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ArribaAbajoJosé María Arguedas o la palabra herida

No fue deslumbramiento, esa sensación que hiere por fuera. Sentí el rumor del agua que corre a lo largo de las venas, en lo hondo de la sangre, como el aliento subterráneo de una voz que va impregnando lentamente, implacablemente, irremisiblemente las raíces. Los ríos de palabra horadaban los profundos sustratos de la memoria ancestral compartida y repartida en el espacio que baja de la cordillera hacia los húmedos, calientes túneles de la selva. Así fue el descubrimiento de la obra de José María Arguedas por un mestizo cultural como él. El río subterráneo de todas las voces mezcladas nos unía. Recuerdo del mediador, del instigador, aquel amigo que también había sido mi profesor en la Facultad de Letras, Mariano Morínigo, de quien por entonces era ayudante de cátedra. Era el final del año lectivo en el que nos habíamos ocupado de la narrativa indigenista. Frente al vaso amigo, cuando prolongábamos en el bar de enfrente los entusiastas diálogos del aula, como confesando un secreto, me dijo: «Estoy leyendo una novela que me hace pensar en todas esas obras estudiadas... Quedan como deslucidas, como opacadas. No sé..., resultan como dichas de labios para fuera... Éste habla con las tripas. Te lo pasaré cuando lo termine». Fue mi primer contacto con la escritura de José María Arguedas, con el sonido hueco -como los ruidos de las entrañas- de Los ríos profundos. Insisto, no fue el deslumbramiento; me sentí empapado por la corriente que venía desde dentro, desde el fondo de la palabra sobria, insondable y poética, traspasado por la música que se guarda en la memoria recóndita, la que traía desde siempre, desde el sumidero del tiempo, que también es el espacio en la cosmovisión indígena.

Cuando después leí sus obras anteriores, los dos libros de cuentos y la novela Yawar Fiesta, textos más directos, entendí mejor mi adhesión. En esos cuatro libros encontré la luz que alumbraba la palabra viva que había escuchado desde mi infancia, en guaraní. Los patrones, los mecanismos de esas narraciones no eran los de las demás obras indigenistas, para aludir a un género que podía considerarse próximo, por el tema. La fluidez de la oralidad rescataba los relatos de Arguedas de los esquemas ideologizados y rígidos en que aquéllas se encuadraban. Es más, en un lenguaje matizado que rehuye el tipismo y rechaza el miserabilismo, Arguedas asume ese pedazo oculto y mágico de su mundo mestizo, reivindica -sin programas ni proyectos reductores- su identidad   —84→   profunda, en la cual los valores indígenas están presentes con la espontaneidad fervorosa de quien los ha vivido en la práctica cotidiana. Y los conserva raigalmente, desde la infancia, a través de la que fue su lengua materna, el quechua.

Arguedas, el contador en la más pura tradición cultural indígena, el hacedor de sueños tejidos con palabras, el taumaturgo que se realiza en la escritura, se vio confrontado, como todos los mestizos culturales, al drama de la formulación de su mensaje. Había en su propia tierra una larga tradición de esa desgarradura, desde el Inca Garcilaso a César Vallejo, para sólo recordar dos hitos. Pese a que nuestro autor escribió en quechua, su realización literaria la tuvo que hacer en el idioma dominante. El desafío era enorme y la respuesta fue magnífica. Pero el precio que se paga por ese doloroso extrañamiento lingüístico es desgarrador. Hay en su escritura la fuerza que da el hecho de escribir con la sangre de las raíces, con la vibración de los nervios, con la indignación de la voz sustituida o impostada. Pero existe también la alegría, el orgullo de poder transponer el fuego de una lengua a la otra, de mantener el temblor, de conservar el aliento originarios. Todo ello se conjuga para conseguir el registro de una palabra singular e inédita, formulada en un español tallado, unas veces, a dentelladas rabiosas, labrado, otras, a pura caricia y levedad de labios por las incisiones etéreas de la oralidad, esas marcas encantatorias que amplían y diversifican poéticamente el discurso, al tiempo que le acuerdan una formidable dimensión polisémica. Pero en esa misma realización anida el consecuente riesgo, el peligro de que la utopía de rescatar el mundo raigal no sea sino un espejismo, presto a desvanecerse en la proximidad del contacto. La superficie de una escritura como la de Arguedas es más que una simple ilusión producida por la reflexión de la luz de las palabras. Detrás y por debajo de esa sobrefaz se produce la refracción hipertrófica de las células de un sueño ancestral; él asume en su voz el destino de una cultura que le habita desde siempre, que remonta a la niñez del tiempo.

Pero se trata de un sueño amenazado, de una cultura de incierto destino, no por defectos intrínsecos, no por falencia de los mitos que la sustentan, sino por las agresiones externas, por la situación de extrema injusticia que la acosa, por la depredación y la degradación de la que son víctimas los valores en que la misma se asienta. Son lenguas y culturas -las amerindias- que viven en trance de agonía, en el sentido etimológico de lucha, angustia, y en el derivado que incluye la idea de muerte. Y José María Arguedas lo sabe. Él tiene plena conciencia de la amenaza que pesa sobre el destino negado o manipulado de ese mundo que lleva apasionadamente, tormentosamente consigo, en lo más profundo de su ser. Y sufre ante semejante injusticia. Su obra está asentada sobre esa pasión desesperada, se nutre de esa angustia insumisa.   —85→   Por ello es una literatura trágica la suya, marcada por el signo de la inminencia.

Se puede notar en las tres novelas más importantes de Arguedas una progresión creciente -inconsciente- de la degradación de ese su universo amenazado, una desagregación de los íntimos lazos -míticos- que establecen y mantienen la coherencia en el mismo. La armonía esencial y esperanzada, la luz prístina, fundacional, presentes en Los ríos profundos, comienza a empañarse en Todas las sangres, las que se confunden en los aluviones migratorios que vacían las entrañas de la tierra sagrada -la sierra-, esa marea humana que, empujada por los malos vientos de la necesidad, de las penurias económicas, de la explotación inhumana, va depositándose en la costa, ese lugar maldito en el que nacen y proliferan todos los males, en el que se degradan las palabras del canto y se deshilacha el manto de los sueños. Pero en esta obra todavía no se produce la desintegración; persiste en ella la esperanza de un mundo nuevo que ha de nacer bajo el signo de una sociedad más consciente, que ha de saber insertar la antigua palabra ancestral en una noción actualizada de justicia.

El proceso de declinación frustrante culmina con Los zorros de arriba y los zorros de abajo, en Chimbote, ese símbolo premonitorio de la devastación, del desmantelamiento, de la degradación de la sociedad peruana. Chimbote, el lugar en que se patentiza la caída, la decadencia de una colectividad en quiebra, moral y económica, en la que se rescinde la dignidad. Ese sitio en que los hombres son apenas restos abandonados en la costa por la resaca después del naufragio. Allí donde el tiempo pierde su norte, en que la lengua se babeliza, extravía el sentido esencial de la comunicación.

La ardua elaboración de la novela coincide con un período penoso -¿causa, efecto?- en la vida del escritor. La misma comienza un año después de la primera tentativa de suicidio. Y corresponde a una constatación, lúcida y dolorosa, de la desgarradura que, como un rayo a golpes diferidos, abatirá el tronco de la palabra, ése que sustenta el árbol de su existencia. Será una tentativa desesperada, cuyo sentido se encuentra -por oposición- en una frase de la respuesta a Julio Cortázar: «Yo soy un hombre feliz y continuaré siéndolo mientras pueda seguir trabajando, aquí o allá» (julio de 1969). Pero el veneno del desencanto ya le había llegado a las venas, le había corroído la esperanza. Un fuego negro le abrasa las entrañas: la irresistible pulsión de la muerte. Nótese la desesperada, la calma, la lúcida determinación en la siguiente frase de su carta de despedida: «Me retiro ahora porque siento, he comprendido que ya no tengo energía e iluminación para seguir trabajando, es decir, para justificar la vida». Era el 27 de diciembre del mismo año, la víspera del día en que se disparó un tiro en la sien, frente a los destinatarios   —86→   de su misiva, sus estudiantes de la Universidad Agraria de Lima. Como esos indígenas comunitarios que se sienten desvalidos, incapaces para «trabajar», él advierte que ya no podrá labrar la tierra de la palabra, aportar su parte de sustento a la comunidad, y decide eliminarse, internarse en el monte del silencio definitivo. El destino trágico, implacable que durante toda su vida le estuvo aguaitando, acechando, se cierra así al apagarse el halo de su voz. Ésta era la justificación de su existir, y cuando la misma se le va extinguiendo, su vida carece de sentido; una sola salida le resta. Y como siempre lo hizo, asume su destino con inflexible honradez, con total honestidad. José María Arguedas muere de un mal que le aquejó toda la vida: la escritura. Muere de no poder escribir, porque siente que le falta el aire, la respiración de la palabra.

No siempre la vida del escritor está en acuerdo con la obra. Más de una vez se producen desencuentros, contradicciones, oposiciones entre aquél y ésta; inclusive negaciones, reniegos, apostasías y traiciones. No es el caso de José María Arguedas, quien fue leal a su palabra, hasta la muerte: asumir el necesario silencio para no menoscabarla, para no serle infiel. Fue un hombre de una sola pieza, que supo hacer coincidir la voz con la acción, el sueño con la realidad. Y cuando vio amenazada esa armonía, tuvo el coraje de pagar con su vida la preservación de la imprescindible -para él- coherencia.

Tuve la alegría, la satisfacción de conocerlo (honor es una palabra demasiado ampulosa y retórica para aplicarla a su persona; no le habría agradado, estoy seguro). Nuestros primeros contactos fueron epistolares. Le escribí acerca de la posible publicación, en francés, de su novela El Sexto, que una amiga estaba dispuesta a traducir. Le pedía autorización para presentarla a una editorial en la que, por entonces, yo era lector. Naturalmente, a renglón seguido le hablaba de su obra, doblemente admirada, por su calidad en sí y por los lazos subterráneos que a ella me unían en mi condición de mestizo cultural. La respuesta no se hizo esperar. Su carta estaba impregnada de una rara modestia, plena de grandeza, no la falsa modestia reptante que busca el halago zalamero. Aceptaba encantado la posibilidad de la versión francesa de El Sexto, fundamentando con toda naturalidad su agradecida aquiescencia: «Es un libro que quiero mucho, porque lo he padecido. Aunque sé que es una novela que no está en la línea del resto de mi trabajo literario, tengo debilidad por ella, pues esas páginas las he vivido -en la prisión- con dolor». Sus palabras tenían una carga de gran sinceridad. Y otra de igual generosidad. Se explayó largamente sobre su «trabajo», agradeciendo mis modestos comentarios. «Veo que hay una corriente que pasa -decía-, que nos entendemos». Y para mi sorpresa me habló de Alcor, revista que yo había dirigido en Paraguay y que él conocía gracias al canje que manteníamos con universidades latinoamericanas,   —87→   especialmente. «Es la mejor revista de América, porque a la calidad se agrega el coraje de publicarla en un país sometido por una atroz dictadura», exclamaba en un rapto de generoso estímulo.

