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Antonio Buero Vallejo en inglés: el reto de la universalidad

David Johnston


Queen's University Belfast



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El título del curso, «Antonio Buero Vallejo: dramaturgo universal», celebrado en Murcia a seis meses de la desaparición del escritor, llama mucho la atención. Invita, desde luego, a una necesaria reflexión acerca del conjunto de ese proyecto cultural, político y artístico que ha sido la obra de Buero Vallejo. Sin embargo, cabe mucha discusión acerca de lo que significa la palabra «universal». Es un concepto que quizás se entienda mejor como adverbio -por ejemplo, Buero es un autor universalmente reconocido- que como el adjetivo absoluto que es. Aun así, el innegable aislamiento histórico de la cultura española, una marginación que sólo ha empezado a disiparse en las últimas dos décadas, ha hecho que este concepto -el de la universalidad- se haya convertido en el objetivo artístico, difícilmente realizable, de todo ese esfuerzo por europeizarse que caracterizara gran parte de la vida cultural y política española del siglo que acaba de desaparecer1. En este contexto, la búsqueda de lo universal parece estar fundamentada en la creencia de que, bajo las diversas manifestaciones superficiales de la vida, existe un suelo común más profundo, una experiencia   —100→   colectiva orgánica donde reina el discurso de la razón universal o donde se ha construido la narrativa del progreso humano y la comunicación sin fronteras. No obstante, también es innegable que la enfática celebración de la diversidad, de las contradicciones de la experiencia colectiva, que es paradigmática de nuestra posmodernidad, ha tendido a cuestionar la validez de la búsqueda de ese suelo común, a devaluar la idealización del tan cacareado concepto de la unidad humana. Dentro de este contexto, el teatro de Buero Vallejo se celebrará por lo que tiene de singular más que por ninguna supuesta cualidad de universal.

A juzgar por la panoplia de voces internacionales que se han reunido en su bibliografía secundaria, el teatro de Buero ha despertado toda una serie de ecos en muchos países y culturas; también hay un importante catálogo de obras suyas que se han representado en el extranjero y que se han publicado en otros idiomas. Sin embargo, la obra de Buero ha encontrado poca resonancia en el teatro de lengua inglesa más allá de un puñado de representaciones profesionales y de cierto interés en los teatros universitarios2. Hacia finales de los años ochenta, un hispanista inglés empezó un artículo sobre El concierto de San Ovidio quejándose de que el nombre de Buero no apareciera en una de las enciclopedias del arte escénico más importantes del mundo anglosajón. Apenas dos o tres años más tarde, en una reseña de mi edición bilingüe de La detonación, el mismo crítico se preguntó, en voz alta, por qué me había tomado yo la molestia de traducir dicha obra ya que, según él, tenía pocas posibilidades de que se representara en lengua inglesa3. Aquí hay una paradoja muy interesante. Por un lado, este crítico está exigiendo al teatro de lengua inglesa un mayor reconocimiento de la obra de Buero; por otra parte, está deduciendo de una traducción destinada a la página la imposibilidad de que la obra se represente. Esta misma confusión entre el texto como pre-texto para la representación y el texto como página leída es la que ha entorpecido la labor de algunos de los traductores de Buero a lengua inglesa. Y es que Buero en inglés es su   —101→   traductor. Esto no es en sí un argumento contra la «universalidad» del teatro bueriano; pero la universalidad de cualquier dramaturgo, si realmente existe esa categoría, no consiste en la elevada creación de una especie de lingua franca teatral; es una cualidad o, mejor dicho, una serie de cualidades inherentes a su obra que se pueden traducir a otro idioma, a otra cultura teatral, que se pueden adaptar al horizonte de expectativas de otro público bien distinto4. Visto en estos términos, la universalidad se reduce a una serie de potenciales. De acuerdo con esto, la pregunta viene a ser la siguiente: cuando traducimos a Buero, ¿qué es lo que hay que traducir? La relevancia de la pregunta se acentúa incluso más en el caso de una traducción destinada al escenario más que a la página. Está claro que los traductores que trabajan pensando en la representación y no en la publicación tienen como principal responsabilidad hacer que la obra funcione como una obra de teatro, o sea, tienen una responsabilidad dramatúrgica y no meramente verbal. Su lealtad es «experiencial», si se me permite el neologismo, y dramática más que lingüística y literaria, una postura que señala -dicho sea de paso- la redefinición de la traducción como un elemento dentro del campo de la estética de la recepción5.

