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ArribaAbajoLa Granadina15


ArribaAbajoPrograma

Supongo que los panegiristas de Las Mujeres españolas que preceden a La Mujer de Granada en el orden alfabético, habrán escrito ya más de una disertación sobre la mujer en general, comparada con el hombre, y sobre las españolas o ibéricas en particular, comparadas con las hembras de otros países. A mayor abundamiento, el ilustre redactor16 del Prólogo capital de la obra ha sabido, como no podía menos tratándose de pensador tan profundo, desempeñar magistralmente la parte sinfónica de esta composición, sin que a su mirada comprensiva se obscurezca ninguno de los aspectos sumarios del asunto, ni en la esfera filosófica, ni en la moral, ni en la meramente literaria.

Véome, pues, por fortuna, dispensado de establecer aquí temerarios y abstrusos prolegómenos, a medida de mis intereses, respecto de las candentes cuestiones genéricas y diferenciales que ventilan hace 5856 años los dos sexos beligerantes en que se divide la especie humana, y dispensado también de definir, a medida de mis afectos, si la mujer blanca es superior o inferior a la negra, la roja, la morena y la amarilla, o si entre las blancas debemos preferir la europea, y entre las europeas a la latina, entre las latinas a la católica, y entre las católicas a la ibérica, todo ello (¡gran iniquidad!) sin audiencia de las pobres agraviadas. -En cambio, y aunque supongo también que otros de mis colegas lo habrán hecho, no puedo menos de discurrir un poco, por vía de Introducción, acerca de los inconvenientes con que tropezamos los autores de estas monografías al pretender clasificar a las mujeres de cada una de las actuales Provincias de España en una casilla aparte, que delimite técnicamente pretendidas variedades de su naturaleza o de sus costumbres.

Estuviera aún dividida España al tenor de los antiguos reinos, o de las vulgares y significativas denominaciones de Mancha, Rioja, Alcarria, Alpujarra, etc., etc., y sería obvio, en la mayor parte de los casos, trazar lindes y fijar término a los diversos hábitos y usos, a los varios caracteres y a las distintas cualidades intrínsecas que constituyen todavía (pésele al nivelador ferrocarril y a la uniformidad democrática) la pintoresca heterogeneidad de la población de nuestro suelo, rico también de contrastes topográficos y pictóricos. Pero la prosaica y antiartística Administración, al hacer la vigente demarcación de Provincias, no tuvo ni pudo tener en cuenta (lo reconozco imparcialmente) la historia, las tradiciones y las prácticas de cada región para encerrarla en sus efectivas fronteras, sino que atropelló por todo y cortó por lo sano, como la expropiación forzosa, mutilando y desorganizando ciertas aglomeraciones etnográficas, legendarias o políticas, que venían a ser el sistema ganglional de nuestro pueblo, y de aquí ha resultado (perjuicio baladí para la Administración, y acaso trascendentalísimo a los ojos de los verdaderos estadistas) la disgregación y dislocación de muchos intereses y sentimientos que eran al par efecto y causa del inveterado organismo geográfico, resultando también (y es lo que en este punto nos importa discernir) esa fría pléyades de Provincias de oficio que tan pobremente brillan a los ojos del artista o del poeta, por ser las unas idénticas a sus adyacentes, por ser otras pedazos arrancados a un antiguo nobilísimo reino, y por ser no pocas meros caprichos arbitrarios, sin blasón ni carácter propios.

Ahora bien: el libro de Las Mujeres españolas ha tenido que acomodarse a la actual división administrativa, en virtud de muy atendibles consideraciones, y nosotros, los redactores de tal obra, nos veremos por ende expuestos a cada instante y obligados muchas veces, ya a repetirnos, ya a anularnos recíprocamente, ya a contradecirnos unos a otros en nuestros juicios y apreciaciones.

Yo, por ejemplo, al proponerme describir a la Granadina, hállome con que mi provincia no es toda la Andalucía, ni tan siquiera todo el antiguo reino de Granada; tropiezo con que, al llegar este libro a la G, ya contendrá descripciones cumplidísimas de las mujeres de Almería, Cádiz y Córdoba; y encuéntrome, finalmente, con que después han de venir los artículos sobre las de Jaén y las de Málaga, tan parecidas a las hijas del Darro, del Guadalfeo y del Guadix. No extrañe, pues, al lector que desatienda en ocasiones puntos de vista extensivos a todas las Andaluzas, ni que, por el contrario, señale algunas veces como condición propia de la Granadina lo que caracterice también a la de Almería y a la malagueña. ¡Sin esta libertad de acción fuera imposible sacar las siguientes fotografías!

Una advertencia más, y entramos en materia.

Mi plan es estudiar muchas Granadinas en diversos escenarios de la capital, de las ciudades subalternas, de los pueblos pequeños, y de los campos. No se confundan, pues, nunca las especies, y téngase siempre a la vista que estarán siendo simultáneo objeto de nuestras observaciones las ricas de las aldeas y las pobres de las ciudades; las mendigas de la capital y las petimetras de los cortijos; las elegantes huríes que bostezan en coche por la Carrera del Genil y las hechiceras cursis que cimbrean su primoroso talle, vestido de limpia indiana, en un balconcillo de madera festoneado de flores; las terribles alcaldesas de monterilla, más tiesas que D. Rodrigo en la horca, y las interesantísimas hijas bien criadas de padres del antiguo régimen, moradoras de ciudades que, aun siendo de cuarto orden, presumen de más históricas que Alejandría y Atenas...

Hay, como veis, mucha tela cortada, y tenemos, por consiguiente, que ahorrar de razones... -¡Arriba, pues, el telón!




ArribaAbajoCapítulo I

La granadina como andaluza


Quedamos en que a estas horas os han dicho otros colaboradores de este libro lo que es Andalucía. Os habéis, pues, hecho cargo del almo júbilo con que se ríe el Todopoderoso en aquel pedazo de cielo que deja transparentarse la gloria desde el Guadiana hasta el Segura, y desde Sierra Morena hasta los dos mares: habéis respirado aquel aire tibio y balsámico, que difunde, en abril como en diciembre, el aliento de nuevas rosas; habéis contemplado aquellas matizadas vegas, patrimonio a la par de Flora y Ceres; aquellos cármenes y huertos que no ensoñó Babilonia; a quellos bosques de naranjos y limoneros, como los imaginados por la Fábula; aquellos inmensos olivares y pomposas viñas que absorben y dan por fruto la luz y el calor del sol; aquellas costas en que tienen colonias las palmeras de Oriente y los plátanos de Occidente, y aquellos mitológicos ríos que desaparecen leguas y leguas bajo la fresca bóveda que tejen el arbolado y las malezas de sus fértiles orillas: habéis doquiera recibido la descarga eléctrica, o sea la conversación, de aquella raza vívida, locuaz, entusiasta, turbulenta, que es a un tiempo sentimental y festiva, infatigable y perezosa, y os ha causado asombro y hasta miedo tanta gracia, tanto fuego, tanta poesía como brotan incesantemente de aquellas bocas siempre llenas de réplicas felices, de chistes rapidísimos, de embustes ingeniosos, de áticas sales, de donosas comparaciones, de atrevidas hipérboles, y de más retórica, en fin, para todos los casos y todos los gustos, que enseñaron Aristóteles, Horacio, Cicerón y los mismos Santos Padres. ¡Y allí, por último, ha surgido ante vuestros ojos, como una sílfide, como una llama de colores, como una tentación viva, la Eva morena, la Elena romántica, la Venus católica y vestida, la mujer andaluza, para decirlo de una vez..., superstición de britanos, locura de franceses, chochez de rusos y alemanes, y perdición de los españoles!

Ahora bien: pues que ya conocéis la tierra y la gente, y de juro también os han llevado, para que estudiéis las costumbres, a los toros del Puerto y de Sanlúcar, y a las ferias de Mairena y del Rocío, y a la Semana Santa de Sevilla, y de paseo o gran parada a la plaza de San Antonio de Cádiz, y de profana romería a la beata Sierra de Córdoba, y en todas estas exposiciones regionales habréis encontrado a las más genuinas andaluzas de alto y bajo copete, ora a pie, ora en las ancas de brioso caballo regido por apuesto contrabandista, ora en jumento con jamugas o con maldita la cosa, ora en calesa, calesín o birlocho; ya con vestido a media pierna, pañuelo de crespón encarnado y la cabeza orlada de claveles; ya con falda de espléndidos faralares, valioso mantón chinesco y toca blanca, al gusto de Goya; ya de legítima torera, con monillo, ceñidor y sombrero calañés; ya arrastrando luenga cola de seda y tremolando la clásica mantilla de casco, bandera negra de las españolas contra toda la extranjería; aquí tañendo las castañuelas, y bailando, verbigracia, el Vito; allí cantando, al son de sus palmas, la apasionada Soledad, o entonando, con lágrimas en la voz, ¡sin palmas y con suspiros!, la Caña quejumbrosa y lastimera; aquí abriéndose paso con su rumboso meneo entre una turba de majos, que arrojan a sus pies capas y sombreros para que le sirvan de alfombra; allí volviendo valientemente una esquina, y al mismo tiempo la cara en sentido inverso, como fascinadora culebra que no quiere que se escape el pajarillo; es decir, pues que ya habéis visto a la mujer técnica de la Tierra de María Santísima, sea duquesa o labradora, generala o cigarrera, en el pleno ejercicio de su privativo poder, de su peculiar gallardía, de su porte soberano, tengo que principiar por advertiros que...

AXIOMA

La Granadina no es andaluza de profesión

Quiero significar con esto que la Granadina, aunque posee todos los encantos especiales de las andaluzas, su imaginación, su donaire y su belleza no es, ni nunca pretende ser, el consagrado prototipo de la raza bética; no es, ni siquiera entre la gente ordinaria, la jacarandosa macarena pintada en el forro de los calañeses y sobre las cajas de pasas de Málaga; no es, ni de ello presume, la estereotipada heroína de las saladísimas piezas de Sanz Pérez; no es, en fin, la mujer andaluza, tal como la tienen metida en la cabeza los extranjeros; tal como se la dieron a entender la Nena y la Petra Cámara, y tal como ellos van a admirarla allende Despeñaperros, a riesgo y hasta con ansia de que salgan a robarlos los Grandes de España de primera clase que, según es sabido, despluman, trabuco en mano, a los periodistas franceses que pasean sus tesoros por España(!).

No; la Granadina no hace gala del género andaluz, ni en su pronunciación, ni en sus actitudes, ni en su estilo, ni en sus hábitos. Es en lo que principalmente se diferencia de las hijas del Guadalete, del Guadalquivir y del Guadalmedina (ríos cuyos nombres valen un imperio, en el sentido recto de la palabra), las cuales, por muy damas que sean (y las hay principalísimas, que pueden echarse a pelear con las mejores de Madrid), siempre, siempre... (¡no me lo neguéis!) abundan en su propio andalucismo, a sabiendas de lo que en el orbe vale y puede esta calidad... -Por el contrario: aunque la Granadina, en su pronunciación, en sus actitudes, en su estilo y en sus hábitos, revele constantemente su idiosincrasia andaluza, es de una manera indeliberada, inconsciente, inadvertida. Creeríase que no se tiene por tal, o que ignora que las andaluzas gozan fama en ambos hemisferios de jocosas por antonomasia. Ello es, repito, que nunca alardea en tal guisa, o, para hablar más a la buena de Dios, nunca la echa de graciosa... ¡Y lo es tanto!

