Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[189]→  

ArribaAbajoTercera parte

La contraviesa



ArribaAbajo- I -

Diferentes maneras de amanecer.- Segunda campaña contra el mulo


La del aguardiente sería, que no todavía la del alba, cuando quiso Dios que cantara un gallo a lo lejos, al cual le contestó otro más cerca, y luego otro en el corral del Francés; y -como si aquellos tres alertas hubieran sido dados por la trompeta del Juicio Final, a fin de resucitar a los muertos, o más bien por la propia Muerte, a fin de hacerles volver a sus sepulturas antes de que despertasen los vivos, -siguiose un silencio muy raro, que no parecía ya   —190→   el de la quietud, sino el de la acción sin ruido, o sea el del tiempo que echaba otra vez a andar, y, un instante después, principió a sentirse algún movimiento en el piso bajo de la Posada...

Trató de volver a reinar el silencio; pero ya le fue imposible. La fe en que llegaría a amanecer como todos los días, y muy pronto, iba y venía ya con alguien por el establecimiento. Oyéronse, pues, sucesivamente chirridos de llaves y de goznes de puertas que se abrían; trastazos de tropezones; toses vitalicias; pasos remotos; gritos bruscos que sólo entienden las bestias; coces sonando sobre tabla; juramentos, relinchos, maldiciones; otros pasos más próximos, recios como trancazos, ganando poco a poco la escalera; y, finalmente, tres furiosos golpes, aplicados a la puerta de nuestro cuarto, y una espantosa voz, semejante a un tiro, que, traducida al cristiano, había querido decir: «¡Arriba!»

*
* *

Abrí la puerta, y el Día, representado por un candil y por un plato lleno de copas de aguardiente, penetró en aquel calabozo, en aquel hospital de sangre, en aquel campo de batalla cubierto de heridos, o en aquella Sala del Tormento digna de la Venecia de los Dux, anunciando a tanta y tanta víctima como yacía con botas y espuelas sobre un colchón continuo, formado por la yuxtaposición de muchos colchones, que había llegado al fin para todas ellas la hora de la libertad, de la convalecencia, de la misericordia.

-¡Arriba! -contestaron, pues, los nueve compañeros de cama, animándose mutuamente con el ademán, pero sin levantarse ninguno.

-¡Estaría escrito! -añadió uno por lo bajo, consultando su reloj.

-¡Cómo ha de ser! -suspiró otro amargamente, despidiéndose de la almohada.

  —191→  

-Pues, señor -a la noche dormiremos más, dijo de una manera indefinible quien de seguro no había dormido poco ni mucho desde que se acostó.

Y probó a incorporarse.

-¡Vamos a Albuñol! -agregó no sé cuál de ellos, recreándose de antemano en el término de una jornada que no sabía cómo principiar.

Y se sentó en la cama.

-¡Pecho al agua, caballeros, que es medio día! -gritó al fin un valiente, dando un brinco y abriendo de par en par el balcón, a fin de que los menos diligentes perdiesen toda esperanza de dormir algo...

Y se encontró con que era tan de noche a la parte afuera como a la parte adentro de los cristales.

-¿A quién la pego un tiro? -preguntaba entre tanto, en correcto andaluz, el mozo de la Posada, apuntando con la botella a las copas y con las copas a la asamblea, e indicando de aquel modo que el aguardiente era legítima bala rasa.

Nulla est redemptio! -gimió entonces el más rezagado.

Y toda el mundo se encontró de pie.

Eran las cuatro y media de la madrugada; esto es, las cuatro y media de la noche.

[...]

*
* *

Pareció, por último, el verdadero día, a la hora prefijada por Dios y combinada por los astros.

Supóngolo así a lo menos; pues, por lo que a   —192→   nosotros toca, la cosa aconteció, sin que nos advirtiéramos de ella, cuando más ocupados estábamos en el zaguán de la Posada, arreglando las mil y una complicaciones inherentes a la obra de romanos llamada aparejar.

