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Antonio Buero Vallejo en el teatro actual


Mariano de Paco



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La obra de Antonio Buero Vallejo se nos presenta hoy, cuando el autor ha desaparecido tras más cincuenta años de fecunda creación, como el granado fruto de uno de los más notables autores del teatro español; esa extraordinaria producción ha dejado impresa, además, en nuestro teatro una perceptible huella. Francisco Nieva resumía no hace mucho en una breve frase la que creo una idea fundamental en la línea de la argumentación que voy a seguir: «Nuestro teatro contemporáneo no sería lo que es sin autores como Buero Vallejo...»1. Cuando en 1946, recién estrenada su libertad, Buero escribió En la ardiente oscuridad y, muy poco después, Historia de una escalera, estaba creando las bases de una de las más singulares dramaturgias de la historia de   -4-   nuestro teatro, en la que se unían la voluntad de llevar a los escenarios obras que hablasen al hombre de su tiempo de los problemas que lo aquejaban (por el hecho de serlo y por encontrarse en una determinada sociedad) y el propósito de una exigencia continuada en el tratamiento de formas y estructuras.

Buero Vallejo ha llevado a cabo una labor que sin duda supera los límites del teatro para constituirse en la ejemplar actitud moral de un creador que mantuvo una posición crítica insobornable en la cerrada vida de la posguerra y que ha puesto igualmente en cuestión las deficiencias que padece la sociedad democrática. Todo ello desde el teatro, con piezas situadas en la más precisa actualidad o en momentos transcurridos tiempo atrás; en países que tenían un nombre imaginario o en ciudades de proximidad reconocible para el público; en cualquier caso, en un espacio y en un tiempo que remitían al espectador a aquéllos con los que a diario había de enfrentarse y a unas dificultades que eran las suyas. El teatro de Buero ha venido entretejiendo simultáneamente distintos planos significativos (éticos, sociales, políticos, metafísicos) organizados de muy diverso modo gracias a una permanente indagación estética, por lo cual goza de un alcance que ha supuesto una presencia innegable en la evolución de nuestra escena.

No me propongo en esta exposición buscar minuciosamente detalles que evoquen parecidos ni postular la existencia de una escuela más o menos canónica; aquella indagación resultaría estéril y sin provecho aunque presentase ciertos resultados y la afirmación de un modelo generalizable y admitido no respondería, a mi juicio, a la verdad. Quiero, sin embargo, hacer patente mi arraigada convicción de   -5-   que el teatro bueriano ha dejado una impronta en el teatro español contemporáneo que, al margen de las clasificaciones, se percibe de diferentes maneras hasta nuestros días y creo que puede expresarse con el nombre, de amplio pero inequívoco sentido, de huella2.

No acudiré, por tanto, a criterios generacionales aunque mencione como tal algún grupo cuya existencia es tan negada como ya inevitable su denominación3. El propio Buero me mostraba en una carta de hace más de veinticinco años (fechada el 1 de octubre de 1973) su disconformidad con el encasillamiento, al igual que ha hecho en no pocas ocasiones: «Nunca me he sentido generacional y no sé si podría pertenecer a la supuesta generación del 36. Por vivencias, tal vez; pero yo empecé a escribir teatro el 46 ó 47 y no estrené, o aparecí, hasta el 49. Y a la generación 'frustrada', evidentemente, tampoco pertenezco; ellos serían los primeros en negarlo. De modo que, o soy un producto tardío de la del 36, o un adelantado de la 'frustrada', o todo esto de las generaciones es una tontería».

Sin embargo, el nombre de Buero Vallejo, precediendo no sólo en el tiempo a los dramaturgos de posguerra, se repite una y otra vez y no sin razón4. Algún crítico habló tempranamente   -6-   del buerismo y de su condición de modelo5, y en los estudios de conjunto sobre el teatro contemporáneo, se una o no en la organización del contenido a Buero con los autores siguientes6, se le atribuye una cierta condición de guía.

