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Tercera parte


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- I -

-Señor, ¡los diques!

-Sí.

Corría el coche.

-Señor, ¡la escuadra!

-Sí.

Desistió el cochero de sus baldías indicaciones.

Él seguía preocupadísimo.

Un domingo, dos años atrás, obstinábase en vencer la rebeldía de una escena de comedia. Llamaron. Se alarmó. Llovía, y todos, incluso las criadas, habíanse ido al teatro. Volvieron a llamar y fue a abrir. Era Ernestina. No obstante advertirla que se hallaba solo, o por lo mismo, entró, a pretextos de la lluvia y de haber despedido el automóvil para pasar con Libia la tarde. -«¡Tendrás que soportarme, hijo, hasta que cese este diluvio!» Instalada en el despacho, procuraba enredar conversación. Le preguntó qué escribía; quiso conocerlo; hubo de complacerla, poniéndose a leer... Pero Ernestina le miraba, le inundaba con su sonreir voluntarioso de coqueta; le pidió una taza de té, para escucharle, y en la ocasión de aquella propicia soledad estaría reflexionando por qué el autor de tantas apasionadas obras fuera el único hombre que jamás la deseó. Se quitó el abrigo, y le ayudó a confeccionar el té con igual delicia abandonada que en una entrevista de amantes, induciéndole a una escabrosa charla sobre si lo estaban pareciendo. La comprendió él de manera tal solicitado. Curioso de las audacias de ciertas almas femeninas, por observarla, dejóse ir en el juego de intenciones... Y, ¡oh, miseria de las almas!... pronto también la suya le repartió a los nervios y a los ojos el afán que en lumbres encendíale la espléndida morena, la hebrea beldad toda de carne y cuya boca loca le invitaba a morirse de placer... Iba quizá a tomarle el beso inmenso a la boca loca..., iba en olvido del mundo entero a pronunciar la vehemente frase que sacándolos de equívocos hubiérale entregado a la lasciva entre leves ficciones de sorpresa y de rubor..., y sólo él sabia el esfuerzo que, por no morder aquella boca, le costó morder aquella frase y tornar a la lectura. Leyó, leyó, leyó... Con mal disimulado desdén, luego, partió la defraudada, sin temor al aguacero.

Más que por nada, verdaderamente, por esta experiencia de cómo hasta en el más cuerdo una casquivana hermosa puede hacer zozobrar todos los respetos, él había sospechado de Astor.

Recordábalo ahora, semitendido en el abierto cochecillo que corría por las calzadas, frente al mar; y cuando el automatismo del pensamiento impulsábale otra vez a la defensa del amigo que pudo sentir los mismos escrúpulos en la inminencia de la traición con Libia, dado que cupiese suponer a Libia tan procaz como a la otra, le volvió en sí el estridor de una fanfarria de cornetas.

Le volvió en sí. Es decir, le restituyó a la voluntad de no pensar y al miedo de perder el juicio.

Un poco más, y sería un monomaníaco condenado a la obsesión de un círculo de ideas, el mismo siempre, y que en fuerza de girarle en el cerebro no le impresionaba ya al pobre corazón roto de angustia.

Las cornetas se acercaban. El coche se paró, dejando paso. Era un regimiento. Soldados desmedrados y pequeños, de casacas rojas. Los vio desfilar, con su inglesa rigidez, y alegrábase, quería alegrarse de advertirlos menos vigorosos y marciales aún que los de España.

Sí, sí, quería alegrarse. Quería saber que no se le había agotado la facultad de interesarse por las cosas que no eran su conflicto; y al seguir el coche y cruzarse más allá con tres rifeños hercúleos, salvajemente dignos en sus jaiques, pensó que la semicivilización actual, en Londres y en París, como en Madrid, degenera a los humanos.

Le reflexión le llevó en seguida a considerar de cuán lógica manera los hábitos sociales pudieron ir empujando a Libia...

Se rehizo, casi de un salto en el asiento. Tornaba a la manía. Procuró arrancársela mirando el mar, el cielo, las ciclópeas rocas horadadas de cañones..., lo que no tuviese, como todo parecía tenerlo, la horrible propiedad de suscitarle su infortunio.

Cerraban el marino horizonte unas montañas, y fue ahora él quien le preguntó al auriga:

-¿Qué sierras son ésas?

-De África, señor.

-¿Tan cerca?

-Y hay bruma; fíjese, y verá el peñón de Ceuta. Estamos frente al Estrecho.

Cruzaron un avalladado campo de polo cerca de un paseo donde las niñas jugaban.

Tuvo la visión dolorosísima de la hija suya, de Inés, y le mandó al cochero seguir al borde de la costa para continuar viendo nada más los montes africanos.

Por unos momentos, los contempló como perdidos en su barbarie. Tras ellos estaban los estragos de la guerra, de la humana ferocidad sin razón y sin sentido. Creyó haber encontrado el filón de ajenas emociones que le librase de las propias, y bien pronto la tenacidad de su dolor supo relacionar lo incongruente. La guerra le pareció una ocupación envidiable para hacerse matar, siquiera, entre embriagueces del horror y en fuga y en asco de aquella guerra mansa de que libraba por la tierra entera la perfidia. Entendió la guerra. Él iría de buena gana a pelear, a morir, matando hombres, ya que no supo matar a una mujer indefensa en un desmayo.

-¡Cochero, para! -gritó.

En un rústico bar bebían coñac unos marineros, británicamente ebrios sin perder su muda compostura; y él, que no bebía nunca, sintió súbito el deseo de ahogarse en alcohol el alma. Bajó, fumó, pidió copas, copas... tres, cuatro..., las tragó, meditando que tal vez el poderío de los británicos debiérase a la perpetua borrachera que los reduce a satisfechos animales. Satisfecho a su vez, volvió al coche y siguió recorriendo, hasta que el sol se puso, el idiota pechascón de Gibraltar transformado en limbo, en maravilla...

Explicábale al señor cosas el cochero, y todo al señor hacíale sonreír como admirable.

Diques, buques, dársenas...; docks y cuarteles para tropas, parquecillos con chalets -pabellones para jefes; más costados de la ingente roca con cañones; un palacio, residencia veraniega del señor gobernador...

Regresaron desde la zona militar, en que no podían aventurarse sin permiso. Estaba anocheciendo. La ciudad se iluminaba. La angosta y larga calle principal refulgía las luces de sus tiendas contrabandista de tabaco, de sedas y marfiles y maritatas indias, e impermeables y calcetines y bastones auténticos de Londres. Otro regimiento de gorritos rojos, que volvía de la instrucción tocando una música de pitos. Luego, otras puertas de muralla y el camino del muelle, en que esperaba el vapor para Algeciras.

La brisa, durante la travesía de media hora, le despejó la semiturbación que habíale hecho menos desdichado. Se advertía otra vez el amargor de la boca, y la vista de una valija de cartas le recordó la que habíale escrito Libia desde la estación, en Madrid: «-Salgo en un tren. Ya sabrás dónde me encuentro. Te lo aviso para que no añadas al escándalo la inútil alarma de buscarme...» Cuando el vapor atracó, él era nuevamente un fardo de tristezas.

Un coche, aún, transportándole al hotel Reina Cristina, y un gran salón de periódicos. Los que habían llegado con él por la mañana, deshacíanse en elogios del estreno. Había ahora muchos más, y se dedicó a leerlos. Grandes epígrafes. Retratos del autor y de escenas de la obra. Columnas enteras sembradas de adjetivos: «insigne», «ilustre», «glorioso», en raudales de ponderación ardiente y de entregada admiración. Constituían, pues, sus Abismos una actualidad de acontecimiento nacional, y el ansia del triunfo y el cálido fragor de los aplausos dijérase que le perseguían y volvían a alcanzarle seductores en esta paradójica fuga de bochorno. La Prensa provinciana insertaba también largas reseñas telegráficas en lugares predilectos. No había en el salón un solo lector que no tuviese el nombre y la esfigie del ya solemnemente consagrado dramaturgo delante de los ojos.

¡Ah, qué ironía!... Otra vez herido, así que salió del leteo consolador de la lectura, por la cruda realidad, cuya lírica exposición en el teatro le abrumaba de victoria, de respetos, no acertaba a penetrar qué misterios de hermenéutica hiciesen juzgar el mismo hecho de modo tan distinto al público, a la Prensa y al mísero que estaba aquí lleno de terror y oculto en la vergüenza de un supuesto nombre, como un ladrón.

¡Misterio, sí! ¡Siempre misterio y discordancia en todo, y siempre la inconciliación de todo él, y dentro de él propio aún más caótica y absurda entre el hombre y el artista! Contemplando los periódicos, el hombre imaginaba que debería retirarle al público el drama aquel que era su escarnio, y el artista oponíase a retirarle al público el drama aquel que era su gloria.

Y el hombre, al menos, oyéndole al artista un «¡Ya qué más te da!...», de cinismo irreplicable, arrastró al artista al comedor, como del cuello, ansiando la venganza burda de aniquilarle en vino su histriónico descaro.

Comió, bebía, bebía mucho el hombre, la bestia de los miedos y los odios..., burdeos, champaña. Más champaña, al notar que una honorable familia de la mesa de enfrente suscitábale la idea de las cuántas lujurias secretas de la madre sostendrían la digna felicidad del esposo y de las hijas... Más champaña, al advertir que aún otro gran sorbo no habíale impedido continuar reflexionando que, como acaso aquel señor, él mismo habría llegado a la vejez, creyente ciego en su honorabilidad y su felicidad, si el azar no le hubiese desvelado a Libia en impudencias.

Pero la bestia de los odios y las burlas llegó luego, sepultada en sí propia, a sentirse la satisfacción de su grosera intimidad, aquella a que reducíala el vino por los fondos de la carne, y apartó a un lado las botellas para ver mejor, hasta los pies, a una de las bellas hijas de la ex bella posible pecadora.

Alta, blonda, esbeltamente estatuaria en la lozanía de sus diez y siete años, escotada para la severísima etiqueta del regio comedor, ceñía un bizarro traje a bandas color naranja sobre blancos tules, y su talle de elasticidad maciza y su cara de ideal arcángel (¡oh, el de la idealísima mujer arcángel de Madrid!) parecían hechos para conmoverse en todas las hipócritas lascivias.

Cruzadas una sobre otra, enseñaba media pierna. ¡ya la iba aleccionando la elegante educación!

Le recordó historias de él, de antes de casarse, de antes de la época en que su egoísmo juzgó oportuna la definitiva instalación en la vida grave con máscara formal.

La chiquilla, aunque más primorosamente vestida, parecíase a la meritoria de teatro que, con el don de su inocencia, le resolvió a darla papel en cierta obra; parecíase también, aunque menos lujosamente vestida, a la cocota roja que, durante una estancia en París, él se llevó una noche de la Taberna Olimpia por tres luises.

París, a su vez, le evocaba la fiebre de lujuria que hubo de saciarse a fuerza de luises y cocotas... Rubias, como esta muchacha y como Libia, grandes y pelinegras como Ernestina, de caras granujas de apaches y de caras y aspectos pudorosísimos de vírgenes de altar... Reíasele la carne en la sonrisa de la boca. El fatuo artista mentecato y lírico, bien con su primer triunfo de dinero hubo de subvenirle al bestia a la sed de menos líricos antojos.

Y detrás de aquéllas, perdidas aún más lejos por los juveniles años del metido luego a austero imbécilmente, un gracioso y grotesco tropel se le esfumaba. Eran las cómicas y cupletistas de Madrid, las rameras puercas del tiempo de estudiante, las criadas de patronas, la novia sentimental, allá en Jaén, de aquella andaluza reja con claveles... la... las... ¿Cuántas?... Nunca pasó entre sus amigos por un preocupado de mujeres; y, sin embargo, de ellas guardaba la memoria esta abundancia de recuerdos.

Ahora, aquí, en la austeridad de la vasta sala, donde estaban cenando tantos ingleses que serían los reyes del acero o los reyes del petróleo, hallaría él, en verdad, bizarramente divertido ver desfilar el batallón de «sus mujeres» con una música de pitos como la del regimiento inglés... Algunas dejaríanle un tufo de huatas yodofórmicas a la dignísima familia.

Sonreíase tomando otro sorbo de champaña. La vida resultaba entretenida a poco que se supiese contemplarla. Lo mismo (cuestión de antes o después) en las candorosas señoritas y los papás de barbas diplomáticas, que en los dramáticos autores. Igual en los prostíbulos y en las honradas casas de Madrid, que en estos hoteles del buen tono. Sonreíase, sonreíase gozosamente cierto, siquiera de haberse desquitado de Libia anticipadamente. ¿Qué tenía que echarla en cara?... Puestos a un balance de franquezas, ella, con sus amantes, quedaría en ridículo sin poder oponerle otro tan nutrido y pintoresco batallón.

Mas... ¡oh! tal fue para Liba el desprecio del bestia de las burlas y los odios, triste y soez en su alegría como un payaso, que de los fondos de su carne resurgió el artista, en ella acurrucado como otro payaso Mefistófeles burlón, y le cuajó en asombro la sonrisa.

El bestia consideraba con borracha seriedad de qué modos tan diversos, desde cuáles puntos de vista tan contrarios, coincidía por primera vez con el artista en la disculpa a la traidora.

