-¿Hoy?

-O mañana. Quiere ver nuestro adelanto de estos días. Recelosa del retrato. A poco más, ayer reñimos.

-¿Cómo?

-Teme, Libia, verse eclipsada en la Exposición por ti la vez primera.

-¡Aaah!... ¿Y el suyo?

-Acabándose. No le gusta. Encuentra que estás tú mejor vestida.

-Iré a verlo también.

-Bueno..., ahora... ¡al potro!... ¡Y a callar!

La condujo al sitial dorado y perla. Sentóse ella, cruzó una pierna sobre otra, apoyó en la rodilla el codo y la barba en una mano, toda doblada hacia delante en la posición que, por serle la más típica, la más habitual a su comodidad, habíala dejado el pintor que la eligiese..., y el pintor, con verdadero desenfado de amigo y de pintor, la alzó y la arregló más los vuelos y plegados de las sedas y las pieles hasta dejar los seis centímetros de media que debían mostrarse en el tobillo, cuyo pie tocaba el suelo.

Empezó el trabajo... en un silencio religioso. Cuando pintaba, Guillermo era todo de su atención, de su abstracción, y contrariábale que nadie hablara ni le hablase.

El retratista y la retratada estaban en el hall, ella medio de espaldas a la sala y, protegida de tanta luz con un pabellón de felpa improvisado en los cristales. Eliseo los veía a los dos desde el diván.

Mordió Eliseo un habano, lo encendió y abandonóse nuevamente a la emoción de aquella paz, de aquella calma, de aquella felicidad que a su alrededor flotaba intensa, densa, de un modo podría decirse físico y que casi le dolía.

Constituyéndosela al fin inconmovible, hasta los principescos lujos de su mujer, que acarreáronle tiempo atrás fuertes apuros, se iban encajando en armonía con los medios pecuniarios de la casa. Él, por una innata repulsión a la antiartística pobreza, amaba estos lujos más que Libia. No podía culparla; habíala animado al principio, y Libia no hizo sino excederse un poco locamente, ya puesta en la pendiente fastuosa, y siempre en el horror de ambos a los previos cálculos y números.

Aún los trimestres del autor hallábanse gravados con los descuentos de joyeros y modistas; Pero los éxitos de Apolo y la discreta habilidad para dar cien vueltas a sus trajes que hubo Libia de aprender en la experiencia dolorosa, sin peligro alguno ya, permitíanla este infinito agrado, orgullo de los dos, de adornarse aún más que antes.

¡Qué bella estaba!




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- III -

Salió el pintor. Salió el marido...; y ella, que, con sonrisa mártir, había recibido el beso del insensatamente venturoso, vuelta en el sillón dorado y perla, se quedó escuchando hasta que sonó el portón a lo largo del pasillo. Entonces, brusca, se dobló a sus brazos sobre el brazo del sitial en una explosión de llanto.

Fue breve. Estaba harta de llorar.

Alzó enseguida la cabeza. Su faz había cambiado a lo espantoso.

Miró el retrato.

¡Ah, sus lujos! ¡Cómo en el lienzo aquel, cómo en la obra del artista insigne, para eterna afrenta de no se supiese que sórdida catástrofe, iban a quedar representados!

Más que un drama, sin que el confiadísimo Eliseo pudiera sospechar que ella lo tendría y que en él iba a arrastrarle.

Alzó la vista de un punto del espacio, donde habíasele condensado lo cruel, y la giró en afán de liberaciones por la estancia. Sobre la chimenea vio dos muñecas rubias de su hija; por las paredes, retratos suyos, de la niña, del marido; en la vitrina imperio, unas figurillas de juguete que eran de los tres, y que asimismo proclamaban la inocencia de sus almas. Cosas que la acusaban, que la abrumaban más en esta hora de expiación.

Se sacó del pecho la carta feroz de la francesa:

«Muy señora mía: Para tratar de salir definitivamente de nuestra enojosa situación, ruégola que esta tarde, a las siete, venga a verme.»

Las seis. A las siete, arrastrando sus infinitos miedos, tendría que estar en casa de esta mujer que ya escribíala como en conminación fiscal. Poco después, arrastrando la realidad de su inmensa desventura, tendría que volver a encontrarse frente a las nobles confianzas de su Inés y su Eliseo.

Se levantó. Se retorció en una especie de penoso desperezo, y lenta, ingrávida, fantasma que ya no fuese de este hogar amenazado de destrozo, ni del mundo, cruzó el despacho y el salón, entre el ruido de sus sedas.

Tuvo que reposarse, apoyada en un sillón. El blanco lecho de Inés, al paso de la alcoba..., sus cosas, sus vestidos, seguían a gritos acusándola de la insensatez con que ella había arrojado por siempre a la miseria a la hija de su sangre.

Otro impulso, y entró y se encerró en el tocador.

Desde el centro, se vio copiada entera en un espejo. Estaba pálida, y horrible, lo mismo que una muerta.

Y... ¡ah, sus lujos... vistos nuevamente en la viva insolencia del cristal!

El cristal, ante los ojos tétricos de Libia, cobraba las diáfanas profundidades de un abismo. Lo que iba a ser, tendría que ser. Resignada, se puso a quitarse aquel colorinesco y rico traje de soirée, para ponerse otro... Los lujos no deberían servirla para haber llegado con ellos en cínica ostentación hasta el borde del desastre.

Mas, ¡oh!.. toda ella era teatral y fastuosa. Al sacarse las pieles y sedas y tules del vestido, el espejo la seguía copiando en un blanco esplendor de gasas y de encajes... Las caladas medias, el traslúcido y pequeño cubrecorsé-pantalón, ceñido abajo por las mollas de las ligas y arriba por los pálidos rizados del escote...

Tembló, rebelde. Crispáronsele las manos a los adornos del pecho, y en un rapto de locura pareció querer desgarrarse el pecho, el corazón, aquellos fastos miserables, siquiera, que de tal modo la infamaban.

Habíase clavado las uñas. La sensación de dolor, completándola físicamente el martirio, la lanzó al fatídico cajón de su secreto. Quería considerar todavía y por última vez el problema pavoroso... con más calma, con la terca decisión de volver a estudiarlo, y quizá resolverlo sin violencias.

Llegó a la mesita escritorio, sacó el fajo de papeles, y se instaló, junto al balcón, en el sofá.

La seca escuetez de una cifra la hirió en el primer papel que extrajo del paquete.

«36.540 pesetas.»

Volvía a asombrarse.

¡Santo Dios! ¿Era posible?... ¿Cómo deberle a madame Georgette semejante atrocidad?

«¡36.540 pesetas!»

Lo hallaba absurdo. Suma ratificada por ella, coincidía con la de la modista...; pero, quizás, seguramente, las dos se equivocaban.

Febril, se dedicó a ir revisando las facturas. Las más antiguas tenían fecha de dos años. Amable la francesa, su pérfida amabilidad (¡harto veíalo al fin!) pudo servirle igual para robarla. Aun poniendo a mil pesetas cada traje, resultaba inverosímil que en dos años, ¡qué disparate!, la hubiese hecho treinta y seis...

Un relámpago le resucitó en los ojos la esperanza. Torpe para las cuentas, hasta ahora no había encarado de este modo la cuestión. ¡Ah, si fuese ella la que, descubriéndola ladrona, pudiese llevar ante el juez a la modista!

Este razonamiento de la imposibilidad de treinta y seis trajes en dos años tenía una fuerza que podía apoyar en la menor investigación de sus roperos...

Se levantó convulsa, iluminada. Fue a los roperos. Abrió las puertas. Miró los trajes. Apenas si había once... Y cuatro abrigos... Y tres salidas de teatro... Sin embargo, no halló sencillo el cómputo, y se limitó, para evitarse a sí misma aquella cocotesca desnudez, a cubrirse con un obscuro vestido de pañete.

Volvió a su asiento. La revisión de cuatro o seis facturas más, acabó de consternarla. «Por un abrigo largo, piel renard... 1.800 pesetas.» «Por un abrigo de nutria...2000»... También, ropas de Inesina. Justificábase la cuenta. ¿A qué obstinarse en regatear, partida por partida, nuevas rebajas que en nada modificarían la situación?

Apartó desalentadamente los papeles, y huyó de ellos, volviendo a levantarse.

Un retrato de su hija hízola llorar más hondas amarguras. Lo besaba. Oprimíaselo al corazón.

Con el retrato en la caída mano y con un codo en el testero del lecho, púsose en seguida, nuevamente, a considerar lo inútil de recurrir a su familia o de echarse en lágrimas a los pies de su marido confesándole el horror inevitable. Éste se sabría igual cuando horas después ella volviese de casa de Mme. Georgette, con el alma desgarrada, y cuando días después viniesen los embargos, la miseria, el éxodo de ella y de Eliseo y de la hija de los dos ocultando su vergüenza de mendigos.

Sentía frío.

Un frío glacial de desamparo.

Abrumada por su pesadumbre de maldita, que pesábale como un ondulante universo negro en la conciencia, dejó el retrato, vagó unos pasos sin sentido, y tornó a caer en el sofá.

Había cerrado los ojos. Miraba ahora dentro de sí misma, puesto que fuera no veía la salvación, y hundíanse sus ansias en el mínimo consuelo de buscar una disculpa. No fueron exclusivamente suyas la ceguedad y la imprudencia.

Cuando soltera vivía con casi estos mismos lujos, igual que las hermanas y la madre, en su casa; el padre, no rico, alto funcionario de Estado, actualmente en Alemania, consumía el sueldo en la ostentosa y digna relación con la buena sociedad. Así hubo Elíseo de conocerla, entre las glorias de un triunfo suyo, de teatro, y debió hallar indelicado el imponerle la decepción de la pobreza de ambos al día siguiente de su boda.

Hijo Eliseo de un profesor de Instituto de Jaén, y acostumbrado en su familia a la modestia, ganaba quizá bastante, pero poco, de todas suertes, para sostenerle a su mujer los hábitos de elegancia y distinción que él mismo amaba por un culto fervoroso hacia lo artístico.

La irreflexiva imprudente encontró, pues, un imprudente reflexivo que hubo de alentar su inexperiencia; un gentil apasionado que desde su humilde condición, sentía el pesar de rebajarla en rango, y un artista soñador siempre lleno de esperanzas de riqueza, de triunfos plenos capaces de llevarles a la vida esplendorosa que debía esperar de sus talentos. Fácil para ella el crédito con las modistas y joyeros de sus padres, cuando no podía pagar en otras, a las primeras cuentas importantes Eliseo la disculpó: «¡Sí, sí, bien, Libia, no te apures! Tú no puedes dejar las amistades de tu casa, y tienes que vestir. Mi éxito de la Princesa dará para ese pago.»

Efectivamente, la liquidación del primer mes de aquel éxito, sin contar con otros que aguardaban, hízoles salir del disgusto pasajero. Persuadida Libia de que las cuentas se podían pagar en más o menos plazo, contrájolas más grandes. Él se aplicó a escribir y a sus tertulias literarias; ella, a demostrar a las viejas relaciones familiares que había hecho un excelente matrimonio. Y a las segundas cuentas presentadas, con un poco de sorpresa del marido, éste se rehizo y replicó: «¡Bueno, Libia, no te inquiete, no te importé! Tomaremos un empréstito. Llegará el éxito definitivo que me consagre gran autor, y fuese injusto que, entretanto, yo te redujera a las feas incomodidades de una vida que no tardará en volvérsenos espléndida.»

Siempre más rico de imaginación que de dinero, se limitó a recomendarla prudencia; y la gentileza de aquellas modistas y sombrereras y joyeros que cobraban, multiplicáronle a la inexperta chiquilla, que ya era madre, sin embargo, las sendas de perdición. A sus rumbos, sin otro objeto que hacerse en todas partes admirar como bella y elegante, se unieron la de la niña y los del ama; pasó otro año, y las cuentas nuevas alcanzaron un nivel tanto más terrible cuanto más mermadas hallábanse las rentas del autor por deudas y por réditos. Fue el principio del fin. Fue el primer casi disgusto de los dos. Acabó de intervenir en los agobiados trimestres una especie de junta de acreedores, y entonces sí, digno, comprendió Eliseo y la hizo comprender aquella veloz marcha hacia la ruina. Digna Libia, prometió una circunspección que los salvase.