En uno de los primeros números de la revista Estreno   -7-   Patricia W. O'Connor y Anthony M. Pasquariello publicaron unas conocidas y muy citadas «Conversaciones con la Generación Realista»7. El primer autor encuestado era Buero Vallejo y la pregunta inicial se refería a su «lugar con respecto a la generación realista»; él afirmaba entonces: «Compañero siempre me he sentido» y dudaba de su condición de precursor de dramaturgos con los que tenía «grandes diferencias pero también grandes analogías»8. Los demás autores no admiten como tal un magisterio, si bien no dejan de destacar su importancia:

MUÑIZ: Su edad y su circunstancia personal le sitúan en un plano diferente y ajeno al nuestro. Existió como dramaturgo antes de aparecer el grupo realista. Podría decirse que fue un pionero, un francotirador, un avanzado de un teatro crítico. Su teatro fue el primer teatro serio frente a tanta mugre teatral como se ofrecía en los años cuarenta. No creo que pueda   -8-   hablarse, sin embargo, de que haya sido inspirador de este grupo.


(p. 15)                


OLMO: Buero Vallejo es una figura clave, sobre todo por su importancia en la creación de un clima determinado. [...] No puedo considerar a Buero Vallejo ni como maestro, ni como precursor, que son palabras distanciantes, sino como compañero. Como alguien que, pasara lo que pasase, estaba ahí. [...] En cuanto a lo de precursor del «grupo realista» y volviendo a lo de la creación de un clima determinado que contribuyó decisivamente a la puesta en marcha de un teatro crítico y espabilador, es indudable que Buero Vallejo es acreedor a ese título.


(p. 25)                


RODRÍGUEZ BUDED: Buero Vallejo, con Historia de una escalera, nos antecedió en unos cuantos años. La aparición de esta obra en el panorama del teatro español, en unos tiempos particularmente difíciles, fue un hecho muy importante, positivo, y de una gran proyección. Es muy probable que esta obra, y otras que estrenó Buero en sus primeros años de autor, incidieran de algún modo en lo que después escribimos la llamada generación realista9.


(p. 22)                


Historia de una escalera es, en efecto, el título por el que necesariamente hemos de comenzar. No porque sea la obra capital de su producción ni porque se trate del texto que mejor caracteriza al dramaturgo (que ha manifestado   -9-   reiteradamente su pesar por la reducción que se suele cometer al referirse a él como «el autor de Historia de una escalera»), sino porque se trata de «una isla de compromiso en el ámbito del teatro español de su tiempo», como ha recordado nuevamente Virtudes Serrano en su edición del texto10. Su estreno significó, desde las inmediatas reseñas de prensa11, el inicio del «nuevo drama español»12, el principio de «nuestra tradición teatral inmediata»13, en lo que constituye uno de los casos de mayor unanimidad crítica de la historia de nuestro teatro.

El origen de esta dramaturgia bueriana se encuentra en la tradición ibseniana del realismo simbólico pero se nutre del mismo modo en el mundo de los sueños que Strindberg había mostrado, en los interiores alucinados del teatro de O'Neill14 o en la fragmentación pirandelliana de la personalidad15. Junto a estos dramaturgos cabe recordar la tradición española, desde Cervantes y Calderón hasta a más reciente:   -10-   los íntimos conflictos unamunianos, el hondo misterio del tiempo en Azorín o la recuperación de la tragedia de Federico García Lorca. Si partimos de esta amplia perspectiva será más fácil advertir la auténtica dimensión del teatro de Buero, aparecido con el estreno de Historia de una escalera y que no dejó de influir en el teatro posterior.

