Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoDe la novela

El Semanario Pintoresco español (que por decirlo de paso, es en nuestra opinión uno de los mejores periódicos literarios de España) inserta en su número 6.º del año de 1840 la sesión de la sección literaria del Ateneo español, celebrada el 23 de Enero del mismo año, y en la cual se ventiló la cuestión siguiente: Paralelo entre las modernas novelas históricas y las antiguas caballerescas. Los discursos de los señores que opinaron sobre esta interesante cuestión están llenos de buena y profunda filosofía literaria e histórica, y damos gracias al editor del Semanario por haberlas dado a la luz pública, suplicándole que no deje de hacer lo mismo, siempre que le sea posible, con las sesiones que celebre en lo sucesivo la clase de literatura del Ateneo.

El objeto de la cuestión no era tanto examinar el mérito comparativo de los libros de caballería y de las novelas de Walter Scott como indagar las causas que dieron nacimiento y celebridad a estos géneros y a otros, como también las que han influido en la decadencia de unos y el triunfo efímero de sus sucesores.

Los señores que opinaron primero procuraron desenvolver estas causas, y lo hicieron con suma sagacidad. Opúsoseles que un escritor de novela no tiene otro objeto que el de deleitar, y no miras políticas, religiosas ni morales. Esto es verdad; pero como no es posible deleitar a una nación, sin presentarle los objetos bellos bajo el punto de vista que ella los concibe, de aquí nace que es necesario examinar para juzgar del mérito de una composición o de un género, el espíritu del siglo en que fue célebre aquel género o aquella composición. Las excepciones de esta regla son muy raras, porque son muy pocos los hombres como Homero, Virgilio y Cervantes, que saben escribir para toda la humanidad.

Nosotros consideraremos la cuestión literariamente, y procuraremos explicar la esencia de la novela, ya sea la de Walter Scott, ya la de los siglos feudales.

Dos son los elementos esenciales de la novela, sea cual fuere su clase, el interés y lo maravilloso. Entendemos por maravilloso no solo la intervención de los seres sobrenaturales, como los dioses de la antigua mitología, o los magos y hechiceros de la edad media, sino también las coincidencias extraordinarias, las aventuras no comunes, los lances apurados, los grandes peligros evitados por felices circunstancias, en fin, todos los incidentes que sin necesidad de recurrir a la acción del cielo, son aunque naturales, muy raros.

Sin interés y sin maravilloso no hay novela; y esto es tan cierto que los griegos, los más sencillos de todos los escritores, aspiraron a interesar en las suyas por medio de sucesos ya sobrenaturales, ya inesperados. Dígalo sino el Teágenes y Cariclea de Heliodoro, obispo de Trica, ciudad de Tesalia, que tenemos muy bien traducido en nuestro idioma por Castillejo.

Los libros de caballería debían agradar a una sociedad que tenía todas las virtudes y vicios de la niñez, como fue la de la edad media, cándida, crédula y valiente. En dichos libros está prodigado lo maravilloso a manos llenas; pero el interés es muy corto, casi nulo, menor aún que el de los cuentos de encantamiento con que se aduerme a los niños. El tejido de dichos libros es uno mismo: aventuras y combates perpetuos, en que triunfa el héroe, o por el valor de su brazo o con el auxilio de algún mágico. No solo   —156→   no se halla en estos libros el interés de humanidad, pero ni aun el que pudiera inspirar a los hombres del tiempo en que se publicaron. La repetición de hechos semejantes hace fastidiosa y monótona su lectura para nosotros: nadie puede leerlos sino con el objeto de recoger notas eruditas o gramaticales. Pues lo mismo sucedería a nuestros antepasados; y si los leyeron y los celebraron, no fue por lo bien coordinado de la fábula, sino por el aliciente de lo maravilloso.

Llegaron las naciones europeas a la edad de la adolescencia intelectual; despreciaron los juguetes de su niñez, y buscaron entretenimientos más dignos de su capacidad. Entonces comenzaron la novela satírica y la de costumbres, siendo en nuestro entender los españoles los primeros que las escribieron con perfección, porque no creemos que haya quien quiera comparar a Rabelais con Cervantes, que le fue posterior, ni aun con el Conde Lucanor que le antecedió un siglo.

Cuando la falsa política y la mentida filosofía se apoderaron de la sociedad, preciso fue que la novela siguiese el mismo giro. Se pusieron, pues, en estos libros de entretenimiento, para recreo de una sociedad pervertida, todos los venenos de la irreligión, de la inmoralidad y de la anarquía de las ideas: llegose al último grado de cinismo y de lubricidad, hasta que al fin se consiguió realizar las infernales creaciones del filosofismo.

Tras de la locura vino el escarmiento, y la novela varió de forma como la sociedad. Pero la política hizo a los hombres más austeros y descontentadizos aun en la elección de sus placeres. Algunos escritores, principalmente mujeres, emprendieron resucitar el sentimentalismo de Rousseau; pero ya no se creía en él, porque nadie sentía. A fuerza de haber agotado en balde toda especie de sensaciones fuertes, habían perdido las almas su elasticidad. Era ya pasada la hora en que toda Europa se interesó por Clara Harlowe hasta tal punto, que su autor recibió muchas cartas en que le pedían que no la asesinase al fin de la novela.

En estas circunstancias se presentó Walter Scott y dijo: «tengo recogidas observaciones exactas y numerosas sobre las costumbres de la edad media. Os las daré en novelas. ¿Queréis?» «, respondió la sociedad fastidiada de inmoralidad y de exageración de sentimientos. A lo menos sabremos algo de nuestros antepasados». Y en efecto, eso es lo que constituye el mérito de las obras de este escritor; pues ni es muy feliz en los desenlaces, ni es grande el interés de sus fábulas. Pero sus escenas y diálogos son magníficos; y después de Cervantes es el primero de los escritores novelescos.

Antes de Walter Scott se escribió la historia en novelas, desfigurándola como madama Scuderi, o embelleciéndola como nuestro Montengón, a quien solo faltó escribir mejor el castellano para ser un novelista estimable. Pero el autor escocés tiene un mérito que sobrevivirá a sus novelas, y es la descripción de costumbres históricas. El género que ha descubierto es muy difícil; porque exige de los que hayan de cultivarlo, además de las dotes de imaginación, un estudio muy profundo de las antigüedades de su patria, y del espíritu y de las costumbres de la edad media.

¿Qué género sucederá a este que se va agotando no por falta de mies, sino de buenos operarios? No sabemos: en el día queremos más bien ver las costumbres de otros siglos que las del nuestro; tales son ellas, sin poesía, sin fe, sin convicciones. Pero como el actual estado de la sociedad no puede ser duradero, vendremos últimamente a parar en la novela satírica y en la de costumbres, únicos géneros que pueden ya agradarnos; y si no hay quien las escriba bien, las leeremos mal escritas porque no se excusa leer novelas mientras haya jóvenes de ambos sexos, felices, cuando a lo menos ven respetada en ella la moral.




ArribaAbajoDe la novela histórica


ArribaAbajoArtículo I

Con esta expresión compuesta, cuyas voces parece que se excluyen una y otra, se significan aquellas fábulas, en las que, aunque haya aventuras e incidentes fingidos, pertenece sin embargo a la verdad histórica el cuadro en que se ajustan.

  —157→  

El origen de estos libros de entretenimiento pertenece a la edad media; pues aunque el Teágenes y Cariclea de Heliodoro, obispo de Trica, ciudad de Tesalia, es la más antigua de las novelas heroicas, todo allí es fingido. Se habla, es verdad, en ella de una reina de Egipto y otra de Etiopia; pero ninguna de las dos existió en la historia. Pertenece, pues, dejando aparte la superioridad del interés y de la elocución, al mismo género que Amadís de Gaula, Amadís de Grecia, Esplandián, Tirante el Blanco, Palmerín de Inglaterra, y otros héroes fabulosos de los libros de caballería.

No puede decirse otro tanto de la historia fabulosa de Carlo Magno y sus doce pares, del rey Artús de Inglaterra, de Bernardo del Carpio y del Cid Campeador. Aunque los hechos y las aventuras sean por la mayor parte fingidas, recaen sin embargo sobre nombres históricos, sobre épocas que han existido, sobre sucesos verdaderos. Estos libros componen la epopeya de la edad media. En los que todo es falso, y nada auxilia la imaginación para suponerse en el mundo de la realidad, no sirvieron ni aun para conservar las tradiciones populares, sino solo para halagar la grosera y dócil fantasía de nuestros antepasados.

Destruidos estos monstruos, y sepultados en el olvido por la pluma de Cervantes, los escritores de novelas se dedicaron al género moral o satírico: tal vez al género heroico en que se ejercitó también el autor del Quijote, como lo prueba su Persiles y Segismunda. Aparecieron entonces las novelas de Doña María de Zayas, el escudero Marcos de Obregón, el Diablo Cojuelo, la pícara Justina, Guzmán de Alfarache, y otras muchas: mas no nos acordamos de ninguna novela histórica, escrita en español en los siglos XVI y XVII. Si hubo alguna, debió ser su mérito tan tenue que no dejó vestigio de su existencia en la literatura nacional; sin más excepción acaso que las guerras civiles de Granada, de Hita.

Las primeras novelas de esta clase que tuvieron celebridad en la Europa moderna desde la restauración de las letras, fueron las que escribieron en la época brillante de Luis XIV, Madama Scuderi y otros muchos autores novelistas. Este género fue muy cultivado durante la segunda mitad del siglo XVII en Francia y en otras partes de Europa adonde se extendió entonces rápidamente el gusto de la literatura francesa.

En estas composiciones había siempre un fondo de verdad histórica, en cuanto a los sucesos; carecían de magos, nigromantes, encantamentos, monstruos y vestiglos, cuya moda había pasado ya; pero los caracteres de los personajes estaban horriblemente desfigurados. La moda era tomar los héroes de los nombres más célebres de la historia griega y romana; pero ni Ciro, ni Alejandro, ni Clelia, ni Horacio eran otra cosa más que caballeros de la corte de Luis XIV. Casi todas las fábulas versaban sobre intrigas amorosas: papeles, versos, citas, disfraces, celos, desafíos eran las principales ocupaciones de los Brutos, Sóstenes y Escévolas. Y aun esto no era original. Ya Calderón en sus comedias había convertido toda la antigüedad griega y romana, y aun los mismos dioses del Olimpo, en damas y galanes de la corte y de la villa de Madrid. Esta preocupación por lo presente, este deseo de reducir a su módulo todo lo pasado, influyó aún en el mismo Racine; y fue necesaria toda la perfección de su estilo para que los críticos franceses le perdonasen algunos rasgos de la galantería de su siglo puestos en boca de los héroes de la antigüedad.

También cayeron los monstruos de Scuderi a la voz del terrible Boileau: y mucho más aún al desenfreno de las costumbres que se introdujo en Francia en la primer mitad del siglo XVIII, desenfreno que convirtió la galantería decente en inmunda disolución. Los que quieran conocer el carácter de estas novelas históricas, pueden consultar la Casandra, la única de ellas que en nuestro entender se ha traducido al castellano.

Apareció Telémaco, y se dudó por mucho tiempo si debía colocarse entre las novelas o entre las epopeyas. Su objeto conocido, muy distante de la futilidad del género de Scuderi, era nada menos que enseñar a reinar. Notose en él además de la excelente y variada elocución, la verdad con que estaban pintadas las costumbres, usos y caracteres de la época que describía. Entonces se puede decir que nació la verdadera novela histórica. Fénelon tuvo imitadores más o menos felices. El Sethos es una rapsodia insufrible: los viajes de Anténor y el Filocles pintan con mucha naturalidad las costumbres griegas; señaladamente el primero es muy feliz en describir la insustancialidad ingeniosa   —158→   de los atenienses del siglo de Pericles. Pero ninguna de estas obras puede compararse ni en el estilo, ni en la verdad, ni en la erudición al Viaje del joven Ancarsis a Grecia; porque bajo las formas novelescas es un libro destinado no tanto al placer como a la instrucción.

Entretanto los ingleses cultivaban con felicidad la novela de costumbres. Fielding y Richardson dieron a los usos y caracteres británicos una celebridad europea. Walter Scott, dotado de una erudición inmensa y capaz del trabajo necesario para adquirirla; afecto a las antiguas tradiciones de Escocia su patria; entusiasta del heroísmo con que sus paisanos se habían consagrado a la causa perdida de los Estuardos; atento observador de las tenaces resistencias que opusieron por mucho tiempo las costumbres feudales y las preocupaciones locales de Escocia a los progresos de la civilización; y en fin, hábil e ingenioso escritor, halló en la novela histórica el modo más sencillo y agradable de dar interés a sus noticias eruditas, y de transmitir a la posteridad sus ideas, sentimientos y juicios acerca de las diferentes épocas de la historia de la Gran Bretaña, y de los personajes célebres que las ilustraron. Pintó los tiempos de Ricardo I, de Isabel, de María Estuarda, de los puritanos, de los jacobitas, descendió hasta la descripción de los usos y costumbres de las clases inferiores de la nación con tanta escrupulosidad, que no parece posible negarle el mérito de la exactitud, mucho más cuando todos sus compatriotas, jueces los más competentes en esta materia, han convenido en reconocerlo.

Walter Scott es, pues, el padre verdadero de la novela histórica tal como debe ser. En manos de Fénelon y de Barthelemy no fue más que un instrumento para otros fines que arriba indicamos. En el novelista escocés es ella el objeto principal, y se ha abierto un campo inmenso, mucho más vasto que el de la historia, para halagar la imaginación de los lectores. Este escritor nos hace viajar, digámoslo así, por las edades pasadas. Nos describe costumbres, usos y caracteres de otros siglos, de la misma manera que un viajero hábil y concienzudo pinta los de las naciones que ha visitado, y añadiendo a la verdad de las descripciones el interés y agrado de las aventuras y aun del maravilloso, cumple la grande obligación de todo escritor, deseoso de vivir en la posteridad, que es deleitar aprovechando.

El único defecto que se nota en este insigne novelista es la frialdad de las catástrofes: pocas veces están bien preparadas. El interés novelesco que pocos han sabido manejar como él, llega siempre a su mayor grado enmedio o a los tercios de la novela: hacia el fin descaece, o porque el autor se cansa, o porque cuando ya descrito lo que quería, abandona la fábula y el interés de ella a su suerte.

En la reseña que hemos hecho, aunque sumariamente, de los escritores que se han dedicado a la novela histórica, no hemos incluido a Madama Genlis, ni a Madama Cottin, aunque excelentes novelistas, porque ni en una ni en otra se reconoce la intención de describir los usos, costumbres e ideas de las épocas a que pertenecen sus héroes. Los caballeros del Cisne y las Cruzadas tienen un interés novelesco, superior quizá al que inspiran los héroes de Walter Scott; pero más bien se describen en ambas los afectos generales de la humanidad, que los sentimientos propios y peculiares de un período. Fáltales el colorido del siglo: nos interesamos por los personajes; pero no vemos, como en el novelista escocés, la escena donde se hallaban en toda su verdad, porque no era ese el objeto de las autoras.

Walter Scott ha impuesto una obligación muy dura a todos los que pretendan imitarle. Es imposible ser novelista en su género sin llenar las condiciones siguientes: 1.ª, un profundo conocimiento de la historia del período que se describe: 2.ª, una veracidad indeclinable en cuanto a los caracteres de los personajes históricos: 3.ª, igual escrupulosidad en la descripción de los usos, costumbres, ideas, sentimientos, y hasta en las armaduras, trajes y estilo de las cántigas. Es necesario colocar al lector en medio de la sociedad que se pinta: es necesario que la vea, que la oiga, que la ame o la tema, como ella fue con todas sus virtudes y defectos. Los sucesos y aventuras pueden ser fingidos, pero el espíritu de la época y sus formas exteriores deben describirse con suma exactitud. En este sentido no hay escritor más clásico que Walter Scott, porque no perdonará ni una pluma en la garzota del yelmo de un guerrero, ni una cinta en el vestido de una hermosa, y así debe ser, si se quiere conocer enmedio   —159→   del interés novelesco las sociedades que ya han pasado: si se quiere dar al lector el placer y la utilidad de hallarse enmedio de los hombres que le han precedido.

Estas son las condiciones esenciales de la novela histórica. Es necesario, pues, para llenarlas, hacer antes un estudio profundo de la época que ha de describirse. ¿Emprenden este trabajo los actuales escritores de este género de novelas?




ArribaAbajoArtículo II

Sucedió con este género lo que sucede generalmente con todas las obras de entretenimiento. El verdadero genio las crea, y la medianía o la ineptitud las desacredita. Esto ha sucedido en todos tiempos; pero debe ser más común en nuestro siglo, porque ahora en todo se especula; y apenas una cosa es de moda llueven empresarios que por interés o por ambición la benefician o por mejor decir la exageran y ridiculizan. Walter Scott escribió novelas históricas, cuyo mérito es reconocido. Esto basta para que no haya hijo de buen padre que no se crea llamado a fastidiar la edad presente (porque a la futura no llegarán sus producciones) con los delirios de su fantasía. En vano se les dirá que si Fénelon, Barthelemy y el novelista escocés han conseguido tan justa celebridad, la deben a su vastos conocimientos en la erudición y en la historia. El genio, responden, no necesita de enseñanza ni de trabajo: bástale su misión de enseñar al género humano. Con ella se forman los poetas, los novelistas, los escritores que son la delicia de la humanidad. Este lenguaje, mezcla ridícula de fatuidad y de hipocresía, es muy diverso del tono modesto, noble y no pocas veces chistoso de los prólogos de Walter Scott; el cual proclamó, no una sola vez, como al mejor escritor en su género, al inmortal Cervantes.

Para dar un ejemplo de la manera con que en el día se escriben las novelas históricas, citaremos una que se inserta en el folletín de la Presse, periódico de París, de los días 26 de Mayo último y siguientes. Su título es el Hijo de la vendedora de barquillos: su autor, S. Enrique Berthoud. ¿Quién creería que en un asunto tan tenue se ocultara nada menos que la terrible sombra de Felipe II? Pero esa es otra moda del día, aminorar y envilecer todo lo que ha habido grande en las edades que nos han precedido.

Desde el principio ya da muy fundadas sospechas de inexactitud el autor de una novela histórica, cuando toma los personajes de una nación que no es la suya; porque no puede suponerse en él un conocimiento profundo del periódico que va a describir. Esto es cierto hablando en general; y mucho más cierto hablándose de un escritor francés con respecto a la historia de España; porque no conocemos un solo autor de aquella nación que haya comprendido bien la nuestra. Sabemos que Walter Scott describió en una de sus novelas la corte de Luis XI; y a nuestro entender la describió muy bien, aunque en esta materia estamos dispuestos a someter nuestro juicio al de los franceses instruidos. Pero Walter Scott escribía concienzudamente, y había estudiado con cuidado el período de que hablaba. Veamos si el autor del Hijo de la vendedora de barquillos ha hecho lo mismo con respecto a los reinados de Felipe II y Felipe III.

Fácilmente le perdonamos que suponga a Felipe II homicida de su hijo el príncipe D. Carlos; pues aunque el hecho es falso, se ha repetido tantas veces por los historiadores que eran enemigos personales suyos y de nuestra nación, que no puede culparse de esta suposición a un novelista del siglo XIX; porque la misma generalidad del error sirve de escusa a los pintores y a los poetas. Más digno de censura es que suponga al mismo rey culpable en la muerte de su esposa Isabel de la Paz; porque hay un argumento muy fuerte contra esta calumnia, y es la predilección conocida de Felipe a Isabel Clara Eugenia, hija de entrambos, y todos los que conozcan el carácter de aquel monarca, y aun el que han querido atribuirle sus enemigos, hallarán muy improbable su amor decidido a una hija, cuya madre pereció, según dicen, víctima de sus celos. No está en la naturaleza que se ame con tanto extremo el fruto de una mujer que ha dado lugar a tan crueles sospechas.