Siempre he admirado a los arrieros en esta operación magna, verificada por lo regular a tientas, a la desatendida voz de «¡Alumbra aquí, muchacho!» cuando el muchacho y ellos están medio dormidos, y el mesón hecho un laberinto de albardas, jáquimas, costales, sillas, bocados, alforjas, capachos, cestas, capas, mantas, sogas y baúles, todo ello completamente igual en apariencia, dentro de su respectivo género...- ¡Yo no sé cómo cada uno reconoce, no sólo lo suyo, sino también lo ajeno y la infinidad de encargos que lleva; yo no sé cómo todo parece, y cómo, si se pierde algo, se adivina en el acto su paradero; ni tampoco sé cómo se las componen a oscuras aquellos dedos de corcho para atar, liar, enganchar, pasar correas, ajustar hebillas, y gobernar al mismo tiempo a los irracionales, -que nunca se muestran dispuestos a dejar la cuadra por el camino!

Lo único que he llegado a comprender, por vía de resumen de mis observaciones en la materia, es que cuanto menos saben las criaturas, tanto mejor conocen las pocas cosas que saben.- Y si lo dudáis, tendeos boca abajo o boca arriba en el campo y estudiad durante horas y horas los prodigios de discernimiento, de sagacidad, de perspicacia, de sutileza y de picardía de que os darán muestras los insectos o las aves.

Pero, aquella mañana, el acto de aparejar se relacionaba   —193→   con otro problema no menos arduo, que no era ya de la incumbencia de criados y arrieros, sino de la nuestra propia, razón por la cual tuvimos que intervenir en el asunto, privándonos de ver amanecer...

Tratábase de si nosotros, los huéspedes de la Alpujarra, los neófitos en sus caminos, montaríamos en adelante en mulo, o seguiríamos a caballo.

*
* *

Esta cuestión, que parecía resuelta previamente (y cuyo examen puede seros de gran utilidad práctica a cuantos tengáis que visitar aquel país), se reprodujo en tal instante, en virtud de la serie de razones que paso a manifestar.

Recordaréis haber leído al comienzo de estas páginas que el mulo, según pública voz y fama, era indispensable para recorrer ciertos y ciertos caminos del territorio alpujarreño, y que nosotros, cediendo a la opinión general, habíamos encargado que nos esperasen en Órgiva tres de aquellos tan recomendados cuadrúpedos.

Recordaréis también, los que hayáis tenido la dignación de leer mi viaje por los Alpes, la profunda y razonada antipatía que siento hacia el mulo, según que allí expliqué en una extensa y luminosa disertación que me envidio a mí mismo; y, en cuanto a los que desconozcáis aquella obra, de seguro abundaréis en el propio horror al monstruoso mestizo, viviente calumnia de su doble sangre; como abundó, abunda y abundará siempre toda persona   —194→   bien nacida, y como hallé que abundaban frenéticamente mis dos primitivos camaradas de viaje.

Ahora bien: los tres mulos indicados nos aguardaban desde la víspera en las cuadras de la Posada, muy orgullosos sin duda de vernos pasar por la humillación de entregarnos a ellos como el gran Bonaparte a los ingleses... Pero he aquí que, cuando estábamos ya con un pie en el Bellerophonte, o sea en el estribo, reparamos en que dos o tres de nuestros nuevos compañeros de expedición, procedentes por cierto del Cerrajon de Murtas, es decir, de la región de las águilas y las nubes, habían ido a Órgiva el día anterior, y pensaban ir a Albuñol aquel día, caballeros en sendos corceles...

-¡Ah! -nos dijimos entonces los tres condenados a cantar la palinodia.- ¡Con que es humanamente posible recorrer lo peor de los montes alpujarreños sin transigir con el más bárbaro de nuestros enemigos! ¡Con que se puede ir a caballo por el Puerto de Jubiley! ¡Pues a caballo iremos nosotros!

Y de aquí surgió el debate.

Nosotros alegábamos, en sustancia, que preferíamos perder un tanto por ciento de probabilidades de no rompernos la crisma a implorar la protección de la bestia por antonomasia. (Señales de aprobación en la izquierda.)

