Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Antología poética

Víctor Botas






ArribaAbajoLas cosas que me acechan




ArribaAbajo[Con indecisa pluma voy poniendo]


AbajoCon indecisa pluma voy poniendo
indecisas palabras. (Quiero darte
un poco de mi espíritu). Es difícil
llenar tanto papel con unas líneas
capaces de emoción. A cada paso
se bifurca el camino y aparecen
otros nunca pensados; sólo uno,
que no sabré encontrar, es el preciso.
Escribo, pues, errando las ideas
y sus vanas palabras. (Se parece
bastante este oficio a esa otra busca
más rica, que es la vida. La ventaja
de la ficción consiste en que, si quiero,
rompo la hoja. Puedo repetirme).




ArribaAbajo[De este millar y pico]


ArribaAbajoDe este millar y pico
de libros que celosamente guardan
los anaqueles de mi biblioteca,
apenas diez
o doce
merecen ser nombrados. (Tu mirada
me falta;
de otro modo
toda literatura sería inútil).




ArribaAbajo[Estás entre las cosas que me acechan]


ArribaAbajoEstás entre las cosas que me acechan;
en el mar de esta tarde no esperada
que hoy es una tristeza y un fracaso;
en la luz del otoño y su arboleda
de rumores y sombras; paseando
por Roma, perdida entre la música
antigua de las fuentes; en el cuerpo
de una mujer que se peinaba cerca
de la arena y del mar; en cierto rito
de un día ya lejano; en el insomnio,
que es donde yo me escucho; en esas cosas
—una mirada, un hábito, un acento—
sin ninguna importancia, que nos pasan
y que no se resignan al olvido.




ArribaAbajo[Yo sé que mis palabras te parecen]


ArribaAbajoYo sé que mis palabras te parecen
cosas sin importancia; te equivocas:
perdurarán intactas y el transcurso
de los días del tiempo y de sus noches
no las marchitará. Vendrá un futuro
momento en que otros labios, aún secretos,
acaso las pronuncien no sin cierto
temblor. Tú y yo seremos polvo, y distintos
mármoles vocearán nuevas victorias
y el hierro habrá cedido al prepotente
rumor de la clepsidra. Mas tus ojos
seguirán alentando en cada línea,
perennemente jóvenes. También algo
de aquel jardín que nunca compartimos.




ArribaAbajo[Un día estaré muerto. De la mano]


ArribaAbajoUn día estaré muerto. De la mano
que en soledad escribe estas palabras
una tarde de otoño, sólo un vano
resumen quedará, una macabra
figura de marfil. En el secreto
cuarto pernoctaré, pálido y solo,
la cara ya indistinta y un discreto
pañuelo en la mandíbula. Tan sólo
una flor propondrá inútilmente
una nota feliz. Veo el paciente
ataúd que me aguarda. ¿Qué misterio
habráseme ese día desvelado,
terrible o musical? Algo muy grave
mi tácito cadáver sueña, sabe.




ArribaAbajoPitonisa


ArribaAbajoLa temerosa noche me concede
de su cóncava esfera los secretos
que destila al girar. Todo es concreto
para mí. Todo es claro. Pero adrede
el futuro al profano muestra oculto
en oscuros rituales, ya que nada
bajo la luz del sol o la callada
luna, ha de ser hecho sin el culto
debido y el respeto que tan sólo
el talismán y el rito nos dispensan
desde la antigüedad. En esta inmensa
caverna en que me hallo, cumplo sólo
mi papel en la farsa. No sería
nadie sin esta púrpura en mis hombros.




ArribaAbajoProsopon




ArribaAbajoVenus de Cnido


ArribaAbajoLas manos de la diosa
no prodigan
calor.
Vale mil veces
más la humilde ternura de esas otras,
comunes y encontradas
en la noche del puerto,
que toda la destreza de Praxíteles.




ArribaAbajo[¿De qué modo decírtelo?]


ArribaAbajo¿De qué modo decírtelo?
¿Compararé tus ojos a las quietas
estrellas de la noche? ¿O, utilizando
resabiadas metáforas de Oriente,
diré que hay en tus labios imposibles
y blancas margaritas, que tu talle
es una esbelta palma? Mentiría
de una manera estúpida: bien sabes
que eres poquita cosa y, desde luego,
nada del otro mundo. Sin embargo,
cuando no logro verte, algo me pasa
que no puedo aguantarme ni yo mismo.




