Esta es comedia de carácter, y en la que se acercó
Moreto más al género terenciano. El objeto
moral de ella es burlarse de los jóvenes, que enamorados
de su talle y gala, se creen nacidos para subyugar el bello
sexo. Como semejante vanidad está necesariamente reñida
con el talento, la discreción y la urbanidad, fue
exacta tanto como feliz la combinación del autor que
pinta a su D. Diego, necio, capaz de caer en cuantos lazos
se le tiendan, poco urbano y no muy bien hablado.
La acción
es sencilla si se compara con las fábulas de aquella
época, llenas desde el principio al fin de lances
e incidentes. D. Diego viene a la corte a casarse con una
prima suya, que tenía otro amante. Los criados de
su prometida esposa, que favorecían este amor, persuaden
al lindo que está prendada de su hermosura nada menos
que una señora condesa. Desprecia por tanto a su prima
Inés, que se casa con su amante D. Juan, y queda engañado
como el perro de la fábula. La supuesta condesa era
una criaduela, que al descubrirse el enredo se burla de él.
La exposición es un modelo en su clase. D. Juan,
amante de Inés, se despide de D. Tello, su amigo y
padre de la dama.
TELLO
Quiera Dios, señor D. Juan,
que volváis muy felizmente.
JUAN
Breves los días
de ausente,
señor D. Tello, serán:
pues llegar de aquí a Granada
ha de ser mi detención.
TELLO
La precisa obligación
de ser hora señalada
esta, de estar esperando
dos sobrinos que han venido
de Burgos, la causa ha sido
de no iros acompañando
hasta salir de Madrid.
—158→
..............................................
Y pues ha de ser tan breve
vuestra
ausencia, hasta volver
las bodas no se han de hacer.
JUAN
¿Qué bodas?
TELLO
De
todo debe
daros cuenta mi atención.
Los dos
sobrinos que espero,
con mis hijas casar quiero.
JUAN
¡Cielos, qué escucho!
Mosquito, criado de D. Tello,
y tercero de D. Juan y Doña Inés, hace así
la descripción del lindo, que acababa de llegar a
Madrid:
El mismo Mosquito da a conocer a Beatriz la criada, que después
hace el papel de condesa. Habíanla despedido de casa
de D. Tello por sus malas mañas; y Mosquito pide a
Doña Inés que la vuelva a recibir. Inés
dice que tenía apalabrada otra.
MOSQUITO
«No la llegará al tobillo
ninguna de cuantas vengan.
INÉS
¿Por qué
no?
MOSQUITO
¿Pues
no está visto?
Ella es golosa, chismosa,
respondona
y alza el grito:
¿pues dónde has de hallar criada
que cumpla más con su oficio?»
Inés se
resuelve a recibirla, por haberse criado en su casa, y Mosquito
exclama:
«Victoria por mis camisas.
¡Ah Beatricilla!
BEATRIZ
(Sale.)
¿Qué
ha habido?
MOSQUITO
Que estás recibida ya.
BEATRIZ
¿Qué dices?
MOSQUITO
Que
Tito Livio
no pudo hablar en tu abono
como yo de
tu servicio.
Ponderé aquí tus labores,
tu cuidado y tu buen pico,
y hace tanto un buen tercero,
que te recibió al proviso.
BEATRIZ
Siempre conocí
yo en ti
tu buena intención, Mosquito.
MOSQUITO
Mira, yo naturalmente
hablo bien de mis amigos».
Esto
basta para conocer bien los dos personajes, a cuyo brazo
seglar va a ser entregado el lindo D. Diego.
En la escena
entre D. Diego y su primo D. Mendo se desenvuelve más
el carácter del protagonista, que se cree amado de
todas las que le ven:
«pues al pasar por las rejas
donde voy logrando tiros,
sordo estoy de los suspiros,
que me dan por las orejas».
Después dice a Mosquito, viéndose tan galán:
«¿pues ves? solo me lastima...
MOSQUITO
¿Qué, Señor?
DIEGO
Mi
estrella mala:
¡qué venga toda esta gala
a
parar en una prima!
MOSQUITO
Cierto que tienes razón,
—160→
y a mí también me lastima.
DIEGO
¿No
me malogro en mi prima?
MOSQUITO
Merecías un bordón,
mas de eso no te provoques.
DIEGO
El ser tan rica me
anima.
MOSQUITO
Y yo pienso que la prima
saltará
antes que la toques».
En la escena en que se visitan los
novios, están en boca de D. Diego estos dos versos:
«Yo, prima, no sé de cultos,
porque a Góngora
no entiendo,
ni le he entendido en mi vida».
Moreto podía
censurar a Góngora con más razón que
Rojas, que le imitó muchas veces. En efecto, la elocución
de Moreto, aunque ingeniosa, y a veces empedrada de equívocos,
no abunda en las metáforas y expresiones forzadas,
que según el gusto de aquella época, convertían
los pensamientos en enigmas.
Artículo IV
En el segundo acto prepara Mosquito a D. Juan para el engaño
que intenta contra el lindo; y solo le pide que permita a
Beatriz hacer el papel de la condesa, prima de D. Juan, que
estaba a la sazón ausente de la corte; y añade:
«Sin costarte más trabajo
que permitirme la empresa,
le haré tragar la
condesa,
envuelta en el estropajo.
JUAN
¿No es fuerza
que eso se ajuste
con las criadas?
MOSQUITO
Mejor;
¿pues qué criadas, señor,
se niegan
para un embuste?
JUAN
Sin que me des por autor,
hazlo
tú.
MOSQUITO
Pues,
caballero,
¿soy yo tan pobre embustero,
que haya
menester fiador?
D. Tello reprende a su sobrino D. Diego
porque se alaba. El lindo le responde:
«Tío, eso es mucho apretar:
yo me tengo de alabar
en cuanto fuere razón.
TELLO
No puede serlo alabaros
neciamente de galán:
y donde damas están,
no es luciros, sino ajaros.
DIEGO
¿Eso, señor, se usa aquí?
TELLO
Y
en todo el mundo.
DIEGO
Eso
no:
que sería mentir yo
si dijera mal de mí.
TELLO
Tampoco os digo eso yo.
—161→
DIEGO
Pues si yo tengo
buen talle,
¿tengo de echar en la calle
la gala que
Dios me dio?
TELLO
¿Perderéis vos lo galán
por no alabaros modesto?
No os desairáis vos
en esto,
que otros os alabarán.
DIEGO
Peor es
eso que esotro.
TELLO
¿No es mejor que aplauso os den?
DIEGO
Pues lo que a mí me está bien,
¿para qué lo ha de hacer otro?
Doña Inés
suplica a D. Diego que renuncie a su mano, en versos cuyo
tono pertenece al de la comedia urbana como la concibieron
Lope y Calderón: He aquí algunos de ellos:
D. Diego atribuye este razonamiento
de Doña Inés a los celos que supone en ella
de él y de Doña Leonor, la prometida esposa
de su primo. Su respuesta es bestial como debía esperarse:
«Si teméis que yo os ofenda,
os engañáis,
juro a Dios,
que por vida de mi abuela,
y así Dios
me deje ver
con fruto unas viñas nuevas,
que plantó
mi padre en Burgos,
y es lo mejor de mi hacienda,
como
yo nunca la he dicho
de amor palabra, ni media;
que ella
es la que a mí me quiere:
o si no, dígalo
ella».
—162→
Mosquito adiestra a Beatriz cómo ha de hacer
el papel de condesa.
«Cuanto
hablares, sea oscuro y sea confuso;
habla
crítico ahora, aunque no es uso:
porque
si tú el lenguaje le revesas,
pensará
que es estilo de condesas:
que
los tontos que traen imaginado
un
gran sujeto, en viéndole ajustado
a
hablar claro, aunque sea con conceto,
al
instante le pierden el respeto;
y
en viendo que habla voces desusadas,
frases
cultas, palabras intrincadas,
para
dar a entender que lo comprenden,
le
dicen, que es gran cosa, y no lo entienden.
BEATRIZ
Pero si él me pregunta algo corriente,
forzoso es responderle vulgarmente.
MOSQUITO
De ningún
modo, que ese no es su paso.
BEATRIZ
¿Y si él pregunta
¿cómo estáis? acaso,
qué le he de
responder?
MOSQUITO
En
garatusa:
libidinosa, crédula y obtusa».
Veamos
de qué manera toma Beatriz la lección. D. Diego
se presenta, y la supuesta condesa le dice:
BEATRIZ
«¿Qué intento os lleva neutral
a mis coturnos cohortes?
En fin ¿venís rutilante
a mi esplendor fugitivo;
para ver si no os esquivo
a mi consorcio anhelante?»
D. Diego declara a su manera
la pretensión de casarse con ella.
BEATRIZ
«Súbito, no meditado,
que es vuestro intento colijo.
..............................................
Algo de bobera en vos
presume
el cándido pecho.
DIEGO
¡Jesús! ¡qué
favor me ha hecho!
¡buena pascua te dé Dios!»
Después encuentra el lindo con D. Juan, y usando
de aquella especie de viveza estúpida, que suelen
tener los necios, le dice:
Don Diego encuentra a Beatriz en la calle; D. Tello que
lo ve, le riñe; el necio tiene la malicia suficiente
para fingir que es dama de D. Juan, y así escapa:
pero quiere acompañar hasta su casa a la condesa fingida,
lo que no acomodaba ni a ella ni a Mosquito; mucho más
cuando él dice:
«que he de acompañaros hasta
el postrer maravedí».
Mosquito para libertarla de tanta importunidad, dice a parte
a Don Diego:
D. Tello examina a Mosquito
sobre el suceso de D. Diego, la condesa y Don Juan; y Mosquito,
no queriéndole declarar el enredo, sale del lance
confundiéndolo todo a sabiendas.
Es imposible imitar mejor el lenguaje de un criado
lerdo, que no sabe dar cuenta ni aun de lo mismo que ha visto.
Es muy gracioso el contraste entre la curiosidad de D. Tello,
y la confusión afectada de Mosquito.
Toda la comedia
está superiormente dialogada. La elocución
varía de tono según el carácter de los
personajes. Inés, celosa de D. Juan por el embuste
de D. Diego, despide a su amante, y después se queja
de haber sido obedecida, y dice a su hermana:
«si por eso no vuelve, Leonor mía,
o no sabe de amor,
o está culpado:
que en celos que despiden al amante
nunca habla el corazón, sino el semblante».
En la
escena siguiente, oyendo la satisfacción de D. Juan,
exclama:
«Oh amor, tirano cobarde,
a la ofensa tan ligero,
como
al rendimiento fácil».