Pero lo que no puede disimularse es que le atribuya también la muerte de su   —160→   cuarta esposa Doña Ana de Austria. Esta imputación infame es enteramente gratuita. Ana, educada con la severidad propia de su familia y de su país, no presentó ni pudo presentar ningún motivo a la suspicacia de su marido. Hermosa, fecunda, dotada de dignidad y de virtudes cristianas, no cuenta la historia que le diese otro pesar sino el de su temprana muerte, que se explica con bastante probabilidad por su complexión delicada, sus frecuentes partos, y sobre todo la cruel enfermedad que tuvo después de uno de ellos, de la cual estuvo desahuciada, y convaleció casi milagrosamente. Gastaba casi todo el tiempo en bordar con sus damas, y aún quizá se conserve la colgadura que se ponía en la capilla real en los días de mayor lucimiento y que del nombre de su artífice se llamaba colgadura de Doña Ana. Acompañó al rey en 1580 a Badajoz, cuando la expedición de Portugal. Felipe cayó enfermo, y su esposa manifestó el deseo de que el cielo tomase su vida, dejando salva la del rey. Así se verificó. El rey convaleció, y Ana contrajo la enfermedad que la llevó al sepulcro. Su esposo no pasó después de su muerte a otras nupcias, a pesar de haberla sobrevivido 18 años.

Imputar, pues, a Felipe II la muerte de esta esposa, a todas luces tan amable, es suponerle no solo despojado de todo sentimiento de humanidad, sino también de sentido común; lo que nadie ha creído jamás de este monarca. Los hombres como él no cometen atrocidades inútiles.

Pero esto es nada. La osadía de nuestro novelista llega hasta suponer que el casamiento de Felipe III, hijo y heredero del II, con Margarita, archiduquesa de Austria, fue clandestino, se hizo en Madrid viviendo Felipe II y sin su noticia, en virtud del amor que esta princesa había inspirado al joven príncipe cuando este viajó por Austria; en fin, que Felipe II, en su lecho de muerte, aprobó aquella unión, no por complacer a su hijo, sino por castigar a su nuera, permitiendo que fuese la mujer del más bajo y despreciable de los hombres; porque tal pinta al virtuoso e inocente Felipe III.

En todo esto no hay una sola palabra de verdad, todo es fingido; y aquí la ficción no sirve para producir bellezas, sino para presentar monstruosidades morales, que ni aun tienen el mérito de la energía que suele ennoblecer aun a los crímenes. Felipe III jamás salió de la península, ni siendo príncipe, ni siendo rey. Su casamiento con Margarita de Austria fue tratado por su padre Felipe II de la manera que se tratan los de los príncipes. El rey de España pidió para su hijo una de las dos archiduquesas Leonor o Margarita. María de Baviera, madre de ambas, eligió a la menor que era Margarita, porque su complexión, más fuerte, daba esperanzas de más seguridad en la sucesión. Y Margarita, a quien el novelista francés pinta como una mujer liviana, ambiciosa e intrigante, quedó tan sobrecogida de la elección que la elevaba al trono más poderoso entonces de la tierra, que suplicó a su madre que enviase en su lugar a su hermana mayor. Felipe II falleció cuando ya Margarita se había puesto en camino para pasar a España en compañía del archiduque Alberto, esposo de la infanta doña Isabel Clara Eugenia. El Papa Clemente VIII salió a cumplimentarla a su paso por Ferrara, y la casó por poderes. Pasó después a Génova donde se embarcó, tomó tierra en Vinaroz y se celebraron en Valencia las bodas de Felipe III y las de su hermana la infanta Isabel Clara. Margarita hizo a su marido padre de numerosa y florida sucesión; pero falleció después de doce años de matrimonio, a los 27 de su edad, llorada de su esposo que no volvió a casarse, y de todo el reino que la adoraba por sus prendas, por su amabilidad y por su inexhausta beneficencia.

Y ¿es esta la primera austriaca que tendió lazos al príncipe de España para cogerle en sus redes, y satisfacer así su ambición: que no desdeñó la galantería de un grande de España que podía serle útil; que casó clandestinamente con Felipe III, viviendo todavía su padre, y en Madrid, donde había vivido para atraerle a tan ridícula unión? ¿Y a este cúmulo de delirios se atreve a llamar anécdota el novelista de nuevo cuño? ¿Cuál ha podido ser su intención al escribir tan infames patrañas? ¿Cuál? La de contribuir con su óbolo a la buena obra de deshonrar los reyes y las familias reales; y realzar las virtudes del hijo de la que vende barquillos con el contraste de los vicios y maldades de los grandes del siglo. Para un objeto tan edificante todo es   —161→   lícito, todo es honrado; hasta el oprobio moral de la calumnia: hasta el oprobio literario de la ignorancia en la historia.




ArribaAbajoArtículo III

Bastan los absurdos históricos ya notados para convencernos de la supina ignorancia del autor de la novela citada. Mas si a lo menos hubiese tenido más felicidad en la descripción de los caracteres y de las costumbres: si hubiese siquiera consultado a los novelistas y dramáticos españoles, fieles ecos de las ideas y sentimientos de aquel siglo, se le hubieran podido perdonar a favor de la fidelidad de las descripciones, los disparates de la composición de la fábula. Pero nada hay de eso. Los caballeros de la corte en aquella época eran modelos de lealtad, de valor, de respeto a las damas, de honor y de generosidad; y los dos que introduce el novelista pueden aprender del hijo de la barquillera lecciones de todas aquellas virtudes: tan tímidos son, tan bajos, pérfidos y despreciables. ¿Quién es un conde de Fuentes, a quién pinta viejo y ridículamente enamorado de Margarita, cuando nadie ignora que se veneraba entonces la sangre de nuestros reyes con un respeto religioso? Y ¿cuál era el gran preboste de la corte de Felipe II? ¿Cree el autor, o ha querido hacer creer a sus lectores que el empleo de verdugo era una dignidad en el palacio de España como lo fue en el de Luis XI? Y ¿quién le ha dicho que el duque de Lerma no fue más que un intrigante subalterno, un caballero indigno, capaz de favorecer el matrimonio clandestino del heredero de la corona para granjearse su gracia, y de malquistar después a Margarita para quitarle toda participación en el gobierno, participación que ninguna reina de España solicitó ni obtuvo desde Isabel la Católica hasta Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV?

Estamos lejos de mirar al célebre valido de Felipe III como un modelo de ministros; pero si no tuvo ideas exactas, muy poco generalizadas entonces en materia de administración interior: si dejó cundir el cáncer del lujo y de la ociosidad que empezaba ya a devorar a España: si aumentó con la expulsión de los moriscos el atraso de la agricultura; en fin, si se valió de esta medida política (y esta es la principal acusación que puede hacérsele) para enriquecer a sus amigos y criaturas, la historia imparcial no puede negarle el mérito de haber sabido poner límites a las adquisiciones de la monarquía, y de haberla conservado en el puesto que la dejó Felipe II, es decir, en el principal de Europa. El que terminó sin menoscabo del honor nacional, la guerra de Flandes que devoraba nuestra población y nuestros tesoros: el que sostuvo nuestra supremacía, política en Francia, Italia y Alemania: el que se opuso constantemente a los esfuerzos del duque de Osuna, del marqués de Villafranca y de otros guerreros ilustres que deseaban dar nuevos aumentos a la monarquía, ya demasiado grande, por el espíritu que aún conservaban de la escuela política y militar de Carlos V, no era ciertamente un intrigante subalterno. Su divisa fue conservar lo adquirido y esa era la máxima más saludable para España en aquella época. Ojalá la hubiese adoptado su sucesor el conde duque de Olivares, cuyo furor belicoso fue la causa de que decayese el poder Español.

Pero a ninguno trata con más injusticia el novelista francés que a Felipe III. Sabemos que educado en la rígida corte de su padre, profesaba el mayor respeto y veneración a este monarca. Pero ¿qué hecho, o qué expresión suya puede justificar el carácter, bajamente tímido, que se le atribuye en la anécdota? Ninguno, absolutamente ninguno. Cuando ascendió al trono gobernó su inmensa monarquía con apacibilidad y justicia. Poseía en alto grado las virtudes cristianas; era severísimo para sí mismo; pero manso y benigno para los demás. Ningún acto de rigor que pudiera parecer cruel; ninguna sedición que perturbase la tranquilidad pública; ningún desorden o desgracia notable mancilló su reinado, sino la expulsión de los moriscos, cuyas causas políticas mejor apreciadas en aquel siglo que en el nuestro, no es necesario referir aquí.

Felipe III no poseía, es verdad, de las calidades propias de un rey, más que el   —162→   amor de la justicia. Pero esta era suficiente entonces en una nación quieta, leal y valerosa, y con un ministro que coincidía con su monarca en el sistema político con respecto a las demás potencias de Europa. El defecto principal de uno y otro fue la falta de ideas en materia de administración; pero esta ignorancia era entonces común. Su reinado no fue tan brillante como el de su padre y abuelo: mas tampoco fue tan infeliz como el de su hijo y el de su nieto. Ni puede culparse enteramente a Felipe III de falta de energía: la tuvo y muy señalada, cuando apartó de su gracia al privado, que recelando ser derribado, aceleró su ruina por la precaución que tomó de envolverse en la púrpura cardenalicia. Felipe se ofendió de esta desconfianza, y de la independencia personal que con el nuevo título adquirió el duque de Lerma. La expresión pues del de Osuna, que llamaba a este rey el tambor mayor de la monarquía, no era exacta. Era solo un despique de que no se le permitiese encender nuevas guerras en Italia.

Mejor descrito, bajo cierto punto de vista, se halla en la novela el carácter de Felipe II; no porque creamos las atrocidades ni la malignidad que se le atribuyen, pero suyo era el espíritu de dominación y la energía de un alma nacida en el mando y acostumbrada a él, que el autor pinta en su lecho de muerte. Felipe tuvo la desgracia de que se creyesen todas las maldades que sus enemigos le acumularon, porque colocado perpetuamente en el poder, nunca se olvidó de que era rey para descender a ser hombre. Poseía grandes prendas y virtudes de monarca; mas no cultivó las de la humanidad. Así fue más respetado que querido.

Dudamos mucho que hubiese asistido a un auto de fe, que es el primer episodio de la novela. Seguramente no honran a nuestra nación aquellas tristes escenas; pero la que no tenga manchados sus anales con el fanatismo y la intolerancia, que nos tire la primer piedra. Los furores de los anabaptistas de Alemania, de los puritanos de Inglaterra y de los católicos y hugonotes en Francia derramaron mucha más sangre y causaron mayores estragos en estos países que la inquisición en España. El mal peculiar y exclusivo de la intolerancia española fue el obstáculo que aquel tribunal opuso a los progresos del entendimiento humano. Así las otras naciones, apenas el cansancio de las calamidades, y el escarmiento les quitaron las armas de la mano, caminaron con pasos rápidos en gobierno, artes, ciencias y civilización; y España, que había sido la primera en casi todos los ramos del saber, se quedó atrás a muy larga distancia, a pesar de la profundidad en el talento y de la lozanía en la imaginación que caracteriza a sus habitantes.

Pero volvamos a nuestro propósito. La novela de que hablamos es falsa enteramente en los hechos de la historia, falsa en la descripción de los caracteres, falsa en la de los usos y costumbres. Y sin embargo su autor tiene pretensiones de novelista histórico; pues la llama anécdota, y cita en su apoyo un cronista desconocido, llamado Dechamps, de cuya existencia, a vista de tantas falsedades, se nos permitirá que dudemos. No nos parece que es esta la manera de imitar a Walter Scott.

Acaso se responderá a nuestra censura que es lícito al poeta y al novelista desfigurar los hechos. Nosotros no les concedemos más licencia que la de embellecerlos, añadiendo episodios probables que se liguen e incorporen con ellos. Todavía es menos lícito desfigurar los caracteres: nos reiríamos del que nos pintase a César cruel o a Nerón clemente.

Hay dos razones muy poderosas para no conceder semejante licencia.

La primera es, que los nombres de los personajes históricos se han llegado ya a identificar en el lenguaje común con las cualidades dominantes en su carácter, de modo que se usa frecuentemente por antonomasia de los primeros para denotar las segundas. Ahora bien, ni al poeta ni al novelista es lícito alterar el valor recibido de las voces. Jamás se podrá pintar a Aquiles cobarde, por la misma razón que no se puede decir de un cobarde a no ser irónicamente, es un Aquiles.

La segunda razón es todavía de más importancia si comparamos el inmenso número de los lectores de novelas con el cortísimo de los que estudian la historia. Los primeros no ven en las obras, enteramente fingidas, como Tomás Jones, Persiles, Grandisson, más que libros de entretenimiento; pero si la novela es histórica no tienen medios de evitar los errores en que los hagan caer sucesos desfigurados o caracteres mal descritos, y así una gran parte de la sociedad culta se imbuirá de preocupaciones ridículas o perniciosas en materia de historia o de moral; porque, generalmente hablando, no se falsifican los hechos ni los caracteres históricos, sino para pervertir las ideas o los sentimientos morales.   —163→   Pero aun cuando semejante falsificación no produjese otro mal que el de propagar errores históricos, ya este es por sí bastante considerable. ¿Cuántas lectoras habrá en Francia (y por desgracia aún en España) que fiadas en el folletín de la Presse y en el historiador Dechamps, creerán liviana y perversa mujer a la esposa de Felipe III, cuyas virtudes inmortalizó nuestro Jáuregui en una excelente canción?






ArribaAbajoLeyendas y novelas jerezanas.- Madrid, 1838

Este libro contiene tres novelas, cuyos títulos son: El Pendón, Los Gitanos, El Cristiano y la Mora.

El objeto del autor ha sido sin duda dar noticia, con el pretexto de escribir novelas, de varios hechos históricos interesantes, y describir las costumbres de las épocas a que se refieren sus fábulas; en una palabra, introducir en nuestra literatura el género de Walter Scott. In magnis voluisse sat est.

Este género tiene dos condiciones esenciales: la verdad en los hechos históricos y en la descripción de las costumbres, y el interés en la fábula. Nosotros somos más capaces de juzgar este libro bajo el segundo aspecto que bajo el primero, porque la erudición es riqueza de muy pocos, y los sentimientos de la humanidad son comunes a todos los hombres.

Todas tres novelas nos han inspirado interés; pero más que todas la última, en la cual lidia el valor y el mérito contra el fanatismo religioso, exaltado por la desgracia. El amor del cristiano y la mora interesa por las circunstancias extraordinarias en que nació, por su pureza y verdad, y por los peligros y obstáculos que se opusieron a él; mas no por eso deja de conmover el corazón el carácter indomable de Abenjuc, que ahoga todos los sentimientos de la naturaleza por obedecer a otros más imperiosos en una alma sincera y bárbara como la suya: el fanatismo y la venganza.

La acción de los Gitanos viene a ser en el fondo la de la Gitanilla de Cervantes. La del Pendón está bien dirigida; pero los episodios son demasiado largos, y muy innoble el rival de Fernández. Tiene mucho mérito el artificio de Martín para hacer que su amo fuese al castillo de Gigonza, donde debía perder la libertad de su corazón.

Los diálogos son vivos, los caracteres bien sostenidos, la elocución fácil, graciosa, y generalmente hablando, correcta, más correcta que la que suele usarse en las obras españolas de esta clase. Son muy raras las expresiones que indican en el autor la costumbre de leer novelas francesas o traducidas del francés.

Está bien pintado el orgullo y pundonor de los caballeros de aquella época; pero con licencia del autor nos parece que la gente ordinaria del siglo a que se refiere en el Pendón no tenía las pésimas costumbres ni la abyección que se le atribuye. Este abatimiento e inmoralidad, esta pillería, que nos parece la voz propia, no es de aquel siglo: pertenece a épocas posteriores, y correspondería mejor a vasallos y villanos de algún Señor feudal de Francia o de Italia en la edad media, que a los vecinos de Jerez, cuando esta ciudad era frontera de los moros.

Es menester no equivocarse. Nada de cuanto digan o finjan las historias y novelas francesas o inglesas sobre el feudalismo de la edad media puede aplicarse a los ricos hombres y caballeros castellanos. Jerez, ciudad realenga, con su régimen municipal, con su milicia concejil, acostumbrada a pelear diariamente con los moros, debía contener en su seno una población valiente, laboriosa, morigerada, y poco dependiente   —164→   de la nobleza. Es pintura muy fiel de la época la parte que tomó el pueblo en la reyerta de los caballeros que disputaban sobre cuál había de llevar el pendón en la procesión, mas no lo es la historia de los tornilleros que vuelven fugitivos del campo a robar y emborracharse. No basta que un suceso sea probable para que se inserte en esta clase de novelas: es menester que sea conforme a las costumbres del tiempo; y difícilmente se probará que en el siglo XIV había esa especie de pillos en Jerez.

Mejor y con más verdad están descritas en la segunda novela las costumbres de los gitanos, que desde que aparecieron en el occidente europeo no han variado de carácter ni de hábitos; y en la tercera el odio y la intolerancia del vulgo cristiano a los sectarios de Mahoma.

La principal enhorabuena que podemos dar al autor es la de haber inspirado el principal interés a favor de las personas virtuosas, y no haber presentado a sus lectores cuadros de atrocidades gratuitas; pues las de Abenjuc están suficientemente fundadas en la venganza del honor y en la barbarie del fanatismo. Tampoco nos ha afligido con el espectáculo degradante del hombre moral, vencido siempre en la lucha de la pasión con el deber: espectáculo tan común en las novelas y dramas que ahora se llaman románticas. Los afectos que intervienen en las novelas de este tomito son el amor verdadero, el valor generoso, el patriotismo; y el resultado y la catástrofe, así como las reflexiones, son siempre favorables a los sentimientos virtuosos.

Insistimos tanto en la necesidad de respetar y favorecer en esta clase de composiciones populares la virtud y las buenas costumbres, porque estamos persuadidos de que son los libros que más frecuentemente lee la juventud. Y en vano se dirá que para ella solo son objeto de un entretenimiento sin consecuencia. No puede carecer nunca de importancia moral la descripción del hombre, de sus sentimientos, de sus prendas y de sus debilidades. Está en manos del escritor de una novela, si tiene el talento de su profesión, dirigir, aunque solo sea por algunos momentos, el instinto moral de sus lectores, que son casi todo el bello sexo y casi todos los jóvenes del varonil. Esta dirección puede ser buena o mala; puede influir en el giro que tomen las máximas y sentimientos individuales; puede en ciertas circunstancias decidir de la suerte futura del lector. No nos es desconocido el carácter que imprimió a la juventud española la lectura de los libros de caballerías. Tampoco ignora nadie el pésimo efecto de ciertas novelas que bajo el pretexto de inocular el sentimentalismo, presentan a la imaginación exaltada del joven un mundo ideal, cuyo menor inconveniente es hacerle desconocer la sociedad verdadera en que se vea obligado a vivir. Sería necesario el genio de Cervantes para presentar bajo el aspecto ridículo que tienen los Quijotes de uno y otro sexo, que ha vuelto locos el furor de la sensibilidad.

El autor en el prólogo que antecede a sus novelas inserta dos diálogos entre él y dos literatos, uno clásico y otro romántico, a los que supone infatuados y locos por sus respectivos sistemas. Sucedió lo que sucede en casos de la misma especie, y siempre que hay pugna de partidos. El primero condenó sus novelas por clásicas y el segundo por románticas. La verdad es que una y otra expresión es impropia. Novela romántica es un pleonasmo; porque ¿a qué ha de parecerse una novela más bien que a una novela? (roman). El epíteto clásico se ha aplicado a muy pocas composiciones de este género, como son las novelas de Cervantes, el Telémaco de Fénelon y algunas otras que son modelos de lenguaje, y que no pueden dejar de estudiar los que quieran aprender el idioma del país en que se escribieron. Toman el nombre de clásicas de las clases de lenguas y de literatura en las cuales se estudian. Y esto bastará para convencerse del poco conocimiento y la ninguna oportunidad con que han aplicado sus denominaciones nuestros modernos humanistas. Es verdad que si examinamos su manera de escribir no parece que han saludado los escritores clásicos del idioma castellano.