Muchas veces (¡ya lo creo!: siempre que le hace falta para volver el juicio a un hombre, o para salir de cualquier apuro) deja la Granadina el grave continente de que hablaremos después, ¡amigo!, y entonces sabe plantarse como una jerezana, y contonearse como una de Sevilla, y argüir como una de Córdoba, y poner más caras y más cruces que una de Málaga... Pero esto es un relámpago fugitivo, durante el cual se ve lo que no es decible de trastienda, monadas y travesura, y luego vuelve su señoría a la acostumbrada formalidad, no quedando de la pasada metamorfosis sino algunos hoyuelos en las mejillas y cierto reír en los hechiceros ojos; permanentes indicios del alma que se esconde en aquel cuerpo.




ArribaAbajoCapítulo II

Moros y cristianos


Conque, ya lo he indicado, y aquí lo consigno, y sirva esto de corolario al capítulo anterior, a la vez que de segundo

AXIOMA

La Granadina es una andaluza seria

Tan rara seriedad no tiene nada que ver con la inalterable circunspección, con la espetada tiesura ni con la solemne parsimonia de las pobladoras de otras regiones de España. Es un melancólico señorío, una poética distinción, un gracioso romanticismo, propio exclusivamente de las reinas destronadas. La Granadina podrá ser genial y chistosa por naturaleza, y resultar así cuando se la excita; pero se diría que siempre es a pesar suyo. No de otro modo (y va de símil) tal o cual huérfana, o tal o cual reivindicable viuda, tiene la figura risueña y deliciosa, y la voz juguetona como un trino, y el discurso divertidísimo por lo travieso, aun el día en que estrena sus tocas de luto y en que está su corazón verdaderamente acongojado.

Y la verdad es que, en el fondo del espíritu de los granadinos de ambos sexos, hay no sé qué vaga sombra de esa viudez, de esa orfandad, de esa realeza y de ese destronamiento. Más frescos allí que en parte alguna de la Península los recuerdos de una autonomía soberana; habiendo sido aquella región la última que constituyó reino independiente; vibrantes aún en el espacio, por tradición sentimental de padres a hijos, los alaridos de dolor que lanzara, no hace tres siglos, la raza morisca al ser arrancada de cuajo de aquel Edén; confundidos en la imaginación popular este infortunio y el anterior de los judíos con sus infortunios propios, a causa del decaimiento intelectual y material que ambas expulsiones produjeron en Granada; creyéndose, en fin, todo el mundo de un modo informe y fantástico, que desciende, a un propio tiempo y por línea recta, de los mismísimos Reyes Católicos y de Boabdil el Chico, o cuando menos de Príncipes mudéjares y de los grandes capitanes conquistadores (y de todo habrá ¡vive Dios! por bien que expurgara la población cristiana el buen Felipe III), resulta que el bello ideal de la raza granadina reside en lo pasado, que su orgullo es retrospectivo, y que el mundo de sus complacencias, de sus consolaciones y de sus engreimientos se encierra en aquel palacio de la Memoria que tan elocuentemente describe San Agustín, y en otro primoroso palacio material, aunque parece labrado por las hadas, entre el río de las arenas de plata y el río de las arenas de oro; es decir, en la incomparable, deleitosísima Alhambra, ufanía y ejecutoria de todos los granadinos de hoy, no obstante ser obra de los vencidos, expoliados y desterrados islamitas.

Y aquí tenéis explicado el por qué los poetas y poetastros de aquella tierra somos elegíacos hasta lo sumo, y


«Cómo, a nuestro parescer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor».

Pues bien; en las mujeres, esta especie de nostalgia hereditaria crea y fomenta los más quiméricos sinsabores, sin que ellas mismas se lo figuren, y yo apostaría cualquier cosa a que la síntesis de su pena es la siguiente: Echar de menos los gloriosos tiempos de la conquista, en que el amor podía servir de corona al heroísmo, y envidiar simultáneamente la ventura de las Princesas árabes que conspiraban con los Caudillos cristianos en el Albaicín contra la corte de la Alhambra, y la felicidad de las ricas-hembras de Castilla que recorrían a caballo las vegas de Santafé y de la Zubia tras la hacanea de Isabel la Católica, escoltadas y servidas por la flor de la caballería cristiana y amenazadas de cautiverio por la flor de la caballería mora...

¿Qué mucho, por tanto, que sean graves y melancólicas todas las Granadinas en ciudades, villas y aldeas? ¡Cuando ese tedio de lo presente y esa pasión de ánimo por lo pasado se apoderan de una raza, su triste orgullo se transmite de generación en generación, y cunde de las clases ilustradas a las ignorantes, sin que nadie tenga que enseñar ni que aprender lección alguna! ¡Es una cosa que se hereda como las facciones del rostro; es una cosa que se pega como el acento; es una tisis del alma!

Lo repito: la Granadina es seria, soñadora, poética, elegíaca, sin embargo de su vívida sangre andaluza, como lo es el pájaro cautivo, como lo es el ángel desterrado. Ella está cautiva en la red de una creciente decadencia local: ella está desterrada de la Historia.




ArribaAbajoCapítulo III

Triunfan los cristianos


AXIOMA

Todas las Granadinas son católicas apostólicas romanas

No exceptúo de esta regla ni a las mujeres de los más acérrimos republicanos federales, ni a las hermanas de los cuitados que en cierto pueblo de la costa repartieron hace algún tiempo Biblias protestantes, ni a las hijas de Constituyentes que en 1869 votaron la Libertad de cultos, ni a las madres de ninguno de ellos... ¡Todas, todas las Granadinas son eminentemente católicas!

Piadosas, humildes, reverentes con Dios y con sus Ministros, su religiosidad brilla principalmente por una ardentísima devoción a la Virgen y por un miedo cerval al Demonio.

La Virgen es para ellas preferente objeto de un amor indefinible. Trátanla como a madre, como a hermana, como amiga, como a confidente y consejera... ¡Hasta pretenderían hacerla su cómplice! -¡Todo se lo cuentan; todo se lo consultan; en todo procuran interesarla; de todo le ofrecen participación, consistente en algunas velas, en alguna joya o en la trenza de sus mismísimos cabellos! -El bandido de Nápoles le reza a San Genaro o a la Madonna, para que le ayuden en sus negocios. Las Granadinas ponen bajo el amparo de la Virgen sus esperanzas de todas clases... Con ella tienen mucha más franqueza que con Dios.

A Dios apenas acuden directamente, contando como cuentan con la Reina de los Cielos. A Dios lo veneran, lo bendicen, lo respetan, y le huyen... -¡Es que le temen! Initium sapientiae timor Domini. -Aunque en esto de temer, repito que le temen más al Diablo.

El Dios temido, a quien acabo de referirme, no es otro que Dios Padre en particular; pues a Dios Hijo no le temen de manera alguna sino que lo aman con entrañas de verdaderas madres desde que son niñas de ocho años. Aman, sí, a Jesucristo en persona, como otras tantas Marías agrupadas al pie de la Cruz; lo compadecen, lo asisten, lo acompañan, lloran su Pasión y muerte, viendo en Él un hijo legado por la desgracia a su solícita ternura. De aquí que una imagen del Señor del Mayor Dolor o de Jesús Nazareno con la Cruz a cuestas les inspire a veces tanta confianza y tanto fervor como una Virgen del Carmen o de las Angustias... -Y ¡cosa rara! cuando este mismo Dios Hijo se les representa en su primera edad, como Niño Jesús o Niño de la Bola, ya pierde su carácter filial, y, en vez de familiar ternura, infúndeles altísimo respeto. -¡Admirable intuición de lo más abstracto de la teología!... ¡A medida que ven reducirse la Persona, crece y se impone a su imaginación la Esencia!

Por lo que hace al Espíritu Santo, dijérase que no existe para ellas. ¡Nunca es objeto de su misticismo! Lo cual se comprende sin esfuerzo: los atributos especiales del Parácleto son más perceptibles a los ojos de los Doctores de la Iglesia que a los de las fieles cristianas.

Acerca del Demonio no quisiera hablar en este sitio, pues es hacerle demasiado honor; pero no puedo pasar por otro punto. La Granadina ve a Lucifer tantas veces al día como lo vieron San Antonio Abad y Santa Teresa de Jesús, y lo acusa a cada momento de cuantas desgracias le ocurren o presencia. -«El Demonio ha hecho que pase esto». -«Quiso el Diablo que sucediera lo otro». -«Satanás me ha escondido el ovillo, las tijeras o la aguja». -«Me tentó el Demonio, y dije aquello o hice lo de más allá». -«Hoy tengo los Malos en el cuerpo». -«Fulano es el enemigo...». Estas y otras parecidas frases no se caen nunca de sus labios, y, al propio tiempo, pónele la cruz a Luzbel, o se santigua estremeciéndose, o dice «¡Ave María Purísima!» por vía de exorcismo y desinfectante. -Y, sin embargo, en todo esto no hay nada de maniqueísmo, sino ortodoxia pura.

En lo que no hallo tanta ortodoxia, bien que tampoco intención herética, es en las preocupaciones y supersticiones que abriga respecto a la existencia y poder de otros seres no mencionados en el Catecismo. La mitad de las mujeres de la Provincia, sobre todo las de los pueblos pequeños, creen a puño cerrado en duendes, brujas, hechiceros, fantasmas y aparecidos. De aquí un miedo espantoso a los muertos, y de aquí también el que, haya casas cerradas en que no se atreve a vivir nadie, por ser cosa sabida que ¡a media noche! óyense en ellas extraños ruidos, particularmente de cadenas. -Esta credulidad, de que nunca participaron las personas verdaderamente cultas, va cediendo también hoy en el ánimo de las indoctas, pero no así la fe en innumerables agüeros, talismanes, amuletos, cábalas y untos, de aplicación medicinal y moral, para cuya enumeración y recetario sería preciso escribir un tomo en folio.

Por lo demás, la Granadina es asidua al templo, lo mismo en la capital que en la última aldea; frecuenta el confesonario; da mucha limosna, y hace y cumple infinidad de promesas o votos, como romper (o sea usar hasta que se rompe) un hábito de tal o cual Orden monástica, no comer postres, pagar misas, llevar velas a las sagradas imágenes, andar descalza, recorrer de rodillas iglesias enteras, rezar muchas partes de Rosario, etc., etc.

También tiene gran devoción a los santos y santas de la corte celestial; mas no a todos en idéntico grado o con igual confianza en su poderío. -Quiero decir que prefieren entenderse con tal o cual bienaventurado, según que lo juzgan más o menos milagroso. -Pero esto acontece en todas partes.

Volviendo ahora a su adoración especial hacia María Santísima, diré como ejemplo, y para concluir en este punto, que no es dado formarse idea de nada tan tierno, tan expresivo, tan conmovedor, como los agasajos, fiestas y ovaciones que granadinos y granadinas hacen a la Virgen de las Angustias, patrona de la capital. Quien no haya visto, después de cualquier calamidad pública, trasladar en triunfo aquella célebre imagen, desde la Catedral, donde se llevó en rogativa, a su casa (así se designa su templo), no puede saber hasta dónde llega el sublime frenesí de un pueblo exaltado por la piedad; y quien haya presenciado tal espectáculo sin derramar, aun siendo de la cáscara amarga, lágrimas tan copiosas como las miserias de esta vida, no tiene corazón ni alma de hombre.




ArribaAbajoCapítulo IV

La granadina en el hogar doméstico


Echada la sonda en la imaginación y en el corazón de nuestra heroína, y conociendo, como ya conocemos, la índole y la profundidad de su fantasía y de sus creencias, se ha simplificado mucho la tarea de estudiarla, y podemos proceder a analizar sus costumbres rápida y objetivamente.

Principiemos por desenvolver este

AXIOMA

La Granadina es la señora de su casa

En efecto: la mujer de aquella tierra manda en jefe en el hogar, donde ejerce de hecho y de derecho una autoridad superior a la del hombre. La doctrina evangélica que rehabilitó a la hembra, ha sido cumplida allí con exceso, por lo menos en esta parte. Y es que el granadino, por pasión ingénita o genérica, y por galantería característica, ha hecho de la mujer un ídolo, en lugar de hacer una compañera. Puede decirse que ella es la reina del palenque en que lucha el varón toda su vida. Para ella y por ella quiere ser guapo, elegante, valiente, rico, poderoso. Ella es a un tiempo juez y premio del torneo. La opinión de los hombres, criterio del honor en todos los países, no les importa tanto a los hijos de Granada como la opinión de las mujeres, criterio que aquilata el mérito y el demérito con relación al amor.