Los alpujarreños de los bancos de enfrente nos contestaban con hidalga resolución que ellos se habían constituido en fiadores de nuestras vidas... (Aplausos. El mozo vuelve a llenar las copas.) y que el casco del caballo era demasiado ancho para   —195→   los vericuetos que íbamos a escalar aquella mañana. (Rumores.)

A este argumento replicábamos nosotros, -retorciéndolo, -que: si el peligro era tan evidente, no debíamos, no podíamos, no queríamos (estilo parlamentario) conducir a una muerte segura (Sensación) a aquellos dos o tres amigos que ya se encontraban a caballo.

Y éstos, en fin, nos apoyaban entonces elocuentísimamente, diciendo: que la docilidad, nobleza y sentido común del caballo... (Aclamaciones), en oposición a la terquedad, perfidia y estupidez del mulo (Estrepitosas salvas de aplausos), suplían con ventaja el inconveniente que pudiera ofrecer su amplia pisada en los angostos escalones del Puerto; y que, por lo tanto... (Tumulto: confusión.- Las voces de «¡A beber! ¡a beber!» impiden que se oiga a los oradores.)

Declarado el punto suficientemente discutido, y puesto el caso a votación, tomose el siguiente acuerdo... contra el dictamen de la mayoría:

Primero: Iríamos a caballo.

Segundo: Dos de los criados pasarían al arma de caballería... en mulo, e irían siempre a las inmediatas órdenes de los más delanteros.

Tercero: El mulo restante sería habilitado de un buen par de capachos (que se compraron incontinenti) con destino a almacén ambulante de provisiones.

Cuarto: Se adquirirían dos jamones añejos, un gato lleno de vino, y todas las naranjas y todo el pan que admitiesen los capachos. (Este artículo se   —196→   aprobó por unanimidad, y fue también ejecutado sin dilación.)

Quinto: El Criado Mayor, o sea el mayor de los criados, se encargaría, bajo su más estrecha responsabilidad, de este sagrado depósito, con opción a montarse alguna vez sobre los capachos o en las ancas del mencionado tercer mulo.

Sexto: Un hermoso jumento, sumamente simpático y servicial, que había salido de Granada al mismo tiempo que nuestros caballos, cargado con nuestras maletas y con un costal de cebada, sería relevado de hacer un viaje tan penoso; y, en atención a sus distinguidas cualidades, quedaría en libertad de volverse a las plácidas orillas del Genil, muy recomendado a la benevolencia del arriero que lo acompañaba.

Sétimo: El costal y las maletas formarían también parte de la carga del mulo de los capachos, el cual tendría paciencia si le parecía muy pesada.

Y octavo: Los otros tres criados seguirían perteneciendo al arma de infantería, y, como muy prácticos en aquellos terrenos, tendrían a su cuidado la constante inspección de vados, torrentes, hoyos, tramos y despeñaderos, a fin de avisarnos por dónde debíamos echar en cualquier caso de apuro para las bestias.

Montamos, pues, y partimos.



  —197→  

ArribaAbajo- II -

Tres alpujarreños.- El Puerto de Jubiley.- Cuesta arriba.- En la cumbre.- Cuesta abajo


Ya había salido el sol (eran las seis) cuando bajamos al soi dissant río Grande de Órgiva, desde donde saludamos a lo lejos por última vez a los buenos amigos de aquella villa.

Reducidos entonces a nuestra propia consideración, y antes de lanzar el espíritu en descubierta por el emprendido sendero, nos pasamos revista unos a otros...

Ninguna ocasión mejor, por consiguiente, para presentaros nuestros nuevos compañeros de viaje.

Eran, como si dijéramos, tres Jefes de Tribu, acompañado cada cual de alguno de sus deudos.