No contaremos en el número de estos al autor de las presentes novelas; pero diremos en obsequio de la verdad y de la justicia, que exceptuadas algunas frases excesivamente triviales y alguna otra que nos parece galicismo, su dicción es bastante correcta, mérito muy raro en el día y de primera necesidad en libros de entretenimiento;   —165→   lo que unido al interés de las fábulas, a la viveza de los diálogos y a la verdad y nobleza de los sentimientos, hace su lectura agradable.




ArribaAbajoDe la poesía considerada como ciencia


...Neque enim concludere versum
dixeris esse satis...


Horat.                


Hasta ahora los que más honor han hecho a la poesía la han considerado como un arte; y todos conocen la secta nueva de poetas, que ni aun como arte quiere considerarla; pues niega la existencia de las reglas, y no reconoce más principio de escribir en verso que lo que sus adeptos llaman inspiración, genio, entusiasmo, y algunos misión, no sabemos de quién, Dejémosles, pues, la libertad de delirar a todo su sabor; y convencidos nosotros de que nada bueno pueden hacer los hombres en ninguna línea sino sometiéndose a ciertos y determinados métodos, examinemos si las reglas del arte de la poesía pueden deducirse de algún principio general que la eleve a la dignidad de ciencia.

Mas para emprender esta investigación se necesita subir a un punto de vista más general y elevado, y dar a la palabra poesía una significación más lata que la que generalmente se le atribuye. Es necesario prescindir del instrumento de que se vale el poeta propiamente dicho, que es el lenguaje, y considerar su profesión como el arte en general de describir lo bello y lo sublime, y de halagar y elevar el alma con sus descripciones, ya sean hechas con la voz hablada y escrita, ya con los sonidos de la música, ya con el buril, ya con los pinceles, ya en fin, con las simetrías geométricas.

Consideradas las bellas artes bajo este aspecto, y no reconociendo entre ellas más diferencia que la del instrumento con que describen, es claro que para profesar dignamente cada una ha de combinarse el conocimiento del objeto que se proponen todas, a saber: la belleza y la sublimidad con el conocimiento de los medios peculiares de descripción propios de aquella arte.

Y existiendo reglas y principios ciertos para la construcción de las frases en el lenguaje, para la combinación de los sonidos en la música, para las proporciones de la geometría, para la mezcla de los colores y para la representación de las perspectivas en la pintura, nadie podrá negar que el instrumento de cada arte supone una ciencia particular para su conocimiento, y un arte respectivo y reglas competentes para la práctica.

Acaso no tendrán dificultad en confesar esto los que quieren introducir la anarquía en la república de las bellas artes: acaso concederán que el pintor necesita de la geometría descriptiva, el poeta de la gramática, y el músico de la acústica, esto es, que tienen necesidad de conocer, no estas ciencias en toda su profundidad y extensión, sino los principios generales que suministran a las artes. Pero lo que ellos quieren que sea mirado como un dogma inconcuso es que el sentimiento y expresión de lo bello y de lo sublime en cualquier arte es obra exclusiva del genio y de la inspiración; en una palabra, que la belleza no está sometida a reglas, y que no hay ciencia de la belleza.

Ambas aserciones son inexactas: la primera, porque si bien las reglas no pueden   —166→   servir para crear los pensamientos de una composición, ayudan infinito a expresarlos debidamente, mostrando los escollos que deben evitarse: y la segunda, porque no hay sentimiento alguno del corazón humano que no pueda y deba ser objeto de las investigaciones de la filosofía racional, y por consiguiente que no produzca un ramo de esta vastísima ciencia.

¿Existe en el hombre el sentimiento de la belleza y de la sublimidad? ¿Hay en los objetos de la naturaleza sometidos a nuestra contemplación cualidades en virtud de las cuales existen en nosotros las impresiones de lo bello y de lo sublime? ¿Posee el hombre la facultad de transmitir a sus semejantes por diversos medios y con distintos instrumentos las impresiones que los objetos de la naturaleza han producido en él? ¿Puede su imaginación, eligiendo diversos rasgos y cualidades del variado espectáculo del universo, crear seres ideales que produzcan en el ánimo impresiones de la misma especie que los objetos bellos y sublimes de la naturaleza? Pues si no puede negarse que existe este sentimiento y estas facultades, forzoso será también confesar que debe ser estudiado y reducido a principios el sistema de hechos y fenómenos psicológicos a que da motivo la propiedad que tiene nuestra alma de sentir y reproducir la belleza y la sublimidad. Este sistema constituye la ciencia de la poesía considerada en su generalidad: ciencia que se semeja mucho a la ideología, con la diferencia de que esta se versa acerca de ideas, y aquella acerca de sentimientos e imágenes: ciencia más difícil, porque el criterio de la belleza no se fija por raciocinio como el de la verdad, y es más delicado y fugitivo; pero ciencia no menos cierta y exacta, porque se funda en hechos que pasan en nuestro interior, y de los cuales todos tenemos conciencia.

Todos, sí: porque ¿dónde está el hombre tan semejante a la fiera, que no se haya complacido algunas veces en observar la beldad que el Hacedor ha prodigado tan generosamente en los diversos seres de la creación? ¿Qué alma que no se eleve tendiendo la vista a la inmensidad del firmamento? Aún más diremos: ese genio poético, esa facultad de reproducir las impresiones agradables o enérgicas, ese entusiasmo, esa inspiración a la cual quieren algunos atribuir exclusivamente todo lo bueno que se haga en las artes, ese don del cielo, en fin, es más común y general de lo que se cree. Existen muy pocos hombres que no hayan sentido nunca hervir en su pecho el fuego de la inspiración. Cuando algún afecto poderoso se apodera del alma, se expresan los labios con todo el calor de la elocuencia, y tal vez con todo el estro de la poesía. Y además, ¿no sabemos que el lenguaje de los pueblos en su infancia es más animado, es más figurado, es más poético, precisamente porque siendo en aquel período más ignorantes, tiene más acción sobre ellos el sentimiento y la fantasía?

Existe, pues, la ciencia poética; pues es universal en el género humano el sentimiento de lo bello y de lo sublime y la facultad de reproducir sus impresiones. Responder que sin esta ciencia ha habido grandes poetas es no decir nada. También se ha raciocinado en el mundo, y se ha raciocinado bien, antes de que fuese conocido ni aun el nombre de la lógica. También se han medido terrenos y levantado edificios antes de que se escribiesen elementos de geometría. ¿Diremos por eso que la geometría y la lógica son ciencias inútiles? ¿No es este el caso de clamar con el anciano de Terencio: homo sum; humani nihil a me alienum puto? ¿Cómo puede dejar de ser importante para el hombre nada de lo que pasa en el interior del hombre?

Si existe una ciencia de la poesía, existe también un arte de ella y las correspondientes reglas, porque es imposible que de los principios de una ciencia no se deduzcan métodos prácticos y legítimos para hacer bien lo que puede hacerse bien o mal. Estas reglas son las mismas que se deducen de la naturaleza de los sentimientos humanos y de la del instrumento con que se expresan: estas reglas son las que siguieron por instinto, aunque todavía no existiese el arte, los Homeros, los Pilpay, y los Vates y Bardos primitivos de los pueblos. Pero el instinto es una norma muy poco segura en las naciones cultas que están ya excesivamente lejanas del candor e ingenuidad de la naturaleza. Además, los pueblos civilizados quieren filosofarlo todo. ¿por qué, pues, se les ha de impedir el derecho de raciocinar acerca de las fuentes de sus placeres intelectuales?

  —167→  

Horacio que no creía suficiente para la bondad de una composición algunos versos o descripciones felices, reasumió toda esta doctrina cuando dijo:

Rem tibi socraticæ poterunt ostendere chartæ.



En efecto, el estudio del hombre, objeto principal de la filosofía de Sócrates, es el grande auxiliar del genio poético. Sin aquel estudio la inspiración ruda, como la llama el mismo Horacio, no podrá dar a luz bellezas del primer orden.

Ya es tiempo, pues, de que cese esa nueva preocupación nacida en nuestros días, que supone inútil el estudio y las reglas para sobresalir en la poesía; y si semejante delirio no podría ni aun decirse de un pintor, de un músico, de un arquitecto, ¿cómo se tolera que se diga de los que se ejercitan en pintar y en describir por medio del lenguaje? Porque el objeto de todas las bellas artes es el mismo: y ¿por qué no ha de ser necesario para la más noble de todas el estudio que lo es para las demás?




ArribaAbajoDe la supuesta misión de los poetas


«...Animis natum inventumque poema juvandis».


Horacio                


No deja de ser bastante ridícula la pretensión de algunos de los corifeos del nuevo romanticismo, atribuyendo la facultad de poetizar a una misión recibida no se sabe de quién; pues aunque citan la naturaleza, el genio y la inspiración, no por eso es mejor conocida la autoridad que llama y elige al poeta. Nosotros sabemos que el genio, auxiliado por la instrucción, enardece la fantasía, la presenta cuadros originales y animados, la enseña a vencer los obstáculos y a expresar dignamente lo que ha concebido. La inspiración en las bellas artes no es otra cosa sino el calor y la osadía de los sentimientos que elevan el alma del artista a una esfera nueva, desde la cual describe los objetos que en una situación tranquila ni aun podría descubrir. También sabemos que la naturaleza excita al verdadero poeta a cantar lo que siente y lo que imagina, no solo para su complacencia propia, sino también para la de la sociedad en que vive.

Esta teoría es clara y nada misteriosa cuando se definen con exactitud las voces. Mas no sabemos cómo pueda llamarse misión el impulso natural a describir las bellezas de la naturaleza, a presentarlas bajo el aspecto más ventajoso, a concebir y expresar ideas originales, vigorosas y sublimes. La misión supone una autoridad que envía, y que encarga la ejecución de una cosa. ¿Cuál es esta autoridad? ¿La naturaleza? Pero la naturaleza movió igualmente a hacer versos a Homero y a Quérilo, a Virgilio y a Bavio, a Boileau y a Cottin, a Calderón y al maestro Cabezas, el más desatinado de nuestros poetas cómicos. ¿Por qué la naturaleza imprimió tan fuertemente en el ánimo del gran Cervantes el deseo de versificar, aun después de desengañado que solicitaba

la gracia que no quiso darle el cielo?



¿Y quién tenía más derecho de creerse enviado para ser poeta que el autor del Quijote, dotado de la imaginación más vehemente, más rica, más variada que ha visto la república de las letras.

Los griegos y los romanos que tenían un dios de la poesía, nueve musas, una diosa de las ciencias, un Parnaso y una fuente Castalia, podían creer en esa misión.   —168→   De aquí las expresiones est Deus in nobis, invita Minerva, aspirate canenti, musarum sacerdos; y otras semejantes que se hallan a cada paso en los poetas latinos. Ovidio, Virgilio y Horacio podían creerse enviados de Apolo, sacerdotes de las musas, inspirados por un Dios, así como César creía en su fortuna y Bruto en su mal genio. Pero nuestras creencias no permiten semejante suposición; y cuando nuestros poetas, tratando de asuntos religiosos, invocan la asistencia de los seres sobrenaturales, como los Ángeles, los Santos o la Divinidad misma, no es para conseguir una inspiración especial del cielo, sino para expresar dignamente las que ya hemos recibido de la fe.

Se ha querido comparar la inspiración poética a la que recibieron del mismo Dios los profetas y autores inspirados de los himnos y cánticos de la Escritura. Esta pretensión, que si se manifestase seriamente podría llamarse blasfema y sacrílega, es por lo menos soberanamente necia. Los escritores sagrados recibieron verdaderamente una misión; mas no porque sus composiciones sean poéticas, se ha de inferir que todo poeta es también enviado. Esto merece alguna explicación.

El tono de la Biblia es generalmente sencillo en las narraciones, nervioso y severo en los consejos morales, enardecido, vehemente y sublime en los cánticos y profecías. La inspiración divina era en cada uno de estos casos lo que debía ser atendido al objeto de la obra, a saber: dar noticia de los hechos pasados, o instruir al hombre en sus deberes, o ajustar a la música las alabanzas del Altísimo, o descorrer al género humano el velo de lo futuro. Así ni el Génesis, ni el Levítico, ni los libros de los Reyes, ni los Sapienciales son poéticos. Toda la pompa de la poesía se reservó para los cánticos, lo que a nadie causará extrañeza, y para las profecías que por su carácter particular exigen también el lenguaje de la imaginación y de los sentimientos.

En efecto, un hombre que descubre en la edad venidera sucesos que interesan a su nación, o llenos de maravillas y de misterios, no puede expresarse en el idioma tranquilo y sosegado del raciocinio. Era imposible que Jeremías vaticinase sin lágrimas la próxima ruina de Jerusalén, ni que entreviese sin grave conmoción de su fantasía el gran misterio de la pasión, simbolizado también en aquel suceso. Isaías evangeliza más bien que profetiza los sufrimientos del hombre Dios; pero su estilo, muy diferente del de Juan, participa del pasmo y del dolor que la contemplación del gran sacrificio debió causarle.

Así fue como la misión divina y la poesía se hallaron reunidas. Pero querer aplicar aquella voz sagrada al impulso que incita a cualquier versificador a cantar bien o mal asuntos o religiosos o profanos es un abuso de las palabras que debe reprimirse, y que solo ha podido tener su origen en el carácter ambicioso del siglo. Semejantes locuciones corresponden muy bien a la presuntuosa osadía que se va haciendo de moda en todas las clases y profesiones.

La verdadera misión del poeta es la que le designó Horacio: animis juvandis, recrear el ánimo: y todo el que la cumpla dignamente tendrá por bien empleado el trabajo y el tiempo que le hayan costado sus composiciones. Este objeto es muy noble, pues aumenta, sin menoscabo de la virtud, la corta masa de placeres que es dado al hombre gozar sobre la tierra.

Pero algunos nos opondrán una objeción que no carece de fuerza. «El objeto, nos dirán, que habéis atribuido a la poesía es harto frívolo y mezquino. Esta divina arte con el hechizo de sus formas, con la magia de la versificación, con la sublimidad de las ideas da, por decirlo así, una nueva vida a la verdad, y la hace accesible, no solo al entendimiento, sino a la fantasía y al corazón. Hay verdades, como son las morales religiosas, que en vano serán conocidas del hombre sino se le hacen amables, y este debe ser el objeto, la verdadera misión del poeta, obligar a la sociedad a que ame la virtud y le rinda sus homenajes. Un verso feliz grava mejor una máxima importante de moral o de política que un tratado científico de cualquiera de estas ciencias».

No quiera Dios que nosotros desterremos la virtud de la poesía, o que aplaudamos a los que abusan de este arte para hacer descripciones inmundas o para inculcar máximas inmorales y perniciosas. Más diremos: no puede haber belleza en una composición contraria a las buenas costumbres; porque la deformidad moral es   —169→   la mayor de todas, y basta a destruir todos los rasgos bellos del cuadro mejor acabado.

Mas no por eso hemos de trastornar los principios, ni colocar los que solo son corolarios, al frente del sistema de doctrinas. El objeto primario de las bellas artes es agradar; es halagar la imaginación del hombre con la descripción de la belleza: para conseguir este objeto, en la pintura de las acciones, costumbres y sentimientos humanos, no puede prescindirse de la virtud: así es una consecuencia necesaria, pero no un principio, en las composiciones poéticas el respeto a la moral, la expresión enérgica de los afectos virtuosos, el embellecimiento de las máximas nobles y generosas, en una palabra, el triunfo de la bondad y la detestación del vicio.




ArribaAbajoDel uso de las fábulas mitológicas en la poesía actual

Hasta ahora no se había creído que fuese un acto de profesión de paganismo introducir en la poesía los nombres armoniosos de las deidades griegas y romanas. Así el romántico Lope como el clásico Corneille hicieron uso de las fábulas mitológicas. Calderón se atrevió más; pues afianzado en la autoridad de los escritores que han considerado los dioses y héroes del gentilismo como derivaciones corrompidas de la historia hebrea, en muchos de sus autos sacramentales, como el verdadero Dios Pan, Andrómeda y Perseo, los Encantos de la culpa, presentó la fábula como símbolo de la verdad.

Las descripciones de los poetas líricos o épicos de la moderna edad desde Tasso hasta Meléndez en todas las naciones europeas están llenas de los nombres de Marte, Júpiter, Venus, Cupido, Minerva, de sus atribuciones respectivas, de alusiones a las pasiones humanas que representan. Todos han embellecido sus composiciones con las consejas ingeniosas y brillantes de la civilización griega y romana. No sabemos que a ninguno haya reprendido la iglesia ni castigado la inquisición por haber usado esta clase de adornos en sus poemas.

Pero el moderno romanticismo, que tan poco mirado y escrupuloso es en materias de moral, religión y política, ha querido, no sabemos por qué, lanzar un terrible anatema contra las fábulas mitológicas y desterrarlas de la poesía. Las razones en que se funda, son dos: 1.ª, que nadie cree en aquellos dioses: 2.ª, que ya fastidian, por haberse agotado los pensamientos y descripciones que podrían sugerir. Ambas razones nos parecen insuficientes.

Nadie cree en ellos. Esto es verdad, considerados como dioses: esto es, como partícipes en mayor o en menor grado de la naturaleza divina que los gentiles juzgaron erradamente divisible; pero si solo se les considera como lo que realmente fueron, a saber: príncipes y princesas de diferentes puntos de Grecia, o personificaciones de los grandes fenómenos de la naturaleza, o símbolos ingeniosos de las pasiones humanas, tuvieron para el historiador una existencia verdadera, y la tienen ideal para el poeta y para el moralista. ¿Por qué se había de prohibir a León, hablando de Saturno, civilizador de la Italia primitiva,


Rodéase en la cumbre
Saturno, padre de los siglos de oro?



¿Por qué a Balbuena la bellísima descripción que hace del Sol cayendo en el mar Atlántico, y que comienza


Ya Febo sobre el mar del pardo moro
Templaba el rojo carro las centellas?



¿Por qué a Calderón, suponer que Prometeo, hurtando un rayo al Sol y animando con él su estatua, mostró a los hombres


Que quien da las ciencias, da
Vida al barro y luz al alma?



  —170→  

Siempre será lícito al poeta crear un mundo ideal para embellecer sus pensamientos; y ninguno más rico, más variado ni más descriptivo que el de la mitología. Esta fue el primer tesoro de los poetas, y justamente adquirido, porque fue el producto de su trabajo. En efecto, la mayor parte de la fábula fue creación de la poesía. Casi todas ellas, si las estudiamos con atención, son apólogos como los de Esopo y Pilpay; con la diferencia de que en estos son interlocutores los animales, y en la mitología hombres que habían recibido el honor de la apoteosis.

¡Nadie cree en ellos! Y ¿quién cree en brujas, hechiceras, nigrománticos, ni cabezas de carneros convertidas en humanas? Y sin embargo, no se desdeñan nuestros románticos modernos de introducir en sus composiciones estos sucesos y seres ideales; y por cierto que no son tan bellos como la curiosidad de Psiquis castigada, o Hércules levantando de la tierra a Anteo para ahogarle en el aire.

Esta objeción tiene sin embargo un lugar oportuno en las poesías consagradas directamente a la religión que profesamos. ¿Por qué? Porque en toda composición deben seguir el lenguaje y el estilo, el tono y colorido del asunto. Los nombres de los dioses del paganismo ni son ni pueden ser para nosotros más que expresiones figuradas; ingeniosas a la verdad, bellas, armónicas; pero que no deben usarse cuando se describen objetos religiosos que tienen su frase propia y exclusiva. Muy ridículo fue el poeta sagrado, que describiendo la última cena del Salvador, dijo:

Tum Jesus sociis Baccum Cereremque ministrat.



Esas dos metáforas están fuera de su lugar. Pero ¿quién impedirá a un poeta moralista decir, traduciendo el antiguo proverbio latino,

Venus pierde su ardor sin Baco y Ceres?