Mas ¡ah!... el propósito duró dos meses, tres quizá, mientras duraron también las galas de la dama bien surtida...; y ella, o acaso él, triste de verla triste, y feliz con otro estreno, compraron el brillante nuevo o el nuevo traje de caras sedas que retornáronla a la horrenda tentación. Se había hecho presentar por Ernestina a Mme. Georgette, que confiada en la garantía de la presentación y en la no regateada sencillez de los primeros pagos de Eliseo, hubo de irse luego conformando (¡francesa y bien funesta amabilidad, la suya!) con las sumas por Libia entregadas entre ruegos de espera y de secreto para el pago del total...; y he aquí que el total, sin saberse cómo, a los dos años, cuando más el marido noble y bueno encontrábase en la cándida ignorancia de aquellas cuentas, contento de ir a verse libre de atrasos para siempre, a los ojos asombrados de ella presentaba la cifra brutal, impagable, inverosímil.

Abrió los ojos, los ojos asombrados, y volvió a ver la enorme cifra en el papel:

«36.540 pesetas».

¿Cómo solventarla dada la económica situación de ellos y agobiado con descuentos de otras deudas por quién supiese cuánto tiempo aún?...

Mme. Georgette habíasele manifestado últimamente ejecutiva, inexorable. Inútiles las lágrimas y súplicas. Las sombras del juez, del embargo, del escándalo social, sólo cedieron al confesar la ingenua y espantada Libia que ni aun reduciéndola a la miseria y al descrédito podría quedar la deuda medio satisfecha: no valdrían la quinta parte de la suma los muebles y efectos todos de la casa puestos en subasta... Sólo cedieron, sí, sólo apaciguáronse de este modo las tercas aunque siempre bien habladas amenazas de Georgette; sólo de manera tal quedó conjurada la inminencia de enterar a Eliseo del conflicto que él no podía evitar...; y hoy, al fin, el rigor de la modista, reexcitado, a no dudar, por su egoísmo de sacar lo que pudiese, siquiera, sin importarla más de ajenos infortunios..., la llamaría para notificarla el comienzo brutal de lo espantoso.

No la frente, ahora, sino todo el cuerpo, todo el ser de la infeliz, tronchado en llanto y convulsión, cayó de bruces a lo largo de aquellos papeles que eran en sus lujos y en su vida fatídicas banderas de derrota...




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- IV -

Todas las tardes, al anochecer, el bello hotel número 4-A de la calle Villamagna era el centro, el templo de una peregrinación elegantísima.

Robes -Mmz. Georgette- Manteaux

leíase en dorada y rasgueada letra inglesa por los tres balcones de la fachada principal. Y ante la cancela, de vuelta del paseo en la Castellana, deteníanse blasonados coches con magníficos caballos, y excelentes automóviles que vibraban tomando turno de espera, mientras las damas cruzaban el jardín.

Un negro de gallarda figura e impecablemente vestido de frac rojo, desde la escalinata del vestíbulo, exornada con las estatuas castas de una Minerva y una Hebe, y sombreada por los sauces, recibía y guiaba a las visitas, según su pretensión. Había señoras que deseaban probarse sus vestidos, y pasaban al despacho del taller; había otras que iban a conferenciar solamente con madame, y pasaban a la suave intimidad azul de un gabinete; habíalas también, en fin, cuyo objeto no era otro que cambiar impresiones entre ellas mismas, y subían hacia el salón.

Templo; o mejor dicho, club femenino que había instituido poco a poco la costumbre. Cuatro o seis señoritas de obrador, maniquíes para las pruebas, rubias y morenas, blancas, para gustos diferentes en los trajes y en los tipos, finas y bonitas, todas, sabían, además, llenar a maravilla su misión de cumplimentar y entretener a las ilustres concurrentes, mostrándolas ilustraciones de modas extranjeras, hasta que las podía conceder unos momentos la dueña de la casa.

Mme. Georgette, repartiendo cortesías, sin parar en parte alguna, estaba en todas. Grande, escandalosamente rubia, y un poco matrona a los cuarenta y cinco años (que ella reducíase a treinta), conservaba rastros de beldad en la cara, y en el talle, cruelmente encorsetado. Diplomática sutil, nadie pudiera aventajarla en la oportuna adecuación y aplicación de su vasto protocolo de atenciones; una rígida duquesa, por ejemplo, merecíala reverencias dignas y profundas; una afable condesita, saludos versallescos, y una actriz o una cupletista en auge, sonrisas histriónicas. Ante ella desfilaba el mundo más complejo que puede imaginarse. Igual confeccionaba un regio manto de corte, que una arlequinesca falda de teatro. Había que vivir, y sabíase la gama de las veintisiete formas más o menos expresivas de afección en cada adiós, en cada frase.

¡Ah, cómo las viejas alcurniadas y fanáticas que contaba en su clientela dudarían que ella fuese la misma si la viesen conversando con la actriz y con la alegre condesita! Menos productivas aquéllas, más decorativas, y garantías irreprochables de la seriedad y el buen orden de la casa, frecuentábanla, como terreno neutral, para complicar en sus proyectos de asociaciones benéficas a ciertas no muy bien conceptuadas aristócratas de quienes necesitaban el concurso pecuniario y a las cuales no podían admitir decorosamente en sus salones.

Algunas, a veces, tercas catequistas, osaban encararse con la propia Mme. Georgette, aspirando moralmente a regentarla, y dándola consejos: «Usted, madame, debiera confesarse e ir a misa los domingos»; «Usted, madame, no debiera tener en su taller muchachas tan bonitas»; «Usted, madame, debería poner este Sagrado Corazón en la cancela...»

-¡Oh, señora duquesa! ¡Oh, señora marquesa!- limitábase, madame a contestar, sin más explicaciones, y humilde recibiendo el consejo o el Sagrado Corazón.

Positivamente, Mme. Georgette tenía que resignarse a mil impertinencias. Ahora estaba en la sala de modelos, y con dos señoritas de despacho se esforzaba en complacer a la baronesita de Alfán, rubilla y diminuta, a las tres grandes y no muy lindas hijas del ministro del Brasil y a otras menos conocidas visitantes.

La Alfán, que no alzaba del suelo vara y cuarta, por ridículo snobismo y a todo trance prefería las sobrefaldas de farol, propias, nada más, de buenas mozas. Las brasileñas, en cambio, amaban las flotantes gasas y los lazos, que las hacía parecer más desaforadamente gigantescas.

-¡Sí, madame, como éste! -decía la minúscula rubita-. Le he visto un preciosísimo traje igual a Libia Herráiz. ¿De aquí?

-Claro -respondió Mme. Georgette con orgullo-. ¡No la viste nadie si no yo!

¡Pobre baronesa!... Creería que la fuese a sentar igual aquella forma, por haberla visto en mujer tan hechicera.

-¡A Libia!

-¡A Libia Herráiz! -comentáronse asimismo admiradas, entre ellas, las hijas del ministro y las demás.

Y el modelo de glasé, azul obscuro, concentró las generales simpatías. Rodeáronse todas a mirarlo. Era inminente la demanda, sólo porque lo llevaba Libia Herráiz.

Libia, sin que ni ella misma supiese bien este prestigio, por mucho que se hallase habituada a la ávida o envidiosa expectación que a hombres y mujeres les causaba su presencia por los teatros, por las calles, por los paseos, adonde la llevaba Ernestina en automóvil, gozaba entre las más altas damas de Madrid, y entre la distinguidísima clientela de madame Georgette, singularmente, una verdadera celebridad de excelso maniquí. Cuando ellas no lo determinaban, le bastaba a la modista citar su nombre para decidir a las dudosas. Nunca madame Georgette habría soñado más vivo y mejor reclamo que una tal beldad, así con su etiqueta de elegancias, lanzada a la veneración sorda de las gentes.

Alzóse el cortinón, y el negro dio paso a una señora que causó un movimiento de sorpresa.

Era Libia Herráiz.

Las brasileñas, la baronesita, todas, tornáronse a admirarla.

Mme. Georgette, dejando a las demás, se apresuró a ofrecerla sus cumplidos.

Muy echado el velo de un coquetón y redondo sombrerito, la recién llegada parecía suspensa de ser recibida con las mismas preeminentes cortesías que siempre le dispensaba la francesa. Traía aún el rastro de una lágrima en los ojos, y por primera vez, hoy, su pensamiento y casi sus labios acerbamente renegaron de esta expectación de reina que no importase dónde y a no importase quiénes producía.

-¡Pase, pase, doña Libia: ya está la prueba! -invitábala, con su exquisita corrección, Mme. Georgette-. Perdónenme, señoras, un momento.

Salió detrás de Libia, y las otras señoritas se encargaron del despacho.

Subieron a un principal. Pasaron a un discreto gabinete, de fondo de columnas, entre los tules y claras sedas de las cuales veíase un lecho suntuoso. Seguía la modista mostrando tal amabilidad en su sonrisa, en sus maneras, al cerrar la puerta, sigilosa, y al invitarla a sentarse en la preferencia de aquel confidentillo azul, que Libia acabó por desorientarse enteramente.

No comprendía que para notificarla su perdición hiciese falta el escarnio de tanta gentileza. Y menos, cuando en las últimas entrevistas, una vez aquí encerradas, lejos de las gentes, el tono y el aspecto de madame habían sido secos, casi hostiles.

Creció el afecto de Georgette.

-¿Cómo le va?- preguntó.

-¡Bien! -contestó la infortunada, breve, por salir de la compasiva fórmula que había de conducirla pronto a lo cruel.

-¿Y la querida niña, y la querida Inés?

-Bien.

-¿Tan contenta siempre? ¿Tan bonita?

Esta vez, Libia no respondió. La invocación cariñosa a su hija, en quien poco después iría a condenarla a la desventura irremisible, la hirió como una hipocresía bien falta de piedad. Por no entregarle la miseria de su dolor a la torpe o la cínica, contuvo el llanto en un esfuerzo.

Sin embargo, debió notarle la pena madame Georgette, que, siempre incomprensible, no cejó en el propósito de afabilidad ni al abordar de lleno la cuestión.

Era singular el contraste entre la dulzura extrema de su acento y la torva significación de sus palabras.

-Veamos, mi buena doña Libia -comenzó-; he llamado a usted (y dispensará que, por la índole del asunto, no haya sido yo quien se moleste en visitarla) para ver de salir, si es que podemos, de esta situación enojosísima. ¿No cree usted igual, que de uno u otro modo, su término se impone?

-Sí, madame.

-Ante todo, doña Libia, quiero recordarla, para que no vea en mí una intemperancia que no está en mi carácter, cómo durante cerca de tres años he sido más que de más generosa y complaciente. No sólo he ido accediendo a recibir a cuenta las pequeñas sumas que usted pudo entregar, sino que, a pesar de ello, lejos de retirárselo, aumentábale mi crédito. Cuando usted, tímida, por reparos a su deuda, no quería hacerse nuevas ropas, yo, desprendida siempre, siempre, la animaba. ¿No es cierto?

-Cierto- concedió Libia.

Y por primera vez hacía también tomar gran puesto a aquellas excesivas complacencias de madama en el arqueo de su infortunio.

-Pues bien; sentado esto, creo quedar justificada, al fin, en mis apremios. Por una parte, nuestra cuenta, cuyo importe me sorprendió al ocurrírseme sumar todas las partidas, abandonada al tiempo, como estaba, seguirá creciendo en terrible proporción; en segundo lugar... ¡oh, el falso esplendor de nuestras casas! esos ocho mil duros me son precisos, absolutamente indispensables, para cumplir a plazo fijo, y a menos de una quiebra, con mis corresponsales de Londres, de Viena, de París... He de girar antes de tres meses, por las modas del verano, más de ciento cincuenta mil pesetas, doña Libia. Si lo desea, puedo hacerla ver las notas de pedidos y las letras de los Bancos.

-¡Oh, no, gracias! -la contuvo Libia en el impulso tenue de ir por ellas.

Hubo un silencio.

La joven abatíase al implacable abrumo de la escena. La modista la estudiaba extrañamente.

Luego ésta, tintando de suave melancolía sus amabilidades, prosiguió:

-El otro día quedamos en que usted seguiría pensando nuevas soluciones, en que recurriría a su padre, tal vez... ¿Me quiere decir si le escribió y lo que haya resuelto en el asunto?

Aumentó la turbación de Libia esta Indirecta acusación de trapacera, pues harto ella sabía, aun al prometerlo, que fuese inútil pedirle al pobre padre auxilio alguno. Tembló, y, víctima vencida, estuvo por echarse a llorar a los pies de la francesa.