Un tiempo después lo conocí personalmente, en ocasión de un seminario sobre la situación agraria en América Latina, realizado en octubre de 1965 en París, en el que participó como ponente. Sus intervenciones revelaban al antropólogo que conocía sus temas por haber vivido las situaciones, no como un simple investigador que observa los fenómenos desde el exterior. Sus propuestas añadían al aspecto práctico y científico la dimensión poética; a menudo se resumían en la relación de un mito que descuajaba el problema como si se tratara de un arbusto con las raíces al aire. Tuve la alegría de compartir con él dos largos momentos de conversación, mano a mano. El mismo ritmo calmo en el decir -que ya conocía por las cartas-, la misma modestia sin remilgos, el tono mesurado de la voz, que no excluía el fervor contagioso cuando abordaba los temas que le apasionaban -prioritarios en esas ocasiones-, y una entusiasta curiosidad por conocer una realidad que sabía próxima, la situación de la lengua y la cultura guaraníes. Su conversación pausada estaba tachonada de silencios cargados, de elocuentes agujeros sigilosos que convocaban -tanto como sus palabras- los valores, los sueños compartidos, las angustias, los temores comunes. Su convicción era tal que exaltaba hasta la inquietud, al tiempo que el susurro de su voz serenaba el ánimo. Inolvidable, entrañable personaje. José María Arguedas, el hombre, era idéntico a su escritura, cargada de tanta generosa luz. Por eso es que su vida está tan ligada a su obra, a su palabra. Y su muerte a la amenaza del silencio que sintió venir cuando se le derrumbaba por dentro el universo que llevaba en la tierra del pecho.

La última carta suya es de mayo del 69, pocos meses antes del trágico desenlace. Con la habitual modestia, con la espontánea candidez y sinceridad que le caracterizaban, agradece lo que considera una deferencia. «Me siento feliz. ¡Mi diario acordándose de mí...!», se exclama. Con la misma natural franqueza se refiere a su obra. «La noticia que me da usted (la publicación de un texto suyo en Le Monde) me ha verdaderamente emocionado y sorprendido...». Y sin ninguna falsa modestia, con entera llaneza agrega «...aunque después, la verdad es que me parece más o menos explicable y hasta justificable. Mi caso es bastante sui generis en la literatura hispanoamericana». ¡Admirable sinceridad la de este hombre íntegro y transparente, incapaz de simulaciones hipócritas, de dobleces retorcidas! Púdicamente, en un párrafo escrito a media voz, deja entrever la perturbación ansiosa que le conturbaba, que le roía las entrañas y a las que El zorro de arriba y el zorro de abajo servía de exutorio. «Ya le enteraremos de esto», dice en actitud despersonalizante   —88→   -el uso de la primera persona plural-, al tiempo de manifestar su deseo de compartir su angustia, como cuando en un café de algún otoño parisino compartimos el vino y la esperanza, la palabra y los temores, la luz y los silencios.

Augusto Roa Bastos, autor que está unido a José María Arguedas por múltiples características referentes a los componentes mestizos básicos de la escritura, me contó una anécdota que considero reveladora. Ambos coincidieron en un coloquio de escritores latinoamericanos y el azar hizo que fueran alojados en el mismo cuarto de hotel. La conversación sobre el tema de la escritura, que les apasionaba a los dos por las circunstancias comunes que los unían, se prolongó en la habitación. Aquella noche Arguedas se aplicó entusiastamente a hablar de una futura novela; el compañero le escuchaba fascinado. Al cabo de un buen rato de seguir el hilo encantatorio del relato, tortuoso y quimérico por momentos, Roa Bastos se alzó en el lecho vecino apoyándose en el codo y miró al apasionado contador. Sólo allí reparó que Arguedas se había quedado dormido -el otro no sabría decir en qué momento-, lo cual no le había impedido continuar con su arrebatada y fascinante narración.

Posiblemente, durante toda su existencia José María Arguedas no hizo sino vivir -escribir- el sueño recóndito y portentoso que le habitó desde la infancia; soñar las voces ancestrales que su escritura fijaba con rasgos sonambúlicos. Cuando se percató de que ese sueño podía desvanecerse sin madurar, que el mundo de su palabra taumatúrgica estaba amenazado, optó por sumergirse en ese otro sueño, más largo y sin retorno, sin resquebrajaduras, sin sombra de vacío.



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ArribaAbajoHoracio Quiroga: La tercera orilla de la frontera

(El guaraní en la escritura quiroguiana)


En un lúcido estudio, Edmundo Gómez Mango40 corrobora la relación privilegiada de la escritura de Horacio Quiroga con las Misiones, ese territorio de fronteras enclavado entre la Argentina -de la cual hace parte-, Brasil y Paraguay, a los que debe agregarse un cuarto límite arcifinio: la palabra uruguaya-universal del narrador. En el cuento «Un peón»41, el protagonista, es descrito lingüísticamente con estas palabras: «...hablaba una lengua de frontera, mezcla de portugués-español-guaraní, fuertemente sabrosa». En otro relato, «Caza del tigre»42, pone en boca del relator lo siguiente: «Las gentes de la frontera hablan así, mezclando los idiomas». La misma alusión directa a la lengua -guaraní en este caso- mezclada y fronteriza, se encuentra en el cuento «Los precursores»43. Allí el protagonista dice: «...me hago entender en la castilla. Pero los que hemos gateado hablando guaraní, ninguno de esos nunca no podemos olvidarlo del todo...». Y más adelante: «...la guaraní que siempre se me atraviesa» (aquí el uso del artículo femenino la obedece al hecho de que en guaraní no existe esa partícula en la función que tiene en castellano, y que además no existe la distinción gramatical de los géneros, sino sólo la diferencia de sexos).

La caracterización, ratificada en los textos del autor, es aplicable al tono de toda su escritura hecha a partir de su capital, definitiva experiencia misionera. Coincido totalmente con Gómez Mango cuando afirma que «Misiones, como territorio es tiempo y espacio, fondo y figura, mágico y alucinante, de lo mejor de su narrar [...] Es en el cuento de monte, en el cuento de Misiones donde Quiroga encuentra las misiones, la misión de su escritura».

El propósito del presente trabajo es realizar algunas exploraciones geo-lingüísticas y culturales en una de las orillas de esa tierra fronteriza, el tercer linde habitado por el peón del cuento en la enumeración hecha por el narrador. Me propongo dar cuenta no sólo de la impregnación guaraní propia a la escritura «misionera» de Quiroga, sino de la sutileza en la utilización de ciertos mecanismos de esa lengua, de la profundidad con que cala la cultura indígena la permeable tierra de su palabra. Esto es más perceptible para el guaraní-hablante, condición   —90→   que me mueve a encarar este aspecto poco estudiado de la escritura de Horacio Quiroga.

Se impone una aclaración previa: cuando digo «lengua guaraní» o «cultura indígena» me refiero a los elementos que de ellas quedaron en el habla y la cultura mestizas de las regiones antiguamente ocupadas por el pueblo guaraní, es decir en este caso Misiones y Corrientes en Argentina, sur del Brasil y Paraguay. No hablo pues de los grupos aborígenes aún existentes (en especial los mbya) que habitan a ambos lados del río Paraná, que usan un dialecto guaraní no «contaminado», habiendo conservado sus costumbres ancestrales. Los personajes de Quiroga son los primeros, no los segundos.

¿Era consciente el autor de la incorporación lingüística operada en sus cuentos? Pregunta difícil de contestar. Lo que sí puede constatarse es su preocupación por los recursos de la escritura, a los más diferentes niveles. Desde el punto de vista aquí planteado, el escritor tenía una clara idea de los peligros en que puede caer un narrador que aborda temas como los de sus cuentos monteses. Ello se comprueba en el siguiente párrafo de su reflexión sobre el género:

Un relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje gratuito y un diálogo en español mal hablado.44



Es interesante constatar el vigor con que anatematiza la facilidad folclorista de una cierta literatura, por entonces en boga. Es como si el mismo quisiera ponerse en guardia contra el peligro que le acecha por parte de esas fieras lexicológicas en la selva de palabras que transitan en sus cuentos. En efecto, nada más resbaladizo que los temas de sus cuentos misioneros para caer en el localismo epidérmico y efectista. Sobre el «paisaje gratuito» volveré. La utilización de elementos de un idioma con un sistema muy diferente al de la lengua en que escribe, es proclive a ese deslizamiento. Leyendo esos cuentos, se constata que usa muchas palabras en guaraní. En ello cumple estrictamente el principio al que se refiere en el mismo artículo, unos párrafos más adelante:

He observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar con llamadas al pie, o en el texto mismo el significado de las expresiones de ambiente. Esto es un error. La impresión de ambiente no se obtiene sino con un gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es una cobardía.45



Sorprende la lucidez y el rigor del juicio categórico acerca de un recurso retorcido y bastardo que, en esos momentos, tenía una generalizada práctica en la narrativa latinoamericana. No se debe olvidar que es la época en que el indigenismo, en el auge de su expresión, había consagrado   —91→   el expediente denunciado por Quiroga como un vicio. La práctica del «mechado» de palabras autóctonas, traducidas al pie de páginas o repertoriadas en un vocabulario final, estaba de moda. Es más, era el recurso al que una concepción miope apelaba para conseguir «autenticidad». El discutible procedimiento, enérgicamente estigmatizado por Quiroga, correspondía en realidad a la necesidad de justificación de esos escritores que, desconociendo en general la lengua indígena, recurrían al recurso postizo de la prosa variopinta, en la que los vocablos aborígenes rescataban la mala conciencia sin agregar la más mínima calidad literaria, el menor sello de la buscada autenticidad. Sin embargo, él usa «expresiones de ambiente», sin caer en el folclorismo. Cabe entonces ver cuáles son los mecanismos y los efectos de la incorporación de términos o expresiones guaraníes por parte de Quiroga. Iré de lo más evidente y directo a lo más complejo y sutil.

Antes que nada, cabe hablar de la ya evocada «impregnación» de la escritura quiroguiana por eso que se puede llamar la materia guaraní. La recuperación de ese aliento pasa por diferentes canales. A veces se trata de la integración de índices explícitos. Es el expediente utilizado en el cuento «El paso del Yabebirí»46. La primera frase usa el recurso etimológico: «En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque Yabebirí quiere decir precisamente 'Río-de-las-rayas'». En efecto, javevyi (escrita en la grafía actual) significa raya y y, agua o río (la r intermedia es un elemento eufónico, ya que en el guaraní consonantes y vocales alternan necesariamente). Más adelante, en el mismo relato, se lee: «-¡NI NUNCA!- respondieron las rayas. (Ellas dijeron «ni nunca» porque así dicen los que hablan guaraní, como en Misiones)». En efecto, esa reiteración de la negación a través de dos partículas es traducción literal del nahániri-eté, con que en guaraní se hace la negación reforzada mediante el adverbio correspondiente al que se agrega el sufijo intensificador eté.

El mismo expediente explícito se usa en «Caza del tigre», en donde luego de una frase literalmente traducida del guaraní, el narrador dice: «Este hombre era misionero, o correntino, o formoseño, o paraguayo. En ninguna otra región del mundo se habla así». El autor convoca aquí el Paraguay y las tres provincias argentinas próximas que en su conjunto constituyen el núcleo en que se usa como lengua corriente la expresión dialectal denominada guaraní criollo o mestizo.

Un segundo mecanismo utiliza la incorporación pura y simple de términos o expresiones guaraníes en el texto. En este caso, varios procedimientos son posibles.

a) El vocablo se incrusta en la escritura y es digerido por el relato mismo, sin jamás apelar a la tentación de las llamadas al pie, que como se ha visto, el narrador condena como «un error» o «una cobardía».   —92→   Aplica con total coherencia la regla del «gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles». A continuación van algunos ejemplos significativos de la citada utilización.

En el cuento «Un peón», el protagonista, luego de hacer un formidable trabajo de perforación en la piedra dura, «bloques de hierro manganésico veteado de arenisca quemada, y tan duros que repelen la barreta con un grito agudo y corto...», le dice al patrón

-¡Pedro do diavo!... ¡Quedó curubica!...