Pese a la fragmentación canónica que puede presuponer el posmodernismo, está claro que una obra de teatro todavía puede establecer una profunda conexión con las percepciones y aspiraciones de su propia comunidad, que puede reflejar o aclarar esos secretos compartidos en los que toda cultura se apoya6. Pero fuera de esa comunidad, más allá de esa cultura, es difícil que se compartan los mismos secretos; la escala de lo relevante sigue siendo grande, pero es cada vez más vertical que horizontal. En este sentido la palabra «universal» es una quimera, una ilusión, un mero truco de perspectiva. Si la universalidad de una obra de teatro existe es que es un efecto de su representación: sería más exacto, pero menos bonito, hablar de bilateralidad. La obra es un punto de conexión entre una cultura y otra; así que la obra traducida no se produce a   —102→   través de un proceso de análisis filológico sino que es el resultado siempre provisional de una negociación dramática y una mediación cultural. El traductor habita el espacio entre culturas, intentando mediar un intercambio genuinamente intercultural, cualitativamente distinto del superficial contacto multicultural que caracteriza el consumismo material y cultural de nuestro nuevo siglo. Para que la obra traducida no sea meramente coleccionada por un público de élites, como si se tratara de una biblioteca de autores canónicos, hermosamente encuadernada en piel, deberá establecer con un nuevo público la misma relación peligrosa que tenía con sus primeros espectadores. Esta visión de la traducción como actividad intercultural se basa en la interpretación, y no puede haber una traducción definitiva como tampoco cabe hablar de una interpretación perfecta. Cada traducción es una interpretación; pero también es una negociación, concepto que, en este contexto, se deriva del papel del traductor como un mediador que negocia entre la realidad del texto original, su conexión con los secretos compartidos de su comunidad, y las posibilidades del texto recreado. Crucial en este respecto es el reconocimiento de que la equivalencia semántica es un mito. En palabras de Ortega y Gasset:

Los perfiles de ambas significaciones [de la palabra original y la palabra de la lengua a la que se traduce] son incoincidentes como las fotografías de dos personas hechas la una sobre la otra. Y como en este caso nuestra vista vacila y se marea sin conseguir quedarse con uno u otro perfil ni formarse un tercero, imaginemos la vaguedad penosa que nos dejará la lectura de miles de palabras a quienes esto acontece... no extrañemos que un autor traducido nos parezca siempre un poco tonto.7



Son palabras duras, porque dejan ver claramente que traducir no es un privilegio: es una tremenda responsabilidad. Por otra parte, más allá de la semántica, esa negociación conlleva el intento de traducir el horizonte de expectativas de un público español al de un público de Londres o de donde sea.

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¿Todo esto significa que en lengua española hay un solo texto que se llama, por ejemplo, La detonación, mientras que en inglés, también como vía de ejemplo, hay múltiples textos -o debería haber múltiples textos- que se han creado a base de esa sola obra? Pues sí, aunque también es cierto que el mismo Buero reconocía la co-existencia de distintos tipos de texto, en este caso en concreto, la diferencia entre texto literario y texto representado en su costumbre de añadir a la versión publicada frases suprimidas, por las razones que fueran, en las representaciones.