Sin embargo, se aferraba desesperadamente a sus ansias de defensa, y hubo de confesar:

-No, no le he escrito. No podría ayudarme en nada, porque sólo cuenta con su sueldo. Prefiero hablarle a mi marido... o mejor, sacrificarme sola y yo misma en lo posible. Durante los pasados días he ido llevando a los joyeros mis alhajas, estos anillos, estos pendientes, las pulseras..., otras cosas más, y su venta rendiría alguna cantidad que aun subiría no poco si vendiese también mis trajes, mis abrigos..., algún adorno del salón y algún mueble fácil de ser quitado, sin notarse, de la casa... De este modo, y contando, claro es, con la bondad de usted para...

La interrumpe Mme. Georgette:

-¿Cuánto, hija mía, sacaría usted por las alhajas?

-Quizá... seis mil pesetas.

-¿Por todas?

-Por todas, aunque costaron el doble. Muchas no son finas. Seis mil pesetas..., y añadiendo el valor de mis vestidos... de todos mis vestidos...

-¿De todos? ¿También de todos sus vestidos?... ¡que serían pagados lo mismo que guiñapos, bastante peor que las alhajas!... Bah, doña Libia, una mezquindad que nada resolviera, y un conflicto para usted, si es que piensa en ocultárselo a su casa y a las gentes. ¿Cómo, a su marido? ¿Cómo tampoco usted, famosa en Madrid entero, de elegancia, salir ni a la puerta de la calle sin sus sedas, sin sus lujos?

¡Qué importa, no saldría! ¡Sería ello mi expiación! ¡Sería mi esclavitud!

Hizo un desdeñoso gesto la modista:

-Perdón, señora...; sé, por suerte o por desgracia, lo que una bella mujer como usted débese a sí misma y a los respetos de su posición social, ya consagrada; me permito, pues, desechar en nombre de las dos ese proyecto. ¿Quiere explicar el otro a que aludió?

Suspiró, medio sollozó Libia tres o cuatro veces, y prosiguió inútilmente heroica su tortura:

-El otro..., el otro, sería confesarle todo a mi marido, hacerme perdonar, y que entre ambos acordásemos y le firmásemos a usted un compromiso de entrega anual de una parte de su sueldo.

-¿A cuánto asciende?

La ocasión de sinceridad era solemne, y Libia, un poco avergonzada, se atuvo a la verdad:

-A diez mil pesetas..., a doce mil algunos años.

-Y ¿no me ha dicho usted otras veces, querida doña Libia, que tienen intervenida esa renta?

-Sí, madame.

-¿En mucho?

-En... en, próximamente, la mitad.

-¡Oh!... ¡Cuatro o cinco mil pesetas -despreció madama levantándose-, y reducirlas en dos mil, aún, por ejemplo, ustedes que pagarán más sólo de casa, para salir ganando yo la ridícula esperanza de cobrar en veinte años!

Se alejó, diciéndolo, hacia un rincón del gabinete.

Libia se sintió sin fuerzas hasta para mirar adonde fuese con su enigmática afabilidad la irreducible.

El matemático rigor que érala desconocido, ahora manejado por esta experta mujer, le presentaba la sorpresa y la explicación de cómo, en realidad, únicamente a fuerza de trampas vivían y habían podido vivir una vida de relativos faustos ella y Eliseo.

Por lo demás, la amargura inmensa del egoísmo de madama partíala el corazón al ver que no la dejaría probarse, con tal de hallar un medio sin escándalos, en cualquiera de aquellos sacrificios. ¡Grandes, duros, como fuesen, lo sabría afrontar la abnegada madre que surgiera de la mujer loca, y que aquí sólo defendía a su hija del desamparo y del escarnio!

Mas... ¡no, no querían dejarla siquiera un hogar, una cama tibia en que la hija de su alma durmiera su inocencia!

Mme. Georgette estaba junto a una dorada consolita. Arreglaba un búcaro de rosas. Habíase levantado, no por despecho, sino porque desde un momento hacía, mientras hablaba, había ido advirtiendo cómo su búho blanco, Thermidor, la rara bestezuela a quien ella, que aborrecía los gatos y los perros, amaba y dejaba andar a su placer por el hotel..., saliendo de la alcoba, habíase puesto en el mueble y a picar las lindas flores...

Cogió al búho, le hizo salir mimosamente por una puertecilla de escape, y volvió hacia Libia con tres rosas.

-¡Tenga! -la ofreció-. De mi jardín.

Aceptándolas, llena de extrañeza, la joven no supo qué pensar del obsequio inesperado.

-Por si va hoy al teatro, para el centro del escote. Vuelven a llevarse. La duquesa de Arladé ama estas rosas con locura.

Se había sentado otra vez madame Georgette.

Libia contemplaba su aire caricioso, maternal, absolutamente incomprensible, y todavía menos lograba comprender que creyérala con ganas de teatro en el horror de la desdicha.

Pero la lóbrega reflexión de su desdicha parecía haberse alejado, al menos, del pensamiento y del corazón de la francesa; la cual, tendiéndola una mano sobre el hombro, en protectora, en verdadera hermana o madre de purísimos consuelos, la habló así:

-¡Oh, mi querida doña Libia!... Sabía de más que con su infantil aturdimiento no podría encontrarle ninguna salvación al apuro en que nos vemos, en que nos vemos las dos, usted por el lógico temor a su marido y al desastre, y yo por las inaplazables urgencias de mis créditos en Londres y en París..., y...; ¡oh! ¡ah, sí, mi querida doña Libia!, por ambas, por las dos, yo he querido tomarme la pena de pensar en el remedio. ¡Lo hay! ¡Completo! ¡Salvador!... ¡y es, al mismo tiempo (en cierto modo), muy sencillo!

Dejó que la afrontase la infeliz todos los de antemano agradecidos candores de su asombro; la sonrió, tornó suave a acariciarla, e interrogó más dulcemente:

-Doña Libia, ¿está usted convencida de que los medios en que ha encerrado un poco ingenuamente su obsesión y su esperanza a nada práctico conducen?

-¡Sí, sí, madame! ¡Convencida!

-¿Enteramente convencida?

-Enteramente.

Se apartó ahora, recostándose atrás en su butaca, para abandonarla más a la impresión del cuadro que iba a presentarla ante los ojos:

-Fíjese bien: el problema es de contrastes: por un lado, en mi justa necesidad de no perder casi 37.000 pesetas, que así y todo perdería, la intervención judicial para ustedes, la desesperación de su marido, el embargo, la subasta..., el escándalo y la ruina..., la burla y el oprobio de las gentes hacia quienes tanto envidiaron, y que no pudieran levantarse, acaso, más..., y en medio de todo ello una pobrecita niña sin casa ni abrigo, salvo el de la ajena caridad o el de cualquier guardilla miserable... Por otro lado, el bienestar, la pública consideración, la vida en triunfo, sin zozobras; su hija con un espléndido porvenir de placidez, seguro; su marido de usted, el brillante autor, siguiendo entre aplausos su carrera, y usted con mi entera confianza y mis agrados para seguir considerándola, aún más que antes, mi cliente preferida.

-¡Oh, madame! -pudo la angustia de Libia proferir, únicamente.

-Creo que no deba dudarse en la elección -deslizó madame Georgette tras una pausa calculada; y prosiguió, arrastrando sus palabras sobre un asomo de reproche: -Pues bien, esto, para una mujer de quien sería entera la culpa de la perdición de su familia; para una mujer, por lo tanto, obligada a remediarla con no importa qué audaz resolución, si es eficaz; para una mujer, en fin, tan bella, tan celebrada, tan codiciada por todos los hombres de Madrid, como lo es usted..., resulta muy sencillo.

-¡Ooooh! -rugió Libia en súbita protesta ronca de su instinto, mal entendiendo aún aquella inicua cosa que la irguió crispadamente.

Y la modista, impávida, aprovechó la impresión causada para otorgársela, para decirla de una vez:

-¡Sí, eso!... A usted le es fácil elegir un rico amante entre los mil que la cortejan. ¡Él, sólo él, la salvaría y nos salvaría!

Fue un latigazo, un yerto y crudo latigazo, como dado con una serpiente de perfidia, en la faz, en la conciencia, en la virtud de todo el ser de la honesta, de la inmensamente honrada... que habíase levantado en un galvánico ímpetu de asqueada indignación.

-¡Oh, señora!

Apretábansele los puños, temblábale la boca, y por no morirse de ira y de bochorno, o por no lanzarse a escupir en pleno rostro a la repugnante celestina, las últimas fuerzas convulsas de sus pies y de su alma lanzáronla a la puerta.

Pero madame Georgette se había levantado también, y la acompañó:

-¡Cálmese, hija mía! -la dijo antes de salir del gabinete-. ¡Usted lo pensará, y habrá de ver que... sólo así puede salvarse!

El dolor de la impunidad con que en su casa esta mujer infame la injuriaba, y la vergüenza, en otra convulsión arrojaron a Libia a llorar en un rincón, recogida entre sus brazos.

-¡Bien, sí, espere! ¡Eso es discreto! ¡No deben verla así -dijo, abriendo y partiendo la modista-. ¡Y no olvide, hija mía, para resolverse, que... cuenta con el misterio de este mismo saloncito y con mi ayuda! ¿Qué más puedo hacer?

Tiró de la puerta. Cerró. Se fue a seguir atendiendo a sus clientes.

Y tras ella, un momento después, veloz, horrorizada salió Libia asimismo y buscó directa la calle, con menos temor a las gentes que al antro donde se sofocaba prisionera...




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- V -

Dulce la tarde. Hermosísimo el Retiro. Temblaban los líquidos fanales y abanicos de las fuentes, y cantaban los mirlos en las frondas, asaetadas de sol; las violetas y las rosas prestábanles sus triunfos de perfumes al triunfo de la vida. Por todas partes, en explosiones de luz o de chillidos, estallaba la diáfana alegría de los niños, de las flores y los pájaros.

El gozoso tumulto era más grande en la sombrosa avenida que va desde el estanque al recinto de la Exposición. Abierta ésta hacía tres días, y notable por los buenos cuadros y esculturas presentados, entre el mundo de los artistas y los curiosos filaban los carruajes del mundo de la elegancia y la riqueza.

En un espléndido automóvil llegaron y cruzaron la cancela de la entrada dos mujeres.

-¡Libia!

-¡Libia Herráiz!

-¡Ernestina Astor!

Sus nombres saltaban en la encantada admiración de hombres y mujeres por las mesas del buffet y al paso del jardín.

La admiración se acrecentó cuando el magnífico automóvil negro, coquetamente adornado en las tapicerías de los delanteros vidrios con un bucarillo de flores, se detuvo ante el palacio.

Se agolparon las gentes para ver bajar a las damas, y dejaron las calle los que ya subían la escalinata de mármol.

-¡Libia!, ¡Libia Herráiz!

-¡Libia y Ernestina!

Escuchaban ellas mismas entre el rumor sordo levantado a su presencia como en un efluvio embriagador.

Ernestina, con zapato blanco, sobre fondos blancos, vestía una túnica de tules y rasos pajizos y salmón que ceñía maravillosa su brava belleza exótica.

Libia, luciendo también el primer modelo de verano, vestía suntuosa y atrevidamente de blanco, de oro, de brochados damascos grosella. Igual combinación de tonos llevaba en el sombrero enorme, cuya pluma caíala como un airón de regio fausto sobre el hombro.

Entraron.

Seguía en torno de las dos la expectación vivísima. Seguían brotando sus nombres en idolátrico murmullo. Las señoras, las aristocráticas señoras que las conocían mejor y que se volvían de los cuadros para asestarlas los impertinentes, jamás habían visto a Libia sobre todo tan gentil, tan lujosamente ataviada...; y Libia y Ernestina, que ya habían venido dos veces, el día de la apertura y otra tarde, a tratar de ver bien sus efigies en la obra del prodigioso pastelista, temieron, con razón, no lograr tampoco en ésta sus deseos.

-Oh, bah, Libia... ¡qué fastidio!

-Oh, bah, sí, Ernestina... ¡cuánta gente!

En vez de venir a ver nada en su favor, la concurrencia forzábalas a dejarse ver, y nada más; a ser vistas.

Las saludaban amigas y artistas y literatos compañeros de Astor y de Eliseo.

Formábaselas un corro a poco que querían ellas parar un instante la atención en una Venus, en un retrato, en un paisaje.