El uno, en nombre de las líricas piedades imposibles para el hombre.

El otro, en nombre de dos niveles de idéntica miseria en la misma humanidad.

¡Bien!

Harto abstruso el problema de semejante disyuntiva armónica para estudiado a vapores de champaña y del burdeos. Quedóse en los ascos humanos de la vida con la sensación de su falta de derecho a odiar los ascos de otra vida... y como esto proporcionábale también por primera vez la egoísta comodidad de ahorrarle el odio..., se levantó, salió a fumar, y en cuanto el cigarro le aumentó la pesadez del sueño, marchó a acostarse.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Mas ¡oh, su sueño de borracho! Un sopor de pesadillas. Había visto dobles las cosas, al dormirse; habíanle angustiado náuseas y mareos y se había sentido la alcohólica anestesia en las manos y en los labios. Despertaba en un quebrantamiento lamentable, con la boca más amarga, con el alma más colmada de afrentosa cobardía, y un retrato de Inés, con su seriedad dulce de ángel, de aquella niña que allá lejos esperaría la salvación, le dio la impresión neta y desolada de los estoicismos de bruto en que él mientras cifrábase el consuelo.

No volvió a beber más. Al problema que le acosaba debía oponerle el íntegro valor de su espíritu despierto. Si soluble, para hallarle solución; si irresoluble, para persuadirse de ello contemplándolo con nobleza dolorosa, frente a frente.

Persistíale en las entrañas el convencimiento de su falta de derecho para odiar, dejado al menos por el bestia; y libre de las ásperas urgencias del rencor, quiso fortalecerse en una conciliación con la paz del sol y de las flores, que hubiese de permitirle más serenidad al juzgar de su conflicto.

Invirtió las tardes paseando en un bote por el mar y las noches vagando a la luna por el parque.

El humo de los buques sumíale en un ensueño de fuga a luengas tierras con su hija, con Inés. No sabía de qué manera realizarlo. No sabía siquiera, ¡oh!, si su Inés sería su hija. ¿Desde cuándo la madre estaba lanzada a la traición?... Sacaba de la cartera el retrato de la niña, y con el impávido reposo que contra toda clase de horrores iba aprendiendo, procuraba deshacerse este último horror de sus dudas estudiándola el parecido en las facciones. ¡Sí, eran de él la suavidad de aquella frente, la lealtad de aquellos ojos..., como eran de Libia la frescura de la barba y la belleza insuperable de la boca!... Guardaba el retrato, y perdíale el contrasentido monstruoso de que una mujer así hubiera podido engendrarle la mitad de la vida a un alma toda de pureza.

Sin embargo, a la segunda tarde que le aturdió esto mismo, en la misma absorta contemplación que quería dejar extinguida para siempre la sospecha cruel sobre el retrato, la irreverente memoria, recordándole el grotesco batallón de sus mujeres, hízole extraviarse más en el absurdo de que la otra mitad de aquella alma de candor y de bondad estuviese hecha por otra vida igual de grosería... Y dobló la frente, y ante la imagen de la Libia abominada tornaron a quebrarse en humildes impotencias sus orgullos justicieros.

Entonces, el ensimismamiento de humildad le empujaba algunas veces a pretender, examinar si no fuesen igualmente condenables o igualmente perdonables las infamias de Libia y sus infamias. Ningún código humano ni divino declaraba al honor del hombre inmune contra las idénticas miserias y traiciones que se lo hubiesen de arrancar a la mujer; y sólo un despotismo de amo bárbaro podía arrogarle la facultad de infringirlos, al propio tiempo que no perdiese la de exigirle su estrecho cumplimiento a la esclava compañera...

Sin embargo, abandonaba pronto esta ruta que le inducía a un camino falso. Su problema no era ético, sino del corazón..., del corazón que ama o aborrece por encima de toda clase de razones.

¡Oh, las flores! ¡La ruina!... Regresaba del mar, de mirar las olas que con la misma gracia de su eterno juego le metían o pudieran sepultarle, y miraba las flores y la luna, que tampoco en lo que nacen saben si hacen bien o si hacen mal. Querría imitarlas en su cósmica inconsciencia. Él, como las inglesitas melancólicas que allá por las mañanas paseaban leyendo libros, era en su patria misma un más lejanamente desterrado príncipe del país de la ilusión, que arrastraba su melancolía dolida por el parque principesco. Suyo, a estas horas. Cruzábalo en la extensión vasta de sus verjas, deteníase a oír en un tilo a un ruiseñor, hartábase de aromas en las platabandas de rosas blancas, de rosas rojas, de nardos, de gardenias, y sentábase en un banco de tiempo en tiempo para reposar su fatiga, contemplando en los boscajes los mágicos efectos de la sombra y de la luz. En el centro de la amplísima colina, transformada en paraíso, alzábase el palacio campestre del hotel como una inmensa quinta señorial, exótica, de dos pisos, de paredes blancas y maderas verdes, de balcones que eran terrazas al jardín, y de una irregularidad pintoresca que rompía por todas partes en cúpulas y torrecillas.

Placíale, a la verdad. Debíale al azar, siquiera, la fortuna de haberle traído a un hermoso y pacífico refugio de extranjeros, que aquí buscaban en el perenne sol primaveral el olvido de sus nieblas y sus fríos, no cerca de la pequeña ciudad adonde no bajaba nunca, tampoco él, que desearía a la luna y entre flores encontrar el mayor posible olvido a su dolor y la menos triste solución de su problema.

Eliminado de éste el término de muerte y destrucción que lo llenó al principio, iban las horas devolviéndole el ansia amarga de la vida al desesperado que sólo pensó en morir y que debería vivir para su Inés. El problema horrible definíasele poco a poco, con respecto a Libia, en una voluntad de separación que necesitaría concretarse en sus detalles, y confirmarse como buena en el tiempo y en la madura reflexión.

Era de sobra complejo y delicado para resolverlo con las engañosas inspiraciones de la rabia, en un instante. Cada nuevo día le había ido dando el juicio nuevas calmas y restándole una probabilidad más al desacierto. Ni debiera apresurarse, pues, ni pudiera la hija de su alma reprocharle de inacción en la intensa pasividad fecunda de este anónimo y profundo apartamiento de la tierra.

Mas... ¡oh! al cuarto día empezaron a llegar las revistas ilustradas con retratos del autor célebre, limpios, nítidos, donde podía reconocérsele mejor que en aquellos que trajeron tan borrosa como profusamente los diarios... y el sombrío huésped del hotel temió fundadamente por su incógnito. No sólo espiábale furtiva la tarda curiosidad de aquellas inglesitas, sino también, más viva, la de otros caballeros y damas acerca de cuya española nacionalidad hízole caer en sospechas, la noche antes, el álbum del hotel: firmado, en primer término por los reyes doña Cristina y don Alfonso, seguían las firmas de muchos extranjeros; pero también las de no pocos españoles y las de no pocas aristocráticas familias de Madrid...

Se aterró. Aquella tarde tomó el tren para Granada. Una guía le informó de que en la ciudad morisca había otro hotel, más perdido aún que éste en una montaña de jardines, y casi exclusivamente frecuentado por turistas.




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- II -

Veíalas en coche por los paseos lejanos, por las cumbres hasta donde lo permitía la nieve, en la Alhambra, con el Baedeeker delante de los ojos, y aquí al salir el sol.

Acabarían de levantarse, de bañarse, y venían con la frescura de dos flores de junco. Sencillo su tocado: garrotines de paja con ancha cinta, blancas blusas y faldas de seda azul. La una, alucinada, se dirigió en seguida al parapeto, se sentó, acodada en él, y perdió la vista en lejanos horizontes. La otra se acomodó en un velador, depositó su libro y su paquete de cartas, y con una pluma estilográfica empezó a escribir postales.

Eran dos alemanitas que viajaban solas, de veinte años la mayor, hermanas, seguramente, y de dulce y bello aspecto. Exentas de coquetería, sus caras, a pesar de sus fuertes y sanos cuerpos de mujer, ostentaban la inocente lozanía y la tranquilidad de dos curiosas niñas, de dos blondos arcángeles caídos de los cielos para no ver nada en torno a sus candores como no fuese el cándido esplendor inanimado de las cosas.

Hoy llegaban tarde a la terraza. Ya pasado el magnífico espectáculo de cambiantes de luz que componía la aurora entre la profundidad aérea de los valles y la blancura perenne de las sierras, apenas quedaba nadie. Una francesa que investigaba con los prismáticos las lejanías, junto a su terminado desayuno de café con leche y queso de Gruyère y mostaza, y un matrimonio sueco que devoraban el suyo de naranjas, café, pan y manteca.

En el Hotel Cristina, de Algeciras, invernaban los potentados ingleses para continuar su vida de higiene y de etiquetas en un clima de sol.

A este Hotel venían de todas partes cor fervores de fanático, buscando el éxtasis, los adoradores de arte en el maravilloso cuadro de la naturaleza.

Uno de los pocos verdaderos paraísos del mundo. La terraza suspendíase como un balcón de la montaña, cortada a pico en vertiginosa altura, sobre la ciudad y sobre la inmensa vega, salpicada, en su verdor, de pueblos y casitas, y bañada por el Genil.

Encanto del alma y de los ojos. Había aprendido Eliseo también a recogerse en éxtasis, a no pensar nada, a disolverse las horas y las horas en la magia excelsa, y para sentir una divina embriaguez, sin champañas ni burdeos, no tenía más que sentarse allí y aspirar a pleno pecho los aromas de los cármenes. El paisaje edénico le reconciliaba con la vida de la tierra, que podía ofrecer tales hechizos. La honda veneración de aquellos otros peregrinos de lo ideal, y, sobre todo, de las cándidas hermanas, restituíale a más bellos optimismos de la vida de las gentes.

Sí; era hermoso vivir, y restaríale una explicación a la existencia más amarga, a la más atormentada de propias miserias viejas y de presentes dolores, mientras quedasen niñas-mujeres tan noblemente puras como las dos alemanitas, y niñas como su Inés.

Contemplándolas a las tres, en presencia y en imagen, sin odio, sólo con serenísima tristeza, púsose por centésima vez a meditar y a resumir sus dudas acerca de la suerte que su voluntad de árbitro un poco injusto, hubiese de depararle a Libia en la separación inevitable.

¡A Libia, oh!

¡A la insensata Libia, más bella y dulce que ninguna, y más ciega también para haber podido destrozarse y destrozarle una tan gran felicidad como reservábales el triunfo!

El aborrecimiento hacia ella iba trocándosele en una infinita compasión.

Recluirla para siempre en un convento, con rigor despótico, era una crueldad definitivamente desechada, desde que la conciencia tocada por el bruto que dormía en él le dijo que a su miseria no asistíale el derecho de encerrar en prisión perpetua otra idéntica miseria de una débil e indefensa miserable.

Y, sin embargo, la miserable, la insensata, no debía permanecer sin freno, a la merced de su albedrío.

Imaginaba lo que significase abandonarla en Madrid, asegurándola una pensión, y conjurándola a una conducta de recogimiento y dignidad, siquiera por su hija, y llenábale de horror la idea de lo cuán nada hubiera de seguir estos consejos, libre, lejos de ella, y ya hundida en el escarnio, la que cerca y como honrada dama y como madre tampoco hubo de vacilar en sacrificarlo todo a sus instintos.

Era demasiado joven y demasiado linda para resignarse a la renunciación; buscaríala, en la novedad de la libertad, del libertinaje, cualquiera de sus amigos cómplices, llenaríala de lujos, la abandonaría después, la tomaría otro..., y perdidos uno a uno los últimos respetos, el nombre de ella, que no podría dejar de ser el del esposo y el de la pobre niña infortunada, rodaría a la más baja prostitución, en vergüenzas incesantes.

Pudiera enviarla a Berlín, con sus padres, y al menos esta vida de indecoro, si ella burláseles la autoridad, hubiera de realizarse en el destierro de un país extraño; pero además de que en tal resolución le detenía la impudencia de desearles a aquellos padres la responsabilidad y el bochorno que para sí propio le asustaban, Libia, dueña de sus actos, tardaría bien poco en sacudirse todo yugo y en volverse, acaso, a aquel Madrid de sus éxitos de inicua, en donde quién supiese quién la llamaría.

Y en cuanto a retenerla junto a sí, sometida a la estrecha vigilancia de una loca incorregible, peligrosa, repugnábale por el tormento que hubiera de imponerle, por el influjo de ella en la educación de Inés, difícil de evitar, y por el equívoco que tal resolución le diese al público con respecto a sus transigencias de cobarde.

El problema, por lo tanto, aun simplificado ya a este término de la separación, proseguía prácticamente irresoluble. Él no podría consolarle una vida de retiro y de modestias a su arte y a su hija, en España, en Madrid, haciendo olvidar sus desdoros, mientras Libia, al mismo tiempo, continuase alrededor su vida escandalosa.

Suspendió la reflexión en breve pausa, para fortalecerse la fe mirando a las alemanitas de ojos inocentes que no sabían mirar sino la inocencia de los lejos y las cosas, y dejó el pensamiento fijo en la proyección de otras lejanías que estaban más allá de aquellos horizontes.

Era el viaje a luengas tierras, soñado como único afán de salvación cuando había visto en el mar la estela de los buques.