El término curubica (Kuruvíka en la grafía actual), significa fragmentos, cascajos, piedra desmenuzada. Aunque no comprenda íntegramente, el lector corriente y advertido entiende perfectamente el sentido del vocablo gracias al desarrollo precedente de la acción cumplida por el peón brasileño. Es la regla del «gran desenfado», mucho más radical que el uso del término portugués «diavo», cuya semejanza con «diablo» es de más fácil comprensión, (pese a que, en la actualidad, el término curuvica ya ha sido admitido por la Academia Española de la Lengua).

Ejemplos de incrustaciones diversas se encuentran a profusión en el cuento «Los precursores», uno de los que de manera más evidente revelan la impregnación guaraní, y ello porque el protagonista-narrador es un mestizo cultural «medio letrado», tal cual se presenta en las primeras líneas al explicar cómo, «de tanto hablar con los catés», ha conseguido hacerse entender en «la castilla». El vocablo caté (apócope de categoría) es un neologismo muy usado en su significado de «elegante», «gente cultivada». El mismo no es explicado, como tampoco otra expresión mezclada que, ambas, se entienden en el contexto narrativo; me refiero a: «Era de Holanda, de Allaité». Este vocablo, que se vuelve genérico y comienza con mayúscula, combina el adverbio castellano allá con el sufijo de intensidad guaraní ité, para dar la noción que un mestizo puede tener de un lugar remoto que se llama Holanda, según le han dicho. Creo que se trata de un excelente logro de la técnica quiroguiana del «gran desenfado».

Otro ejemplo, reiterado a todo lo largo de los cuentos misioneros, es el uso del pronombre personal posesivo de primera persona guaraní, che, equivalente a mi. El uso de che, especialmente con «che amigo» (que luego se contrajo en chamigo), es un recurso reiterado para ir consiguiendo la atmósfera, el «ambiente» propio a la presencia de lo guaraní. Al mismo resorte obedece la incorporación de interjecciones de entusiasmo como iponá (o iporâ, lindo físico o moral) o expresiones de insulto, como añamemby, o Añá. A propósito de esas interjecciones existen algunos índices explícitos referentes a su función y alcance. Así en el cuento «En el Yabebirí», se dice: «Barbotaba sordas injurias en guaraní», y en «Los mensú», se habla de «los anatemas de la lengua   —93→   natal». Como se puede comprobar, Quiroga utiliza las interjecciones en lengua indígena para traducir momentos emocionales intensos (alegría, pena, rabia), tal cual es práctica corriente en el mundo cultural mestizo de influencia guaraní. El narrador comprende perfectamente un rasgo cultural definitorio de esa colectividad, y lo usa en forma muy pertinente y eficaz.

Otra influencia neta del guaraní en la expresión del relator mestizo de «Los precursores» -y en otros cuentos- es la mezcla del con el usted: «A usted le importaría, patrón, meterte en las necesidades de los peones...», y más adelante: «¡Qué te gustaría a usted haber visto...!». Estas fórmulas, lejos de ser expresiones de un «español mal hablado», son rasgos característicos del castellano de influencia guaraní, lengua ésta en la que no existe diferencia entre ambos pronombres, tú y usted; en ambos casos se usa el nde. La señal de respeto, la noción de jerarquía tienen otras marcas, que no son las del pronombre como en español (por ejemplo el uso de karaí, señor, que el narrador utiliza en un pasaje de este cuento o en otros relatos). El mismo desajuste en cuanto a la concordancia, o a las metamorfosis en función de reacomodos al nivel morfo-sintáctico en el paso del guaraní a la expresión castellana mestiza, se opera con frases como «Entonces... ¿Yo también es para venir?»; o «La cosa iba lindo» (ver más arriba lo concerniente al género), o «...Me mandó a decir el otro mi hermano...» (en guaraní existe una marca reforzada del posesivo, que pasa aquí a través del uso de los dos pronombres). Otros textos contienen ejemplos semejantes, como: «Me hallo enfermo grande...» («Los mensú»), o «¡Che amigo! ¡Lindo que viniste por aquí!» («Caza del tigre»).

Otra forma de la influencia del guaraní en el habla mestiza de la región es la utilización de la proposición por en vez de a o en, es decir con función locativa. Tal los casos en «Los precursores»: «...los patrones le habían echado por su cara...» (en vez de «echado en cara»; véase además el uso del posesivo su); o «Algunos corajudos se acercaban después por la mesa»... (en lugar de «a la mesa»). Se trata de la traducción de la posposición locativa guaraní -re o -hese (en sentido propio o figurado).

Una utilización divertida de ese sistema de sustituciones y equivalencias, aquí en función fonética, es el nombre del «gringo Van Swieten», que es llamado Vansuite. Como afirmé más arriba, el guaraní tiene el sistema obligatorio vocal-consonante, sin que el último fonema pueda ser consonántico. De allí la supresión de la n final y de la e intermedia, pues si no habría una sucesión de dos vocales, quedando en este caso sólo la más fuerte, la i en formación diptongal. Personalmente me resulta especialmente simpática la adaptación, pues me recuerda el cambio operado en el apellido del boticario alemán de mi pueblo,   —94→   que de Reiniger (que él pronunciaba Ráiniger), pasó a llamarse don Remigio, nombre más fácil y más familiar.

) Existe otro procedimiento en el que Horacio Quiroga es un precursor incontestable: el que evitando las impertinentes llamadas al pie, utiliza con total desenfado expresiones en la lengua indígena, las que de inmediato son desarrolladas, vertidas con equivalentes implícitos o mediante metáforas dentro del propio contexto narrativo. El citado recurso ha sido utilizado en forma intensa, posteriormente, por autores como Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas o Augusto Roa Bastos47, cuyas obras guardan relaciones raigales con diferentes culturas amerindias. Rechazando el burdo procedimiento de las interpolaciones molestas de los indigenistas, Quiroga consigue incorporar el aliento de la lengua indígena, sin hacer concesiones de tipo folclorista.

Algunos ejemplos del evocado procedimiento servirán para comprender el alcance literario y la eficacia del mismo.

En «Un peón», el relator-patrón reflexiona sobre el trabajo a encomendar a su empleado: «Desde tiempo atrás había alimentado yo la esperanza de reponer algún día los cinco bocayás que faltaban en el círculo de palmeras alrededor de la casa» La palabra bocayá (o mbokayá = acrocomia totai), una palmácea, remite al término genérico palmera, que da la equivalencia y la explicita.

El título de «Los mensú» es aclarado en el comienzo del cuento: «Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obrajes, volvían a Posadas [...] Cayé -mensualero- llegaba...». El párrafo nos informa que la palabra «mensú» es un apócope de«mensualero» (en el contexto de la fonética guaraní, en la que no se conoce la l), y que se trata de un «peón de obraje». Como se puede comprobar, el mismo procedimiento de apócope es aplicado al nombre del personaje, Cayé.

Otro ejemplo, inserto en el mismo relato: «Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de arrollarse a tiritar.

Cayé, pues, construyó sólo la jangada -diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada». La recomposición de los implementos empleados para construir la rústica jangada da la clave del cuerpo extraño guaraní isipó (o ysypó): diez tacuaras más dos en los extremos (las 12 cortadas), todas atadas con lianas; el cuerpo extraño ha sido integrado a la jangada de palabras del relato y la navegación continúa naturalmente a la deriva torrentosa del Paraná.

Un tercer ejemplo se encuentra en el mismo cuento cuando el relator hace un sucinto recuento de las actividades en la jornada del «mensú».   —95→   Termina con «para concluir de noche [...] con el yopará del mediodía». Tres líneas más arriba habla de esta comida: «el almuerzo -esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa». Con lo cual se da la composición del «yopará», que en guaraní significa genéricamente mezcla designando en particular aquí un cocido rústico compuesto de una mezcla de los citados dos granos.

En el relato «Los precursores» utiliza el mismo recurso al que se agrega un sistema posterior de carambola con la expresión opama. Dice. «La cosa empezó entre el gringo Vansuite, el tuerto Mallaria, el turco Taruch, el gallego Gracián... y opama. Te lo digo de veras: ni uno más». El procedimiento es idéntico a los casos ya citados: opama (opa = se acabó y ma = ya), está significado por el «ni uno más» final. Dos inclusiones posteriores de la misma palabra son los golpes que resultan del pase de carambola. Dice el primero: «Sin mirar siquiera los cartelones que llenaban las puertas aceptamos el bárbaro pliego de condiciones... y opama». Y el segundo: «pero el gringo Vansuite no era mensú. La sacudida del movimiento lo alcanzó de rebote en la cabeza, medio tabuí, como te he dicho. Creyó que lo perseguían... Y opama». La referencia de las dos inclusiones es el primer basta, y en ambos casos el opama no por casualidad, está ubicado en fin de frase. El término tabuí (o tavy), estado paranoico que empuja a Vansuite a suicidarse, está justificado en el párrafo precedente: «Yo creo que Vansuite había sido siempre loco-tabuí, decimos».

c) El cuento «Yaguaí», lleno de ternura, es un ejemplo diferente del mismo procedimiento. A lo largo de todo el relato se ven las andanzas del pequeño fox-terrier pero en ningún momento se traduce el término que da nombre al cuento. Sólo al final, cuando la fidelidad del perrito lo devuelve a la casa, y por error es matado por su propio dueño, en ese momento intenso y doloroso, la conversación entre éste y su hija revela el significado del título.

De pésimo humor volvió a la casa, y la primera pregunta de Julia fue por el perro chico.

-¿Murió, papá?

-Sí, allá en el pozo... Es Yaguaí.



(Los subrayados son míos. Yaguaí viene de yagua = perro, y i = pequeño).

En «Yaguaí» se trata de una larga y perfecta parábola cuyo punto inicial es el título del cuento y que luego de una poética trayectoria culmina con la muerte -casi filicidio- del fiel «perro chico».

d) Para terminar con la ejemplificación del mecanismo usado con tanta maestría por Quiroga, quiero evocar dos casos especiales. Hasta aquí se ha visto que el recurso implica la utilización de un «término de ambiente» (una expresión guaraní) integrado, digerido en el contexto   —96→   narrativo, sin apelar al grosero método de la llamada al pie. Los casos siguientes son aún más sutiles, y como guaraní-hablante y como mestizo cultural confieso que me sorprenden, despertando -todavía más-mi admiración.

El primero está en el cuento «Alambre de púa»48, en el que los protagonistas son dos caballos y un toro, Barigüí, acerca del cual se establece este diálogo.

-¡El toro Barigüí! Él puede más que los alambrados malos.

-¿Alambrados?... ¿Pasa?

-¡Todo!, alambre de púa también...



La trama del relato gira en torno al enfrentamiento entre el dueño del campo por proteger su cultivo de avena y la fuerza incontenible, el brío de Barigüí, que «puede más que los alambrados, puede ¡todo!». Ahora bien, ¿qué significa Barigüí? Es aquí donde el nombre del toro llama la atención del guaraní hablante. Barigüí (o mbarigüí) es el nombre de un insecto... de dos a cuatro milímetros de longitud. Parecería raro designar a un enorme y poderoso toro con el nombre de un minúsculo insecto. Pero resulta que el mbarigüí, polvorín o jején en castellano, es una terrible bestezuela hematófaga, cuya picadura muy dolorosa es además pruriginosa y tiene consecuencias duraderas por bastante tiempo. Y lo que es más, la pequeñez y la conformación corporal le permiten atravesar cualquier tejido, por más espeso que sea. De allí sin duda el origen del nombre dado al toro, que atraviesa todas las vallas para cometer sus temidas tropelías. Es la única relación, por oposición de volumen y coincidencia de poder de perforación, que puede existir entre el inmenso vacuno y el diminuto mosquito. Todo el juego de relaciones contrapuestas y concordantes pasan por la ironía del nombre guaraní del toro dentro, de un sistema de correspondencias insólitas. Y ello no es evidente sino a un nivel de implícitos en que el significado equívoco de contrastes caricaturescos provocados son propios a la economía semántica del guaraní.