Al mayor de los tres Jefes lo conocíamos de antemano y le profesábamos mucho cariño. Era la persona cuyo nombre figura el primero en la dedicatoria de estas páginas; persona respetabilísima, a quien varias veces habré de mencionar, penetrado de agradecimiento, cuando hable de nuestras reiteradas idas a Murtas, su patria y habitual residencia.

El que le seguía en edad era, y es, y a Dios le pido que siga siendo dilatados años, un hermosísimo Hércules, del género aristocrático y feudal, por el estilo de los Bourgraves del drama de Víctor Hugo;   —198→   pero dotado de una genialidad tan franca y atractiva, a pesar de su aspecto imponente, que a las pocas horas le hablaba yo de tú... sin darme cuenta de ello.

No vacilo en calificar al menor de los tres como uno de los hombres más cabales que andan por el mundo. A un mismo tiempo era Diputado Provincial, Cura Párroco (de la próxima villa de Albondon), y un bravo mozo del corte físico de ABEN-HUMEYA.- Como Diputado, las puertas del sufragio universal (portae inferi) no habían prevalecido contra él: como eclesiástico, había pasado por un crisol de sabiduría; es decir, por el colegio del Sacromonte de Granada; y, como andante caballero, familiarizado con montes y breñas, fue aquel día el alma y la vida de nuestra expedición.

En cuanto a los otros tres alpujarreños, repito que eran parientes de sus Jefes muy amados; y, como donde hay patrón no manda marinero, sólo añadiré acerca de ellos (y es su mayor elogio) que ninguno desmentía su casta.

*
* *

Con que trotemos ya, -puesto que lo permite la ancha cuenca de este río, -y lleguemos pronto al pie de aquella montaña...

(Trotamos.)

...de aquella montaña, donde nos espera el Puerto de Jubiley, famoso por sus fragosidades...

(Tropezón.)

¡Hombre! ¿Empezamos ya?

  —199→  

Pues, si señor, vamos a subir al Puerto de Jubiley, y a bajarlo, poniendo así a prueba nuestras cabalgaduras.

Pero aún habremos de trepar hoy a una cordillera más elevada...

(Principiamos a vadear el río.)

Y esa cordillera más elevada... esa cordillera...- ¡Demonio de río! ¡Vaya si es impetuoso! ¡Se marea uno de mirar sus ondas!

(Salimos a la otra orilla.)

...esa cordillera más elevada que tenemos que subir es la célebre Contraviesa, espina dorsal de la Alpujarra...

(No se ve un mulo para un remedio. Todos se han quedado atrás.)

«Trotemos, pues, trotemos»... como se dice en El Desierto de Mr. David; y el que venga atrás que arree, como suele decir el vulgo...

(Trotamos.)

[...]

*
* *

-Oye tú, muchacho: canta una copla. ¡Para eso te llevamos a grupas desde el río!...

-Señorito, es Semana de Pasión...

-Dice bien el muchacho: que no la cante.

-Pues no la cantes, muchacho.

-Muchacho, ¿cuántos años tienes?

-Voy a entrar en quintas, señorito.

-Y ¿de dónde eres?

-¿Yo? De aquel cortijo que están ustedes viendo.   —200→   -Vaya... queden ustedes con Dios, y Dios se lo pague.- Yo tomo por esta vereda...

(El muchacho se apea, y canta a lo lejos:)


   «Dame tu amor o me mato»,
dicen unos ojos negros.
Y dicen unos azules:
«Dame tu amor o me muero.»

-¡Espera, muchacho... espera!...

-¿Qué mandan ustedes?

-¿De qué color tiene los ojos tu novia?

-Ya... de ninguno.

-¿Cómo de ninguno?

-¡Ya lo creo! ¡Se murió el año pasado...

-Muchacho, anda con Dios.

Trotemos, sí, trotemos...

*
* *

Pero os oigo exclamar que, trotando de este modo, vemos muy pocas cosas...