—166→
Moreto. El parecido en la Corte. No puede ser guardar una
mujer
Artículo VI
Moreto quiso enriquecer nuestro teatro con la fábula
de los Menecmos, o de los parecidos, conocida ya en la escena
de España, desde la traducción, o por mejor
decir, imitación que Juan de Timoneda hizo de la comedia
latina. Pero el plan de nuestro autor en nada se roza con
el del antiguo drama. Es una comedia en el género
de las de capa y espada de Calderón, en la cual está
como engastada la historia del parecido. Justifica muy bien
su ficción por la necesidad y por el amor, la continúa
por los artificios de su criado, y cuando incitado de la
honra quiere romperla, no lo consigue sino con mucha dificultad:
tan creída estaba ya.
D. Fernando de Ribera, caballero
noble de Sevilla, reducido a pobreza por sus devaneos juveniles,
pasa a la corte, huyendo de la justicia que le perseguía,
por haber dejado mal herido a un amante de su hermana que
encontró de noche y a oscuras en su casa. Apenas llegó
a Madrid con muy pocos medios, se enamoró de una dama
que vio y habló en la calle. Un caballero que le encontró
le saludó con el título de amigo, otro con
el de hijo, y ambos con el nombre de D. Lope Luján,
que habiendo pasado a Indias muchos años antes, era
esperado por momentos en casa de su padre D. Pedro. La semejanza
extraordinaria de entrambos produjo la equivocación.
D. Fernando quiere excusarse; pero su criado, impelido de
su necesidad y la de su amo, finge que es D. Lope, y para
disculpar su extrañeza con su padre y amigo supone
que por hechizos que le dio una criolla, estaba a veces desmemoriado,
señaladamente a la entrada de las lunas. D. Fernando
es admitido como hijo en casa de D. Pedro, con tanto más
gusto cuanto la dama que le ha prendado, se le presenta como
hermana.
Llega el hijo verdadero, y no le reconocen. Pero
D. Lope es el mismo a quien D. Fernando hirió en Sevilla,
y a quien viene siguiendo su hermana Doña Ana Ribera.
D. Fernando, por recobrar o vengar su honor, descubre la
ficción; pero el supuesto desmemoriamiento impide
que se le dé crédito, mucho más cuando
los viajes y la herida han desfigurado las facciones del
verdadero hijo. Esta combinación prolonga la fábula
hasta donde le era posible llegar. Los lances de amor, de
celos, de valor y de honor, de que está llena la comedia,
se enlazan muy bien con la ficción principal; el estilo,
urbano, como es generalmente el de Moreto, está lleno
de chiste y sal en boca de Tacón. Viendo a su amo
pobre, sin haber comido, y sin saber todavía qué
comerá, decir requiebros a una dama, dice:
«¡Que haya hombre que tenga aliento
de enamorar en ayunas!
Yo no he acertado requiebro
en mi vida hasta tomar
aguardiente
por lo menos».
Como la mayor necesidad de él y su
amo era la de comer, dice al padre, hablándole de
la enfermedad de su supuesto hijo:
«El más eficaz remedio
—167→
es darle a comer muy bien
y mucho, porque el cerebro
con vapores regalados
se le
vaya humedeciendo».
Cuando el hijo verdadero pugna por ser
reconocido y D. Pedro airado le dice
«Hombre, yo no soy tu padre.
TACÓN
Señor, que te llame tío,
pártase la diferencia
y hazle siquiera sobrino».
Y en otra parte
«Sí: que ahora os sale este hijo
como cebollón de invierno».
Mas citaríamos
si no fuesen pasajes más alegres de lo que permite
la decencia. El defecto de este drama es la situación
de D. Fernando y de Doña Inés. Esta se cree
de buena fe hermana suya; pero como se había prendado
de él la primera vez que le vio en la calle, y D.
Fernando, con el pretexto del olvido, no deja de enamorarla,
hay en su corazón una lid nada favorable a las costumbres.
Mejor combinación hubiera sido haberla hecho sabedora
y cómplice del fingimiento.
No puede ser guardar
una mujer es una imitación del mayor imposible de
Lope. En ella siguió Moreto con más inmediación
la fábula que le sirve de modelo; pero la mejoró
mucho suprimiendo las escenas episódicas y los papeles
de rey, reina y almirante de Nápoles, introducidos
por Lope, a la verdad muy inútilmente. La comedia
de Moreto camina con más velocidad al desenlace, según
el precepto de Horacio, y distrae menos la atención
del asunto principal. Es una mujer enamorada, a quien cela
su hermano; y cuantas precauciones toma este para guardarla,
se inutilizan por la astucia de Tarugo, criado del amante.
Este criado es el personaje principal de la comedia. Su carácter
chistoso y burlón se conoce desde la primera escena.
Acompaña a su amo a la casa de Doña Ana Pacheco,
donde hay una academia de poesía: pregunta Tarugo
si la señora, a quien D. Félix había
celebrado de rica y hermosa, es poeta: y respondiéndole
que sí, dice:
Su amo cita los hombres
ricos e ilustres que habían poetizado en otros tiempos
y en aquel, entre ellos al conde de Villamediana, y aunque
no le nombra, señala al príncipe de Esquilache,
lo que puede servir para conocer la época en que Moreto
floreció. Últimamente le hace notar el rico
adorno de la casa de Doña Ana. Tarugo responde:
«Lo estoy viendo, y no lo creo:
mas vive Dios, que como eres
tú D. Félix
de Toledo,
si es poeta ha de ser pobre.
FÉLIX
¿Cómo puede ser, teniendo
en su casa tal riqueza?
TARUGO
Una noche haciendo versos
se le ha de quemar
la casa
y ha de amanecer en cueros».
Dice a su amo
que se va a jugar y concluye:
«¿Yo academia? no haré luego
cinco pintas en diez
años,
si estoy un hora entre versos».
Esta es una
de las comedias más graciosas, mejor conducidas y
dialogadas de Moreto. No pueden presentarse extractos de
ella, porque es preciso leerla toda, y si hemos citado los
versos anteriores es para que se juzgue de la idea que este
autor tenía formada de su arte, y del tiempo en que
escribió.
—169→
Moreto. De fuera vendrá quien de casa nos echará.
Trampa adelante
Artículo VII
Este es el drama en que Moreto se atrevió más
abiertamente a describir las ridiculeces de sus contemporáneos.
El militar embustero y jugador, pero valiente: el mentidero
de las gradas de San Felipe, que también estuvo algún
tiempo en la calle de las Huertas: el caballero de ciudad,
enamorado y pendenciero: el licenciado cobarde y pedante:
la viuda verde que predica el recogimiento a las doncellas:
el criado necio, malicioso y mojigato, están descritos
con felicidad en esta comedia, en cuya representación,
como se haga con mediana habilidad, es inextinguible la risa.
El alférez Aguirre comienza la pieza rompiendo una
baraja: dice que ha perdido
Chichón, el mojigato, escudero de la
viuda, dice saliendo de la iglesia:
«Ya oí misa a buena cuenta:
¡que sea yo tan perdulario
que nunca acabe un rosario!
porque en llegando a esta cuenta,
que es la del alma, es notorio,
de aquí no puedo
pasar:
todo se me va en sacar
ánimas del purgatorio.
¡Cómo almorzaríades vos,
Chichón!
¡qué bien sabe, pues,
un torreznito después
de encomendarse uno a Dios!»
El alférez, y su amigo
el capitán Lisardo, que se ha prendado de Doña
Francisca,
—170→
sobrina de la viuda, llegan a informarse de él.
Después de decirles que no ha de murmurar, porque
es muy virtuoso, comienza así:
«Mire usté, lo que es la viuda,
es hija de los demonios.
Los mismos ojos la saca
a la pobre Francisquita:
¿vela usté? es una
santica,
mas grandísima bellaca:
por casarse
anda perdida.
La tía es libidinosa,
y a la
niña de envidiosa
no deja galán a vida.
LISARDO
¿Y entra alguno a ser dichoso?
CHICHÓN
¡Jesús! ni imaginación,
que eso era murmuración
y yo soy muy virtuoso.
Mas ¿ve usté la tía?
se indilga,
y por marido revienta:
se alaba (tenga
usté cuenta)
y se alaba y se remilga:
se hace
niña de faición.
Pues ¿ve usté?
aunque más los borre,
treinta tiene, y lo que
corre
desde el Señor San Simón.
Lisardo
por medio de una carta se introduce en casa de la viuda.
Esta y su sobrina se enamoran de él, los lances de
amor y de celos, las respuestas del Alférez a la solicitud
de Lisardo, que le suplicaba enamorase a la tía para
verse libre de sus persecuciones, las necedades de Chichón
y las malicias de la criada Margarita, ocupan agradablemente
las dos jornadas últimas, hasta que se descubre la
ficción con la llegada del hermano de la viuda. El
diálogo es siempre vivo y lleno de sal, y los caracteres
están muy bien conservados.
Trampa adelante es en
nuestro entender la fábula más difícil
y más bien conducida de Moreto. D. Juan de Lara, tan
caballero por su sangre y sus sentimientos, como pobre, está
enamorado de Doña Leonor de Toledo. Millán
su criado, para mejorar la suerte de su amo, se aprovecha
del amor de Doña Ana de Vargas, señora muy
rica, y que está prendada de D. Juan. El infeliz sirviente,
por el cual nos interesamos, pues aunque miente y enreda
mucho, es solo por socorrer su hambre y la de su señor,
tiene que formar dos intrigas a la par, y llevarlas adelante.
Una, cuyo objeto es persuadir a Doña Ana, que D. Juan
está enamorado de ella, y sacarle letras de cambio
con que vestir, engalanar y dar de comer a su amo; y otra,
ocultar a este la anterior intriga, en que nunca consentiría
la nobleza de su alma, y fingir que el dinero con que mejoran
su suerte, es prestado a crédito por un mercader amigo
suyo. ¿Qué de artificios ha tenido que inventar la
imaginación fecundísima de Moreto para hacer
que ambas ficciones fuesen creídas por algún
tiempo, a pesar de la solicitud de Doña Ana por ver
y hablar a su supuesto amante, de los celos de Doña
Leonor, de la delicadeza de D. Juan, y de la intervención
celosa de los hermanos de ambas, que habían estipulado
casar cada uno con la hermana del otro? El espectador, divertido
con las continuas tribulaciones de Millán, no se complace
menos con su actividad, con los chistes de su buen humor
y con los nuevos enredos que pone en planta para salir de
sus apuros. Es una verdadera comedia de Terencio, con más
interés, con más nobleza que la de los personajes
del teatro latino.
En la primera escena hace D. Juan paces
con Doña Leonor que estaba celosa: y Millán,
que había procurado sacar algún interés
de la reconciliación, amenazado por su amo, dice:
—171→
«¿Hay infamia como aquesta?
¡Que haga las paces de balde
quien ha ya un mes que no cena,
y la noche que hay guisado,
se hace de carne de huerta!