El último ejemplo al que voy a aludir se refiere al breve cuento: «En el Yabebirí»49. Se trata de una experiencia de caza, una jornada -especialmente nocturna- compartida entre el narrador y el cazador Leoncio Cubilla, víctima de un feroz ataque de chucho. En realidad, el protagonista incuestionable es el aguará que Cubilla cree ver en su delirio febril. Los gritos del cazador -«¡El aguará!, ¡el aguará va a venir!»- van creando una atmósfera alucinatoria que se va intensificando, cargándose de presagios inquietantes en medio de la tormenta, los truenos y relámpagos «sobre el cielo lívido». El clima de alucinación sigue creciendo con las visiones sonambúlicas del cazador y con sus gritos: «¡El aguará se va a tomar toda el agua!», detalle éste sobre el que insiste. Su delirio parece materializarse, por momentos: «Y en ese instante,   —97→   entre ráfagas de viento, oímos claro y distinto el aullido de un aguará. ¡Qué escalofrío me recorrió! No era para mí el aullido de un aguará cualquiera, sino de 'ese' aguará extraordinario que Cubilla estaba olfateando desde las doce de la noche». Ese aguará cuya «silueta inmóvil y cargada de hombros» el narrador dice haber divisado entre relámpagos, sobre el que dispara su escopeta con la siguiente constatación: «Cuando pude ver de nuevo, el páramo de greda estaba desierto; no había sentido ni un grito». La carga de fantasmagoría está dada por la insistencia de los gritos del cazador que contrastan con la posible realidad: «Tal vez si mi hombre hubiera dicho que el aguará nos comería, o cosa así, no habría visto en ello más que una lógica sobreexcitación de cazador enfermo. Pero lo que conturbaba era ese detalle de brutal realidad ya fantástico por su excesiva verosimilitud: 'a pesar de todo', el animal vendría a tomarse 'nuestra' agua». El clima fantástico adquiere una extraordinaria tensión que recuerda al «Horla», personaje indefinible y obsesivo, ente inmaterial y sin embargo tan real, que asedia al protagonista en el cuento de Maupassant. De repente me doy cuenta que yo tampoco di la equivalencia del término aguará, porque en realidad no designa aquí simbólicamente sino a la muerte, que Cubilla percibe en su delirio nocturno -desde la medianoche, hora de presagios si las hay- y que, al final del cuento nos enteramos, ha venido poco después a beberse el agua de su vida50.

La presencia de la cultura guaraní, ese tercer límite en la escritura fronteriza de Horacio Quiroga, no se reduce al elemento lingüístico. Existen otros factores marcantes, de entre los cuales apuntaré dos o tres.

Se destaca muy bien en su narrativa de mayor intensidad, la que se relaciona con Misiones, el rol que tiene la geografía, la naturaleza; la relación del hombre con los animales; la presencia del monte, la del río, la del calor infernal durante el día, el frío glacial en las noches. En fin, todo lo que hace a ese dominio conocido con el nombre vago de ecosistema. Indudablemente el narrador tiene una información sobre esos elementos, aprendida en los libros, pero sobre todo en la vida cotidiana, en las tareas y los días de su intensa existencia misionera, asumida plenamente, casi como un destino. En todo caso, como un pleno destino literario.

Napoleón Baccino Ponce de León51 muestra bien las características de esa relación de equilibrio inestable entre el habitante y su medio natural en la narrativa de Quiroga. De un enfrentamiento inicial entre el hombre y el símbolo vivo de la selva, los animales -con insistencia en la víbora-, se pasa a una reconciliación, a una relación de convivencia armoniosa en la que el narrador transfiere a menudo el foco de la acción al animal, casi siempre para poner de manifiesto el peligro que ese «intruso»   —98→   depredador representa para el equilibrio de la naturaleza, de la especie toda, en la que la insensibilidad o la ambición termina por amenazar la propia existencia humana. Napoleón Baccino sigue la trayectoria de ese cambio en la obra de Quiroga, demostrando que el mismo coincide con la visión adquirida en contacto con la selva misionera. Para el crítico, «La vuelta de Anaconda» representa el paso del «cuento al mito», vale decir la metamorfosis de ese temido espécimen que, de enemigo, pasa a ser el símbolo de la continuidad de la vida. Coincido con Napoleón Baccino en su hipótesis y sólo quiero insistir en el origen de esta actitud, que el comentarista califica de «conciencia ecológica». Es indudable que el contacto fecundo del narrador con la tradición popular de Misiones, profundamente impregnada por elementos culturales guaraníes, se halla en la raíz de ese cambio de óptica. El recurso de la humanización de los animales, que hablan entre ellos y con los humanos, constituye una constante en toda la tradición oral guaraní-mestiza, y se entronca con las peripecias de los gemelos míticos -Kuarahy/Sol y Jasy/Luna-, cuya presencia en la cosmogonía es el segundo eje capital del ciclo de la vida comunitaria entre los guaraníes. Napoleón Baccino alude al papel de la víbora en esta cultura, y muestra su enorme importancia en la mitología aborigen. La víbora que, por rara coincidencia con la cristiana, es el primer ser que «ensucia» la superficie de la Tierra en la cosmogonía mbya-guaraní.

Además del rol protagónico que cumplen animales sagrados como la víbora o el jaguar, es pertinente recordar la función mito-genética de otros como el aguará en el comentado cuento «En el Yabebirí». El mismo expediente es destacable a propósito del «Yasy-yateré», esta vez con la utilización de una variante de un tema muy presente en la mitología guaraní y mestiza, hasta nuestros días. Pero esto es motivo de otro trabajo. Lo que sí cabe insistir es en la importancia que posee en la cuentística de Quiroga la temática de los animales, profundamente inspirada por elementos de la cultura guaraní. Igual cosa se puede afirmar en lo que respecta a muchos motivos míticos o mito-genéticos, que a menudo guardan relación con el universo animal.

Un último elemento, de indudable relación con la cultura guaraní es el papel que tiene la oralidad en la cuentística de Quiroga. En su principal reflexión sobre el género, «Retórica del cuento» (1928)52, el autor alude explícitamente al tema: «El cuento literario, nos dice aquélla («una nueva retórica»), consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste un relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención». Evidentemente, a esa altura de su tarea literaria, ya bien impregnado de la primera experiencia misionera, intensificada en la perspectiva de la obra y de la reflexión, Quiroga define el cuento en lo   —99→   que más le acerca a su expresión oral: «historia interesante», es decir dependiente de los efectos que se consiguen principalmente con la inflexión de la voz o aún con la representación mimética de lo relatado; y «breve», no sólo «para que absorba toda nuestra atención», sino para que la memoria pueda fijarla y transmitirla. Esto es lo que el narrador se propone conscientemente y que propone como consejo. A ello debe sumarse el conjunto de rasgos que, sin proponerse, en su escritura revelan la impronta de la oralidad. Veamos algunos:

En primer lugar, en la mayoría de los cuentos -y no sólo en los monteses- existe una «mise en scène» o puesta en situación, una especie de introducción con informaciones previas a la acción narrativa misma. Son los datos necesarios, el soporte referencial al que se remite el código de la palabra viva que, como es sabido, cobra mucha mayor libertad de la que tiene la fijeza de la escritura.

En segundo lugar, hay en muchos cuentos de Quiroga -especialmente en los de la selva- un ritmo que, por su movilidad o por el recurso de la reiteración o por el uso abundante del diálogo, se acerca más al relato de viva voz que al escrito. Como si estuviera contando para que lo entienda no sólo el lector caté, sino cualquiera de los personajes que vive en esos textos palpitantes, y que conoce personalmente al holandés Vansuite, al turco Taruch, al mensú Cayé Maidana o al cazador Leoncio Cubilla. Es así como se obtiene la mitificación de lo vivido, esa función poética por excelencia en la «retórica» de la oralidad.

Una tercera característica de la oralidad presente en la narrativa de Quiroga es el carácter fragmentario del relato y reiterativo de uno a otro texto. El fragmentarismo crea un cierto misterio poético que ha de ser resuelto, en gran medida, por el receptor, al mismo tiempo que interrumpe la historia en un momento de tensión narrativa suficientemente intensa como para crear el suspenso que mantenga el interés del próximo relato. Ese elemento narrativo residual es desarrollado en otro cuento, unido a muchos de los anteriores por símbolos, por personajes, por situaciones o por anécdotas que convierten un conjunto de historias en una especie de mosaico con figuras recurrentes en posiciones diferentes. No se puede dejar de pensar en esa representación fragmentaria y reiterativa al leer los cuentos misioneros de Quiroga. Y de remitir esta característica a los factores orales guaraníes que influyen en su práctica textual.

Los tres grandes rasgos señalados -y existen otros- de la oralidad son perfectamente discernibles en la obra de Horacio Quiroga. Pero también esta tarea merece un trabajo especial. Aquí apenas si me he limitado a enunciarlos.

Decía al comienzo que me proponía hacer una incursión a una de las orillas del territorio inestable de las palabras, la escritura fronteriza   —100→   de Quiroga, también descrito por Gómez Mango: «La frontera es entredicho, espacio entre las lenguas, entre los nombres [...] es búsqueda inquietante en las diversas lenguas, de una lengua única y fundamental»53.

Ocurre que después de deambular por el anegadizo «espacio de ausencia» en que «la escritura [...] persigue en la metamorfosis en el devenir otro, el radical 'desotro' que lo constituye»54, se me impone con fuerza la imagen fluvial, tan cara al narrador, tan presente en sus cuentos misioneros. La imagen de la correntada del río Paraná -que en guaraní significa pariente del mar-, que va arrastrando en el torrente incontenible de sus crecientes toda clase de seres y de cosas, desde canoas y jangadas cargadas con náufragos o moribundos, hasta camalotes habitados por cadáveres y anfibios, mezclados con: «árboles enteros, arrancados de cuajo y con las raíces al aire, como pulpos. Vacas y mulas muertas en compañía de un buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún sobre su raigón. Algún tigre, tal vez camalotes y espuma a discreción- sin contar, claro está, las víboras»55.

Se me antoja, entonces, que la escritura misionera del narrador uruguayo es este río de fronteras desbocado que tiene más de dos riberas, como en el cuento de ese otro fronterizo excepcional, Joaô Guimarâes Rosa. Describí someramente la tercera margen, esa alucinante, movediza orilla escondida, orilla -en que se confina el protagonista- que pese a su huidiza presencia, está en todas partes, «en esa agua que no cesa, de extendidas orillas [...] río abajo, río afuera, río adentro -el río»56.



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ArribaAbajoEstructura autoritaria y producción literaria en el Paraguay

Desde que J. P. Sartre puso de moda el concepto de «compromiso del intelectual», se ha vertido mucha tinta para discutir de la noción que alinea al escritor en una posición ideológica que lo enfrenta a doctrinas y a gobiernos dictatoriales. Pero el concepto se ha ido desgastando a medida que se iban poniendo en evidencia algunas fallas en la posición sartriana. Tal, por ejemplo, la revelación hecha en forma pública y oficial por el XX Congreso del P. C. de la URSS de los crímenes cometidos por el estalinismo. Y la contradicción que ello representaba para la actitud pregonada por un «compañero de ruta» de la etapa denunciada, tal como siempre sostuvo Sartre con su acostumbrada honestidad. Ello hizo reflexionar a los escritores de América Latina, en donde el concepto de «compromiso» había prendido fuertemente, en las huellas de lo definido por el filósofo francés.