ArribaAbajoLa luna


ArribaAbajoLa luna que miramos desde el Tíber
o aquí, bajo la noche de los astros,
es única y común. Ritos y magias
de antiguos sacerdotes que oficiaban
orgullosos misterios, la coronan
de fórmulas y flores fenecidas,
de jóvenes efebos que salmodian
olvidadas canciones, para siempre.
Estas cosas pasaron. Son ahora
mientras veo la luna y no comprendo
qué estoy haciendo aquí, por qué es tan triste
contemplar esa luz, si se está solo.




ArribaAbajoAbu-Simbel


ArribaAbajoAntigua y tan secreta
como los ojos ciegos
del futuro (tendrían
idéntico mirar), le fue poniendo
sobre la frente pálida al sereno
coloso de Ramsés
sus dedos de basalto
la gran noche.

Descendimos entonces
la lenta escalinata, con las manos
ya unidas.

Ahora estoy recordando una sonrisa
y el calor de unos labios en la sombra.




ArribaAbajoEpitafio (a C. Pontuleno)



A C. Pontuleno,
que vivió cinco años,
once meses y veintinueve días,
de sus padres, Délfico
y Pontulena Prepusa


ArribaAbajoDebéis guardar silencio: Se ha dormido
tan dulcemente el Tiempo entre mis brazos.




ArribaAbajoQ. Popidius Felix, tonsor


ArribaAbajoEsta mañana, un viejo
peluquero charlaba
con alguien, apoyando
la espalda, ya vencida,
en su pared (los brazos
en jarras y la blanca
bata a medio desabrochar: era caliente
la tarde y no corría
ni un tanto así de brisa).
Aquella escena
trivial, seguramente
(pensé) va repitiendo
otra que bien podría
tener su sitio exacto diecinueve
siglos atrás: en la mañana
final de un veinticuatro
de agosto, en una calle
de Herculano.
No obstante,
debió haber diferencias: la colilla
que yo tiré al pasar,
justo a su lado.




ArribaAbajoSatiricón


ArribaAbajoOh Trimalción, tan rico. ¿Qué sería
de ti sin tus copiosas
yugadas en Sicilia? ¿Qué sin tantos
esclavos del Oriente?
Una boca
(no más) entre las muchas
que alimentan los públicos
graneros del Estado (ruin bazofia,
turba ignorante y sádica).
Debieras
honrar como merece al gran Petronio
Arbiter, que te quiso
para siempre dejar
gozando de un barroco
e incesante banquete,
por encima
el versátil humor
de la Fortuna.




ArribaAbajoPintura pompeyana


ArribaAbajoAnónimos y muertos, continúan
bebiendo para siempre un infinito
vino rojo y feliz. Entre sus brazos
crece la multitud de una muchacha
de secreto mirar (altos los pechos
como extrañas magnolias). No termina
jamás esta hora única, sin antes
ni después, que el tiempo deja
(acaso nada más) para inquietarnos.




ArribaAbajoSegunda mano




ArribaAbajoAnacreonte. Mis escasos cabellos


ArribaAbajoMis escasos cabellos ya son blancos.
Mi juventud se fue. También mis dientes. Lloro
e intento rebelarme: el más allá
es sombrío y me queda
tan poco ya de vida.
Triste juego
es este del morir, que nos arrastra
para siempre. Y yo tengo
tantísimo temor a dar el paso...




ArribaAbajoHoracio. Exegi Monumentum


ArribaAbajoLevanté un monumento más perenne que el bronce,
y más alto que esas faraónicas
pirámides gastadas, que ni las inclemencias
ni la incesante fuga de los años
lograrán destruir. No moriré
del todo, y buena parte
de mí burlará a Libitina; siempre joven,
siempre renovado, crecerá
mi fama en los que vengan, mientras sigan
la Vestal sigilosa y el Pontífice
subiendo al Capitolio. Y correrá
mi nombre del Aufido
a los reinos de Dauno, porque no
en vano fui el primero —pese a mi humilde origen—
que manejó las formas de la Eolia
en la lengua latina.
Que Melpómene acepte
la merecida gloria y de buen grado
corone mi cabeza con laureles.