Cierto que algunas veces el esposo maltrata a la esposa, la pega y hasta la mata; pero nunca la desprecia... ¡Es que el pobre hombre tiene celos, o es, más generalmente, que de vez en cuando se le ocurre, como a los pueblos, sacudir la tiranía! Empero el tirano (quiero decir, la mujer) aguanta el pujo; deja pasar la tormenta, y vuelve a imperar sobre el rebelde..., que entonces las paga todas juntas. -Vemos así que muchas mujeres de la clase y condición en que funcionan las manos o la vara del marido, suelen quejarse amargamente de que éste haya renunciado por completo a sacudirles el polvo; pues entonces es cuando se creen verdaderamente destronadas...

Por lo demás, la Granadina, desde que se constituye en esposa, adopta voluntariamente algo de la manera de vivir de las orientales. -Dígolo, porque se encastilla en el hogar, bien que sólo con el objeto de dirigirlo, de gobernarlo, de monopolizarlo. Del tranco de la calle para adentro, el marido no dispone de cosa alguna; suele no saber lo que sucede; cuando más, indica su opinión; y la mujer determina, decide, concede o niega. Por regla general, ella es la depositaria del dinero, y, por regla universal, la distribuidora. -Habrá familias que vivan a la francesa, o fuera de la ley de Dios, y con las cuales no recen, por consiguiente, estas bases. ¡Prescindamos de semejantes excepciones! La norma es la que digo. -Y aún hay más. El hombre en sus negocios de la calle, en los asuntos relativos a su profesión o a su hacienda, no resuelve nada medianamente importante sin consultarlo con la señora (que así se llama la que usa vestido), o con la parienta (que así se denomina sí usa zagalejo). ¡Y estas no son debilidades del orden íntimo o privado, sino legítimas deferencias que proclaman en alta voz los maridos como la cosa más natural del mundo!...

En cambio, la mujer, dentro de la casa, a puerta cerrada, trabaja cuanto humanamente puede, a veces más de lo que nadie imaginaría, atendida la posición social de la señora. En este punto es La perfecta casada de Fray Luis de León. No sólo la muy pobre, sino también la que vive con algún desahogo, y hasta muchas acomodadas, naturalmente hacendosas, o que precaven el porvenir economizando, para sus hijos, barren, limpian, cosen, planchan, lavan, friegan, amasan, guisan, crían gusanos de seda y cuidan a los niños (todo al par que la criada y por ahorrarse de tomar otra), sin contar con que, cuando se ocurre, le sirven la comida a su esposo, al mismo tiempo que ellas comen aparte, yendo y viniendo a la hornilla, con la majestad de antigua matrona que diera hospitalidad a un peregrino, o con la humildad de una reina en Jueves Santo.

Lo que la Granadina no hace nunca... Pero esto que voy a decir merece figurar como

AXIOMA

La Granadina no cultiva el campo

¡Ah! lo contrario sería un deshonor para el más pobre labriego. ¡Su mujer no es una negra! -Él ara, siembra, labra, coge, trilla, riega con todo el sol canicular, con hielos y nieves, con el agua a la cintura, sin reparar en su comodidad ni en su salud... ¡Pero trabajar ella delante de gente! ¡Hacer lo que puede hacer un mozo, un peón..., y, si no hay peón ni mozo, él mismo, a costa de un poco más de fatiga!... ¡En manera alguna!

No sin orgullo consigno esta observación (aplicable a todas nuestras provincias meridionales), advirtiendo de paso a las granadinas, para que se lo agradezcan a los granadinos, que en otras regiones de España y en las más cultas naciones de Europa sucede todo lo contrario: la mujer del campesino labra la tierra, y el hombre se las compone en el hogar. -¡Y así anda ello!

Lo que sí hace la Granadina en el campo es espigar. -Pues ¿qué es espigar? -Espigar es hacer uso de un gracioso derecho que cristianamente concede el más pobre labrador a las mujeres necesitadas (y sólo a las mujeres), de entrar en su heredad, de donde ya se han sacado los haces, a rebuscar y apropiarse las espigas que han quedado desperdigadas en el rastrojo. -¡Después de la galantería, la caridad erigida en ley consuetudinaria! ¡Muchas leyes como ésta nos diera Dios! ¡Algo más medrado andaría nuestro siglo!... -Pero doblemos la hoja.

AXIOMA HASTA CIERTO PUNTO

La Granadina es lujosísima en la calle

Ni el marido ni el padre reparan en su propia persona, con tal que la esposa o la hija vista «como corresponde»: y siempre corresponde vestir mejor de lo que buenamente se puede. -El traje pontifical de la mujer, y no el del amo de la casa, representa la clase social de la familia. Un hombre rico o linajudo podrá descuidarse en el vestir, usar ropa como de artesano o de labrador; abandonar para in aeternum el frac, la levita y hasta el sombrero de copa; pero la señora de la casa no saldrá nunca a la calle sino de tiros largos, con arreglo a ordenanza, «como quien es», según dice ella enfáticamente.

En compensación, de puertas adentro, lleva demasiado lejos el negligé, que en España llamamos trapillo, con tal de que la casa ofrezca un aspecto irreprochable. -Digamos, pues, que nuestra perfecta casada es objetivamente limpia hasta un extremo increíble... Los muebles, los utensilios de cocina (de los cuales tiene repetidas baterías de lujo que no sirven nunca), los techos, las paredes, los suelos, brillan siempre como el oro. «¡En los ladrillos de mi casa se pueden comer migas!», dice con muy fundado orgullo. -Si, en cambio, no todas aquellas mujeres de bien se distinguen por una completa o total limpieza subjetiva, cúlpese al Sr. D. Felipe II, que dictó cierta endiablada pragmática, prohibiendo a los moriscos y moriscas de Granada el pícaro uso de los baños domésticos.

OTRO AXIOMA

La Granadina, en general, recibe y hace muy pocas visitas

Por lo común, se pasa toda la semana sin poner un pie en la calle y sin que ninguno de fuera pise su casa, como no sea algún pariente muy cercano. -En toda la provincia escasean las tertulias en que se reúnan señoras. -Si éstas pasean, es en domingo, y eso en la capital. -En las poblaciones subalternas se necesita que repiquen más gordo... -Pero ya volveremos sobre esto.

Entretanto, allá van algunos

NUEVOS AXIOMAS

La Granadina es floricultora, domadora de gatos y domesticadora de canarios

Recomiendo a los pintores de género el insondable cuadro de una de estas mujeres de su casa, sentada al lado de un balcón lleno de macetas floridas, entre una manada de gatos enroscados a sus pies, y media docena de canarios enjaulados sobre su cabeza. -Con esto y con su fértil aventurera imaginación, tiene bastante una hija de Granada para no estar nunca sola.

El gato, la flor, el canario y la mujer... ¡qué cuarteto!

La Granadina es herbívora, vinífoba y gazpacháfaga

Es herbívora: esto es, se alimenta principalísimamente de vegetales cocidos, fritos, asados o crudos. Cierto que acepta las substancias animales inherentes al puchero, pero es como precepto medicinal más que como verdadera satisfacción. Y fuera de esto y de algún huevecillo, seguro está que ninguna Granadina se recete motu proprio otros manjares que ensaladas, ensaladillas y ensaladetas, en cuyo ramo su inventiva es inagotable. Pasarán de doscientas, ¡vaya si pasarán!, las combinaciones que sabe hacer de aceite, vinagre y sal, con todas las hierbas del campo. -Y entiéndase que en la palabra hierbas incluyo todo lo que, según el Diccionario, es legumbre, todo lo que es hortaliza, y además muchos frutos y frutas. Porque hay ensalada de pimientos y tomates y de tomate crudo y solo, y de pepino, y de calabaza, y de cardo, y de patata, y de remolacha, y de escarola, y de judías, y de apio, y de pero, y de lechuga, y de coliflor, y de cebolla, y de granada, y de manzana, y de naranja, y de todo, lo nacido. -¡Ah! ¡Se me olvidaba! -«De la mar los boquerones... (la Granadina rinde este tributo de respeto a Málaga), sobre todo fritos, de noche, con ensalada de escarola». -Pero hablarle a la Granadina (exceptuamos a las afrancesadas) de beefsteak o de roastbeef, equivale a hablarle de herejes y de judíos.

Es vinífoba. -Explicación: nunca prueba el vino, como no sea muy dulce, de rompe y rasga, y considerándolo la más atroz de las travesuras. Pero en la mesa, a pasto, como en otras provincias de España y como en los demás pueblos extranjeros... ¡jamás! -Verdad es que tampoco los granadinos, hasta hace muy poco tiempo, y salvo ligeras excepciones, habían visto el vino sobre su mesa. Y todavía, fuera de la capital, es esto verdaderamente extraordinario. -¡Sin embargo, la provincia, según datos estadísticos, resulta aficionada, muy aficionada, demasiado aficionada! -Pero se bebe como se peca, a solas, clandestinamente... -«El vino..., ¡en la taberna», le dice la mujer al marido. Y en seguida le elogia la limpidez, la baratura y las virtudes higiénicas del agua, «creada por Dios para que no se beba vino».

Es gazpacháfaga... -¿Y quién no lo es en aquel país? ¡Desde el Prócer y el Prebendado hasta el mendigo, en diciendo que llega Mayo, todo el mundo se administra, cuando menos, un gazpachillo por día! -La Granadina-tipo se administra dos o tres: lo toma antes del puchero; lo toma entre comidas; lo toma antes de acostarse... Ni ¿qué fuera del género humano sin el gazpacho,


En aquella tierra,
Con aquel calor,
Donde tan temprano
Sale siempre el sol?

La Granadina es honesta y en ningún caso escandalosa

En Granada, por la misericordia de Dios, todavía está de moda la virtud de las mujeres... Quiero decir que la opinión pública no tolera el pecado, ni transige con las pecadoras... Son, pues, ellas buenas por innata circunspección y acendrada religiosidad, y al mismo tiempo porque les es indispensable para vivir entre las gentes; y de aquí resulta que su rigor y severidad, no sólo impiden la falta propia, sino también la falta ajena. ¡La delincuente, en aquel país, no está dentro del derecho común, como en esta Villa y Corte y como en otras varias partes! ¡Pecar en aquella provincia es para la hija de Eva colocarse fuera de la ley, incomunicarse con la sociedad, aislarse como una leprosa! -Quizás por esto mismo tampoco sirve allí de timbre y loor a un hombre el ser un D. Juan Tenorio o cosa parecida. ¡Todo el mundo detesta y condena al infame que sedujo a una joven en estado de merecer, perdió a la mujer del prójimo o dejó abandonada a la suya! -¡Dure mucho en mi amada tierra este sentido moral! Cuando él falta, los pueblos más prósperos son una repugnante sentina. -Dígalo París.

Y aquí concluyen las generales de la ley de todas las Granadinas. -Examinemos ahora los caracteres que las diferencian entre sí, según que viven en la capital, en las poblaciones subalternas o en el campo, y según que pertenecen a la aristocracia, a la clase media o al pueblo. Pero examinémoslas confundidas unas con otras, pues toda clasificación regular, ordenada y simétrica, está reñida con el Arte.