Desde ese punto de vista hay que analizar la debatida cuestión del realismo de Buero y del empleo de unas apariencias sainetescas que fueron advertidas ya en algunas críticas del estreno, si bien con importantes matizaciones16. Ha tiempo que señalé a este propósito que en Historia de una escalera (o en Irene, o el tesoro y Hoy es fiesta) hay situaciones y tipos reconocibles en piezas del género chico pero que en estas obras se sitúan en contextos diferentes y su funcionalidad es distinta, con una visión desde dentro17. Si así se considera, estableciendo la distinción con el subgénero clásico expresada con frecuencia por medio de una   -11-   adjetivación del término (el de sainete serio de Robert L. Nicholas es quizá el mejor ejemplo18), nos encontramos en realidad ante otra tipología de obras relacionables con un costumbrismo de nuevo cuño que ha evolucionado a lo largo de casi cinco décadas19.

Volvamos a las primeras piezas de Buero Vallejo para precisar dos aspectos que deben quedar claros: no estamos ante un realismo directo sino ante un concepto del realismo que implica una dimensión simbólica20. Historia de una escalera, bajo una apariencia convencional, posee, si se mira atentamente, un alcance que excede tales formas; pero además, en esos mismos años, escribe Buero En la ardiente oscuridad, inconcebible sin una lectura simbólica; El terror inmóvil y Aventura en lo gris, en los que la presencia de sueños y alucinaciones abren la tendencia fantasmagórica y onírica de su teatro21. No puede olvidarse tampoco que, al empezar a hablar de la generación realista, convergían   -12-   autores y críticos en la identificación de su realismo con una actitud ética de buscar de la verdad: «Frente al teatro de la mentira, un teatro de la realidad»22.

El sentido crítico que introduce Historia de una escalera al llevar al escenario, con notable cambio de perspectiva e intención respecto a lo que era habitual, la existencia de los más desfavorecidos fue reflejado años después con feliz expresión por Rodríguez Méndez en un artículo en el que, por otra parte, no faltaban las reticencias, especialmente para las obras de carácter histórico. Buero Vallejo («un autor lleno de noble ambición, que posee el secreto de los resortes del teatro como pudo poseerlos cualquier autor de la edad dorada») llegó y, «rasgando el retablo de las maravillas», nos presenta la sordidez, la falta de esperanza, la desesperación de la gente modesta, alienada y marginal en el proceso de transformación social de España. La preocupación de Buero Vallejo cayó como una bomba al final de los años cuarenta y el teatro comenzó a adquirir una dimensión social que hasta entonces no había tenido»23.

Esa «bomba» transformadora dejó huella de su acción durante un tiempo muy dilatado y sus efectos aún permanecen vivos24. La dirección que imprimió se levanta por encima   -13-   de lo que son similitudes concretas, y así podemos mencionar a ese respecto a autores como Alfonso Sastre (Muerte en el barrio -1955-, La cornada -1960-), Alfonso Paso (Los pobrecitos -1957-), José Mª Rodríguez Méndez (Los inocentes de la Moncloa -1960-, La vendimia de Francia -1961-), José Martín Recuerda (Las salvajes en Puente San Gil -1961-) o Antonio Gala (Los verdes campos del Edén -1963- Noviembre y un poco de yerba -1967-25. Los buenos días perdidos -1972-).

Unidas a ese carácter general, las coincidencias particulares existen en ciertos casos. Hay títulos que son, por evidentes, reiteradamente señalados, como Cerca de las estrellas, de López Aranda, o La madriguera, de Rodríguez Buded, ambas de 1960; o bien El grillo (1957), de Carlos Muñiz, gran admirador de Buero y en cuyo teatro se concilian desde el comienzo realismo y simbolismo26. La camisa (1962), obra emblemática de Lauro Olmo, se sitúa en la línea de realismo crítico de carácter ético y social, pero además guarda semejanzas determinadas, así la chabola del barrio marginal, lugar opresivo que atrapa a los personajes como la   -14-   escalera de la primera pieza bueriana; o los juegos de azar como engañosa solución, al igual que en Hoy es fiesta27.