Volvamos a la pregunta inicial: cuando traducimos a Buero ¿qué es lo que hay que traducir? ¿Cómo empezamos a negociar entre el proyecto artístico, político y cultural que es su teatro y el horizonte de expectativas de otra comunidad específica? En primer lugar, está su innegable calidad literaria; Buero produjo obras densas en cuanto a contenidos que «hincan sus raíces en la serie de discursos que denominamos cultura», por citar a Alberto Mira Nouselles8; la escritura de Buero demuestra algunas características muy propias: diálogos conceptuales, lenguaje cuidadamente académico, estructuras de pensamiento y de sentimiento muy logradas y elaboradas, todo forma parte de esa opción consciente del autor que es el estilo. El problema es que éste es un estilo, un ideolecto teatral, que se traduce mal al inglés; pero no sólo es una cuestión de gramática contrastiva -como es sabido, la lengua inglesa es menos dada a las perífrasis verbales- sino también de estilística teatral contrastada. El estilo literario clásico, el lenguaje académico, que no sólo es el estilo de Buero, sino que caracteriza la obra de muchos dramaturgos europeos (o sea, no ingleses o irlandeses) encuentra difícil aceptación en el escenario contemporáneo inglés; por citar un ejemplo, Colin Teevan, joven dramaturgo irlandés bastante conocido, preparó recientemente una versión al inglés de una obra contemporánea francesa. Mandó la traducción al Royal Court Theatre de Londres; al cabo de dos o tres días, llamó el director para comunicarle que la obra resultaba demasiado «stiff», o sea, lingüísticamente estirada. Entonces, suprimió todas las cláusulas de relativo, añadió más puntos suspensivos, creando así más rupturas y más silencios, y la obra obtuvo un   —104→   éxito considerable tanto entre la crítica como entre el público9. Todo esto nos podría llevar a una consideración muy interesante a cómo -y quizá, sobre todo, por qué- el teatro de lengua inglesa privilegia la ruptura y la fragmentación lingüística; pero la sencilla verdad es que el lenguaje problemático ya ocupa el primer plano del escenario inglés.

Hay una posible objeción que se puede poner a todo esto: la obra de Buero sí que ha sido traducida a varios idiomas y diversos escenarios, en algunos casos con notable éxito. No obstante, una obra no se traduce sólo porque existe. Una obra española, supuestamente canónica, no tiene por qué tener ninguna resonancia en Irlanda o el Reino Unido, a no ser que se negocie cuidadosamente su punto de acceso a esa otra cultura. Galdós ya se refería a «las terribles aduanas que en todas las fronteras de Europa cierran el paso a las artes de nuestra tierra». Casi un siglo más tarde Melveena McKendrick se hacía eco de la misma queja en su El teatro de España. 1490-1700. Concluye que «el genio dramático de la España de los siglos XVI y XVII casi se ignora por completo dentro del Reino Unido, fuera del ámbito de los estudios hispánicos»10. Por un lado, ha habido una tendencia por parte del teatro canónico inglés a considerarse a sí mismo como el teatro universal por excelencia. En su libro Reinventar a Shakespeare, Gary Taylor habla de ese aspecto del problema de la recepción de los dramaturgos extranjeros. Se está refiriendo a Lope de Vega en concreto, pero sus palabras bien podrían aplicarse al caso de cualquier dramaturgo, sea moderno o clásico:

Damos por sentado que las más o menos treinta obras de Shakespeare contienen más humanidad que las quinientas obras de Lope de Vega, que no hemos leído, lo que lleva, sin duda, a que pasemos por encima de todos aquellos aspectos de la humanidad que ignoró Shakespeare, porque sencillamente asumimos   —105→   que cualquier cosa que caiga fuera del ámbito de su arte no existe.



Por eso ha habido cierta tendencia dentro del teatro inglés a «inglesizar» a los principales dramaturgos extranjeros, sobre todo a los más canónicos, adaptando e interpretando sus obras para que reflejasen las realidades cambiantes del momento histórico británico. Así que las obras de Chejov se percibían como ese interludio embarazoso en que los invitados ya no tienen de qué hablar mientras esperan que se sirva el té. O bien Ibsen reflejaba el derrumbe de los servicios sociales británicos, o se consideraba que el teatro de Brecht prefiguraba la crisis ideológica del partido laborista. Dicho de otra forma, el teatro de lengua inglesa tiene una relación pragmática con sus autores extranjeros, usando aquí la palabra «pragmática» en un sentido estrictamente lingüístico, el de la búsqueda de un contexto dentro del cual la palabra o la unidad de habla cobra sentido. Visto así, Buero Vallejo resulta ser un autor muy español, no en el sentido de ese gran tópico folklórico de que, por ejemplo, el Lorca canónico es «muy español», sino porque Buero tenía una relación con el público -con su comunidad- que, francamente, sería la envidia de cualquier otro dramaturgo.