La oportunidad es todo en la poesía. Camoens, tan sublime, tan poeta cuando describe el genio de las tempestades, indignado de ver a los portugueses invadir los piélagos que son su dominio, es necio, indecente, y hasta obsceno en la descripción de la isla donde Venus preparó a sus Lusiadas un descanso, harto conforme al carácter de aquella diosa. Quid deceat, quid non, es el precepto de Horacio, a cuyas doctrinas tendremos que venir a parar, cuando no se quiera decir disparates.

Disipada la más fuerte de las objeciones, no será difícil destruir la segunda. «Los Dioses mitológicos, dicen nuestros adversarios, cansan ya, porque están muy repetidos; están usados». ¿Cómo así? Por ventura ¿es la poesía asunto de moda? ¿No debemos considerarla sino como el corte de un vestido o la disposición de un peinado que varían a merced del capricho de uno solo y de la imitación, casi siempre necia o mal entendida de los demás? No. Lo que es bueno hoy en poesía, lo será eternamente; y lo que fue bello y sublime en tiempo de Homero, lo será en las generaciones futuras.

No seremos nosotros los que neguemos cuán necesaria es la originalidad. Aliquid de tuo affer, diremos a todo escritor: pero ¿en qué consiste esta originalidad sino en los pensamientos? ¿Está por ventura en el lenguaje, en las expresiones o en las formas del estilo? No. Estas formas, estas expresiones (en cuya clase entran las alusiones mitológicas,) este lenguaje o conjunto de palabras y frases son el tesoro común de todos los que escriben. El verdadero genio construye con estos materiales templos magníficos: la mediocridad ni aun acierta a colocar bien una choza.

Si los románticos de nuestros días, ambiciosos de ser originales, no lo son sino como los revolucionarios de 1789 destruyendo todo lo existente, y alterando las formas sin producir nada, adquirirán una triste celebridad que no les envidiaremos. Telémaco será leído mientras haya hombres; y notre Dame de París será un libro desconocido antes de veinte años.



  —171→  

ArribaAbajoDe las costumbres en la poesía

Se ha querido disculpar la inmoralidad de algunas composiciones, diciendo que el autor no se ha propuesto enseñar las buenas costumbres ni presentar un modelo de virtud, sino un cuadro, artísticamente perfecto, un invento de la imaginación. Nosotros decimos que todo lo que produzca efectos contrarios a la moral, es malo y deforme en literatura.

Es evidente que la obligación del artista no es proclamar los grandes principios de la moral, sino halagar la fantasía con la imitación de las bellezas, esparcidas por todos los seres de la naturaleza. No debe equivocarse el principio con el corolario; pero es tal la unión que tienen con la belleza, la verdad y la virtud, que estas dos cualidades son condiciones esenciales de lo bello.

Es imposible presentar al hombre a los ojos de otros hombres, sin que este espectáculo deje de producir un efecto determinado. Si el efecto es malo, no puede disculparse el artista con decir que solo pintó para agradar; porque debía saber qué clase de inspiraciones había de producir su cuadro. Estas inspiraciones son siempre análogas a las que sintió el alma del artista al componerlo. Cuando Voltaire escribió su execrable Poncella conocía muy bien las impresiones que había de causar en sus lectores; y lo que es más, quería producirlas. El autor del Antony manifiesta en el epígrafe de su obra que no ignoraba el daño que hacía con ella a la moral pública y a su propia reputación.

Pero se nos preguntará: «¿estas obras, consideradas no más que artísticamente, son bellas?» No, será constantemente nuestra respuesta. Jamás tendremos por bello lo que degrada y envilece la humanidad; lo que reduce al hombre a la condición de los brutos; lo que excita todas las pasiones bajas y ruines; lo que aniquila el principio de la inteligencia; lo que acaba con la confianza social, con las creencias nacionales, con la fe individual, con la virtud, con el honor en fin, que es la virtud del hombre en sociedad. Ridiculizar lo que hay más sagrado en los pueblos, romper los vínculos en que estriba la moral universal, nunca puede ser un mérito artístico, aunque el estilo, el colorido y la manera sean perfectos. ¡Tristes pinceles, malhadado genio, los que se emplean en describir un albañal! ¿Qué importa la armonía y nitidez de las frases con que se sumerge en el cieno la dignidad de la naturaleza humana? ¿Ni cómo puede interesarnos el hombre, cuando no se nos da a conocer sino por sus vicios y sus crímenes?

Todas las descripciones de los afectos humanos obran en nosotros por simpatía: y esta, por decirlo de paso, es la única ilusión que hay en el teatro. Sentimos lo que vemos sentir a otros. Pues bien; ¿qué simpatía podemos tener con el malvado, si no nos hacemos tan malvados como él? No hay remedio: o el efecto de la descripción es nulo, o es perverso y antisocial; y en este caso es peor que nulo, aun literariamente; pues en lugar de ver perfeccionado nuestro ser, lo vemos desmejorado y abatido.

La poesía, y señaladamente la dramática, puede y debe pintar las pasiones, los vicios y aun los crímenes de los hombres: no a la verdad calumniando a los personajes conocidos en la historia, como se ha hecho con María de Inglaterra y con Fray Luis de León; pues por desgracia harto comunes son y han sido las maldades para que sea necesaria la calumnia. Pero ha de procurar el hábil artista que el resultado de su plan y el efecto de su obra sea hacernos odioso el crimen, ridículo el vicio, temibles las pasiones. En su cuadro solo debe servir el mal como de una sombra bien colocada para que resalte el bien. Es menester que haya simpatía entre el hombre virtuoso y los personajes que se nos pintan: sino, cesará el interés, y sin interés es nula toda poesía.

Fedra, adúltera e incestuosa, nos interesa sin embargo en Racine: ¿por qué? por sus remordimientos. El crimen cometido sin resistencia de la razón y del corazón; el crimen presentado en toda su fealdad y como un lodazal en que se revuelca el hombre asimilado a una bestia inmunda no produce interés alguno. Porque si hay mortal capaz   —172→   de cometerlo así, tendrá muy pocos semejantes, y así no encontrará quien simpatice con él.

Los vicios ridículos que representa la comedia, no degradan la naturaleza humana ni su pintura es contraria a la moral. El castigo que recibe el avaro o el fanfarrón cobarde, venga de ambos a la sociedad, y manifiesta el imperio de las buenas costumbres por la contradicción que en ella encuentran los que se dejen llevar de tan ruines inclinaciones.

Las pasiones de un carácter más noble, como el amor, la ambición y la venganza, necesitan de más tino y circunspección de parte del artista. La tragedia las presenta y debe presentarlas siempre como peligrosas, como contrarias a la felicidad del hombre que a ellas se entregue. La sociedad humana está de tal manera organizada, que ninguna pasión vehemente y exclusiva puede producir más que sinsabor y desventura.

El amor que es el afecto con que más pronto simpatiza el corazón humano no debe en el teatro tener un éxito feliz, sino en la comedia urbana, donde por lo común se pinta como realmente existe en la sociedad, acompañado de la prudencia, de la mutua estimación y de la virtud. Pero en la tragedia se convierte en una pasión exclusiva, omnipotente, superior a la razón, capaz de acometer todos los peligros: en ese caso su éxito debe ser desgraciado. No es dado a un delirante labrar su felicidad, ni evitar los infortunios a que le exponga su frenesí.

La venganza, afecto que se funda en un principio de justicia, a saber: que el injuriador merece ser castigado; pero que contraría otro más general, cual es el de la caridad universal, halla fácilmente simpatía proporcionada a la magnitud de la ofensa. La ambición no es tan común, y cuesta mucho trabajo interesar a los lectores o espectadores a favor de un héroe cegado por el deseo de dominar.

Resta hablar de las composiciones que versan sobre sentimientos virtuosos, los cuales debieran ser la materia más habitual de la poesía. Los afectos religiosos, el amor de la patria y de la gloria, la ternura maternal, la piedad filial, deben formar, bajo la mano de un hábil artista, cuadros los más consoladores para el hombre, y por tanto los más interesantes y bellos.

El campo moral del poeta es inmenso así como el físico y el intelectual. Pero debe elegir lo bello y no lo deforme. Nadie, al entrar acompañando señoras en un bello jardín, va a escoger para presentarles un ramillete las ortigas que crecieron en un rincón por descuido del jardinero.

Nunca puede ser agradable lo que irrita nuestras pasiones y las subleva contra la razón, porque destruye la tranquilidad del ánimo. Las composiciones de efecto inmoral no pertenecen, pues, a la poesía, cuyo objeto es agradar.




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO
 
 


Tomo II

  —5→  

ArribaAbajoDe la versificación castellana


ArribaAbajoArtículo I

Tres son los metros más comunes en nuestra poesía: el verso de once sílabas, el de siete y el de ocho. El primero se cree más propio para los asuntos serios y sublimes, ya esté solo, ya mezclado con el de siete. Este acomoda más a la poesía ligera, graciosa y festiva. El de ocho, aunque muy perfeccionado por nuestros antiguos cómicos, tiene sin embargo demasiada facilidad, ocurre con demasiada frecuencia en la prosa española, para que se le juzgue propio de los asuntos graves. Generalmente se aplica a la sátira, a la burla, a los géneros familiares.

Esta diferencia no es absoluta ni exacta, como no lo son las que hacen los hombres en el estudio de la naturaleza y de las artes. Nuestros buenos poetas han escrito familiarmente en endecasílabos, y sublimemente en versos de siete y de ocho sílabas; mas no podrá negarse que a pesar de estos esfuerzos del genio, cada uno de los metros citados tiene el carácter que le hemos atribuido; así como el hexámetro, el dístico y el yambo latino tienen los que lo atribuye Horacio en su epístola a los Pisones, a pesar de que él mismo estaba escribiendo aquella carta familiar en el verso heroico del idioma de la capital del mundo.

En castellano la multiplicidad de cesuras y variación de acentos del endecasílabo se proporciona mejor a los diversos movimientos de las grandes pasiones, desordenados por su naturaleza, que la monótona armonía de los versos cortos casi imposible de variar. Al contrario, la ligereza del heptasílabo se presta mejor a los asuntos festivos, y la marcha igual y pausada del metro de ocho sílabas a los sentimientos tranquilos y a la expresión familiar de las ideas y sentimientos. Se ve, pues, que la distinción que hemos hecho no es arbitraria, pues nace de la misma construcción le los metros.

  —6→  

Y para que se entienda mejor lo que hemos dicho del endecasílabo, distinguiremos dos clases de versos de esta especie: el endecasílabo propio y el sáfico. La marcha de uno y otro es muy diferente; porque el sáfico tiene acentuadas las sílabas cuarta y octava, y el endecasílabo propio la sexta.


«Huésped eterno del abril florido»



es un sáfico.


«El dulce lamentar de dos pastores»



es endecasílabo propio.

De lo dicho se infiere que este verso tiene una sola cesura, la que puede estar en la sílaba misma acentuada, si es la última de una palabra aguda, como sucede en el infinitivo lamentar del verso anterior, o bien en la séptima, si la acentuada es la penúltima de una palabra grave, como en el adverbio juntamente de este otro:


«Salicio juntamente y Nemoroso».



Infiérese también que el verso de siete sílabas entra en la composición del endecasílabo, como parte alicuanta, o como quebrado, como le llama con mucha razón el Sr. Martínez de la Rosa, y esto, sea el hemistiquio de final grave o agudo. Tan heptasílabo es


«El dulce lamentar»



como


«Salicio juntamente:»



porque la sílaba aguda en final de verso equivale a dos.

Por la misma razón el verso sáfico debe tener dos partes alicuantas: una es el verso de cinco sílabas y el de nueve.


«Dulce vecino de la verde selva»



tiene los dos quebrados


«Dulce vecino»



y


«Dulce vecino de la verde»



Cuando la octava acentuada en el sáfico es final de palabra aguda, el quebrado de nueve sílabas queda en ocho con la última aguda, como en


«Huésped eterno del abril florido»



cuyo quebrado de nueve sílabas, es


«Huésped eterno del abril»



Del mismo modo el pentasílabo se reduce a cuatro sílabas con la final aguda, cuando es final la cuarta acentuada del sáfico.

El pentasílabo de


«Verde laurel que coronando a Febo»



es


«Verde laurel».



El pentasílabo, que tiene la última palabra grave, y acento en la primer sílaba, se llama adónico, a imitación del verso griego y latino que constaba de un dáctilo y un espondeo; porque al oído italiano y el español lo mismo suena


«Céfiro blando»



  —7→  

«Dile que muero»



que


«Nobile lethum»
«Templaque Vestæ».



Hemos hecho esta advertencia porque hemos visto varias odas sáficas, esto es, compuestas de tres sáficos y un adónico, en las cuales este último no lo es, porque la primera sílaba no está acentuada:


«Pesares tristes»
«Amores tiernos»



por ejemplo, son versos de cinco sílabas; pero no son adónicos por faltarles la medida que en castellano se asimila al dáctilo.

Decimos que se asimila, porque en vano se han querido introducir en nuestra prosodia los pies latinos. La lengua española desconoce los espondeos, pirriquios y anapestos: solo el número de sílabas y la colocación de los acentos deciden de su versificación. Más diremos: cuando recita un español versos latinos, se guía por los acentos y las sílabas, de tal modo que a nuestro oído tan hexámetro es este verso


«Titire, tu patulæ recubans sub tegmine fagi»



como este:


«Titirus, tu patula recubans sub tegmine fagi»



que prescindiendo de los solecismos, haría rechinar la oreja de un romano. La razón es que toda la prosodia latina se funda en la cantidad de las sílabas que ellos conocían y apreciaban. Nosotros tenemos también largas y breves: mas no las distinguimos ni las valuamos en la pronunciación sino por los acentos. Pueden hacer más sonoro o más duro el verso; por lo cual miramos la prosodia del Sr. Sicilia como una obra muy apreciable; pero no pueden influir en que conste o no conste.

Hemos visto, pues, que en el verso endecasílabo castellano o ha de estar acentuada la sexta sílaba, o la cuarta y la octava. Con ninguna otra combinación consta el verso, ni debe permitirse a no ser que quiera imitarse con él algún sonido o movimiento, como sucede en este de Hernández de Velasco:


«Consigo raudos arrebatarían»



que solo tiene acentuada la cuarta, y con el cual se ha significado la velocidad de los vientos desenfrenados cuando agitan los mares, las tierras y los cielos.




ArribaAbajoArtículo II

Antes de pasar adelante, conviene fijar la atención en otra tercera especie de endecasílabo, ya desusado y desterrado de nuestra poesía, aunque no nos parece que lo está de la italiana, y que era común entre nuestros poetas del siglo XVI. Tal es el verso de once sílabas, que tiene acentuada la cuarta y la séptima, como el siguiente de Garcilaso:


«¿Tus claros ojos a quién los volviste?»


Este tiene por quebrados el pentasílabo, y el verso de ocho sílabas, que es entre todos el que se aviene peor con el endecasílabo.

La cuarta y la séptima acentuadas forman una armonía semejante al sonido vulgar de la gaita gallega, y está muy distante de la marcha llena y grave del endecasílabo y del sáfico. El mismo defecto hallaba Huerta en el célebre verso de Iriarte;


«Las maravillas de aquel arte canto»


  —8→   cuando a su autor parecía un verdadero sáfico. Lo más gracioso es que ambos disputaban y ambos tenían razón, como frecuentemente sucede en cosas de más importancia. El verso es verdaderamente sáfico, pues tiene la cuarta y la octava acentuadas; pero es un mal sáfico, por una razón que ni Iriarte ni Huerta, guiados más por el oído que por la prosodia, podían penetrar, y es que al acento de la primera sílaba de arte antecede la última larga de aquel; la cual llama sobre sí una parte del tiempo, y no permite hacer tan sensible como debía ser la acentuación de la sílaba siguiente. Este es uno de los casos en que la teoría prosódica del Sr. Sicilia tiene una aplicación útil e inmediata.

Una composición entera de versos con la séptima acentuada podría quizá producir buen efecto: pero mezclados con los verdaderos endecasílabos o los verdaderos sáficos, son desagradables, al menos a los oídos castellanos, por el movimiento saltón y menos grave que tienen. Queda, pues, establecido que en nuestra poesía solo se reconocen dos especies de verso heroico; el endecasílabo propio y el sáfico. La gran ventaja de ambos, es que siendo imparisilábicos, no hay necesidad de formar los hemistiquios iguales y de un mismo tamaño y por consiguiente cansados y monótonos. La cesura puede caer, mezclando sáficos y endecasílabos en una composición, desde la cuarta hasta la novena, ambas inclusives, exceptuada la octava; y esta variedad es utilísima para expresar los diversos movimientos poéticos que se quieran imitar en la composición, como es fácil de ver en todos nuestros buenos poetas. Balbuena expresa el peso que gravita sobre Encelado en este verso pesadísimo:


«De todo el monte altísimo cargado».


Las dos últimas palabras que siguen al hemistiquio parece que arrojan sobre él un peso inmenso. Al contrario, Fr. Luis de León expresa así la ligereza con que marchan los soldados en escuadrón detrás de la bandera:


«Que al aire desplegada va ligera».


Los tres acentos de la segunda, de la sexta y de la octava, hacen volar el verso, señaladamente el último, por recaer sobre final aguda: se ve pasar la bandera de acento en acento por decirlo así.

Los sentimientos tranquilos, ya agradables, ya melancólicos se expresan por cortes repetidos y suaves: los violentos y rápidos por hemistiquios repentina y desordenadamente formados. Sirvan de ejemplos de los primeros


«Por ti el silencio de la selva umbrosa,
Por ti la esquividad y apartamiento
Del solitario bosque me agradaba:
Por ti la verde yerba, el fresco viento,
El blanco lirio y colorada rosa
Y dulce primavera deseaba».


(Garcilaso.)                


O bien estos de Francisco de la Torre:


«Cuya bella corona sacudida
Mansamente del viento regalado,
Ya se mira en el agua y se retira,
Y luego vuelve, y otra vez se mira».


Es imposible pintar mejor con el movimiento de los versos el balanceo suave de la copa de un árbol que se retrata en las aguas.

El mismo Bachiller en su oda a Tirsi es un continuo ejemplo de la violencia desordenada de las cesuras, cuando se ofrece describir los sentimientos del temor. No repetimos ejemplos, porque son fáciles de hallar y de notar en nuestros mejores poetas.

Antes del siglo XVI, en cuya época se introdujo en nuestra poesía el endecasílabo, tuvieron los Ennios de nuestro Parnaso versos heroicos de diferentes clases.

  —9→  

El primero fue probablemente el hexámetro bárbaro, imitado de los versos latinos leoninos de la edad media, del cual se compone el poema antiguo del Cid. Pero ¿cómo podría emular la versificación del Lacio un idioma rústico y todavía sin prosodia, cuando, hallándose ya en su perfección, no pudo Villegas aclimatar en él la versificación latina, excepto la de los sáficos, y eso porque este metro griego, origen verdaderamente del endecasílabo italiano, tenía pies fijos, y por tanto número determinado e inalterable de sílabas? Y aun así, hay sáficos latinos que no podemos leer como tales, por no poder arreglar la colocación de nuestras cesuras a las de aquella lengua; pues en ella se atenía el poeta a la cantidad de las sílabas, y entre nosotros a la colocación de los acentos. Tales son estos de Horacio:


«Quam Jocus circumvolat et Cupido»;
«Faune, Nimpharum fugientum amator»;
«Martiis eœlebs quid agam calendis»;
«Flumen et regnata petam Laconi»


Ninguno de estos suena como sáfico español, y los tres últimos ni aun como endecasílabos.

Al primero y rudo ensayo del hexámetro latino sucedió el alejandrino de catorce sílabas, semejante al francés, que tiene su monotonía y su pesadez, con añadidura insufrible de cuatro consonantes seguidos como se encuentra en las rimas de Berceo y en el poema de Alejandro. Trigueros, y algunos poetas peores que él, solicitaron restablecerlo a fines del siglo pasado, empresa para la cual no bastaría el genio de Herrera.