ArribaAbajoCapítulo V

Galería de granadinas


¿Quién no conoce y admira a Granada, aunque no la haya visitado nunca? -Creo, pues, innecesario repetir aquí lo que han escrito Chateaubriand, Zorrilla, Teófilo Gautier, Washington Irving y otros mil literatos, y me limitaré a deciros que, por lo que yo he visto, por lo que he leído y por lo que me han contado de cuanto hay en el globo, no existe teatro mejor dispuesto para el sueño del amor y la apoteosis de la mujer que aquel en que vamos a contemplar ahora a nuestra heroína.

Allí podemos verla de paseo amatorio por la tarde, en la primavera, bajo las sombras paradisíacas de La Alhambra; o en excursión higiénica, el verano, al amanecer, por la amenísima y misteriosa cuenca del Dauro o Deoro, en busca de la fuente del Avellano, o, en tren de merienda, por las fértiles huertas de los Callejones de Gracia, con presupuesto de cerezas, habas verdes o lechugas, para engañar unos típicos bollos de pan de aceite. Allí podemos admirarla cuando cruza en carretela bajo las célebres alamedas del Salón y de la Bomba, entre perpetuos vergeles, o cuando echa pie a tierra y luce su garbo y su elegancia por la alegre Carrera de Genil, frente a la cual sonríen embelesadas las eternas nieves de la vecina Sierra, que parece toca uno con la mano; o bien la encontramos asomada, como una flor más, a un balcón natural de rosas y alelíes, en aquellos cármenes escalonados por las laderas de todas las colinas, desde cuyas alturas corren, triscan y saltan mil arroyos bullidores, como otros tantos duendes que minan los cerros, las calles y las casas de la ciudad, creando pensiles en todas partes. Allí podernos acompañarla, finalmente, en su constante peregrinación artística, subiendo por la Cuesta de los Molinos, por las Vistillas de los Ángeles por el Campo del Príncipe y por la Cuesta de San Cecilio, a buscar los sublimes panoramas que se descubren desde los Mártires o desde Torre Bermeja, para ir luego a visitar las maravillas del Palacio encantado de Alhamar el Magnífico, y del aéreo, quimérico Generalife, asilos perdurables de poéticos ensueños... Y en todos estos parajes veremos a aquella mujer, tan sensible y reflexiva, tan amante y soñadora, siempre al través del prisma de colores de una flora inagotable, siempre al son del canto del ruiseñor, siempre oyendo bajo nuestros pies, sobre nuestra cabeza y a nuestro lado, el rumor melancólico del agua, reluciente u oculta, despeñada o juguetona, y siempre entre la magia de los recuerdos históricos, de los primores artísticos, de las tradiciones románticas, de las solemnidades religiosas y del patético gemido que exhala todo lo decadente, todo lo desgraciado, todo lo que pasó... como pasa nuestra vida...

*  *  *

Conque vedla, ¡sí, vedla! ¡Saludad a la Granadina de Granada bajo cualquiera de las formas en que aparece a nuestros ojos!

Ya es la noble, la distinguida, la delicada aristócrata de aquella tierra clásica de lo regio... Ésta va en coche.

Ya es la sílfide que apenas huella la tierra con sus menudos pies; la ideal y la elegante dama o señorita de la clase media, de cultas formas y gentiles pensamientos... -¡Canela pura!

Ya es la graciosa y fina y seria doncella del pueblo, silenciosa y expresiva como las flores con que adorna su reluciente peinado...

Pero siempre halláis la misma mujer exquisita, de fibra superior, de inmaterial belleza que directamente os habla al alma; más insinuante que fascinadora, más a lo Murillo que a lo Ticiano, más de Calderón que de Lope, más de Cleómenes que de Fidias.

Sí; cualquiera que sea su clase, la Granadina resulta siempre aseñorada y sentimental, al propio tiempo que dulce, risueña y recatadamente voluptuosa. No chisporrotea en ella la sangre, como en las andaluzas oficiales de otras comarcas; pero su imaginación, sus nervios, la médula de sus huesos, los suspiros de su boca, son amor y sólo amor...

No me preguntéis por las facciones de su cara, ni por las dimensiones de su cuerpo... Allí, como en todas partes, per troppo variar natura e bella... Hay, pues, Granadinas morenas y Granadinas blancas; de pelo negro, de pelo castaño y de pelo rubio; altas y bajas; delgadas y gordas; feas y bonitas. -Sépase, empero, que el tipo general y genuino, el arquetipo, el dechado, no es alto y recio como el de la hermosa cariátide vascongada, por ejemplo; ni fresco y amplio como el de las mujeres de Rubens; ni pequeño y pardo como el de las hijas del interior de España: sépase también que las bellas están en Granada en mayoría, y sépase, en fin, que casi todas tienen poco hueso, pie diminuto, provocativo talle, la color algo quebrada, rasgados ojos obscuros y sus indispensables interesantísimas ojeras. -Decir que hay más morenas que rubias, fuera ocioso, tratándose de Andalucía; pero su moreno es esclarecido, como el de las legítimas venecianas. Sin embargo, en el Albaicín abunda un tipo hechicero y rarísimo en España: la mujer blanca como la nieve y con el pelo negro como el azabache... -¿Serán descendientes de odaliscas circasianas de los últimos harenes moros?

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Pasemos a la parte indumentaria.

La dama de la alta sociedad y la acomodada de la clase media visten como determina mensualmente el figurín de París, ni más ni menos. Excusado es, por consiguiente, buscar nada local, nada típico en su traje... En este punto, ver a una elegante madrileña es ver a una elegante granadina.

La mujer de las clases populares no tiene tampoco traje característico; pero su toilette de gala, aunque poco singular, es bastante graciosa: zapato bajo, negro o color claro; media blanca; vestido entero de percal, casi rayando con el suelo, adornado con uno o más volantes de la misma tela; pequeño delantal negro; un pañolillo de vivos colores, cruzado sobre el pecho, dejando adivinar todas las primorosas líneas del talle; y, finalmente, otro pañuelo de seda, llamado de la India, también muy vistoso, doblado diagonalmente, prendido sobre la cabeza con un alfiler y atado debajo de la barba... -Este tocado, merced a ciertos picarescos fruncidos y dobleces, llega a dar al óvalo del rostro un carácter confuso, entre monjil y judaico, de irresistible coquetería..., cuando la interesada es interesante.

Hasta aquí la capital. -En los pueblos, el traje de las campesinas varía mucho, pero siempre sobre la base de un jubón negro de anascote. La falda va aparte, y es de coco, indiana o percal. En algunas villas sólo las hay de picote listado. De todos modos, la elegancia rural consiste en colgarse cuantos refajos y enaguas se poseen, aunque sean cincuenta.

Las lugareñas de más tono usan mantilla sin velo ni blondas, esto es, una gran tira de franela negra, con anchas franjas de terciopelo.

Las muy pobres, hacia Levante, llevan el mantón doblado en triángulo, pendiente de la cabeza, lo que les ahorra otro pañuelo y les da un aire míseramente africano. En la Alpujarra, las cortijeras se echan sobre la cabeza la saya a guisa de manto, y como la saya está forrada de amarillo, y el refajo es encarnado, ofrecen a distancia, en aquellos ásperos montes, un aspecto interesantísimo. Por último: en varios pueblos las mujeres de todas clases gastan medias negras, a excepción de la hija del sacristán, que usa medias blancas, y a excepción también de las infelices que no tienen medias.

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Volviendo a las señoras de las clases acomodadas, y especialmente a las aristócratas, hay que aplicar a sus costumbres externas, o sea a sus hábitos, lo mismo que hemos dicho de su traje: son una repetición exacta de los hábitos de la alta sociedad madrileña. De consiguiente, sus horas, sus gustos, sus esparcimientos, sus modales, sus opiniones sobre todas las cosas que no son del alma, se arreglan al meridiano de París. Y contra toda herejía importante en esta delicada materia las aseguran y garantizan sus frecuentes viajes a la Corte, y alguno que otro a Bayona. -Inútil es añadir que cada recién llegada de Francia ejerce una especie de dictadura durante dos o tres meses.

Para la aplicación y ostentación de estas mudables reglas de buen tono, cuentan las elegantes de Granada con bastantes coches propios, con dos teatros, con excelentes modistas, con baños de mar en la cercana costa, con su correspondiente Junta de Damas de Beneficencia y con una deliciosa Rifa de la Inclusa, en público, en una gran tienda de campaña, colocada en el paseo del Salón, durante las famosas fiestas del Corpus; tienda que es una copia en miniatura del Paraíso de Mahoma, por lo que respecta a la hermosura de las huríes que premian allí las buenas acciones de los héroes. La Plaza de Toros funciona pocas veces; pero, cuando funciona, las Granadinas se acuerdan de que son andaluzas, y dejan el pabellón nacional bien puesto. (Ya sabemos que este pabellón es la mantilla blanca). También he indicado que en Granada hay pocas tertulias que salgan de la órbita de la familia. Tampoco abundan los bailes en estos últimos tiempos. Pero, cuando ocurre lo uno o lo otro, la noble hija del Genil se viste, se prende, se presenta, valsa, polka, habla y escucha con tanto gusto, distinción y gallardía, como aquella ilustre y bella Granadina que se sentaba hace tres años en el que entonces era el primer trono de Europa, hoy arrumbado sillón sin empleo.

Hemos apuntado que la dama principal de Granada subordina todos sus hábitos a la moda francesa, y ahora nos ocurre hacer una excepción muy trascendental, que va incluida en el siguiente inconcuso

AXIOMA

Todas las Granadinas pelan la pava

Sí, señor; lo mismo la hija del Marqués o del Conde, que la del médico o del abogado y la del artesano o el campesino, así la doctora en amor de la metrópoli, como la tétrica de la ciudad sedentaria, y la díscola lugareña, todas hablan con el novio por el balcón, por la reja baja, por el tejado, por las rendijas de la puerta, por la tapia del huerto a la luz del sol, a la de la luna, a la de los faroles y a ninguna luz; ¡a la faz de los transeúntes, cuando los padres son gustosos, y de media noche para abajo, entre la una de la madrugada y el amanecer, cuando se opone la familia.

Esta pava clandestina es la pava por excelencia, especialmente en el invierno. -Todo duerme en la ciudad de Boabdil, menos la campana de la Vela y las sonoras fuentes de los patios. El alumbrado público se apagó a las doce. Por la calle sólo pasan otros novios que van o vuelven. Pegado a una reja que casi linda con el suelo hay un fantasma con capa y hongo Detrás de la reja se columbra una mujer envuelta en inmenso mantón y cubierta su cabeza y rodeada su cara por aquel pañuelo de la India que ya hemos calificado de toca semimonjil, semihebraica. Marquesa o cursi, ama o criada, éste es el uniforme del amor a semejante hora, lo cual sirve luego para echarse el muerto recíprocamente la señorita a la doncella y la doncella a la señorita, en caso de delación. -La capa y el hongo del galán contribuyen al equivoco, pues todas las capas y todos los hongos son iguales a media noche.

¿Y qué más? -¡Nada más que pueda decirse con palabras!... ¡Cuando Romeo y Julieta confunden pensamientos y suspiros, y se miran y callan, y tornan luego a su incoherente diálogo, y se repiten lo que ya saben, y se lo vuelven a decir, interrumpiendo el raciocinio con el requiebro, y pasando bruscamente de la pena a la alegría, de la queja al entusiasmo, de la confianza a la duda, de la gratitud a los celos, del «¡Cuánto me quieres!» al «¡Ya no me quieres!» y del «Te quiero, pero no quiero», al «¿Me querrás siempre como ahora?»; cuando sus labios balbucean este monótono, eterno poema del amor, mientras que sus almas están asomadas a sus ojos, mirándose tan intensamente como se miran la mar y el cielo, y confundiéndose como se confunden el silencio y la soledad que los aíslan, hay que llamarse Shakespeare para ser taquígrafo de semejante escena!