Toda obra de teatro depende de la complicidad que establece entre escenario y público. El espectador sufre en la oscuridad del auditorio; se inquieta y se irrita cuando siente que no puede entregarse con toda confianza a las verdades de los dilemas y situaciones humanas que se están representando delante de él. El acto de entregarse a la obra de teatro es mucho más que una simple suspensión de la incredulidad; es el resultado de ese complejo proceso de complicidad emocional que hace que los planos de nuestra experiencia crucen con los de los personajes; exige al espectador un acto de complicidad o colaboración emocional, porque éste incorpora su mundo al del personaje, completándolo y extendiendo así los significados de ambos: como sostenía el filósofo francés Gabriel Marcel: «La emoción es el descubrimiento de que 'esto me concierne a mí, después de todo'». Todo esto resultará bastante obvio, pero es importante recordar aquí que la gran fuerza del teatro de Buero es su capacidad por hacer que el espectador engrane con el mundo de la obra. Su teatro es un retrato de la sociedad española moderna y de su relación tan precaria con la historia, una sociedad y una historia que son fuerzas masivas e invasoras   —106→   en la vida del ser humano, pero que también son contingentes, cambiables, abiertas a la eterna búsqueda de los individuos; como buen testigo del siglo veinte, Buero era un hijo paradójico de Marx y Nietzsche. Los protagonistas de Buero, como quizá la comunidad que formaba su público, anhelan un hogar psicológico, una integración. Su experiencia como un vencido de la guerra civil española marcó su camino como artista, y parece un compromiso casi inevitable que su última obra, Misión al pueblo desierto, se sitúe en pleno conflicto. También lo es la percepción de que esta obra resulta de alguna manera inacabada. Si Misión al pueblo desierto deja algo en el aire no es por las difíciles circunstancias postrimeras en las que fue escrita, sino porque evoca el primer paso artístico de su autor, aunque cronológicamente esté dando el último.

Es cierto que toda obra de teatro existe en el aire. Por mucho que los estudiosos de Buero analicemos los parlamentos de sus personajes, el verdadero impacto de su teatro se crea y se re-crea en todo momento entre lo que dice él y lo que piensa su público. De ahí la importantísima dimensión utópica de su teatro: Buero, en vez de regalarle a su espectador una esmerada visión política, perfectamente acabada y de inmediata aplicación, lo que hace es exigir que su espectador colabore imaginativamente en la construcción de una posible visión nueva. Es así como funcionan casi todas sus mejores obras. El juicio de Ruiz Ramón, en su análisis del impacto de la obra de Buero, resulta, en este sentido, muy preciso:

La mayor originalidad de Buero no consiste ni en lo estilistico ni en lo temático, sino, más radicalmente, en la creación de una nueva relación activa entre drama y espectador, el cual, quiera o no, sale del teatro [...] con un nuevo compromiso consigo mismo11.



De esta forma, por haber tomado en serio las posibilidades del teatro, Buero devolvió importancia al espectador, iluminando constantemente su «oscuro vivir», por robarle a Ricardo Doménech esa frase tan honda, y de esta forma emprendiendo la tarea más importante del teatro, bien sea de un teatro escrito en tiempos del conformismo impuesto por el totalitarismo o de un teatro que confronte el cinismo inherente al funcionamiento de la política de   —107→   consumo. Y esa tarea es la defensa de la experiencia subjetiva. Uno de los hallazgos más absorbentes del teatro de Buero es la aproximación que se percibe en su escritura a Cervantes (desde la perspectiva radical de un Gramsci que sostenía que había que destruir, de desmitificar, antes de volver a construir). He aquí uno de los puntos de entrada a su teatro para el espectador español, la puerta a través de la cual el espectador se entrega a la historia que se le está contando, porque es aquí donde el hombre de teatro da a su espectador la oportunidad de hacer reales y hacer vivos argumentos y preocupaciones abstractos, porque le enseña cómo el mito quijotesco es una presencia poderosa y viva en todas sus acciones sociales. A través del quijotismo omnipresente de su teatro, Buero provee una ficción en busca de fe, una ficción que nos revela cómo funcionan nuestra propia fe, nuestros propios valores y creencias, en relación con un tiempo, un lugar, una historia determinados. Es un mundo pirandelliano, pero cuya ficción se construye fuera del ámbito de la ficción teatral y dentro de un mundo que se presenta como más o menos real. En este sentido, el teatro de Buero siempre está explorando la relación entre el escenario y el mundo de fuera del teatro; de esta forma, es un teatro claramente subversivo porque pone en entredicho la versión oficial de las cosas, sea esa versión fruto del monolítico franquismo o de la retórica de los premios brillantes del capitalismo posmoderno; es subversivo en otro sentido también; como la obra cervantina, el teatro de Buero es subversivo en su negación a ser estable o fijo; forma y contenido tienen una relación muy fluida, muy notablemente en el procedimiento de los efectos de inmersión (la frase, de nuevo, es de Ricardo Doménech); en manos de un buen director es un recurso teatral que debería alarmar a un público que se ve obligado a alejarse del plano público para encontrarse instantáneamente, y sin mediación previa, inmerso en una profunda conexión entre sus preocupaciones más íntimas y las del escenario.