En el siglo XV estuvo en uso el verso de doce sílabas, menos largo y mejor que el alejandrino, por el principio de que, de lo malo lo menos. Ya el lenguaje iba perdiendo su antigua rusticidad: ya no se miraba como un primor del arte la aglomeración de los consonantes: ya se había aprendido a cruzar las rimas: pero existía siempre el inconveniente de la igualdad de los hemistiquios.

Tales eran nuestras riquezas en el verso heroico, cuando apareció el endecasílabo, traído de Italia. Garcilaso fue quien lo aclimató; porque algunos renuevos plantados por Boscán, Mendoza y otros, se perdieron por falta de vida y jugo poético. No fue difícil a los oídos españoles discernir las inmensas ventajas del nuevo metro sobre todos los anteriores.




ArribaAbajoArtículo III

Es muy difícil designar cuál es la esencia de la versificación considerada en general, de modo que pueda convenir a las de todos los idiomas. Para hacer una análisis completa, y que diese resultados satisfactorios en esta materia, sería menester conocer todas las lenguas, y reunir los conocimientos del músico y del poeta. Pero una observación nos ahorrará mucha parte de este trabajo; y es, que la prosa, por más armoniosa que sea, siempre se distingue del verso, porque no está sujeta a fija medida. El nombre de metro que se dio en griego y en latín y aún se da en las lenguas modernas, al idioma de la poesía, y la igualdad del canto a que está sometido, prueba suficientemente que su carácter esencial es la facilidad de ser medido.

En nuestras lenguas europeas se hace esta medición por medio del número de sílabas y de los acentos. El número de sílabas no debe ser tan corto que repita al oído el mismo metro con demasiada frecuencia, ni tan grande que haga imposible el discernimiento de los versos. Podemos decir que en castellano no hay versos de una, dos, ni tres sílabas.

En efecto, aunque hay palabras acentuadas de una sílaba en nuestra lengua, parece imposible hacerlas versos y ningún poeta lo ha emprendido. Obsérvese, que aunque se procurase formar con ellas una estanza como esta,


«Fe,
Paz
Das,»



  —10→  

no serían estos versos de una sílaba, sino de dos; porque en nuestra versificación, toda sílaba final de verso en palabra aguda, equivale, como ya hemos dicho, a dos sílabas.

Los de dos sílabas apenas pudieran seguirse unos a otros sin que pareciesen de cuatro, como estos:


«Penas
graves
sufres,
hombre:
penas
graves
sufro
yo»



Las palabras de una o de dos sílabas no han figurado en la versificación castellana, sino en los ecos, especie de juego de mal gusto, del cual vemos ejemplos en Calderón, en Lope y hasta en Baltasar de Alcázar. El poeta pregunta, el eco responde, y a veces las respuestas de este reunidas forman sentido completo.

Tampoco conocemos, sino en este caso, versos de tres sílabas, que nos parecerían hemistiquios de uno de seis, como estos:


«Alabas
alegre,
jilguero
veloz,
al alba
que nace
primicia
del sol».



Estos ocho versos de tres sílabas son visiblemente cuatro de seis.

Lo mismo podríamos decir del verso de cuatro sílabas con respecto al de ocho; pero aquel ya existe por sí solo en las coplas de pie quebrado, ya grave, ya agudo.


«Cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando.»
«Cualquiera tiempo pasado
es mejor».



Produce buen efecto después del octosílabo por ser su parte alícuota. Podemos decir, pues, que el tetrasílabo es el metro castellano de menor número de sílabas.

Hay versos de 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 11 sílabas. Más allá no hay metros; pues el de 12 se compone necesariamente de dos de 6, y el de 14 de dos de 7. Nadie, que nosotros sepamos, ha usado ni aun examinado el de 13. Parece que este es el término desde el cual en adelante no puede ya el oído percibir la medición del verso. No ignoramos que el árabe tiene versos de 16 sílabas y el francés de 14: pero estos suenan como dos de 7 y aquellos como dos de 8. Los latinos los tenían de más sílabas, pues el hexámetro podía llegar hasta 17, y este de Horacio

Solvitur acris hyems grata vice veris et Favoni



tiene también 17. Pero los latinos no valuaban sus versos por sílabas, sino por pies.

El verso de cinco sílabas y el de seis son por su brevedad, propios para la endecha o canto dolorido y triste. Sienta muy bien el pentasílabo después del endecasílabo sáfico, cuyo quebrado es: pero ¿por qué en este caso ha de ser adónico, esto es, ha de tener acentuada la primera? Busquen los inteligentes en música la razón filosófica de esta anomalía:   —11→   mientras nosotros la atribuimos a la costumbre introducida por los que están habituados a las estrofas sáficas de los latinos. Porque este es un principio que debe tenerse siempre presente en materia de versificación. No hay que engañar al oído cuando se le ha acostumbrado a una sensación. Todo lo que la desmienta o la varíe, le desagrada. Pondremos por ejemplo los pies quebrados de cinco sílabas en las coplas de ocho, que desagradan, porque el oído espera uno de cuatro: bien que en este caso se puede asignar una razón musical, y es que el de cinco no es quebrado del de ocho.

Los de 7 y 8 sílabas son en los que más brilla la gentileza y gallardía de las musas castellanas. El de 7, compañero frecuentemente del endecasílabo cuyo quebrado es, le auxilia notablemente en la expresión de los sentimientos enérgicos y elevados, sirve para templar su tono, dar pausa a su armonía, y o bien terminar la estanza con un pensamiento concisamente expresado, o bien proporcionar desde él un nuevo vuelo de la imaginación.

Generalmente se cree que el verso de 8 sílabas es el hemistiquio del árabe de 16, que los conquistadores de España nos dejaron. Esta opinión es muy probable; pero no explica por qué este metro es común a la poesía francesa y a la italiana. Los que han observado que los hexámetros latinos acaban casi todos en versos de 8 sílabas, han dicho que este procedió de los leoninos de la edad media, imitados, aunque con suma rudeza, en las primeras poesías de nuestro idioma. En el poema del Cid se encuentran estos versos:


«De los sos oios tan fuerte mientre lorando
E sin falcones e sin adtores mudados»



y otros muchos de esta medida.

Entre estas dos opiniones puede adoptarse la que más acomode a cada lector: nosotros nos inclinamos más a la segunda, porque explica mejor la generalidad de este metro en la Europa. No puede el verso de 8 sílabas traer su origen del griego, donde se encuentran algunos de esta medida, porque los latinos, que son los que debieran habérnoslo transmitido, no lo adoptaron.

El verso de 9 sílabas es rarísimo en español, y muy difícil de construir. En la poesía francesa es por el contrario muy común: mas no conocemos ninguna composición castellana hecha en él; sino tal cual verso intercalado con otros metros. Sin embargo, como quebrado del sáfico pudiera reunírsele, así como el de 7 sílabas al endecasílabo propio. Los siguientes versos, traducidos de iguales metros franceses,


«Verde enramada, tu frondoso abrigo
oculte al prado mi dolor:
sé de mi llanto eterno y fiel testigo:
pues que lo fuiste de mi amor».



no suenan tan mal que deba desesperarse de hacer uso de los versos de 9 sílabas en combinación con los sáficos.

Los versos de 10 sílabas, como estos,


«A mi dueño le he dado la mano
Parte, pues, dulce bien de mi vida»



tienen la particularidad de no hacer el hemistiquio en el medio, a pesar de que es par el número de sílabas. Los italianos lo usan mucho en los compases rápidos de las cabatinas.

Nada diremos del endecasílabo, porque hemos hablado largamente de él en los dos artículos anteriores.





  —12→  

ArribaAbajoRespuesta a un artículo de la Revista de Madrid, de Octubre de 1839

En los números del Tiempo del 10, 13 y 19 de Agosto de 1840, insertamos tres artículos sobre la versificación castellana. En el primero de ellos distinguimos dos clases de versos endecasílabos, el endecasílabo, propio y el sáfico, dando el primer nombre al que tiene acentuada la sexta sílaba, y el segundo al que tiene acentuada la cuarta y octava. La Revista de Madrid del mes de Octubre, en un artículo sobre el verso endecasílabo castellano, llama a nuestra distinción descabellada, incongruente y absurda. La censura no puede ser más agria: falta saber si es justa.

Nosotros no tratamos entonces de demostrar nuestra distinción: la propusimos como un postulado, digámoslo así, necesario para explicar la diferencia de movimiento, armónico que admite nuestro verso endecasílabo; pero esta misma necesidad es una demostración. Impórtanos muy poco que haya cincuenta años o un siglo, que se conoció la distinción que establecimos; pero la fecha que se asigna en la Revista es favorable a nuestra causa; pues solo de cincuenta años a esta parte se han estudiado entre nosotros las humanidades con alguna filosofía.

La cuestión se reduce a lo siguiente, estos dos versos endecasílabos


«El dulce lamentar de dos pastores»
«Huésped eterno del Abril florido»



¿tienen igual armonía o no? Los acentos esenciales, esto es, los que caracterizan las cesuras, y por consiguiente los quebrados de estos versos ¿están colocados igualmente o no? Basta con el oído y con la vista para responder.

Preguntamos más: ¿hay otra combinación posible de acentos esenciales en el endecasílabo? No. Los acentos en las tres primeras sílabas ni forman cesura ni quebrado. La combinación de la cuarta y séptima acentuadas no se admite ya en nuestra poesía. La de la cuarta y sexta acentuadas sin estarlo la octava, forman un endecasílabo malo, como este, citado en el artículo a que respondemos:


«Gala de Mayo, rosa purpurina».



Es malo, porque engaña al oído, acostumbrado a un acento en la octava después de otro en la cuarta; porque el acento que cae en la sexta obliga a hacer la cesura en la séptima, cuando el sentido y el acento en la cuarta han hecho ya otra. El acento más natural del endecasílabo es el de la sexta, que divide el verso con la posible igualdad. Cuando existe es el dominante: si forma esdrújulo, estará más lejana su cesura de la quinta y será el verso mejor,


«Dioles Mengibar ínclita corona»



Luego si no hay más que estas dos diferencias en el endecasílabo, menester es que distinga dos especies de versos endecasílabos el que escriba sobre la versificación castellana: uno acentuado en la sexta: otro en la cuarta y en la octava. Parécenos que hasta aquí hemos observado las condiciones lógicas de una buena división.

  —13→  

En cuanto a los nombres que les hemos impuesto, esa es cuestión meramente de palabras, como nos parece que lo es toda la impugnación que se nos hace en la Revista. Sin embargo, daremos razón de la nomenclatura que hemos adoptado.

Los primeros versos que hemos hallado en nuestros poetas con el nombre de sáficos, siendo endecasílabos, son los célebres y bien conocidos de D. Esteban Manuel de Villegas; pues los que con el título de sáficos adónicos puso Lope de Vega al fin del primer acto de la Dorotea, son de 12 sílabas, sin que se alcance el motivo de aquella singular denominación.

Ahora bien, estudiando el artificio de los versos de Villegas, hemos observado que su ley constante es tener acentuadas la cuarta y la octava. El artículo de la Revista, que exige la acentuación de la primer sílaba para que un verso castellano sea propiamente sáfico, dice que a Villegas se le fue el santo al cielo cuando escribió


«Vital aliento de la madre Venus».



Pero la verdad es que Villegas no tuvo por necesaria la acentuación de la primera: pues en aquella composición hay muchos versos donde falta, y no es solo el que se cita en la Revista. Ninguno de estos,


«Si de mis ansias el ardor supiste,»
«Así los dioses con amor paterno,»
«Así los cielos con amor benigno,»
«Jamás el peso de la nube parda,»
«Entre tus plumas de color nevado,»
«Y entre tus uñas de granates llevas».



ni de otros 16 que no citamos por evitar prolijidad, en dos composiciones no muy largas, tienen acento en la primera. Villegas, pues, no lo creyó necesario. Mas nunca falta en la cuarta ni en la octava.

Estos versos de Villegas se han llamado siempre sáficos por todos los humanistas españoles. No creímos, pues, cometer un yerro, llamando sáfico al endecasílabo de cuarta y octava acentuadas. Ni nosotros, ni los que antes de nosotros han usado de esta denominación, ni el mismo Villegas que según parece, la introdujo, han querido dar a esta palabra otro valor que el de la semejanza que tiene el verso así acentuado con el sonido del metro latino del mismo nombre, pronunciado a la española. Usamos, pues, de esta voz en el sentido que siempre se ha usado entre los que hablan y escriben de estas materias.

Al endecasílabo acentuado en la sexta le llamamos endecasílabo propio, porque tratándose de una versificación que consiste en el número de sílabas y en la colocación de los acentos, es el que lo tiene en el sitio más natural que es enmedio del verso. Así es que el quebrado más propio del endecasílabo es el heptasílabo formado por el acento en la sexta. El verso sáfico, aunque endecasílabo también, ni tiene la misma armonía, ni los mismos espacios musicales, ni el hemistiquio natural del otro.

Esto hemos dicho en defensa de nuestra nomenclatura; pero lo repetimos, esa es cuestión muy subalterna y de ninguna o poca importancia. Llámeseles como se quiera, con tal que se reconozca la diferencia esencial que hay entre ambas especies de verso.

En el artículo de la Revista se extraña que confesando nosotros que el endecasílabo tuvo su origen en el sáfico griego, no reconozcamos como sáficos, todos los endecasílabos italianos, franceses y españoles.

Pero la culpa no es nuestra, sino del uso común que solo llama sáficos a los construidos de cierto modo, y a los demás los llama simplemente endecasílabos. Además, los primeros poetas italianos tomaron de los latinos el número de sílabas; mas no tomaron su cantidad, elemento prosódico que perdieron al formarse las lenguas modernas. Es natural que en los primeros endecasílabos procurarían imitar el sonido de los latinos; pero en breve conocieron que variando la colocación de los acentos salían nuevos ritmos dependientes de ella y no despreciables para la armonía. Todavía conservan los italianos la combinación de la cuarta y séptima acentuadas que nosotros hemos abandonado.

Distinguimos, pues, los endecasílabos no tomando por base su origen, sino el estado   —14→   actual de nuestra versificación. No nos era posible seguirlo en las vicisitudes que sufrió al formarse la lengua y poesía italiana; pero podíamos reconocer la diferencia de movimiento en este metro, según la diferente colocación de los acentos; y esa fue la que nos dedicamos a examinar; porque esta era la única investigación útil e importante que cabía en la materia.

En el artículo de la Revista se explica una nueva distinción del endecasílabo, al cual, en virtud de su origen, llama sáfico: fundada no en la diversa armonía que resulta de la varia colocación del acento, sino en la construcción primitiva del sáfico griego y latino. Examinemos, pues, esta división.

La distinción que en dicho artículo se señala a los versos endecasílabos o sáficos (pues todo es uno en aquel sistema fundado en el origen de nuestra verso heroico) es la siguiente:


Sáficos verdaderos o propios:
Sáficos impropios.



Llama sáficos verdaderos o propios a los que empiecen por un adónico español, esto es, que tengan acentuada la primera y la cuarta con el hemistiquio en la quinta.

Sáficos impropios son todos los demás endecasílabos.

Ejemplos de sáficos verdaderos:


«Huésped eterno del Abril florido»



con la octava acentuada.


«Dioles Mengibar ínclita corona»



con la sexta acentuada.

Ejemplos de sáficos impropios:


«Vital aliento de la madre Venus»



con la cuarta y la octava acentuada.


«El dulce lamentar de dos pastores:»



con la sexta sola acentuada.

Dos son los inconvenientes de esta división: 1.º, confundir en una sola clase versos de muy diferente armonía, como son los dos últimos que hemos citado, cuyos hemistiquios son muy diversos. En la clase de sáficos propios sucede lo mismo: ¿quién no conoce la diferencia del movimiento en estos dos versos:


«Gala del Mayo, rosa purpurina,
cuando el orgullo de Dupont rindieron».



¿Quién no siente el diverso efecto de la sexta y de la octava acentuada?

2.º La necesidad de que el sáfico verdadero comience por un adónico español: necesidad, que según hemos probado, no conoció Villegas, el primero que según nuestras noticias dio el nombre de sáfico a cierta clase de versos endecasílabos. En sus sáficos se ven constantemente acentuadas la cuarta y la octava, pero no la primera: así no siguió la ley de comenzar por un adónico.

Y en nuestro entender hizo muy bien. Ni los griegos ni los latinos comenzaron sus sáficos por un adónico: solo emplearon este metro en el cuarto verso de la estrofa sáfica. ¿Por qué, pues, se han de someter a esta ley los sáficos españoles para merecer el título de genuinos?

Se dirá que nosotros leemos el principio de un sáfico latino como un adónico español, por cuanto la primer sílaba de aquel metro es larga, por ser la primera de un troqueo; y nosotros confesaremos que esto es cierto: mas lo mismo nos sonaría el verso sáfico, aunque la primera fuera breve, porque las primeras sílabas del endecasílabo español no influyen en su armonía, por cuanto las cesuras no se forman allí. Lo mismo suena para nosotros,

  —15→  

«Dextera sacras jacultus arces»



que


«Gravida sacras jaculatus arces».

«Pues, ¿por qué, se nos objetará, exigimos que el cuarto verso de la estrofa sáfica, sea adónico español?» Porque en las latinas era adónico latino: porque es verso más corto y el acento de la primera sílaba influye en su armonía; porque acomoda, habiendo de estar acentuada la cuarta, penúltima del adónico, alejar lo más posible el otro acento, y en fin, porque así lo hizo Villegas, que fue el que primero acostumbró los oídos españoles a esta clase de estanzas.

No hay, pues, contradicción ninguna en la distinción que hicimos del adónico y el pentasílabo: porque en nuestro sentir basta el pentasílabo para formar el sáfico, con tal que también esté acentuada la octava, aunque exigimos el adónico para concluir la estrofa. Villegas, imitando a los antiguos, no exigió el adónico para comenzar el sáfico: ¿por qué lo hemos de exigir nosotros, mucho más cuando el acento es insignificante en la primer sílaba de nuestro verso heroico?

La diferencia, pues, que hay entre los dos sistemas de distinguir los versos endecasílabos, explicados en el artículo de la Revista, y el nuestro, consiste en que el primero se funda en semejanzas accidentales del sáfico español con el latino, y el segundo en la posición de los acentos dominantes, y por consiguiente en la diversa armonía del metro. Parécenos este fundamento más importante que el primero.

Hablando del verso de ocho sílabas, expusimos dos opiniones acerca de su origen, que unos señalan en el hemistiquio árabe, otros en el segundo hemistiquio de los hexámetros groseros de la edad media; y manifestamos que nos parecía más probable esta segunda opinión. En el artículo de la Revista se dice: «El octosílabo castellano procede sin duda del coriámbico trímetro latino, etc». Más que dudoso nos parece esto; porque en la época en que comenzaron a hacerse versos castellanos de ocho sílabas, ¿quién conocía, quién leía los versos de Horacio del mismo número de sílabas? Obsérvese además que el coriámbico trímetro aparece siempre acompañado y mezclado con otros metros; cuando el octosílabo español es casi el elemento único de nuestros antiguos romances y cántigas. Parécenos, pues, probable que el vulgo, cuyo metro favorito es, lo forjase de los finales de hexámetros, ya latinos, ya castellanos, muy comunes en aquella época: y este origen, a lo menos de los hexámetros escritos en latín bárbaro y corrompido, pudo también ser general a los octosílabos franceses e italianos: así como debe referirse a este metro y no al coriámbico de Horacio, con el cual no tiene relación alguna, sino el número de sílabas, el célebre himno de la Secuencia del oficio de difuntos. Los himnos eclesiásticos en sáficos y adónicos del breviario conservaron este metro en la edad de la barbarie: pero ¿dónde se conservó el coriámbico trímetro?

Antes de dar fin a este artículo debemos hacer una protesta. No nos ha movido a escribirlo ni a insertarlo el deseo de entablar una polémica, aunque fuese solo literaria, con la Revista de Madrid. El que ha escrito esta Respuesta, ha sido redactor de aquel periódico, por tantos títulos apreciable, y ha profesado y profesa verdadera amistad y sumo aprecio a los que lo fueron después. Pero viéndose censurado con tanta severidad como injusticia, y designado por su nombre mismo, le ha sido forzoso manifestar que su sistema en la cuestión presente, no carece de sólidos fundamentos, y que si ha errado ha tenido por lo menos razones que disculpen su error.




