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El Reino de este mundo: la soledad del poder



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En todas las novelas hispanoamericanas de la dictadura el mandatario se nos presenta sustancialmente rodeado de soledad. Es la violencia del poder la que determina en torno del tirano la soledad y es su convicción de que es el único individuo relevante del país, destinado a dominar sobre los demás por este sencillo derecho, lo que le vuelve indiferente a los que le rodean y a la nación.

Sobre el tema en 1962 el cubano Alejo Carpentier nos dará la novela El Siglo de las luces, donde representa con extraordinaria eficacia la soledad de Víctor Hugues, el mandatario francés de la época de la Convención en el Caribe, pero, con mayor interés para nuestro argumento, en época anterior, en 1949, él había representado en El Reino de este mundo la grandeza, soledad y fin de un déspota, el negro haitiano Henri Christophe, que en tiempos de Napoleón se proclamó rey de la isla, «el primer rey negro del Nuevo Mundo».

Hay que aclarar que, a diferencia de El Señor Presidente de Asturias, El Reino de este mundo no llega a transformarse en libro-símbolo sobre el tema de la dictadura. La individuación histórica inmediata del personaje y de su aventura, la exacta localización geográfica y temporal de la misma, le impiden un alcance mayor de valor simbólico. En la novela de Carpentier lo que se impone es el clima, definido por el autor «real maravilloso», donde la historia, con sus hechos sorprendentes, se mezcla con la mitología de la religión africana y las maravillas de la naturaleza, formando un mundo de gran sugestión. Escribe Carpentier en el prólogo:

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Sin habérmelo propuesto de modo sistemático, el texto que sigue ha respondido a este orden de preocupaciones. En él se narra una sucesión de hechos extraordinarios, ocurridos en la isla de Santo Domingo en determinada época que no alcanza el lapso de una vida humana, dejándose que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos los detalles. Porque es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de los personajes -incluso secundarios-, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías. Y sin embargo, por la dramática singularidad de los acontecimientos, por la fantástica apostura de los personajes que se encontraron, en determinado momento, en la encrucijada mágica de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en una historia imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación, en los manuales escolares. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?1



Nada que ver con el «realismo mágico» de Miguel Ángel Asturias, del que ya había dado pruebas en sus Leyendas de Guatemala (1930) y parcialmente en El Señor Presidente, para manifestarse en toda su extraordinaria pujanza más tarde en Hombres de maíz (1949) y sucesivamente en la incomparable novela Mulata de tal (1963). Para Asturias era el misterio del mito, la magia, el animismo, la naturaleza americana, criatura viva y avasallante   —37→   en su esplendor, el significado complejo del pensamiento indígena, lo que todo lo transformaba en magia. El «realismo mágico» era para él

una claridad otra -otra de la que nosotros conocemos-; es otra claridad: otra luz alumbrando el universo de dentro a fuera. A lo solar, a lo exterior, se une en la magia, para mí, ese interno movimiento de las cosas que despiertan solas, y solas existen aisladas y en relación con todo lo que las rodea.2



En su novela Carpentier destaca un destino de soledad. La crueldad, la megalomanía, el afán de grandeza de Henri Christophe introducen en una categoría nueva del tirano en América: la del negro seudo-emancipado que transforma su reino y su corte en un ridículo remedo de Versalles -lo haría también Iturbide en México al proclamarse emperador, y no iría muy lejos de ello el mismo dictador Santa Anna con su amor por las divisas y las condecoraciones3-, mientras actúa contra sus compatriotas como un déspota, fundando su poder en la violencia y el terror, el trabajo forzoso, la represión policíaca, aumentando así su aislamiento, su soledad, y provocando al final, con la del país, su propia ruina.

Frente al sucederse vertiginoso de los acontecimientos, cuando ya el pueblo está a punto de rebelarse, harto de tanto vejamen y locura, mientras el tambor difunde la señal de la rebelión y se verifica la desbandada de los   —38→   soldados, dignatarios y criados, el rey de opereta en su palacio suntuoso de Sans-Souci toma conciencia de su fracaso, de la soledad que lo rodea. Como en una de las célebres pinturas de Valdés Leal todo está en poder de la muerte, de la destrucción. Conciente de su condición el hombre, como si se apoderara de él un ansia de destrucción, abre un cofre, saca puñados de monedas de plata con su efigie, las arroja al suelo junto con sus coronas, grandiosa representación barroca:

arrojó al suelo una tras otra varias coronas de oro macizo, de distinto espesor. Una de ellas alcanzó la puerta, rodando, escaleras abajo, con un estrépito que llenó todo el palacio. El rey se sentó en el trono viendo como acababan de derretirse las velas amarillas de un candelabro. Maquinalmente recitó el texto que encabeza las actas públicas de su gobierno: «Henri, por la gracia de Dios y de la Ley Constitucional del Estado, Rey de Haiti, [...].4



Todo ha acabado y el rey se suicida, se pega un tiro. Su cadáver, llevado a la ciudadela que como último y ya inútil reducto hizo levantar con el trabajo de sus compatriotas, nuevamente esclavos, en un lugar inaccesible de la montaña, es enterrado en la argamasa aún fresca de una plazoleta para piezas de artillería. Carpentier destaca de manera convincente el límite del poder, la posición desamparada del dictador frente a la muerte, la miseria del hombre que se creyó para siempre todopoderoso y que muere solo, en el aislamiento que su actuación aberrante le ha creado en torno:

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Por fin se cerró la argamasa sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos envolvente. Al fin el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba.5



En su novela el escritor cubano no pretende solamente relatar la historia de un dictador, sino destacar también la condición recurrente de la dictadura, mal que se repite incansablemente: antes eran los franceses, la sociedad esclavista criolla y, después de las abortadas esperanzas de libertad, el reino de Henri Christophe. A una figura-símbolo, la de Ti Noel, cumple atestiguar el desgaste irremediable de los tiempos, la repetición incansable de la condición esclava del hombre: él llegará a viejo sin haber encontrado nunca en su país una situación de libertad; su sorpresa frente al látigo que, después de los blancos, ahora enarbolan los negros contra sus compañeros de raza, para que trabajen en la construcción de La Ciudadela, ya no es tal cuando, después de la muerte del rey, toman el poder los mulatos del norte y llega a la conclusión amarga de que la dictadura no tiene extinción. A pesar de lo cual, a última hora, el viejo descubre el verdadero significado del hombre en la tierra, la razón de su permanencia y de su sacrificio:

comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán, y esperarán y trabajarán para otros que también no serán felices, pues el hombre ansia siempre una felicidad situada más allá de la   —40→   posición que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo.6







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