Algunas de las primeras obras de Josep M. Benet i Jornet, especialmente Merendabais a oscuras, guardan estrecho parentesco con fórmulas realistas y una decidida actitud crítica. En una entrevista de 1973 reconocía Benet paladinamente: «Buero Vallejo, sí, me entusiasmó, y espero no renegar nunca del reconocimiento de su influencia»; y, al preguntársele por su opinión acerca del teatro español actual, respondió: «Buero continúa pareciéndome el mejor dramaturgo castellano»28. Al prologar una reciente edición de Merendabais a oscuras, Enric Gallén se ha referido a sus relaciones con ciertos aspectos de El tragaluz29.

Olvida los tambores (1970), obra con la que se dio a   -15-   conocer Ana Diosdado, aunque escrita en tono de comedia, deja ver una indagación que conduce a un desvelamiento de la verdad y a un trágico final provocado por mezquinas acciones de los personajes. El enfrentamiento entre las dos parejas y especialmente de sus elementos masculinos, a los que en la «Autocrítica» se refería la autora30, hacen pensar en situaciones semejantes de textos buerianos. La residencia para ancianos de El okapi (1972), lugar que tiene algo de convento, de hospital, de colegio y de cárcel; la fingida felicidad y la buscada ignorancia que en ella se viven; la actuación de Marcelo sembrando la semilla del descontento y de la libertad; e incluso el desenlace, con la desaparición del elemento perturbador, traen de inmediato a la memoria En la ardiente oscuridad. Como la trae... Y de Cachemira, chales (1976), cuyo espacio cerrado y alegórico también nos evoca el de La Fundación; al igual que el doble plano con el que concluye Decíamos ayer (1997) lo hace con finales como el de Las trampas del azar.

Las denominaciones de neorrealismo y neocostumbrismo se han aplicado a autores de los años ochenta, algunas de cuyas obras han sido calificadas de neosainetes. No es éste el momento de volver a esa cuestión, que merece sin duda un tratamiento más amplio, pero tampoco quiero dejar de mencionar que en el «teatro de lo cotidiano» de Fermín Cabal31 late una vena crítica que enlaza con la vieja tradición de Historia de una escalera; se trata de estéticas muy   -16-   diferentes pero no falta, a mi juicio, esa conexión, que se percibe además en varios ejemplos aislados: así la locura que lleva al protagonista de Tú estás loco, Briones (1978) al descubrimiento de la verdad o, en otro orden de cosas, el propósito manifestado en «Itinerario personal» de lograr «una especie de tercera vía que me permita llegar a un sector amplio del público (y por lo tanto vivir del teatro) sin hacer concesiones a la galería32, que pueden hacer pensar en unas palabras de la «Autocrítica» de Historia de una escalera: «Pretendí hacer una comedia en la que lo ambicioso del propósito estético se articulase en formas teatrales susceptibles de ser recibidas con agrado por el gran público»33.

No es muy diferente lo que ocurre con la actitud crítica de José Luis Alonso de Santos en su tratamiento dramático de la actualidad. Una tragedia como Trampa para pájaros (1990), con el bíblico enfrentamiento fraterno, los desequilibrios mentales de Mauro y la posición de Mari entre los dos hermanos remite al lector-espectador al mundo bueriano de El tragaluz; como remiten al universo moral y social de Buero Anónima sentencia (1992), de Eduardo Galán34, o La   -17-   mirada del hombre oscuro (1993), de Ignacio del Moral.

Una nítida imagen de un emblemático espacio de Buero Vallejo, la azotea de Hoy es fiesta, se da mucho tiempo después en No nos escribas más canciones (1990), de Pilar Pombo, en la que, junto al ambiente, aparecen personajes de raíz bueriana, modelos de comportamiento recto, como Bernardo y Rosa. La azotea, esta vez de un rascacielos y quizá sin un recuerdo deliberado, es el lugar donde sueñan con su libertad los personajes de Después de la lluvia (1994), de Sergi Belbel; los críticos hablaron tras su estreno en Madrid del simbolismo de la terraza y de la naturaleza de los personajes sin ninguna referencia a Buero pero sus palabras admitían una cabal aplicación a Hoy es fiesta.