Después dice D. Juan:
«¡Gran gusto son unos celos,
si un dulce fin los concierta!
MILLÁN
Y principalmente
cuando
la hora de cenar se llega,
y solo ese plato
dulce
hay que poner en la mesa».
Describe la estrechez
a que se hallan reducidos: entre otras cosas habla de las
prendas fiadas:
«Las pistolas la tendera
tiene ya de lo fiado
tan cargadas
que rebientan.
El broquel ha ya tres meses
que tiene la
pastelera;
y aun el broquel empeñado
antes da alivio
que pena:
porque con eso tenemos
empeñadas las pendencias.
...........................................
De ir y venir
cada día
al secretario de guerra,
solo traemos más
hambre;
por que da a las dos audiencia.
Y tras toda esta
desdicha
solo es lo que me consuela
que en la corte pretensiones
aunque largas, son inciertas».
No pueden justificarse mejor
las astucias y trampas de Millán para socorrer a su
amo, mientras se le daba el premio por los servicios que
había hecho en Flandes.
Moreto. El valiente justiciero
Artículo VIII
Moreto escribió varias comedias de intriga, imitando
el género de Calderón. En ellas, como en las
de su modelo, describe las costumbres caballerosas de la
época con facilidad y destreza, formando con naturalidad
el enlace, y deshaciéndolo felizmente. Superior en
esta parte a Tirso de Molina y a Lope, quedó sin embargo
muy inferior al insigne poeta, que entonces procuraban todos
imitar; y así, bastará citar los títulos
de los dramas mejores que compuso en este género.
Estos son La ocasión hace al ladrón, en
—172→
que
imitó y mejoró la Villana de Ballecas de Tirso
de Molina, el Caballero, la Fingida Arcadia, en la cual quiso
ejercitarse en la poesía bucólica, y la Confusión
de un Jardín. En estas, aunque el lenguaje de los
graciosos está siempre lleno de sales y donaires,
no aparece la intención de describir caracteres ni
de emplear el azote cómico. Todo el mérito
consiste en el movimiento e interés de una fábula
complicada.
Mayor talento, aunque siempre inferior al de
Calderón, desplegó en la exposición
de una máxima moral o filosófica. En esta clase
de comedias, a las que pudiera darse el título de
ideales, los interlocutores no son los que inspiran el interés
ni aun la fábula misma. Todo el conato del autor es
probar una máxima o una sentencia útil a la
humanidad, o que él crea serlo: y son indiferentes
los nombres, las dignidades y las prendas de los personajes.
De esta clase son La fuerza de la ley, la fuerza del natural,
lo que puede la aprensión, máxima ya tratada
por Calderón en su comedia de Gustos y disgustos son
no más que imaginación, la misma conciencia
acusa, y el licenciado Vidriera, que nos parece la mejor
de Moreto en este género. Carlos, dotado de valor
e instrucción, pero pobre, después de haber
hecho grandes servicios con la espada y la pluma a su soberano,
se ve olvidado con ingratitud, tratado con desprecio, vendido
por su amigo, pospuesto por su dama y reducido a la última
indigencia. Vengose de la injusticia de los hombres y de
la fortuna fingiéndose loco, y tomando por manía
decir que era de vidrio y que podría romperse al más
pequeño golpe. Las puertas de palacio que se habían
cerrado al hábil jurisconsulto y al valiente guerrero,
se abrieron al licenciado Vidriera, que divertía con
su aprehensión a los grandes y a las damas, que antes
no habían hecho caso de su mérito. Fácil
es de discurrir cuán interesantes sabría hacer
las escenas que resultan de esta combinación la diestra
pluma de Moreto.
Concluiremos con sus comedias y caracteres
históricos. Entre estos el mejor sacado es sin disputa
el del rey D. Pedro de Castilla en el drama del Valiente
justiciero que ha quedado en el Repertorio de nuestro teatro,
a pesar de la última invasión romántica.
Merece, pues, un examen más detenido.
D. Tello, Rico
hombre de Alcalá, orgulloso por su nacimiento, poderío
y riquezas, y también por su valor personal, desatiende
las quejas de una dama noble, aunque de inferior calidad,
a quien había quitado el honor a favor de la palabra
de esposo, y roba a D. Rodrigo, hidalgo de su jurisdicción,
la novia con quien iba a casarse. Acababa de cometer esta
última tropelía, cuando el rey D. Pedro, persiguiendo
a su hermano Enrique, llegó separado de su gente,
adonde oyó las quejas de los agraviados. Para cerciorarse
del motivo de ellas, fingiendo ser un caballero del servicio
del rey, llega a casa de D. Tello que le recibió con
altanería, negándole la silla y dándole
un taburete, no permitiendo que se sentase a su mesa aunque
estaba comiendo, y manifestando el mayor desprecio del rey
y de sus órdenes. D. Pedro, aunque bramando de cólera,
disimula por la certidumbre de la venganza.
Apenas vuelve
a Madrid, manda llamar al Rico hombre; pero antes de que
este llegase, los agraviados siguiendo el consejo que él
les había dado cuando no conocido de ellos, los encontró
en el campo, le presentaron su querella. Es admirable el
diálogo entre D. Rodrigo y D. Pedro, y característico
de las costumbres españolas tanto en el siglo de aquel
rey como en el de Moreto.
RODRIGO
«A mi esposa me robó
del modo que ya supisteis.
PEDRO
Si vos se lo consentisteis,
también lo consiento yo.
RODRIGO
Quitome la
espada y ciego
me atajó acción tan honrada.
PEDRO
¿Y os quitó también la espada
que
pudisteis tomar luego?
RODRIGO
Yo de su poder no puedo,
señor, mi agravio vengar.
PEDRO
¿Luego se viene
a quejar
no la injuria, sino el miedo?
RODRIGO
Esto,
señor, no es temer
—173→
si no el poder de su nombre.
PEDRO
Y cuando está solo ese hombre,
¿riñe
con él el poder?
RODRIGO
Pues cuando justicia os
pido,
¿qué riña con él mandáis?
PEDRO
Yo no quiero que riñáis,
sino que
hubierais reñido.
RODRIGO
No quise, aunque fuera
airosa
la acción, darla esa malicia.
PEDRO
No
va contra la justicia
el que defiende a su esposa:
y habiéndolo ya intentado,
de no haberlo conseguido
quedabais más ofendido,
mas veníais
más honrado:
que yo, atento a la razón;
podré mandarle volver
a ese hombre vuestra
mujer,
pero no a vos la opinión.
RODRIGO
Pues
cobrarala mi pecho.
PEDRO
Ya os costará mi castigo,
si lo hacéis, aunque ahora os digo
que no
estuviera mal hecho.
Andad, que su sinrazón
castigaré.
RODRIGO
¿Y
no podré,
pues sin ella quedaré,
cobrar
yo antes mi opinión?
PEDRO
Sí y no.
RODRIGO
¿Pues
cuál haré yo
entre un sí y un no
que oí?
PEDRO
D. Pedro dice que sí,
y
el rey os dice que no.
RODRIGO
Pues ya que en mi honor
infiero
tal mancha, lavarla es ley;
que aunque me
amenaza rey,
me aconseja caballero».
El rico hombre
llega, el rey le recibe con sumo desprecio, le reprende sus
demasías, le da de cabezadas contra un poste, manda
llevarle a una prisión y le condena a muerte. D. Tello
cede al poder; pero no por eso deja de decir que no cedería
al valor, si el rey se despojase de su autoridad. D. Pedro
se disfraza, le saca una noche de la prisión y separándose
de él vuelve a encontrarle, excita una pendencia,
pelea, le vence y se le da a conocer. Después le perdona
por intercesión de su hermano D. Enrique con quien
se había reconciliado.
La acción, sumamente
grata a un auditorio idólatra del valor y de la honra,
lo es mucho más por los chistes del criado de D. Tello,
que es el gracioso: personaje episódico, pero que
sirve en este drama como en casi todos los de aquella época,
para manifestar las impresiones que dejan en el vulgo los
intereses, las ideas y las pasiones de los grandes.
La acción
pertenece al siglo XIV, en el cual, como consta de las querellas
dadas a los reyes en las cortes, no eran raros los desafueros
y tropelías de los señores feudales contra
las clases inferiores. Pero también eran frecuentes
los actos de la justicia real contra los delincuentes: actos
que prueban cuán débil fue el imperio del feudalismo
en España. Lo que se finge que hizo el rey D. Pedro
con el rico hombre de Alcalá, y que realmente hicieron
muchos de nuestros reyes en casos semejantes, no se hubiera
atrevido a hacerlo ningún rey de Francia con los duques
de Normandía y de Borgoña, o
—174→
con los condes
de Flandes y de Tolosa, tan poderosos, y a veces más,
en erario y en tropas como los mismos monarcas.
Moreto. Comedias de santos
Artículo IX
Esta clase de dramas, semejantes a los antiguos misterios
en que tuvo su cuna el teatro francés, fueron muy
comunes en el nuestro; pero como ya estaba introducida la
costumbre de que el gracioso, figura indispensable de nuestra
comedia, fuese criado o pedísecuo del galán,
en la que este era santo era menester que el bufón
fuese un aprendiz de santidad, y que al mismo tiempo no perdiese
el derecho de hacer reír al auditorio. Calderón,
en sus autos sacramentales y en sus comedias de santos, tomó
otro rumbo: su genio inagotable le sugirió medios
para excitar la risa, sin que esta recayese sobre la santidad
misma que se presentaba, ni se expusiesen al ludibrio las
cosas sagradas.
Moreto, dotado de más fuerza cómica
que Calderón, y más rico en la descripción
de los caracteres ridículos, conservó en los
graciosos el aire de santidad aparente, y se valió
de él para describir los hipócritas y mojigatos,
y para hacer ver el semblante que toman las ideas religiosas
en aquellas almas, que no queriendo renunciar a sus vicios,
se ven obligadas por su posición a adoptar las apariencias
de la vida devota. En España no era posible entonces
poner en el teatro a Tartufo, y nadie ignora que fue necesario
nada menos que la autoridad de Luis XIV para que se representase
en Francia. La comedia de Molière en el teatro de
Madrid habría sublevado todos los mojigatos, tan poderosos
en aquella época, como lo son ahora los hipócritas
de impiedad; pero no tuvo inconveniente que se representasen
bajo la figura, siempre vulgar y grosera del gracioso, las
costumbres y ademanes de la hipocresía: así
como en aquella figura, que parecía ser el hirco expiatorio
de nuestro teatro, se ridiculizaba con frecuencia la embriaguez,
la gula, la cobardía y los demás vicios que
proceden de bajeza de alma.