El viaje, el éxodo, la emigración que le quedaba siempre a sus desesperadas impotencias ante el problema hermético, por último recurso.

Deploraba haberse distanciado del mar, y deploraba la ausencia de su lado de aquella hija que hubiérale disipado las indecisiones.

Sin ella, el viaje seguía aquí también ofreciéndosele en simple interrogación invitadora. Buenos Aires, una gran capital de un próspero país, con su mismo espíritu y su idioma. ¿Pudiera brindarle, a la vez, al poeta y en el grado de necesaria intensidad, el ambiente artístico que necesitara su trabajo?

Meditaba esto, consideraba que la tal aventura con la niña, a ciegas, desconociendo si tuvieran que regresar a Madrid, después de arrancársela a su madre, y para encontrarse de nuevo con el conflicto irresuelto, constituía una temeridad, y casi le alegraba no tenerla consigo, a Inés. De ir, debiera ser solo, en guisa de exploración, partiendo calladamente en cualquier minuto de cualquiera de estos días, y volviendo a recogerla cuando ya estuviera convencido de que se la llevase para siempre.

Se levantó. Pasó por una de las mamparas de cristales a la sala de escribir. Aunque ignoraba aún si resolveríase al viaje, no se quería encontrar desprevenido. Iba a pedir dinero, de aquel que tendría de sobra ahorrado en estos meses de extraña economía. Acomodado en un pupitre, dudó si dirigirse a Luis o a Astor -a cualquiera de los dos amigos a quienes debíales su conciencia una reparación de confianza íntima por bárbaros agravios.

«Querido Luís -empezó la carta-: Abrumado por la enormidad de sucesos lamentables, que no quisiera recordar, y que tú...»

Detúvose

Si no quería recordar siquiera sus vergüenzas, en justificación asaz ociosa, para quien sabíalas demás, de no importara qué propósitos, ¿a qué la dolorosísima mención?... Por otra parte, la vida de Guillermo, a quien él injurió con saña, y a quien ante sí mismo debíale la reparación de confianza doblemente, estaba más conexionada que la de Luis con la índole de los encargos que iba a encomendarle.

Rompió el pliego, tomó otro y escribió -breve, harto seguro, por desdicha, de que sería bien adivinada y comprendida su omisión de explicaciones:

«Querido Guillermo: Me encuentro en el Hotel Alhambra, de Granada. Emprenderé probablemente otro viaje, largo tal vez, aunque no sé ni adónde todavía, y te agradeceré que en mi nombre, para lo cual puede servirte esta carta, reclames, y me envíes, de la Sociedad de Autores, ocho o diez mil pesetas.

Además, por si me decidiera al viaje y tardara en regresar, te estimaré mucho que sigas cobrando los trimestres y atendiendo, con ellos, y con cuanto pudiera hacerle falta a mi familia.

Te ruego que nada de esto digas en mi casa, por ahora.

Abraza de mi parte a Luis, con todo el corazón, y dile que le escribiré despacio.

A ti también te volveré a escribir oportunamente.

Tuyo,

Eliseo.

P. D. -Dirígeme la respuesta a este hotel, y al nombre de Amalio Rey, que, como ves, está hecho del mío segundo de pila y del apellido materno.»

Cerró la carta, sintiéndose en los ojos una lágrima por el beso de toda el alma de su ser que no expresábale a su hija.

Astor lo adivinaría.

Y le tronchó, ahogándole, la pena. ¡Era el primer paso que sus indecisiones daban, al fin, en la bárbara necesidad de abandonar para siempre aquel hogar y a aquella Libia desdichada que fue su amor inmenso tantos años!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A las once de la noche del siguiente día, recibió este telegrama:

«Voy con tu hija y con tu buena Libia. Espéranos estación llegada exprés. -Guillermo.»

Releía el papel azul, y parecíale aquello inconcebible.

La vida entera se le removía por las entrañas en sorpresa, en indignación, en confusiones.




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- III -

Las doce.

El exprés llegaba a las doce y cinco.

Paseaba Eliseo por un extremo del andén, al sol, lejos de las gentes, y miraba el reloj, en la urgencia de estos últimos minutos, sin saber si aun debiese aprovecharlos para correr, para escapar y perderse donde no pudiesen encontrarle.

«Tu buena Libia.»

La frase del telegrama seguía siendo su martirio.

No eran costumbre los adjetivos en el lenguaje telegráfico. Aquel que se le aplicaba a Libia, que no se le anteponía a quien merecíalo mejor, a Inés, constituía, pues, lo más torvamente intencionado del despacho.

¿Qué quería decir?... Lo ignoraba. No había logrado descifrarlo en tantas horas. O lo más horrendo, dentro de lo horrible, o lo más inesperado... y que justamente por serlo debiéselo esperar su ceguedad ante los enigmas. Así, el que se le apareció preñado de horror en el teatro, estalló sobre su nombre en pública y persistente lluvia de lauros y respetos.

«Tu buena Libia.»

La duda, el misterio nuevamente, alzando entre brumas de esperanza a la hundida en perdición. El calificativo cuadrábale a la dulce imagen lejana y bella que todavía le perduraba en la memoria compuesta de angélicos trazos de bondad; mas no a la inicua a quien él dejó en Madrid abrumada y muda por la culpa.

Éste era el razonamiento que habíale vuelto siempre a la sombría desesperación en el largo insomnio de la noche, y también volvíale ahora.

A la desesperación y a la rabia contra todo.

¡Oh, Astor!

¿Por qué permitíase jugar con sus dolores y por qué osaba a inmiscuirse así en su intimidad?... A la carta en que él cuidó tanto de esquivárselos, en que debió entenderle la sagrada voluntad de reservárselos, contestaba con semejante telegrama y con viaje semejante.

Un intolerable afán de regentarle el honor y el corazón, tal que a un niño o tal que a un loco. Además, había recordado largamente la otra intromisión de Astor cuando el estreno, tan llena de vaguedad hostil como falta de lealtades, de franqueza... y a pesar de los arrepentimientos hacia el amigo, a quien sus sospechas agraviaran, tornaba a verle desleal.

La duda de una complicidad suya con Libia ofrecíasele otra vez al pensamiento. Requerido por ella, que no querría acabar de perder sus prestigios de señora y que escudábase, igual que aquella noche, en los candores de la niña, Astor vendría quizá a imponérsela al marido como un tenorio rufianesco.

Dura, dolorosa para el hombre león de las bohemias arrogantes, parecíale la imputación; pero tenía que admitirla en la más dura y dolorosa imposibilidad de comprender la honrada fe de aquel «tu buena Libia» aplicado a una mujer confesa de su infamia.

En la espantosa ofuscación, veía grata, siquiera, una evidencia: traíanle a su hija, y el fugitivo a luengas tierras podría llevársela con él a los olvidos...

Se estremeció de pronto, paralizado en ansiosa expectación.

Por entre los vagones y ruidos de maniobras de otras vías, surgió el exprés con su estruendo apoteósico de tormenta formidable que, buena o mala, le aportaba la verdad; cruzó raudo, mostrándole fugaz, en una ventanilla, el grupo que formaban Astor y Libia a uno y otro lado de Inés. Ellos, mirando hacia el tumulto del andén, no le vieron.

Perdidos asimismo de Eliseo en la confusión de tren que se paraba asaltado por las gentes y de las portezuelas que se abrían, acercábase buscándolos. Los encontró ya en tierra. Clotilde venía también. Seguida por ella, Inés, con un grito de alborozo, partió el camino hacia aquellos brazos que se le tendían y que la estrecharon en muda y larguísima avidez de lágrimas y besos...

Cuan o se irguió de sobre el tesoro de inocencias de la niña, que traía una gran muñeca rubia y enseñábasela riendo y ponderándola el lindo traje rosa hecho «por mamá», ésta, Libia, se le apareció en rígida espera cerca de Clotilde. La contempló. Miráronse, inmóviles ambos, un instante. Ella, gentil siempre, vestida de obscuro, velaba el enigma de sus ojos en el tul de la capota...

Un respeto a la presencia de la niña y la criada hízole a Eliseo tenderle la mano fría a la esfinge impenetrable.

Pero hiriéronle rápidos el lívido temblor de aquella boca, el mayor frío de aquellas manos que, trémulas, prendiéronse a la suya, y con el otro brazo, en un impulso de estéril y nimia compasión, rodeó la espalda de la que se le había acercado en la vacilación de un paso y como muerta por su crimen. Entonces... ¡oh!, la mísera cuya conciencia había temido tanto verse rechazada sufriendo tal sombra de caricia, se le acogió perdidamente al hombro en convulsiva y rota gratitud; contuvo humilde allí el llanto y el dolor de sus sollozos; quiso apartarla él, al fin, tenaz, suave, y no pudo evitar que, más suave, más tenaz, ella, deslizándole por el pecho la cabeza, fuese a depositar la unción penosa de los besos mudos de su boca sobre la mano que era ahora de piedad y que habría sido de justicia, la noche inolvidable, ahogándola, arrancándola la vida, en vez de arrancarla una sola gota de sangre por el cuello.

¡Ah! ¡Hola, mujer, Clotilde! -exclamó efusivo el últimamente libertado, por disimular su emoción y por corresponder al saludo de la simpática muchacha, mientras Liba se esquivaba semivuelta-. ¿Y don Guillermo?

Le descubrió, todavía al pie del coche, vigilando a los mozos que bajaban las maletas, y fue en su busca, hendiendo la ola de viajeros. Su alma llevaba una extraña tranquilidad por el sincero recibimiento de pesar que habíale visto a la culpable, sin ficciones, sin hipócritas e inútiles comedias; pero su desorientación aumentaba. ¿Cómo explicarse, pues, aquel «tu buena Libia» del despacho, ni a qué pudiese traerla Astor?

Fumaba éste una enorme breva, espatarrado de espaldas al andén, junto al montón del equipaje, gritándole improperios al torpe mozo que no acertaba a sacar una caja por la ventana del sleeping, y eran bien aquellos su aire y su descuido nobles de bohemio.

Abrazó a Eliseo, tan pronto como le advirtió serio a su lado.

-¡Chico, tú, caramba, hombre! ¡Ya creíamos que no estabas!... ¿Has visto a Libia, a Inés?... ¡Un poco de sorpresa, ¿eh?... con este viaje!

-Un poco, sí; ¿a qué obedece?

-¡Toma! a la inquietud de Libia por no saber en dónde estabas.

-¡A la inquietud de...!

-Sí, claro... ¡Bárbaro -se interrumpió para dirigirse a un mozo-, que vas a romper ese cristal!

Se acercó a auxiliarle, y volvió renegando pestes todavía.

-Y tú -le increpó seco Eliseo-, ¿por qué vienes, por qué vienes también?

-¿Yo?... ¡bah! Por ver la Alhambra y por acompañar a tu mujer. ¿Te parece poco?

Difícil hablar más. Llegaba la niña, llamándole, y Guillermo estaba preocupadísimo con el mal trato de las cajas en que traía su arsenal de anteojos y gemelos, su máquina fotográfica, sus pinturas.

Pocos momentos después hallábanse todos en el ómnibus desfilando hacia el hotel. Silenciosa en un rincón, Libia seguía esquivando su semblante tras el tul de la capota; Inés, arrodillada contra su padre en el asiento, y atenta a no chafar a la muñeca, charlaba y miraba por el vidrio; Guillermo, niño también, comentaba los cambios del paisaje.

No había estado nunca en Granada, el pintor. Iban por las afueras. Al subir la empinadísima cuesta de una calle y cruzar una especie de arco de muralla, trataba de explicarse por qué volvían a salir de la ciudad. ¿Dónde estaba el hotel? ¿Era la Alhambra aquello?... Una montaña, una montaña de jardines, de fuentes, de fresca sombra deliciosa, de bosques cuyos seculares árboles entrelazados de lianas parecían tocar el cielo.

-¡Un paraíso!

-Sí, un paraíso, no hay otra palabra -le confirmó Eliseo, forzado por las preguntas-. Y éstas son las montañas de la Alhambra; pero vamos al hotel.

En uno de los zis-zas de la pendiente, tuvieron que pararse a dejarle paso a una caravana de turistas. Eran alemanes. Sería una de esas comitivas organizadas por las agencias, en rebaño, y detrás de un landó aparecía otro landó, y luego otro, y otro... y más, y siempre más, cuando creyérase que fueran a acabarse..., veinte, treinta, cincuenta, en lenta fila siempre, ocupados cada uno por cuatro pasajeros... damas y señores, todos gordos, de la misma edad de medio siglo y de la misma fealdad caricaturescamente roja y rozagante, harta de cerveza y de biftec.

Pudo, al cabo, proseguir el ómnibus su ascensión entre jardines. Astor, español y viajero contumaz, asombrábase de que en su propia patria hubiese para él un ignorado edén que nunca visitó porque no lo anunciaban con el merecido bombo periódicos ni guías, y cuya fama conocerían mejor los extranjeros. En efecto, cruzáronse al poco con otra caravana de franceses, y más arriba con una familia inglesa que hacíase retratar rodeada de gitanos.

En una revuelta de las frondas, que daba a una meseta, le sorprendieron los pórticos y torreones del hotel con su aspecto de alcazaba. El atrio ocupábase con una especie de tenderetes moros, bajo baldaquines de tapices, donde exponíanse a la venta sedas, gumías, retratos y damasquinadas joyas.