Buero Vallejo se propuso, como apuntamos, componer un teatro de carácter trágico; toda su producción dramática responde a la firme resolución de llevar a la escena la cosmovisión trágica que le es propia y que, al mismo tiempo, le ha parecido siempre el mejor modo de atender a los anhelos e inquietudes del hombre en la sociedad35. Por ello la configuración trágica se advierte en las distintas parcelas de su escritura y se deja ver, bien sea en ocasiones o de modo generalizado, en dramaturgos posteriores36; puede pensarse   -18-   a este respecto en la mayor parte de las obras de Carmen Resino y de Domingo Miras, en las que un destino inexorable y un poder inflexible amenazan o sojuzgan a los seres individuales.

Es precisamente Domingo Miras uno de los autores que de modo más abierto ha reconocido su deuda con Buero, al que dedicó en 1971 Penélope, una de sus primeras obras. Años después, respondía a la pregunta de Virtudes Serrano acerca de sus autores preferidos: «Mi autor predilecto evidentemente es Buero Vallejo, y su influencia es tan decisiva que determina mi propia existencia, lo mismo que la de mis compañeros de generación, sean o no conscientes de ello. Buero, por tanto, tiene para mí una doble valoración: no sólo la de gran autor dramático, sino también la de maestro de dramaturgos»37.

En el teatro de Miras, en su mayoría histórico, es habitual la presencia de lo maravilloso, lo irracional, lo suprasensible, parcela de lo real muy apreciada por Buero: La Saturna (1973), De San Pascual a San Gil (1974), La venta del ahorcado (1975) o Las brujas de Barahona (1978) dan   -19-   buena muestra de ello. La dualidad en la escena de realidad y ficción es también frecuente en otro cultivador de un teatro histórico de reflexión crítica, José Sanchis Sinisterra. En Naufragios de Álvar Núñez (1978-1991), pieza que abre su Trilogía americana, el escenario deja ver el dentro y el fuera de la mente del protagonista, como en ¡Ay, Carmela! (1986), con la consiguiente participación psíquica del espectador, en la línea de Buero38; en su más reciente estreno, El lector por horas (1999), Sanchis deja ver formal y temáticamente la filiación bueriana en el proceso de indagación de la verdad y en el empleo simbólico de la ceguera. En los textos de los autores más jóvenes tampoco faltan esos conflictos ni la creación de mundos imaginados; pensemos en Jorge Márquez, desde Ven a buscarme, Talía (1982) a Hazme de la noche un cuento (1991)39.

La alusión al teatro histórico hace inevitable volver la   -20-   vista al estreno en 1958 de Un soñador para un pueblo, con el que da principio una dramaturgia que rompe en el teatro español con la visión complaciente y convencional del pasado. En ella son esenciales el enfoque crítico y la conexión con la actualidad que hacen de unos textos a primera vista distantes dramas que hablan al espectador de su presente inmediato por medio del pasado40; manifiesta, pues, otro modo de realismo, que no tiene que ver con un reflejo directo o una captación inmediata pero cuyo principal sentido es el de desvelar la realidad.