Es un recurso. Pero quizás habría sido mejor hablar de una estratagema. El mundo cervantino de Buero combina una insistencia en la importancia de la experiencia cotidiana con el «si pudiera ser» del teatro de la esperanza. En su percepción de la relación entre psicología y cultura, entre teatro y utopía, Buero Vallejo se convirtió en el escritor español más importante de la segunda mitad del siglo veinte. En La Gaviota, de Chejov, Trigorin dice lo siguiente:

No soy un mero pintor de paisajes. También soy un ciudadano de mi país. Amo a la gente. Como   —108→   autor, me siento obligado a escribir acerca de la gente, acerca de su sufrimiento, su futuro, acerca de su ciencia y sus derechos.



De la misma forma, el teatro de Buero explora no solamente el paisaje de los hechos, sino también el terreno psicológico, las costumbres, los hábitos, los miedos, las preocupaciones de un lugar que vive encarcelado entre imágenes falsas de un pasado basado en la mentira y un futuro que ya se está vendiendo y que sólo es recuperable a través del esfuerzo imaginativo del ser humano. Y nuestro autor lo hace a través de una representación dramática que siempre toma la forma de una lección histórica, a veces íntima, a veces pública, un análisis conmovido a la vez que conmovedor, de la experiencia del español de carne y hueso. Que también fue su experiencia. De esta forma, la obra de Buero cumple con el dictamen de George Steiner:

Only genius can elaborate a vision so intense and specific that it will come across the intervening barrier of broken syntax or private meaning.

(Sólo el genio puede elaborar una visión tan interesa y tan específica que transcenderá la barrera intermedia de la sintaxis rota o el significado particular.)



Es éste el último propósito del teatro de Buero: el de hacer que los miembros de su sociedad se junten en una especie de eucaristía secular, para que salgan de ese lugar especial que es el teatro -«lugar especial» en el sentido antropológico- con la sensación de que realmente forman parte de una sociedad, y no solamente una muchedumbre variopinta que ha acudido a un edificio de entretenimiento solamente para pasar el rato y para coleccionar otro nombre canónico. Un teatro trágico puede superar la aparente fragmentación de la posmodernidad, creando de un público heterogéneo una comunidad orgánica porque da voz pública a esas realidades subterráneas del individuo: la angustia, el miedo, el dolor, y también las aspiraciones. Esta es la estratagema del teatro de Buero: según la visión del teatro trágico politizado, toda ideología consecuente sale del dolor; en este sentido el propósito del teatro de Buero es infligir dolor, porque el dolor ya es en sí un estado prepolítico. Aquí es dónde arte y política se funden.