ArribaAbajoMarcial. Epitafio (otra versión)


ArribaAbajoOs encomiendo, padres, a la pequeña Erotion
que hacía mis delicias, para que
no sufra, temerosa, ante las negras
sombras ni me la asuste —pobrecilla—
la insólita mirada de Cerbero.
A punto estaba
de cumplir seis inviernos. Que, contenta,
juegue en tan venerable compañía,
balbuciendo mi nombre, como ayer,
con boquita aún torpe.
Suave césped
cubra sus blandos huesos. Y tú, tierra,
—ella lo fue contigo— sele leve.




ArribaAbajoJohn Donne. Soneto X


ArribaAbajoTen más modestia, Muerte, aunque se te haya
erróneamente dicho poderosa
y temible; pues esos que has borrado
no mueren, pobre Muerte, incapaz hasta
de aniquilarme a mí. Si el reposo
y el sueño son tan gratos, cuánto más
no debes serlo tú: así se explica
que los mejores antes den contigo
libertad a sus almas y a sus huesos
descanso. Azar, reyes, suicidas,
son tus amos, habitante de pócimas,
enfermedad y guerras. Y más diestros
que tú son los hechizos. Menos humos,
que veremos tu fin; tu muerte, Muerte.




ArribaAbajoAguas mayores y menores




ArribaAbajoEpigrama


ArribaAbajoFulano se enriquece comerciando
qué se yo con qué cosas. Especula
con todo, el muy bandido. Sin embargo,
aquí me veis a mí, que vivo honrada
y muy modestamente de un mediocre
salario. —¡Ah, gran hipócrita! No hables,
porque, si tú pudieras, te hartarías
de acariciarle el culo
con la lengua.




ArribaAbajoAsí me gustan más (M. Valerio Marcial)


ArribaAbajoLas quiero de esas que
son ligeras de cascos
y de ropa; de esas
que las consigue uno
cualquiera casi casi
por la cara; de esas
que machacaron antes
con tu joven esclavo
que contigo; de esas
que se bastan solitas
para tres (no quisiera
tampoco exagerar).
Las otras, las que exigen
con retóricas frases
regalos y dinero,
se las dejo a la fofa
picha de Burdigala.




ArribaAbajoHistoria antigua




ArribaAbajoImposible


ArribaAbajo       Sería
muchísimo mejor que no fumara
tanto,
me dicen
ceñudos los doctores.
Imposible
seguir tan buen consejo:
este humo
que vuela entre mis dedos (no comprenden
nada) es la
contestación de un conformista,
la sola valentía que aún me queda.




ArribaAbajoPan comido


ArribaAbajo Aquello sí que fue
pan comido —decía
el gran Julio a su Bruto que, alarmado,
no sabía muy bien si el viejo estaba
hablando de la guerra
de las Galias, o si
(genial al fin y al cabo), con profética
voz, se refería
a ese día futuro y ya inminente
de los Idus de marzo, bajo el busto
indiferente y quieto
de Pompeyo.




ArribaAbajoAeropuerto


ArribaAbajoComo el árabe aquel
que el otro día estaba,
anacrónico y alto, haciendo cola
para tomar el vuelo
de Londres, y olvidaba
(es posible) las viejas caravanas
y la antigua
libertad del desierto que, no obstante,
su ropa a mí me trajo
a la memoria,
así nosotros
de una manera u otra
nos iremos marchando por la puerta grande
(o quizá pequeñita)
de la muerte.
(Ya sé,
ya sé que me repito; no lo hago
más que para ir acostumbrándome).




ArribaAbajoAlegoría de la primavera


ArribaAbajoHabría que mirarte con unos ojos ciegos
para huir del asombro sin caer en la cuenta
de cómo Botticelli acertó a retratarte
con quinientos y pico años de antelación.
Profético pincel el de este paniaguado
singular de los Médicis; profético y sin duda
muy preciso: porque mira que dar
de lleno hasta en la forma de moverte,
hasta en aquel detalle de los párpados,
hasta en la perversión de tu sonrisa...
También supo adornarte: estoy seguro
de que a ti te irían bien esas antiguas
guirnaldas de mil flores en el pelo.