El camino abierto y continuado (Las Meninas -1960-, El concierto de San Ovidio -1962-, El sueño de la razón -1970-, La detonación -1977-) por Buero es transitado incluso por quienes escriben textos que no superan el ámbito de lo privado, puesto que no llegan a conseguir del todo una dimensión general, como El proceso del arzobispo Carranza (1963), de Joaquín Calvo Sotelo, o El caballero de las espuelas de oro (1964), de Alejandro Casona. De modos muy diversos, con diferentes estéticas y asiduidad, y en no pocos casos con otras motivaciones o referencias pero con una coincidencia fundamental (perspectiva crítica y relación con el presente) lo abordan numerosos dramaturgos de tendencia realista y no realista: Alfonso Sastre, José Mª Rodríguez Méndez, Lauro Olmo, José Martín Recuerda, Carlos Muñiz, Agustín Gómez Arcos, Claudio de la Torre, Alberto Miralles, Carmen Resino, Juan Antonio Castro, Miguel Signes, Manuel Pérez Casaux, Antonio Gala, Manuel Martínez   -21-   Mediero, Ana Diosdado, José Mª Camps, Domingo Miras o quienes realizaron la experiencia colectiva de El Fernando. Pasados los años de la dictadura continúan escribiéndose textos de teatro histórico por algunos de esos mismos autores a los que se incorporan otros: José María de Quinto, José Sanchis Sinisterra, Francisco Ors, Antonio Martínez Ballesteros, Jesús Campos, Jerónimo López Mozo, Concha Romero, Fermín Cabal, Jorge Márquez, Eduardo Galán, Antonio Álamo, Juan Mayorga... Mención aparte merecen los textos que centran sus argumentos en la historia española reciente, como sucede con la Trilogía de los años inciertos (1989), de Fernando Martín Iniesta41.

Esta enumeración de autores, desde luego significativa, no es por supuesto completa, ni siquiera pretende serlo. Tampoco deseo establecer con ella una nómina, inexistente e imposible, de seguidores del teatro histórico de Buero. Pretendo únicamente señalar, como en toda mi exposición, que Buero Vallejo ha iniciado direcciones que, consciente o inconscientemente, han ejercido influjo en nuestro teatro. En ocasiones, sin embargo, la rememoración es deliberada, como sucede con los tres títulos que siguen.

Al publicarse en la revista Primer Acto Las bicicletas son para el verano, que había obtenido cinco años antes el Premio Lope de Vega y acababa de estrenarse, Ignacio Amestoy afirmó que en ella Fernando Fernán Gómez creaba «unos personajes emparentados con los más populares de   -22-   Buero...42. No se trata tan sólo de una relación más o menos ocasional; el autor tenía en su horizonte dramático una obra acerca de nuestra historia próxima: Historia de una escalera. Una y otra muestran un espacio interior que refleja espacios exteriores y transmiten con los sucesos ocurridos dentro de un edificio el complejo universo de la difícil realidad de fuera. Las bicicletas son para el verano escenifica un tiempo (el de la guerra civil) forzosamente elidido en Historia de una escalera pero desarrolla, con clara voluntad, temas comunes. No parece procedente confrontar ahora una serie de aspectos determinados de ambos textos (especialmente en los Cuadros XII43, XIII y XIV) pero es necesario recordar el Cuadro I, en el que se presenta lo que vemos al iniciarse la obra de Buero (miserias y necesidades económicas, diferencias sociales, sueños de los hijos, relaciones amorosas entre los vecinos...); y el Epílogo, en el que la circularidad y el futuro ambiguo que se dibujan conducen sutilmente al mundo de Historia de una escalera44.

En numerosos artículos de prensa ha ponderado Ignacio   -23-   Amestoy la figura y la obra de Buero Vallejo, al que considera uno de los tres grandes dramaturgos de nuestro siglo, junto a Valle y a Lorca, y para quien reclamó el Premio Nobel con insistente razón45. La primera obra teatral de Amestoy, Mañana, aquí, a la misma hora, escrita en 1979 al cumplirse los treinta años del estreno de Historia de una escalera, está dedicada a sus maestros del Teatro Estudio de Madrid y a Antonio Buero Vallejo («protagonista avanzado de la resistencia teatral española»)46 y hace de la pieza bueriana un elemento estructural básico. Mañana, aquí, a la misma hora une los procedimientos técnicos de la formación de su autor con la riqueza significativa del texto de Buero, reflejada incluso en el título.