Sólo diré (pues ésta es la ocasión) que ni la simbólica literatura de Oriente ni el alegórico arte germánico emplearon jamás formas tan figuradas, intención tan remota y sentido tan íntimo como el discurso amatorio de una Granadina. Sobre todo, cuando no está subyugada del todo por la ternura, o cuando los celos le impiden ser expansiva, o cuando teme que la esté oyendo algún profano, la profundidad y viveza de su lenguaje rayan en lo sublime.

¿Quién no la ha oído, y quién no la ha admirado en este último caso, cuando habla con el novio desde alto balcón, en el estío, a la hora de la siesta, advertida de que la está oyendo toda la vecindad detrás de las cortinas de cien salas bajas? -¡Qué disimulo en las frases! ¡Qué insistencia en unos mismos símiles hasta apurar el concepto! ¡Qué dos conversaciones en una sola, la una aparente y pública, la otra de imaginación a imaginación! ¡Cuán lógica y chispeante la primera, en medio de su fatuidad! ¡Cuán grave y apasionada la segunda! ¡Cómo brilla el ingenio en lo que dice! ¡Cómo relampaguea la pasión en lo que quiere decir! ¡Y qué energía de pensamiento, qué riqueza de fantasía para prolongar indefinidamente un exacto paralelismo entre la imagen y la idea, entre el apólogo y la realidad, entre la fábula y la historia!

Pero no hay que confundir esta pava, pelada a gritos, con la que hemos dejado pelando a las altas horas de la noche, libres, juntos y solos, al Romeo y a la Julieta de la reja baja. -Aquí desaparece el discreteo; aquí se disputa, como en la balaustrada de Verona, sobre si es la alondra o el ruiseñor el que canta; aquí el éxtasis habla por los dos amantes, mientras que el implacable reloj les va notificando cada hora que transcurre: ¡horas mermadas por la eternidad a su juventud y a su dicha; horas que pueden ser las últimas de sus plácidos coloquios, si la oposición paterna prevalece y la niña se casa con el rico, a pesar de tutear al estudiante; horas descontadas a la esperanza, deudora inmortal del corazón humano, al cual nunca le paga lo que le debe, pero que en cambio es siempre confiada prestamista de los más locos deseos!

Y pues que hemos salido del templo de Cupido por esta imprevista puerta de escape del interés, aprovechemos la coyuntura para manifestar que la provincia de Granada es la tierra de los casamientos desiguales, o sea de los enlaces amorosos entre pobres y ricas, y ricos y pobretonas. -De aquí tantas pavas clandestinas. -¡Los padres braman durante el depósito judicial y la luna de miel; pero los nietos arreglan luego el asunto!

*  *  *

La señorita de familia poco acomodada de la clase media propende a copiar, y copia divinamente, todo lo que hacen la rica y aristócrata, pues ya he dicho que la distinción y el señorío sirven de común denominador a aquellas exquisitas criaturas, cualquiera que sea su condición social. -Lo que por fuerza acontece es que la joven de pocos recursos traduce el terciopelo al merino, la blonda al tul, el raso al tafetán, el gro al organdí y la batista a la indiana. Del propio modo, si va poco al teatro, va mucho al Liceo; si no pasea en coche, se sienta en las sillas de la Carrera los domingos, y si nunca estuvo en la ópera, oye tocar con frecuencia a las bandas militares las sublimidades cursis de La Traviata. -Porque esta señorita de que ahora hablamos, es aficionadísima a la música, y si llegan sus padres a poder estirar algo la pierna, tiene piano y maestro de canto... Es además muy lectora ¡mucho!, y de admirable criterio moral y artístico... Todo lo bello, todo lo elevado encuentra eco en su corazón, así como todo lo patético abundantes lágrimas en sus ojos.

A propósito y entre paréntesis: Aunque la Granadina se guarda mucho de ser liberal, por humilde cuna que haya tenido; aunque es monárquica y religiosa hasta los tuétanos (¿cómo olvidar a los Reyes Católicos?), y apegada, por lo tanto, al Antiguo Régimen, hace causa común con una revolucionaria, con una conspiradora, que murió en el cadalso por haber bordado cierta bandera constitucional. -Comprenderéis que me refiero a la insigne heroína doña Mariana Pineda... ¡En tratándose de la Mariana, las Granadinas no tienen opiniones! Todas la admiran, la compadecen, la lloran y le rinden verdadero culto. ¡Para ellas, aquel trágico suceso es lo único que ha ocurrido en Granada desde la expulsión de los moriscos!... De lo demás no tienen noticia... -Ni ¿qué es lo demás?

Las mencionadas damiselas entre merced y señoría son acaso las que más disfrutan de los encantos naturales y artísticos de la moribunda gran ciudad. ¡Por lo mismo que las pobres significan menos en lo presente, se aferran con más ahínco a lo pasado Ellas son, pues, las abonadas a los almuerzos y comidas en las fondas de La Alhambra, donde, dicho sea de paso, se celebra todo lo fausto que acontece en la población: la boda, el casamiento, el bautizo, el grado de licencia, el ascenso, la transacción, el regreso, el desafío frustrado... (Pudiérase decir que La Alhambra es una venerable abuela a quien se notifican todos los contentos y prosperidades de su raza, para alegrar su vejez). Ellas suben a la Torre de la Vela a contemplar (una vez al año, el 2 de Enero, aniversario de la Toma) los cuatro portentosos panoramas cardinales de Granada y sus alrededores. Ellas van en peregrinación al Laurel de la Zubia, de merienda a los cármenes y avellaneras del Sacro Monte, y de campo formal, en tartana, al Fargue, a Huétor del Genil o a la Fuente Grande de Alfacar, verdadera maravilla de la naturaleza. Ellas conocen la antigua corte musulmana y sus deleitables contornos, piedra por piedra, mata por mata, tradición por tradición... ¡Y ellas, poseídas íntimamente de aquella nostalgia historial que más atrás analizamos, saben estar en cada punto, hablar y callar a tiempo, comentar la situación con el suspiro y la mirada, y parecen a todas horas, ya a la luz del crepúsculo, ya a la claridad de la luna, ya al tenue relucir de las estrellas, los genios de las ruinas, las dríadas de los bosques, las náyades de los ríos, las ninfas de los arroyos y las fuentes!

¡Qué bonitas!

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La mujer del pueblo es más varia. Tenemos las artesanas, y del pequeño comercio tenemos las labradoras que viven en Albaicín, en las Huertas, en el barrio de San Lázaro y en todos los arrabales; y tenemos la inmensa falange de criadas de aquella población, donde apenas hay criados masculinos.

Todo este personal se reparte en sus días de asueto de la siguiente manera: las de educación más sana y tradicional, se esparcen por las caserías (casas de campo), por los amenos callejones de Gracia, o por los cármenes en que tienen amigas, y allí bailan, juegan, cantan y hablan con los novios. -Estos bailes y estos cantos son estrictamente nacionales y casi se reducen al fandango. De donde ¡alguna puñalada por la noche..., y pare usted de contar!

Las sucursales de los bufos madrileños, sucursales a su vez de los bufos parisienses, han desnaturalizado un poco las costumbres del pueblo bajo granadino. Es, por tanto, algo frecuente ver grupos de criadas que acuden a los Campos Elíseos (¡también existe allí este mitológico cielo!) a bailar unas polkas íntimas de todos los demonios y unos estúpidos cancanes, que de tales sólo tienen la indecencia...

Apartemos los ojos de aquella desabrida traducción de ajenas ignominias, y sigamos a las honestas menestralas, hortelanas y sirvientas de buena ley, en sus inocentes y animados paseos por los campos, viéndolas rumiar la fruta del tiempo o los frutos secos que les regalan sus galanes, mientras que ellos no perdonan puesto ni ventorrillo (menudean en todas partes) sin refrendar el pasaporte...

¡Complazcámonos, sí, en el manso júbilo y modesta felicidad con que estas desheredadas de la fortuna descansan de una semana de reclusión y de trabajo, y bendigamos las expansiones de su contentadizo corazón, cuando, al caer la tarde, vuelven a sus casas y a sus quehaceres, cogidas de la mano en anchas hileras, cantando en coro sus empresas amorosas, o sea sus clemencias y sus desdenes, como bandadas de pájaros que tornan a sus nidos!...

*  *  *

Hemos salido de la capital. -Relativamente a las aldeas, pocas cosas de bulto hay que decir, y para entrar en detalles y poner de relieve los accidentes novelescos de existencias tan rutinarias y monótonas, habría que emplear el microscopio y que escribir un libro entero de fatigoso análisis. Contentémonos, pues, con algunos ligeros rasgos exteriores.

La mujer acomodada de una aldea, la rústica que paga jornales, la alcaldesa de monterilla, no se conmueve ni esparce nunca. Dentro de su casa es una afanada hormiga: en la calle, o cuando recibe la visita de un forastero, no habla sino lo más preciso, no sonríe ni por casualidad, desea perderos de vista, demuestra una misantropía horrorosa. La conciencia de su ignorancia y el más estólido orgullo se combinan monstruosamente para dar este resultado. ¡Depender de semejante mujer como sirviente, o necesitarla por cualquier concepto, basta y sobra para formarse cabal idea de cómo serían los más terribles señores de horca y cuchillo!

La niña de esta casa no habla jamás. Siquiera, la madre tiene que rabiar, que tronar, que rugir de puertas adentro... ¡La hija lleva la modosidad hasta perder la palabra y el movimiento! -No anda, se traslada; y no gesticula, no mira, no tose, no ríe, no vuelve la cabeza, aunque detrás de ella tiren cañonazos.-¡Por nada del mundo comería delante de gente!... Esto último, sobre todo, le parece consecuencia precisa de su buena crianza y de su recato inexpugnable.

¡Y las hay realísimas mozas, y que se componen que da gusto!... -Pero es ver una imagen vestida. Diríase que existe un armazón de madera, en lugar de un rollo de carne y huesos, debajo de aquella docena de sayas y de aquellos pañuelos estiradísimos...; pañuelos de Lucifer, sujetos al jubón con mil alfileres, a fin de garantir la honestidad contra los cuatro elementos, contra los cinco sentidos y hasta contra un terremoto.

En los cortijos no se pela la pava por la ventana. El novio entra en la cocina, donde están constantemente, en verano como en invierno, todos los de la familia y todos los allegados. Allí se arriman a la cantarera los dos amantes, y medio sentados en los cántaros medio de pie, se dan dos o tres empujones, se sueltan tres o cuatro insultos, se ponen muy contentos y colorados... ¡y a vivir! -Lo infinito queda apelmazado dentro de sus almas, y no se desarrolla nunca... Pero toda la palmera está en el dátil, y toda la encina en la bellota; así es que cuando, en un rato de baile, se dicen un requiebro o se endilgan una copla, el madrigal tiene la fuerza de una bala -Y de aquí la densidad de sentimientos de los cantares pastoriles.

(Lo mismo proceden aquellas gentes con los santos de su devoción. El patrono del pueblo es saludado siempre a escopetazos y con espantosos apóstrofes, que pasarían por sacrílegos y blasfemias si no fuesen la concentrada y enérgica expresión de su piedad y de su gratitud, estallidos de unas lágrimas cristalizadas, pedazos que saltan de la mismísima cantera de la fe, como salta la esquirla cuando se rompe el hueso.)

La mencionada niña de vergüenza no responde a derechas a ninguna pregunta, como no sea de sus padres... ¡La desconfianza, ley esencial de su vida, le impide soltar prendas, aunque se trate de saber si es de día o de noche! -En cuanto a su pudor, no hay palabras para encarecerlo: raya en absoluto; se espanta como la liebre, o se defiende a bofetadas y a coces... -¡Qué Lucrecia, ni qué ocho cuartos! ¡Más fácil le fuera a Lovelace o a Tenorio sujetar el azogue entre sus dedos que cautivar el albedrío o la cintura de una de estas vírgenes refajonas!

