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Extremo Oriente y Perú en el siglo XVI [Fragmento]

Fernando Iwasaki Cauti



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El propósito original de esta obra era profundizar en una vieja historia -la de la corrupción, el contrabando, la venalidad de los funcionarios y la inercia de la legislación colonial- y sin embargo terminamos narrando otra completamente nueva: la existencia de un contacto directo entre el Extremo Oriente y el Perú durante el siglo XVI. La certeza de esa relación, inédita hasta nuestros días, convalida la investigación realizada a lo largo de nuestro trabajo.

No obstante, la proyección oriental del Perú no puede entenderse fuera del peculiar contexto en el que se enmarcaban las relaciones de la metrópoli con sus colonias, dependientes de la dudosa lealtad de unos burócratas que medraban a expensas de las contradicciones del sistema. ¿Cuáles fueron tales incongruencias?

En primer lugar las dimensiones del imperio, dividido en dos mitades -los dominios de las Coronas de Castilla y Portugal- que en lugar de ser complementarias fueron incompatibles. Irónicamente, la separación de ambas Indias desató los apetitos de cada hemisferio del imperio, cuyos súbditos siempre supieron encontrar las trampas y las coartadas adecuadas para transgredir las prohibiciones reales.

En efecto, a tenor de lo anterior cabe destacar la enorme responsabilidad delegada en una frondosa y envilecida burocracia, que a través de complejas relaciones familiares y de clientela tejió contumaces redes de influencia por toda la extensión del Estado colonial. Los vínculos de parentesco, en el caso del navío enviado al Perú por Gonzalo Ronquillo; los criados de los virreyes, como Juan de Mendoza y Juan de Solís; el usufructo de un monopolio comercial, utilizado por Luis de Velasco para intentar conseguir azogue del reino de la China; la complicidad del poder político con los recursos de las órdenes religiosas y el estamento mercantil, en la expedición del marqués de Cañete, y, finalmente, la indiferencia de las autoridades ante el proscrito tráfico de esclavos, en lo referente a la presencia de asiáticos en el Perú durante el siglo XVI, fueron algunos de los artificios explotados por los funcionarios para contravenir con ventaja el orden establecido.

Por otro lado, la Corona contribuyó a crear poderes paralelos dentro del imperio, ya que la Compañía de Jesús levantó una estructura eficiente a través de Europa, América y Asia, construida gracias a la coincidencia de sus objetivos pastorales y económicos. Aunque el caso de Juan de Solís ofrece todavía ciertas dudas, sí fue ostensible en la jornada del marqués de Cañete que los jesuitas de Oriente utilizaron su influencia para canalizar la plata del contrabando americano hacia los ejercicios materiales que sostenían sus negocios espirituales. La hegemonía jesuita en Oriente impidió la conquista militar, pero a la vez fue una de las causas del fracaso del Cristianismo en esa parte del mundo. Sólo un minucioso estudio comparativo de las políticas de evangelización en Asia y América podrá ofrecer las claves que expliquen la diferencia de resultados entre ambos procesos.

En otro orden de cosas, nuestra investigación demuestra cuán integrado estaba el mundo de aquel entonces, a pesar de las distancias y los precarios medios de comunicación disponibles. Las monografías regionales suelen escamotear las repercusiones universales de un proceso analizan tan sólo su dimensión local, renunciando así a la visión del mundo por la de la provincia. Las historias que hemos reconstruido han exigido laboriosas pesquisas en distintos archivos, diferentes idiomas y diversas fuentes, mas sin esos elementos habría sido imposible ofrecer una panorámica real de la proyección peruana en el Pacífico durante el siglo XVI.

Lo anterior implica admitir de antemano que esta obra no ha sido escrita con el rigor propio de un especialista en la historia de México, Filipinas y Portugal, y mucho menos aún con la seriedad que se puede esperar de un orientalista; pero en la medida que no existían evidencias historiográficas de un contacto entre extremo Oriente y el Perú durante los primeros años de la dominación colonial, creemos que al menos este trabajo cumple con los mínimos tolerables de decoro y originalidad.

Por lo menos es posible constatar que desde antes que llegaran al Perú los primeros libros sobre China y Japón, ya existía en esa frontera de Occidente una conciencia del Oriente. Esa larga y secular obsesión que permitió a su vez el encuentro de varios mundos: el griego y el troyano, el árabe y el cristiano, el europeo y el americano. Por una sutil ironía, el hechizo del Oriente sumerge al Perú en la más antigua de las tradiciones de Occidente.





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