Es verdad que el cómico
de Moreto y de sus imitadores en esta clase de comedias llegó
algunas veces hasta la profanación; pero todo se toleraba
a favor de la gracia y los chistes en un siglo que conservaba
aún con vigor sus creencias. Solo cuando estas se
debilitaron, juzgó oportuno la autoridad quitar aquellos
espectáculos escandalosos de la presencia del público.
La variación del espíritu de las gentes en
esta parte ha sido tan grande, que la comedia del Diablo
predicador se representó muchas veces, y con buen
éxito, a petición de los interesados en que
fuesen más abundantes las limosnas, y después
se ha pedido, a pesar de estar prohibida por la autoridad,
solo para tener el gusto de ver y oír las profanaciones
en que abunda.
Citemos algunos pasajes de Moreto que nos
hagan conocer cómo describe a sus bufones cuando están
barnizados de santidad. En la comedia de la Vida de san Alejo,
incitando el santo a su criado Pasquín a que sirva
a Dios, replica Pasquín.
«¿Y da bien de comer Dios?
ALEJO
¿Puede faltarle si es dueño
de todo lo
que hay criado?
Él da a todos el sustento,
las dulzuras, los regalos.
PASQUÍN
¿Dulces? no
diga más de eso,
que el corazón me han
torcido
esos dulces que da el cielo».
—175→
Empieza a tirar
espada, capa, sombrero todo muy roto, como en señal
de renunciar al mundo, y al tirar la calabaza, exclama:
«fuera, mentido veneno;
porque ahora vas llena de agua».
Llegan a una ermita, cuyas campanas se tocan por sí
mismas, anunciando la santidad de Alejo que llegaba, y Pasquín
dice:
«Señor, ¡qué presto pagáis
la hacienda que por vos dejo!
UNO
¿Cuál es de
vosotros dos?
ALEJO
Yo, amigos, no lo merezco.
PASQUÍN
Aquí está, señores: yo
soy, aunque
no lo parezco,
el santo por mis pecados.
¿Hay qué
comer allá dentro?
UNO
Aunque no es mucho, sí
hay.
PASQUÍN
Pues déjenme a mí con
ello:
que yo con mi bendición,
queriendo Dios,
lo haré menos.
UNO
¿Quién toca aquestas campanas?
PASQUÍN
Dos angelitos traviesos:
no os dé
cuidado; que yo
les haré que se estén quietos».
No se le borra la idea de ser santo, se da a sí
mismo el nombre de San Pasquín y Pasquiniano. Le preguntan
qué milagro ha hecho, y responde que no haberse muerto
de hambre, y añade que no está en la letanía,
por no haber muerto aún. En un soliloquio dice:
«Santo me llaman, y pienso
que lo soy, aunque es espanto
subir de lacayo a santo:
mas debe de ser ascenso».
En
otra ocasión viendo luces en la humilde habitación
de Alejo debajo de la escalera exclama:
«...mi virtud
es tabardillo del cielo:
vive Cristo,
que soy santo
y no acabo de creerlo».
Antes había
dicho que se iba a echar en oración para que tuviese
buen éxito una acción infame, cual era el robo
de la esposa de Alejo por un amante suyo: después
dice que aunque es santo, se enmendará de serlo con
el tiempo. Nosotros hemos llamado profanaciones a esta mezcla
de las truhanadas con el lenguaje de la devoción,
y a la verdad no se les puede dar otro nombre a los pasajes
citados, que sin embargo no son de los más fuertes
que se encuentran en Moreto, y por eso nos hemos atrevido
a copiarlos.
En las comedias de Santa Rosa del Perú,
Nuestra Señora de la Aurora y otras semejantes, se
hallarán innumerables pasajes del mismo género,
que no citaremos, porque nos parece más importante
examinar una cuestión moral y literaria, que nos sugiere
este asunto, a saber: «¿es capaz la hipocresía de
prestarse al ridículo teatral?»
Observemos que Tartufo
habla cuando aparenta virtud, como un hombre verdaderamente
virtuoso. En este es realidad lo que en el hipócrita
es apariencia, la ridiculez
—176→
de la hipocresía consiste,
pues, en la contradicción entre lo que es, y lo que
el hipócrita quiere aparentar. Pero ¿no es fácil
que el ridículo recaiga sobre las apariencias, es
decir, sobre el mismo lenguaje religioso, moral o patriótico?
(porque hay hipócritas de todas clases.) Y en ese
caso ¿no sería una inmoralidad y una verdadera profanación
exponer a la risa pública la exterioridad de la virtud,
que es lo único que vemos en los hombres; pues el
interior de su alma solo pertenece a la jurisdicción
divina? Si esta reflexión, que para nosotros tiene
mucho valor, está comprobada por una triste experiencia,
inferiremos que no era necesario que fuese hipócrita
el presidente Henault para prohibir se representase la comedia
de Molière.
Observemos además que la hipocresía
es un vicio demasiado aborrecible para que excite la risa
en el teatro. Si nos reímos en la representación
del Tartufo, no es de este personaje; porque no nos reímos
de aquel a quien detestamos; sino por la necedad de Orgón,
por la prueba tan ridícula como indecente a que se
expuso, y por la necia devoción de Madama Pernette,
igual por lo menos a su irascibilidad.
Es menester en materias
morales atenerse siempre a los resultados prácticos.
El pueblo que ve en la escena el personaje de un hipócrita,
señala después como tales a los que vea la
sociedad tener el mismo lenguaje y continente. Los resultados
de esta disposición son harto funestos y conocidos,
para que no concluyamos que el vicio de la hipocresía
no es a propósito para ser descrito en el drama cómico.
No diremos otro tanto de la gazmoñería o mojigatería;
porque en esta las exterioridades mismas son necias y ridículas.
El hipócrita es un malvado que oculta los vicios más
infames bajo las apariencias de virtud. El mojigato es un
necio que cree espiar todas sus debilidades con ciertas apariencias
muy propias para descubrirle a los ojos perspicaces, y que
solo pueden engañar a otros necios como el que las
usa.
Ruiz de Alarcón
Emprendemos el examen y estudio de uno de nuestros mejores
poetas dramáticos del siglo XVII, superior a todos
en la corrección del estilo, e inferior a muy pocos
en la originalidad de los pensamientos y en el artificio
dramático. Muy cortas noticias biográficas
tenemos acerca de D. Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza.
Solo sabemos que fue contemporáneo de Montalbán,
que le cita en el Para todos. Sus apellidos anuncian la nobleza
de su cuna, y más aún, la urbanidad caballerosa
y siempre sostenida de su lenguaje, y los sentimientos generosos
que atribuyó a sus personajes. Es el que más
se acercó a Calderón en estas dos calidades.
Las comedias que conocemos de él, son de varias especies.
Entre ellas merecen el primer lugar las de costumbres, y
más que todas, La verdad sospechosa, que sirvió
de tipo al gran Corneille para escribir su Menteur; primer
drama cómico del teatro francés que tuviese
mérito. Hay otras comedias de Alarcón que pertenecen
al género trágico, como La crueldad por el
honor, El dueño de las estrellas, Lo que mucho vale,
mucho cuesta: las hay en fin de capa y espada, y heroicas.
Las dos partes del Tejedor de Segovia pueden colocarse en
la clase de románticas o novelescas.
En todas ellas
se reconocen como las principales dotes de Alarcón
el arte de interesar, que es el alma de la poesía
dramática, y la gracia, facilidad y valentía
de la expresión con lenguaje esmerado y correcto;
esta última prenda es muy poco común en nuestros
escritores dramáticos, ya pervertidos por los vicios
del gongorismo, de la sutileza, y de los conceptos de su
siglo, o ya obligados por la precipitación a dejar
mal limadas sus obras. Podrán tal vez notarse algunos
trozos demasiado poéticos: mas no aquellos otros defectos.
Tiene nobleza y sencillez, versificación pura y sostenida:
adapta el lenguaje al carácter del personaje; en fin,
puede mirarse como uno de los padres del idioma en una época
en que ya comenzaba a pervertirse.
La dirección de
la fábula es la misma que la de Calderón, a
quien tomó por modelo
—177→
en esta parte; pero le excede
en la descripción de los caracteres, muy poco variada
en aquel rey de la escena. Alarcón los supo variar
y contrastar, y tres de sus comedias, La verdad sospechosa,
Las paredes oyen, y La prueba de las promesas, pueden sufrir
la comparación con las de Terencio, a quien se parece
mucho nuestro autor en la elegancia de la dicción
y en las intenciones morales de la fábula.
Calderón
le excedió en la fuerza poética y en el arte
de anudar y desenlazar la acción; Lope en la ternura;
Tirso en la malignidad, Moreto en la sal cómica; Rojas
en las situaciones trágicas. A todos los demás
es superior en estas dotes; y a los colosos que van nombrados,
en la corrección sostenida de la frase. El gusto de
Alarcón estaba más exento de vicios, aunque
su genio no fuese tan fecundo en bellezas.
Las comedias
que hemos leído de él, son todas originales,
ya en cuanto a los argumentos, ya en cuanto a las situaciones.
Leyendo a Moreto, nos acordamos de Lope y de Tirso, aunque
mejorados. Calderón se copió muchas veces a
sí mismo. Alarcón no copia a nadie, ni se repite.
Sus situaciones son siempre nuevas: lo que parecía
imposible después de las mil y ochocientas comedias
de Lope de Vega. Sus recursos dramáticos están
bien graduados y en proporción con las situaciones.
Su diálogo es vivo, interesante, lleno de gracias
y de respuestas inesperadas en las situaciones cómicas,
y de emociones terribles en las trágicas.
¿Por qué
un poeta de tanto mérito, no solo como autor dramático,
sino también como hablista, ha sido tan olvidado de
nuestros literatos, que apenas eran conocidas sus obras;
y de nuestros actores que no las representaban? ¡Cosa extraña!
El mérito de Alarcón era reconocido en toda
Europa, que aplaudía el Embustero de Corneille: y
en su misma patria era tan ignorado, que un mal poeta del
tiempo y de la escuela de Comella hizo en dos malos actos
una mala imitación de la pieza francesa, sin que el
público, ni aun quizá el mismo zurcidor, supiesen
a quien se le debía el pensamiento original. He aquí
uno de los frutos de la reacción de Montiano y de
Moratín el padre. Este gran título y otros
muchos de nuestra gloria fueron condenados al olvido por
la injusta proscripción de nuestro antiguo teatro;
tan injusta por lo menos, como la quema absoluta de la librería
de D. Quijote, hecha por el ama y la sobrina. Pero los partidos
literarios, así como los políticos y los religiosos
no atienden nunca a la gloria nacional. El fanatismo es su
única guía.
