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Arte Contemporáneo

Lidó Rico

Por Gloria Moure

Hace poco, un filósofo amigo se preguntaba sobre quién era el profeta del siglo que se acaba. Su opinión oscilaba entre Nietzsche y Kafka, pero detecté en su escrito un cierto sesgo tendencioso hacia el primero, tal vez enraizado en un deseo melancólico, con el cual me sentí identificada con premura ante el panorama gélido de la alternativa kafkiana, cuya pertinencia había de reconocerse. En efecto, prefería la militancia airada, partisana y persistente contra el poder del discurso, que sucumbir sin saber localizar al enemigo, ni mucho menos detectar sus fragilidades. Sin embargo, a pesar de mis querencias contraculturales convine en que mi amigo tenía razón, pues la neutralidad del aparato administrativo austro-húngaro se quedaba en nada al lado del aséptico «pensamiento único» actual, que domina los medios y formas, que obvia la necesidad de contenidos y puebla la comunidad de lotófagos insensibles, cuya identidad ya no está fraccionada, sino que simplemente no existe. Resultado: el predominio de la conjura de los necios por encima de cualquier conspiración, convertidos todos ellos en aliados objetivos, sin perseguir apenas fin alguno digno de mención. Por otra parte, y en tremendo contraste, no hago más que congratularme por las excelencias del panorama intelectual y artístico, porque pienso que nunca antes en mi vida profesional he vivido una situación más libre ni en la humanística, ni en la ciencia, ni en el arte. Es como si la libertad absoluta del conocimiento y el consecuente ámbito poético infinito estuviesen ahí, a la vuelta de la esquina, para ser asumidos y ejercidos con pasión y sin descanso. Es más, la modernidad, a costa de casi perecer, ha demostrado que la única salida viable de supervivencia digna y consistente, es entremezclarse poéticamente con la realidad, siendo desde luego arte y parte, a fin de redescribir continuamente el sentido de nuestras existencias.

¿Será esta paradoja conformada por la violencia kafkiana y el descubrimiento definitivo y simultáneo de la creatividad humana, la causante del renacer de la estética de la crueldad que percibo por muchas partes, sobre todo en las generaciones más jóvenes? No lo sé, pero es muy probable que sí. He de confesarles en cualquier caso, que me ha chocado y mucho el giro antropomórfico y violento que Lidó Rico configura en su obra más reciente. Muerte, éxtasis, culpabilidad, autolesión e incluso descomposición y laceración, empapan con quirúrgica frialdad la densa conjunción de metáforas, que activa el espacio expositivo. Emergiendo de las paredes a diversas alturas, figuras en hiper-expresiva contorsión, junto a segmentos de mobiliario o útiles diversos, parecen completar al otro lado del espejo, como si lo que percibiéramos fuera la textura interior de las epidermis y de las superficies, a modo de un traje vuelto al revés, accidentes, espasmos o agresiones.

Ciertamente los visitantes estarían en una espacie de espacio en negativo o de números imaginarios, para buscar un símil matemático. De ahí que Lidó conforme una atmósfera de materialismo crítico, cercano al perceptor por sus terribles expresiones suspendidas en el instante, pero absolutamente ajeno por la inaprensibilidad que sugieren las texturas y la característica protuberante de las figuras respecto al plano del muro. La cuidada distribución de las figuras y objetos exorciza cualquier devaneo escenográfico, que hubiera sido imperdonable, dada la evidencia y la densidad expresivas de los motivos. Todo lo contrario, la dispersión en alzada y el continuo contrapunto entre zonas de acumulación de piezas y áreas apenas salpicadas por las imágenes emergentes, otorgan una unidad al conjunto de la exposición que obvia cualquier búsqueda de tramas o anécdotas narrativas.

La manivela que actúa sobre el molinillo de cuerda, recuerda la cuidadosa ambigüedad de las ceras y plásticos translúcidos de formas simples, concatenados con diminutas imágenes, figurillas y objetos de hace unos años. La conexión con las vasijas repletas de dedos de resina parece obvia pero pienso que no lo es en absoluto. En ambos tipos de creación prevalecía la infinidad polisémica de los signos sobre cualquier identificación. Esa polisemia se exacerbaba aún más en las lupas y bombillas manipuladas con barnices y tintas, que resguardaban como relicarios ambarinos, fotografías anónimas, privilegiadas en aquellos extraños camafeos. Todas estas obras surgían en el territorio de lo inexpresable, allí en el borde de lo decible, donde se siente sin pensar pero se intuye materialmente. Ahora estamos en el otro lado, donde el «voyeur» no accede, tal vez porque la violencia cruda destruye los signos. Como instrumentos de creación y libertad que son. La violencia no permite redescripciones porque cercena cualquier intento poético. Por eso Lidó traslada en este caso la ambigüedad del juego de materiales e imágenes a la composición global del espacio expositivo. Para hacernos, así, percibir la agresión desde el interior de la conciencia de los agredidos. Creo que la paradoja señalada al principio era la apropiada. La vida, o es arte o es violencia. Lidó Rico no deja mucho margen para evasivas.

Barcelona, agosto de 1999.

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