Bajaron. Entraron.

Siguió el encanto de Astor en el vestíbulo y en los anchos corredores larguísimos de bajas bóvedas, pavimentados de mármol. Los zócalos eran de azulejos, los asientos taburetes y divanes árabes, ojivas las ventanas, y las eléctricas bombillas disimulábanse por todas partes, en la limpia amplitud oliente a azahar, entre dorados manojos de candiles.

Pero les abordó arcaico, con su frac, el mayordomo, inquiriendo qué habitaciones deseaban, y el infantil gozo de Guillermo se cortó para apresurarse a responder, antes que hiciéralo Eliseo:

-La del señor, para la señora, que es su mujer; otra contigua para la niña y la criada, y otra para mí.

Pasaron al ascensor. Subieron al tercer piso. El mayordomo les condujo primeramente a un departamento formado por dos alcobas a uno y otro lado de un cuarto de baño y tocador. Creíalo preferible al del antiguo huésped, por ser de matrimonio una de las estancias, y el «antiguo huésped», aturdido siempre y administrado así por Astor en su voluntad, no se atrevió a protestar delante del mayordomo y de Clotilde y de la niña.

Algo le tranquilizó la moda adoptada por las elegantes costumbres del hotel, con respecto a los lechos conyugales; eran dos, unidos por el borde. Él en modo alguno hubiera podido resignarse a compartir el mismo con la falsa. Además, esperaba y observaba. Seguía sin lograr comprender, en absoluto, el objeto de este viaje, y aparentando sumisiones al amigo imprudentísimo, espiaba su conducta y la de Libia.

Guillermo, Inés y aun Clotilde, atraídos por el soberbio cosmorama hundido bajo el balcón, estaban contemplándolo. La sorpresa de Guillermo, a la vista de aquella extensión enorme de profundidad vertiginosa, era la misma que si, por magia, en estas traseras del hotel, hubieran podido transportarle a la barquilla de un globo perdido por las nubes. Apenas hablaban los tres. Sufrían la emoción de maravilla; sufrían la repentina hipnotización del éxtasis.

Iban, mientras, los sirvientes entrando el equipaje, y Libia, oculta por el velo sin cesar, permanecía inmóvil en el fondo. Por no verla, por librarla, quizá, si no, piadoso, de la tortura de su vista, Eliseo se aproximó también a la ventana.

Miró el reloj. La una. Hora del almuerzo. Meditó si fuese preferible hacérselo servir aquí, evitándose la violencia con Libia ante las gentes, y le hizo desistir la idea de que no los acompañase Astor, a menos de invitarlo en esta intimidad de una alcoba.

-¿Señor?

Tornaba el mayordomo. Quería mostrarle a Astor su cuarto.

-¡Sí, vamos! ¡Con un balcón igual! ¿eh? ¡En esta misma ala!

Salía Guillermo.

Eliseo, ansioso por hablarle, e incapaz de continuar cerca de Libia, le siguió, encargándole a ella, al paso:

-Es tarde. Hay que bajar al comedor. Arréglate y arregla a la niña un poco.

-Sí -le contestó la desdichada, con una instintiva reverencia como de culto de humildad, y diciéndole con el dulzor del monosílabo la primera palabra a que se atrevían las gratitudes de su boca.

Cuando Guillermo, satisfecho de su instalación, despojado de la americana, disponíase a buscar en la maleta jabón y cepillos para asearse un poco, Eliseo, que en vano hubo de esperar sus espontáneas explicaciones en la soledad con él, tuvo que intimarle:

-Ven. Siéntate. Tenemos que hablar, Guillermo.

-Qué.

-Siéntate. Haz el favor.

Le indicaba la butaca próxima a la suya. Fue obedecido.

-¿Qué hay?

-Hay -prorrumpió Eliseo, tras una pausa de enojo-, que yo necesito que me hagas conocer la razón de esto que pasa; los motivos que hayan podido inducirte a proceder como lo has hecho, y a la temeridad de este viaje absurdo sin siquiera consultar mi voluntad.

-¿Tu voluntad?

-O contrariándola, mejor dicho, y faltando a todas las confianzas que deposité con mi carta en tus lealtades. ¿A qué venís?

-¡Ah, Eliseo! ¡A qué venimos! -repuso Astor, correspondiendo en cariñosa severidad a lo acerbo del reproche-. Pues... es bien claro: venimos a sacarte de la angustia tenebrosa en que te has puesto con una fuga inverosímil, de chiquillo; a estorbar ese otro largo viaje de locura que proyectas, y a obligarte a realizarlo hacia Madrid..., hacia el Madrid de tus triunfos y tus glorias..., hacia tu casa, hacia el hogar de tu dicha y tus amores, con tu hija, con tu Libia.

-¡Con... mi Libia!

-Sí, con tu mujer.

-¡Con... mi buena Libia! ¿No te atreves ahora a repetirlo?

-¡Con tu buena Libia! ¡Con tu Libia buena y mártir!... ¿Por qué no?

Volvió la cara Eliseo, como a un fustazo insufrible de descaro. Repentina, fulminante, como nunca, le mordió en el corazón la celosa duda de aquella desdichada que había vuelto a presentársele abrumada por el crimen, y de este expedito amigo que, no obstante, la exaltaba en excelsos adjetivos, de paso pretendiendo arreglar idas y venidas, alojamientos en el mismo cuarto y en el mismo lecho sin protestas de él, con igual cinismo confiado que, sin protestas de ella, cuando la retrató, arreglábala las ropas y tocábala las piernas...

-Oye, Guillermo -exigió, desentendiéndose de lo que parecíale farsa detestable-, ¿qué móviles te han podido resolver a mezclarte así en la delicada condición de mis asuntos?

A la cruda acusación, Guillermo respondió, resumiendo breve su defensa:

-¡Tu amistad!

-¿Mi amistad, o... la de Libia?

-¡La de ambos!

-Bien, sí...; pero, dime: por ella... ¿sólo la amistad, o alguna otra razón de secreta gratitud, más honda, más fuerte...; alguna otra obligación más íntima... y vedada para mí?

Tardó el noble en comprenderle; le comprendió, al cabo, más en la amenazadora expresión de la mirada que en el sentido de la frase, y el asombro y la indignación le levantaron:

-¡Oh, Eliseo! -profirió con infinita repugnancia-. ¡No te hubiese creído jamás tan... miserable!

Y le vio aplastado de tal manera instantánea por el rigor del apóstrofe, que suavizó:

-¡Tan ciego, tan idiota!

Seguía envolviéndole desde su altivez en el desprecio.

Era aquello la majestuosa radiación de todas las grandezas diáfanas de un alma, la penosísima sorpresa de todas las irritadas dignidades de un hombre de corazón, del amigo alevosamente injuriado por el pobre idiota y ciego que en su charco de indecoros se moría de ansia de grandezas, de noblezas, de lealtad y de dignidad, y... ¡oh, sí!, el pobre ciego, reducido a su miseria, sufría un deslumbramiento feliz y doloroso. Avergonzado, recogido en sí mismo, fue a Astor y le cogió la mano para estrechársela al pecho y para posar en ella las consternadas humildades de sus besos, de su boca...

-¡Perdón! ¡Perdón! -pidió, recordando las idénticas humildades de Libia para él.

Y una explosión de llanto le hizo apartarse a un rincón a llorar contra el pañuelo, Libia sería lo que fuese, pero Guillermo era quien era..., el generoso, el entrañable camarada. Sus confusiones seguían..., pero orientadas esta vez a la esperanza y al bien, bajo el amparo de bondad de aquel hombre incapaz de nada inicuo...

Le sintió acercarse. Él lloraba, lloraba, libre de todo rubor con el hermano.

-Eliseo -le oyó decir, casi al oído, con acento de ternuras y en congoja casi de lágrimas también-, perdóname tú si hube de faltar a tus deseos; pero has sufrido, sufres tanto, que te enloquece la quimera del dolor y no hubieras sabido escuchar mis consejos si yo hubiese querido previamente consultarte. Tu casa, en una situación de tristeza peor que el luto de una muerte, era la angustia de dos almas que extinguíanse sin consuelo. Libia, sobrepuesta a su tortura, por la niña, en el abandono de las dos, trataba en vano de seguir pidiéndole sonrisas al heroísmo de sus fuerzas agotadas. Ya en edad de ir comprendiendo un poco las durezas de la vida, la niña preguntábala por ti y lloraba, lloraba sobre las sonrisas del llanto de su madre. No tuve el valor, no pude tener la crueldad, al recibir tu carta, de dejarlas continuar en tal martirio. Corrí a llevársela a Libia, y en la alegría de su espanto resolvió venir para estorbar tu nuevo insensato viaje con las mártires ternuras de su amor y con las ternuras de ángel de tu hija. Y no tiene ni necesita nuestro arribo más explicación.

-¡Oh, con las... ternuras de su amor! -recogió el incrédulo, apartándose leve el pañuelo de los ojos.

-¡Sí, Eliseo; con las ternuras inmensas de su amor! ¿Qué pudiera, si no, haberla hecho querer volar al lado tuyo?

-Pero... ¡ah, Guillermo! En ese amor... de Libia, de Libia, ¿no existen sombras negras de tragedia que...?

-¡No me preguntes! -le interrumpió dulce y decisivo el piadoso-. Ni yo sabría contestarte bien a lo que pertenece al sagrado de su alma, ni aunque supiese, pudiera hacerlo como ella misma, que ha venido para eso. ¡Ahí está!, la huyes, y te busca. No es buscar a su verdugo o a su juez propio de culpables. La plena explicación la corresponde de derecho. Por mi parte, sólo esto te debo afirmar, jurado por mi honor: ¡Libia es buena! ¡Libia es una mártir de candor y de bondad como pocas en el mundo, y una esclava del único hombre a quien adora, que eres tú, que siempre has sido tú y que lo serás eternamente!...

Se retiró. Le vio Eliseo doblarse al tocador y chapuzarse abundantemente con el agua, y fue él ahora quien se acercó al abierto balcón para tender sobre la inmensidad gloriosa del paisaje la inmensidad de su zozobra en que palpitaba la esperanza. Por lo pronto, la desolación de su abandono, de su yerto desamparo de tantos días, poblábase de afectuosas inquietudes, de cariños que le prestaban un poco de calor. Una larga y difícil conferencia imponíasele con Libia en las soledades de la noche, cuando durmiesen todos y sobre el silencio absoluto pudieran las almas de los dos sentirse hasta eu sus estremecimientos más sutiles...

Terminó Astor de peinarse, de cepillarse, y salieron. Bajaron al comedor. Profundamente reconciliados, hablaban con pueril admiración del decorado árabe que por todas partes se advertía. Columnas, arcos de herradura, esteras y pequeños tapices por el suelo, una música de cítaras oculta en las ojivas de un alto corredor..., los platos, las alcarrazas, las cubetas de la nieve... Llena, sin embargo, la blanca y vasta estancia abovedada, de extranjeros que nada tenían de moros...

Por entre las mesas vieron acercarse a Inés seguida de Clotilde. Abrazó y besó a su padre. Éste le temía al momento de afrontarle a Libia la mirada libre de velos, que habría de ser el anticipo decisivo de las mostraciones de su alma, y espiaba hacia la puerta.

-¿Y mamá? -preguntó al advertir que no llegaba.

-Viene ahora. Acabando de arreglarse.

Sentóse Inés. Charlaba de sus muñecas y sus cosas. Saciaba su glotonería de niña sana comiendo pepinillos y anchoas, de las conchas de entremeses, y así le recordaba al embeleso de Eliseo aquel tiempo en que devoraba un pastel en cada mano, mimada y sonreída por él y por la madre..., por la Libia bella y dulce. Pero recordó pronto también la horrible duda con que había contenplado días atrás el retrato de esta niña, recordó a la Libia de aquella última noche feroz, inolvidable..., y la sombra que tornaba a envolverle el corazón, en un ímpetu le hizo levantarse.

-Voy por mamá. Espérame -le dijo a Inés.

La angustia le hacía imposible toda espera para escucharle la verdad, fuese como fuese, en una sola frase de sus labios. ¡Oh, no; no podría aguantar hasta la noche en tal tormento!

Había olvidado el número del cuarto, y el chiquillo del ascensor tuvo que decírselo.

Llegó. Estaba cerrado.

-¿Quién? -demandó una voz de música, de miel, al sonar el picaporte.

Contestó Eliseo con una informe guturación de miedo, de impaciencia, y abrió la que no pudo conocerle.

Soltó en seguida la llave, Libia, como delante de un fantasma.

Él iba a pasar y le detuvo entre las hojas de la puerta.

-¿Te importuno? -preguntó en acento vago que no tenía afecto ni rencores.

-¡Oh, Eliseo! ¡Entra!

Entró. Cerró tras sí.

Dio unos pasos, y de pie los dos quedaron frente a frente. Ella, con los brazos caídos y las manos juntas, entrecruzados los dedos de una y otra como en un instintivo ademán pronto a la demanda de perdón, inclinaba al suelo la cabeza. Se había alisado el pelo, habíase puesto sobre una obscura falda gris una blusilla de sedas heliotropo, y embellecíala más que nunca el vivísimo rubor tendido por la angustia de su cara en la sorpresa.