Cuando el teatro español,
abrumado con las producciones ridículas del último
tercio del siglo pasado, volvió a dar permiso para
representar algunas de nuestras comedias antiguas, una sola
se representó de Ruiz de Alarcón, y aun esa,
no como suya, sino como de Lope de Vega, a quien se atribuyó
en ediciones falsificadas. Sería muy difícil
explicar la razón de este olvido en la misma época
que resucitaba Tirso de Molina después de cerca de
dos siglos que desapareció de la escena: porque hasta
las preocupaciones del tiempo eran favorables a Alarcón,
el más regular, el más clásico, por
decirlo así, de todos los autores cómicos que
fueron contemporáneos suyos.
Tenemos entendido que
en estos últimos años se le ha hecho la justicia
que merece, y que se han representado con aplauso sus dos
mejores comedias de costumbres, La verdad sospechosa y Las
paredes oyen. En Francia, donde ya era conocido su nombre,
por la ingenuidad noble de Corneille que siempre citó
las fuentes de donde sacaba los argumentos de sus dramas,
se conocen también las comedias de nuestro poeta;
y en una de las innumerables colecciones literarias que se
publican en París, hemos visto el análisis
de algunas de ellas. Nada falta ya a la gloria de este ilustre
escritor, tan menoscabada mientras vivió por los envidiosos
y los ladrones literarios, que imprimieron sus obras bajo
otros nombres, según consta de las quejas del mismo
Alarcón en el prólogo de la genuina que publicó.
Este poeta no es de aquellos que para conocerlos debidamente
basta examinar una u otra de sus piezas, y presentar muestras
de su estilo. Siendo como es original en todas sus producciones,
es preciso examinar las comedias de mérito que escribió,
y solo deberán exceptuarse las que, o por haber sido
compuestas en su primera juventud o en momentos en que la
inspiración dormía, carecen de los rasgos y
situaciones dramáticas interesantes, que tanto abundan
en sus piezas escogidas. Estas pertenecen a diferentes géneros,
y debemos mostrar la habilidad del escritor en cada uno de
ellos. Empezaremos, pues, por las de costumbres, que a pesar
de cuanto digan los sectarios de la escuela
—178→
de Víctor
Hugo, serán siempre las más apreciadas de la
porción instruida del público: porque son las
que cumplen más directamente la condición impuesta
por Horacio a los poetas dramáticos, de mezclar lo
útil con lo agradable. Lope de Vega en su Arte de
hacer comedias dice que las escribía él mismo
a despecho de Terencio. Alarcón, sin alterar las formas
dramáticas, introducidas por el fundador de nuestro
teatro, estudió e imitó perfectamente al cómico
latino; cuyo mérito consiste no tanto en la disposición
de la fábula, como en la instrucción moral
que resulta de ella.
Ruiz de Alarcón. La verdad sospechosa
Artículo I
Esta pieza es eminentemente moral, y su acción la
misma que la de la fábula del zagal que engañaba
los pastores gritando que venía el lobo. El resultado
es el mismo. No se creyó al mentiroso cuando dijo
la verdad, y se halló cogido en su mismo lazo. La
máxima que Esopo encerró en un pequeño
apólogo la amplificó Alarcón en una
comedia en tres jornadas. El embustero es castigado, no solo
porque pierde su crédito, sino también la mujer
que amaba, y la pierde de resultas de sus mentiras. Es imposible
ejercer mejor la justicia dramática.
Veamos como
distribuye y conduce su acción nuestro poeta. D. Beltrán,
caballero de la primera nobleza de Madrid, orgulloso por
su cuna y sus riquezas, pero fiel sectario de todas las tradiciones
generosas que pueden disculpar el orgullo aristocrático,
recibe a su hijo D. García que venía de Salamanca,
donde había concluido sus estudios en compañía
de un letrado que se le había dado por ayo, y que
recibe por premio de su trabajo una magistratura, alcanzada
por el influjo del padre de su alumno. Este pregunta al ayo
cuando se ven solos, si su hijo tiene algún vicio
o defecto: y el ayo, por más que quiera atenuarlo,
no puede dejar de decirle que entre la gente estudiantina
alegre y de poco meollo, había adquirido D. García
el hábito de
«no decir siempre verdad,»
noticia que
disgusta en gran manera al pundonoroso D. Beltrán.
El informe del buen licenciado era por desgracia muy exacto.
D. García sale a pasearse con Tristán, criado
de confianza de su padre, y que conocía bien la corte:
ve a Doña Jacinta que venía con su amiga Doña
Lucrecia, se enamora de ella, llega a hablarla, y en la conversación
le dice que es un caballero indiano, libre y muy rico; pero
él mismo queda engañado; porque por el informe
que Tristán tomó del lacayo que las acompañaba,
cree que el nombre de la que amaba, es Doña Lucrecia
de Luna.
Encuentra después a dos amigos antiguos,
que venían hablando de una cena y música dadas
a una dama en el río, y D. García se da por
el héroe de aquella fiesta, describiendo en una pomposa
relación la magnificencia del aparato y de la iluminación,
el mérito de los manjares y la dulzura de las sinfonías.
Pero esto no es más que el preludio de su carácter.
D. Beltrán, que trataba de casar su hijo con Doña
Jacinta, teniéndola ya avisada, pasa con él,
entrambos a caballo, por la calle de esta dama para que le
conociese. Jacinta le conoce en efecto; y aunque desde la
primera vez que le vio, se agradó de él lo
bastante para balancear su antiguo cariño a D. Juan
de Sosa, uno de los dos amigos de D. García, la disgustó
mucho saber que había mentido en decir que era indiano
y que
—179→
la amaba un año había; pues de D. Beltrán
supo que acababa de llegar de Salamanca. Ya empieza el mentiroso
a recibir el digno castigo con las sospechas que inspira
a Jacinta.
Entretanto D. Beltrán lleva a su hijo
a un paseo solitario, le afea su vicio de mentir, que por
Tristán sabía que continuaba, y concluye diciéndole
el matrimonio con Doña Jacinta Pacheco. Engañado
por el trueque del nombre, para excusarse con su padre, finge
que está casado en Salamanca, cuenta cómo la
familia de su mujer supuesta le sorprendió una noche,
y le puso en la alternativa de morir o satisfacer su honor.
Tan bien pintó su peligro, y la furia de su suegro
y cuñado, que el buen D. Beltrán le creyó:
y D. García quedó muy persuadido a que por
lo menos en aquella ocasión el saber mentir le había
sido útil para libertarse de un matrimonio a disgusto.
D. Juan le desafía creyéndole amante de Jacinta;
porque estaba persuadido a que había sido a ella a
quien se dio la fiesta en el río: D. García
le miente diciendo que aquel obsequio se hizo a una señora
casada; pero aunque mentiroso, es caballero y riñe
con D. Juan. Llega el otro amigo y los pone en paz con la
noticia de las verdaderas festejadas, que para ir al río
se valieron del cochero y coche de Doña Jacinta y
causaron los celos de D. Juan. El duelo cesó; pero
los dos amigos quedaron convencidos de que D. García
los había engañado cuando dijo que él
había hecho el convite. En fin en una conversación
que tiene con Jacinta en casa de Lucrecia por la reja y de
noche, es cogido en las mentiras que ha dicho, responde con
la verdad, no se le cree, y se admira de que no le crean
cuando es verdadero.
En la tercer jornada D. Beltrán
insta a su hijo que vaya a Salamanca a traer su mujer. D.
García responde que sería inútil la
jornada, porque su esposa está en cinta y en vísperas
de parto. El viejo se alboroza con la idea de ser abuelo;
pero pone al embustero en grande aprieto preguntándole
el nombre de su suegro para escribirle; porque ya se había
olvidado del que le dijo, aunque lo recordó después.
Al fin sale del paso, diciendo que tenía dos nombres,
uno propio, y otro que tomó al heredar un mayorazgo
que exigía el nombre de D. Diego en el poseedor. Después
estando solo con Tristán, le pinta el desafío
que tuvo con D. Juan de Sosa, y concluye con decir que le
mató, al mismo tiempo que llega D. Juan, adornado
de un hábito de Calatrava con que el gobierno había
premiado sus servicios. D. García dice a Tristán
que le habían curado por ensalmo, y que él
mismo había visto semejantes curas, y aun sabía
las palabras del conjuro que eran hebraicas.
Al fin D. Beltrán
se informa de que no existía en Salamanca la familia
de su imaginado consuegro y sabe que su hijo le ha mentido
en cuanto contó desde el amorío hasta el nieto.
Su indignación llega a lo sumo; reprende asperísimamente
a D. García. Este da por disculpa su amor a Doña
Lucrecia de Luna: mas el padre no lo cree hasta que Tristán,
engañado también en cuanto al nombre de la
dama, confirma su dicho. Entonces D. Beltrán pide
la mano de Lucrecia para su hijo, se le concede, y García
no se desengaña de su error hasta que ve a las dos
amigas juntas y descubiertas a la luz del día. Su
castigo es que Jacinta da la mano a D. Juan, que solo aguardaba
para pedirla a su padre, mejorar de suerte.
Este castigo,
además de merecido, es el resultado de su vicio de
mentir; pues si cuando D. Beltrán le habló
la vez primera del casamiento contratado, le hubiese manifestado
su pasión y no le hubiese engañado con la conseja
de Salamanca; aunque hubiese errado inculpablemente el nombre
de la que amaba, habría tenido más medios de
salir de este error. El único defecto de esta comedia,
cuya acción está perfectamente combinada y
desenvuelta, consiste en los recursos dramáticos,
poco verosímiles y a veces ininteligibles, de que
se vale Alarcón para perpetuar la equivocación
de D. García acerca del nombre de su amada. Pero nos
parece imposible presentar en la escena un carácter
más bien descrito que el del embustero. Su propensión
a mentir, la facilidad y osadía con que lo hace, los
incidentes y circunstancias con que adorna sus narraciones
fabulosas, los medios de evasión que tiene cuando
o la memoria le flaquea, o le cogen en una contradicción,
forman el tipo ideal de un mentiroso, a quien no refrena
ni el pundonor, ni el respeto debido a la sociedad, ni la
veneración con que debe acatar a su padre. El carácter
de D. Beltrán, después del de D. García,
es el mejor desempeñado. ¡Cuán bien descritos
están en él los sentimientos pundonorosos de
un caballero castellano!
—180→
¡qué buen padre es! ¡cómo
le lisonjea la esperanza de tener un nieto! Su credulidad,
aun después de los informes del ayo de su hijo y de
Tristán, excita la risa y lástima a un mismo
tiempo, y hace resaltar más la habilidad para mentir
de D. García, que consigue engañar tantas veces
a quien tan prevenido estaba contra él. Pero esa credulidad
es otro rasgo profundo de costumbres. Es muy difícil
a quien no sabe faltar a la verdad, persuadirse de que otro
le miente.