ArribaAbajoArco del Triunfo


ArribaAbajoSupongamos ahora que es de noche
(las diez, pongo por caso) y que camino
por los Campos Elíseos. Estoy solo. En el aire,
la luz de los anuncios y el creciente
de plata de la luna. Llueve un poco
al llegar a l'Etoile, pero me quedo
parado frente al Arco. Hay muchas noches
(y también automóviles que pasan)
entre la piedra y yo. Esto es lo raro:
que esa mole triunfal, hecha sin nada
de imaginación y con oscuros
deseos de poder por esa gente
que abájase a vil ruego para ir
poco a poco escalando, a mí me sirva
para olvidar (siquiera unos momentos)
que estoy aquí, en París, en una noche
que la plaza se encarga de llenar
para mí de cadáveres que ríen.




ArribaAbajoEn el foro romano


ArribaAbajoEn otro tiempo habría mucha gente, a estas horas
aquí: comerciantes, arúspices y, lejos,
subidos a la rostra, políticos que harían
demagogia, y pretores con púrpuras y fasces
y con leyes y testas pensativas y muy duras
miradas. Hoy está todo roto y sólo abundan
reptiles y malezas y también
turistas de cara intercambiable y siempre un poco
boba. Y tú,
que ahora vas paseando con el fuego
de Vesta entre las manos y no sabes
(quizá) quién era Vesta ni que gracias
a ti, no se me cae encima tanta historia.




ArribaAbajoUna vez más el tema (el viejo tema) de la rosa


ArribaAbajoTu lejana quietud y esa apariencia
que la tarde te ofrece de indecisa
roja gota de sangre, de algún modo
que no acierto a entender, me están pidiendo
que hoy me dirija a ti, precario adorno
de un jardín que no es mío. Pese a todo,
pese a la fiel cancela que te aparta
de mí, sé que me perteneces. Nunca
quien así te preserva podrá darte
lo que yo te estoy dando: que la breve
humedad de tus pétalos resista
más que las firmes rejas que te guardan.




ArribaAbajoHoracio I, XI (Glosa)


ArribaAbajoNo es solución, amigo Horacio, eso
(tan sobadito ya) del carpe diem,
y después que te quiten
lo bailao. Créeme, no es una
solución.
A no ser, por supuesto, que se trate
tan sólo de olvidarse de ese ciego
futuro que ahí está,
esperando a la vuelta de la esquina.




ArribaAbajoPadre Apolo


ArribaAbajoPara ti, pobre imbécil,
tan délfico y profético y tan
vástago de Zeus y qué
sé yo qué
otras cosas; para ti, pobre imbécil,
(insisto: pobre imbécil)
el abrazo de Dafne nunca fue
más que un temblor sombrío de laureles.




ArribaAbajoEl Poema (Variación sobre un tema de JRJ)


ArribaAbajoNo le toques ya más,
que así es la prosa.




ArribaAbajoRetórica




ArribaAbajoRetórica


ArribaAbajoLa silenciosa plata de la luna
allá arriba, en la noche.
Los graves ojos verdes de Atenea,
según nos cuenta Homero.
La rosa y la belleza aterradora
de una mujer. El tiempo
y las aguas inquietas de los ríos.
Los dientes y las perlas.
Una luz en un cuarto, proyectando
la sombra codiciada e inalcanzable.
Los jardines. Las fuentes. Las gacelas
gráciles como el viento, como tu
grácil paso esquivo de gacela. Esa guirnalda
de delicados pétalos dolientes
que te ciñe las sienes. Aquel pájaro
que canta en una jaula
hasta la muerte. La vida —ah de la vida, nadie
me responde— también igual que un río
que va a dar a la mar, que es el morir.
Retórica
sobada. Persistentes
metáforas eternas con que urdir,
siglo a siglo un poema —el único
poema— que un puñado de fatuos va tramando.