En realidad, el traspié no invalidaba la noción en sí, sino obligaba a los intelectuales latinoamericanos a constatar las características etnocéntricas de la definición inicial, y en consecuencia, a repensar y a redefinir el concepto. Porque la evolución histórico-política de América Latina en los 30 últimos años, ponía cada vez más en evidencia la incompatibilidad entre la doctrina y la práctica de regímenes dictatoriales -en neto crecimiento en ese lapso- y el ejercicio de la tarea del intelectual o la práctica de la escritura. El Cono Sur conoció una dolorosa experiencia de esa situación, que hizo crisis aguda en la década del 70. Todo ello indujo a los escritores a reformular la noción del compromiso, que en función de situaciones concretas, cobró profundidad, abandonando la manifestación a nivel de la corteza aparencial para adentrarse hacia la médula del problema, concebido no ya como imitación superficial de modelos extraños, sino como resultado de experiencias vividas. Son las mismas dictaduras las que se encargan de dar los elementos para esta redefinición del compromiso. En efecto, los apresamientos, desapariciones, torturas, exilios y todas las otras formas de represión, incluyen sistemáticamente a los intelectuales, a los escritores entre las víctimas privilegiadas, como si la pertenencia a esa categoría trajera aparejada automáticamente la condición de «subversivo».   —104→   Como acordando razón a la fórmula «la palabra es un arma cargada de futuro».

Y tenían razón estos regímenes totalitarios. Primero porque lo que más les preocupa es la evolución siempre incierta de los acontecimientos, el devenir de la historia, que es el futuro. Ellos saben bien que ese futuro no les pertenece, porque el sistema que imponen es un intento inútil de negar la historia.

En segundo lugar, porque saben que en esa tarea ahistórica no pueden apelar, por lo general, a la complicidad de los escritores, que por esencia constituyen la conciencia viva de la colectividad. Y como desclasados que son, no tienen precio; difícilmente pueden ser comprados. Si introduzco un matiz de duda en mi aseveración es porque, a veces, hay excepciones, pero éstas confirman la regla, tanto más que, invadidos de una especie de vergüenza histórica, casi siempre dejan de escribir.

De esta manera, la actitud de los regímenes dictatoriales latinoamericanos convierte a los escritores en actores directos de la historia de sus países, los «compromete» de manera inmediata con la suerte de sus pueblos, superando así la modalidad de mediadores «literarios» que tenían antes, cuando no la de meros observadores desde la altura de sus torres de marfil. Esto no quiere decir que el nivel de la escritura descienda, se vuelva panfletaria. Todo lo contrario. Al empujarles a la arena de la experiencia candente, les obliga a encarnar en su práctica textual la intensidad de lo vivido, el fuego de una lucha que ya no es sólo producto de la mediación imaginaria. Palabra y experiencia vital contribuyen a dar a la obra una dimensión renovada, para lo cual es preciso apelar a elaboraciones técnicas, a recursos expresivos inéditos. El compromiso del escritor se vuelve así compromiso con su «arte», tanto más intenso porque pasa por la fragua de la vida cotidiana, en situaciones extremas, desgarradas y dolorosas.

El Cono Sur es un campo privilegiado de esas experiencias. Son bien conocidas las situaciones dramáticas que vivieron los intelectuales en Chile, Argentina y Uruguay. Pero muy ignoradas las condiciones en que los escritores paraguayos fueron víctimas de una represión sin cuartel, que duró 35 años, lapso permanente del estado de sitio y de la arbitrariedad por parte de un dictador militar. Tres décadas y media de condicionamiento es mucho; es el espacio cronológico de una generación cultural. Es la hipoteca más pesada que dejará como herencia -siniestra- la dictadura del general Alfredo Stroessner en el plano de la cultura.

Como dictadura en uso arbitrario del poder por un lapso tan largo, el   —105→   régimen de Alfredo Stroessner instauró un sistema caracterizado por el control progresivo y total de todos los resortes de ese poder. En consecuencia, de los organismos, entidades y personas físicas que de alguna manera configuran uno de los componentes de esos resortes. En el Paraguay de «la larga paz strossnista» fueron estrictamente controladas la actividad política, sindical, económica, pero también la vida asociativa más trivial, como la de la Liga Paraguaya de Fútbol, la Federación de Tenis o el Círculo de Bridge. Todos estos organismos poseyeron una directiva digitada por las instancias oficiales. Pero existe una dimensión que se les escapó: la de la cultura. No pudieron controlar, porque los integrantes de este área tienen una acción que no siempre implica una organización asociativa -caso del escritor, del pintor- o porque aún en circunstancias de una actividad de conjunto -caso del teatro o de la interpretación musical- se requiere una cierta «calificación» especial para practicarla. Esto además de lo señalado más arriba: la dificultad de comprar al intelectual, como es práctica de la dictadura, de reducir a través de la corrupción cuando no funciona la represión. La dictadura nunca ha conseguido crear un equipo capaz de definir la más elemental política cultural. Y ante la imposibilidad de controlar, utilizó la represión constante y repetida contra los intelectuales. A comenzar por la humillación infligida a los que pudieran existir en el seno del Partido Colorado, oficialista: la de instaurar como líder de la intelectualidad a un personaje casi iletrado y cuyos méritos en la materia son los de saber leer, y sobre todo ser secretario privado del General Presidente. Esto confirma la oposición sustancial e insalvable entre la dictadura y las manifestaciones de la cultura en Paraguay.

La situación está rubricada por la serie de medidas represivas tomadas contra los intelectuales. En un trabajo anterior57 me referí al conjunto de las manifestaciones artísticas. En éste me reduciré al caso de los escritores, analizando a través de la represión-persecución sistemática, y de los resultados que la misma arroja en el ámbito de la literatura paraguaya bajo la dictadura del general Stroessner y la esclerosis de la escritura producida por la «literatura» oficialista y los medios utilizados por los escritores para poder expresar la autenticidad de una palabra sometida a condiciones de presión extrema: autocensura, prisión y exilio.

En primer lugar, es preciso señalar que en Paraguay la Constitución Nacional garantiza la libertad de expresión y que no existe un cuerpo legal que establezca la censura. A lo sumo un vago reglamento del   —106→   Ministerio del Interior, estableciendo la necesaria autorización para publicar periódicos. Todo lo suficientemente ambiguo como para permitir que la brutal represión policial o la artera perversión de la ley caigan sobre la cabeza de los «heterodoxos» con todo el peso de la arbitrariedad. Éste es el cartabón que determinó realmente el criterio para la represión.

Es decir que lo que reinó como sistema en el plano de la obra literaria es la incertidumbre total, la más absoluta inseguridad con respecto a la suerte de un libro, de un artículo o de un cuento publicado. Viejo sistema de la aparente irracionalidad veleidosa o gratuita para mantener la vigencia inminente del castigo, que puede caer en cualquier momento, por la más antojadiza o baladí de las razones. Sistema perfeccionado por los regímenes totalitarios a partir del auge nazi-fascista, para hablar sólo de la historia más reciente. Nada está prohibido, pero cuando es preciso prohibir, reprimir, la arbitraria medida policial o judicial -Ley 209, Ley 294 o Art. 79 de la Constitución Nacional- acarrea la incautación de la edición, el cierre del periódico, el apresamiento y/o la expulsión del país del autor disidente. Inclusive el criterio para establecer la condición de heterodoxo, disidente, subversivo, estaba librado a la interpretación oscura y obsecuente del funcionario policial o de los jueces serviles -todos nombrados a dedo por el Poder Ejecutivo- que aplicaban la sanción.

Contrariamente a la legislación sobre la censura en regímenes dictatoriales -España bajo el franquismo o Chile bajo Pinochet-, en Paraguay funcionaba la vía de hecho, que por perversión de la Ley se puede convertir en proceso policial-judicial. Tanto más marcado por el primer término cuanto que las confesiones extraídas a los presos en la policía, bajo los efectos de la tortura, constituían «pruebas de convicción» en el remedo de proceso.

La literatura oficialista fue la continuidad epigónica de una tradición «nacionalista», surgida entre la segunda y la tercera década del siglo. Esta corriente reconoce a Natalicio González (1897-1966) como su teórico y principal representante. Escritor y político -accedió a la Presidencia de la República, durante 6 meses, en 1948/49-, González utilizó los elementos de un nacional (-social-)ismo, adaptando hábilmente la doctrina y los ingredientes de las corrientes totalitarias europeas de la época a las circunstancias y gustos de la sociedad paraguaya. Cultivador de una prosa bien elaborada, disimuló bajo la enunciación de grandes principios, basados en la defensa de los «valores de la raza», una interpretación de la historia tendiente a conquistar la opinión con fines de dominación política. Los medios usados son la exaltación del halago demagógico y la tergiversación flagrante, la utilización dolosa   —107→   de los conceptos interpretativos de la realidad cultural analizada58.

Indigenismo, herolatría, idealización complaciente que conduce a la visión de tarjeta postal son algunos de los elementos con que Natalicio González elaboró su «obra de albañilería literaria». La exaltación del indio, «expresión excelsa de nuestra raza», la alabanza interesada de ciertas figuras populares de la historia nacional y la celebración del «campesino soldado» son símbolos recurrentes de la orientación dirigida en el marco de su interpretación estética demagógica59.

Natalicio González deja secuela, y la dictadura siguió nutriéndose de su doctrina «nacionalista». Ahora bien, al cabo de un lapso continuo y prolongado, resulta interesante ver adónde ha conducido el camino que el teórico definió y el político puso en práctica. Sus sucesores no heredaron sus dotes de escritor, de manera que de su práctica quedó la caricatura de la complacencia convertida en obsecuencia. La tiranía en su larga trayectoria ha condicionado la producción en su afán de controlar. Así la producción textual oficial u oficialista se redujo a la alabanza del General-Presidente, al aplauso, al encomio de la «obra de progreso» cumplida bajo su «esclarecida conducción» y a la celebración de la instaurada «Era de paz». Los ideólogos de la obsecuencia han perdido los aprestos teóricos del iniciador, y se limitaron a la loa servil, como puede comprobarse por las citas de sus principales panegiristas: Hipólito Sánchez Quell y Roque Vallejos60.

¿Y la obra propiamente literaria? Existe una serie de autores cortesanos, representantes de la esclerosis total de la escritura, vuelto signo verminoso -entre larva y sanguijuela- característico del prolongado proceso dictatorial (algunos de ellos son escritores renegados).

Trataré de caracterizar esa producción penumbrosa a través de un autor que considero el más acabado ejemplo de escritor al servicio de la dictadura: Ángel Peralta Arellano. Sus funciones oficiales y oficialistas   —108→   muestran la confianza que gozaba -hasta su muerte- ante el General-Presidente: fue secretario General de la Presidencia de la República, Presidente del Directorio de Autores Paraguayos Asociados y de la Asociación de Periodistas «Prensa Paraguaya» (ambas al servicio del régimen). Dos libros de poesía reúnen la obra de Peralta Arellano: La epopeya de la selva -6 grandes capitanes españoles en el corazón de América- (Zamphirópolos, Asunción, 1975), y Estampas de Asunción, (El Arte, Asunción, 1968). En ellos está la ideología derivada del nacionalismo precedente, aplicada a la práctica política a través de la exaltación de la «obra progresista del general Stroessner». El significante de esa obra es a su vez altamente revelador de la escritura producida en el proceso dictatorial de los 35 años de dictadura en el Paraguay.