El carácter de Doña Jacinta es
poco amable y nada dramático. Ama a D. Juan por costumbre,
y a García por sorpresa. Corazones tan vulgares no
son para la comedia, mucho más si no se introducen
para cargarlos de ridículo. Creemos que la pieza fuera
mejor, si Alarcón hubiese descrito en Doña
Jacinta una dama altiva, incapaz de transigir con el vicio
vergonzoso de la mentira, y que castigase a D. García
negándose a recibirle por esposo. Mejor sería
esta catástrofe. Es verdad que la había presentado
Calderón en su comedia El hombre pobre todo es trazas.
Artículo II
El célebre Pedro Corneille presentó al teatro
francés esta comedia castellana, con el título
del Mentiroso. Esta pieza fue muy aplaudida en la representación,
y los literatos franceses la aprecian como el primer drama
cómico, digno de este nombre, que apareció
en el teatro de París; así llama Voltaire a
aquel ilustre poeta el fundador de la tragedia francesa por
el Cid, de la comedia por el Menteur, y de la ópera
por la Psiquis, que escribió en compañía
de Molière.
La comedia francesa copia todas las fábulas
e invenciones de D. García en la española;
pero con mucho discernimiento. Se conoce el tino dramático
de Corneille en que el embustero, en vez de fingirse indiano,
cuando habla a su amada, ficción de ninguna importancia
en París, se finge oficial, cuyo valor y hazañas
había citado la Gaceta: lo que era muy oportuno para
ser bien visto de las damas en el reinado belicoso de Luis
IV.
Las mentiras de la cena y música dada en el río,
de su casamiento, de su fingida esposa en cinta, de la muerte
de su rival, las salidas que da cuando se olvida del nombre
de su consuegro, cuando su dama le estrecha, cuando su criado
ve vivo al que creía muerto, y el descrédito
que sufre por un vicio tan indecoroso, están en la
comedia francesa enteramente copiadas de la española,
igualmente que las sales y gracias; y aun Corneille añade
de su cosecha una que ha quedado en proverbio en Francia
contra los fanfarrones. Cuando el criado ve vivo y con salud
al rival de su amo, dice:
«Les gens que vous tuez, se portent assez bien».
«Los
hombres que vos matáis
gozan
de buena salud».
Dos son las diferencias que notamos entre
una y otra composición: una, relativa al carácter
del padre del embustero: otra, a la catástrofe del
drama: y en una y otra nos parece superior Alarcón
a Corneille.
El padre en la comedia francesa no es más
que un viejo de Terencio o de Plauto que se deja engañar
por su hijo: no es así el D. Beltrán de Alarcón:
no es un carácter vulgar: es un caballero que mira
como un gran infortunio el defecto de su heredero, defecto
que conoce por los informes de su ayo y del criado Tristán:
defecto que reprende agriamente. Si a pesar de sus noticias
y de sus consejos, el hijo le engaña ¿quién
no ve que este rasgo sirve para dar mejor a conocer el carácter
del mentiroso? Nos parece, pues, que Corneille suprimió
con muy mal consejo las primeras escenas de la pieza española,
en las cuales se despliega el carácter de D. Beltrán.
Quizá lo haría por observar más estrictamente
las leyes severas del teatro francés que no permitían
mudar el lugar de la escena en un mismo acto, ni introducir
un personaje como el ayo, que no debía volver a parecer.
Pero no faltaban recursos dramáticos a
—181→
Corneille
para producir el mismo efecto con otros medios, y además
¿qué son las leyes convencionales comparadas con la
pérdida de un carácter tan noble y tan bien
descrito como el del padre de D. García?
En la catástrofe
de Alarcón no sale el embustero de su equivocación
acerca del nombre de la que ama, sino en el momento en que
la ve casar con D. Juan, y asimismo precisado a casar con
Lucrecia. En la catástrofe de Corneille conoce su
error antes de la última escena: se halla preparado
a sufrir las consecuencias sin gran pesadumbre, porque Lucrecia
le ha parecido muy hermosa; miente de nuevo fingiéndole
que siempre ha sido el objeto de su amor; en vez de ser humillado,
queda desairada Jacinta, porque siempre humilla a una mujer
hallarse engañada cuando cree haber hecho una conquista.
Así queda el drama sin efecto moral; y el vicio que
se ha descrito tan bien no recibe más castigo que
el de haberse visto el vicioso expuesto a algunos peligros.
La ley de la expiación está violada.
Es verdad
que el desenlace de Corneille es más natural; pues
Alarcón, para perpetuar el error de D. García
recurre a medios que casi no se entienden, defecto principal
de la comedia española. Mas no es este el motivo que
tuvo Corneille para variar la catástrofe. He aquí
lo que dice en el examen de su obra sobre esta materia: «El
autor español hace que el mentiroso se equivoque en
castigo de sus embustes y le obliga a dar la mano a Lucrecia
a quien no ama: como siempre yerra su nombre y cree que es
el de Jacinta, presenta a esta la mano cuando se le concede
por esposa la otra; y dice con vehemencia al advertirle su
error, que sí se ha engañado en cuanto al nombre
no en cuanto a la persona. Entonces el padre de Lucrecia
le amenaza con la muerte si no casa con su hija después
de haberla pedido; y su mismo padre repite la amenaza. A
mí me ha parecido algo dura esta manera de concluir
la pieza, y he creído que un casamiento menos forzado
sería más del gusto de nuestro auditorio. Por
esto le he atribuido en el quinto acto cierta inclinación
a Lucrecia, para que cuando conozca la equivocación
de los nombres, haga de la necesidad virtud con menos violencia».
Estas razones no nos convencen. El embustero merece ser
humillado, y no lo es en el final de Corneille: falta, pues,
la consecuencia natural e indeclinable del vicio, en la cual
consiste la justicia dramática. El castigo de D. García
no es casar con Lucrecia, hermosa, rica y que le ama; sino
perder a Jacinta a quien él se inclinaba, y este castigo
lo reduce casi a nada la combinación de Corneille.
En la de Alarcón se verifica con toda la severidad
correspondiente a lo mucho que se ha afeado en toda la pieza
el vicio de la mentira.
Corneille puede tener razón
en recurrir al sentimiento del auditorio francés;
porque la galantería de esta nación era muy
diferente de la nuestra en aquel siglo. Obsérvese
que ninguna de las mentiras que atribuyen uno y otro autor
al protagonista, son de aquellas que hacen infame y detestable
al que las dice. Casi todas son inventadas a favor de los
intereses del amor, y esto merecía tanta indulgencia
en Francia, que casi podían pasar entonces por ardides
y aun por gracias. Después se ha visto que acciones
mucho más negras no han deshonrado a los que las han
cometido, y en el siglo XVIII el nombre de roué (como
quien dijera ahorcado) que se daba a los que engañaban
o se portaban mal con las mujeres, lejos de ser un título
de ignominia lo era casi de gloria, porque suponía
el mérito necesario para hacerse amable al bello sexo.
A tal punto llegó la degradación de las costumbres.
Pero la gravedad española miró siempre con
odio y desprecio, y nos lisonjeamos de que aún dura
este justo sentimiento, el hábito de mentir aun en
las guerras amorosas.
Esto quiere decir que cada uno de
estos insignes poetas graduó la expiación dramática
según las ideas y sentimientos de su nación,
y según la importancia que en una y otra se daba a
las culpas del mentiroso. Alarcón ha sido fiel intérprete
de las máximas que profesaban los caballeros de su
tiempo. No tenemos tantos datos para juzgar si Corneille
se ha acomodado con igual fidelidad a las de los cortesanos
de Luis XIV. Solo diremos que entonces el amor en España
era un culto, en Francia una galantería.
No concluiremos
este artículo sin citar el dictamen de Corneille,
juez tan decisivo en materias dramáticas, sobre la
comedia de Ruiz de Alarcón. «EL argumento de
—182→
esta
pieza me parece tan ingenioso y tan bien manejado, que según
he dicho muchas veces y ahora lo repito, daría dos
de mis mejores composiciones, porque fuese invención
mía. Se ha atribuido al famoso Lope de Vega; pero
hace poco que llegó a mis manos un tomo de D. Juan
de Alarcón, en el cual la reclama este autor y se
queja de los impresores que la han dado a luz bajo otro nombre...
Sea de quien fuere, es ingeniosísima, y nada he leído
en español que me haya gustado más».
Corneille
puso en la escena francesa la segunda parte del Mentiroso,
que no gustó, sacada de otra comedia española
que asegura ser de Lope de Vega. Como este no pudo darle
el mismo título que Corneille, hemos procurado averiguar
cual sea por el argumento; pero hasta ahora han sido inútiles
nuestras indagaciones.
Artículo III
Presentemos algunos pasajes de esta comedia, por los cuales
se justificará cuanto hemos dicho acerca de la elocución
de Alarcón.
Viendo el ayo de Don García lo
mal que había sentado a su padre el informe que le
dio de su vicio, trata de suavizarlo diciendo:
«En Salamanca, señor,
son mozos, gastan humor,
sigue cada cual su gusto.
Hacen donaire del vicio,
gala de la travesura,
grandeza de la locura;
hace en fin la edad su oficio.
Mas en la corte mejor
su enmienda esperar podemos,
donde tan válidas vemos
las escuelas del honor.
BELTRÁN
Casi me mueve a reír
ver cuán
ignorante está
de la corte: ¿luego acá
no hay quien le enseñe a mentir?
En la corte,
aunque haya sido
un extremo Don García,
hay
quien le dé cada día
mil mentiras de partido».
Obsérvese el resentimiento con que habla el padre
contra el ayo, aunque solo le dio el informe a instancia
suya: resentimiento injusto, pero natural en un viejo apesadumbrado.
Obsérvese también el tratamiento impersonal,
sin llamarle ni de tú ni de vos. Así trataban
entonces las personas de distinción a los que dependían
de ellos, sin estar precisamente empleados en su servicio
personal.
El mismo desabrimiento conserva D. Beltrán
en toda la escena. Diciéndole el ayo que no puede
detenerse en la corte, porque lo espera el empleo de magistratura
que le han dado, replica el viejo:
«Ya entiendo: volar quisiera
porque va a mandar: a Dios.
LETRADO
Guardeos Dios: dolor
extraño
le dio al buen viejo la nueva.
Al
fin el más sabio lleva
agriamente un desengaño».
—183→
En el primer diálogo que tienen D. García
y Tristán, describe este muy bien las diferencias
de mujeres poco honestas que había en Madrid, comparándolas
con las diversas clases de astros. Es un trozo bien escrito
y versificado, aunque algo picaresco y libre: concluye esta
ingeniosa astrología, diciendo:
«Y así, sin fiar en ellas,
lleva un presupuesto solo
y es que el dinero es el polo
de todas estas estrellas».
Diciendo D. García a Jacinta que es indiano, y muy
rico, replica:
JACINTA
«¿Y sois tan guardoso
como la fama los hace?
GARCÍA
Al que más
avaro nace
Hace el amor dadivoso».