Por cuanto a los suyos, a sus retratos, expuestos con predilección honrosa en el salón segundo de la izquierda, siempre tenían delante la misma muchedumbre que ahora descubrieron al cruzar, al querer entrar y tener que desistir.

-Sí, mujer, habrá que volver temprano, una mañana.

-Sí, mujer, será mejor. ¡Qué idiotez!

¿Cómo, en efecto, ir a extasiarse ante sus imágenes de hechizo, cuando todo el mundo quedábase clavado insolentemente ante las propias y vivas hechiceras?

Continuaron, pues, su marcha victoriosa, al azar, sin más limitación que huir de aquella galería.

Las molestaba, llegaba a molestarlas la general curiosidad, ahora exacerbada por la exposición de sus retratos. Los periódicos los reproducían y hablaban de ellos largamente. En los salones y tertulias de buen tono, servíanles de actualidad al comentarlo.

-¡Qué fastidio! -tornó Ernestina a proferir.

Un hombre, un joven, un casi niño, a quien conocían las dos, Javier España, tras de haberlas saludado al entrar, seguíalas y las miraba tenazmente.

Sin embargo, el fastidio de Ernestina, y aun el de Libia, era un fastidio del revés -por colmo, por exageración de complacencia. Nadie como Libia sabía esto, después de haberse visto de un modo tan serio amenazada de perder su fama, su popularidad de reina incomparable. Un poco amarga, lo pensaba así, ahora; al mismo tiempo que entregábase al, por paradoja, molesto y delicioso placer de la veneración que despertaba.

Pero Javier, el joven, el casi niño, bien pronto advirtió Ernestina que era a Libia a quien miraba, lo cual la contrarió de celos íntimos..., porque, para desdeñarlos o no, quería disfrutar el monopolio de todos los antojos.

-¡Vienes muy guapa, mujer! -hubo de decirla, luego de observarla de soslayo.

-¿Sí?

-Guapísima.

-¡Y tú!

-¿Quién ha hecho ese traje, madame Georgette?

-¡Claro!

-¡Es un acierto!

Una sonrisa de Javier España, del imprudentísimo chiquillo, la había alarmado y hecho bajar los ojos.

Desde hacía dos meses, desde aquella bochornosísima entrevista con Mme. Georgette, Libia había cambiado mucho. Un tanto pálida, estaba más bella y más serena su faz -pasados ya los áridos y horribles trazos agudos del tormento. Su languidez habitual habíase, no obstante, acentuado como en una triste paz que bañaba su expresión en éteres de melancólica poesía.

Cruzáronse con una cocota rubia, acompañada por un señor, y como escandalosamente desnuda en la estrechez de sus ceñidas y leves sedas, que dejaban ver los calados de la media en gran parte del tobillo. Miró a Libia, y Libia la miró sin poder sentir el horror despreciativo que estas mujeres en otro tiempo la inspiraban... Una caridad y una resignación muy triste brillaron en sus ojos... ¡No era ya más que una compañera suya de infortunio!

¡Oh, el tiempo! ¡El tiempo! ¡Cómo lo mudaba todo, hasta las rebeldías de una virtud y un orgullo que ella había heredado, fieros, de sus padres!...

Creyó morir de indignación el día aquel, inolvidable, en que tan inesperadamente la modista le lanzó el soez agravio en pleno rostro. ¡Sí, morir!... tal lo creyó de todo corazón, con todas las fuerzas de su alma, tratada igual que una vil mujer capaz de convertirse en una prostituta estafadora, cuando hubo de levantarla lívida el ultraje..., cuando hubo de escapar del maldito hotel sofocadísima...; y sin embargo, al día siguiente, rota, más destrozada en el potro de rigor de lo implacable, tuvo que conceder que sí, que la inicua Mme. Georgette tenía razón; que no existiendo humanamente otro, a tal se reducía el único medio que al lado de la catástrofe le permitiría formar, siquiera, con un término de infame salvación, un dilema de crueldad.

Desde entonces, en los nuevos eternos días de lucha y de martirio, la horrenda obstinación de su bochorno redújose a elegir el posible amante entre sus amigos, entre sus conocidos de la calle, entre los rendidos por sus coqueterías intrascendentes en aquellos tés y aquellas fiestas de sus viejas relaciones de familia.

-¡Mira qué cuadro! -dijo, deteniéndose Ernestina.

Composición de realismo crudo. Atrajo inmediatamente el dolor y la comprensión de Libia. Una bella y humilde obrera, con los rasgos de todas las hambres y todos los escarnios, oía, entre dudas y espantos, la tentación de una vieja inmunda, que en una mano tenía un billete y con la otra conteníale la impaciencia bestia a un hombre que hacia el fondo velaba la roja lujuria de su faz entre cortinas.

Vertió lágrimas el corazón de la infeliz espectadora. Como ante las cocotas, ella había pasado muchas veces despectivamente ante estos dramas con que la infinitamente dolorosa compasión de los artistas quisiera mover el mundo a compasión. En vano. El mundo, y el mundo del bienestar, principalmente, habituado a la objetiva ostentación de todas las miserias como a un simple subrayado de contraste, concedíales un mohín de disgusto, sin pararse a penetrarlos en su trágico proceso...

He aquí, pues, lo que había ganado Libia en la forzosa indignidad: la tristeza reflexiva.

Pero volvía a mirarla Javier España, mal oculto entre las gentes, y ella temió que la apasionada imprudencia del chiquillo desvelara su secreto. Impúsole discreción con un gesto de energía.

Ernestina preguntó:

-Oye, ¿te hace el amor ese trasto?

-¿A mí?... ¡Oh, no! -repuso Libia, con la plena calma de hipocresía que iba aprendiendo-. ¡Te sigue a ti!

Rió la otra. Hallaba gracioso, a no dudar, que quisiéranla hasta los niños. Creyó a la honesta Libia, acaso, firmemente.

Y, sin embargo, la honesta Libia, en presencia del joven, del casi niño, encontrado hoy en público y por casualidad la primera vez, iba sufriendo entre el sedoso contacto de sus lujos la afrenta de debérselos. Riquísimo y mimado hijo de los condes de Albear, su garantía habíale bastado a Mme. Georgette para la suspensión de sus apremios y la más que nunca generosa concesión de sus favores. Recién llegado de los colegios de Bélgica y recién lanzado a la vida de Madrid, le pareció a Libia que reunía, mejor que los demás, las precisas condiciones. Tímido y discreto, dentro de una ávida curiosidad enorme por la vida. Conocíalo de una distinguida tertulia que ella frecuentaba y había frecuentado mucho con sus padres. Para mirarla a ella, desde muchos meses antes, escondía su infantil pasión por los rincones; y ella, coqueta, sí, pero con la mínima coquetería inocente de una honrada mujer a quien todos acosaban, mirábale también algunas veces, compasiva.

A sus ojos habíanle sobrado, pues, cuando les fue dolorosamente necesario, un poco de pérfida intención para lanzarle con el alma abrasada, voluntarioso y loco, a la merced de ella... La esperó una noche; la quiso hablar; escapó Libia fingiendo sin grande esfuerzo miedos y rubores; prosiguió en los encuentros delante de las gentes incendiando a miraditas la sangre del muchacho y al segundo asalto, de incoherentes ruegos allanóse a permitirle que dijésela sus cuitas en una carta dirigida a Mme. Georgette... Luego, y así puesto en propensa relación con la modista, todo breve..., todo horrible..., todo vergonzosísimo calvario para la vendida vil, infinitamente honrada de carne y corazón, que tuvo que afrontar en su carne aquel ultraje...

-¡Adiós, señoras!

Otro grupo de pintores saludábalas de lejos. Poco después, sombrero en mano, las detuvo Polo Robla, pasado o actual amante de Ernestina. Cambiados los cumplimientos, las acompañó; y él se dedicaba a conversar con Ernestina y a mirar juntos los cuadros.

Libia, así aislada, y protegida en sus penosas emociones por el velo del sombrero, tornó a pensar en aquel agravio de las ciegas y glotonas ansias de Javier por la boca y por los ojos de ella..., al cual, no obstante, y aunque siempre pasiva, siempre llena de angustiosa repulsión, ya se iba acostumbrando.

Por rareza inverosímil, cada entrevista de aquellas que la hollaban, que manchábanla más, que rebajábanla en vileza, aumentaba, con su pesar de mártir tranquilo y resignado, su íntima honradez y el cariño a su hija y a Eliseo. Seguía llorando mucho, a espaldas de ellos, con un llanto de alma por sí propia, que inútilmente la querría purificar, y desde su ignominia solía quedarse contemplándolos en una ahogadora impresión de heroico sacrificio.

Mas, ¡oh, contradicción, cuya clave se cerraba hermética a su espíritu inocente!... ¿Por qué, en cambio, siempre se la desvanecían tan pronto sus ensueños imposibles de una vida retraída y modesta, consagrada a la expiación de un puro amor entre los suyos, y volvía a encontrarse bien, y aun a tratar de disculparse, cerca de Ernestina, con sus faustos, deslumbrando a las gentes en un triunfo de vanidad, que a la vez la amargaba y la placía?

Rechazaba el problema, que no era capaz de resolver, y abandonábase a la espléndida iniquidad de su destino. Mujer de lujo, desde niña, el lujo habíala constituido el abismo de necesidad fatal en que al fin veíase hundida sin remedio..., para siempre, para siempre...

Seguían mirándola. Seguía ella bebiendo el veneno amargo y delicioso de aquella expectación. Al lado, el feliz descoco de Ernestina con su amante y con su larga historia de amantes quisiera también decirla, quizá, que con la misma felicidad tranquila ella tendríalos cuando hubiérala pasado el bochorno del primero, del Javier, a quien no se hubo entregado sino en venta...

Incapaz de discernir si los amantes no fuesen para la vida de la mujer lujosa un simple complemento de sus lujos, sintió la íntima y nueva pena de no acertar tampoco a descifrar si ella, con sus apariencias de virtud, había llegado a tener el suyo forzada por el conflicto de Mme. Georgette, como niña a quien se arrastra en el horror, o si ya su pasión por la elegancia y sus coqueterías de aspectos infantiles, inocentes, habríanla conducido a lo mismo, al fin, de un modo voluntario...

Volvió a divisar de largo a Javier España. Su vista la restituyó a la única mayor contrariedad de que estaba enteramente cierta: la de la necesidad, la de la urgencia del momento aquel de explotación, de doble engaño, más villano, no salvado aún, y ya por madame Georgette esperadísimo, en que ella, tan torpe, tuviese que jugarle al cándido muchacho la comedia cuyo éxito habría de ser el pago a la modista...




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- VI -

Sola, al fin... Libia, en naufragio de indecencias, en naufragio de esperanzas, en naufragio de todo, quedó de espaldas en el lecho, al aire los brazos abiertos y extendidos, en ostentación indiferente de impúdica los senos, que no eran sino dos malditas flores más de su carne mancillada.

Hoy no había sido el resto de pudor de desnudarse o vestirse ante Javier lo que la retuvo, como siempre, entre las ropas, que, sin embargo, solamente amparaban de ignominia su ignominia -y sí había oído ella decir que los que se sentían helarse entre los fríos polares se amparaban de la nieve debajo de la nieve.

Hoy, no; era la desolación lo que le había espoleado el ansia de quedarse allí sin acción, sobre su misma vergonzosa desventura, para siempre.

Ni el afán del baño la movía -de agua piadosa y clara que quitásela al menos las babas de traición antes de volver entre los suyos.

Naufragio de indecencias. Naufragio de esperanzas. Naufragio de todo.

Miraba alrededor, sin girar más que los ojos, y de un modo idiota contemplaba el orden de la estancia. Bellas cosas horribles. La lamparita blanca seguía alumbrando con su paz conventual. Los policromos y cuajados vidrios del balcón traslucían un claror mágico de luna. Las sedas claras caían con su ideal ligereza de encajes por las puertas, y el ritmo versallesco y gracioso de los muebles, de los pálidos dibujos de alfombras y tapices, de las orlas y guirnaldas del techo y las cornisas, no se habían turbado sobre la muda tempestad de un alma y de una vida desgarradas por todos los sucios agravios de lo ruin.

Le parecía imposible que las bellas cosas pudiéranle formar tan impávido escenario de placidez a lo espantoso; que no fuera quedando en los espejos, indeleble, la vileza.

