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ArribaAbajo Víctor Balaguer / Emilia Pardo Bazán: páginas inéditas

Luis F. Díaz Larios


Universidad de Barcelona

Entre la correspondencia dirigida a Víctor Balaguer, conservada en la Biblioteca-Museo que honra su memoria en Vilanova i La Geltrú (Barcelona), se encuentra un breve pero curioso corpus manuscrito de doña Emilia Pardo Bazán, dirigido al ilustre polígrafo y político catalán entre 1880 y 1888. El conjunto me parece interesante porque evidencia un trato amistoso y literario entre ambos escritores -no señalado por sus biógrafos325-, iniciado al principio de la «primera etapa realmente efectiva de la producción pardobaziana»326, cuando desde su rincón provinciano se lanzaba a la conquista del gran público a la vez que buscaba la amistad de quienes constituían la plana mayor de las letras españolas en Madrid; y desarrollado durante los años de la polémica en torno al naturalismo.

La serie documental que transcribo al final de esta nota comprende cuatro cartas -tres enviadas desde La Coruña, que guardan entre sí estrecha relación temática y cronológica; y otra, más breve, desde Madrid-, una nota y nueve cuartillas con el título «En el Escorial»   —206→   (sic), que, por sus tachaduras y correcciones, presumo sean el borrador de un artículo.

Las misivas coruñesas constituyen, mientras no se demuestre lo contrario, el testimonio más antiguo de la relación Pardo Bazán / Balaguer, y fueron escritas entre el 13 de Mayo y el 17 de Junio de 1880. Sólo en la primera consta el año, pero no cabe la menor duda de que las otras dos fueron remitidas a continuación, pues prosiguen con el mismo asunto. Además, doña Emilia utiliza para éstas el papel timbrado de la Revista de Galicia, de cuya dirección se había encargado por entonces327.

De su lectura se desprende que la joven dama gallega profesaba gran admiración al maduro escritor catalán. Acababa de remitirle éste sus tragedias y poesías328, y doña Emilia se apresura a corresponder obsequiándole con un ejemplar dedicado de Pascual López329, rogándole que le consiga la recensión publicada en La Mañana por (Ruiz ?) Aguilera sobre su primera novela. Balaguer debió de comprender la impaciencia que sentía la Pardo Bazán por conocer el veredicto del crítico amigo, y le hizo llegar el artículo, según consta en la carta siguiente (1.º de junio).

Pero lo importante de esta comunicación epistolar no se limita a dejar constancia de unos intercambios de libros entre ambos, sino que nos informa sobre la impresión producida por las breves piezas dramáticas y por las poesías de Balaguer en la novelista y en quienes concurren a sus veladas literarias. Con breves pero certeros trazos, doña Emilia describe el efecto de su lectura en voz alta, las exclamaciones admirativas que provoca. No sólo participa a su corresponsal del ambiente que la rodea: enjuicia positivamente su obra, destaca algunos títulos de las tragedias y de las poesías, y pone de relieve su seguro   —207→   instinto crítico. Su formación literaria, de la que se ufana, le permite establecer sagaces comparaciones. Declara paladinamente su desconocimiento de la literatura catalana contemporánea, si bien apunta la posibilidad de adentrarse en ella en lo sucesivo. Rodeada por quienes impulsaban el renacimiento de las letras gallegas, era natural su interés por la Renaixença, el movimiento literario que había suscitado el auge de las literaturas regionales, y del que su amigo era figura destacada. Por esa razón le anuncia ocuparse en fecha próxima de su obra, aunque no nos consta que cumpliera su promesa: en las diversas listas de artículos de la autora que he consultado no se encuentra ningún título que aluda al escritor catalán.

Desde esas tres cartas hasta las dos esquelas siguientes transcurren varios años. La Condesa ha alcanzado un reconocido prestigio intelectual, con su poquito de escándalo. Se ha trasladado a la Corte, en cuyo domicilio de la calle de Serrano, 68, 3.º izqda. -dirección que consta en una tarjeta en que lo ofrece a Balaguer-, recibe a lo más florido de la sociedad madrileña. Don Víctor forma parte de ese círculo de amistades que concurre a las veladas de los jueves, de las que la prensa se hace eco con frecuencia330.