La descripción
de la cena y música está hecha en un tono poco
diferente del épico: es un pasaje de poesía
descriptiva, en que el autor se permite hipérboles
atrevidos, que allí están bien colocados para
mostrar la audacia y la facilidad en mentir. Para manifestar
el estilo de esta relación, citaremos los siguientes
versos:
«Apenas el pie que adoro
hizo esmeraldas la yerba,
hizo
cristal la corriente,
las arenas hizo perlas:
cuando en
copia disparados
cohetes, bombas y ruedas,
toda la región
del fuego
bajó en un punto a la tierra».
Jacinta
intentando satisfacer a D. Juan celoso, dice:
JUAN
«¿Tú eres cuerdo?
¿Cómo cuerdo,
amante y desesperado?
JACINTA
Vuelve, escucha, que si vale
la verdad, presto verás
cuán mal informado estás.
JUAN
Voime
que tu tío sale.
JACINTA
No sale: escucha que fío
satisfacerte.
JUAN
Es en vano,
si aquí no
me das la mano.
JACINTA
¿La mano? Sale mi tío».
Esta vivacidad y gracia en el diálogo es muy frecuente
en Alarcón.
He aquí los consejos de D. Beltrán
a su hijo, que le avisó que iba a los trucos a divertirse
un rato:
«No apruebo que os arrojéis,
siendo venido de ayer
a daros a conocer
a mil quo no conocéis
sino es
que dos condiciones
guardéis con mucho cuidado,
y son, que juguéis contado,
—184→
y habléis contadas
razones.
Puesto que mi parecer
es este, haced vuestro
gusto».
Cuando después sabe por Tristán que
«...en término de un hora
echó cinco o seis
mentiras».
Se queja así:
...«¡Santo Dios!
pues esto permitís vos,
esto debe de importar.
¿A un hijo solo, a un consuelo
que en la tierra le quedó
a mi vejez triste, dio
tan gran contrapeso el cielo?
Ahora bien, siempre tuvieron
los padres disgustos tales:
siempre vieron muchos males
los que mucha edad vivieron».
En la reprensión que
da a su hijo hay muy excelentes versos:
«¿Posible es que tenga un noble
tan humildes pensamientos,
que viva sujeto al vicio,
mas sin gusto y sin provecho?
El deleite natural
tiene a los lascivos presos:
obliga
a los codiciosos
el poder que da el dinero:
el gusto de
los manjares
al glotón: el pasatiempo
y el cebo
de la ganancia
a los que cursan el juego:
su venganza al
homicida,
al robador su remedio:
la fama y la presunción
al que es por la espada inquieto:
mas de mentir ¿qué
se saca
sino infamia y menosprecio?»
Tristán echa
en cara a García que le haya mentido la muerte de
D. Juan, y él replica:
«Sin duda que le han curado
por ensalmo.
TRISTÁN
Cuchillada
que rompió los mismos sesos,
¿en tan breve
tiempo sana?
GARCÍA
¿Es mucho? ensalmo sé
yo
con que un hombre en Salamanca,
a quien cortaron
a cercen
un brazo con media espalda,
volviéndosele
a pegar,
en menos de una semana,
quedó tan
sano y tan bueno
como primero.
TRISTÁN
Ya
escampa.
GARCÍA
Esto no me lo contaron,
—185→
lo
vi yo mismo.
TRISTÁN
Eso
basta.
GARCÍA
De la verdad por la vida
no quitaré
una palabra.
TRISTÁN
¡Qué ninguno se conozca!
Señor, mis servicios paga
con enseñarme
ese ensalmo.
GARCÍA
Está en dicciones hebraicas,
y si no sabes la lengua,
no has de poder pronunciarlas.
TRISTÁN
¿Y tú sábesla?
GARCÍA
¡Qué
bueno!
mejor que la castellana:
hablo diez lenguas.
TRISTÁN
Y
todas
para mentir no te bastan».
Ruiz de Alarcón. Las paredes oyen
Artículo I
Doña Ana de Contreras, viuda noble, rica y hermosa,
es amado de dos caballeros, que si bien iguales en sangre,
son muy diferentes en las dotes de naturaleza, fortuna y
moralidad. D. Mendo es galán, hacendado y correspondido
de Doña Ana, pero murmurador y maldiciente: D. Juan,
desairado en el rostro y talle, pobre de bienes, y desdeñado
de la que ama, es sin embargo un modelo de sentimientos generosos,
de verdadero amor, de cortesía y afabilidad.
D. Mendo,
antes de enamorar a Doña Ana, había querido
a Lucrecia, y aún le conservaba algún cariño.
Hablaba mal de ella en su ausencia; pero le escribía
papeles en que no trataba muy bien a su actual querida. Se
ve, pues, que no era un galán de Calderón,
ni podía serlo. Un hombre maldiciente no puede estimar
a nadie; y el amor sin estimación, ha de carecer de
delicadeza y de constancia.
Doña Ana que estaba muy
prendado de él, le oye desde su reja una noche de
San Juan, decir al duque de Urbino, mil defectos de ella,
impugnando a D. Juan que ensalzaba con el entusiasmo del
amor, sus prendas y virtudes. También cae en sus manos
una de las cartas que D. Mendo escribía a Lucrecia.
Su indignación llega a lo sumo y le despide. D. Mendo
quiere robarla de un coche en que pasaba de Alcalá
a Madrid, y es herido por el duque, enamorado también
de Doña Ana, y por D. Juan, que disfrazados de cocheros
la iban sirviendo en aquel viaje.
La maledicencia y este
último atentado del galán querido, y la excelente
conducta y los nobles sentimientos de D. Juan, que se consuela
de la pérdida de su amada, con la idea de que sería
esposa del duque, producen en el corazón de la dama,
aborrecimiento declarado a D. Mendo, y amor verdadero a D.
Juan, con el cual se casa al fin. D. Mendo aspira como en
despique a la mano de Lucrecia; mas esta la da a un conde,
primo y amigo del maldiciente, que le vende porque ama a
Lucrecia; y que justifica con su conducta la imposibilidad
de que encuentre quien le ame verdaderamente un hombre mal
hablado.
Este es el argumento del drama. Se ve, pues, que
hay en él una intención moral. El castigo de
la maledicencia es mucho mayor que el de la costumbre de
mentir en la Verdad
—186→
sospechosa, porque también lo
es el delito. El mentiroso en efecto, cuando sus mentiras
no hacen daño a otro, es ridículo: el maldiciente
excita el odio y la execración. En toda la comedia
se procura hacer aborrecible este vicio, y D. Mendo recibe
por pena el desprecio de sus amadas, una herida y las amenazas
que se le hacen en la catástrofe, si no corrige su
perversa inclinación.
En este drama hay una de aquellas
situaciones difíciles que suelen ser el examen de
los poetas cómicos. Doña Ana pasa desde ser
amante de D. Mendo, despreciando a D. Juan, a amar a este
y aborrecer al que quería y con el cual iba a casarse.
Estas mutaciones son el escollo más funesto de los
poetas noveles: porque es menester hacerlas sin alterar el
carácter del personaje, justificar además la
alteración, y verificarla por grados. En semejantes
ocasiones es más necesaria que nunca la regla de proporcionar
los medios a los fines; porque la mudanza parecerá
absurda y gratuita, si no se atribuye a motivos muy poderosos.
Alarcón ha tenido cuidado de exponerlos con mucha
habilidad.
1.º Doña Ana es viuda y recogida: ignoraba
el defecto de D. Mendo; enamorose de él por su buen
talle, gala y discreción, así como la enfadaba
D. Juan por su mala cara y vestido. La suya era de estas
pasiones tranquilas, que sin ser delirantes, bastan a hacer
feliz un matrimonio entre personas virtuosas y de razón.
Pero toda su ilusión debió desaparecer cuando
le oyó ofenderla en su hermosura, en su edad, que
son las cosas que más sienten las mujeres, y por añadidura
en su entendimiento.
2.º Añádese a esto el
aprecio que va cobrando a D. Juan por la nobleza con que
siendo desdeñado, vuelve por ella: la carta de D.
Mendo a Lucrecia, que revela a Doña Ana toda la perversidad
de su amante; y en fin, las continuas advertencias y sugestiones
de su criada y confidenta Celia, favorable a D. Juan por
lo bien que este la trataba, y enrabiada contra D. Mendo
desde que una noche la llamó vieja: ofensa tanto más
sensible, cuanto debía ya de ser algo entrada en años,
según la libertad con que habla a su señora.
3.º Últimamente el lance del coche acabó de
mostrar lo que podía esperar de su amante: y viendo
al mismo tiempo el amor generoso de D. Juan que se sacrificaba
por el bien de ella, rindió su corazón, no
a exterioridades que suelen ser engañosas, sino a
las prendas del alma y a la noble pasión de aquel
caballero. Todo esto cabe muy bien en el carácter
virtuoso y delicado de la dama.
En cuanto a los de D. Mendo
y D. Juan, están perfectamente dibujados. He aquí
cómo habla el maldiciente de las damas que había
querido antes que a Doña Ana.
CONDE
«A mi señora Lucrecia
dad, Ortiz, ese papel.
ORTIZ
Guárdeos Dios.
MENDO
Cosa
cruel,
conde, es una mujer necia.
CONDE
¿Cómo?
MENDO
Con
celos y amor
sale Lucrecia de sí.
CONDE
¿Con
causa, D. Mendo?
MENDO
Sí:
mas tanto el yerro es mayor.
................................................
CONDE
¿Qué hay de Teodora?
MENDO
Quería
que yo fuese su marido,
como si hubiesen nacido
mis abuelos en Turquía».
Paseándose la
noche de San Juan con el duque y el amante desfavorecido,
da libre curso a su lengua satírica.
MENDO
«Esta es la calle Mayor.
—187→
JUAN
Las Indias de nuestro polo.
MENDO
Si hay Indias de
empobrecer
yo también Indias la nombro.
JUAN
Es gran tercera de gustos.
MENDO
Y gran corsaria de tontos.
JUAN
Aquí compran las mujeres.
MENDO
Y nos venden
a nosotros.
DUQUE
¿Quién habita en estas casas?
JUAN
D. Lope de Lara, un mozo
muy rico, pero más
noble.
MENDO
Y menos noble que tonto.
DUQUE
Tened, que
bailan allí.
JUAN
San Juan es fiesta de todos.
MENDO
Yo aseguro que van estos
más alegres que
devotos.
DUQUE
¿Quién vive aquí?
JUAN
Una
viuda
muy honrada y de buen rostro.
MENDO
Casta es
la que no es rogada:
alegres tiene los ojos.
JUAN
Esta
imagen puso aquí
un extranjero devoto.
MENDO
Y entre aquestas devociones
no le sabe mal un logro.
JUAN
Un regidor de esta villa
hizo este hospital famoso.