Analicemos primero La epopeya de la selva. La ideología «nacionalista» aparece como una degeneración confusa de la inicial formulación de Natalicio González, el talento decidor en menos. Sin la astucia sibilina de aquél, Peralta Arellano hace una grosera mezcla de orgullo «indígena» y de alienación colonial: «Estamos orgullosos cuando rememoramos / los áureos eslabones de nuestro intenso ayer / en que los españoles y el indio, cual hermanos, / tomados de los brazos pusiéronse de pie» (pág. 29). La torpe -mas no inocente- confusión prosigue: «Para marchar unidos por sendas calcinantes. / En pos de sus ideales, de frente al porvenir, / de una Nación hidalga, la Patria guaraní» (pág. 31). Es evidente que la posible «patria guaraní» -elemento dominado por la conquista- no tiene nada que ver con la «Nación hidalga», adjetivo éste de connotación nobiliaria por el linaje, e hispánica por el origen. El mismo sentido peyorativo hacia lo indígena y de exaltación artera y solapada de los valores de la conquista se puede apreciar en lo que concierne a la religión. Cuando el autor habla de «Alejo el Paladín» (García) dice que el citado «descubridor»: «Venció a las lejanías, nos acercó a Dios» (pág. 31), y agrega: «Brindó a la Patria, nuevas creencias que vencieron / la idolatría errátil para adorar a Dios» (pág. 31). E insiste más adelante: «Cuentan ya con un Obispo, quien celoso les predica la verdad» (pág. 51).

El menosprecio por las creencias indígenas -«idolatría errátil»- es evidente (la «verdad» predicada por el Obispo frente a las mentiras paganas de aquéllos). Y resultaría sorprendente para un autor que traduce la posición «nacionalista» del régimen, si no leyéramos en su totalidad el mensaje implícito y claro contenido en la obra de Peralta Arellano. El mismo se nos evidencia en dos momentos. El primero concierne al ideal humano, el estereotipo de tarjeta postal, modelo en la literatura dictatorial-nacionalista. Cuando se refiere al conquistador Irala, dice: «Y unió a las razas y de esa unión nació   —109→   el ejemplar criollo / la india bella y el hispano se juntaron con cariño, con afecto y con amor» (pág. 75). Idílica concepción del mestizaje, que si bien en la región limó ciertas asperezas, no excluyó por tanto la violencia de la guerra ni la violación de las mujeres indígenas.

Pero esta «comprensión cristiana y práctica que atrajo al indio hacia el hispano» tiende a demostrar el segundo momento del mensaje, el propósito final de toda la gestión: «Cual dijimos, desde entonces, los feroces y sangrientos entreveros / se trocaron en abrazos fraternales, para forjar una nueva sociedad. / Es que todos al progreso se entregaron como útiles obreros / de una Patria que surgía y marchaba su futuro a conquistar» (pág. 77). Este resultado promisorio se obtiene gracias a la presencia de Domingo Martínez de Irala, un «tan grande Capitán», que fue a América a llevar «nueva civilización» [...] «integrando las legiones varoniles que forjaron / con sus hechos de adalides constelaciones luminosas de trabajo y buen obrar» (pág. 73), para obtener mediante las «acciones fecundantes», el «efectivo bienestar», de esa Patria o Nación anacrónica, puesto que inexistente cuando llegan los conquistadores. Pero en toda esa mezcolanza, aparentemente confusa, es posible detectar algunos puntos claros y coherentes.

En primer lugar, la necesidad de un hombre providencial, «grande Capitán», capaz de conducir «los difíciles manejos de las riendas / de un Estado en gestación, a cuyos hijos duro era gobernar» (pág. 71). Para mayor similitud con el líder que el autor quiere ensalzar, el héroe es descrito así: «Su apolínea estampa se impuso al respeto y a la admiración / libre de cuantas manchas afearan su límpida existencia / trajo a tierras paraguayas fuerzas nuevas, inspiradas en la acción» (pág. 71).

Un segundo nivel de lectura aclara las alusiones implícitas. Antes que nada, la presencia del líder providencial-guerrero, que llega a poner orden en un medio difícil de gobernar. Es decir, el general Alfredo Stroessner, que pone fin a un período de anarquía que surge, entre los mismos miembros del Partido Colorado y el ejército sectarizado, en el lapso comprendido entre la Guerra Civil de 1947 y el golpe de estado de aquél, en 1954. El Líder llega adornado de múltiples atributos -sólo algunos he transcrito- para fundar la «nueva sociedad», para lo cual traía «fuerzas nuevas, inspiradas en la acción», es decir la ascendencia germánica próxima; el padre de Stroessner llegó a Paraguay con planes de emprendimientos laborales.

El segundo aspecto es tan interesante y claro como el anterior, en ese segundo plano de la lectura. La «nueva sociedad» strossnista se configura gracias a «los abrazos fraternales» (la paz), gracias a los «hechos [...] de trabajo y buen obrar», cumplidos por los «adalides». Todo lo cual conduce al «efectivo bienestar». Con esto se recompone el lema del régimen, cacareado en toda la propaganda oficial: «Paz, trabajo y   —110→   bienestar con Stroessner». El mensaje inserto en el discurso poético del escritor-secretario se aclara cuando se lee la DEDICATORIA de La epopeya de la selva, que dice: «A los próceres de sus respectivas patrias: el Presidente de la República del Paraguay, General de Ejército Don Alfredo Stroessner y el Caudillo del Pueblo Español, Generalísimo Don Francisco Franco, magníficos líderes de la hispanidad y de las cada día más estrechas relaciones de hermandad entre los pueblos del Paraguay y España». Modelo del ditirambo servil y genuflexo al dictador que caracteriza a toda la literatura producida en los aludidos 35 años en Paraguay. En la ocasión se agrega el homenaje al Jefe de Estado que Stroessner considera modelo y mentor en la construcción de su propio sistema, el Generalísimo Francisco Franco. Fiel a la ideología nacionalista, se busca la fuente en la sospechosa noción de raza, haciendo una mezcla ambigua entre el componente guaraní y el del conquistador, todo puesto en la línea de fuerza de la hispanidad, que por razones políticas concomitantes estuvieron a la moda en Paraguay.

Estampas de Asunción actualiza el proceso, lo completa. En efecto, se trata de una idealización de Asunción, la capital, y a través de ello, de una utilización interesada de hechos y personajes de la historia, en la línea en que la dictadura de Alfredo Stroessner pretendió adueñarse de los mismos y constituirse en su continuador. «Tu prosapia es española, tu presencia guaranítica»; a partir de la reiteración de la «simbiosis perfecta» y de la reiterada exaltación de los capitanes de la conquista, celebra la Revolución Comunera (del siglo 18) y a los héroes que la dictadura pretende recuperar como precursores o antepasados: el doctor J. Gaspar Rodríguez de Francia, los presidentes Carlos Antonio López y Francisco Solano López -de gran vigencia popular-, así como el general Bernardino Caballero, soldado de la citada guerra, que fue presidente de la República a fines del pasado siglo, y fundador del Partido Colorado.

Con ello se completa la prosapia «nacionalista» de Alfredo Stroessner y su régimen, culminando un proceso histórico que, en la visión del panegirista alabardero, se confunde con la esencia de la nación, con la que la ideología «nacionalista» de Natalicio González define y Alfredo Stroessner adoptó para justificar su sistema providencialista militar. Guardando las proporciones de circunstancia, la gestión recuerda bastante la exaltación de los dioses de la mitología germánica y los héroes teutónicos, los valores de la raza superior, en síntesis, los clisés acuñados por los ideólogos del Tercer Reich.

Estampas de Asunción se propone celebrar la culminación del proceso heroico en el «nuevo Paraguay». «Tu presente causa orgullo...» (pág. 56); «Fascinante tu hermosura te conviertes en Edén» (pág. 69); «Paraguay es hoy la meta de un momento excepcional / en que el   —111→   Mundo apuñalado por falacia y desengaño / considera que aquí existe paz sincera y hermandad» (pág. 75).

Aparentemente se trata de una serie de observaciones ramplonas, inocuas y baladíes sobre lo cotidiano: los monumentos, las costumbres, las instituciones, las asociaciones, los objetos y hechos -automóviles, aviones, asfaltados, parrilladas, cuarteles, iglesias, bancos, colegios, etc. Pero a través de esta enumeración pretendidamente neutra y hasta ingenua, se intenta dar una descripción exaltada de la «obra de progreso cumplida» bajo el gobierno de la «Segunda Reconstrucción», como los panegiristas califican el régimen de Stroessner. Un ejemplo y una síntesis de esta producción laudatoria, que oscila entre lo ridículo y lo risible, es el fragmento siguiente: «Bajo tu límpido cielo se oye el roncar de motores / expandiendo por el éter el prestigio nacional / son las alas de la Patria, que ostentan los colores / por las cuales noche y día se afana el General», (Stroessner, naturalmente), (pág. 39). En resumen y para decirlo con las palabras del autor, «Es aquí donde se gestan actividades prodigiosas / que transforman nuestra Patria en Edénico jardín» (pág. 51), y esto porque en el «Nuevo Paraguay» en el que «de pasadas revoluciones ni siquiera hay vestigios / todo nuevo, modernismo, relegado está el ayer» (pág. 43), los emprendimientos gubernamentales son «estupendos exponentes / del progreso de la Patria bajo el signo de la paz». Podría seguir interminablemente citando perlas de chafalonía como las precedentes. Prefiero evocar otro aspecto, el del significante.

Ante la mediocridad ramplona de la poesía analizada, la primera reacción tiende a atribuir aquélla a la ignorancia, a la falta de cultura del autor. Pero considero que se impone un análisis con otros criterios. Aquí se puede constatar la correspondencia entre ambos aspectos del signo: a un significado determinado corresponde un significante en consecuencia con aquél. De ahí la degradación que marca la escritura de esta literatura de propaganda, que en el ámbito contextual de la dictadura es expresión de máxima conciencia y calidad, dentro del condicionamiento a que la misma está sometida. En este sentido, cabe destacar que varios de los escribas al servicio del régimen han sido escritores (incluyendo a antiguos «rebeldes», como Leopoldo Ramos Giménez y Facundo Recalde). Desde el momento que enajenan su pluma poniéndola al servicio del dictador, dejan de escribir lo que regularmente hacían, para producir propaganda, panfletos o ditirámbicos o admonitorios, piezas de repostería literaria cuyo signo es la esclerosis total de la escritura. No se sabe qué admirar más en los libros de Peralta Arellano: la ripiosa adjetivación, la ramplonería de las imágenes o la frecuente inadecuación de la palabra utilizada al sentido de la frase o aun la ignorancia total de las elementales reglas de la prosodia y de la verificación (puesto que el autor pretende usar el verso métrico castellano).   —112→   Sería interminable la lista; basta con citar dos o tres, tomados al azar: pág. 72 «queda extásito mirando» (¿extático?); pág. 67: «La honraron O'Leary y Antoliano Garcete / magnates de la docencia...»; pág. 67: «La historia paraguaya se envanece de esta hazaña». O estos fragmentos:


Gran Ciudad es la Asunción, Capital americana,
de limpieza edificante, Corazón Continental,
su silueta es de princesa o de Reina Soberana
que enamora a quien la ve por su albura sideral.
Ella es la que hoy se encuentra, cual Señora Engalanada
festejando su gran día en rosado amanecer
con Stroessner que le brinda entre banderas desplegadas
esta gloria merecida de un intenso renacer.


(pág. 15)                



Quienes llegan a Asunción buscando nuevas sensaciones
atraídos por su fama y su clima excepcional
de inmediato las encuentra en muy grandes proporciones
concurriendo a «La Calandria», distinguida en lo social.
El folklore nativista tiene en ella su gran casa
donde actúan Chingolita, la Maritza y otras más
las guitarras y las arpas que son voces de la raza
allí cantan y allí rezan por el nuevo Paraguay.


(pág. 69)                



Anexo

La estructura autoritaria, vigente durante casi 35 años, ha degradado a tal punto el proceso de la escritura, que ha producido «monstruos» textuales. Un ejemplo de esa manifestación grotesca, tanto al nivel del significante como del significado, es el documento que se transcribe a continuación.