Las dos breves notas enviadas al diputado y ex-ministro331, citando éste empezaba a ser una sombra del pasado y su brillo político y literario se eclipsaba, debieron de redactarse en 1888. De ese año es la publicación del librito De mi tierra332, remitido por doña Emilia enseguida de su aparición, según sugiere la carta escrita a raíz de su paso por Vilanova. Ha desaparecido de su firma la J. inicial que, como homenaje cariñoso a su marido, anteponía a su nombre en las cartas escritas desde La Coruña333.

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El último billete es una baladí anécdota costumbrista que refleja la curiosidad y discreción de la gran dama.

Otro carácter tiene el último texto: semeja el borrador de un artículo, inédito al parecer; aunque creo que fue aprovechado por su autora para componer el que con similar título publicó en la Ilustración Artística de Barcelona334, en su sección habitual sobre «La vida contemporánea».

De extensión parecida, ambos describen el palacio-monasterio el paisaje escurialenses. La primera parte del hasta ahora inédito es un antecedente clarísimo del que dio a la luz trece años mas tarda en la revista de los editores Montaner y Simón. La comparación puede ser útil para seguir el proceso desarrollado por su autora, siquiera sea a través de estos escritos menores.

«En el Escorial» se articula en dos partes muy definidas que se funden en la última frase. La primera es una evocación del pasado, representado por el noble edificio. El Escorial es el palacio de la muerte. Tiene la grandeza de la pirámides egipcias, la inspiración de la Divina Comedia: es la obra de «un gran poeta en acción».

Con la meditación sombría y melancólica que produce el edificio y su entorno contrasta la descripción de una comida en compañía de buenos amigos -entre ellos Mariano Pardo de Figueroa, el original «Dr. Thebussem»-, y de una visita a la Escuela de Montes. Al «poema fúnebre» que encierra en sus sarcófagos la historia heroica de España, se opone el presente burgués y confiado, representado por el ocio amable y la técnica moderna.

Subyace en este artículo un sentir regeneracionista, expresado mediante una sencilla oposición de contrarios de ascendencia romántica, utilizados con intención simbólica: pasado histórico / presente, muerte / vida, ascetismo / placer, melancolía / amenidad, soledad / compañía, arte fúnebre / artefactos científicos.

La doble perspectiva pasado / presente, que orienta este texto hacia su final, falta en el artículo publicado. En éste han desaparecido las referencias a personas concretas, quizá porque la anécdota que las motivaba se había desvanecido de la memoria con el paso del tiempo, y había perdido su función en la nueva redacción. Ahora se   —209→   centra en la descripción del monasterio, dedicando un emotivo párrafo al malogrado Alfonso XII, «cuyos restos ya han abandonado el pudridero y reposan en compañía de Carlos V, Felipe II y otros monarcas...». Insiste, en cambio, en los aspectos ascéticos que había resaltado en 1887. Repite las mismas ideas: un «sentimiento de depresión y melancolía» embarga al viajero que contempla el panorama, aunque la autora prescinde en 1900 de recursos descriptivos con regusto romántico. El edificio sigue interpretándose como un poema inspirado, y se mantiene la alusión al poema de Dante, sugerido sólo por la cita del verso «Onorate l'altissimo poeta» (IV, 80); reitera la comparación con las pirámides; vuelve a describir los panteones de reyes y príncipes, aunque sin tanto detenimiento; evoca el pasado heroico, registrado en los frescos del «Salón de batallas». Perdura, en fin, la misma sensación de sobrecogimiento que producía a doña Emilia, trece años antes, la grandiosidad de la «octava maravilla», si bien es posible detectar un cierto cambio de sensibilidad: su anterior hostilidad por el paisaje se ha dulcificado, quizá por efecto de los jóvenes modernistas. Su afición declarada por el Greco, del que describe con fina percepción «El martirio de San Mauricio», podría responder al mismo influjo.

Es evidente que las notas de 1887 son el precedente del artículo de 1900. Doña Emilia ha suprimido, ha añadido y ha mejorado, en definitiva, un viejo apunte para remozarlo y adaptarlo a los nuevos tiempos. Las alusiones culturales son más sutiles, exigiendo mayor esfuerzo del lector. Hasta en el léxico se comprueba su voluntad innovadora para expresar efectos cromáticos más matizados: «grisientas335 y azulinas rocas», por ejemplo.

Ciertamente, poco o muy poco que no supiéramos de la personalidad de la escritora gallega aportan las cartas, notas y artículo que transcribo a continuación: confirman su decidido, amable y abierto temperamento y su agudeza crítica, proyectada en esta ocasión hacia quien ejercía un atractivo intelectual que no podía pasarle por alto, y con quien mantuvo una prolongada amistad, más allá de sus respectivas posiciones en torno a la cuestión palpitante del Naturalismo.