Giró la vista un poco más. Vio clavados en los suyos los ojos amarillos de un raro bibelot. Un búho, de porcelana, grande, estaba, como una agorera aparición sobre el respaldo de una silla. Pero el búho, al cabo de unos instantes de fijeza con un movimiento seco, volvió a otro lado la cabeza y los ojos amarillos...

Bien, sí, lo recordó Libia. De carne y hueso. El pajarote silencioso que recorría el hotel como un símbolo siniestro. Sintió el impulso de arrojarlo. Desistió por su falta de Voluntad para moverse.

Testigo extraño de la infamia, sus ojos redondos, impasibles, habríanla recogido con no se supiera qué notificación macabra del infierno.

Tornó su corazón en vuelo de desesperación estéril a su niña-ángel de su alma, a su marido..., y a través de los bochornos infinitos, sintió más la incomprensión de su conducta, de su osada cobardía de obediencias para el crimen. El asco siempre. La invencible repugnancia. Ni había podido disculpárselo una vibración siquiera de sus nervios de mujer, sólo prontos a vibrar emociones infinitas en la espiritual pasión noble de Eliseo, ni había venido últimamente a disculpárselo este fracaso del horrendo sacrificio.

Todavía la tribulación yerta de su vida hízola mirar aquel estuche de pelús que estaba en la mesita, junto a ella.

Pago a la artera prostituta.

Sarcasmo de burla, al mismo tiempo, a la ladrona.

No podía haber más degradaciones que arrojar en su miseria.

Amargamente, fríamente, lanzó de sí las batistas y tules rasos de la cama, y dio al aire con su carne rosa de maldita sus sedas y batistas y encajes cocotoscos.

Iba a vestirse.

Pero un ruido de pasos la obligó otra voz a refugiarse entre las ropas.

¡Mme. Georgette!

La vio aparecer en el cortinón de las columnas, y oyóla demandar:

-¿Qué?

Por vez primera inferíala el nuevo agravio de sorprenderla en esta cama de la actuación de sus bajezas.

La impaciente avaricia la hacía imprudente.

Avanzó, ocupó una butaquilla, mirando ya con sonrisa de triunfo el estuche de pelús, e insistió en la pregunta inquisitiva

-¿Que?

Libia sentía desaparecer los desconsuelos de su bochorno enorme bajo la emoción de pánico que hoy volvía a infundirla esta mujer. De la deshonrada, de la envilecida, de la tan horrorizada de sí propia, únicamente quedaba la indefensa niña llena de terror, por su fracaso torpe ante la infame que a él la había forzado.

Temblaba, temblaba Libia. El monstruo de pérfida amabilidad cuyo rigor disponía de su destino, por acomodarse bien en la estrechez de la butaca había tendido un brazo a la contigua, en donde yacía el montón de las ropas lujosas de la impura mártir...; las medias, las figas, el corsé..., el nuevo y elegante traje más de los que iban constituyéndole las primeras recompensas... Y la mártir llegó incluso a temer que aquel brazo que pesaba en sus ropas de vendida para el robo y para el mal se las negara hoy a la torpísima ratera.

Sino que Mme. Georgette, en vista de que la sorprendida en desnudez no atrevíase a contestarla, alzó el brazo y lo tendió al estuche.

Lo recogió. Lo abrió.

Su codicia sonriente se cuajó en extático estupor. Un anillo, con mucha fanfarronería de granates y de ópalos y con bien poca substanciosa realidad de diamantitos.

Rabiando, valdría cuarenta duros.

-¡Oooh! -hizo, torciendo la cabeza y dejando caer a la falda la mano del estuche.

El regalo nupcial, el primer obsequio para su amante, de Javier España, del hijo de unos condes millonarios. Anunciado por él desde quince días atrás, Libia, obedeciendo a costa de quién supiese qué violencias y rubores los consejos de madama, le había inducido con la ficción de sus rechazos mismos a mayor esplendidez.

-¡Ooooh! -tornó a gemir la defraudada.

Considerando la sortija, recordaba otras dos alarmantísimas pruebas a que asimismo por inducciones de ella hubo de resignarse Libia a someterle, de la mezquindad o de la falta de recursos del muchacho. Una, y luego que la amante le hubo de llamar de reiterado modo la atención acerca «de la generosa hospitalidad de esta casa insubstituible, puesto que no pudieran verse sino aquí»..., las cien pesetas con que él juzgó bien ganada a la dueña en su servicio; otra, y después que fingiéndose Libia presidenta de un asilo imaginario, le interesó en el socorro de los pobres y le habló de obras importantes que había que realizar, los doce duros que dio como limosna.

Y esto era todo; esto, que ya daba la medida de lo que de él debía esperarse.

Imposible llegar a más con nuevas mañas sin clarearle el plan de explotación.

La decepción de la francesa se concretó al fin en reproche reticente;

-¡Oh, doña Libia, por Dios!... ¡Pero ese chico!

-Creo, madame -contestaron esta vez el miedo y la humildad de la infeliz-, que nos hemos engañado.

-¿Cómo?

-¡No tiene dinero!

-¡Oh! ¿Que... no tiene dinero?..., ¿Porqué lo sabe, doña Libia?

-Porque sí, porque he podido acabar de inferirlo de lo que me ha contado de sus cosas, de su vida. ¡Mi sacrificio ha sido bien horrible y bien estéril!

Hubo un silencio.

Sobre las dos mujeres flotó negra la angustia. Libia, sin mirarla, adivinábale a madama la torva faz y la amenaza.

Y la oyó exclamar:

-¡Oh, me lo temí! ¡Demasiado joven! ¡Demasiado niño!... Nada quise advertirla, puesto que, al confidenciarmelo, ya se había comprometido; pero no encontré discreta su elección.

En otra pausa de silencio aumentó el terror de Libia hasta derramársele en los huesos como un frío de agujas helado por su sangre. La impresión de la derrota de todos sus decoros, de todas sus decencias, de toda su secreta ruina moral, desvanecíasele en la fatídica imagen del castigo, del escándalo, de la ruina material de ella y de su casa y de los suyos a que otra vez se obstinaría en llevarla la despótica mujer sin corazón.

Inmensamente la extrañó, por lo mismo, el tornar a oírla con acento cariñoso:

-Veamos, doña Libia..., tengamos calma. Después de todo, que un hombre no lleve encima siempre sumas de importancia, o que no disponga de ellas en ciertas ocasiones, no puede significar que carezca de recursos. Usted es, quizá, de sobra impresionable. Yo, más experimentada, juzgaré mejor la situación. ¿Quiere usted decirme detalladamente lo que han hablado, lo que hoy la ha dicho don Javier, y de lo cual usted haya deducido su juicio pesimista?... Cuénteme, cuénteme cosa a cosa; no olvide que la estimo, que la quiero a usted como a una madre y que mi interés está en salvarla.

Quien había ejercitado tantos derechos de horror sobre su pobre prisionera, bien podía tener el de dudar de su «discreción» y el de investigar minuciosamente la mayor o menor habilidad de su conducta. Recogida en humildad, y aun sabiendo de antemano infructuosa semejante revisión, se puso Libia a complacerla.

Javier, al llegar, había llorado de ternura, de pasión. En efecto; ella, que, a más de elegirle por rico, le prefirió por joven y fácilmente apasionable, había ido inspirándole un cariño tan grande que daba miedo, porque casi rayaba lo insensato. A las quejas de la tímida asustada acerca de la manía del imprudente por buscarla en todas partes, él confesó que sí, que no era capaz de remediarlo; que la seguía celoso y aun conteníase difícilmente en no ponerse a dar de bastonazos a cuantos asediábanla a piropos por las calles. Esta locura de amor o de infantil capricho impulsábale al pleno afán de entregarla las sinceridades todas de su alma. Así, convulso de ternura, había querido confesarla hoy que tuvo, que quiso en efecto a otras mujeres...; pero «todas mujeres pagadas, de placer, y jamás una tan idealmente preciosa». Temía perderla, y, entre sus pueriles llantos y delirios, declaró que había pensado, si aceptase Libia, incluso huir con ella a París, al extranjero..., para emprender una vida de ilusión en el amor eterno de ellos mismos.

Imposible una mayor y más ciega esclavitud sentimental. Entonces, Libia trató sagaz de aprovechar el momento de lirismo para penetrar en lo que del joven la importaba descubrir. Aparentando ceder un poco a su designio, indagó de qué modo vivirían. Javier díjola que dispondría de una suma suficiente para el viaje y para pasarlo con modestia hasta que le escribiese a sus padres demandándoles perdón. Luego, o éstos querrían socorrerlos con una suma suficiente cada mes, o él, que hablaba el inglés y el alemán, como profesor de idiomas, ganaríala...

-¡Oooh! -volvió a gemir la desilusión de la francesa.

Efectivamente, la escena aquella, decisiva, era la más a propósito para el atolondrado joven, en caso de disponer de medios pecuniarios, hubiera contado con ellos en su audacia.

Pero todavía habían llegado a más, a algo más concreto las no tan torpes investigaciones de la amante. Inventando que habíase hablado mucho en Madrid de cierta aventura de Javier con una bailarina, a la cual habríala puesto casa y automóvil, se le mostró celosa, a su vez con celos retrospectivos; y el cándido Javier, por la fábula halagado donjuanescamente, pero ansioso de probarle a la adorada que todo era mentira, con sinceridad ingenua cayó en la trampa de la confesión a que Libia le empujaba: no sólo no había querido jamás a otra mujer alguna hasta el extremo de desear tratarla así, sino que tampoco había podido: «¡Créeme Libia, Libia mía -fueron sus palabras-; eso de instalar a una querida con casa y automóvil debe de ser cuestión, lo menos, de dos o tres mil pesetas mensuales...; y ¿de dónde las iba yo a sacar, si mi padre no me da más que trescientas?»

Vibró madame Georgette en la butaca y, al fin, se levantó, despreciativa, dejando rodar el estuche por la alfombra.

¿A qué apurar más la decepción, la realidad de aquel error, de aquel engaño acerca del chiquillo?

Vagó unos pasos por la alcoba.

-¡Trescientas! ¡Trescientas pesetas! -dijo después. Y se comentó como a sí propia, saliendo al gabinete: -¡Oh, bah..., dos duros diarios; lo mismo que un cochero!

A través del amplio estor, clareado con la luz de la otra estancia, Libia, aterradísima, la vio ir a desplomarse en el sofá.

Su carcelera la cortaba el paso, sin duda para reflexionar, para no dejarla salir sin volver a noticiarla su nueva decisión de los embargos y la ruina...

No se movía; apenas sí respiraba siquiera la víctima infeliz -todos sus pueriles miedos puestos en la esperanza de ser olvidada por el monstruo-.

¿Qué nueva iniquidad pudiese estar pensando?

La angustia de Libia habría gritado en desesperadísimo clamor de algún socorro que no pudiera darle nadie de la tierra contra la infame de quien sentíase prisionera en cuerpo y alma.

Se acordó de Dios. Rezó fervorosamente.

Sólo que la quietud ahogadora de congoja hacíase interminable, y determinó levantarse.

Púsose sus ropas aprisa, procurando no causar ruido, y salió también al gabinete.

La modista la detuvo con un gesto de su brazo.

-Siéntese, Libia -la dijo, prescindiendo de respetos, en plena camaradería de iniquidad- Óigame. He pensado en el último recurso.

Y sin miramientos, sin eufemismos, tan pronto vio junto a sí a la alucinada, conminó:

-Si ese niño de la desdichada elección de usted, en condiciones normales no dispone de dinero, no cabe dudar que lo tendrá, que lo buscará y hallará, puesto que sus padres son ricos, a nada que se le acose. Está locamente apasionado; y eso, al menos, basta para que no consienta en perder y causarle daño a la que adora. El sistema es éste, y el único que nos saque de apuros de un golpe: pedírselo con un anónimo, a cuenta de unas cartas de ustedes que hubiéranse perdido, que hubiérase encontrado Dios que sepa quién, y que, en caso de que él no las rescatase, habrían de servir para descubrirle a don Eliseo las relaciones...

-¡A mi marido!

-El anónimo lo escribiría yo misma -terminó madame, sin aprecio a la candorosa ofuscación-; el dinero podría recogerlo, en la Lista de Correos, un criado de mi confianza, y que, además, no tendría que saber lo que cogía. ¡El asunto, como usted ve, dejado en el juego y secreto impenetrable de nosotras dos, no puede ser de más completa impunidad!