Cuando la campesina se casa, puede decirse que se muere, como muere la flor al cuajar el fruto. Desde aquel día deja de ser joven, de mirarse al espejo o a la fuente, de componerse, de cuidarse... -Dos años después es efectivamente vieja.

En lo demás, la Granadina del campo, y singularmente las ricas, son lo mismo que las labradoras de la capital, si bien menos joviales y hasta un poco atrabiliarias. Y no es todo rusticidad, sino que la melancolía general de la provincia raya en ictericia a medida que se aleja uno de la poética Granada. Escasean, pues, las expansiones colectivas, y todavía no tanto en los pueblecillos como en aquellas tristes ciudades subalternas, que tienen algo de Pisa la Morta... -Por cierto que, cuando en éstas hay motines, son siempre incumbencia de las mujeres de la clase ínfima, nunca de los hombres. Los hombres, lúgubres y callados, constituyen a lo sumo la reserva.

Y ahora que hablamos de semejantes ciudades, bueno será que, para concluir, busquemos en su seno cierto interesantísimo tipo que desde el exordio os tengo anunciado. -Aludo a la emparedada, último ejemplar de esta galería.




ArribaAbajoCapítulo VI

La Emparedada


Estamos en cualquiera de aquellas ciudades o grandes villas dependientes de Granada que tanto figuran en la historia de su antiguo reino; que conservan bastantes casas solariegas; que son cabeza de partido judicial; que pagan a hacendados forasteros la mitad del trigo que producen; que están llenas de mozalbetes ociosos y aburridos; que agonizan devoradas por las gabelas; que se comunican rara vez con la capital, y cuyo vecindario escogido se reduce a algunos (pocos) ricos terratenientes (gracias a la desamortización), a los administradores de ausentes títulos, a este o aquel arrendatario desahogado, a media docena de prestamistas, a los correspondientes curiales, a varios médicos, abogados y boticarios, a cierto número de comerciantes procedentes de Cataluña o de Santander, a todo el clero preciso, a varios militares en situación pasiva, al jefe de la Guardia civil, al de Carabineros, si la escena es en la costa, a tal o cual mayorazgo sin vínculo, y a tres o cuatro empleados del Gobierno.

Todos ellos representan por igual la aristocracia del vecindario. -La clase media se compone de los artesanos, de los rústicos que viven con cierta holgura y de todos los que, pagando alguna contribución directa, jamás usaron sombrero de copa. -Constituyen, en fin, la clase baja los jornaleros, los verdaderamente campesinos y todos los indigentes, esto es, lo que en más altas esferas se llama hoy el cuarto estado. -Allí sólo se cuentan tres estados, por no existir el primero o superior.

La mujer sobresaliente que encontramos dentro de estas aletargadas ciudades; la que resume, a nuestro juicio, el espíritu de sus costumbres y el carácter de su poesía; la que no se parece a ninguna de la capital ni de los campos, es cualquiera de las dos o tres más distinguidas señoritas de la mencionada relativa aristocracia; la hija de tal o cual usurero o espetadísimo señor, montado a la antigua española; la Eugenia Grandet, en fin, de aquellas poblaciones medio agarenas, medio milenarias, tan diferentes de las que riega el Loira.

Y ésta va a ser ahora nuestra gentil protagonista.

Para mejor estudiarla, imaginémonos a un joven enamorado de ella, y llamémosle Fidel.

La deidad, que es una mozárabe de ojos azules, o una mudéjar de ojos negros, triste y descolorida en ambos casos, como planta sin sol, elegante por naturaleza y por casualidad, y a quien llamaremos Amparo, habita un caserón antiguo, que da nombre a una calle o plazoletilla poco pasajera, donde la hierba campa por su respeto. Este caserón tiene un inmenso portal, un enorme escudo de armas sobre la puerta, grandes balcones con guardapolvos, rejas bajas que no se abren nunca, algunos ventanuchos a un callejón y su correspondiente puerta falsa.

Fidel pasa todos los días un par de veces (y no más, a fin de no avispar a la familia) por la calle o plazuela herbosa (siempre con el notorio motivo de ir a alguna otra parte), y ve la cabeza de la emparedada durante dos segundos, detrás de un determinado cristal de un determinado balcón. Es todo lo que ha podido penetrar (desde hace tres años que principió esta novela) en la vida interior de la joven; todo lo que sabe de su casa, de sus hábitos, de su carácter, de sus gustos, de sus muebles y de cuanto hace, dice y piensa en el resto del día. Vive, pues, el pobre enamorado cavilando en los misterios que guardan aquellas paredes, y envidiando a la criada de Amparo, sólo porque oye hablar, porque ve comer, porque ve dormir, porque conoce al dedillo, en suma, a la esfinge de su existencia.

La esfinge sospecha que Fidel la ama, y a ella no le disgusta Fidel, el cual, tan apasionado se halla, que ni siquiera admite la posibilidad de su dicha. Fidel no le ha hablado nunca; pero la saluda con los ojos cuando la ve sola detrás del cristal, y ella le contesta del mismo modo... (Él cree que por pura cortesía).

Ella sabe bien cómo se llaman él y toda su parentela: los padres de ambos son íntimos amigos, y hasta creemos que se hablan de tú. Él sabe de ella lo mismo (lo que sabe el padrón), y hasta podríamos jurar que conversa en la plaza con su padre y que tutea a sus hermanos. Sin embargo, ella es para él un ser diferente de todos los nacidos. Ella es fantástica, inmortal, divina, superior a su padre y a su madre. -A éstos les tiembla, es verdad; pero los desprecia soberanamente. ¡Y sus hermanitos son unos bárbaros, pues que la tratan como a una igual! ¡Él los envidia, les adula y los detesta!

Pero vamos al asunto. -«¿Cómo hablarle?» -se preguntaba continuamente Fidel.

En casas como la de Amparo no se concibe la visita de un mozuelo. (Los árabes dejaron establecida jurisprudencia). Allí sólo entra alguna señora de cumplido, a las doce del día, los domingos y fiestas de guardar. Los caballeros, en la calle, se tratan con llaneza, ¡con demasiada llaneza! Pero a las señoras se las trata, y ellas se tratan entre sí, con cancilleresca ceremonia.

Escribirle... fuera jugar el todo... por la nada, y además una impertinencia de marca mayor.

La criada... sería contraproducentem.

¡Presentado!...» -dirá algún madrileño. ¿Qué es presentar donde todos se conocen?

¡El padre de Amparo le tutea a Fidel, sin necesidad de presentaciones! -¡Ya se guardará el rapaz de meterse en semejantes dibujos!

Por otra parte, ella no sale nunca sino a misa de diez, y eso... con su mamá, que es mucho más austera que su papá. -Pero, en fin, va a misa...

-«¡Oh, sublimidad del Catolicismo! (piensa Fidel). ¡Merced a sus leyes, puedo verla media hora seguida todos los días de precepto! -¿Por qué los habrán reducido últimamente?»

Sí; la ve durante treinta minutos; pero ¿cómo la ve? A media luz, con un espeso velo echado sobre el rostro, de perfil, de rodillas, con los ojos clavados en el libro...

¡Pícaro velo! ¡Pobres rodillas de su alma!

A la salida y a la entrada, cruza Amparo delante de él, sin mirarlo, sin mirar a nadie, mirando al suelo.

¡Yo respondo de que sabe que su adorado está allí, y de que, a hurtadillas, lo ha medido de pies a cabeza!

Él se figura que no...

¡Como que está enamorado!

Un día de procesión la ha tenido Fidel enfrente de sus ojos, durante tres horas, en el balcón de unas amigas, emancipada, sin velo, en cuerpo gentil, vestida de claro, movible, contenta, sonriente... -¡Qué transfiguración! ¡Qué liberalidad! ¡Qué tesoros! ¡Qué delicia!

Una vez, en la feria, se encontraron en una platería improvisada, y la oyó hablar de diamantes, perlas y rubíes... -¡Qué voz! ¡Cuán diferente de todas las humanas! -Ni ¿de qué otra cosa podría hablar más que de joyas aquella inmortal princesa?

(En esto tenía razón).

Finalmente, una noche volvía la joven de casa de una parienta enferma, con uno de sus insolentes hermanos.

Fidel los siguió en silencio muchas calles, embozado hasta los ojos.

¡Y con qué emoción! -Amparo, en las tinieblas, le parecía suya... -La luz determina las distancias. Las sombras confunden los objetos... -La vista entonces tiene algo de tacto.

De resultas de esta emoción, Fidel pasó muchas noches entregado al placer de estar a obscuras.

Su adorada, entretanto, borda o lee, reza el rosario con sus padres, hace flores, hace dulces, hace novenas...; pero todo maquinalmente. Ciertas noches, de tiempo inmemorial, van a su casa unas solteronas a acompañar a su madre, que no lee otro periódico que el que ellas constituyen por sí propias. Amparo, fingiéndose distraída, no pierde coma, a ver si oye decir algo que tenga relación con el hijo de D. Eusebio (que es Fidel). Óigalo o no lo oiga, resulta que de la conversación de aquellas mujeres; del tumulto de cosas humanas que percibe en las novedades que ellas cuentan; de las ideas de pasión, de combate, de felicidad, de leyes naturales y leyes escritas que estas novedades siembran en su alma; de lo que le mandan y vedan las obras místicas que lee; de lo que dicen con su mudo lenguaje las flores, los pájaros, los céfiros, el sol, la luna y hasta las tímidas estrellas, va formándose en el corazón de Amparo un mundo armónico y fulgente, lleno del sentimiento universal, lanzado en órbitas mucho más amplias, libres y luminosas que el mundo de las cuatro paredes de su encierro, y henchido de un concepto misterioso que canta incesantemente esta oda en una sola frase: «¡Fidel mío!»

Y así pasan años como eternidades, y así se forman almas y caracteres que son verdaderos abismos de disimulo, verdaderos infiernos de pasión reconcentrada, o verdaderos eriales de ilusiones desvanecidas.

Pues imaginad ahora que llega un momento en que el demonio, las solteronas, una prima fea o un sobrinillo amable, llevan medio recado, y se concierta una cita, y se abre a media noche cualquiera de los ventanuchos del callejón, o se utiliza como locutorio el ojo de la llave de la puerta falsa...

¡Poema seguro por lo pronto! ¡Edgardo y Lucía en escena! -¡Qué dúo, qué idilio, qué eternos esponsales de dos vidas!

Luego viene el drama... y termina en tragedia o en comedia: esto es, en el Cementerio para alguien, o en la Vicaría para los dos enamorados.

Supongamos esto último: se casan. -¡Adiós, mundo! ¡Adiós, calle! ¡Adiós, balcón! ¡Adiós, todo! -Amparo ha desaparecido.

Sin embargo, esta casada de la ciudad no se marchita físicamente como la de la aldea...

«¡Ojalá! (dirá aquí la musa romántica). ¡Cuántas terribles pasiones a lo Werther habría menos en el mundo!».

La casada de la ciudad sigue siendo joven y hermosa; pero las rejas del claustro doméstico se cerraron detrás de ella cuando regresó del templo. -Amparo ha tomado el velo de desposada: ha dejado moralmente de estar viva: es profesa del hogar. Ya no se la verá nunca, como no sea algún Jueves Santo... Las cortinillas de sus balcones no se alzarán en lo sucesivo. Irá a misa, es cierto; pero al amanecer, hora en que los héroes de Goethe no se han levantado todavía... -¡Y nada más, nada más!

Pues supongamos que Amparo no se ha casado con Fidel..., sino con otro, a gusto exclusivo de los padres tiranos... -La musa romántica se apodera entonces por completo de la acción. Ya no se trata de Werther y Carlota: ya se trata de Francesca y de Paolo. Pero de una Francesca a quien Paolo no ve sino en sueños; de un poema de dos amores sin esperanza; el amor de él y el amor de ella, separados siempre y siempre paralelos, como dos ríos que cruzan a todo lo largo un mismo valle de lágrimas, sin mezclar nunca sus corrientes.