ArribaAbajoRoma


ArribaAbajo¿Recuerdas una tarde en que te puse flores
granates en el pelo, allá en el Aventino?
Parecías talmente una diosa pagana.
O mejor, una ninfa: la Dafne legendaria
que jamás tuvo Apolo, por obra de los dioses.
Esa tarde aún espera su momento preciso,
temblando en cierta página de un libro ¿Y aquella
noche antigua, su tibieza de estío, rodeados
de faunos y bacantes, de amorcillos inquietos,
en un café de Vía Veneto? ¿La recuerdas? Reías,
reíamos los dos, reíamos como antes
no habíamos reído en nuestras vidas. —¡Oh, Dios,
qué sensación maldita de vivir, insoportable, extraña,
de la que nadie me aliviaba! Fue,
fue como si todo, todo, se hubiera ido borrando (el tráfico,
la puerta Pinciana iluminada y ocre, el orgulloso
Excelsior) y tan sólo tú y yo quedáramos en Roma;
solos tú y yo y esa luna tranquila y silenciosa
de todos los amantes, una luna muy pálida y muy grande,
una luna
que también se reía, redonda en su alto cielo cárdeno
y cargado de astros, de estrellas y de dioses,
mil veces más antiguo que el gran cielo de Júpiter.
Solos tú y yo en el mundo, cogidos de la mano
por el Campo dei Fiori. Solos tú y yo en el mundo
por Vía del Babuino, por el Corso, al pie
del viejo arco de Tito, bajo las rotas bóvedas
del foro de Trajano. Y aquel lento vagar como embrujados
por la villa Borghese o arriba, en el Janículo,
con la ciudad convulsa a nuestros pies,
con la ciudad herida a nuestros pies,
con la ciudad sufriendo a nuestros pies,
adormecida
igual que si acabara de salir
de un ataque epiléptico.
¿Recuerdas todo eso?
También hubo un paseo junto al río: mirábamos
sus aguas que arrastraron graves togas,
cadáveres e imperios,
y batallas y puentes. De uno de ellos te dije: ese
es el puente Emilio, Dafne. ¿Lo recuerdas?
El púrpura del cielo flotará cada día en las colinas
al caer el crepúsculo.
Pero lo más curioso
(lo más curioso, Dafne)
es que nunca estuvimos
tú y yo juntos en Roma.




ArribaAbajoComida de trabajo


ArribaAbajoAprovechemos bien estas frugales
comidas de trabajo —unos percebes
y luego algo al champán, postres y para
terminar los habanos. Todo ello,
claro está, acompañado por los vinos
que el chef vea mejor. Profundicemos
en todos esos temas en que estamos
de acuerdo: los sueldos un pelín
más altos, aunque haya (qué bonita
metáfora) que incrementar un poco
más la presión fiscal (cosa, por otra
parte, muy justa y necesaria
socialmente, ¿o es que no estamos todos
del lado del progreso?) Que la gente
profana sepa bien que le conviene
pagar a tocateja nuestros gastos
(por otra parte, nada del otro mundo:
un Mystère cualquiera, y a los toros...
pelillos a la mar del Presupuesto),
ya que mucho nos debe e imprescindible
es nuestra actividad. Luego, ya rotos
de tanto trabajar, busquemos el
merecido reposo del guerrero.




ArribaAbajoFlorencia


ArribaAbajoUna luna encarnada
allá en el aire
y sola
El repentino aroma
de un ramo de violetas
al salir
de un café
en vía Clazaiavoli
Aquella
rosa herida
de muerte entre los pliegues
de seda del crepúsculo
El puente
El frío
Arno
Fiésole
Los cipreses
soñando en las colinas
La noche
la de siempre
la de todos
los días
ésa
la que ya se te enreda en las pestañas




ArribaAbajoHuellas durmientes en el Palatino


ArribaAbajoAquí los veintisiete niños y las
veintisiete doncellas entonaron
el Canto Secular. Aquí la noche
(a esa del tres de junio me refiero)
se coronó de música. Aquí Horacio
lloraría de júbilo (y de vértigo)
al contemplar su gloria. Aquí olvidaron
inmóviles procónsules triunfales
—entornados los párpados, las caras
encendidas de minio, indiferentes—
su condición humana. Aquí un césar
bromeó con su muerte. Aquí se amaron
centurias de parejas, superpuestas
como en selladas cajas, siglo a siglo.
Y pasaron más cosas. Y quedaron
quietas aquí sus huellas —¡cuántas huellas,
cuántas huellas durmientes, madre, Virgen!
Y sesudos doctores consiguieron
clasificar muchísimas.
Aquí,
con comprensible (y culta) obstinación,
los gatos italianos se desviven
por dejar vero rastro de sus vidas.