Tenéis razón: mas, ¿qué nos interesan ya ni las corrientes que atravesamos, ni las asperezas de menor cuantía en que nos metemos..., si de lo que hoy se trata, como os he dicho, es de subir, primero al Puerto de Jubiley, y después a la cumbre de la Contraviesa, y ver desde allí, de una sola ojeada, todo el ámbito alpujarreño, toda su armazón de montes, y todo lo demás que os oculto ahora para que os cause luego más sorpresa?...

¡Adelante, pues! ¡Adelante!...

Pero ¡ah! ya no se puede correr...

¿Qué digo correr? ¡Ya no se puede siquiera andar como Dios manda...

  —201→  

Llegó el instante de prueba.- ¡Ahora o nunca, señores caballos!

En cuanto a nosotros, recemos el Credo...

¡Ha principiado el escalamiento y asalto del Puerto de Jubiley!

*
* *

¡Bravo! ¡Bravissimo! ¡Bien por los caballos!

Seguimos subiendo... Es posible subir...

¿Qué importa que los escalones sean estrechos? ¿Qué importa que los elegantes cascos de los nobles brutos no quepan en los exiguos hoyos abiertos por el pie ruin de sus enemigos? ¿Qué importa nada? ¡El valor y la inteligencia suplen por todo!

¡Ved, ved, cómo clavan en las escabrosidades de las rocas el filo de las herraduras! ¡Ved cómo tantean la peña hasta encontrar una base plana! ¡Ved cómo saltan cuando no hay otro remedio! ¡Ved con qué precisión caen donde se proponen! -¡Vítor, vítor a los herederos de Pegaso!

*
* *

Pero no desconozcamos por esto que el Puerto de Jubiley se muestra también digno de su fama.

«Senda, de cuidados y martirios, que sólo frecuentan varones de gran abnegación y desprecio del mundo...» llama el gran poeta árabe Ibn-Aljathib a no sé qué camino de la Alpujarra.

Yo debo suponer que lo diría por éste.

«Montaña áspera; valles al abismo; sierras al cielo; caminos estrechos; barrancos y derrumbaderos   —202→   sin salida...» dice nuestro viril Hurtado de Mendoza, describiendo la región en que hemos entrado.

¡Eso es escribir! ¡Eso es lo que se llama pintar con la pluma!


   Rebelada montaña,
cuya inculta aspereza, cuya extraña
altura, cuya fábrica eminente,
con el peso, la máquina y la frente,
fatiga todo el suelo,
estrecha el aire y embaraza el suelo.



¡Por tan alta manera cantó el inmortal D. Pedro Calderón de la Barca estos mismos encumbrados breñales, en su drama Amar después de la muerte!

Y más adelante vuelve a decir:


   Es por su altura difícil,
fragosa por su aspereza,
por su sitio inexpugnable
e invencible por sus fuerzas.



¡Y eso que hablaba de oídas! -Veis, pues, que no hay exageración alguna en mis encomios de la atrocidad de la Alpujarra.

Lo que no haré ahora es añadir ningún rasgo de mi humilde péñola a los inspirados y autorizadísimos que acabo de copiar.- La fotografía del Puerto queda hecha.

Diré únicamente que, en lo más terrible y dificultoso de nuestra ascensión, solíamos preguntar a los alpujarreños:

-¿Hay peor que esto en la Alpujarra?

A lo cual nos contestaban de una manera indefinible:

-Hay de todo: mejor y peor.

Es la respuesta sacramental de aquellos desheredados   —203→   de la... Dirección de Obras Públicas, amantísimos de su tierra, a pesar de tantos rigores como les ofrece.

Decía Tácito, hablando de la Alemania de su tiempo: -«¿Quis porro, praeter periculum horridi et ignoti maris, Asia, aut Africa, aut Italia relicta, Germaniam preteret, informem terris, asperam caelo, tristem cultu aspectuque... nisi si patria sit?»

¡Nisi si patria sit!... -Esta frase equivale a un poema.

*
* *

Llegamos, al fin, a lo alto del Puerto.

Allí volvimos los caballos y nos paramos (operaciones ambas que hubieran sido imposibles durante la subida), ansiosos de contemplar a Sierra Nevada.