No: Fidel no buscará a la emparedada; ni, si la buscara, la encontraría; ni, si la encontrase por acaso, la Francesca del reino de Granada sería tan melodramática como la de Rimini. El recato de Amparo llega hasta el martirio. ¡Ha aceptado el cáliz de amargura, y no hay miedo de que aparte de él sus ojos ni sus labios! Fidel no lo ignora: Amparo está enterrada en vida.

Réstame añadir que esta reclusión absoluta de las Amparos no es una imposición de sus maridos. Es un retraimiento espontáneo de ellas mismas, resultancia compleja de temores, tedios, desdenes, fierezas y misticismos, propios de aquella melancólica y mordaz sociedad, y acaso también reminiscencia inconsciente de las costumbres mahometanas.

Y vean ustedes cómo, por medio de ficciones novelescas y de caprichosos artificios, hemos venido insensiblemente a saber cuál es, sobre poco más o menos, la existencia de todas las señoras y señoritas de una de esas ciudades... La casa, la familia, la iglesia, y alguna vez el campo: he aquí su universo.

Por ferias o por pascuas suele ir una compañía de cómicos de la legua, o de titiriteros a pie o a caballo. Entonces oye uno tutearse en las lunetas, sin previo aviso, a dos personas de distinto sexo que no se han hablado desde que se arañaban, al salir él de la escuela y ella de la amiga; esto es, cuando tenían siete años. -Nadie diría que llevan veinte o veinticinco de adorarse y de desearse en silencio.

Alguna vez, de resultas de cosas que pasan en el mundo (el mundo son las luchas políticas de Madrid), entra tropa en aquel pueblo; y, si se detiene dos o tres días y lleva banda de música, todos los amadores se conciertan, abren una suscripción, van en legacía a convidar a las muchachas por conducto de sus madres, y a las madres con pretexto de las muchachas, y dan un baile de etiqueta en el Hôtel de Ville, al cual asisten todas o casi todas las emparedadas solteras y no solteras. -Esta noche se señala con piedra blanca en la historia de muchos corazones... ¡Lustros pasan luego haciéndose mención o memoria del baile, principio o fin de muchas novelas íntimas!

De lo que en semejantes poblaciones significa una forastera; del efecto que produce en la imaginación de los galanes; del perjuicio que por de pronto ocasiona a las damas indígenas; de las venganzas que éstas toman cuando aquélla pierde el prestigio de la novedad y de la extrañeza o se marcha bendita de Dios (que es la frase sacramental), puede formarse juicio fácilmente, considerando el fastidio que la monotonía engendra en una juventud ociosa; fastidio que acaba por oxidar y ennegrecer los espíritus más brillantes. -La forastera es un relámpago que les habla de la tempestad de acontecimientos y de poesía que brama en las inmensidades del siglo; y ellos, los Napoleones encerrados en una Santa Elena previa, ven a su luz fosfórica surgir en el desierto océano de su vida todas las Atlántidas del deseo. Considerad, pues, cuánto padecerá la emparedada, cualquiera que haya sido su destino (háyase casado a su gusto o al de sus padres, o esté moza todavía), al saber, por las dos susodichas solteronas, o por la superviviente, si una murió, que Fidel le pone los ojos tiernos a la forastera; -cosa que hacen casi todos los Fideles, sin perjuicio de su perdurable amor a las Amparos.

Yo corto aquí esta novela-proteo, que sería infinita; como son infinitos todos los sentimientos que se fermentan en almas solitarias, ora entre las cuatro paredes de una celda, ora dentro de los ruinosos muros de estas ciudades que pudiéramos denominar cementerios de vivos.

Por lo demás, en esos cementerios, donde la dulce tradición y la mansa rutina, hijas de la incomunicación material y de la apatía moral, hacen de cada cuerpo ambulante un féretro semoviente en que va amortajado un espíritu; allí, donde la mayor parte de las personas de suposición viven todavía, respecto de la moderna mancomunidad social europea, en un apartamiento más esquivo que el que ya han abandonado los mismos japoneses; allí, donde hay horas, días, sitios, alimentos, frases, ropas, tristezas y alegrías de rúbrica, de rigor, de cajón, de ene y de tablilla...; allí (creedme) es donde deben estudiarse las costumbres particulares de cada región de la Península, para compararlas entre sí, y donde encontraremos que la mujer ocupa aún, en todas las tierras que son o que fueron España, el trono de flores a que la elevaron sucesivamente el Cristianismo, redimiéndola; el galante islamismo ibérico, deificándola..., y los hijos de Andalucía, sobre todo, combatiendo en primera línea la ley Sálica, a fuer de pertinaces mujeriegos.

*  *  *

Pero (ocasión es ya de decirlo, y de decirlo muy seriamente para concluir) el imperio que las españolas ejercen sobre los hombres desde ese trono amasado con requiebros, serenatas, puñaladas y suspiros, tiene más de aparato pontifical que de íntimos y substanciales atributos; y bueno sería que los españoles procurásemos que nuestras hembras, tan superiores a todas las del mapa por su dignidad moral, por la intensidad de sus sentimientos por la autenticidad de sus pasiones y por la viveza y la gracia de su imaginación, no se dejasen aventajar, como se ven aventajadas hoy, por las inglesas, las alemanas, y hasta las francesas, en ciertas condiciones accidentales o adventicias, referentes a la exterioridad de su espíritu, a su manera objetiva de vivir y a su influencia civilizadora.

Porque (no lo neguemos) culpa nuestra es, culpa de nosotros, padres, amantes y maridos, todo lo que hay de inculto y opaco, de sordo y de baldío en la superficie social (permitidme esta perífrasis) de casi todas las mujeres españolas. Si más exigiéramos, desde que nacen, de las compañeras de nuestra vida; si más reparásemos luego en la parte inmaterial de su naturaleza; si fuera más desinteresada la idolatría que nos inspiran; si nos respetásemos más a nosotros mismos y las respetásemos más a ellas en nuestros modales y discursos dentro del hogar; si les diéramos una importancia más grave y positiva que la que negligentemente y con intermitencia les damos, porque haya paz, o por servilismo amatorio, la vida externa de las españolas correspondería a la superioridad sin rival de la vida de su espíritu.

Y todo esto tendremos que hacer los varones en España, si queremos librarnos de la peste de que nuestras hijas o nuestras nietas den en la gracia de rehabilitarse y perfeccionarse por sí mismas, al tenor de los pavorosos procedimientos empleados ya hoy en varios países por algunos sabihondos marimachos, vulgo marisabidillas, justamente indignadas de que siga siendo cierto aquel dicho de un filósofo: «Las mujeres nos deben la mayor parte de sus defectos: nosotros les debemos la mayor parte de nuestras cualidades».




ArribaAbajoCapítulo VII

Conclusión y resumen


He concluido; pero, por si algo se me ha olvidado de lo que ofrece la portada de estas monografías, creo oportuno evacuar ahora mi informe, de una manera oficial, por medio del siguiente estado, ratificación y resumen de todo lo que queda dicho17:

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ArribaAbajoDe Madrid a Santander


ArribaAbajo- I -

Salí de Madrid, mi querido Pepe, del modo y manera que sabes; empingorotado en el cupé de la Diligencia de Valladolid, con menos que mediana salud, a las seis de una caliente mañana de agosto, no muy provisto de metales preciosos, en busca de aire y de agua, dos artículos de primera necesidad que escasean en la Corte de las Españas; con los bolsillos llenos de melocotones y naranjas, que tú me diste, y en la amable compañía de mi bastón, mi paraguas y mí saco de noche.

El viaje desde Madrid a Valladolid fue una especie de índice del de la Reina y sus ministros, cuyas pisadas venía siguiendo, a cuatro días de distancia, mi humilde humanidad; lo cual quiere decir que iba hallando a mi paso iluminaciones... apagadas, arcos de triunfo... por el suelo, y algún que otro músico desbandado, que tornaba a los patrios lares con su serpentón a la espalda.

La Corte, desandando la Historia de España hasta llegar a su cuna, y yo, dirigiéndome a Valladolid para luego girar hacia estos montes sin historia conocida, hemos atravesado, pues, el país clásico de los Infanzones de Castilla, la tierra que pisaron los Condes, los Reyes y los Caballeros, el lugar de mil batallas portentosas y de treinta Cortes que hoy son pobres y obscuras villas.

Ya, antes, al trepar al Guadarrama, tumba de hielo en que Felipe II se escondió en vida, cerrando el libro de la epopeya española, había yo meditado largamente... El Guadarrama, o sea el Monasterio de El Escorial, cuya triste mole descubrí a lo lejos, es una losa fúnebre colocada sobre nuestro pasado de gloria. No parece sino que el gran Misántropo presintió la ruina del imperio de Carlos V, y levantó un padrón mortuorio en conmemoración de la grandeza de España. -En adelante los Carlos de Austria se llamarían Carlos II, los Felipes, Felipe IV, et sic de caeteris.

Pasé por Olmedo, donde hace cuatro siglos se dieron dos batallas, la una en 1445, la otra en 1466.

En la primera resultó D. Álvaro de Luna herido en una pierna... y Maestre de Santiago. Allí ganaron también D. Juan Pacheco el Marquesado de Villena, y D. Íñigo López de Mendoza el de Santillana. ¡Reyes, Grandes y poetas combatieron pecho a pecho y brazo a brazo; triunfó Castilla, y cubriose (dicen) de gloria el infante D. Enrique, más tarde llamado Enrique IV el Impotente!

En la segunda, el honor de Castilla fue vulnerado por vencidos y vencedores, por los nobles y por el Rey, demostrándose así con el testimonio de la Historia, que cuando los reyes no representan las aspiraciones de sus pueblos, hasta el laurel se convierte en sus manos en fúnebre sauce.

Pero dejemos la Historia, por respetos a la ley de imprenta que nos rige.

De Madrid a Valladolid hay treinta y cuatro leguas y pico, que se andan en veintitrés horas. -Llegué, pues, a las cinco de la mañana a la ciudad de D. Álvaro de Luna.




ArribaAbajo- II -

Ya allí el calor era soportable, el aire elástico, la vegetación risueña. Había un río surcado por lanchas y cuajado de bañistas; había espesas arboledas; hermosas Casas de Baños, y un paseo llamado las Moreras (donde estudié, la tarde de un domingo, el mujerío vallisoletano), y había un Campo Grande, paseo nocturno mucho más extenso que el Prado de esa Villa y Corte.

Todos pronostican a Valladolid un porvenir muy lisonjero. El ferrocarril, que llama ya a sus puertas, desarrollará los elementos de riqueza que posee de muy antiguo aquel país, juntamente industrial, ganadero y agrícola. En la actualidad tiene fábricas de papel continuo, de tejidos, de pan, de productos químicos, de harina, de calderería, de cerveza, de curtidos, de botones, de cola, de chocolate, de loza fina, de telas metálicas, de fundición, de cintas, de pasamanería, de platería, de herrería... -Muchas de estas cosas en pequeña escala; pero con grandes condiciones de vida y prosperidad.

En cuanto a bellezas artísticas, a monumentos históricos, a glorias nacionales, Valladolid es, como si dijéramos, la Sevilla del Norte.

Visité la Catedral, o, por mejor decir, el fragmento de ella que hay construido; pero, estudiando los planos y proyectos de Juan de Herrera, que guarda el Cabildo, comprendí que si el grande arquitecto no hubiese abandonado esta obra por la de El Escorial, España tendría hoy un templo del Renacimiento digno de figurar al lado de San Pedro de Roma. En las proporciones a que ha quedado reducida, todavía la Catedral vallisoletana impone al alma su ruda y solemne magnitud... Parece un elefante de piedra, una pagoda índica, una montaña ahuecada. Todas las profanaciones que legó a este grandioso edificio el malhadado Churriguera desaparecen y quedan enterradas bajo la noble gentileza de aquella fachada dórica, tan pura y colosal, y de aquellas naves corintias, cuyas pilastras equivalen a otros tantos monumentos.