Era, aquí con su sencillez, como en otro tiempo con sus lujos, la ingrávida beldad de niebla que parecía flotar sobre las tangibles realidades, superior a ellas en maldad o excelsitud; era, volvía a ser, aquí, sin amparos en los ojos, la misma humilde de sumisiones infinitas que habíale recibido en la estación.

-Libia -imploró Eliseo, cierto de que no llegaría su contemplación a la profundidad de aquella alma-; hay entre nosotros una sima de dolor, un problema de misterio que no acierto a penetrar en la tupida y absurda malla de sus contradicciones, y sólo tú, que pareces haber venido para eso, puedes deshacerlas y mostrarme su clave de verdad, sea ella la que fuere. ¡Habla! ¡Yo te escucho!

Se estremeció ella, se recogió, esquivando aún más hacia el suelo la inmutación del semblante, y guardó silencio.

-¿Por qué has venido?

-He venido -contestó al fin, sin mirarle, como hablándose a sí misma-, porque me moría; porque no podía soportar tu odio, tu aborrecimiento; porque antes prefiero mil veces que me mates.

-¿Tanto crees tú misma merecerlo?

Vaciló Libia un segundo, y dijo:

-¡No lo sé!

Él la había visto cerrar los ojos, para decirle aquella vaguedad como a traición de la conciencia.

-¿No lo sabes? ¿Quién, entonces, sino tú? ¿Quién saberlo mejor que tu memoria? ¿No guarda tu vida, di, el recuerdo de la infame serie de aventuras a que en olvido y desprecio de mí estuvo siempre consagrada?... ¡Ah, esa pobre vida tuya, despojo de otros, que tantos...

-¡De otros!

-... que tantos tuvieron que mancillar para resolverte a ofrecérmela tan tarde!

-¡Oh, no, Eliseo! ¡Qué horror! -protestó la infeliz encarándole esta vez con toda su sorpresa dolorosa.

Y herida, tronchada por la amplitud de la acusación, cuya injusticia no podría, sin embargo, demostrar, alzó ambas manos y ocultó el súbito llanto de amarguras en que el ser entero deshacíasele. Estaba viendo su espanto cómo Eliseo creíala una perdida. Lloraba, sollozaba ante el cruel mutismo del inmóvil, y a un violento esfuerzo contuvo repentina aquel llorar inútil, que él juzgaría, quizá, amaño de la débil despreciable.

Irguió la frente, y expresó mirándole de nuevo con la dolida dignidad que podía quedarle en su miseria:

-¡Oh, no, no, Eliseo! ¡Qué horror!... ¡Tú te engañas!... ¡Mi vida fue siempre un fuego de fe inmensa para ti! ¡Mi alma no ha dejado de estar arrodillada en la veneración tuya un solo instante!

-¡¡Libia!! -clamó él sobrecogido en su vehemencia.

Mirábanse. Ella le sostenía la aguda vibración de la ansiedad con todo su amor y toda su alma puestos en los ojos, en los claros ojos diáfanos que las lágrimas perlaban.

-¡Libia! -repitió él, conminándola severo- ¿Me estás diciendo la verdad?

-¡Sí!

-¡La verdad, Libia, la verdad..., sin temor a ninguna suerte de reparos?... ¡Por ejemplo, al de la invocación que yo te hago de una triste historia escandalosa..., de la historia inicua de una célebre modista y de una malvada mujer de lujos, de placer?... ¿No fuiste tú, di, Libia, la mujer de aquel escándalo?

Tembló él. Había roto la entereza de la pobre voluntad. Había vuelto a caer al suelo la mirada de los ojos claros, y las manos de la lívida infeliz cruzábanse otra vez retorciendo los dedos en lucha penosísima.

Sin embargo, la oyó expresar sordamente:

-¡No, no fui..., no soy yo aquella mujer!

Hubo una pausa.

Por entre los dos pasó la inculpación de los recuerdos.

-Entonces -arguyó él, recogiéndolos en tropel, como del aire, para arrojárselos, para aplastarla-, ¿por qué te atacó el gravísimo accidente en casa de Mme. Georgette? ¿Por qué enfermaste ni cuál fue la inexplicable índole de tu enfermedad? ¿Por qué odiaste la vida de Madrid y habrías querido permanecer eternamente en el campo? ¿Por qué, en fin, a ti y a todos os aterró el asombro al descubrir que yo hacía de la historia escandalosa el argumento de mi drama...; de ese drama que hubo de valerme en la noche del estreno el anónimo brutal, y que os tuvo desde luego por enemigos implacables?

Calló, abandonándola a los rigores del silencio, y aun tornó a verla debatirse en la íntima y desesperada lucha que crispábala las manos, que clavábala la barba contra el pecho y que hacíala rodear los ojos sombríamente.

Pero los fijó al fin en sus pies, se quedó rígida en un retorcimiento de horror y de frialdad, y respondió lenta y ahogada:

-Porque sí..., porque sin ser yo, la calumnia me señaló a la multitud como la heroína del escándalo, y Madrid entero creyó y sigue creyendo que lo fui.

Inesperada revelación. Eliseo quedóse envuelto en ella como un fuego que alumbrara no sabía qué cosas negras de su ser.

Rápido el diálogo, a partir de aquí, como entre lumbres, como entre llamas.

-¡La calumnia! -repitió-, ¿de quién?

-Lo ignoro.

-¿Cuándo, cómo lo supiste?

-Cuando me rodeó por todas partes.

-¿Quién te la dijo?

-Mme. Georgette, y el desprecio y el vacío que en las gentes advertí.

-¿Y en qué pudo fundarse?

-En el accidente que había sufrido en el hotel de Mme. Georgette... de «una célebre modista»... y nada más.

-¡¡Oh!!

Cerró los ojos él, Eliseo, esta vez, horrorizado. La lógica explicación de aquel «tu buena Libia», de Astor, se le ofrecía plena, y en la forma que hubiera podido menos esperarse. Pero los abrió, para preguntar en la rebelde fulminación de otro recuerdo.

-Y tú, Libia, ¿por qué me callaste a mí siempre el dolor de esa calumnia, y por qué, sobre todo, desde el fondo de tu alma no me gritaste que lo era, que lo era... en aquella noche horrenda de Madrid?

-Porque no tenía pruebas que hubiesen podido convencerte.

Otra lógica respuesta. Con ella, con las demás también en el pensamiento, en el corazón, giró Eliseo y dio un paso que le permitió descansar el agobio de su ser, más lejos de la juzgada víctima, de la inocente maltratada por él y por el mundo, sobre el dorado respaldar de uno de los lechos. Meditaba, y sólo acertaba a ver el martirio de la, efectivamente, como mártir calificada por Astor. No obstante, había creído advertirle a la sencillísima y clara explicación una discordancia entre las palabras y los gestos; no acababa tampoco de entender por qué la mártir seguía sin acercársele a darle en entregas y efusiones de su alma desgarrada las pruebas de amor y de honradez que le faltaran contra la calumnia miserable, y esto, escondido acaso en psicologías abstrusas, que necesitaban más larga reflexión, dejábale la fe en una última expectación de resistencia. Se volvió y vio que Libia también había ido a abrumarse en una silla para llorar sus emociones. Torcida de bruces al respaldo, no le sintió avanzar. Doblóse a ella, le dio un beso de respetuosa paz en la mejilla, y la alzó de un brazo.

-Vamos, Libia. Nos aguardan.

Esperó un punto a que la dócil enjugárase las lágrimas, y partieron silenciosos.

Abajo, en el comedor, todo fue pronto jovialidad sostenida por la niña y por Guillermo.

Libia manteníase afable y dulce, cuidando de su hija y sonriendo a las ocurrencias de ella y a las frases del pintor, como una convaleciente triste que quisiera renacer a la alegría.

Comía poco, y excitábala Eliseo. En cambio, atenta a él, adivinaba lo que iría a necesitar y ofrecíale la sal, el vino, la mostaza..., desde el otro lado de la mesa.

-¡Gracias! -decíanse siempre mutuamente.

Estaban cerca las dos alemanitas, las dos hermanas de candor de arcángeles, y ellas, que no miraban nunca a nadie, miraban a la Libia bella, a la Libia insuperablemente bella y delicada, que parecía rendirlas en la sorpresa de un encanto de candores más grande todavía.

Sí, sí; Eliseo comparábalas, triunfalmente para Libia, en sus expresiones inefables.

Debía creerla, sin más explicaciones que esta tan breve a que se hubiera reducido la que esperaba sin fin para la noche. Una mujer así no podía ser, no podía haber sido la infame desalmada, perdida en desvergüenzas, que él imaginó.

Recordadas por Guillermo, ella le hablaba ahora con modesto agrado de las cartas que traíale al famoso autor de Los abismos: gentes que le felicitaban, a montones; empresarios y directores de compañías que pedían la exclusiva de la representación a toda urgencia...

Acabado el almuerzo, fuéronse a tomar el café, y a fumar ellos, en el salón contiguo.

Luego, a la Alhambra, entre jardines, y delante de los tres, que, según iban ascendiendo, no dejaban de mirar las lejanías con los gemelos de Astor, corría y jugaba Inés con la niñera.

Los mirlos cantaban.

Las fuentes corrían bajo las frondas.

Todo era vida, paraíso...

Y Eliseo, mirando la melancolía feliz de su mujer como una grata paradoja más del gran misterio de horror que se le iba deshaciendo, sorprendíase de volverla a encontrar más bella, más fuerte, más dueña de sus nervios y de sí misma, a pesar y a través del agudo sufrimiento que habríala atormentado tantos días desde la fatal noche memorable...

¿Era que el auge del sufrir en la noche aquella, en la cima misma del martirio, habríale mostrado los horizontes de salvación a su esperanza?




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- IV -

Astor había partido al día siguiente. Ellos habían ido a despedirle, y volviéronse desde la estación para seguir aquí como en un limbo, sin saber qué harían, sin saber cuándo y adónde hubieran de partir.

Dijérase que la oriental pereza del hotel y de Granada, fuertemente perfumada de azahares y claveles, y arrullada por las fuentes y los pájaros, sumíalos en una olímpica insensibilidad más grande que todo sufrimiento.

Ya llevaban otras dos mañanas despertándose al concierto que los mirlos entonaban por las frondas, debajo del balcón.

Libia, deslizada la primera de su cama, y saliendo en prisa y en vergüenza de aquel a quien creería dormido, pasaba al contiguo tocador, bañábase, vestíase, y dedicábase en el cuarto de Inés a vestirla también y a adornarla la muñeca. Luego bajaban las dos a la terraza y seguían cortando y cosiendo vestiditos.

Él, hasta la hora del almuerzo, leía y contestaba al montón de cartas y telegramas traídos de Madrid. Obligación que volvía a enlazarle con las gratas ocupaciones de la vida.

A ratos la interrumpía para pensar -mirando el cuadro de hogar extraño que le formaban las ropas de ella confundidas con las suyas por los muebles, por las perchas.

¡Oh, sí! ¡Libia tenía el infinito pudor de que viésela desnuda! En la primera noche, cuando allá a las doce, Astor se fue a dormir dejándolos en la sala de lectura, él, violento, y advirtiéndola asimismo violenta por la inminencia de aquella enojosa intimidad que hubiera de consistir en desvestirse juntos para lechos diferentes, hubo de indicarla: «Ve. Sube. Acuéstate si quieres; estarás cansada. Yo voy a leer un rato todavía.» Le comprendió. Le obedeció. Le agradeció lo que ni uno ni otro podían saber si sería delicadeza, y en las dos últimas noches, sin necesidad de indicaciones, y norma ya de todas las demás, la humilde delicada habíase retirado a las diez, al mismo tiempo que la niña. Llegaba Eliseo más tarde, y se acostaba con sigilo, por muy cierto que estuviese de que no habría de despertar a la yacente, desvelada y arropada hasta los ojos.

O la inmensidad de sus dolores necesitaba una tregua de reposo que el corazón les imponía, o restaba entre ambos una sombra que impedíales a sus almas tenderse entregadas por la carne a la plena reconciliación de los abrazos.

Volvía a escribir. Hundíase de nuevo en la paz de aquella obligación que le halagaba y le reconciliaba, en cambio, con la vida. Cartas a empresarios de toda España que solicitaban la exclusiva de la representación, ofreciendo considerables sumas de antemano; cartas de gratitud o fervorosos plácemes de desconocidos, de damas que le expresaban su entusiasmo con frases de fuego en pliegos elegantes... ¿Sería alguna de ellas la heroína del escándalo?...

Pero le llegaban por el balcón, abierto al día primaveral, las voces y las risas de la niña, y volvía a suspender la tarea para descansar fumando y asomado a verla en la terraza.

Acompañábala la madre. Clotilde las ayudaba a coser los vestiditos. Recogidas al rincón que formaba el parapeto, componían un familiar grupo encantador con la muñeca en medio de las tres. Libia, igual que en el comedor, igual que siempre en todas partes, convertíase en el centro de la fascinada atención de cuantos la tenían al alcance de la vista, hombres y mujeres. Observándola Eliseo desde la altura, advertía de más cómo ella manteníase ajena al triunfo de admiración que despertaba. De espalda a todo el mundo, ni siquiera una vez tornaba la cabeza a fin de comprobarlo. ¿Cabía menor coquetería?... Lo mismo recordábala de los teatros, en los tiempos confiados de Madrid, cuando al entrar ella en un palco la asediaban los gemelos. Sus ojos, como los de las alemanitas, y más aún, parecían hechos de candor, y para no ver alrededor de ella la miseria de la gentes, para no mirar más que la cándida belleza de las cosas.