La insuperable cordillera, de la cual nos tocaba entonces alejarnos, había ido surgiendo detrás de nosotros, a medida que nos elevábamos, como si, poseída de un legítimo orgullo, nos hubiera querido demostrar que nadie, por mucho que suba, puede llegar a sobrepujarla, y que, si es tolerante con los humildes y se deja tapar allá abajo por cualquier cerrillo sin malicia, es soberbia con los soberbios, y no consiente que ningún monte de sus Estados se dé aires de montaña en su presencia.

Nosotros no lo habíamos dudado nunca. Digo más: precisamente por esa razón (¿quién no ama a los soberbios?) venerábamos tanto y tanto a la que más atrás intitulé la «Madre de Andalucía»...- Y por eso también, aquella mañana, al par que rezábamos   —204→   el Credo y aguantábamos como podíamos la frenética irascibilidad del Puerto de Jubiley, no habíamos desperdiciado ninguna ocasión de echar una mirada al indignado Mulhacén..., que avanzaba a caballo por la serena atmósfera, llenando de terror a todas aquellas sierrecillas de mala muerte.

Pero todavía no es tiempo de hacer la pintura del viejo rey de las montañas, ni de sus hijos, ni de su corte, ni del colosal imperio que gobierna...

Día vendrá (y será el de nuestro viaje especial a Sierra Nevada; -viaje que ha de servir de argumento a la última Parte de la presente obra) en que apreciemos en conjunto el sublime espectáculo que llega a ofrecer, más al comedio de la Alpujarra, aquella asamblea de gigantes de hielo, y en que pueda yo haceros su enumeración, medirlos uno por uno, compararlos entre sí, revelaros sus secretos, mostraros sus tesoros y poneros al cabo de todo lo que pasa por allá arriba...

Tened entre tanto paciencia, y haced, como quien dice, la vista gorda ante los prodigios parciales que nos va mostrando poco a poco el que en un tiempo llamábamos «reverso de la Sierra».

Por consiguiente... ¡marchen! -y, al marchar, sírvaos de consuelo que, si ahora no vamos a Sierra Nevada, vamos a otras muchas partes, dignas todas ellas de lo que quiera que hayáis pagado por este libro.

*
* *

Vueltos otra vez los caballos al Sur, continuamos nuestra jornada.

  —205→  

Ni en aquella dirección, ni a los lados del desfiladero del Puerto, se veía otra cosa que una intrincada maraña de riscos, tajos y matorrales, puestos de acuerdo con bárbara ferocidad para hacer intransitable aquella altura.

La planta del hombre, ora descalza, ora con sandalia, ora con babucha, ora con alpargate, y la herradura de las bestias, ya cóncava, ya convexa, ya triangular, ya en su actual forma de arco árabe, habían necesitado siglos y siglos para trillar el exiguo sendero que nos servía de hilo de Ariadna.

Contentámonos, pues, con haber visto desde aquel cerrajoncillo, más rabioso que elevado, la banda septentrional de la Alpujarra (el resto ya lo veríamos a las pocas horas desde lo alto de Contraviesa), y principiamos a descender...

Al cruzar por enfrente del Peñón del Gallo, nos detuvimos un momento, a fin de oírlo cantar; -e incurro adrede en esta anfibología para que no sepáis si es un peñón o un gallo el que cacarea en aquel sitio.

Los alpujarreños de a pie decían que era un gallo encantado: los de a caballo que un Peñón horadado horizontalmente, enfrente del cual había un eco. Yo sólo puedo decir que lo oí cantar dos o tres veces, y que me dio calofrío.- ¡Era el cuarto gallo fantástico que me hablaba aquella mañana desde el otro mundo!

En fin: cuando ya distaríamos de Órgiva cosa de legua y media, la Sierra de Jubiley se despidió de nosotros, diciéndonos que no podía continuar más adelante, y nos depositó galantemente y con la mayor   —206→   suavidad en terreno llano, -después de haber hecho todo lo posible por dejarnos sepultados en sus breñas.