El Centro Anticomunista Paraguayo «General Rogelio R. Benítez»

FUNDADO el 27 de marzo de 1960, en el salón de actos de las banderas del Ministerio de Defensa de la República del Paraguay, con la presencia de 284 ciudadanos patriotas nacionalistas y stronistas. Hoy dice presente ante los acontecimientos y a la fecha histórica que nos congratula a todos patriotas cabales, justos y ecuánimes nacionalistas,   —113→   en favor a la fervorosa e inmancillable personalidad inmácula del inefable e irreductible magno genio, genial líder gubernamental, héroe nacional, de la guerra, de la paz, de la contienda del '47, y de los incansables enfrentares a los dirigentes y tontos dirigidos de las subversiones profesionales del comunismo.

A USTED adalid sapiente e idolatrado ser mortal de nuestros tiempos, que por gracia de las creaciones divinas, nacisteis en nuestro bello suelo, para ser ejemplo de patriotismo, cordura nacionalista y ejemplo del anticomunismo, encarnando en vuestro espíritu y energías las sagradas enseñanzas y pasiones de los manes de la historia guerrera guaraní en defensa inclaudicable de costoso, pero fructífero principios y legados patrióticos del anticomunismo en su grito de «LIBERTAD E INDEPENDENCIA» del soberano y heroico PARAGUAY, manantial y cuna de grandes héroes para su patria y que jamás te conoció ni reconocerá otro soberano que el constituido suyo propio.

ES así y por todo esto y mucho más, que todos los años, los patriotas nacionalistas y anticomunistas de la sagrada patria, que en esta fecha, de feliz determinación, tomada el 4 de mayo en honor al mes de Independencia; del año 1954, festejamos vuestros caracterizados pasos firmes, que elogiamos por aquellas imborrables huellas, que vuestra personalidad brillante hiciera, para dejar marcadas en las conciencias del mundo, el transitar de vuestros pasos, marcando profundas huellas, símbolos de vuestro aplomo, característica invalorable de un espíritu forjado en el tronar de cañones y rugir de morteros de vuestras armas, en la contienda guerrera del '32 al '35 y en casi todas las batallas dirigiendo y combatiendo al mando del inmortal segundo Gran Mariscal en defensa de la sagrada y necesitada patria paraguaya.

FÉRREOS votos, reciba Excelencia, porque vuestra vida y energías espirituales de Francia, los López, Caballero, sigan presentes en vuestra mortal existencia, para la continuidad feliz de vuestra querida patria y de sus leales hijos y así poder seguir gozando bajo vuestro legal gobierno y seguir cortando los brotes camuflayados, influencias de los profesionales del comunismo, progresando así en la paz con constantes victorias sobre ellos y sobre sus aberrantes cinco principios básicos y fundamentales de marxismo leninista comunista, que conspiran, pretendiendo constituirse en gobernantes siendo ellos apátridas de nuestra noble patria y de su raza guaraní.

Por todos vuestros batallares de ayer, hoy y del mañana os decimos como siempre os dijimos y siempre os diremos mil gracias indescifrables, por permitir y saber secundar el flamear del sagrado pabellón patrio, sin que jamás sea legalizado o constituida el partido comunista en nuestro suelo patrio, más bien ante tales insistencias infiltribas camuflayantes, sea constituido un partido para que pueda albergar a todos los   —114→   nacionalistas patriotas, cual sería o podría ser el unipartidismo, considerando las acechanzas que sufre el país con su sistema de gobierno democrático pluripartidista, optando así en contra posición directa al sistema gubernamental de la tesis comunista, creándose el antítesis al sistema cual sería el partido anticomunista.

ROGAMOS siga vuestra existencia para honra y gloria del renombre de los grandes de su pueblo, en las eternas páginas imborrables de la historia de la patria, para ejemplo del mundo, sean ellos patriotas o antipatriotas responsables de sus respectivos pueblos o naciones.

ELADIO R. PENAYO

Secretario Adjunto

GUILLERMO R. MORA

Presidente


EL DIARIO NOTICIAS - Domingo 04-05-86.                






  —115→  

ArribaAbajoLa generación nacionalista-indigenista del Paraguay y la cultura guaraní

Luego de la hecatombe producida por la guerra contra la Triple Alianza (1864-1870), la primera generación cultural aparecida, llamada del 900, tiene como fundamental quehacer la reivindicación nacional, como una manera natural de afirmación ante el peligro de desaparición que corrió el Paraguay en la contienda. El discurso de los componentes de la generación novecentista excluye sin embargo la cifra indígena, aunque a veces aborda el tema de la lengua aborigen. Es más, los términos utilizados para definir la cultura guaraní son profundamente despectivos. Sólo citaré al ensayista cuyas obras tienden a una afirmación positiva, Manuel Domínguez. Y bien, cuando este autor optimista habla del «indio infeliz», dice: «El cristianismo y la música dulcificaron la crueldad nativa del indio antropófago» (pág. 29)61. El criterio rotundamente europeo-centrista está expresado en una frase como: «Este pueblo (el paraguayo) es blanco, casi netamente blanco» (pág. 55), rematada con esta otra: (los paraguayos desde la época de la colonia ya eran) «más blancos, más altos, más inteligentes, más hospitalarios y menos sanguinarios que los otros» (habitantes de América). Y todo esto gracias a que «en el Paraguay había desde el coloniaje 5 blancos por un hombre de color, indio o negro, y en las otras colonias, según Du Graty, había 25 hombres de color por un blanco» (pág. 56).

Los novecentistas aplicaron el evolucionismo positivista para consagrar la inferioridad del indio guaraní con respecto al componente «blanco» del pueblo paraguayo. Notablemente, es la misma doctrina positivista la que sirve de apoyo «científico» para fundamentar la reivindicación indígena, tal como la entienden los integrantes de la siguiente generación, la nacionalista-indigenista. Pero además del cientificismo positivista, los escritores que componen este grupo se basan en criterios estéticos. En el caso, el auge de la escuela modernista hispanoamericana les ha marcado, sin duda alguna. Los modernistas, que se consideraban esencialmente «cosmopolitas», utilizaron sin embargo la figura del indio y ciertos elementos fónico-lexicales de su lengua como factores exóticos o de extrañamiento. Es en esta vía que la influencia modernista se cumple en la generación indigenista paraguaya,   —116→   aunque la presencia de la cultura guaraní y otros factores históricos, condujeron a sus integrantes más allá del mero aspecto estético.

Analizaré la tarea del grupo a través de cuatro autores que considero claves: Moisés S. Bertoni, Narciso R. Colmán, Eloy Fariña Núñez y Natalicio González. Lo que el primero realiza en el plano ideológico, el segundo lo cumple al nivel de la escritura, y los dos últimos al de la estética, a lo cual González agrega la utilización del nacionalismo para fines de la praxis política.

Mi propósito es confrontar el contenido religioso de la obra de estos escritores ante el concepto de Tupâ, divinidad escogida por los evangelizadores para designar al dios cristiano. Los guaraníes tenían un dios, supremo creador, Ñanderuvusú, Ñamandú o Tenondeté (según el grupo podía cambiar la denominación). Pero los autores de la «conquista espiritual» no realizaron la suplantación religioso-cultural a través de esta divinidad; utilizaron para ello el nombre de otra, Tupâ, secundaria aunque de indiscutible consideración en el panteón guaraní. Tupâ manejaba los elementos: la lluvia -de enorme importancia en una sociedad agrícola-, el viento, el rayo, el relámpago, el trueno, factores que eran fuentes de respeto o temor por parte de los indígenas. Con bien pensada premeditación los evangelizadores utilizaron el símbolo de un dios que unía en sus atribuciones el beneficio de la lluvia al temor del rayo o el trueno. Con ello definían claramente la idea que querían dar del dios cristiano: todopoderoso y temible. Considero que la actitud de aceptación o rechazo de este concepto colonial constituye un patrón referencial definitorio para juzgar del contenido ideológico de los escritores de la generación nacionalista-indigenista.

El maestro indiscutido, formulador «científico» de la teoría indigenista es el naturalista suizo-paraguayo Moisés S. Bertoni (1857-1929), autor de múltiples obras sobre la «civilización guaraní»; aquí me referiré al tomo II62. Sólidamente formado en la escuela positivista europea, Bertoni se muestra partidario de la tendencia evolucionista. En este sentido, su inquietud constante es la de relacionar o comparar la «civilización guaraní» con las otras «grandes civilizaciones» de la antigüedad: Egipto, Asiria, Babilonia, Judea, Grecia, Roma. La preocupación esencial de Bertoni es la de demostrar que los guaraníes «alcanzaron el concepto del Innotus Deo», es decir la máxima abstracción religiosa en el marco de su doctrina evolucionista. Para fundamentar su demostración se refiere largamente al proceso semejante entre los egipcios, a propósito del dios Ra y entre los griegos en función de Júpiter. Esta constante remisión a valores de otras estructuras religiosas «de prestigio» le lleva a afirmar que la religión guaraní es «válida» porque los principios y creencias de la misma son tan «avanzados» como los de esas culturas «superiores», especialmente los de la religión judeo-cristiana. A   —117→   Bertoni le interesa fundamentalmente la relación, de «igualdad» cuanto menos, de la religión guaraní con respecto a la católica. Así en un párrafo, al referirse a la etimología de Ñanderú-Tenondé entre los mbya, afirma que esta divinidad es «Padre de Todos, de toda la humanidad», superior en consecuencia al Dios de Israel, padre sólo del pueblo elegido (pág. 63).

Sin embargo, Bertoni conocía perfectamente la obra de Kurt Nimuendajú Unkel63, el investigador alemán que con su trabajo etnográfico entre los apapokuva revela, por fin, el verdadero carácter de la religión guaraní, superando el largo condicionamiento elaborado por los misioneros. Inclusive cita pasajes en que aparece Ñanderuvusú, dios supremo creador en la mitología guaraní. Pero con una serie de malabarismos verbales adhiere a la doctrina colonial de los evangelizadores, aun reconociendo que la equivalencia Tupâ = Dios católico ha sido adoptada en función y a los efectos de la conversión de los indígenas, aceptando implícitamente la tarea de suplantación cultural realizada por los catequizadores, justificándola. Es sumamente interesante conocer la justificación dada por Moisés Bertoni de la adopción del nombre de Tupâ por parte de los jesuitas:

Los primeros catequizadores tuvieron acierto al dar el nombre de Tupâ a Dios. Desde el punto de vista práctico, Tupâ es la forma de Dios humanizada y, por lo mismo, el aspecto más asequible a la generalidad; desde el esencial, Tupâ es la antropoformización de conceptos abstractos que representan atributos de Dios, el poder creador y la suprema justicia; y es mi impresión que materialistas y antirreligiosos se equivocan al reprochar a aquellos la forma de proceder.

La palabra Tupâ, evocando un concepto espiritual de su esencia y algo antropoformizado en su representación, se ajustaba indudablemente a lo que los jesuitas necesitaban como correspondiendo al vocablo «Dios». Ya análogamente la Iglesia Católica había adoptado la palabra «Dios», o «Deus», en vez de Jehovah, siendo así que este último debía corresponder al que adoramos, y no aquél, que representa el Dios de los paganos.

Los misioneros Jesuitas llamaron Tupâ con todo acierto al nuevo Dios que traían, porque éste era sobre todo la persona de Jesús.

Tupâ, la forma divina más próxima del hombre, guarda, en efecto, correspondencia con Jesús. Tenondeté está más alto. Es más misterioso e inaccesible, y no invocable. Los Payé sólo alcanzaron a mantener trato directo con Tupâ. Tupâ es el hijo menor de Ñanderuvusú, dice Unkel.