¡Adorada, oh! ¡Harto adorada la adorable!

Si los odios bestias de su carne perdonaron con perdones de desprecio a la que tan sañudamente hubieron de creer infame aventurera; si las calmas nobles de su drama perdonaron con gloriosos perdones de piedad y comprensión a la que hubieron de juzgar esclava de desdicha... ¿cómo no perdonar a la mártir que no necesitara de perdones?

Predominaba ahora en la paz todavía no bien meditada de Eliseo una impresión de gratitud, de alivio, de salvación de aquellos cruelísimos y secretos abandonos a que en manera alguna quería volver, y bebía la fe en la imagen dulce, espiándola, contemplándola a todo corazón; la fe que rehusábale a los claros ojos cuando pudiesen traicionarle el alma al saberse contemplados. Libia -y esta era al menos una evidencia irrecusable- no fue jamás la infame mujer de desvergüenzas que él imaginó insensatamente.

Ahogábale el pesar del bruto ultraje, y se retiraba del balcón y bajaba en busca de ella con el ansia de una absolución ante su propia conciencia consagrada en dignidades, en respetos.

Mas... ¡ah! ¿Por qué nunca la mártir lograba reprimirse aquella especie de sorpresa de terror a su presencia? ¿Por qué al verle besar a Inés con todo el afán de ternuras de su alma, no hacía el gesto, el tenue ademán que le invitara a compartírselas?... Una frialdad, una frialdad de recónditos espantos; una sonrisa de esclava... de esclava feliz, creeríase; feliz de no ser al menos rechazada de junto a tanta adoración del padre y de la hija, y luego una docilidad exquisitamente cortés sólo atenta a complacerle.

Así iban al comedor. Así iban por las tardes a la Alhambra. En cuanto les faltaba cerca el lazo de efusión que érales la niña, porque ésta corría delante con Clotilde, ellos quedaban reducidos a su realidad de dos agradecidísimos amigos que en todo instante trataban de suplir con galantes etiquetas cuanto les faltaba de cordiales abandonos.

-¡Ah, perdón! -solían decirse si el traspiés en una piedra del sendero les hacía tocarse levemente, si se les caía algo y tropezábanse sus hombros al inclinarse los dos a recogerlo, si cortando flores dirigían las manos a la misma. Se daban siempre la más linda de los ramilletes que formaban para Inés, al llegar a la Alhambra él no se olvidaba nunca de cederla el paso en las puertas y de ofrecerla el brazo al bajar las escaleras y las rampas.

-¡Ah, perdón!

-¡Gracias! ¡gracias!

Tales eran las palabras más frecuentes sobre la eterna cortesía de las sonrisas.

En su gentil confusión no sabían si los ciceroni les estorbaban o si les constituían un amparo contra no sabían tampoco qué miedos de intimidad al quedarse la niña y Clotilde jugando en la glorieta de la entrada. Resultaban de una pesadez tal, por otra parte, que no tenían más remedio que aceptarlos.

Seguíanlos a través del hermoso laberinto. Rara vez les escuchaban sus monótonos relatos aprendidos de memoria.

-Patio de los Leones. La prenda más querida del alcázar: sin estanques, sin jardines, basta su disposición para producir un efecto sedutor que deleita los sentidos y alienta pensamientos de grandeza y majestad. Oserven los señores desde aquí, y vean la variada combinación de columnas y arcos diferentes que se van confundiendo en la distancia y produciendo la más sublime perspetiva...

Admiraban el fantástico conjunto de aquella sucesión de arcadas en donde la luz parecía azularse y congelarse en diáfano cristal, de aquellos grupos de columnas que se repartían el peso de las esbeltas ojivas y techumbres fastuosamente decoradas, de aquellas siete fuentes que murmuraban incansables la canción muerta de los siglos...

-Sala de Justicia; sus techos estalatíticos, llenos de claraboyas, forman grutas fantásticas. Reparen también los señores la delicadeza de los alicatados y el brillo metálico de los azulejos, imposible de imitar...

Reparaban, un instante.

Mas, no; no eran los desinteresados admiradores capaces de extasiarse con ninguna maravilla. Llevaban dentro el espectáculo, y continuaban cruzando patios y estancias en pos del charlatán. Acaso las había visto ya la primera tarde con Guillermo y con la misma inatención. No importaba. La Alhambra les parecía tan sólo un vastísimo recinto para hundirse más del mundo con sus penas. Querrían salir a una vida nueva de otro sol y de otras gentes desde las hondas criptas y los largos subterráneos que los llevaban a las torres.

Sin embargo, heríalos alguna vez la voz del cicerone con una misteriosa relación entre las piedras y sus almas.

-Sala de Embajadores. Como los señores ven, son árabes los versos de sus lápidas; ésta dice: -«Soy como el asiento engalanado de una esposa dotada de belleza y perfección.» -Esa: «Contempla mi diadema y la encontrarás semejante al resplandor puro de la luna.» Aquélla: «Mira este vaso y conocerás la exacta verdad de mis palabras...»

Mirábanse los dos. Libia bajaba los ojos. En vano buscaba él el vaso que le diese a conocer exacta la verdad.

Seguían, seguían. «Mirador de Lindaraxa...» «Ajimez de la cautiva...; aquí tuvo el sultán a la dama cristiana doña Isabel de Solís...» «El peinador de la reina...» -Pero, se cansaban; despedían al buen hombre entregándole dinero, y sentábanse en el aislamiento de cualquier alto minarete a ver ponerse el sol.

Grandioso el cuadro. El Darro corría por la vetusta profundidad de las murallas, y el Albaicín se alzaba enfrente. Las montañas iban cambiando la blancura de sus nieves en suavísimos tonos de ópalo, de turquesa, de amatista... Libia fingía embebecerse en él, por huir de la atención absorta de Eliseo, y Eliseo, a su placer, la espiaba...

Cambiábanse en palabras breves las fugaces emociones de arte o de hermosura recibidas juntos, como dos turistas que hubiesen hecho en viaje la amistad, y en un aparente absoluto olvido del pasado, no habían vuelto a hablar de su anómala situación, de su conflicto. Dijérase que se lo impedía a los dos el mismo infinito miedo de romper esta frágil calma de cristal a que habían logrado salir desde lo horrible.

Pero... ¿qué escondido horror quedaba en Libia, que hacíale a él dudar de su confesión, aun no pudiendo dudar de sus bondades?

Quería saberlo... y la espiaba, la espiaba.

Una tarde se habían sentado a descansar en el Mirador de los retratos, del Generalife. Otro de los pesadísimos guías habíales ido acompañando por este «Jardín de la Alegría», por esta «Casa de placer de los sultanes»; acababa de decirles, al dejarlos: «Subamos, si gustan los señores, al patio de los Cipreses; aunque nada hay artístico, está el famoso ciprés del adulterio de la sultana calumniada por los caballeros rivales de los Abencerrajes; trágicos amores con uno de éstos, llamado Aben-Amet, y que viéronse sorprendidos por el rey...» Fue Eliseo a subir, le dio el brazo a Libia, para conducirla por las rampas, y la advirtió en una asustada y dulce resistencia. Entonces, solos, subieron simplemente al mirador. Reposaban sus angustias. Habían sufrido en las entrañas la evocación del pasado al recuerdo de adulterio. La fatalidad, por la boca torpe del guía, reprodújole a Eliseo las incertidumbres en la vaguedad de su expresión: «la sultana calumniada»... «los trágicos amores sorprendidos»... Quizá las mismas contradicciones indecisas que flotaban siempre en los misterios. «Libia calumniada»; «Libia realmente lanzada a trágicos amores»...

Poco a poco disipó ella en la esplendidez ambiente la leve turbación, que no creería notada, y él seguíala en los aún más leves cambios de la faz el recóndito proceso que parecía cruzar su alma hacia lo afable entre súbitas reacciones alternadas de temor y de alegría... Los claros ojos perdíanse unas veces en las purpúreas transparencias del crepúsculo, en los panorámicos encantos de la Alhambra, vista en su conjunto desde aquí, en la Granada de los huertos y las torres, allá abajo, y en las lejanías inmensas de la vega. Otras veces recogíanse a la proximidad de los jardines cortados por la vasta cinta de la acequia y miraba, casi sonriéndoles su agrado, las macetas, los geranios, el rosal rojo que envolvía al naranjo gigantesco lleno de naranjas en el triunfo de sus rosas, y el rosal de té, nupcial amante del cedro real que por todas partes amparábale las rosas amarillas con sus verdes pabellones.

¿Qué estaría pensando la esfinge de belleza y de candor?... Sentía el afán agudo de saberlo y se lo preguntó:

-¿Qué piensas, Libia?

Por primera vez se dirigía a su intimidad, como en un anhelo de comuniones del alma, y le respondió la sobrecogida en su éxtasis dichoso:

-Pensaba... ¡oh!, pensaba que cuando volvamos a Madrid...

Pero se contuvo aturdida de su misma afirmación.

Sonrió Eliseo, triste, comprendiendo la amargura que dejábala suspensa ante la esperanza audaz expresada de un modo involuntario: «Cuando volvamos.»

¿Había él dicho, por ventura, que fuesen a volver..., que fuesen nuevamente en Madrid ni en parte alguna a reanudar la vida juntos?...

Le dio pena, sin embargo, y la animó:

-Bien, sí... cuando volvamos. ¿Qué, cuando volvamos?

Un relámpago en los ojos bellos, y el claror de aurora de una sonrisa en la gloriosa boca de pureza, fueron la gratitud de aquel humilde corazón que también por vez primera oíase alentado en una frase.

-Que cuando volvamos a Madrid, nosotros deberíamos buscar un hotel por las afueras, o tal vez mejor por las cercanías de El Pardo, de El Escorial, de las montañas, donde pudiésemos vivir siempre entre las flores de un jardín y en la tranquilidad de un campo como éste. Hay muchos trenes; tú irías a tus asuntos de teatro con toda la frecuencia necesaria, y yo estaría muy a gusto con Inés, a cuya educación consagraríanse nuestros cariños sin ajenas inquietudes, y a cuyo porvenir atenderían tus desvelos, tus ganancias, con más seguridad de juntarla un capital, libres del derroche que en lujo y tonterías impone el trato con el mundo.

¡Oh, su obsesión!... El odio al lujo y a las gentes. Ya en distintas ocasiones, a la vista de aquel decorado del hotel, que a pretexto de reconstitución de época conciliaba la mayor sencillez posible con toda la deseable comodidad, y de aquellos extranjeros que, sin perjuicio de la correcta distinción y aun de la belleza de las damas, envolvían la impertérrita y sana felicidad de sus espíritus y sus cuerpos en la simple elegancia invariable de los sombreros de paja y de los guardapolvos, habíale hablado, ella, la antigua mujer de faustos, de la insensatez de complicar la vida con un cúmulo de artificiosas atenciones que no harían más que encarecerla y angustiarla; soñaba (y volvía a repetirle ahora el ensueño, bajándolo al fin desde las zonas de la divagación a ellos mismos) una casa ideal pequeña y escondida por las sierras como un nido que nadie pudiese turbar en su calma deliciosa, limpísima, modesta, sin más adornos que las flores, y de muebles y cosas simples, de hierro, de mármol, de maderas blancas, racionalmente adecuados cada uno a su necesidad y en que de nada careciesen ni nada les sobrase...

La escuchaba; dejó llegar al término la idílica fantasía, y cuando en el melancólico silencio Libia esperaría cualquier asentimiento que la hubiera de permitir continuarla, le oyó de pronto interrogar:

-Di, mujer: si no fuiste tú aquella del escándalo, ¿por qué le tienes tal aversión al lujo y a las gentes, a la vida de Madrid?

La vio bajar los ojos, en una inmutación de palidez.

¡Oh, tú olvidas -murmuró- que siéndolo o no siéndolo, en Madrid, para las gentes, con sólo parecerlo, mi afrenta es igual, mi descrédito es igual... e igual el miedo que deban inspirarme!

Tenía razón. El mismo dolor de Libia habíale aquejado muchas veces al reflexionar acerca del contrasentido monstruoso. Su inocencia podía estar a salvo, y aún más excelsa al sublimarse en el martirio; pero no su honra... título públicamente expedido por los demás, y que a ella le había arrancado la calumnia.

¡Su honra! ¡la de los dos!

Tremenda e implacable la injusticia. No podrían gritar, no podrían clamar por todas partes que no era ella, sino la gente, la malvada. Pasó por la mente de Eliseo el designio providencial que a él hubo de anticiparle de tan extraño modo a la defensa, e inquirió:

-Libia, con respecto a ti, ¿qué efecto crees que mi drama haya causado?

-Favorable -contestó la triste, reanimada al consuelo de aquel acento cariñoso-. El público ha creído a no dudar, que intentas sincerarme..., y tu piedad, tu perdón, tu arte soberano, sobre todo, le han rendido.

-¿Por qué le temiste, entonces?

-Porque tu drama ha parecido confirmarle al público como verdad lo... lo falso.

Era innegable. Él había sido, a la vez que el salvador, el verdugo más cruel de la infeliz.