ArribaAbajoSaturnalia


ArribaAbajoTu risa, en pleno centro
de la piazza di Spagna —justo, sí,
ante la escalinata. Cómo ríes
con toda esa caterva de mocosos
alrededor. Suenan trompetas, crótalos,
arden rojas antorchas en el cielo
nocturno, brama el pretor su edicto,
asciende Augusto, lento, al Capitolio
con los signos de Júpiter y el rostro
transtornado de minio, mientras graznan
excitadas las ocas y los niños
pijos de Roma entonan obedientes
el Canto Secular. Tu leve risa
de astro divagante en la honda noche
—aún más serena, más sigilosa y alta,
muchísimo más pálida y temible.
Cómo ríe, señores, cómo ríe
mi gozoso misterio, mi locura,
mi amor de los amores. Cómo ríe
a la luz de un farol, entre centurias
de caras anodinas y esta brava,
imprevista erección que ya me empieza
a incordiar demasiado. Ars gratia artis;
no: ars gratia amoris.
Y pensar
que ahora mismo los gatos andarán
copulando, jodiendo como locos,
encantados,
entre las rotas piedras del templo de Saturno.




ArribaAbajoPalabras para una despedida


ArribaAbajoEl ciego Amor se me posó en los ojos
y te vi como sólo puede él ver a sus hijos:
coronada en la noche de fragantes guirnaldas
y danzando en silencio a la luz de la luna,
en un temblor de sistros que agitaban tus manos.
Tú misma te encargaste de romper el hechizo;
tú misma, tú, esa magia, ese encanto, los dones
que el azar impasible así nos ofrecía,
como quien te regala sin motivo una rosa.
Y el dios loco escapó: huyó espantado y solo,
hacia alguna otra parte, los párpados sellados.
He aquí tu grandeza, tu miseria, tu sino.
Tu victoria también sobre un dios inocente:
durante un breve tiempo las divinas miradas
se fijaron en ti y me fueron dictando
cosas que están aquí, que aquí se quedan —quietas—
y me salvan de ser tan sólo un pobre imbécil,
y a ti (no, no es necesario que me agradezcas nada)
de ser sombra y ser polvo y ser nadie y olvido.




ArribaAbajoLas rosas de Babilonia




ArribaAbajoEl perplejo


ArribaAbajoLas olas que vinieron a morir a mis pies cada verano, desde mil novecientos cuarenta y seis.
El cigarrillo roto del cenicero azul.
Mi mano con la pluma que no entiendo.
La rosa inalcanzable de Jorge Luis Borges.
La amistad de unos pocos.
El clavel amarillo que ignoré esta mañana en una tienda de flores.
La piedra con la que tropecé el pasado mes de julio en Puente Viesgo.
El salto delicado de los gatos.
Los payasos del Price que yo miraba atónito, a los cinco o seis años.
La cara muerta de mi abuelo que se me está borrando.
Paulina en el Gran Canal de Venecia, un día de mil novecientos setenta y uno.
El grano que ahora tengo en la mejilla.
José Luis García Martín camino del Oliver con un puñado de libros y revistas bajo el brazo.
Mis hijas que jugaban junto a la gran roca que hay en la playa de Biarritz.
Mis hijos que todavía juegan en el mismo lugar.
La mala leche con que pago a Hacienda.
El capot de mi coche tragándose impertérrito la larga cinta gris de la carretera.
Los ojos que no ven más que otros ojos que pasan junto al mar cada mañana
y que, como las olas, se estremecen, azules y cambiantes.
El sabor de un café, rayando el alba,
en el barrio Latino de París.
La angustia de saber que tan sólo me salvan unas cuantas líneas vacilantes.
Los cincuenta años que cumpliré, dentro de once meses y medio.
Esta leve lumbalgia al levantarme de la silla...




ArribaAbajoAnales


ArribaAbajoEl 2 de septiembre del año 31 antes de Cristo
Octavio (aún no era Augusto
—lo sería
en enero del 27)
borra del mar de Actium,
bajo un sol impasible,
el gran sueño imperial de Cleopatra.