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Apéndice documental336

I. Ms. 357, núm. 52 (Pliego doblado, escrito por sus carillas, a lo largo)

Sr. Dn. Víctor Balaguer

La Coruña, mayo 13-1880.

Muy Sr. mío y distinguido amigo, de toda mi consideración: ayer me llegan por el correo sus dos libros, y me apresuro a agradecer a V. la fineza que me hace y la dedicatoria que la enriquece. Conocidas y admiradas eran ya de mí muchas de sus bellas tragedias, y anoche, en la primera sorpresa y gusto de poseerlas de tan buena mano, no se me ocurrió sino leer a los concurrentes a mis pequeñas veladas literarias La muerte de Aníbal, sin pensar que sus valientes versos perderían mucho al pasar por mis labios.

Hoy remito a V. certificado un / / ejemplar de Pascual López, que no quise le entregaran a V. desde ahí, porque deseaba que no careciese de dedicatoria mía.

Mi excelente amigo el Sr. Aguilera me escribió hará cosa de tres días, participándome que una crítica de mi novela vería la luz, escrita por él, en la Mañana; añadiéndome que saldría acaso el día siguiente, y que me enviaría el número. No lo he recibido aún, y me tomo la libertad de molestar a V. rogándole me haga el favor de remitirme el número, porque si el Sr. Aguilera lo envió el mismo día, debe haberse perdido. Perdóneme V. que le ocasione esta incomodidad, y cuente con el reconocimiento y amistad que le ofrece su afectísima s.s.q.b.s.m.

J. Emilia Pardo Bazán

P.D. / / No tengo otro libro que merezca la pena de ser enviado a V. sino el Pascual. Cuando reedite en un volumen algunos ensayillos míos que andan dispersos por las columnas de una y otra revista, los pondré en sus manos. También tengo algunos versos en cartera: pero ni nombrarlos se merecen, tales son de flojos.



II. Ms. 359, núm. 52. (Pliego doblado, escrito por sus carillas, a lo largo. En el ángulo superior izquierdo figura impreso: Revista de Galicia, / de Literatura, Ciencias y Artes. / Coruña. / Dirección. Igual membrete en la carta siguiente).

Junio 1.º

Excmo. Sr. Dn. Víctor Balaguer

Muy distinguido amigo y Señor: Acuso a V. recibo de su gratísima fha. 19 mayo; del n.º de la Mañana conteniendo el artículo acerca de mi novela, por el Sr. Aguilera; y de los números de la Mañana que continúo recibiendo puntualmente.

Tanto más grato me es este obsequio, cuanto que me permite leer las Tradiciones   —211→   y recuerdos de Montserrat que ahora publica el Folletín, y que me eran conocidas de nombre, sin haber tenido nunca la suerte de dar con ellas para leerlas.

Es justo asimismo que yo comunique a V. más detalladamente mis impresiones relativas a sus Tragedias. En cada una de mis pequeñas veladas literarias semanales leo una, y el entusiasmo del auditorio y el mío propio aumentan a cada velada. En la última se / / leyó, o mejor dicho, leí, la Última hora de Colón. Leíla con fuego, casi creo que la leí bien; y me interrumpían las exclamaciones del concurso, «¡qué versos! ¡qué cosa tan bella!». No crea V. que pongo ni quito en apreciar la verdad; advirtiendo a V. que este auditorio, compuesto de aficionados, es algo frío y difícil de entusiasmar. Yo por mi parte sólo puedo decir a V. que tengo a la Última hora de Colón por mejor que la famosa Lamentación de Byron de Núñez de Arce; y esplicaré (sic) y fundaré este juicio. El Byron de Núñez de Arce lo será todo, menos Byron; no habla, ni siente, ni se espresa (sic), como hablaba, se expresaba y sentía el autor de Childe-Harold. Muy empapada yo en la lectura de Byron, hube de sentirme herida por la disonancia de aquel Byron convencional y artificioso, si bien admiré las hermosas octavas del poema. En cambio su Colón de V. es el Colón de la historia, de la tradición y de la poesía, todo junto y armónicamente reunido; es un carácter admirablemente presentado, y es a la vez una inspiración poética que no desmaya un instante, como la de Núñez de Arce. Este mismo mérito / / reúnen Saffo, la Fiesta de Tíbulo, Aníbal, etc. En todos se unen admirablemente, como quería Goëthe, la verdad y la poesía. Expreso mi humilde opinión, sin valor por ser mía, pero que creo será la de cuantos lean sin preocupaciones y puedan, sobre todo, leer en catalán, las hermosísimas (¿tragedias? dudo, como V. de la propiedad del nombre) de V.