ArribaAbajoDel lenguaje poético


ArribaAbajoArtículo I

Apenas se apodera del poeta la inspiración, se presentan a su fantasía los objetos que ha de describir bajo un aspecto nuevo y antes desconocido; porque no descubre   —16→   relaciones sometidas al análisis y a la combinación del entendimiento, sino imágenes que pintan, rasgos y lineamientos que entretallan. Siente en su imaginación cierta efervescencia que quiere transmitir a sus lectores, y para conseguirlo no halla medio más oportuno, ni lo hay, que expresar bien lo que siente. No trata, pues, de coordinar las ideas según el orden lógico de su deducción; no trata de buscar los pensamientos que prueben una verdad; lo que se siente está suficientemente probado; sino los que mejor contribuyan a gravarla en el ánimo, a excitar conmociones y sentimientos.

Cuéntase que un geómetra, asistiendo a la representación de una excelente tragedia al concluirse dijo: y ¿qué prueba esto? Para él nada a la verdad; pero a los que le oyeron demostró su pregunta, que a fuerza de cultivar exclusivamente su facultad analítica había perdido los sentimientos comunes de la humanidad, así como otros sabios, por entregarse demasiado al estudio han perdido la vista.

La imaginación y el corazón tienen, pues, su particular idioma: el que sabe hablarlo es poeta. Tienen también su lógica y análisis particular; pero no es la del raciocinio. Descríbase inoportunamente el arco Iris, como dice Horacio, y se notará al instante la incongruencia. Exprese el actor trágico su desesperación en antítesis simetrizadas, y se adormecerán los espectadores.

El estilo poético, destinado a expresar imágenes y sentimientos, debe ser esencialmente distinto del oratorio, del histórico, del filosófico, que demuestran, raciocinan y analizan. En él la elección y disposición de los pensamientos debe ser adaptada al fin que se propone el poeta, que es agradar conmoviendo.

Pero pasando ya de los pensamientos a las palabras, esto es, del estilo propiamente dicho al lenguaje, ¿ha de distinguirse el dialecto de la poesía del de los otros géneros? esta es cuestión importante, y que nos proponemos examinar.

Si atendemos a los hechos, es indudable que la respuesta debe ser afirmativa. No hay ninguna de las lenguas conocidas, en que el lenguaje poético no se diferencie, ya más, ya menos, del de la prosa. No hablaremos del idioma griego, que nos es muy poco conocido, aunque sepamos por los informes de los mejores helenistas, y por el mismo testimonio de Aristóteles, cuán comunes eran en su poesía los arcaísmos en voces y construcciones, el uso de los diferentes dialectos, la transposición, las contracciones, los modismos, en fin, que podían usarse en verso y no en prosa; así como ciertas expresiones de esta no podían emplearse en la poesía. Si de la lengua de Atenas pasamos a la de los latinos que nos es más bien conocida, vemos los mismos caracteres en el lenguaje de Virgilio y Horacio, aumentados con muchas construcciones tomadas del idioma griego, como nudus membra, y que no eran permitidas en prosa.

Vengamos ya a las lenguas modernas. La poesía italiana admite contracciones que no son permitidas sino en la poesía: la inglesa tiene muchas palabras que no se usan en prosa, y que en los diccionarios mismos se notan como poéticas: la francesa, quizá la más pobre de todas en esta parte, tiene por lo menos cierta facilidad de invertir y de cometer elipsis en el verso, que parecerían violentas en el lenguaje desatado. La española, en fin, usa en su poesía de mayor libertad en las transposiciones y arcaísmos, así como en las figuras de dicción, que consisten en quitar, añadir o transponer sílabas o letras a las palabras. Tiene también voces que no son permitidas en la prosa; así como igualmente expresiones y modismos familiares que son mirados como indignos del verso.

Parece, pues, que la misma naturaleza inspira nuevo lenguaje, así como nuevos pensamientos a los poetas; pues vemos en todos los idiomas una diferencia tan notable en el dialecto de la poesía con respecto al de la prosa. Veamos, pues, si podemos hallar algún principio filosófico que explique este fenómeno general.

En cuanto a la transposición, que es una de las cualidades principales del lenguaje poético, no es difícil conocer de dónde procede. En poesía no se observa el orden lógico ni gramatical de las ideas, sino el del interés que inspiran. De aquí es que cada palabra debe colocarse donde produzca el mejor efecto posible, ya por las ideas que se le asocien, ya por su misma armonía. Así se da por regla general de buena versificación que se procure concluir los versos con una voz principal, como verbo o sustantivo, y   —17→   no con un adjetivo o un adverbio. Además todos los buenos poetas han atendido cuidadosamente a la armonía, ya en cuanto al sonido general, ya en cuanto a la imitación del objeto que se describe con los sonidos mismos, siempre que sea posible: ya en fin a la conveniencia de los tonos con el pensamiento. Ideas placenteras y halagüeñas deben expresarse con sonidos suaves, fáciles y tranquilos: pasiones vehementes y sentimientos impetuosos con cortes violentos y rápidos. Mas para que el poeta pueda hacer esto, necesita de cierta libertad en las construcciones, de cierta facilidad para trasladar las palabras de un sitio a otro. He aquí el origen del hipérbaton, que en todos los idiomas es más atrevido en el verso que en la prosa. La naturaleza que inspira al cantor colocar las voces según el orden de interés que tienen los objetos que representan, le inspira también colocarlas donde formen una armonía más agradable o más significativa.

El arcaísmo, o la introducción de voces ya desusadas en prosa, da al lenguaje cierto sabor de antigüedad venerable y de candor, que lo hace muy a propósito para la poesía, porque recuerda los tiempos primitivos en que se raciocinaba menos que se sentía. Al mismo tiempo son voces, generalmente hablando, más pintorescas y que hablan con más viveza a la fantasía, que las que ha introducido en su lugar un lenguaje más culto y modesto. También por más inusitadas llaman más la atención y graban más profundamente la idea. Por todas estas razones se ha mirado el arcaísmo en todas las naciones como una licencia concedida a los poetas.

Los griegos y latinos la tenían también de componer voces nuevas con elementos ya conocidos, aunque los primeros con más latitud que los segundos. Esta libertad no se ha conservado en las lenguas modernas que proceden de la latina, aunque la tienen las de origen teutónico como la inglesa. En la poesía castellana no se usan más voces compuestas no admitidas en prosa, sino las que proceden del latín, como armipotente, belígero, ignífero y otras semejantes. Las que son de composición castellana, como biennacido, recienvenido, son comunes al verso y a la prosa.

Las figuras que consisten en la alteración, supresiva o aumento de letras y sílabas pueden haber tenido su origen en la licencia que se ha concedido a los poetas para que conste el verso o para que sea más armonioso sin alterar el sentido. Es natural que haya sido esta licencia más lata en la época en que empezaba a perfeccionarse el lenguaje, que después cuando ya estaba fijado. Entonces, por ejemplo, pudo haberse introducido fácilmente decir felice por feliz. Ahora no se permitiría ya escribir vulgare por vulgar.

Los giros y voces reservados para la poesía forman la mayor y más escogida parte del tesoro de la dicción poética. Cuando Luis de León dijo


«Que tienen y los montes sus oídos,»



y Góngora


«Desnuda el pecho anda ella,»



enriquecieron el lenguaje poético con dos giros hermosísimos. Las voces crinado, rielar y otras muchas que no se emplean en prosa, forman el diccionario de la poesía.

Debemos advertir que hay muchas palabras descriptivas, que aunque propias, de buena formación y sonido y de muy buen efecto en la poesía, no pertenecen sin embargo al lenguaje poético, porque pueden también emplearse en la prosa. Sírvanos de ejemplo la octava siguiente de Balbuena, en que imita un pasaje de Virgilio:


«Es fama que de un rayo poderoso
En aquellas cavernas soterrado
Está el gigante Encélado espantoso
De todo el monte altísimo cargado:
Del pecho resoplando pavoroso
Humo, fuego y azufre requemado;
Y al anhelar del pecho que rehierve,
La tierra tiembla en torno, y el mar hierve».



  —18→  

Toda la octava es poética en cuanto a su estilo; pero las palabras altísimo, cargado, pavoroso, requemado, tiembla, hierve, aunque gráficas y perfectamente colocadas, no pertenecen al lenguaje poético, porque pueden usarse en prosa y en la misma acepción. Lo que hay de dicción poética en esta octava son: el participio soterrado: el régimen de un rayo poderoso: las transposiciones del segundo, cuarto y quinto verso: resoplando y al anhelar, no usados en prosa en esa acepción: el anticuado rehierve; y en fin, la expresión adverbial en torno, reservada para la poesía.

Parece, pues, que el principio general que justifica el uso del dialecto poético, es la novedad y energía que comunica al estilo, sin faltar por eso a los límites que ha puesto el uso a la infracción de las reglas de la gramática; y esta habrá sido la razón por que todas las lenguas, ya con más, ya con menos latitud, han permitido ciertas licencias al lenguaje de la imaginación y de las pasiones.




ArribaAbajoArtículo II

Entre los antiguos poetas castellanos solo hay dos que se hayan dedicado a formar el dialecto poético de la lengua, que son Juan de Mena y Fernando de Herrera.

Los poetas castellanos anteriores al siglo XV en que floreció el Ennio español, ni podían perfeccionar el lenguaje de la poesía, ni aun formar el proyecto de darle un carácter distinto del de la prosa. La razón es evidente. Ni aun el mismo idioma estaba todavía formado. Es cierto que aparece ya en el libro de las Partidas con dotes muy estimables: dignidad, precisión, número y aun adorno. Pero aquel libro fue un fenómeno extraordinario. Así como se adelantó en gran manera a todos los escritos anteriores, así también fue muy superior a los que se le siguieron en el siglo XIV, y solo en el XV empieza a notarse una dicción que iguale o aventaje a la suya en soltura y gallardía.

Podemos, pues, asegurar que el idioma castellano no empezó a fijar su construcción, y por consiguiente a ser un idioma formado, hasta el reinado de Juan II. Ahora bien, cuando la dicción prosaica era aún grosera e indigesta, no era posible dar a la poética un carácter fijo y definitivo. Prescindamos ya de los primeros rudos ensayos de nuestra poesía, de los poemas del Cid y del conde Fernán González: aunque hablemos de Berceo y del arcipreste de Hita, ¿quién negará que sus versos, tal vez muy poéticos en cuanto al pensamiento, están escritos en un lenguaje más tosco y desaliñado que la prosa del marqués de Santillana y del bachiller de Cibdad Real?

Pero esta prosa tiene ya la misma construcción que la que se habló en el siglo XVI, aunque conserva en los accidentes muchos vestigios de rusticidad, que fueron poco a poco desapareciendo. Entonces fue la ocasión oportuna de darle también su verdadera construcción al lenguaje poético castellano: y eso fue lo que solicitó Juan de Mena. Cotéjense sus composiciones con las de los poetas coetáneos suyos, y se conocerá fácilmente esta intención. Las estanzas de Jorge Manrique, tan elegantes, tan melancólicas, no presentan el menor vestigio de semejante proyecto. Los pensamientos son nobles y dignos de la poesía; las voces pertenecen todas al lenguaje común, y no hay ninguna que no se pudiera hallar en los escritores prosistas de aquella época. No así las poesías de Juan de Mena, donde se hallan muchas voces, la mayor parte tomadas del latín, que ni entonces ni después se usaron en prosa. Basta para convencerse de ello leer las muestras que de este poeta presenta el señor Quintana en su colección, y se verán las siguientes expresiones, inventadas de propósito por él para hacer poético su lenguaje:


«nuevos yerros»
«la noche pasada hacer los planetas»
«con crines tendidos arder los cometas»
«las aves nocturnas y las funéreas».



Las voces cárbasos, el Birseo muro, abusiones, la menstrua luna, tientan por procurar,   —19→   pruina, semilunio, y otras muchas aglomeradas en pocos versos, no usadas nunca en la prosa castellana, anuncian muy a las claras en el poeta cordobés la intención de crear un dialecto poético, aunque todavía tenía que luchar su grande genio contra la rusticidad del lenguaje.

Pero en ninguno de sus coetáneos, ni en Juan de la Encina, ni en Boscán, ni en Garcilaso que aclimató en España el metro y carácter de la poesía italiana, se descubren señales de semejante idea. El primero, y acaso el único del siglo XVI, que tomó a su cargo continuar el proyecto de Juan de Mena, fue Fernando de Herrera, el más esmerado sin disputa en cuanto al lenguaje de todos los poetas de aquel tiempo.

Herrera emprendió su obra con más tino, con más conocimiento del arte y con más caudal de erudición que su antecesor, el cual apenas había hecho otra cosa que introducir voces latinas no usadas antes. El poeta sevillano tomó de esta lengua menos palabras y más giros y modismos; aumentó la libertad de las transposiciones, de las figuras de dicción y de los arcaísmos; y puso sumo cuidado en el escogimiento de las palabras, especialmente las gráficas y descriptivas, y creó nuestro lenguaje poético tal como existe en el día. No dudamos asegurarlo así, porque no hay ninguna licencia de las que usa Herrera que no sea permitida en la actualidad: mas no se suele usar de ellas con tanta frecuencia como él lo hizo.

En efecto, su frase, siempre engalanada y artificiosa, aunque siempre bella, presenta vestigios del trabajo; y los versos buenos han de tener la apariencia de la inspiración espontánea. Esto no es de extrañar. La lengua, aunque ya formada, no tenía aún aquella flexibilidad que adquirió después en las plumas de Rioja, Arguijo, Cervantes, (considerado como prosista) y Lope de Vega, que prefiriendo la facilidad a todas las dotes poéticas, dio el pernicioso ejemplo de hacer versos sin poesía. Si Garcilaso, tuvo también que hacer esfuerzos, muchas veces inútiles, para doblegar el idioma a los sentimientos de ternura cándida y sencilla que respiran sus églogas, ¿cuánta mayor dificultad debió encontrar Herrera que solicitaba no solo domarlo sino formarlo de nuevo?

Rioja disminuyó algún tanto la ostentación del lenguaje poético, y se aplicó más cuidadosamente a la armonía, al escogimiento de palabras pintorescas y al arte de expresar poéticamente pensamientos filosóficos. Mas no por eso despreció el dialecto de la poesía; antes lo empleó con tanta felicidad, que en sus versos vienen como nacidas aquellas expresiones, que aunque hermosas y oportunas, parecen buscadas en Herrera:


«¡Cuán callada que pasa las montañas
El aura respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!»



¿Quién fija la atención en las tres voces poéticas que contienen estos versos, ni en la elipsis del tercero? Pero cuando Herrera comienza su hermosa oda a D. Juan de Austria:


«Cuando con resonante
rayo y furor del brazo impetuoso
a Encélado arrogante
Júpiter poderoso
despeñó airado en Etna cavernoso



Todo el artificio de la frase poética se deja sentir: los epítetos resonante y cavernoso, la supresión del artículo antes de Etna, y el hipérbaton del objeto del verbo colocado primero que el sujeto.

La manera de Rioja fue más imitada de Arguijo, Jáuregui y Góngora cuando son buenos, del bachiller Francisco de la Torre y Balbuena, que enriquecieron el idioma poético con un gran número de expresiones descriptivas: en fin, por todos los poetas a quienes no arrastró la contagiosa facilidad de Lope de Vega. Usaron de las licencias adquiridas por el jefe de la escuela sevillana, mas ninguno se atrevió a prodigarlos; porque no se debe llamar lenguaje poético la oscuridad afectada ni   —20→   las metáforas atrevidas de Góngora, ni la introducción sin tino ni medida de voces latinas, que adoptaron los sectarios de la latiniparla.

La poesía, la elocuencia y el idioma se corrompieron en el siglo XVII. En el XVIII se introdujo entre nosotros la literatura francesa; y no puede negarse que en compensación de otros inconvenientes debimos a ella el conocimiento de los verdaderos principios de la elocución poética, y el estudio, tantos años interrumpido, de nuestros buenos poetas del siglo XVI. Luzán, hombre de más gusto que genio, enseñó a estudiarlos de nuevo y a imitarlos no sin felicidad. Siguiéronle el P. González, Moratín el padre e Iglesias desprovistos también de genio (este último robó sin piedad al bachiller de la Torre y a Balbuena). Al fin apareció Meléndez, y las musas castellanas volvieron a repetir los sones de sus antiguos vates.

Meléndez no puso grande atención al dialecto poético en sus primeras composiciones, consagradas casi todas al amor. Después fue más atrevido, pero sin desfigurar el idioma. No así Cienfuegos, ante cuyas pensamientos colosales desaparecía hasta la gramática. Sus imitadores no han contribuido a justificar su manera.

Se ve, pues, que en el día nuestro lenguaje poético está reducido al que nos legó Herrera, pero usado con la prudente frugalidad de Rioja. En lo que hay más libertad es en los arcaísmos: no tanta en el uso de las figuras de dicción, y menos aún en las transposiciones después que Tomé de Burguillos o Lope de Vega escribió estos versos en la Gatomaquia:


«En una de fregar cayó caldera,
(trasposición se llama esta figura)».



Conde en sus traducciones (pues nada original conocemos de él) ha usado oportunamente de las licencias poéticas que permite el estado actual de nuestra literatura.

No tenemos un dialecto poético tan abundante y variado como el de los griegos: pero el que basta para no envidiar a ninguna de las lenguas modernas, inclusa la inglesa, siempre que se maneje con talento y prudencia.






ArribaAbajoDe la elocución poética


ArribaAbajoArtículo I

Esta es una de las materias más difíciles de tratar en literatura. Horacio, que es sin disputa el mejor maestro de poética conocido en el siglo brillante de los latinos, cuando llega a tocarla, se contenta con expresar sus ideas por medio de metáforas, y no la desentraña filosóficamente, cosa que por decirlo de paso, no se exigía en su tiempo.


«Primum ego me illorum, quibus dederim esse poetas,
Excerpam numero: neque enim concludere versum
Dixeris esse satis; neque si quis scribat uti nos
Sermoni propriora, putes hunc esse poetam.
Ingenium cui sit, cui mens divinior, atque os
Magna sonaturum, des nominis hujus honorem».




«(Yo me borro del número de aquellos
A los cuales confieso por poetas.
No basta componer versos que consten;
—21→
Y si alguien, como yo, los escribiere
En estilo a la prosa semejante,
No pienses que es poeta. De este nombre
Solo darás la gloria al que posea
Genio, mente divina y voz sublime)».



Entra después en la cuestión de si la comedia es poema o no, y parece inclinarse a la negativa: pues aunque tal vez se eleva un poco el lenguaje en los trozos en que habla la pasión, como cuando un padre reprende los vicios de su hijo, sin embargo, nunca sale del tono ni de las ideas de un padre verdadero en la misma situación: lo que puede conocerse, añade, en que destruyendo el artificio y el hipérbaton de los versos cómicos, lo que resulta es prosa pura; cosa que no sucede en un pasaje verdaderamente poético de la epopeya o de la oda.

Estas reflexiones de Horacio son preciosas, y nos obligan a admirar el instinto admirable de su gusto, que le dictó por sentimiento la diferencia esencial entre la elocución poética y la prosaica. Si es posible deducirla a priori de principios filosóficos, es imposible describirla con más claridad ni exactitud. Aspiremos, pues, a la gloria de interpretarle, ya que él mismo nos ha impedido la de sentar las reglas; porque lo hemos dicho, y lo volvemos a repetir, en materia de buen gusto será siempre necesario recurrir a las máximas del poeta de Venusa.

Tres cosas son las que requiere Horacio en el verdadero poeta para que se distinga de un prosista:


«Genio, mente divina, voz sublime:»



esto es, disposición para sentir y ser inspirado por la belleza o la sublimidad; entendimiento capaz de contemplarla y de hallar las relaciones que la forman; lenguaje y armonía a propósito para expresarla. De estos tres elementos se compone la elocución poética.