En Mühlberg, Carlos V, el 25
de abril de 1547,
desde el lecho doliente de un ataque de gota,
humilla al luterano
Juan Federico de Sajonia,
y Witemberg
—patria de la Reforma—
vuelve a poder católico.
El 21
de octubre de 1805, Nelson
herido ya de muerte,
derrota en Trafalgar y simultánea-
mente a las dos armadas
enemigas.

El 5 de junio de 1942, el almirante
japonés Yamamoto, ante el desastre
inevitable, ordena
cambiar rumbo a sus naves
de Midway, entre golpes
de mar y espuma y viento.
El miércoles 6 de abril de 1994,
en un lugar tan trivial como lo es una cafetería,
una mujer y un hombre se enredaron
en tácito combate de miradas.
Quién me diera
no haber sido aquel hombre.




ArribaAbajoProfesora de inglés


ArribaAbajoViene rauda, veloz, penetra en casa
igual que la Ocasión —la pintan calva,
pero qué va, qué va: largos cabellos
temblorosos de luz, ojos azules
y piernas largas, largas, largas, largas...
Yo me muero mirándola —¡oh tormento!—
pasar antes mis ojos transtornados
que no la han de tener ni aquí, ni en Francia,
ni a la luz de un farol en Central Park.
Yo me muero mirándola —¡qué espanto!—
y siento el corazón que se disloca,
las manos que me sudan, la cabeza
que se pone a girar... Menuda gracia
que le hará a mi señora este poema.




ArribaAbajoSin embargo...


ArribaAbajoDías de soledad y leve lluvia
acechando tu paso en la estratégica
penumbra de algún bar. Vuelan las horas,
vuela el viento en la calle. La mañana
se me hace pese a todo interminable
en aquella inquietud —el cigarrillo
agoniza en mis dedos temblorosos,
el café se me enfría—: tú no acabas
de venir a cruzar la incierta esquina.
De Quincey (cuenta Borges) no dejaba
de buscar a su Anna por las calles
de Londres. Vano empeño. Claro que
ni tú eres Anna ni soy yo
el pobre de De Quincey. Ni esta birria
de pueblo es la soberbia Londres.
Sin embargo...




ArribaAbajoCursus Honorum


ArribaAbajoOtros tendrán los premios. Para ellos
la suave canonjía, las espaldas
donde pasar la mano, los discursos
soporíferos siempre. Otros, mira,
recorrerán tertulias de santones,
homenajes sin cuento, redacciones
de diarios importantes a la busca
de la menor reseña, de una foto,
rodeados de libros —son tan cultos...
Están luego los listos que, siguiendo
el ejemplo triunfante de algún Nobel,
llevarán a sus casas encantadas
de Mallorca o Ibiza a los futuros
doctorandos que harán su panegírico
a cambio de un buen plato de lentejas
y de algún paseíto junto al mar.
También hay mentecatos —por ejemplo
un servidor— cuyo infinito orgullo
les impide humillarse ante otra cosa
que no sean tus ojos o la Luna.
      (Trágicos dinosaurios que no aspiran
      más que a dejar la huella de su paso).




ArribaEl hombre tranquilo


ArribaAllá en Ginebra, un hombre
que se decía un sueño
duerme
junto a un árbol rarísimo.
Bajo
el cielo encapotado de su patria —Inglaterra—
hay otro que no deja de soñar
ni a bien ni a mal
con Hamlet y Julieta.
Un tercer hombre
que hizo
hablar a la Sibila
de Cumas, perdió ya
uñas y vísceras,
hará unos dos mil años y ahí sigue (me imagino)
en un lugar anónimo de Nápoles.
Un día
también el que esto escribe acabará
tranquilo y boca arriba
en un sitio trivial:
el cementerio
del Salvador, de Oviedo.
Y tú
acaso te conmuevas
un poco al recordar
que nuestros breves diálogos en estas
tímidas mañanitas del verano
conturbaron mi espíritu
humillado
por tus jóvenes años,
y me fueron dictando estas tenues palabras
que no ha de destruir el raro tiempo
que en Babilonia destruyó las torres
y las rosas.





Indice