Procuraré corresponder al obsequio que V. me dispensa enviando, cuando tenga tiempo, algún trabajillo a la hoja literaria de la Mañana.

Se repite de V. admiradora sincera y affma. amiga q.b.s.m.

J. Emilia Pardo Bazán



III. Ms. 357, núm. 53.

Junio 17

Excmo. Sr. Dn. Víctor Balaguer

Muy distinguido e ilustre amigo: creía imposible que otro libro de V. me causase tan grata impresión como las Tragedias, y he aquí que sus Poesías líricas no se separan de mí desde que las he recibido. No sé decir cuál de ellas me gusta más; las hay que pueden competir con las mejores baladas alemanas (como la Moreneta del Masnou), pues tienen el mismo color dramático y de alta y tradicional poesía, pero están doradas por el sol de la Provenza, y no son tétricas como las de Heine y Bürger. La traducción castellana no me parece digna (en lo poco que por ahora he hojeado) de la belleza / / de tan magníficos versos. Bien veo que es dificilísimo traducir, aunque sea en prosa, a la buena poesía.

¡Qué poco sabemos los que hemos leído algo, sin embargo! Yo he estudiado mucho la literatura, y para los pocos años que cuento creía conocerla un tanto: pero he aquí que noto el gran vacío que en mi cultura he dejado, ignorando una poesía tan rica y tan fértil como es la catalana y provenzal. Voy pues a tener que escribir al Sr. Rubió y Ors (a quien no trato, pero supongo de su amabilidad no me desaire) preguntándole cuáles son las llaves que han de abrirme ese tesoro (diccionarios,   —212→   Historias del movimiento literario, etc.). Porque cuando, al escribir mis estudios de literatura contemporánea (de los cuales ha publicado estos días la Europea el referente a Galdós), me llegue la vez de ocuparme de hablar de V., necesito saber algo relativo a esa literatura, de la cual es V. hoy, sin duda alguna, el Rey, el trovador que descuella entre todos. Yo no conozco de Verdaguer / / sino una breve poesía: no leí su Atlántida, que elojian [sic] mucho, pero lo que puedo decir es que a la altura de lo mejor que hay en el Parnaso castellano está V., y que entre los celebrados líricos alemanes no veo muchos que a V. sean superiores en corriente de inspiración.

Esta es la expresión de la admiración y respeto que a V. profesa su reconocida y affma. amiga

J. Emilia Pardo Bazán



IV. Ms. 386, núm. 13. (Cuartilla doblada, con membrete en el ángulo superior izquierdo, en letra cursiva y en tinta roja. No indica lugar ni fecha).

Jeudi

Sr. D. Víctor Balaguer

Mi distinguido y antiguo amigo: acepto muy gustosa su ofrecimiento y le ruego me envíe cuanto antes sus libros a esta su casa, Serrano, 68, 3.º izqda. Como tengo biblioteca aquí y en La Coruña, los tomos duplicados de los que ya poseo no me harán -y en ningún caso sería de otro modo- sino muy buena obra.

Dentro de breves días tendré ocasión de ofrecer a Vd. un libro sobre cosas regionales, titulado De mi tierra, en él verá Vd. citado su nombre a propósito de un error que cometí.

Siempre de Vd. amiga / / verdadera.

Emilia Pardo Bazán

Posdata: Estuve en Villanueva y Geltrú: visité con gran placer el Museo; no vi su nombre allí y por eso y por todo siento también que Vd. no me acompañase.



V. Ms. 378, núm. 14. (Tarjeta de visita: bajo corona condal, nombre y apellidos en letra gótica de color azul. Texto en el reverso).

Señor y amigo: ruego a V. me haga el favor de decirme quién era la persona que estaba en casa hoy cuando estaba V., y que salió con V. Por un momento creí conocerle y después me persuadí de que no le conocía y me pareció poco amable preguntárselo. Quise averiguarlo saliendo con V. a la antesala y no pude porque él lo efectuó al mismo tiempo. Dispense la molestia y sáqueme de dudas.

Hoy domingo.