No basta sentir y gozar la belleza ideal: es necesario hallarse inspirado por ella, compelido a reproducirla; es preciso verla en nuestra fantasía, al mismo tiempo que obra sobre el corazón, pintándose en aquella y dominando en este, y pugnando por lanzarse de nuestros labios bajo las formas nuevas que le hemos prestado. La operación del genio es misteriosa, como todas las de la naturaleza cuando transmite la vida. Nadie la ha expresado mejor que el poeta de Sión cuando dice; escápase de mi corazón el canto de la felicidad: eructavit cor meum verbum bonum.

La inspiración produce necesariamente las ideas y pensamientos que nuestro autor llama divinos, porque se apartan de la combinación sabida y usual de las reflexiones humanas. Las ideas poéticas, generalmente hablando, no se presentan bajo formas analíticas, ni se deducen del raciocinio: son verdaderos cuadros, verdaderas imágenes que el poeta percibe por intuición, o bien que conmueven sus afectos, y le inspiran el idioma propio de cada uno de ellos. La mente divina del poeta es el alma de su elocución: es la que da a su estilo el carácter verdaderamente poético: porque es la que diferencia los pensamientos en su esencia y en su giro de lo que deben ser en los escritos prosaicos.

En su esencia. Las cuadros, las imágenes y los sentimientos pertenecen a un mundo ideal, muy diferente del común, sobre que se versan ordinariamente nuestras facultades intelectuales. En este nuevo universo, creado por la poesía, todo es vida, todo es acción. Los montes se conmueven, los elementos tienen sensibilidad, los animales raciocinan, y hasta las ideas generales formadas por nuestra facultad de abstraer, tienen propiedades humanas: nos oyen, nos hablan, nos consuelan, nos reprenden. Es verdad que el buen poeta sabe conservar religiosamente la verdad intrínseca o ideal de las cosas: sabe expresar, pero sin descubrir su artificio, las relaciones constantes que existen entre ese mundo fantástico y el verdadero: mas no por eso dejan de pertenecer a él los pensamientos con que explica la idea principal; pensamientos que son los que en cualquier género caracterizan el estilo.

  —22→  

¿Qué pensamiento más común que este: se acabarán las guerras? Pues véase de qué manera lo desenvuelve Virgilio colocándose enmedio del mundo ideal:


«Entonces, ya dejados los combates,
Blanda se tornará la feroz gente.
Vesta, la antigua Fe y el gran Quirino,
Ya con su hermano en paz, dictarán leyes.
Con el hierro y estrechas trabazones
Las temerosas puertas de la guerra
Se cerrarán. Sobre crueles armas
El impío furor dentro sentado,
Y aherrojados a la espalda con cien nudos
De bronce, de sus labios aún sangrientos
Lanzará fiero horrísono bramido».




«Aspera tum positis mitescent sæcula bellis:
Cana Fides et Vesta, Remo cum fratre Quirinus
Jura dabunt: diræ ferro et compagibus arctis
Claudentur belli portæ: furor impius intus
Sæva sedens super arma et centum, vinctus ahenis
Post tergum nodis, fremet horridus ore cruento».



En el giro. En todos los géneros prosaicos el principal mérito consiste en la conexión de las ideas, resultado de una análisis bien hecha. En poesía no se analiza ni se atiende a aquella conexión, sino se colocan los pensamientos según ocurren a la fantasía acalorada o al corazón conmovido del poeta. La lógica de la imaginación consiste en que las imágenes de un cuadro no desdigan unas de otras, ni estén en contradicción: la ideología de las pasiones en que se dé a cada una por pábulo el objeto que le corresponde. Estúdiese de qué manera se presentan a Dido abandonada por Eneas los objetos que deben irritar su desesperación. Obsérvese con cuánta verdad acaban sus cuadros todos los grandes poetas, principalmente Homero, Horacio y Virgilio, y entre los nuestros Rioja, Herrera, León y Meléndez.




ArribaAbajoArtículo II

Hemos visto que la elocución propia de la poesía no es más que el idioma de la imaginación y del sentimiento. Y como es propio de ambas facultades dar vida a todos los objetos que tocan, de ahí nace la animación y calor del estilo poético.

Este fenómeno de la inteligencia humana no ha sido bastantemente observado ni analizado por aquellos ideologistas que quieren reducir al análisis todas las operaciones del hombre intelectual. Nosotros estamos convencidos de que no hay ninguna idea en la mente que no haya provenido de una análisis anterior: pero ¿está todo el hombre en la generación, deducción y expresión de las ideas? ¿Basta la explicación de estas tres operaciones para hacer patente el misterio de nuestra existencia? ¿No hacemos más que analizar y raciocinar? ¿No sentimos; no imaginamos? ¿Es al raciocinio al que debemos el título glorioso de imágenes del criador? ¿No se nos ha dado, con mucha más razón, por la facultad de crear mundos nuevos en nuestra fantasía?

El filósofo Condillac, dando a su alumno sabias lecciones de literatura, al explicarla un hermoso pasaje de un escritor, añade: «la belleza no puede analizarse, señor: lo confieso a pesar mío». Hay algo, pues, verdadero y real en nuestra existencia, cual es la percepción de lo bello, inaccesible al gran instrumento que tan felizmente explicó aquel insigne ideólogo. No es el hombre, pues, un ser exclusivamente destinado a formar ideas. Esta palabra exclusivamente, que como hemos visto, ni pronunció ni admitió Condillac, puede constituir un justo capítulo de acusación contra Destutt-Tracy.

La belleza tiene también su análisis, pero no la de Condillac. No se percibe por relaciones que puedan reducirse a las fórmulas que contienen nuestros conocimientos;   —23→   sino por las que tienen los objetos con los sentimientos y la imaginación humana. El estudio de estas relaciones constituye esencialmente el de literatura. Los humanistas la creen, y con razón, haber analizado suficientemente las bellezas de un escrito, cuando han hecho notar las armonías que se hallan en la obra con nuestros afectos y nuestra fantasía.

Obsérvese, para conocer la diferencia entre la lógica de la análisis y la de la poesía, que los pasajes poéticos más sublimes y que han sido más admirados en todos los siglos, si se despojan del prestigio que les da el sentimiento, y se consideran como meras fórmulas del lenguaje común, se convierten en otras tantas absurdidades. Las quejas que pone Sófocles en boca del enfermo Filoctetes a los promontorios y riscos de Lemnos, donde yace solo y desprovisto de todo auxilio humano, ¿qué son sino desatinos? Ni los peñascos ni los promontorios pueden oírle ni consolarle. ¿No se burlaba Horacio de sus lectores cuando pintó la muerte llamando con igual osadía a todas las puertas? ¿Y aun nuestros mismos poetas cómicos y satíricos no se han divertido a costa de los amantes cuando expresan con hipérboles su pasión? ¿El mismo Quevedo no dice a una dama, remedando aquel estilo hiperbólico:


«Desde que os vi en la ventana,
o dando o tomando el sol,
descabalé la asadura
por daros el corazón?»

Pero en vano son estas burlas: en vano la fría razón hará notar la absurdidad material de estas y otras semejantes imágenes o figuras de estilo. Ni la fantasía ni el corazón ceden al raciocinio. Eternamente nos seducirán los cuadros fantásticos que dan vida a los seres inanimados, y existencia y acción a los abstractos e ideales: eternamente nos interesarán las hipérboles del dolor o de la alegría, las apóstrofes fervorosas, las personificaciones atrevidas. ¿No introdujo Cicerón en su primera catilinaria a la Patria, hablando primero con Catilina y después con el cónsul? ¿Repararon por ventura sus oyentes en la falsedad de semejante figura? Al contrario, los conmovió con tanta vehemencia, que la indignación del Senado llegó al más alto punto: y el mismo Catilina, convencido de la imposibilidad de permanecer en Roma, buscó en los campos de batalla el único asilo que le había dejado la elocuencia de su adversario.

Vemos, pues, que lo que se llama pensamiento en poesía, ha de resultar precisamente de las relaciones y armonías íntimas que existan entre el asunto y los afectos humanos. Estas relaciones, hasta cierto punto misteriosas, no las halla el raciocinio, sino la inspiración. Por tanto en las obras poéticas es siempre el entusiasmo el padre de la invención.

No sería fácil encontrar la razón filosófica de estos movimientos, desordenados en la apariencia, pero sometidos realmente a las reglas ocultas de nuestra existencia intelectual. Por ejemplo, ¿cuál es el motivo que hace naturales las hipérboles apasionadas? La dificultad que experimenta el hombre, arrebatado de un afecto, en expresar lo que siente con las voces comunes del idioma; dificultad muy semejante a la que tuvo el que pintó la figura de Agamenón en el cuadro de Ifigenia. En el lenguaje del pincel no hay hipérboles, y así hubo de contentarse con ocultar el rostro del padre que sufre, no teniendo en los colores suficiente recurso para describir su dolor. El hombre, agitado de una pasión vehemente, calla más bien que degradarla con voces que la han de debilitar. Si habla, ha de valerse de expresiones absurdas que por lo menos indicarán que no ha hallado en el lenguaje común de los hombres palabras con que significar su sentimiento.

¿Por qué el lenguaje de la poesía procede casi siempre por cuadros e imágenes? Porque el poeta ve en su fantasía los objetos, así como el pintor. Este los traslada a un lienzo: aquel los pinta con palabras de tal manera, que el que posea el arte de la pintura, y oiga los versos, podrá pintar el mismo asunto con colores. La fantasía está más próxima a la vista y al oído que al raciocinio; como quiera que este se versa sobre ideas abstractas, desprovistas de sonido, de movimiento, de color.

La propensión de la poesía a dar vida a los seres que no la tienen, y a representar los entes abstractos bajo formas humanas, y capaces de movimiento, acción e inteligencia,   —24→   procede de la sobreabundancia de vida que existe en la mente, por poco que se sienta conmovida de algún afecto, y del deseo que tiene el alma de sensibilizar sus ideas, y de percibirlas no solo por la deducción, sino también por la fantasía. Esto es tan cierto, que aun en las matemáticas, ciencia la menos poética de todas, procuramos hacer sensibles por figuras las relaciones más abstractas de la cantidad. El hombre no cree conocer bien sino aquello que ve con los ojos, o con la fantasía.

Las creaciones de la imaginación nos presentan la belleza bajo nuevas relaciones y armonías: por eso nos agradan tanto, porque multiplican los puntos de vista desde los cuales podemos gozar los objetos bellos. El apólogo, que convierte una máxima moral o abstracta, en un drama animado, será siempre un género de literatura apreciado. ¿Y qué otra cosa fue la mitología griega, sino una colección ingeniosa de alegorías, por medio de las cuales personificaron los poetas de aquella nación las virtudes y los vicios humanos, los fenómenos de la naturaleza, las máximas morales y políticas y las producciones de las artes? Agrada, y eternamente agradará a los hombres, que se les presente un orden de ideas abstractas bajo símbolos sensibles y animados; porque además del conocimiento de la verdad, se goza la imaginación en ver y penetrar el fácil velo que la encubre.

Tal vez el poeta renuncia a todos los adornos, y busca para expresarse el giro más sencillo y más usual como sucede en los pensamientos sublimes. Entonces, la poesía no está en las ideas subordinadas, sino en las relaciones de grandeza que tiene la principal con nuestros sentimientos. Cuando Turno exclama en Virgilio


«Usque adeone mori miserum est?




(¿Tan triste es el morir?)»



consiste la belleza de este rasgo en la fuerza de alma del héroe, que prefiere la muerte a la ignominia de huir de su rival.

Mas no están reñidos con la sublimidad los pensamientos que la hacen más sensible y la presentan con más vivacidad a la fantasía. Tenemos un insigne ejemplo de esto en la escritura sagrada, cuando para dar a entender la inmensa fuerza de la voluntad de Dios, dice: «tangis montes, et fumigant (tocas los montes, y humean».)




ArribaAbajoArtículo III

Hemos expuesto suficientemente las fuentes de los pensamientos poéticos y los medios de revestir con un velo fantástico y sensible las ideas más abstractas. Resta ahora que hablemos de su expresión, del lenguaje propio de la poesía, que es la que Horacio llama voz sublime (os magna sonaturum), y que coloca entre las tres cualidades que forman el poeta.

Porque no basta haber hallado un pensamiento grande: si su expresión es mezquina, prosaica, por decirlo de una vez, pierde toda su gracia y energía. Un mal poeta del siglo pasado, celebrando en un mal poema la venida de Carlos III a reinar en España, quiso elogiar el viento bonancible que guió su armada desde Nápoles a Barcelona, y dijo de él:


«Era un viento que estaba emparentado
con lo mejor del aire».



No lo diría peor un casamentero exagerando la nobleza del novio. El pensamiento es poético: un buen poeta hubiera podido llamarle hijo del céfiro que halaga eternamente las florestas de Gnido, o bien del que refresca las celestiales mansiones del Olimpo; en fin, pudiera haber presentado su idea bajo imágenes más dignas. Pero se valió de una expresión la más vulgar y mezquina que era posible hallar. No parece sino que había aprendido de memoria el tratado del Antisublime de Pope.

Hallamos en poetas de más nombradía echados a perder hermosísimos pasajes   —25→   por la pobreza y vulgaridad de la expresión. Sirva de ejemplo Balbuena, tan gran poeta con mucha frecuencia, y cuyas caídas son por lo mismo tan lastimosas.


«Indignor quandoque bonus dormitat Homerus».




(«Me indigno cuando Homero se adormece».)



Este defecto es más común todavía en Lope de Vega, tan rico de pensamientos, pero tan incorrecto en la expresión; bien que para hacerle exacta justicia, es menester confesar que pocos le igualan cuando es completamente bueno. Es frecuente leer en sus obras al lado de un pasaje, lleno de sublimidad o de gallardía, otros versos que parecen encontrados en medio de la calle. Tampoco es raro en él echar a perder un hermoso cuadro con un yerro de elocución.

Pero es menester no olvidar que la expresión por sí sola no basta para formar la buena poesía. Es necesaria la reunión de ambas cosas, el pensamiento y el lenguaje. Sin el primero, los versos más armoniosos, las figuras más brillantes de expresión, el escogimiento mismo de las voces no producirán más que bagatelas sonoras (nugæ canoræ), como las llamaba Horacio: serán como las cápsulas de la mies desecada por el solano. La paja está en pie; el grano ha desaparecido.

Pícaro fue el momento en que ocurrió a D. Tomás Iriarte la idea (que puso constantemente en práctica) de que el lenguaje de la poesía debía ser el mismo de la prosa: y pícaro también aquel en que Samaniego juzgó a propósito celebrarle la gracia. Uno y otro equivocaron la sencillez con la vulgaridad. Después de leídas algunas de las muestras del estilo de Iriarte, insertas en la Colección de poesías castellanas del Sr. Quintana, es imposible negarle enteramente a aquel escritor todas las prendas de poeta. Nosotros creemos que irritado del gongorismo, que había echado a perder y que aún plagaba nuestra literatura, quiso ensayar un nuevo género de poesía, reduciendo sus composiciones a prosa rimada.

Léase, si hay paciencia para ello, su traducción de los primeros libros de Virgilio.


«In vitium ducit culpæ fuga, si caret arte».




(«Evitar una culpa, si no hay arte,
Conduce al vicio opuesto».)



El ejemplo de Iriarte, y más que todo la facilidad de ser poeta en su sistema, produjo el inmenso número de copleros que plagaron nuestro Parnaso y nuestro teatro en las últimas décadas del siglo pasado. En fin, Meléndez pareció y restableció el verdadero tono de la musa española.

La expresión poética consta de los tropos, de la elección de palabras, de la armonía y de las figuras de dicción, que son las que rigorosamente hablando, constituyen lo que se llama lenguaje poético.

Los tropos o las figuras que sirven para trasladar las palabras de una significación a otra, no se cometen sin producir alguna alteración en las ideas. Cuando Horacio describe en una de sus odas los peligros de la guerra civil bajo la alegoría de una nave agitada de los vientos y de las olas, no podemos dejar de percibir dos órdenes de ideas que se corresponden entre sí por su semejanza, y además las relaciones de esta semejanza. Gózase el alma en percibir el objeto abstracto bajo el velo de la imagen sensible. Lo mismo podemos decir de la metáfora, metonimia, sinécdoque y demás figuras de traslación. Así nos parece inexacto el nombre de figuras de dicción, que algunos les han dado: pues no solo modifican la frase, sino también el pensamiento.

El origen del agrado que nos producen, consiste generalmente, así como en las comparaciones, en presentar el objeto más de bulto, más accesible a la fantasía. Así muchas de ellas se fundan solo en esto. Está muy bien dicho: se ha presentado a vista del puerto una armada de veinte velas; pues lo primero que se ofrece a la vista, lo primero que se puede contar en una escuadra es el velamen. No estaría bien dicho: pereció una armada de veinte velas: el velamen no tiene relación alguna con el acto de naufragar.

El escogimiento de las palabras más propias, más precisas, más descriptivas reconoce   —26→   el mismo principio, el de presentar los objetos a la fantasía como si se viesen. Los epítetos característicos, los verbos gráficos dan suma energía al pensamiento; pero también lo modifican. La expresión poética consiste en gran parte en la de las voces. Cuando Rioja dijo;


«¡Qué callada que pasa las montañas
El aura respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!»



pudo haber dicho locuaz en lugar de gárrula, y sonora en lugar de sonante; mas entonces le hubiera quitado la idea de ostentación y de presunción que van asociadas a la voz gárrula; como también la idea de esfuerzo en hacer ruido entre las cañas, y estas tres ideas acomodaban mucho al poeta, para comparar a la hipocresía el ruido del aire en un cañaveral. No ha habido ningún gran poeta a quien no hayan ocurrido en el momento de la inspiración las voces más acomodadas para expresar el pensamiento. El genio las halla, el gusto las valúa.

La armonía y las figuras gramaticales pertenecen exclusivamente al lenguaje. El verso más lindo o más sublime, si se desata en prosa, perderá indudablemente una de sus prendas poéticas; mas no se alterará en nada el pensamiento. Sirva de ejemplo este verso de fray Luis de León:

«De hermosa grey pastor muy más hermoso»



Dígase: pastor mucho más hermoso de hermoso rebaño. Se destruirá no solo la armonía de la versificación, sino también tres figuras de lenguaje, a saber: la transposición, el arcaísmo de muy más en lugar de mucho más, y el arcaísmo de grey, voz anticuada cuando se toma en el sentido literal. Pero el pensamiento ha quedado absolutamente el mismo. Sin embargo, es fácil de ver su diferente efecto en el verso y en la prosa; porque la armonía halaga el oído: las voces desusadas dan a la frase un sabor de antigüedad con el que se complace la imaginación, y el hipérbaton coloca las palabras en los sitios donde produzcan mayor interés.

Lo que decimos de la armonía del verso, decimos, también de la imitativa. Destrúyase la onomatopeya en este verso de Virgilio;


«Quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum».




(«Con sonido alternado hiere el bruto
el campo ensangrentado».)



Y dígase: ungula quatit campum putrem sonitu quadrupedante: el pensamiento será todavía el mismo para la fantasía, aunque no hable ya el oído.

Hemos procurado desenvolver los fundamentos que tiene en la naturaleza la elocución poética, ya en cuanto a la invención de los pensamientos, ya en cuanto a la manera de indicarlos. Creemos útiles estas investigaciones filosóficas acerca de los diversos puntos de la literatura poética para salvarla, así del desprecio con que la miran muchos, creyendo insustancial y sin interés su estudio, como de la exageración de otros que quieren atribuirle una misión casi divina. La poesía no es más ni menos que el lenguaje de los afectos de la imaginación: el lenguaje que hablaron los hombres primitivos cuando sabían sentir y no raciocinar, y que se ha conservado en los pueblos civilizados no solo para el agrado y el placer, sino para expresar en varias ocasiones de la vida pública y privada los sentimientos más dulces y más sublimes del corazón humano.