Ahora, sí, Libia, pálida, blanca como una muerta, comprendía; y medio levantándose rechazó con toda la aversión de los últimos decoros de su alma:

-¡Oh! ¡Un chantage! ¡Por Dios!

-Ese es el nombre, en mi país; pero el nombre, en mi país y en el suyo, señora ne fait pas la chose...; y vea que, con ese nombre o con otro en el fondo, es absolutamente igual lo que intentamos... El éxito, por nuestra suerte, será lo único que diferenciará la innovación...; el éxito, que hasta habrá de permitir a usted dejar a ese muchacho, si de tal manera le aborrece y la violenta.

Nada Libia respondía...; lloraba, sollozaba.

Mme. Georgette púsose a calmarla y a explicarla los detalles de su plan, afablemente.

Y la infortunada víctima, fría de horror, muerta en aquel total naufragio de indecencias, en aquel tremendo naufragio del espanto, pensaba que la monstruosa mujer de impávidas sonrisas que había ido recibiendo las cartas de ella y de Javier, guardándolas quizá, había con ellas adquirido el fatídico poder de un arma más para forzarla hasta el final de todos los delitos, de toda la ignominia...

A ella, ladrona, traidora, prostituta fracasada en venta..., ¿restábala algún derecho para protestar de cualquier forma de la estafa?




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- VII -

Un joven, azoradísimo, dejando en la verja su automóvil, cruzaba a las once de la noche el jardín de la Jefatura Superior de Policía.

Le preguntó a un ordenanza por el jefe.

-¿Qué deseaba usted?

-Verle.

-¿Para qué?

-Para un asunto urgente.

-¿Alguna denuncia?

-Sí.

-Vea entonces al señor comisario de guardia.

-¡Tengo que ver al jefe!

-No es posible. Está ocupado.

-Anúncieme, no obstante. ¡Debo hablarle! ¡A él!

El rasgo de energía y la consideración al automóvil que seguía vibrando en la verja, quebrantaron la impasibilidad del ordenanza.

-Bien; lo intentaré. Lo creo difícil.

Partió.

El joven, Javier España, no se explicaba cómo el polizonte aquel no subía las escaleras con el mismo apremio de su pecho.

Hallábase en un corredor de paso a distintas oficinas. Sonaban timbres sin cesar y pasaban con los guardias mujeres y hombres contristados que irían en demanda de favor, igual que él, o a dar cuenta de sus crímenes, tal que el del granuja a quien él haría buscar y acaso encarcelar en esta misma noche. La vaga esperanza que le invadió, tras un día entero de infierno, al ocurrírsele encomendar su conflicto a quienes tenían la social defensa por sagrada obligación, acrecíasele ahora recordando la perfección minuciosa de estos centros en donde cada malhechor dejaba, con su ficha antropométrica, el retrato y el carácter de escritura; si el autor del anónimo fuese un anónimo contumaz, la letra del anónimo pudiese descubrirle.

Bajó el portero:

-El señor jefe tiene rigurosamente prohibido que se perturbe a estas horas su trabajo.

Indignado Javier y herido en su dolor y en los orgullos de su estirpe, sacó una tarjeta, inclinóse a un viejo tintero que descubrió en una mesita de servicio, y escribió, bajo el nombre suyo, el título del padre.

-Dígale que quien desea verle es el conde de Albear.

Mágico el prestigio.

El guardia se alejó esta vez con una reverencia. Sin duda no solían venir condes a esta casa.

Reapareció pronto y le condujo a un salón del principal y delante de un señor alto, vestido severamente de levita, grueso, respetable, que medio levantado de su sillón del escritorio y extrañado de la juventud del visitante, demandó con extrañeza:

-¿El señor conde de Albear?

-¡Su hijo!..., que desea participarle algo urgentísimo y muy grave.

-Ah, bien. Siéntese, tenga la bondad.

Se sentaron.

En la penosa espera Javier había aprendido la necesidad de ser breve y expedito. Sin embargo, le imponían la corpulencia del correcto personaje policíaco y la dura y clara tranquilidad de su mirar.

-Señor jefe, ante todo, he de advertirle que, más que al funcionario, y como caballero también, vengo a confiarme al caballero.

-Hable, joven. Por la condición de mi cargo, el caballero y el funcionario son la misma cosa.

-Gracias. En lo que le tengo que manifestar juégase el honor de una dignísima familia. Si usted me lo permite, callaré cuantas circunstancias a ella se refieren. Se trata de un chantage, con motivo de unas cartas que podrían comprometer a cierta dama conocidísima en Madrid, y se me pide en rescate de las cartas una suma que no tengo. He aquí el anónimo que me envían... y discúlpeme si yo he borrado en él el nombre de la dama.

Lo entregó. El jefe de Policía púsose a leerlo.

Decía así:

«La casualidad ha traído a mi poder cartas de usted a doña..., que, entregadas al marido de ella, les comprometerían enormemente. O en todo el día de mañana envía usted a la Lista de Correos, décimo de la Lotería Nacional núm. 12.506, la cantidad de 50.000 pesetas, o las cartas irán a manos del marido.»

Acabada la lectura, volvió el jefe a leer y a meditar línea por línea.

La impresión suya, fuese la que fuese, no se delataba ni en la más leve inmutación de su semblante. El joven, ante aquella frialdad fiscal, inconmovible, temió haber cometido la imprudencia de delatarle en forma, y nada menos que al más alto magistrado policíaco, un delito de adulterio cuyos trámites de culpa hubiesen inmediatamente de empezar para él y para Libia...

Aumentó su palidez, su casi terror, al escucharle:

-¿De qué índole son las cartas?

-¿Qué cartas?

-Las cartas perdidas. Las de usted a esta señora. ¿De amor?

-Sí.

-Es la amante de usted, por consecuencia.

-Sí.

-¿Y puede sospechar algo acerca de quién sea el autor del anónimo?

-¿No, señor jefe?

-¿Nada? ¿Absolutamente nada?

-Absolutamente nada.

-Cualquier criada..., cualquiera confidente...

-Imposible. Es de entera confianza la única persona, la única que media entre nosotros. Perdidas esas cartas, ha debido de encontrarlas algún desalmado por la calle.

Meditó el jefe, con la frente sobre el puño, y luego dijo:

-Bien. La cosa, en lo que cabe, es muy sencilla. Aparte de que no pueda usted entregar este dinero, sería inútil: no le devolverían las cartas y le pedirían más, siempre más..., subsistiendo, eternos, el peligro y el saqueo.

Doblándose al bufete, escribió notas tomadas del anónimo.

-Esta misma noche -aconsejó después, devolviéndole el papel- ponga un sobre con la dirección que le indican, introduzca en él recortes de periódicos que hagan la apariencia de billetes, y échelo al correo. Mañana, yo haré vigilar las oficinas de la Lista por dos agentes, que prenderán a quien vaya a recogerlo.

En seguida, levantándose, codicioso de su tiempo, tocó un timbre con la mano izquierda a la vez que le alargaba la otra en despedida.

-¡Gracias! ¡Gracias, señor jefe! Le ruego todo su interés en el asunto.

-Descuide. Mañana, hacia el anochecer, vuelva usted para saber el resultado.

Salió Javier.

El automóvil le condujo al primer café encontrado al paso. Pidió coñac. Pidió recado de escribir. Apercibiendo el sobre que había de servir de cebo al canalla estafador, sonreía y seguíale la sorpresa de aquellas dos cosas admirables: la impavidez con que los hombres de justicia procedían ante lo horrendo, y la facilidad con que resolvían y remediaban conflictos espantosos, como éste que le había sumido en un ciego tormento todo el día.

-¡Oh, sí! La cuestión -según el jefe de Policía manifestó- no podía ser más simple, más elemental: dos agentes destacados al Correo, y el granuja bonitamente encarcelado.

Renacía. Se había quitado de encima un peso enorme.

¡Su Libia! ¡Su Libia recobrada!

Tomó un pliego y escribió:

«Queridísima Libia mía de vida y de mi alma...»

Detúvose a encender un cigarro y a beber un sorbo de la copa.

Luego, veloz, deplorando no poder verla y decirla a besos su alegría, resignado a enviarla esta carta por Georgette, como siempre, pasó a informarla de todo lo acaecido: del riesgo en que encontráronse los dos con el anónimo; del calvario que él sufrió tratando inútilmente de saber, loco y muerto, dónde hallase la suma que pedían (¡oh, sí, sí! ¡pensó, y a ser posible lo hubiese realizado, en el robo de su casa, de sus padres!); de la idea de salvación, por fin, que se le ocurrió a última hora y que acababa de poner en práctica con tanta discreción como esperanzas de buen éxito.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y al día siguiente, no al anochecer, sino a mitad de la mañana, volvió a ser sorprendido con la tarjeta del joven el jefe de Policía.

Esto le contrarió. De más lleno de ocupaciones, no era caso de poner su tiempo a la merced de las impaciencias de un chiquillo. Ocurriríale alguna tontería, alguna nimiedad. La experiencia le había instruido acerca de la cándida obsesión de todo el que se ve en un riesgo para acaparar para él solo la acción de la justicia e ilustrarla con inútiles advertencias y consejos.

Tuvo el impulso de negársele; pero... tratábase de un hijo del conde de Albear, su amigo, hombre prestigioso y poderoso, y redújole al mínimo rigor de la espera, en tanto terminaba el examen de otro asunto.

¡Ah, el cargo de jefe superior!... Como el de alcalde, como el de gobernador, como el de ministro, como el de todos los preeminentes puestos públicos, exigía una resistencia física y moral a prueba de fatigas. Así, él en las últimas veinticuatro horas, y aparte sus tareas habituales, asistió a una motín de cigarreras, al entierro de un general, a una manifestación republicana amenazada de disturbios, a la partida de la Real familia hacia San Sebastián, y últimamente, durante casi la noche entera, al fuego de una fábrica.

Durmió cuatro horas, y estaba aquí desde las siete, comunicando órdenes telegráficas y telefónicas, y estudiando el vasto complot anarquista que amenazaba la vida de cien egregios personajes.

Esclavo de sus deberes, y enamorado de su oficio, por suerte seguía hojeando notas y legajos con igual fruición que sigue por un bosque un cazador la pista de la caza.

Completas, al fin, dos carpetas con dactilogramas y fotografías, y redactados los partes para Londres y París, pasó de la biblioteca al despacho e hizo entrar al joven.

Éste apareció lívido.

-¿Qué, señor jefe -inquirió inmediatamente, prescindiendo de saludos-, se sabe algo?

¡Cómo! ¡Por Dios!... ¡A estas horas! -sonrió el que ya se presuponía cualquier sandez, e invitándole a sentarse.

Javier, obedeciéndole, sacó una carta y expresó:

-¡Pues yo, sí! ¡Vea lo que me escriben nuevamente!

La carta, también anónima, de letra igual que la del día anterior, pasó de mano a mano.

«Tú y el señor jefe superior de Policía sois dos imbéciles. El marido de tu amante lo sabrá todo si no entregas las 50.000 pesetas.

Para ello, entre las diez y diez y cuarto de esta noche, y yendo solo, te acercarás y las depositarás en el último banco de la izquierda de la Castellana, el más próximo al Hipódromo.

Nada temas por ti, mas no vuelvas a mezclar en el negocio a gente extraña, y sabe que éste habrá de ser el último aviso que recibes.»

El jefe de Policía frunció el ceño y se quedó fijo en Javier.

-¿A quién le ha contado usted nuestra entrevista? -A nadie, señor jefe.

-¡Imposible!

-¡A nadie! -insistió el joven; y rectificó:- Es decir, solamente a una persona tan interesada en el secreto como yo.

-¿A quién?

-A... a la dama.

-¿A su amante?

-Sí, señor.

Hubo una pausa.

Hizo el jefe de Policía trepidar los muelles del sofá al levantarse con reflexiva lentitud.

El asunto cobraba visos de sutileza y de misterio. Le llamaban imbécil además. Un reto en el insulto. Empezaba a interesarle.

Fue al hueco de un balcón, se afirmó los lentes, y medio oculto en las cortinas rojas, se dedicó a releer y meditar el escrito aquel con toda calma...

Pasó un rato.

Miraba alternativamente el anónimo y el cielo del jardín.

Como no hablaba, Javier, quieto en su sitio, no atrevíase a interrumpirle; contemplaba y nada más, a aquel señor pausado y formidable y el austero adorno del despacho.