En la primera edición de El jardín de nuestra infancia (1984), de Alberto Miralles, figuraba esta dedicatoria: «A Antonio Buero Vallejo, desenmascarador de críticos daltónicos, con admiración, respecto y solidaridad»47. Al reeditarse después de su estreno, el autor la simplifica, y enriquece, de este modo: «En 1984 dediqué esta obra a Antonio Buero Vallejo. Doce años después, con más razón»48. El jardín de nuestra infancia es un texto en el que la huella de Buero es visible en situaciones, procedimientos y personajes; la acentuada dimensión simbólica de este drama realista de enajenados   -24-   y víctimas potencia, en definitiva, el valor de una dolorosa pero necesaria búsqueda de la verdad49.

Pondremos fin a este nutrido repaso de imágenes y testimonios con el de una autora que ha acertado en sus textos a sacar a la superficie la profundidad dramática de lo cotidiano. Paloma Pedrero dedicó Invierno de luna alegre «A mi querido y admirado Antonio Buero Vallejo, quien con su presencia y estímulo ha hecho más claro mi recorrido en el oscuro camino del actual teatro español»50. Y en un bello párrafo ha señalado la que quizá es para muchos la más determinante influencia del autor, la fulgente realidad de su obra en los escenarios:

La primera vez que fui a un teatro de verdad, mi primer recuerdo nítido sobre un escenario grande, hermoso, bien iluminado, se remonta a los años 70. Sobre aquel escenario ponían una obra de Antonio Buero Vallejo, La Fundación. No sabía yo en aquel entonces quién era el autor de aquella impresionante historia que me dejó temblando intensos minutos después del final. Sólo sabía que aquello que mis ojos adolescentes habían visto era lo más parecido al universo mágico de mis deseos. Aquella tarde, desde una de las últimas filas del gallinero, sentí tantas y tan hondas emociones que nunca más pude desligarme del mundo del teatro y sus autores vivos51.


Este texto fue leído en uno de los merecidos Homenajes   -25-   que se tributaron a Buero al cumplir sus ochenta años de vida y cincuenta de dramaturgo. Comenzó con la lectura dramatizada de Historia de una escalera52, el mismo día en el que se le concedió el Premio Nacional de las Letras Españolas y en él tres autores que han pasado por estas páginas (Domingo Miras, Ignacio Amestoy, Paloma Pedrero) hablaron de su presencia en ellos mismos y en otros compañeros. Éste y otros actos han podido servir de recordatorio de un hecho incontestable: la «vigencia y universalidad» de Buero Vallejo53.

Buero es «referencia obligada para quienes hemos llegado después que él», decía en 1997 en Venezuela Jerónimo López Mozo54. La situación no carece, sin embargo, de su envés o cara menos positiva: el reconocimiento de esa elevada condición pudo entrañar en ciertos momentos «una especie de invitación al retiro» y por ello Buero no aceptaba con agrado el calificativo de «clásico»55, que tras su muerte ha vuelto a señalarse. Además de los críticos (de algunos críticos)56, también ha existido «un componente de gente joven   -26-   que aparece después y tiene, o cree que tiene, que afirmarse negando lo anterior, distanciándose de lo que hace Buero...»57. En un medio dedicado específicamente a los dramaturgos, uno de éstos, Luis Araujo, afirmó ese mismo año que Buero es «una institución de nuestro teatro», por antonomasia «la figura del escritor de teatro», pero el maestro sacaba a la luz la existencia de «una actitud de reserva o incluso de desdén por parte de los jóvenes autores ante figuras tan instaladas ya como la mía»58.

He procurado ofrecer un panorama que (de)muestre la existencia de la indeleble huella de Buero Vallejo en nuestro teatro contemporáneo. No importa, pues, la pertinencia de alguno de los nombres, títulos o apreciaciones, como tampoco es relevante el que haya quienes se consideren al margen de Buero o incluso hagan gala de despego hacia su obra. Lo que verdaderamente interesa es la constancia de que   -27-   Antonio Buero Vallejo, testigo lúcido de la sociedad en la que transcurrió su vida, ha conformado una producción cuya imagen emerge en el teatro español contemporáneo y se inscribe con justicia y brillantez en la historia de nuestra cultura y del teatro occidental59.





 
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