  —27→  

ArribaAbajoCarácter de la poesía oriental


ArribaAbajoArtículo I

Los pueblos del Oriente han conservado por más tiempo que los de Europa el espíritu y las tradiciones de la antigüedad en política, en moral y en literatura. Este fenómeno se explica en nuestro entender, por los cortos progresos, o más bien el constante espíritu estacionario de su civilización intelectual. Los chinos, los tártaros, los indios, los persas y los árabes son en el día con muy corta diferencia lo que eran hace cuarenta siglos. Una sola revolución se ha verificado en su inteligencia; y es el fermento científico que introdujo en la población mahometana la corte de Bagdad, cuando esta soberbia metrópoli del Asia fue la capital del califato. Su efecto duró muy poco por la invasión de los turcos y mogoles, y quedan cortísimos vestigios de aquellas luces aun entre los mismos árabes a quienes se debieron.

En Europa al contrario se renuevan en menos de un siglo el espíritu y las tendencias de los pueblos. Las revoluciones intelectuales y morales han sido frecuentes en ella. Idólatra e ilustrada bajo Augusto, cristiana bajo Constantino y Teodosio, presa de los bárbaros en el siglo V, pugnando por recobrar en tiempo de Carlo Magno las ciencias y artes perdidas durante la invasión de los pueblos del norte, sumergida otra vez en la barbarie por la anarquía feudal, teatro de la lid entre el principio de la violencia y el de la ilustración que consiguió la victoria en el siglo XVI, sus mismas disensiones intestinas le han servido, como a Roma las de sus patricios y plebeyos, para extender el dominio de la inteligencia.

¿Por qué, pues, el entendimiento humano es tan estacionario en Asia, y tan activo y emprendedor en Europa? Esta es otra cuestión que podrá resolverse, o por la diferencia de los climas que ha obligado al europeo a convertir en vergeles los sombríos bosques de la antigua Galia y las montañas de la selva Hereinia, cuando las orillas del Eúfrates, del Tigris, del Indo y del Ganges ofrecían a sus felices y sobrios habitadores cuanto es necesario para sustentar la vida, sin grandes esfuerzos de su parte; o bien por la afición de los asiáticos al reposo, a la meditación vaga y poética y a los placeres de la imaginación; cosas a que efectivamente ha debido convidarlos su territorio fértil, hermoso y al mismo tiempo sometido a un sol espléndido y ardiente.

Pero sea cual fuere la explicación del hecho, no podemos dudar de él. Y así no debemos extrañar que la poesía y literatura oriental se conserve en el día tal como fue en los tiempos más antiguos de la historia, con muy corta e imperceptible diferencia, que podremos también explicar por la historia misma.

La primera literatura de todos los pueblos es esencialmente poética: porque es el idioma de la imaginación exaltada y de las pasiones vehementes no cohibidas por las leyes de la civilización. El ignorante ama y aborrece sin freno: para el ignorante todo es objeto de admiración y conmueve su fantasía. Así es que menos diferencia se encuentra entre los cantos osiánicos y la poesía hebrea, que entre los buenos poetas españoles, italianos y franceses de fines del siglo XVIII.

Podemos, pues, caracterizar a la poesía oriental de primitiva; y como no conocemos escritores poéticos anteriores a aquellos cuyas composiciones están consignadas en los libros del antiguo testamento, claro es que en ellos debemos buscar el tipo de esta clase de poesía y los caracteres que la distinguen de la de los modernos europeos.

La sencillez y valentía en la expresión, el uso frecuente de las imágenes y de las comparaciones, la hipérbole casi continua, el estilo cortado y dramático, el desorden lírico que anuncia las conmociones de la imaginación; la osadía de los pensamientos siempre presentados bajo formas sensibles, y en los pasajes patéticos aquella ternura candorosa que se apodera del corazón; en fin, el lenguaje exento de pretensiones y de   —28→   afectación de elegancia, y que nada calla ni dice por respeto a conveniencias sociales, son las prendas características de los libros poéticos de la escritura: lo son también de gran parte de las poesías árabes, persas e índicas, que hemos leído en traducciones hechas en las lenguas modernas de Europa. Tales son también los dotes naturales de la poesía primitiva de las naciones; como hemos visto en las traducciones de algunos poemas de los pueblos bárbaros del Océano pacífico y de la América septentrional.

Solo en la poesía árabe de la edad media encontramos el cuidado de la expresión, el de la elegancia, las pretensiones en fin que son propias de un poeta en una nación civilizada. Pero entonces lo eran los mahometanos, a lo menos cuanto podían permitirselo sus creencias religiosas y políticas, y su moral doméstica; porque es indudable que la poligamia y la esclavitud, el despotismo y el fatalismo son muy poco a propósito para civilizar las naciones. Sin embargo los árabes de Haround Alraschid sabían mucho más que los paladines de Carlomagno, por más que Europa contuviese entonces el gran principio civilizador; pero oprimido por costumbres e instituciones bárbaras. Léanse las traducciones de nuestro insigne orientalista Conde, insertas en su Historia de los árabes de España, y se verá que si bien se conservan en aquellas poesías las dotes principales de la oriental primitiva, se vislumbra sin embargo en ellas la delicadeza del trato cortesano, el lujo y pompa de las cortes mahometanas, y aun tal vez la galantería que suele servir de velo y de sepulcro al amor en los pueblos harto civilizados.

Pero a pesar de esta pequeña anomalía, el tipo primitivo permanece. La poesía árabe, aunque más culta después de los triunfos del islamismo, se acercó más que otra alguna al lenguaje del antiguo testamento, porque el Corán, libro sagrado de los mahometanos, imitó el estilo de la Biblia. Mahoma afectó el tono inspirado de los Isaías y Ageos: en la parte moral de su libro tomó por modelos a los libros sapienciales; y sus cantos a la divinidad están llenos del fuego y aun de los pensamientos que brillan en las composiciones líricas de la escritura. Por esta razón se ha dicho que el poeta de la Meca formó su religión de trozos del judaísmo y del cristianismo.

Observamos que de todos los géneros de poesía conocidos entre los griegos, los romanos y las naciones modernas de Europa, no hallamos más que cuatro en los pueblos orientales: el apólogo o la parábola, la oda, la elegía, y la égloga: mas no sabemos que se hayan ejercitado en el drama, en el poema épico, en el didáctico, tal como lo concebimos nosotros, ni en la sátira. Parece que la oda, el más sencillo de todos, pues solo consiste en la expresión de un afecto, es el más adaptable al carácter peculiar de su genio. Hemos leído que los chinos tienen dramas, y tan largos que suele durar un día entero su representación; pero no creemos que los tengan los indios. Es cierto que los árabes no los tienen, y que no los tuvieron los hebreos. Quizá entre los mahometanos estén prohibidas por un principio de su religión las representaciones escénicas.

Se ve, pues, que la poesía oriental es primitiva hasta en la particularidad de ser toda lírica. Algunos cantos que pudieran graduarse de épicos, no lo son: están escritos como los asiáticos, con demasiada exaltación, para que puedan asimilarse a las narraciones de Homero y de Virgilio.




ArribaAbajoArtículo II

De las literaturas modernas ningunas conocemos que hayan tomado tanto de la poesía oriental como la inglesa y la española. Los franceses han tenido excelentes poetas sagrados: basta nombrar a Juan Bautista Rousseau y a los dos Racines padre e hijo para convencerse de ello. Pero en ninguno de estos aparece el estilo dramático y sencillo de los cánticos del antiguo testamento, sino acaso en algunos pasajes de la Atalía de Racine. Siempre conservaron el carácter urbano y elegante, pero sin movimiento ni libertad, de la poesía francesa.

El idioma inglés, más atrevido y más poético, tomó fácilmente las formas bíblicas, apenas apareció el sublime Milton, inspirado por el ángel de Sión. Este insigne genio, después de haber empapado, por decirlo así, sus alas en las aguas del Jordán, comunicó a su poema las dos prendas más notables del orientalismo, el atrevimiento y la sencillez.   —29→   Desde entonces se llenó la poesía inglesa de frases y giros hebraicos, que tienen lugar y estimación aun en las composiciones profanas.

El primero de nuestros poetas que enriqueció el Parnaso español con expresiones orientales, fue el divino Herrera; pero solo en composiciones sagradas o a las cuales por lo menos se pudiese dar un colorido religioso. En las demás siguió la manera de Petrarca, a la cual fue adicto más de lo que convenía a la elevación de su genio. Los poetas deben consultarse a sí mismos antes de emprender y decidirse más por el sentimiento que por la costumbre de admirar e imitar, que puede ser laudable en los estudios, pero perniciosa cuando se quiere remontar el vuelo. Herrera, que cuando cantó a su Heliodora, no hizo más que seguir desmayadamente al amador de Laura, se sobrepone a él tanto como el vuelo del águila al de la tímida paloma, cuando aplaude la victoria de Lepanto o lamenta la derrota de los portugueses en las orillas del Luco. ¿Por qué no escribió más que dos composiciones de esta clase, y en casi toda su carrera poética obligó su genio gigantesco a encerrarse en las reducidas dimensiones del platonismo, casi agotado ya por el cantor de Vauclusa?

Pero estas dos composiciones son de las más clásicas de nuestra poesía y de las más dignas de estudiarse. No es nuestro ánimo analizarlas; sino solo mostrar cuáles son las frases y giros hebraicos, con que enriqueció nuestro dialecto poético: para lo cual, será suficiente señalarlos con bastardilla.

En la canción a la Victoria de Lepanto se hallan las siguientes:


    «Cantemos al Señor, que en la llanura
venció del ancho mar al trace fiero:
Tú, Dios de las batallas, tú eres diestra,
salud y gloria nuestra».
    «Sus escogidos príncipes cubrieron
los abismos del mar, y descendieron,
cual piedra en el profundo: y tu ira luego
los tragó, como arista seca el fuego».
«Derribó con los brazos suyos graves
los cedros más excelsos de la cima».
«Bebiendo ajenas aguas».
«Temblaron los pequeños, confundidos
del impío furor suyo: alzó la frente
contra ti, Señor Dios...
y los armados brazos extendidos,
movió el airado cuello aquel potente:
cercó su corazón de ardiente saña».
«Y de armas de tu fe y amor se visten:
Dijo aquel insolente y desdeñoso:
¿No conocen mis iras estas tierras?
.......................................................
¿o valieron sus pechos?...
¿Quién las pudo librar?...
¿Podrá su Dios, podrá por suerte ahora
guardallas de mi diestra vencedora?
Su Roma, temerosa y humillada,
los cánticos en lágrimas convierte.
Ella y sus hijos tristes mi ira esperan».
    «El cuello con su daño al yugo inclinan,
Y me dan, por salvarse, ya la mano,
y su valor es vano;
que sus luces cayendo se oscurecen.
Sus fuertes a la muerte ya caminan,
sus vírgenes están en cautiverio».
«Tú, Señor, que no sufres que tu gloria
usurpe quien su fuerza osado estima
—30→
prevaleciendo en vanidad y en ira,
este soberbio mira:
no dejes que los tuyos así oprima,
y en sus cuerpos cruel las fieras cebe:
que hecho ya su oprobio, dice: ¿Dónde
el Dios de estos está? ¿De quién se esconde?»
«Vuelve el brazo tendido,
contra este, que aborrece ya ser hombre,
y las honras, que celas tú, consiente».
    «Levantó la cabeza el poderoso,
que tanto odio te tiene: en nuestro estrago
juntó el consejo y contra nos pensaron.
Venid, dijeron, y en el mar undoso
hagamos de su sangre un grande lago:
deshagamos a estos de la gente
y el nombre de su Cristo juntamente.
Hártense en muerte suya nuestros ojos.
Vinieron de Asia y portentosa Egito
con los erguidos cuellos,
y prometer osaron con sus manos
encender nuestros fines,
nuestros niños prender y las doncellas».
    «Puesta en silencio y en temor la tierra,
y cesaron los nuestros valerosos
y callaron».
    «Cual león a la presa apercibido
sin recelo los impíos esperaban
a los que tú, Señor, eres escudo.
«Sus manos a la guerra compusiste
y sus brazos fortísimos pusiste
como el arco acerado:»
   «Turbáronse los grandes,
rindiéronse temblando;
que mil huyendo de uno se pasmaron.
................................................................
    Tal en tu ira y tempestad seguiste,
y su faz de ignominia convertiste.
Quebrantaste al cruel dragón
lleno de miedo torpe en sus entrañas».
   «Hoy se vieron los ojos humillados
del sublime varón y su grandeza;
que tú solo, Señor, fuiste exaltado;
que tu día es llegado».
    «Mas, tú, Grecia...
Porque ingrata tus hijas adornaste
en adulterio infame a una impía gente,
...........................................................
llega a tu cerviz con diestra fuerte
la aguda espada suya...»
    «Llorad, naves del mar, que es destruida
vuestra vana soberbia...»
    «¿Quién contra la espantosa tanto pudo



Se ve, pues, que la canción está como empedrada de hebraísmos. No dejaremos de notar que fray Luis de León aunque trató asuntos religiosos, aunque tan sabio en la lengua hebrea, aunque tradujo el libro de Job y muchos salmos, tiene menos rasgos de poesía oriental en todas sus obras que esta sola canción de Herrera.



  —31→  

ArribaAbajoArtículo III

Excepto Herrera, ninguno de los poetas de nuestro buen siglo se propuso enriquecer la poesía castellana con giros tomados de la oriental. Ya hemos visto que no lo hizo León, a pesar de que su estado, sus conocimientos en la lengua hebrea y el tono candoroso de su elocución le convidaban a ello. Calderón tiene algunos pasajes de la Escritura bien traducidos en sus autos sacramentales: mas no por eso hizo alarde del estilo oriental: su frase, su estilo son siempre tomados del idioma poético de los españoles.

Después de la restauración del buen gusto en España en el siglo XVIII, pocos, muy pocos han cultivado la poesía oriental. Entre ellos merecen citarse como modelos la oda de Meléndez, intitulada El triunfo aparente de los malos, y las dos del sabio y modesto Don José Roldán a la Venida del Espíritu Santo y a la Resurrección de Jesucristo, insertas en el cuarto tomo de la segunda edición de la colección de poetas castellanos del Sr. Quintana. Las citas son inútiles después de las que hemos hecho de la canción de Herrera. Basta leerlas para conocer en ellas el tono desusado de la poesía hebrea, tan diferente de la nuestra.

Más útil nos parece detenernos a examinar qué asuntos son los que en nuestras lenguas modernas pueden tratarse en estilo oriental, y de qué manera puede aclimatarse entre nosotros. Estamos persuadidos de que en los asuntos religiosos puede y aun debe adoptarse el tono de la poesía hebrea, que consagrada exclusivamente a Dios, conserva el candor genial de los sentimientos, tales como los inspiró la ley natural a los primeros patriarcas. Es imposible expresar la admiración, la gratitud, la esperanza, el amor, el pesar y demás afectos religiosos con más vehemencia, con más verdad que en los libros poéticos de la Biblia. La literatura moderna, procurando adornar los pensamientos, los desvirtúa: se complace en ampliar los cuadros y debilita su efecto: evita cuidadosamente la incorrección y la grosería, y presenta la idea desmayada y sin vigor. No así los poetas hebreos: no se aterraban con las palabras bajas, si eran propias: formaban imágenes que con un solo rasgo pintaban el objeto: no embellecimientos buscaban prestados o traídos lejos. Por eso su expresión era tierna, vehemente, sublime: porque era verdadera.

Siendo Dios el objeto más sublime de la naturaleza, basta para dar a entender los sentimientos que excita la contemplación religiosa, presentarlos como existen, sin adornos trabajados, sin escogimiento de frases. Esta es una de las leyes de la sublimidad en el escrito. Puede decirse que ni las lenguas griega y romana, ni los idiomas modernos tienen expresiones hechas para pintar esta sencillez sublime, sino las que han tomado de la hebrea.

No en vano, pues, la presentamos como el tipo de la poesía oriental, que debe emplearse en los asuntos pertenecientes a la religión. Pero aún hay más.

La lengua hebrea, superior en esta parte a las demás del mundo, tiene dos clases de lírica religiosa; la del poeta propiamente dicho y la del profeta. El primero se supone inspirado por sus sentimientos, que le excitan a cantar: su pensamiento y sus voces son a la verdad dictados por el mismo Dios, pero siempre en armonía con el sentimiento inspirado también del cielo. La situación del profeta es diversa: sus voces tienen un objeto determinado, cual es el anuncio de lo futuro. Su lenguaje no siempre está sujeto como el del poeta, a las leyes de la versificación; pero su estilo es poético, porque es inspirado.

Los Salmos y los diversos cánticos de la Escritura son poesías, rigorosamente hablando, hechas para cantar, como el célebre himno de Moysés después del paso del mar rojo, que es la composición lírica más antigua que conocemos: tienen todas las prendas, y se someten a todas las leyes de la versificación hebraica. El habla de Jacob a sus hijos al tiempo de morir y las obras de Isaías y demás profetas, pertenecen a la segunda clase de lírica. Algunas veces se mezclan ambas, como es fácil de reconocer en el cántico de Habacue en los trenos de Jeremías, y sobre todo en el sublime Salmo 21; profecía tan clara y evidente de los padecimientos del Salvador, como la de Isaías que se ha comparado con razón a la narración evangélica.

Ni se crea que la sublime poesía de los hebreos peque por monotonía, como quiso dar a entender Voltaire, a quien no bastaron sus profundos conocimientos como humanista   —32→   para destruir o por lo menos acallar sus preocupaciones antirreligiosas. Hay entre los poetas hebreos grande diversidad de estilo y tono. De la ternura melancólica de Jeremías a la manera osada y cáustica de Ezequiel hay inmensa distancia. Los Salmos de David se distinguen fácilmente de los de Asaf; los primeros son más suaves y patéticos, como del hombre hecho según el corazón de Dios; los segundos más magníficos. El sentimiento domina en los primeros: en Asaf las imágenes. Los cánticos de Moysés respiran la dignidad de un legislador: los escritos de Isaías parecen narraciones históricas.

Solo hay una particularidad en la poesía hebrea que no puede ser imitada por los modernos. Cada verso se divide en dos partes de las cuales la primera expresa el pensamiento, y la segunda lo confirma o modifica. Pongamos algunos ejemplos de esta forma característica de la versificación hebrea.


«Cæli enarrant gloriam Dei
et opera manum ejus anuntiat firmamentum».


(La gloria del Señor cuentan los cielos,
y el firmamento, su creadora mano.)




«In exitu Israel de Egipto,
domus Jacob de populo barbaro».


(Cuando salió Israel del fiero Egipto,
y del bárbaro pueblo su familia.)



Blair dice que esta forma de la poesía hebrea tuvo su origen en la manera de cantar los versos a dos coros, o a una voz y un coro, alternados: de modo que era necesario suponer que el segundo convenía en algún modo con la idea del primero. Pero en nuestras composiciones, que o no se cantan o se cantan de otro modo, no hay necesidad de observar la ley de la repetición del pensamiento que era esencial para los israelitas.

Pasemos ya de los asuntos religiosos a los profanos. No creemos que sea oportuna la imitación del estilo oriental, sino cuando se trate de materias en que intervengan de alguna manera personajes de aquella región. Víctor Hugo en su oriental de un árabe hablando a su caballo, tiene razón en imitar los giros de la poesía de aquel pueblo: pera haría muy mal el poeta andaluz que comparase los ojos de una hermosa gaditana a los de la gacela, o su cuello a la Torre del oro de Sevilla, como el pastor de los cantares comparó el de su amada a una torre de marfil.

Queda la parte más difícil, que es la buena imitación del estilo oriental en nuestra poesía. Pero desgraciadamente no hay reglas para esto. Es de aquellas cosas que están reservadas exclusivamente al genio. Si hay algún consejo posible, es el estudio profundo de nuestra lengua poética, y de sus inmensos recursos. Solo así podrán acomodarse bien en ella los giros y expresiones de la oriental. Así lo hizo Herrera: así Meléndez; y si lo hicieron con felicidad, debido fue a su grande tino y maestría en el manejo de la lengua.