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VI. Ms. 383, núm. 96. (9 cuartillas apaisadas y rayadas, escritas a mano por el anverso, dejando en blanco el reverso. Tachaduras y correcciones a lápiz).

En el Escorial

Ya sé que está descrito mil veces, y por lo mismo me guardaré muy bien de hacer la mil y una. Estas grandezas que han recibido el incienso de la admiración universal, tientan menos a mi pluma que las hermosuras ignoradas o cultas en el fondo de un valle, la solitaria cima de un monte o el rincón de una vetusta ciudad de provincia. Además, en circunstancias ordinarias, yendo al Escorial sin la grata compañía que llevé, mi impresión hubiera sido de tristeza casi lúgubre, casi desesperada.

Por encima de las consolas y los tocadores andan sembradas, en mi país, ciertas enormes conchas procedentes de Filipinas, que semejan en lo exterior trozos de jaspe amarillento y bruto, e interiormente tienen la ternura, el color rosado y nacarado, los misteriosos repliegues de una fina oreja humana. Si pegamos la nuestra a la boca de la concha, oímos, primero un zumbido sordo, y después el murmurio solemne, ronco y salva- / / je del Océano; ruido que recuerda e infunde la inmensa melancolía de las costas bravas. Pues bien, el Escorial me produce un efecto penoso, análogo al de esas conchas. Zumba y murmura allí el resonante mar de la historia patria; diríase que en cada galería, en cada gigantesco patio, vemos rodar olas colosales que se rompen contra los fríos muros de granito, y que, entre la amenazadora queja que braman al caer deshechas en espuma, se alza una voz irritada y doliente, clamando: - San Quintín! Lepanto! Pavía! Flandes! Italia... Portugal, Portugal!

Vive el Escorial con una vida ultraterrestre; está habitado, pero por espectros y fantasmas. No importa que no se aparezcan, al claror de la luna, sobre almenares ruinosos; no importa que la entereza, severidad y solidez del edificio ahuyenten a las pálidas nocturnas visiones; en cambio, a todas horas y hasta a la de más sol y regocijo, están allí, ceñudas y graves, las sombras de aquéllos / / que no en la nebulosa de la leyenda, sino en la brillante constelación de la realidad histórica, resplandecieron en nuestro cielo, con luz que los siglos no podrán extinguir. Don Juan de Austria y Felipe Segundo, el excelso bastardo y el monarca férreo, caminan invisibles al costado de cuantos tenemos la osadía de venir a turbar el postrimer reposo que tan honradamente ganaron... Y el soplo frío que al abrirse la puerta de los panteones nos cruza el rostro, parece el hálito de esos muertos inmortales.

El Escorial -y esto lo dice todo el que lo visita- es el palacio de la muerte; y salvadas las diferencias de civilización, de época, de ideal, recuerda los sarcófagos de Tebas y Menfis, el culto de la vida eterna que movió a los egipcios a erigir sus asombrosas Pirámides. Palacio de la muerte, sí; pero de la muerte regia, fastuosa, augusta; de la / / muerte que reclama la apoteosis y se envuelve en púrpura y se alza sobre magnífico pedestal de bronces y mármoles. Sin duda el inglés tocado de esplín que bajó al panteón de los Reyes a levantarse la tapa de su escaso meollo, pensaría para sí que no hay mejor sitio de matarse que allí donde la muerte lleva corona y cetro, arrastra manto imperial, habita una maravilla arquitectónica y se rodea de todos los esplendores del arte.

De tal suerte excita la imaginación el poema fúnebre cuyas estrofas talló Herrera en azulado [?] granito, que la inspiración mortuoria se ha comunicado a nuestro siglo, y la obra magna del Panteón de los Infantes, no terminada todavía, puede competir con el soberbio Panteón de los Reyes en grandiosidad y [... ?] to, ya que no en gusto. Hacen, por lo demás, contraste perfecto. En el / / de los Reyes, la solemnidad del pórfido oscuro y del dorado bronce infunde respeto y trágica tristeza; en el de los Infantes, la alegre sinfonía de los mármoles blancos, de los rojos   —214→   jaspes y del oro nuevo, aleja todo pensamiento fúnebre. Y éste es acaso el defecto de tan hermoso panteón. Necesita, para enamorar al artista refinado y exigente, la pátina del tiempo; que el mármol se rancie y el oro se temple; que los colores vivos de los escudos se armonicen y fundan; que el don Juan de Austria acostado sobre su flamante sarcófago adquiera esa amarillez suave que transforma en carne humana el busto de alabastro, y que los reyes de armas que con su dorada maza al hombro velan el sueño de tanto vástago de sangre real, lleven los mismos años de hacer guardia que llevan sus modelos en la capilla de los Reyes Nuevos de la catedral toledana.