Pero mi carta no tendría fin si hubiese de enumerarte, no digo describirte, todo lo que el artista y el poeta encuentran en esa inmensa necrópole de nuestra historia que se llama Valladolid. -No diré, pues, más que lo principal.

Vi el Convento de San Pablo con su fachada gótica de filigrana, y el contiguo de San Gregorio, más famoso que de mi agrado. Aquel tour de force de reducir a ojivas, doseletes y columnas, los caprichosos giros de una vegetación extravagante, parecióme pueril y necio. Reconozco el artificio, la rareza, la originalidad; pero niego el arte, la poesía, la propiedad, la belleza. -Prefiero, pues, la fachada de San Pablo.

Pasé por el Ochavo, lugar del suplicio de D. Álvaro de Luna. -Hace poco tiempo había visto sus cenizas en la Catedral de Toledo, y aún tenía que ver su Palacio convertido en casa de locos, y la Iglesia de Ajusticiados (San Andrés), en que depositaron, todavía caliente, su ensangrentado cuerpo.

Templos contemporáneos de Peroansúrez, de D.ª Urraca y de Alonso el Sabio; esculturas de Pompeyo y Leoni, de Gregorio Hernández, de Jordán, de Juan Juni, de Felipe Gil y de Gaspar Becerra, todo pasó ante mis ojos en rápida confusión... En el Museo de Pinturas vi tres cuadros atribuidos a Rubens, uno de ellos hermosísimo, que llaman la Virgen de Fuensaldaña, y representa el poético instante de la Asunción de María. -Estos tres cuadros nos fueron robados por los franceses en 1808; pero los españoles los reconquistamos con las armas en la mano en el ataque de Vitoria.

Recuerdo además un Bodegón, de Velázquez; una Santa María Egipciaca, de Rivera; una Cena, de Vinci; una Cabeza de San Francisco, y un San Pedro Advíncula, del dicho Rivera; nueve cuadros de la Vida de la Virgen, de Lucas Jordán..., y, en fin, una multitud de lienzos notables, si no de primer orden, de Palomino, Zurbarán, Murillo, Vandik, Rubens, Valentín Díaz, etc. -El que no puedo menos de citar nominatim es una Magdalena de Correggio, digna de figurar entre las primeras obras de este inmortal artista.

Algo más despacio visité el Palacio de Felipe II, o bien la que era morada principal de los Reyes de España cuando el melancólico hijo de Carlos V tuvo la humorada de hacer a Madrid capital de sus Reinos. -No vale mucho por dentro ni por fuera aquel vasto edificio; pero contiene pormenores preciosos y recuerdos interesantes... Entre los pormenores, citaré los bustos de medio relieve de Berruguete, que adornan el patio interior, y, entre los recuerdos, el haberse alojado allí Napoleón el Grande cuando vino a nuestra tierra a empequeñecerse.

Con todo lo cual, y haber recorrido salones en que se habían celebrado Cortes y Concilios; casas particulares que fueron palacios de Reyes; Alcázares convertidos en conventos; la casa de Alonso Pérez de Vivero (ahora cárcel pública); el Palenque de mil torneos, antiguo Campo de la Verdad, hoy Campo Grande, donde murió un Carvajal a manos de D. Pedro Benavides, siendo juez del combate el mismo Fernando IV el Emplazado, salí de Valladolid después de tres días inolvidables, a las tres de la tarde del 9 de agosto, víspera de San Lorenzo.




ArribaAbajo- III -

De Valladolid a Palencia hay nueve leguas... Corren paralelamente este trayecto la carretera, el canal de Castilla, el ferrocarril de Isabel II, el Telégrafo eléctrico y el río Pisuerga. -Estas cinco vías se acercan unas a otras hasta el punto de hallarse unidas en algunos sitios dentro de cien varas de anchura.

En un lado divisé el castillo de Dueñas, donde se verificó el casamiento de D.ª Juana la Loca; en otro el castillo de Tariego, al que se acogió el rey D. Ramiro después de una derrota; allá Torquemada, cuna de Zorrilla; acá el pueblo de Baños, donde los tomaba el rey Recesvinto; por una parte, fábricas de harinas, también históricas, como que fueron teatro de los famosos incendios de 1856; por otra, los productivos campos de Castilla la Vieja, que se parecen al carácter de sus habitantes en que, sin galas ni lujo de expresión, dan lo que prometen y es una verdad lo que producen.

Cerca de la confluencia del río Carrión con el Pisuerga hállase un Monasterio de Agustinos, en el que sólo queda con vida una campana. Rodéanlo dos o tres casas de pobrísima apariencia, y todo ello se llama Ventas de San Isidro de Dueñas. -No lejos de Venta de Baños dicen que hay una Capilla bizantina, del tiempo de Recesvinto.

En estas Ventas se juntarán con el tiempo varios ferrocarriles. Por consiguiente, allí habrá algún día un pueblo que empezará por una fonda, un hospital y una estación, se aumentará con una cárcel y un café, llegará a tener su mercado y su iglesia, aspirará luego a teatro y plaza de toros, y concluirá por reclamar su Alcalde Corregidor...

Pensando así, iba yo dejando a la izquierda el riquísimo Monte de Palencia, cedido por D.ª Urraca a los pobres de esta Ciudad, quienes ciertos días del año tienen todavía derecho a cortar todo lo que pueden llevarse a cuestas... -¡Y habrá quien se atreva a desamortizar aquel terreno!... -¿Cuándo cesará la imprudentísima campaña de la clase media contra la clase pobre?




ArribaAbajo- IV -

Desde que se entra en la provincia de Palencia el suelo se quebranta y empieza a rizarse en valles y colinas. Las llanuras castellanas se accidentan, que diría un francés. Todo anuncia la proximidad de las grandes montañas cantábricas.

Cerca de anochecer llegué a la antiquísima ciudad de Palencia, cuya calle Mayor pudiera compararse en longitud -ya que ni por asomo en hermosura- a la calle de Rivoli de París. Toda es de columnas y pilastras, que forman soportales de forma irregular. Pasarán de mil estos informes, pilares de piedra que sostienen viejísimas casas cargadas de escudos heráldicos.

Pero ¡ay! por dondequiera que voy, veo caerse a pedazos las más antiguas ciudades... El prurito de derribar para ensanchar o reedificar, que se ha apoderado de Madrid, trasciende ya a las más apartadas y sedentarias villas... -Mucho ganará en ello, no la higiene, sino el ornato público, pero mucho perderán el arte, la historia y la poesía... -Dígolo, porque, en medio de aquellos nobles caserones de Palencia, están ya levantando algunas jaulas de cinco pisos, para diez familias y al estilo francés, que ponen espanto a los extravagantes como yo, enamorados de lo viejo, tradicional y castizo, y sobre todo de la libertad y la holgura.

-Pero es el caso que los edificios viejos llegarían a hundirse y a aplastar a sus moradores... -me observará alguno que presuma de lógico.

-¡Pues reedifiquémoslos a la española, sin economizar tanto el terreno! ¡Viva cada cual en una casa, y Dios en la de todos! -contesto yo, sin miedo a las excomuniones de esos cursis, que creen que todo lo extranjero es mejor que lo de España.


En Palencia permanecí dos horas; de modo, que sólo vi la Catedral. -Estaba ya cerrada; pero pude admirar desde luego su gracioso conjunto, que es una especie de fortificación como la de Almería, con dos fachadas del más puro estilo gótico.

Ya me retiraba, muy pesaroso de no haberla visto por dentro, cuando divisé al sacristán, que abría un postigo y penetraba en el templo.

Entré en pos de él, mal de su grado (disgusto que se le pasó bien pronto), y perdíme por las obscuras naves de la espaciosa iglesia, que ya sabrás es uno de los más hermosos templos góticos de España, bien que muy por debajo de las catedrales de Sevilla, Toledo y Burgos.

He dicho que estaba anocheciendo. De las altísimas ojivas caían largos crespones de sombra. Sólo por la parte del trascoro, que mira a Poniente, los calados rosetones dejaban penetrar alguna claridad melancólica... -¡No sé qué religiosa tristeza inundó mi corazón!

Allá, a lo lejos, distinguí la moribunda luz de una lámpara que ardía detrás del altar mayor. -Era la Capilla de los Curas, donde yace el cuerpo de D.ª Urraca de Castilla, como sobre la tumba yace su estatua.

Dijo el sacristán que, cuando en 1828 Fernando VII y la reina Amalia, su esposa, volvían de las Provincias Vascongadas, desearon ver e hicieron descubrir los restos de la ilustre hija de Alfonso VI de Castilla, y que fue de admirar entonces la extraordinaria longitud del esqueleto. -¡Nada menos que nueve palmos debió de tener de estatura la infortunada esposa del Batallador!

Bajé luego a la célebre Cueva de San Antolín o San Antonino, patrón de la ciudad, santuario subterráneo que sirve como de mística base al gran templo que hay encima: admiré después, casi a tientas, o sea a la luz de uno y otro fósforo (pues la Catedral se había quedado a obscuras y al sacristán se le había apagado y perdido la vela dentro de la cripta), la magnífica sillería del Coro, las verjas y los púlpitos; me defendí a duras penas del mismo sacristán, empeñado en que volviéramos a bajar, con un farol, al tal subterráneo, que parece ser su ojo derecho; alegué, como era cierto y positivo, que tenía hambre, que el reloj marchaba implacablemente, y que la Diligencia seguía su camino a las nueve en punto, y logré, por último, salir de la iglesia y tomar el camino de la fonda, casi receloso de que mi cicerone de medias negras se habría alegrado de que me quedase por toda la vida haciendo penitencia en la Cueva de San Antolín.

Andando por las ya iluminadas calles, hice la observación de que en Palencia son las mujeres mucho más guapas que en otros pueblos de Castilla.




ArribaAbajo- V -

Nada puedo decirte de las diez y ocho o veinte leguas que hay desde Palencia a Alar; las pasé durmiendo.

¿Qué son hoy, pues, para mí aquellas tierras que cruzó mi cuerpo, en tanto que mi alma viajaba por otra parte, quizás por la Alcarria, quizás por Andalucía? ¡Lo que la vida es para una vieja; lo que nuestras luchas políticas o controversias filosóficas son, verbigracia, para los pastores de la Sierra de Gredos; lo que debió de ser, por ejemplo, para mis amigas las monjas de Ocaña la muerte de lord Byron!... ¡Maldita la cosa!

Diez horas estuve detenido en Alar del Rey, almacén de trigo y harinas destinados al tráfico por el Canal de Castilla, y Estación de un ferrocarril que irá a Santander con el tiempo, pero que ahora sólo llega a Reinosa...

A las cuatro de la tarde salió al fin un tren para este punto... -El tren se componía de tres o cuatro coches, ocupados por diez o doce personas...

Parecía aquello una sombra de ferrocarril... Pero yo me alegré en el alma de hacer aquellas nueve leguas tan solitaria y cómodamente, corriendo de una ventanilla a otra para admirar soberbios paisajes montañosos, en que se veían confundidos árboles, rocas, malezas, viaductos, prados, cabañas, túneles, desmontes, bosques, arroyos, puentes... ¡Todos los encantos de la naturaleza y de la civilización!

Al cabo de dos horas estaba en Reinosa, a las orillas del incipiente Ebro, cerca de los nevados puertos que dan paso a la provincia de Santander... -Y allí tomé la Diligencia para la aldea en que escribo estas líneas; aldea que tiene la dicha de no estar en el mapa, pero que no va a librarse por eso de figurar en letras de molde.