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La pragmática de la recepción de la obra de teatro quiere decir que la obra sólo realiza su pleno abanico de significados a través del contexto al que la obra alude, más o menos elípticamente. El mundo real se construye en el teatro a través de la unión entre el mundo ficticio del escenario y la colaboración imaginativa del espectador. Esto se ve incluso en las obras históricas de Buero; tal vez, sobre todo en ellas. El sueño de la razón, por ejemplo, se estrenó en 1970, en una época tan ominosa como el tiempo dramático en que transcurre la acción. Entonces la obra tiene un valor histórico: aquel año en que se condenaban a muerte a nueve procesados en el juicio de Burgos, la Quinta del Sordo encarnaba una palpable intranquilidad nacional; y las terribles palabras del viejo pintor «estas paredes rezuman miedo»; «en estos muros las tinieblas se beben el color» se completaban con el malestar del espectador contemporáneo. En su deconstrucción del revisionismo histórico franquista, Buero tiene que recurrir tanto al realismo detallado -porque si no, su ataque corre el riesgo de ser minimizado y rechazado por inauténtico- como al tipo de simbolismo que hace que la imaginación del espectador establezca un puente pragmático entre el pasado y su presente momento histórico. Pero la obra -como todas las obras históricas de Buero- también tiene un valor de parábola. La relación entre valor parabólico y valor histórico es como la relación langue-parole en la lingüística; el valor parabólico, el retrato del artista que convierte tanto su miedo como su paranoia sexual en una fuente de energía creativa, es la realidad subyacente de la obra, mientras que la textura histórica está en la superficie. Lo esencial y lo accidental.

¿Qué pasa cuando hay que traducir una obra así a, por ejemplo, el inglés? ¿Qué es lo que hay que traducir? Nos ceñiremos al caso de El sueño de la razón por dos razones: primero, porque es una de las obras de teatro más importantes de la posguerra española, y una auténtica contribución al teatro europeo, y porque como The Sleep of Reason fue la última obra de Buero que fue estrenada en régimen profesional en el Reino Unido (en 1991), por la compañía Loose Change, en el Battersea Arts Centre, de Londres. La obra ya había suscitado bastante interés entre algunos traductores de allí, que querían escribir una versión que fuera fiel no a lo accidental de la obra original, sino a su compleja y maravillosa función como pieza teatral -lo que se denominaría en inglés un performance text, o sea un texto para la representación-. Si no, al espectador anglo-hablante   —110→   se le negará el acceso a la esencia, a la estructura profunda, a la langue dramática de la obra, toda la cual se enriquece a través de un poderoso lenguaje escénico derivado de la proyección de las pinturas negras. Ese acceso se obstruye mediante un vocabulario que demasiado a menudo se refiere explícita y monosemánticamente a la superficie de la historia. En resumen, en la puesta en escena de Londres, dos mundos semióticos colisionaron, uno textual y literario y el otro audiovisual y dramático. La obra en inglés resultó confusa, tanto en cuanto a su estética de representación como a su contenido. La opinión de Jeremy Kingston, el crítico teatral de The Times, resulta aleccionadora cuando declaró que tenía «la impresión que aquí hay una obra de teatro muy interesante: el problema es que no se deja ver»12.

No se puede ni se debería sugerir ninguna fórmula mágica para que funcionen en un escenario inglés o irlandés las traducciones del teatro de Buero. Lo que sí es verdad es que pueden funcionar con tal de que el traductor tenga claras cuáles son las dificultades que tiene que afrontar. Para que se consiga ese objetivo hace falta que se escriban performance texts de Buero, de la misma forma que se han publicado de Lope, Calderón, Tirso, Valle-Inclán y Lorca. Aquí es donde el papel del traductor se va acercando al del director; aunque haya un sólo texto de, por ejemplo, La detonación en español, eso no significa que no haya múltiples y muy diversas formas de representarla. Hace poco un director, que había dirigido una de las obras más recientes, declaraba que se limitaba «a ser sólo un vehículo para la obra de Buero». El teatro no es eso. Aquí sobra reverencia, y la irreverencia también es una cualidad necesaria en el teatro, en el mundo de las tablas. Las mejores obras de Buero -entre ellas El sueño de la razón y La detonación- deberán ser consideradas, tanto por sus posibles traductores como por sus directores españoles, como pre-textos para la representación, auténticas obras de teatro capaces de conectar con los públicos más heterogéneos, por distantes que sean a través del espacio o del tiempo. Dicho de otra forma, tienen que disipar su aura de canónicas para realmente entrar en el terreno de lo clásico.





 
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