Vio que mudo siempre, siempre grave, el prócer policíaco cruzó, sin mirarle siquiera, por delante de él, y desapareció por la mampara del fondo.

Su consternación aumentaba. El mismo desfallecimiento de él ganaba indudablemente al jefe supremo de este centro, en donde nada podía hacerse contra una banda perfectamente organizada de ladrones.

Miró de nuevo los muebles, las cosas.

Un retrato del Rey lucíase bajo rico dosel en el testero.

Sobre la mesa, y en cuatro armarios, había legajos de papeles que le parecían ahora el colmo de la baldía tenacidad oficinesca. Gana de escribir. Cada uno encerraría el expediente de un delito fracasado en su previsión y su castigo -tal que el que sobre Libia y él pesaba por las sombras.

Sentía angustia y habría querido verse al aire libre cuanto antes sin la menor ilusión ya de evitar lo inevitable.

Además vino sabiendo que su marcha por las calles sería espiada paso a paso. Tal presentimiento le aterraba como una inerme y sorda entrega en una lucha con fantasmas. En su automóvil, hoy, y con una browning en el bolsillo, cruzó Madrid mirando las personas y los coches, y sin poder adivinar cuál de ellos le seguía. ¿De qué servirle la pistola contra unos enemigos invisibles?

¡Ah, la vasta asociación de estafadores, de bandidos... mejor organizados, a no dudar, que la madrileña Policía, con su lujo de jefe aparatoso y su ejército de hombres!

Y de que le siguieron, de que le espiaron aquellos tétricos espectros del pillaje; de que no le perdían de vista un punto a partir de la hora en que enviáronle el primer anónimo, era el segundo para Javier prueba inconcusa. Si ayer no hubiesen venido tras de su coche, y en otro coche o en una nube del infierno, hoy no habrían podido aparecer tan exactamente informados del convenio para hacerlos aprehender...

«¡Tú y el señor jefe superior de Policía sois dos imbéciles!...»

Era la verdad. Dos imbéciles.

Pero el insulto le hería con una cruel impiedad enorme en su gran tribulación.

Se abrió la mampara y reapareció el jefe superior de Policía, que vino a sentarse junto a él.

-Amigo mío, es preciso que entremos en detalles. ¿Quiere usted referirme la historia de su relación con esa dama?

-¡Ah, señor jefe!

-Es indispensable, absolutamente indispensable, si hemos de intentar su salvación; y por cuanto a lo que pudiese haber en ello de indiscreto, de imprudente, acuérdese de que usted me requirió como caballero, ante todo. Hablemos, pues, de caballero a caballero.

El joven tuvo que rendirse. Púsose a contar la intimidad de su pasión, evitando nombres solamente, y con la guía y el acicate de la habilidad del magistrado fue informándole de muchas cosas raras de interés.

Llevaban un mes de relaciones; veíanse en el hotel de una célebre modista, mimada por el buen tono de Madrid, e indicada para ello, así como para recibirles la correspondencia, no por Javier, que no la conocía, sino por la dama. Supo el magistrado que ésta, bellísima y de una elegancia insuperable que admiraba todo el mundo, no era, sin embargo, una aristócrata, ni siquiera una rica burguesa, y sí la mujer de un escritor cuyos no grandes ingresos pregonaba con harta claridad y con sobrada incongruencia en relación a los faustos de la esposa, el modesto piso en que vivían. Y supo, en fin, que, como todas, también la carta en que Javier le notició la conferencia de anoche a la amante, a la extraña amante, que entregábase a un chiquillo con su lujo y hermosura prodigiosos, había sido remitida a la modista, a la singularísima modista que prestábale el misterio de su hotel espléndido a una pobre mujer que no podría pagarla ni haberla sobornado con medios propios de fortuna...

¡Bah, sí! La cuestión, para el psicólogo de las vidas y las almas monstruosas, se infiltraba de extrañas claridades.

Cuando terminó sus confesiones el ingenuo, el psicólogo le aterró exigiéndole los nombres.

Fueron pronunciados; temblando, al hacerlo, quien otra vez sentíase preso en la invocación caballeresca.

Y partió Javier, dejando los anónimos, y tras otra indicación de que acudiese por la noche a la cita del Hipódromo, en donde encontraríanse apostados los agentes.

El automóvil, veloz siempre, y sin saberse ahora para qué, hacía votar dentro, como a un muerto, a un ser infortunadísimo y torpe que llevaba la infinita persuasión de su impotencia y de la estéril profanación hecha con los nombres consagrados en gracia a la impotencia no menor de quien estúpidamente pretendía hallar el rastro de la culpa en alguna criada de Georgette... En vano él, al despedirse, hubo de advertirle y reafirmarle al terco que sólo la francesa conocía las relaciones, sirviéndoles de un modo personal, absolutamente personal, para mayor garantía contra toda contingencia escandalosa.

¡Ah, el descuido de su Libia, perdiendo aquellas cartas, y la banda miserable de ladrones!

Detrás de él iría corriendo asimismo el coche o el invisible automóvil fantasma en que le seguiría espiando algún bandido...




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- VIII -

Pero no; otro automóvil negro, grande, bien tangible, que nada tenía de fantástico, era el que bajaba a la media hora y a todo escape la calle de la Princesa: el del jefe superior de Policía.

Cruzó Madrid y se detuvo en el hotel de la calle Villamagna.

Su dueño fue conducido por el impecable negro de frac rojo al bello salón de estilo inglés, que por las tardes estaba lleno de aristócratas.

Aguardando a la modista y considerando la riqueza del hotel y del salón, se afirmaba su juicio en un resumen de escuetas posibilidades que se acercaba bastante a la verdad: la linda mujer de un escritor que no ganaba para pagarla el lujo, se lo sostendría por sí misma, en combinación con la modista, estafando a sus amantes.

Puesto que el cándido niño aquel le comunicó tan sólo a la dama su entrevista, valiéndose de la intermediaria que le inspiraba tanta fe, o la intermediaria o la dama, o ambas juntas, escribieron la respuesta...; y esto le constituía una convicción capaz de lanzarle a toda clase de rigores.

Sintió pasos. Compuso en impavidez serena su cara, su ademán.

Mme. Georgette apareció con la suya sonriente de reina gigantesca.

Se inclinó, y se inclinó no menos cancilleresco el visitante.

Indicó ella un asiento con otra reverencia, y se sentaron.

-¿Qué desea usted, caballero?

Un examen rapidísimo hizo sospechar al experto policía que se encontraba ante una mujer enérgica, de cuya doblez hipócrita y suave únicamente pudiera apoderarse por sorpresa.

Inútil todo circunloquio, todo escarceo de habilidad capaz de apercibirla a una defensa impenetrable; prefirió, rudo, aturdirla de un golpe, de una sola vez.

-Señora -dijo, sacando y ofreciéndola el sobre de un anónimo- ¿Conoce usted esto?

Fulminante fue el efecto, decisivo. La modista, que por el tono cortés en que le había sido formulada la pregunta no pudo sufrir ninguna alarma, dirigió tranquilas su mano y su mirada hacia el papel...; pero lo reconoció, de pronto; tornóse lívida, y su mirada se cuajó con su sonrisa, y su mano detúvose en el aire... La mutua revelación estaba hecha: para el jefe policíaco, de la culpa; para ella, del horror de haber sido descubierta.

No hacía falta más.

Sin embargo, insistió con su frío acento el implacable:

-¿Conoce esto, señora?

En un desesperado y supremo esfuerzo de disimulo, ya ineficaz, ella recogió temblando el fatídico papel; lo miró y repuso, devolviéndolo:

-No. ¿De qué se trata?

Quiso mirar al austero señor que la miraba a ella y no pudo resistirle la luz dura de los ojos. ¿Sería el padre de Javier?...

-Se trata, señora, de un anónimo escrito por alguien, con motivo de una carta que anoche recibió usted de don Javier España para doña Libia Herráiz, y en el cual la autora permítese afirmar que el hijo del señor conde de Albear y el jefe de Policía de Madrid son dos imbéciles.

Temblaba, temblaba entera y toda destrozada la francesa. Habíase huido en el asiento; y sus labios, trémulos, vibraban en un intento de negativas que no supieron formular. El magistrado terminó, sacando del sobre un pliego:

-Éste es el anónimo. En nombre del jefe superior de Policía vengo a demostrarle a usted, señora, que no es precisamente tan imbécil como usted pudo imaginar. ¡Queda usted desde ahora mismo detenida!

-¡Oooh! -gimió madame, levantándose, y en un largo grito de terror y de rechazo-, ¡Detenida! ¿Yo?... ¿Por qué?... ¿De qué puede acusárseme?

-De tener casa de citas en este hotel, a la sombra de su oficio, y de intento de estafa a don Javier España en complicidad con doña Libia Herráiz.

-¡Ah, qué horror! ¡Falso! ¡Falso!... ¿Quién es usted, caballero?

-¡El jefe de Policía!

Habíase levantado también, cortándola con un paso el leve instinto de huida hacia la puerta, y no pudo ser más grande el pavor que a Georgette le produjo.

Desorientada, descubierta, vagó por la sala con loca irritación, apretando los puños y lanzando incongruentes frases y protestas que bien pronto se calmaron ante el riesgo de anticipado escándalo que ellas mismas pudieran provocar. Le dio miedo que acudieran gentes de la casa, del taller; y, retorciéndose en desesperación ahogada, volvióse, con las manos en cruz, al acusador impávido para demandarle la piedad entre falsas lágrimas y ruegos... ¡Era inocente! ¡Lo juraba por Dios y por los santos! ¡Sin duda, un error bien lamentable la acusaba! ¡Era, además, una crueldad imprudentísima exponer su casa al descrédito por una equivocación; y de todo podía responder la propia doña Libia!... Mas no se conmovía el inflexible; y, únicamente, accedió a que madame llamase a Libia del modo más disimulado y ejecutivo que pudiese para hacerla venir sin pérdida de tiempo. Las interrogaría. Evitaríase así el tener que citarlas en otra parte.

A ser posible dejaríalas en libertad provisional hasta la terminación del proceso que, de todas suertes, se iba a iniciar con los anónimos. En caso contrario, una, o las dos, con él, en su automóvil, saldrían de aquí camino de la cárcel.

Única y última esperanza. Acogida a ella la francesa, fue a una elegante mesita y escribió:

«Mi querida doña Libia: Para un asunto gravísimo y urgente, venga en seguida con el dador de esta esquela.

Si no lo hiciese así, podría sobrevenirnos un mal irreparable.

Su afectísima,

Georgette»

-¡Bien! -aprobó el jefe de Policía, que había estado mirando sobre el hombro de ella e impidiéndola toda prevención-. Mi automóvil puede llevar la carta y traer a esta señora.

No permitió que saliese de la estancia. Madame tuvo que resignarse a llamar por un timbre a un criado que recibió las instrucciones.

En seguida, desoladamente, fue a abrumar en una próxima butaca la angustia de la espera que se le imponía con el odioso personaje. Por un rato permaneció en una rigidez de dolor y dignidad. Luego, viendo que no causaba la comedia muda de martirio impresión alguna, se abatió a los brazos y rompió en cómicos sollozos.

Lloraba sí; y era su llanto, al menos, de impotente rabia bien sincera. Estaba ocurriendo todo con tanta rapidez, que ella no había podido meditar la espantosa situación inesperada. Ahora, allí llorando, penetrábala en el horror de sus detalles. No podía encontrarse en terreno más falso y peligroso. Hundiríanla en un público proceso. El idiota del muchacho, de Javier, revelándolo todo, valía como un testigo de afirmación contra el que ya nada pudiesen las negativas de la amante. No había que contar con perspicacias ni habilidades de la tímida, de la tonta Libia, jamás; y menos en el pánico que aquí hubiera de infundirla el cuadro de desastre. Veíase perdida, pues; enteramente perdida, y alzó en silencio la cabeza y consideró la conveniencia de aminorar su culpa de antemano confesando la verdad...

Permanecía el jefe de Policía correcto en su sillón, allá lejos, contemplándola, estudiándola.

Cruzáronse sus miradas, y fue la de él, para madame Georgette, un algo de siniestro imán que la hizo levantarse y que la atrajo.