-¡Oh, Libia!- suspiró al verla como hundida en la visión de su calvario.

Le tomó una mano, y se la besó, reteniéndola oprimida. Luego reclinó la pesadumbre de la frente sobre el hombro de ella, que temblaba y que había vuelto leve la cabeza tratando de reprimir alguna lágrima. Obscurecía. Empezaba a brillar la luna en el cielo transparente, y con la mirada en la luz sideral del astro y con la congoja del corazón y del pensamiento en el blando amparo de la mártir de humildad, meditaba Eliseo, en descargo suyo, que el público, de todas suertes, no habría necesitado el torpe testimonio de su drama para la persuasión de la deshonra. Y sí, sí, cuando menos, el público aplauso unánime al artista había caído también sobre el hombre y sobre la pobre calumniada como pública y unánime absolución de su infortunio. El hombre y el artista parecían estrecharse asimismo inmensamente en la mutua gratitud de reconocer al fin la conciliación de sus intereses, que habían creído tan opuestos, para aquella ciega obra de gloria y redención. Ambos querrían fundirse aún más, como en un mismo ser y para siempre, en el amor, de la débil mujer incomparable de belleza y de tortura.

Mas... ¡oh!, ¿por qué Libia, por qué la dulce perdonada que estaba sintiéndole y devolviéndole en la presión de avideces de las manos tal vehemencia, seguía llorando esquiva a él? ¿Qué último horror, qué último horror callado impedíale a su noble corazón entregarle la infinita pena de aquel llanto?...

En la duplicidad de su propia esencia, no podría decir Eliseo si esto lo notaban primero los fríos enojos del hombre o las delicadas altiveces del artista ante la dulce y dolorosa delicada. Le soltó la mano; fue apartándose de Libia lentamente, y pronto, después, se levantó.

-Vámonos -dijo-; es casi de noche.

El encanto, entre ambos, otra vez, estaba roto.

Le obedeció Libia y salieron del mágico recinto como dos amigos, como dos hermanos obstinados en su cortés afecto a través de una afrenta inconfesable.

No era casi de noche, como él anunció; era de noche enteramente, aunque no lo parecía a la clara luna victoriosa en tenues tintas del crepúsculo.

Inés y Clotilde no estaban. La montaña, con sus bosques y jardines, se les iba haciendo familiar. Habríanse vuelto solas al hotel.

Marchaban Libia y Eliseo como sombras vivas entre las sombras de los árboles, quietas en la plata de la luz, y él, un poco detrás, mirándola, concentraba los esfuerzos de su pensamiento para acabar de penetrar aquel velo del misterio espectral que la envolvía.

Una delicadeza enorme, sí, un infinito pudor de alma resplandecía en la noble y en la buena que, adorándole y sabiéndose adorada, no acababa de rendirse a la pura adoración por el sacratísimo respeto de no dejarla manchada de falsía..., en el engaño de cualquier última vergüenza que no osara declararle.

Meditaba, meditaba..., y acabó por creer ver la exacta verdad en una rectificación de la confesión de ella, que habría sido entonces de un fondo de verdad tejido en tímidas mentiras. Ni tan vil como suponíala la calumnia, ni tan exenta de culpa como ella se afirmó. Libia debió de ser triste heroína del escándalo. Empujada a él por la modista infame, su virtud ingénita, indomable, habría sabido contenerla sin llegar, ni en intención, a la entrega de su cuerpo. ¿A qué, después de todo?.. Para estafar al elegido bastaba sostenerle un poco de esperanza amante, y sobrábale a Mme. Georgette con haberles hecho cruzar por su mano algunas cartas. A obligar al incauto a escribir la primera y las demás, habríase, pues, reducido la forzada intervención de esta pobre ingenua en el asunto que cortó la policía.

Tal sería, tal tendría que ser la realidad que Libia le ocultaba, sincera y falsa al mismo tiempo, y conteniendo sin cesar sus ímpetus de entrega en sus remordimientos de mínima culpable.

La detuvo. Iban a llegar. El hotel se divisaba entre las frondas. Él habíala cien veces advertido en los ojos el alma de inocente pronta a saltar de sus redes de reserva, vuelta al fin siempre a refugiarse en aquel miedo doloroso de las lágrimas, y tornaba a vérsela entera, y más aterradamente enamorada y noble que jamás, allí tan cerca, tan llena de purezas por la luna, en la simple contemplación a que con la fijeza de los ojos la obligó.

-Libia -la dijo, resueltas sus ansias de perdón a llegarla al fondo mismo del espanto-, ¿no crees tú que el solo hecho de haber sufrido un accidente en casa de tu modista, sin ninguna otra contingencia desdichadamente favorable, constituye una base asaz precaria para que en ella fundase un tan sólido castillo de deshonras la calumnia?

No negaba. No respondía, Libia, suspensa en miedo y atención. Él, piadoso, quiso ayudar a la cobarde:

-Te señaló a ti, y nadie dudó un instante siquiera, por lo visto. Mucha es la ligereza de la opinión ante lo infame, mas no tanta que todo crédito esté a la merced de cualquier malediciente. ¿Qué otras circunstancias, pues, de descuido tuyo, de flaqueza tuya, Libia, formáronle un ambiente adverso a tu inocencia? ¿No fuiste tú, acaso, la víctima de Mme. Georgette, la pobre mujer de la horrenda historia en que no pudieron salvarse tus prestigios para el mundo, aunque tu virtud y tu amor salvasen tu pureza para mí?

La luna llenaba de blanca luz aquel rostro cuajado de alma en los ojos enormemente abiertos, en la boca temblorosa, a la pálida y plena mostración de su amor y su dolor; era un algo heroico que iba a surgir en la extática pureza, y Eliseo se sintió un momento dominado, fascinado.

-Yo fui -la oyó decir, como a un soplo del espanto- la mujer de aquella historia. Fui yo... y sin que ningún prestigio se salvase. La cobardía me hizo consumar todo lo inicuo.

-¡Todo! -recogió sordo y apartándose el que recibía la cruda verdad como un mazazo.

-¡Sí! -confirmó Libia, con un sollozo, bajando al fin a la vergüenza de ignominia la mirada.

Seguía inmóvil. Creyérase que contemplaba el desastre de su alma caída en pedazos a sus pies.

De un ímpetu, Eliseo volvió a acercarse y la atenazó de la muñeca.

-¡Oh, Libia! ¡Libia! -rugió.

La sacudía, clavándola en la rabia de los ojos; sentíala yerta, veíala pálida, muy pálida, pero con una resignada palidez de mártir, que no lograba el terror descomponerla, y cuando iba quizá a escupirle su rencor a la faz de la humilde y miserable, otro ímpetu le hizo rechazarla y alejarse de ella con desprecio.

Caminó delante, lento, torvo.

Libia le siguió muda hasta el hotel, como un fantasma, por los claros de la luna.




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- V -

Había visto alguna vez esas libélulas de dorado cuerpo y de élitros de gasa, flores libres del espacio, que a la imprudencia de su vuelo entre las flores caen en una ciénaga; que se hunden, que se ahogan, que en su luchar por la líquida inmundicia, sienten sus alas ajarse mojadas y ensuciarse; que logran trepar a una flotante brizna salvadora, y que la sepultan después bajo su peso, para encontrarse nuevamente en la desesperada lucha sin fin y sin reposo...

Así él, poeta, que voló imprudentemente por los cielos del amor y de la gloria, hallábase otra vez náufrago en el lago negro de vergüenza con las alas de ilusión plegadas y manchadas.

Sentíase sin ánimos para intentar otra nueva salvación, y continuaba aquí, en la media noche, entregado a la agonía del desaliento.

De la mesa, horas antes, le habían echado los júbilos inocentes de Inés y la tristeza de la triste.

De abajo, del Casino, de aquella andaluza fiesta de gitanos, dada para los extranjeros, y en la cual quiso refugiarse, el estruendo de alegría le había traído a buscar la soledad de esta terraza.

Los designios de morir y de matar, por un instante se los había vuelto a gritar el pobre herido corazón a la angustia del cobarde ansioso de la vida.

Era como si hubiese dormido mucho, como si hubiese soñado con Libia, durante aquellos días crueles de abandono, viéndola mala y monstruosa, y como si al despertar, en presencia de ella, de la absurda pesadilla, y al tenderla los brazos sonriente, hubiera recibido el asombro, hubiera recibido la sorpresa de oírla confirmar a ella propia su maldad.

Maldad extraña..., de la buena que jugaba con su hija, que adorábala con ternuras inmensas y que había ido siempre guardando hasta sus más pequeñas cosas, lo mismo que reliquias para formar un museo sentimental de madre santa en el secreto de aquel mueble donde él, en la noche horrible, buscó tan sólo las brutas pruebas de culpas contumaces. Maldad extraña, en realidad, de la amorosa infinitamente delicada y noble que vino a mendigar cariños del marido como una esclava humilde, que pudo dejarle la ficción de su pureza en la mentira, en la mentira que él propio la tendió, más invitadora en amantes impaciencias, y prefirió leal la ruda confesión que hubiese de trocarla de perdonadora en perdonada o en odiada eternamente.

Mas ¡ah, el perdón!

¿Sería posible para un hombre con la íntegra conciencia de su honor y sus respetos?

Un recuerdo, el de Astor, cuyo jovial concierto de paz con la Ernestina loca no le impedía ser en todas partes honorado y respetado, ofrecíasele inútilmente como ejemplo. El perdón del bohemio-león extraordinario, tan despreocupado para el mundo; o mejor dicho, la transigencia, el reconocimiento de derechos de pagana humanidad, iguales a los propios, para su mujer, correspondería a una filosófica previsión de porvenir que nada tenía que ver con el difícil perdón de quien, hombre del presente, aun de la dignidad y del idolátrico amor hacía el culto más grande de la vida. Su perdón, pues, era cosa del sentimiento, que en vano con filosofías ni generosas reflexiones quisiera olvidar el ultraje inferido por Libia de un modo irreparable.

No podía odiarla, sin embargo; gritábanselo desde el sentimiento mismo, su piedad, su gratitud. Por ella y cerca de ella persistíale, con la honda persuasión de sus bondades, aquella egoísta sensación de calma melancólica, de dolida y dulcísima amistad, de cariñosa compañía que le había salvado de los horribles abandonos. Todo lo aceptase aunque no hubiera jamás de perdonarla, antes que volver a ellos, teniendo al mismo tiempo que arrancar de su hija y dejar en la cruel soledad del mundo a la mártir infeliz.

Pensaba en América, otra vez, en el viaje lejano al país de los olvidos; pero llevando ahora a la culpable arrepentida para que siguiese siendo la triste amiga suya y la santa madre de la hija de los dos No obstante, pronto, al lanzarse a la meditación de tal proyecto como última esperanza, vio que era el miedo todavía lo único que hubiera de llevarle a esconder tal menguada vida entre extraños que no conocieran su desdicha y que no pudieran devolvérsela en afrentas.

Y ¿a qué América entonces? ¿A qué la fuga de la afrenta de su patria, de la afrenta de Madrid... cuando justamente Madrid habíale hecho de la afrenta misma el más alto homenaje de respeto?

Su arte, su gloria habíanse extendido como un manto de púrpuras por encima del escarnio y del ridículo del pobre deshonrado... ¡Y así la propia deshonra habíasele convertido ante el público en timbre de augusta dignidad más indestructible y alta que aquella otra que la torpe Libia hubo de romper!

¡Ah, sí, sí!... Al fin reconciliados el artista y el hombre, le reconciliaban con el Madrid de las crueldades generosas. Y el hombre, aquí, en la soledad de la terraza, pensando en Libia, y al mismo tiempo que decíale al artista que si él de su gloria recibió la redención, de corazón habíale dado la carne de su gloria, preguntábale en cuál fibra ignota del sentimiento pudo hallar el perdón que él no sabía encontrar para la falsa.

¡El hombre! ¡El hombre!... El hombre preguntaba esto, y el artista, cerca, tan cerca ya de él, se sonreía... se sonreía viendo cómo el pobre corazón, ciego acaso en su dolor de realidad, en su dolor de vanidad, no acertaba a hallar para la dulce desdichada las mismas grandes compasiones que la supo conceder cuando hubo de evocarla Y contemplarla con el sereno y como ajeno desinterés de la justicia...; ¿bastaríale volver a contemplar a Libia misma, tan dulce, tan real como lo era su dolor?...

¡Oh, no!... El hombre, el hombre, el ciego con el súbito recuerdo de aquel otro hombre de carne como él, que hubiese hollado las de la Libia torpe, las de la Libia acaso estremecida y apasionada un punto en el gozo de traición, tornaba a ver hundirse al anhelo de perdón en lo imposible...

Mas... ¡ah, qué miserable su angustia!... Considerándola a la luz del egoísta enojo, vio que no era la dignidad, ya salvada en las altas compasiones que él hubo de entregarle al aplauso del teatro, lo que en el perdón a la infeliz le detenía. No, no podía ser la dignidad lo que, para perdonarla, le hizo ansiar saberla incluso perversa y fría prometedora de lascivias, incluso estafadora, con tal de que no hubiese llegado a la consumación de sus promesas el acto material. Impura de cuerpo, pues, la detestaba; impura y doblemente falsa de alma y de corazón, la adoraría. ¡Qué contrasentido!