MENDO
Y también hizo los pobres».
Cuando llegan
los tres paseantes a casa de Doña Ana, celebrando
D. Juan la hermosura de esta dama, dice D. Mendo, temiendo
que aquel elogio inspirase al duque deseos de verla:
«Ciego sois o yo soy ciego,
o la viuda no es tan bella.
Ella tiene el cerca feo,
si el lejos os ha agradado,
que yo estoy desengañado
porque en su casa la veo.
DUQUE
¿Visitáisla?
MENDO
Por
pariente
alguna vez la visito:
que si no, fuera delito
según es de impertinente.
ANA
¡Ah traidor!
MENDO
Si
el labio mueve
su mediano entendimiento,
helado queda
su aliento
entre palabras de nieve.
..........................................
Pues la edad no sufre engaños
aunque la tez resplandece.
..........................................
Mil botes son el Jordán
con que se remoza y lava:
DUQUE
(A MENDO.) ¿Pues cómo
D. Juan la alaba?
MENDO
(Al DUQUE.)
Para entre los dos,
D. Juan
es un buen hombre, y si digo
—188→
que tiene poco
de sabio,
puedo sin hacerle agravio».
Mientras están
paseándose, suenan cerca de allí cuchilladas;
mas el duque exhorta a sus amigos a seguir a unas damas que
le han gustado, y Mendo dice a D. Juan motejando al duque:
...«es más devoto
de mujeres que
de espadas».
No puede describirse mejor el carácter
del mal hablado. Pero este espíritu de sátira
y murmuración se desenvuelve más en los dos
actos siguientes, y se manifiesta toda la vileza y ruindad
de un alma, poseída del vicio de la maledicencia.
Artículo II
La bajeza del alma de D. Mendo se conoce no tanto en los
rasgos de maledicencia que notamos en nuestro artículo
anterior, como en los ruines pensamientos que te sugiere
el mal éxito de sus empresas amorosas. Cuando conoce
que Doña Ana sabe que habló mal de ella, cree
que D. Juan la llevó el chisme, y dice:
«Yo colijo que D. Juan
de Mendoza, mal mirado,
la contienda
te ha contado
de la noche de S. Juan:
que conozco esas
razones
que el necio dijo de ti,
porque yo le defendí
tus divinas perfecciones.
.........................................
Mas ya que estás de esa suerte
de mí,
señora, ofendida,
porque le dejé la vida
a quien se atrevió a ofenderte,
no me culpes: que
el estar
el duque Urbino presente
pudo de mi furia ardiente
el ímpetu refrenar».
Aquí es D. Mendo no
solo maldiciente, sino mentiroso también. Prosigue
así:
«Si por eso me privabas
de ver ese cielo hermoso,
vuelve: que presto por mí
cortada verás la lengua
que en tus gracias
puso mengua.
ANA
Pues guárdate tú de ti.
MENDO
¿Yo de mí? ¿Luego yo he sido
quien te
ofendió?
ANA
Claro
está:
¿quién sino tú?
MENDO
¿Cuánto
va
que ese falso fementido,
lisonjero universal
con capa de bien hablado,
—189→
por adularte ha contado
que él dijo bien y yo mal?
..........................................
ANA
Para entre los dos, D. Juan
es un buen hombre, y si digo
que tiene poco de sabio,
puedo sin hacerle agravio.
Vuestro deudo es y mi
amigo:
mas esto no es murmurar.
MENDO
Eso dije a solas
yo
al duque que se admiró
de verle vituperar,
lo que yo tanto alabé.
ANA
Dilo al revés.
MENDO
Según
esto
quien contigo mal me ha puesto
el duque sin
duda fue.
¿Aún no ha llegado a la corte
y
ya en enredos se emplea?»
Esta escena es de grande efecto.
El espectador, ya interesado a favor de D. Juan, y contrario
a D. Mendo, se complace en ver que el maldiciente, incapaz
de adivinar cómo supo Doña Ana aquella conversación,
hace peor su causa, a cada palabra que dice: y mucho más,
cuando le escuchaban retirados el duque y D. Juan disfrazados
de cocheros.
Mendo después de ser herido por los
cocheros supuestos, habla del lance al conde su primo, y
le dice:
«Yo tengo una sospecha;
que siempre estas viudas mozas,
hipócritas
y santeras
tienen galanes humildes
para que nadie
lo entienda.
Tal valor en un cochero
los celos no
más lo engendran,
que nunca así por leales
los hombres bajos se arriesgan.
Esto se viene rodado,
que sino, no lo dijera:
que ya sabéis que
no suelo
meterme en vidas ajenas.
CONDE
(Aparte.)
Así
tengas la salud».
No disgustará a nuestros lectores
ver el contraste con este carácter, a la par odioso
y ridículo, del de D. Juan, modelo de amantes y de
caballeros. Declara su amor a Doña Ana con toda la
ternura y la desconfianza propias de su situación,
y después de haber concluido, dice Doña Ana:
«Pues, señor D. Juan, a Dios.
JUAN
Tened; ¿no me respondéis?
¿De esa suerte
me dejáis?
ANA
¿No habéis dicho que me amáis?
JUAN
Yo lo he dicho, y vos lo veis.
ANA
¿No decís
que vuestro intento
no es pedirme que yo os quiera
porque atrevimiento fuera?
JUAN
Así lo he dicho,
y lo siento.
ANA
¿No decís que no tenéis
esperanza de ablandarme?
—190→
JUAN
Ya lo he dicho.
ANA
Y
que igualarme
en méritos no podéis
¿vuestra
lengua no afirmó?
JUAN
Yo lo he dicho de este modo.
ANA
Pues si vos lo decís todo,
¿qué queréis
que os diga yo?»
Esta manera picante de despedir a un desdeñado,
exaspera a D. Juan, y exclama:
«¡Oh, venga la muerte, acabe
con vida tan desdichada;
que
solo puede su espada
remediar pena tan grave!
¿Qué
delito cometí
en quererte, ingrata fiera?
Quiera
Dios... pero no quiera,
que te quiero más que a mí».
Cuando el duque, viendo a Doña Ana, se enamoró
de ella, le dice a D. Juan su criado:
«El duque es muy poderoso,
llevarala.
JUAN
Por
lo menos,
si vence, alivio será
que por un duque
la pierdo;
y si no consolarame
ver que lo que yo no
puedo,
tampoco ha podido un duque».
Cuando ha triunfado
en fin de sus dos rivales, pide con entereza celos a Doña
Ana de haber visto en sus manos un papel de D. Mendo.
«Doña Ana, ¿qué te ha obligado
a pretenderme
engañar?
¿qué te puedo yo importar
no querido
y engañado?
................................................
Mejor modo de obligar
fuera no haberlo leído;
que quien escucha ofendido,
cerca está de perdonar.
¿Ajeno papel recibes
cuando mía te has nombrado?
o poco me has estimado,
o livianamente vives.
De donde
he ya conocido
que vivir me está más bien
desdichado en tu desdén
que en tu favor ofendido».
No citamos ejemplos de elocución, porque los ya presentados
a otro propósito bastan para manifestar la corrección
y pureza de lenguaje de este poeta excelente.
—191→
Ruiz de Alarcón. El examen de maridos
Artículo I
Aunque las comedias Las paredes oyen y La verdad sospechosa
pertenecen, y quizá demasiado a la clase de las de
intriga, es tan patente en una y otra la intención
moral del poeta, que se ha debido separarlas de las demás
de este autor, cuyo mérito principal consiste en la
complicación y feliz desenlace de la fábula.
Tales son El semejante a sí mismo, Quién engaña
más a quién, Los empeños de un engaño,
etc. De esta clase solo elegiremos para analizarla el Examen
de maridos o Antes que te cases mira lo que haces; que es
la única de este género, representada en nuestros
días; es también una de las que Alarcón
reclamó como suyas, habiéndose atribuido a
Lope en ediciones furtivas.
Una huérfana, joven,
noble, hermosa y rica, habiendo recibido de su padre moribundo
el consejo tan proverbial como mal seguido, Antes que te
cases mira lo que haces, obliga a todos los aspirantes a
su mano a hacer información de sus méritos
y a sufrir que se examinen en juicio contradictorio sus buenas
y malas cualidades. Doña Inés ama al marqués
Fadrique; y el enlace de la pieza consiste en que su pasión
es contrariada por el examen; porque otra mujer que también
le amaba y está interesada en desconceptuarle con
Inés, le da informes aunque falsos, verosímiles,
de defectos ocultos y no tolerables. Vacila, pues, entre
el amor y la razón la afligida dama. Una casualidad
presenta el remedio a este inconveniente y prepara el desenlace
de la comedia.
Ochavo, criado del marqués, se esconde
en casa de Doña Inés en una chimenea, engañado
por una criada, y oye la conversación de la dama con
su mayordomo, y los supuestos defectos de su amo, a quien
declara cuando lo encuentra, todo lo que ha oído.
El conde D. Carlos, amigo y competidor del marqués,
que continúa en la oposición por solo lucir
su gala e ingenio, porque estaba ya tratado de casar con
otra dama, desengaña a Doña Inés, y
cede el premio que había ganado a su amigo.
Los caracteres
son excelentes, llenos de nobleza y de generosidad, excepto
el de Doña Blanca, cuyas imposturas contra D. Fadrique
no tienen más disculpa que el amor. La elocución
es tan pura y correcta como en las demás comedias
de Alarcón, y los diálogos están llenos
de gracia y vivacidad. El interés de la acción
es siempre sostenido y crece sucesivamente hasta el fin.
El marqués D. Fadrique se despide del amor de Doña
Blanca de esta manera urbana y picante:
«Cuando empezó mi deseo
a mostrar que en ti vivía,
ni aun la esperanza tenía
del estado que hoy poseo.
Entonces tú, como a pobre,
te mostraste siempre
dura,
que el oro de tu hermosura
no se dignaba del cobre.
Heredé por suerte; y luego,
o fuese ambición
o amor,
mostraste a mi ciego ardor
correspondencias de
fuego:
mas la herencia que la gloria
—192→
me dio de tu vencimiento,
fue también impedimento
para gozar la victoria;
pues estoy, Blanca, obligado
a dar la mano a mujer
de
mi linaje, o perder
la posesión del estado.
Esta
ocasión me desvía
de ti; pues según
arguyo,
ni rico puedo ser tuyo,
ni pobre quieres ser mía.
Perdida, pues, tu esperanza,
si otra doy en celebrar,
es divertirme, no amar:
es remedio, no mudanza.
Así
que a no poder más
mudo intento: si pudieres
haz
lo mismo, que si quieres,
mujer eres, y podrás».
La escena mejor escrita de todas es la de Doña Inés
con su mayordomo Beltrán, que le informa de las calidades
de sus pretendientes.