Acercóse ella lentamente, a sentarse en el sofá; y en otra resignada esclavitud que la hizo limpiarse algunas lágrimas, empezó su demanda de esta suerte:

-Señor jefe: quiero ser franca y contarle lo ocurrido. Soy, en realidad, la autora de los anónimos, en combinación con doña Libia. Pero ni mi casa es una casa de indecencia, ni a esa abominable acción, que comprendo es un delito y de que tarde me arrepiento, dejamos doña Libia y yo de haber llegado forzadas por tristes cosas de otro modo irresolubles. Presentada a mí doña Libia Arraiz por una respetable amiga suya, la creí rica también, dados su lujo, su elegancia. No era más que una infeliz aturdida; e insensiblemente llegó a debeme tan enorme cantidad, que, por no arruinar a su esposo, se vio obligada a pensar en un amante...; la auxilié, por mi interés del cobro, y... ¡oh, la pobre desdichada, tan buena, tan chiquilla, tan...!

Tuvo que callarse. Entraba ella, Libia, justamente.

Chiquilla, bien chiquilla, traía la faz demudada por la expectación que le habían causado la esquela de la modista y el auto del lacayo con galones en que la arrancaban de su casa...

Al verla, madame Georgette creyó oportuno recibirla en una escena de patético dolor. Lanzóse a ella y la abrazó llorando:

-¡Ah, mi pobre doña Libia! ¡Presas! ¡Presas!. ¡He aquí el señor jefe de Policía que nos llevará, si no nos compadece! ¡Qué desgracia! ¡Presas! ¡Presas!

No habló una letra siquiera, la infeliz. Con los ojos muy abiertos, pálida como la cera, escuchó aquello, miró al grave personaje, a quien había levantado la piedad, y cayó al suelo desplomada.

El cuadro de rigor se convirtió inmediatamente en un cuadro de socorro. Libia se había herido en la frente contra un mueble; un hilo de sangre corríala por la mejilla...

La limpió primero y la alzó en seguida el jefe de Policía, llevándola al sofá. Llorando, ayudábale madame Georgette.

Leve la herida, por fortuna. Restañada la sangre con pañuelos, Libia proseguía inerte, como muerta... Desabrocháronla un poco. Desmayo de terror, bastaría el reposo a despertarla...

Y en tanto, sentado el jefe junto a la desdichadísima mujer tan bella, junto a la única infortunada y débil que no había podido sufrir, sin troncharse, el rigor del infortunio, en una compasiva adivinación de su martirio la comparaba con la francesa repulsiva, y hacía que ésta completásele la historia..., la historia de horror y tiranía que, a pesar de los amaños de quien referíala sin poder ser rectificada, al hombre de mundo le iba dejando comprender harto claramente cómo en ella le correspondió toda la culpa a la despótica avaricia de Georgette.

Puede tener corazón un hombre de mundo y de justicia, y el jefe de Policía sintió que le ahogaba el corazón. Llevar a estas mujeres a la cárcel era aumentar con un escarnio más de las leyes de la tierra la esclavitud de la prisionera infeliz de una garduña. Evitado el delito, cortada la estafa al hijo del conde Albear, que era lo importante, la infame francesa pudiera sufrir su pena de otro modo.

Se levantó, la miró con severidad aguda de puñal, y díjola en los ojos:

-Veo un solo medio de librarla del escándalo y la cárcel: que renuncie a su deuda, para lo cual usted me firmará ahora mismo un documento (del que yo haré el uso que en caso necesario estime conveniente) declarando que en esta fecha tiene saldadas todas las cuentas con esa señora..., y que renuncien ambas a importunar a don Javier España por jamás.

Un grito, un grito de todos sus júbilos prontos a agradecer incluso de rodillas la salvación inesperada, fue la única contestación de la modista.

Pero el jefe de Policía la condujo al escritorio, la redactó él mismo el breve documento, lo guardó... y salió severamente de la estancia.




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- IX -

Inés, vestida, sobre las ropas de la cama, contando cuentos y cintas del cinematógrafo, se había dormido en brazos de la madre. Ésta dormitaba también. En la butaca, Eliseo, tan cerca de las dos, leía un periódico a la luz de la lamparita rosa.

Por la alcoba perfumada de éteres y de almas de bondad, flotaba una doliente calma de inocencias.

Dejó el periódico Eliseo. Hasta ahora, que estuvo Libia a punto de morir, no había sentido la enorme angustia de haber podido perderla sin haberla envuelto en los anhelos de su vida instante por instante.

Las miraba, a la madre y a la hija, en ansiosa adoración.

¡Qué bellas! ¡Qué buenas, ambas!

Única explicación de su existir sobre la tierra.

Deshecho por la almohada el tesoro de su pelo rubio, Libia tenía la palidez espectral de una ilusión de maravilla. Melancólico arcángel de pureza y de candor. Compañera suya en la alegría y en los pesares. Tendía los brazos fuera de las blancas sábanas, y sus manos, aún más blancas, asemejábanse a dos flores de ensueño.

¡Oh, madre ideal!... La hija de los dos, suspiro de amor y de hermosura, reposaba en la frente de ella su célico abandono. Cuadro de feliz descanso triste, protegido como en alas de castidad bajo el dosel diáfano del lecho.

Triste, porque todavía la faz de Libia ostentaba las nerviosas torturas del sufrir.

Recobrada para la esperanza, al fin, en fuerza de cuidados, temblaba él con sólo recordar aquella tarde en que un coche se la trajo, medio muerta, acompañada por la modista, en cuya casa hubo de fulminarla el terrible mal, herida en la sien, sangrada por un médico en el brazo...

¿Cómo podían ser tan débiles, tan frágiles las dichas más altas de este mundo, que bastase a cortarlas un instante?

La idea de haber podido perder a Libia para siempre, sin verla siquiera, sin darla el supremo adiós con un beso que recogiese el último destello de sus ojos en memoria eterna, habíale consagrado al afán de no separarse de su lecho de martirio.

No salía. La niña y él acompañaban a la enferma a todas horas infiltrándola su amor, resucitándola a ternuras y a caricias...

¡Pobre niña, en su candidez infantil incapaz de comprender aquel horror de la orfandad con que quiso el Destino amenazarla! Él, reflexivo, lo comprendía por ella, y no había martirio como el del pensamiento de esta buena esposa, de esta santa madre, entregándole su aliento al no ser en una casa extraña, clamándole a las queridas almas, que inútilmente buscase sus últimas congojas, el consuelo y el socorro...

La evocación clavósele en el pecho como un puñal.

Ausentes por la dispersión del veraneo casi todos los amigos, Astor y Ernestina en Biarritz, Ambroa en Berlín, Luis también, el médico, que era como su hermano entrañable, en Suiza con su mujer y sus hijos, él se hallaba en un aislamiento cordial, cortado apenas por algunas damas en visita breve, de etiqueta, y por las del célebre doctor Guervós, llamado para cuidar a la paciente.

-¿Qué tiene, doctor? -preguntábale a menudo.

El viejo sabio vacilaba; no lo sabía bien. Sin embargo, con un pronóstico no grave, ponía el mal extraño y caprichoso en las nerviosas cuentas del histérico.

Y estaba aquí Eliseo, el poeta, el inmensamente enamorado de lo noble, y velaba el sueño de la infeliz que no dormía, procurándola paz en los efluvios de infinita paz de su mirada.

Amargábale el remordimiento de las horas que la hubo de robar por los otros amigos falsos, de la calle.

A pretextos de arte, y realmente por la vanidad de artista que buscaba la lisonja y encontraba con mayor frecuencia el desengaño, frecuentaba de más los literarios cenáculos y perdía en ellos lo mejor del tiempo que pudiera dedicarle al bello arte de su amor y de su hogar, de su esposa y de su hija.

¿Dónde encontrar más hondas delicias que en la gracia de los juegos de una niña y en la apasionada amistad serena con una mujer inteligente?...

Alma de delicadezas, la suya, desde su actual cautiverio de hechicerías hermosas, tocadas en los misticismos del dolor, repugnaba aquellas groserísimas tertulias de los cafés y los teatros.

Círculos de juventud desorientada e impaciente, que confiábanle su triunfo más a la impulsividad agresiva que al trabajo; fracasados envidiosos que mordían con perfidias de tigre o de serpiente; solitarios bohemios sin calor del corazón, que todo lo querían envenenar de escepticismo. El talento era viveza y procacidad de prostituta. Todo el ingenio florecía en una sarta estúpida de chistes, de colmos, de retruécanos... Y jamás hablaban de arte los artistas, ni tomaban en serio más que algún negocio de ocasión, o alguna fama o alguna honra ajenas, que hacían sangrar con uñas y con dientes.

Eliseo había llegado muchas veces a pensar, y creía ahora confirmarlo, que los instintos sociales manifestados en la forma de la conversación, de las habituales tertulias con amigos, constituía un absurdo, lejos de ser una espiritual necesidad. La práctica lo demostraba. No se reunían sino para envidiarse y destrozarse. Probábalo, además, un razonamiento: si cada concurrente a una tertulia de casino, de teatro, de café, artistas o no artistas, tenía sus convicciones ya arraigadas acerca de las cosas, la mutua curiosidad de una generosa discusión no podía durarles más que hasta que se fuesen todos espiritualmente conociendo; y luego, heridos, maltrecho cada uno en el orgullo de no haber logrado reducir a su opinión a los demás, el recíproco desdén de todos tenía que desgranarse, cuando no fuese meramente aunado por el material interés de algún asunto, en sandios pasatiempos de insigne trivialidad, o en rabias, en burlas, en desprecios y en escarnios de cuanto fuera respetable.

Y bien: él, si tenía un ideal altísimo de arte, si tenía un hogar de amor y de belleza, si tenía una excelsa amiga, con quien departir, en su mujer... ¿por qué había buscado ni volvería más a buscar la torpe ingratitud de los amigos?

De éstos, y verdaderos, por otra parte, forjados en fidelidad desde los candores de la infancia, como algunos a quienes veía a menudo en esta casa o en las de ellos, o leales en la inmensidad de su comprensión que no necesitaba, a lo mejor, comunicarse sino en la sabia intuición de su silencio, como Astor, ya contaba con bastantes. Una tarde entera paseando sin decir una palabra; una muda admiración en un museo; un comentar discreto de sonrisas en un viaje..., o ante una linda mujer que pasaba... o ante una música divina... ¡he aquí la amistad! El amigo, sintiendo al otro en el corazón, si no tenían sus labios nada que expresarle, libre podría llevar el pensamiento en sus quimeras.

Las de Eliseo cifrábanse en las formas puras de un arte cuya finalidad piadosa tendía a encauzar la vida en dulce sencillez. Respirándola aquí, contemplándola en la ternísima elegía surgente, como un efluvio del sueño de su mujer y de su hija, deploraba que los dramas tuvieran que ser hechos del dolor, de la maldad, del trágico infortunio, y no del reposo de estos grandes sentimientos.

¿Por qué las almas buenas no tendrían dramas ni comedias? ¿Por qué no pudiera cautivarse al público con cuadros placenteros de virtud?

Sentía él perpetuo el impulso de amasar su arte en las propias carne y sangre de su ser, y mil veces, tal que ahora, aunque ahora más, en la exaltación lírica de todas las bondades, habría querido hallar el molde nuevo de un idílico teatro en que, sin necesidad de acciones turbulentas ni tramas complicadas, pudiera transmitirse la inefable emoción de dicha inmensa y simple que él gozaba...

Mas, ¡ah, cuánto las prácticas limitaciones de la realidad cercenábanle al poeta lo mejor de su poesía! ¡Nunca podría hacerse un teatral poema de una madre y de un ángel que dormían y de un alma de amor que las velaba!

Desalentado, doblóse a urgir su pena con un beso en la mano de la amadísima durmiente, y tornó sus impotencias a la prosa del periódico.

Congreso. Toros.

Un relato extenso, más abajo, del escándalo de «buena sociedad», que ya venía rodando por la prensa hacía tres días.

Lo había recortado y guardado él de otro periódico y se lo había leído a Libia esta semana.

Sin embargo, volvía a leerlo. Documento humano de la vida, le interesaba al autor.

Era una hermosa y elegante dama madrileña del alto mundo que, con una célebre modista, contrajo importantes deudas que no podía pagar el medio arruinado esposo. De acuerdo ambas, la dama tomó un joven amante a quien quisieron estafar; y un sagaz comisario las descubrió y hubo de perdonarlas, a condición de que renunciase a la deuda la modista.

¡Ah, esto, sí! ¡Tan cruel, tan bochornoso! ¡Esto podía guardar el germen de una obra de teatro!...





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