Tenondeté es Dios espíritu. Es Dios Padre. Tupâ es Jesús. Sólo falta el Espíritu Santo, o sea, la creencia en una Trinidad. Aquí es una dualidad. Explícase por tal manera que los paulistas proclamasen que no hay   —118→   diferencia entre el cristianismo y la religión guaraní


(págs. 59-60).                


Como se puede apreciar, la argumentación de Bertoni constituye un reconocimiento expreso de la validez del pensamiento colonial, en función de la conversión y en base a una ineludible remisión comparatista al patrón «superior»: judeo-cristiano. ¡Llega hasta a reprochar -casi lamentándose- a los guaraníes que no hayan completado la Trinidad católica! Implícitamente ésta constituye la única «inferioridad» de la religión aborigen con respecto a la de los conquistadores. En otros pasajes llega a falsedades -posiblemente por desconocimiento- tales como: «Las invocaciones y plegarias no se elevan sino a Tupâ, al Sol y a las deidades menores» (pág. 61). Afirmación errónea, como puede comprobarse por las investigaciones de León Cadogan o Pierre Clastres, que transcriben múltiples plegarias a Ñanderuvusú, entre los mbya del Paraguay.

Comprender el pensamiento de Bertoni, maestro y mentor de la generación, permitirá entender las contradicciones de los demás integrantes de la misma.

Paso a considerar la obra de Narciso R. Colmán (Rosicrán) (1880-1954), el primer paraguayo que escribe una cosmogonía guaraní: Ñande Ypykuéra (Nuestros antepasados), cuyo subtítulo es: «Poema guaraní etnogenético y mitológico»64. En esta obra el autor se pliega servilmente a todos los condicionamientos de la reducción colonial evangelizadora, y va mucho más lejos que Bertoni, quizá por carecer de la formación del maestro. Paso a las pruebas de diferentes aspectos de la visión alienada en la obra de Rosicrán.

En el capítulo I -nota n.º 1-, Tupâ es presentado como «Dios Supremo de los guaraníes». En el mismo capítulo se le atribuye la «organización» de la Tierra, con la aparición del trueno, el relámpago, el rayo y el granizo. «Los elementos, dirigidos por una mano monumental y bárbara traban la más formidable batalla que haya conmovido jamás la faz del universo» (pág. 5). La lluvia -que completa la implícita enumeración de los atributos del dios- termina con el proceso de la creación de los «elementos», con lo cual la Tierra se vuelve habitable. En el capítulo II se asiste al origen de la pareja humana: Sypavé («Madre común de la Raza Americana»), creada por la esposa de Tupâ, Arasy, y Rupavé («Padre común de la Raza Americana»), creado por Tupâ. Ambos han sido modelados en arcilla, «a su semejanza» (la de los creadores), con lo cual se comprueba la presencia de elementos cristianos en la cosmogonía de Rosicrán. Y no es sino el comienzo de los componentes de esa procedencia, profusamente distribuidos a lo largo de la obra. En el mismo capítulo se insertan algunas flagrantes nociones cristianas: la vida humana como un tránsito sobre la Tierra, la noción del pecado, la culpa, la lucha entre el bien y el mal, las interdicciones de la ley mosaica   —119→   -algunas, mezcladas con prácticas indígenas- y hasta los sacramentos católicos, como el matrimonio: «Aquellos que se hayan unido en matrimonio deben ayudarse mutuamente, debiendo repartirse cordialmente los frutos» (págs. 7-8).

La contradicción de los indigenistas va lejos en la obra de Narciso R. Colmán. En algunos casos muestra la forma grotesca del desprecio colonial hacia el indígena; así cuando define el Yvyjáu, dice: «Ave nocturna del Paraguay, célebre por su indolencia [...] Es como el indio, por su pereza o dejadez» (pág. 48). He aquí en todo su esplendor el mito del «indio holgazán», creado por el colono explotador. En otros párrafos se trata de la ideología colonial de la superioridad del «blanco»: «...hasta que arribe a las playas de estas tierras el verdadero señor, el caraieté(18) que vendrá un día para marcar el destino de este continente...» (pág. 7). La nota (18) aclara lo que el autor entiende por Caraieté: «Caraí (i carai vaecué) = El que ha recibido el bautismo. Caraivé = hombre civilizado, que lo fueron los atlantes; y carai-eté = más civilizado, los europeos representados por Colón» (pág. 48). La ideología en cuestión está largamente desarrollada en los capítulos XXIV y XXV (págs. 42-44) de Ñande Ypykuéra. Este poema, largamente reconocido por los indigenistas paraguayos como la más representativa obra literaria en lengua y sobre la cultura guaraní, resulta, al nivel de la escritura, una clara realización de la ideología colonizada.

Eloy Fariña Núñez (1885-1929), en la segunda parte de su libro Conceptos Estéticos -Mitos Guaraníes65 aporta una fundamentación estético-filosófica a la idea de Tupâ como dios supremo creador entre los guaraníes. Fariña Núñez, poeta modernista y fervoroso helenista, era un adepto convencido del evolucionismo positivista, en boga por entonces en el Río de la Plata. En esta línea, el autor establece constantemente grados en la evolución de la cultura, remitiendo a comparaciones con las civilizaciones que él considera fundadoras o de gran prestigio:

Un pueblo cuya imaginación creó las estupendas divinidades hindúes, debió ser necesariamente primitivo; una humanidad, capaz de alzarse hasta la concepción metafísica de la diosa razón, como la helénica, tuvo que ser, como efectivamente lo fue, intelectual; una gente, que forjó númenes sombríos y secretos, debió estar dotada, como la egipcia, de una rica sensibilidad religiosa, y una raza, que apenas llegó a poblar la umbría de la floresta y el espacio nocturno con seres sobrenaturales, habrá sido forzosamente, como la guaraní, una especie de imaginación mítica rudimentaria.


(pág. 166)                


La obsesiva manía comparatista-evolucionista se manifiesta constantemente:

¿Cuál fue la causa del estancamiento de la civilización guaraní?   —120→   ¿Por qué se detuvo la línea de la evolución? Acaso la falta de contacto con civilizaciones superiores, como la de los Incas, mediara en el fenómeno.


(pág. 172)                


Cuando analiza «el mito de Tupâ» se refiere en forma permanente a Zeus. Es interesante ver la argumentación construida para probar «la divinidad de Tupâ», y su correspondencia con la idea de Dios. La misma revela inconsistencia racional y alienación colonial, en la línea de la más pura tradición evangelizadora:

El sonante Tupâ tuvo, como el olímpico Zeus, su ocaso; desde la conquista espiritual hasta nuestros días, Ñande-Yara, esto es, Nuestro Dueño o Señor, fue sustituyendo paulatinamente a Tupâ hasta desalojarlo por completo en algunos pueblos [...] El paulatino reemplazo de Tupâ con Ñande Yara, vendría a probar la autoctonía de Tupâ, vale decir, del concepto de la divinidad.

Otra prueba de que la voz Tupâ corresponde a la idea de Dios, la brinda la traducción guaraní de la Virgen, Tupâ-sy, madre de Dios. Con la palabra Tupâ se formaron igualmente las expresiones: Tupamba'é, cosa de Dios, el común, la limosna; Tupa-hó, casa de Dios, templo, Tupanoi, la bendición.


(pág. 188)                


Lástima que nuestro autor no hable de los que inventaron esas palabras; con ello tendríamos la clave de la sustitución. Finalmente, resulta divertida la digresión filológica peregrina a propósito de la raíz , inserta en Tupâ, según Fariña. En la misma el etimologista va de «las lenguas arias» a la onomatopeya guaraní (pâ = golpe = trueno), pasando por la «Torre de Babel» bíblica y el «pan griego».

Las afirmaciones de Fariña Núñez se cumplen siempre por comparación con factores extraños; en ningún momento los elementos de la cultura guaraní funcionan en el ámbito del propio esquema, en la escala de valores que le es propia. La alienación ideológica de los indigenistas se confirma de nuevo en la obra de este autor.

Natalicio González (1897-1966), el 4.º autor indigenista, se inscribe, con matices, en la misma línea de los anteriores. Poeta de filiación modernista, como Fariña, su concepción estética le hace exclamar:


Pálido Cristo, yo no soy cristiano.
El gran Tupang en nuestro cielo mora.
.........................................................
Creo en Tupang, mi fuerte Dios nativo,
en su poder para abatir al malo...


(«Credo», en Baladas guaraníes)                


En su obra Proceso y formación de la cultura paraguaya66 se muestra categórico con respecto a la opción de los misioneros: «Tupang es el mayor de los dioses guaraníes, o mejor dicho, el dios único, ya que los   —121→   otros genios son meras fuerzas creadoras que contribuyen con su acción al proceso constructivo del mundo, pero no son de esencia divina» (pág. 83). Del dios supremo creador ni una palabra, pese a que tenía noticia del mismo, como se verá.

En su libro Ideología guaraní67 ratifica la supremacía de Tupâ, basado en los primeros cronistas-evangelizadores europeos. Sin embargo, González re-traduce, en el citado volumen, un fragmento del génesis apapokuva, recogido por Kurt Nimuendajú. Su versión, plagada de errores, realizada además luego de la publicación de la obra de León Cadogan, revela su decidida mentalidad colonizada. El creador Ñanderuvusú, por ejemplo, es llamado en su traducción «el Abuelo»; Ñande Ru Mba'ekuaa (Nuestro Padre Conocedor de Todas las Cosas) se convierte en... Padre serpiente, quizá por influencia -arbitraria- de las mitologías mesoamericanas. Al final de su versión González comenta: «Aquí y allá asoman notas de ternura y delicadeza, algún detalle de exquisita gracia. Constituye, indudablemente, una deliciosa página de égloga...» (pág. 58). Totalmente ajeno al contenido profundo del génesis guaraní, se limita a hacer mundanos y superficiales comentarios «de estilo», naturalmente remitidos a la égloga griega. Como si no fuera bastante esta forma de alienación en función de valores extraños, a renglón seguido pone en duda el mito del diluvio guaraní, recogido por Nimuendajú, «donde se advierte el influjo de los misioneros sobre las tradiciones milenarias de la raza», afirma tan campante, sin pensar en su dependencia obsecuente con respecto a la palabra de los evangelizadores. Si hubiese leído con un poco más de atención a los cronistas, cuyas obras cita servilmente como incontestable fuente, se hubiera enterado que ya Evreux o el «veraz Lery» -como le llama-, así como Thevet, Cardim, Staden o Montoya dan cuenta de la existencia del mito del diluvio en los diferentes grupos guaraníes con los que ellos estuvieron en contacto, y que el mismo nada debe a la influencia cristiana.

La dudosa tarea de extraer contundentes conclusiones de etimologías confusas, inciertas y fantasiosas -terreno peligrosamente resbaladizo-, muestra la falta de consistencia de los argumentos de Natalicio González, quien además utilizó el impulso reivindicador indigenista a fines personales de inducción política demagógica. A este nivel, la empresa de condicionamiento cambia de nombre, y de debilidad argumental se convierte en mala fe.

A través del análisis -especialmente centrado en la noción mítico-religiosa de la divinidad y en la de su transposición- de la obra de estos cuatro autores se puede comprobar la alienación colonial del pensamiento dominante entre los integrantes de la generación nacionalista-indigenista, las contradicciones de una actitud ambigua en sus bases y   —122→   contraproducente en sus resultados.

Ha sido necesaria la presencia de etnógrafos, antropólogos y lingüistas dos décadas más tarde -precedidos por Kurt Nimuendajú-, para superar el condicionamiento anotado y las contradicciones profundas de quienes pretendían reivindicar los valores de la cultura guaraní y seguían atados a la ideología impuesta por los colonizadores y evangelizadores a los efectos de la reducción y la suplantación cultural.



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