Le abrumó el contrasentido, dejándole en una absoluta desorientación que hubo de borrarle toda voluntad, todo pensamiento, toda premeditada resistencia y como a merced de no sabía qué azar ante la esfinge monstruosa de bondades y maldades que ya no podría él saber tampoco si le atraía o le repugnaba.

Era tarde.

La luna habíase puesto.

Miró el reloj.

Las dos.

Bien. Iba a acostarse. Nadie, acaso, velara en el hotel.

Por los salones, por los pasillos, hacían la guardia de luz algunas lámparas.

Subía despacio los anchos tramos de la escalera. A Libia habíale dejado demasiado tiempo para refugiarse en aquella separación de lechos que habría de constituir la eternidad de su castigo.

Llegó al cuarto y entró.

Estaba a obscuras; pero en el balcón abierto divisó una blanca silueta inmóvil a la luz de las estrellas.

¡Libia!

La creyó dormida. Avanzó cauto. La blanca silueta púsose de pie.

-¡Oh, me esperabas! -increpó el sorprendido levemente.

-Sí. Quería que hablásemos. Quería decirte...

Su actitud era la de la humilde dolorosa, con las manos caídas en cruz.

-Harto indigna de ti -siguió con otro giro, y alzándolas al pecho-, sólo he venido a confirmártelo con la vergüenza de mi vida para pedirte que, menos sentenciarla a tu abandono, hagan de ella lo que quieran tu rigor o tu piedad. Mátame, si no has de dejar de aborrecerme; pero si comprendes que no hubiera de formarte un tormento de tal modo abominable que pudieses siquiera soportarlo, déjame a tu lado y junto a nuestra hija para ser siempre, siempre, siempre vuestra esclava.

Un lucero la alumbraba, llenándola de encanto misterioso. Libia, con el pelo medio deshecho por los hombros, envolvíase en un amplio ropón que la habría servido para salir de la cama, en donde no la consentiría resignarse a la condenación muda del insomnio la congoja.

Había otra silla en el balcón, en la cual antes, quizá, habríale contado cuentos a Inés hasta dormirla, y se sentó Eliseo.

Ella volvió a sentarse también en la butaca.

No hablaban. Libia permanecía sumisamente quieta, casi sin respirar, como al miedo de turbar la muda tolerancia que ya empezaba a concedérsele. Él, vuelta hacia fuera la cabeza, al vacío de perfumadas grandezas de la noche, con el codo en el respaldo de la silla, escuchaba el concierto de los mirlos. Cortada la ciudad en sus anchas vías por el eléctrico fulgor rojo contra los modernos edificios, ofrecía verdaderos lagos de nieblas opalinas, luminosas, al resplandor de gas en las zonas de fachadas blancas. El sueño de Granada se tendía allá abajo, dejando apenas subir alguna vez el canto de los gallos, la campanada de un reloj y los alertas del presidio con una limpia solemnidad de las penas e inquietudes de la tierra que acogiéranse dolidas a los cielos.

Y en los cielos, en los cielos de la paz y las estrellas, le parecía a Eliseo estar en esta altura con el blanco espectro todo alma de la dócil muda y triste. Era como si la humanidad hubiérase dormido debajo de los dos dejándoles una percepción infinitamente penosa de sus miserias pasadas en un narcotismo de éteres y espacio.

La miró él; la expresó, al fin, tal angustia en un lamento:

-¡Cómo pudiste olvidar tantas cosas, mujer, tantas cosas!

Le miró ella, y respondió como en eco lejano de suspiros:

-¡Olvidarlas, oh, Eliseo! ¡Justamente fue mi daño el no poderlas olvidar! La vida que hubiese sido necesaria para salvar el respeto de esas cosas, los respetos a vosotros, a ti, a nuestra hija, la habría sacrificado. Piensa que me vi forzada a elegir entre el secreto horror de mi deshonra y el público horror de tu descrédito y tu ruina, y culpa nada más a mi terror, a mi torpeza.

Hubo otro silencio. Hora solemne de las sinceraciones, Libia comprendió que debiera en breves frases condensarlas. Siguió, pues, sin nuevo estímulo:

-Yo no sabría explicarte de qué modo, y por qué insensibles imprudencias, mi afán de lujo, de aquel lujo de muñeca linda y loca para el cual educáronme mis padres, y en el cual tú mismo un poco insensatamente me alentaste, hubo de llevarme un día, aun después de tantos en que por él te vi agobiado, a la sorpresa de una enorme deuda que no podrías pagar.

Sollozó al recuerdo.

-No sabría referirte bien -continuó- de qué manera Mme. Georgette, la modista, niña yo entregada al fin con mi temblor de llantos a la codicia de la que temía perder su dinero, o a la desalmada que acaso igual que a otras hubiera ido de perfidias forjándome el grillete de una infame explotación, bajo la sombra y la amenaza inexorable del juez, de los embargos, del destrozo de la dicha de tu hogar y de tu vida entera de trabajo, me hizo pasar todo el calvario que debía arrastrarme hasta lo inicuo.

Hizo otra pausa. Nada decía Eliseo, perdida con la mirada por el cielo la melancolía de su dolor, y añadió ella, en el monótono ritmo del acento que se le iba extinguiendo poco a poco:

-Yo no sabría explicarte qué miedos me obligaron a dejar crecer aquella deuda sin decírtelo, ni qué asombros del espanto, luego, ante el dilema de madame Georgette, impidiéronme contigo la tardía y ya inútil confesión. Erais tan felices tú y la niña, que, por no destrozar vuestras venturas con mi culpa, preferí seguirlas sosteniendo incluso con mi infamia; era tal el terror que me inspiraba perder tu aprecio, tu cariño, trocados tal vez en odio y maldición, que, por salvarlos, ¡ya ves tú!... ciega y loca caí en la indignidad. ¡No, no, yo no podría, yo no sabría explicarte bien todas estas cosas, como la fatalidad quiso que lo hiciera tu talento! ¡Creerías que estuviese repitiéndote tu drama!

Enmudeció. Dobló al pecho la pesadumbre de la frente. Comprendió Eliseo que no tendría más que decir en su disculpa. Pública la aventura triste, en su fondo y sus detalles, él habíalos tomado con harta amplitud del escándalo, y no habría de ser la defensa de ella sino la retroacción del drama hacia la vida. Si para exaltarse en noblezas, aun dentro del pecado, necesitase recurrir a la impostura, sobraríala con irlas recordando del proceso que él trazó como para este instante mismo con tal fausto de piedades.

Quiso tal vez desconcertarla él propio la farsa de su obra, y preguntó:

-Di, Libia: puesto que el propósito de Mme. Georgette no fue otro que el chantage, ¿por qué tuviste que llegar tú a la plena indignidad? ¿No hubieran sido bastantes algunas cartas que a los ojos del presunto estafado os comprometieran a las dos?

-El chantage, la estafa -repuso Libia, estremecida de bochorno-, no fueron sino el recurso a que la modista me obligó al fracasar sus esperanzas en los agasajos de aquel hombre agradecido a mi entero sacrificio.

-¡Oh, aquel hombre! -recogió Eliseo, prescindiendo de todo lo demás, y recto en su egoísmo a lo que seguíale en la realidad ignorado-. ¿Quién es?

La confidencia empezaba a bordear lo más íntimamente personal y vergonzoso.

-Javier España. Un hijo del conde de Albear.

-¡Muy joven, creo!

-Diez y siete años.

-¿Lo eligió Mme. Georgette o tú?

-Yo.

-¿Tú, Libia?

-Sí.

-¿Le conocías?

-Frecuentaba la casa de Ramos Mera, una tertulia del tiempo de mis padres.

-¿Y por qué le preferiste a él, y no a otro?

-Porque era el más ajeno de tu trato, entre los que en todas partes me miraban, y porque, siendo un niño, me pareció con él mi falta menos grande.

Devoró Eliseo la amarga ingenuidad en amargura. Contuvo la que ya le subía lastimosamente ridícula desde el corazón a los labios en el impulso de preguntarla si era guapo, si era gentil el niño aquel, y acertó siquiera a limitarla de esta suerte:

-¿Conservas algún recuerdo, algún retrato suyo?

-¡Oh, no! ¡Jamás los tuve! -rechazó con sincero horror la atormentada en el vivo tormento del celoso. Y, compasiva de sí propia, de ambos, añadió para calmarle: -Ni he vuelto a verle, ni está en Madrid. Recién llegado de Bélgica, entonces, sus padres, a raíz del escándalo, volvieron a enviarle a continuar en el colegio sus estudios.

-¿Cómo lo sabes?

-Por Mme. Georgette y por la crueldad de algunas amigas que se complacieron en aumentar con sus insidias mis desgracias.

El celoso concentró y reposó su pena reclinando la cabeza a la mano del brazo que acodábase en la silla. Acogía el levísimo consuelo de aquel desconocido que no estaría en Madrid, que nunca, probablemente, ni por su edad ni por sus hábitos, encontraríase con él en el mismo círculo de vida; y otra vez atento al áspero dolor de las entrañas, demandó:

-¿Dónde os visteis luego?

-En el hotel de la modista.

-¿A qué horas?

-Por las tardes.

-¿Durante mucho tiempo?

-Menos de un mes.

-¡Con entrevistas diarias, claro!

-¡No! ¡No!

-¿Cuántas, entonces?

Agitada de angustia, cada vez más, iba agotándose la infeliz en las respuestas a aquella violentísima evocación de su ignominia. Pero debía responder, debía aceptar esta expiación, y la aceptaba.

-Tres.

-¿No os podíais reunir más a menudo? ¿Qué os lo impidió?

-¡Oh! Mi... sufrimiento.

El implacable cerró los ojos, y calló un instante. Sin embargo, hubo todavía de interrogarla más lento, más bajo, más dolorosamente feroz:

-¿Y di, mujer... tu sufrimiento... no se rompió alguna vez en nerviosos espasmos que te hundieran en olvidos de delicia el pesar de la traición?

Un espasmo, un nervioso espasmo, verdaderamente, pero de horror y repugnancia, irguió a la agónica con las últimas energías de aquel martirio.

-¡Oh, Eliseo! ¡Calla por Dios, calla! ¡Te juro por nuestra hija...!

No pudo acabar. La interrumpió, la ahogó el supremo sacrilegio de ir a mezclar en su boca lo más noble de su ser y lo más crudamente vil de su indecencia; la retorció en la butaca la conciencia de su infamia y, consternada, rota en llanto y en sollozos, de un ímpetu desplomó al suelo todo el peso material de su vida despreciable para humillarla y como deshacerla a besos en las manos del cruel piadoso que pudo oírla sin matarla, sin arrojarla por lo alto del balcón como un guiñapo; besábale, besábale las manos, le besaba las rodillas, a besos santos de la humildad y la sumisión de aquellas lágrimas en que saltaba el raudal de sus ternuras tanto tiempo contenidas..., y él, Eliseo, frío, inmóvil, enajenado en la extática emoción, sentíase al fin el corazón y el alma abiertos a la compasión plena e infinita de la esclava dulcísima y bellísima que arrodillada entre sus piernas oprimíaselas convulsa, de la mártir inocente que se había sacrificado tan extraña y abnegadamente por su amor, del ángel excelso de bondad y sinceridad que, no habiendo sabido postrársele y llorar así ni al ansia imploradora del perdón, así se le postraba y lloraba al dolor inmenso, inconsolable, de haber perdido sus purezas.

Dejábala llorar, dejábala llorar; dejábala besarle las manos, las rodillas; dejábala purificarse..., llorando él también a la alegría de verla en su pena tan dichosa, y sólo al advertir y no haber podido estorbar que ella humillásele más la ofrenda santa de aquel llanto y de aquellos besos besándole los pies, un ímpetu le hizo enlazarla casi con ira de pasión para alzarla a la butaca y quedar inclinado contra ella en el abrazo del ser entero que fundió sus llantos y sus vidas.

-¡Oh, alma del alma!

Había dicho, nada más, pagándola con un solo beso de vehemencia las esclavas humildades de la boca, antes de aprisionarla, ya sin besos, en el abrazo de lágrimas que los sumió en una quietud como inmortal sobre el abismo negro del balcón y a la luz de las estrellas.

Horas divinas.

Las rosas de la Alhambra, al sol, alguna tarde, allá por los mágicos jardines, cortadas por las manos de caricia, supieron de los más hondos besos del alma de dos enamorados.

Los mirlos de los cármenes, allí bajo el balcón, alguna noche suspendieron un instante, al concierto de los más profundos besos de dos vidas, sus conciertos armoniosos a la luna.

Y una noche, sobre el triunfo de la vida de carne y de alma del amor, el poeta le anunció a la bella diosa esclava gloriosamente redimida:

-Mañana partiremos a Madrid..., a tu ensueño de un nido entre los mirlos y las rosas...; pero antes de volar a él, desde un palco del teatro, tú junto a mí, tú estrechándome la mano y rindiéndome sonrisas, y yo rindiéndote mí alma con mi gloria, habremos de decirle a ese mundo que me aplaude cómo fueron en ti la misma cosa tu amor y tu traición, cómo son en mí la misma cosa el hombre y el poeta..., cómo los dos supimos salvar volando los abismos.






 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 


Moheda de la Cruz, marzo de 1913.






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