Por lo demás, el Panteón de los Infantes completa la majestad del gran sepulcro regio, y acaba de dar a la sacra monarquía un lecho mortuo- / / rio digno de su gloria. No cabe duda que Felipe Segundo, al idear esta imponente necrópolis, al levantar este templo, al habitar esta celda humildísima, amueblada con espartana sencillez, fue un gran poeta en acción. Su epopeya no ha caducado: cuando la leemos, nos produce aún el escalofrío de lo sublime, como ciertos pasajes de la Divina Comedia.

Me ratifico: Si acierto a visitar el Escorial sola o con gente de esa que quita la soledad y no da compañía, mis contemplaciones se hubieran teñido del color más tétrico. Pero en compañía tan culta y amena como la de Doctor Thebussen, Cárdenas y Álvarez Sereix337; con la hospitalidad cordial y el exquisito almuerzo que nos ofrecieron el docto profesor de la Escuela de Montes, Sr. Oliva, y el ilustrado joven Sr. Velarde Medrano; con la apacible y hasta templada atmósfera de un día primaveral, sorprendente en aquel / / punto, creo que la persona más hipocondríaca (y yo no lo soy mucho ni poco) desarrugaría el ceño entregándose a la satisfacción culta y humana que funden el buen trato, la amistad, el ingenio, y la franca y decorosa intimidad de la mesa.

Mucho se ha hablado estos días del doctor Thebussen; se han contado sus humoradas, sus simpáticas genialidades, sus caprichosos seudónimos, sus graciosas manías de coleccionar martillos y menus, conseguir el título honorario de una de las profesiones más ingratas y penosas, viajar a regiones apartadísimas en busca de dos carneros, y escribir con un estilo muy castizo y hermoso sobre las más nimias fruslerías; pero no sé si alguien ha dicho que el doctor, además de ser una de esas curiosidades literarias análogas a otras artísticas que por lo peregrino de su forma o lo singular de su labor se guardan en las cristaleras, es uno de los comensales más salados y oportunos que ha creado Dios para bien de los que amamos la discreción y el donaire. Si en el almuerzo del Escorial / / faltase algo, sería un taquígrafo, para recojer [sic] las agudezas andaluzas, los oportunos cuentos, las áticas sales del doctor. Cuando ya íbamos a levantarnos de la mesa, su afición a los menus o listas de comida (resuelvan los hablistas cómo debe decirse para no decirlo en gabacho) le sugirió una idea que nos entretuvo infinito. Hizo que los once comensales firmasen todos los once menus, encabezando cada uno el suyo con un pensamiento; de estos menus así firmados, sorteóse el mío con gran solemnidad, y los demás se distribuyeron barajándolos antes. Contada así, parece muy sencilla la operación; en la práctica puedo asegurar que fue complicadísima, que nos dio tela para solazarnos media hora, y que aumentó, si aumentarse pudiera, el regocijo y la expansión del almuerzo.

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Antes de partir visitamos la Escuela de Montes, instalada en el que fue convento de mi paisana, la célebre Sor Patrocinio. Según declaré francamente a los señores ingenieros -de cuya galantería y agasajos sería poco cuanto / / pudiese decir- soy la persona más ruda en achaques de mecánica, y todos aquellos planógrafos y teodolitos, que serán unos primores en su género, no los distingo, si ocurre, de una máquina de coser. Lo que me interesó fueron las secciones de madera vistas al microscopio, donde adquieren la riqueza de colorido y la maravillosa contextura de metales o piedras preciosas. Y, en conjunto, parecióme que toda la Escuela está hecha una tacita de plata, científicamente hablando, y que allí se advierte una dirección acertadísima y una inteligencia suma. Esta Escuela, con su excelente maquinaria, sus ricos cuadernos de botánica, su biblioteca, sus múltiples y raros ejemplares de maderas, su orden y su seriedad, alzada allí a dos pasos del prodigioso palacio de la muerte, tiene algo de simbólico, y convida a decir en tono meditabundo: -Ayer y hoy.

Emilia Pardo Bazán

Madrid, Diciembre de 1887