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ArribaAbajoCapítulo IV

No bien dispuso la señora Mendizábal la separación de Francisco y Dorotea, y los condenó a trabajar, al primero en la finca, y a la segunda en una casa de francesas, con especial encargo de que no le dispensasen la más leve falta, cuando un pesar profundo se le apoderó del ánimo, porque eran sus mejores esclavos y porque le cabía no pequeña parte en la mancha que deslució las páginas de su vida. La compasión y el remordimiento empezaron a desazonarla; por eso fue que a los pocos días de haberlos desterrado de la casa, y deseando, por otra parte, minorar los castigos, escribió una carta a las francesas donde les prevenía que, a pesar de sus órdenes anteriores, trataran a la mulata con suavidad y tuviesen en cuenta lo delicado de su situación. Otra mandó a Ricardo en que le manifestaba cuánto se arrepentía de lo que sólo hubiera hecho en momentos de calor contra un negro tan fiel y tan pacífico, a quien luego al punto debía quitarle los grillos y ponerlo a trabajar en las faenas de las casas, interrumpiéndose por consecuencia los azotes. Las amas del establecimiento en que lavaba Dorotea, no la oprimieron nunca; su belleza, sus pesadumbres, el aire fino de sus modales y el empeño que ponía en complacerlas,   —107→   las cautivaron desde el principio en tal manera que no necesitaban de preceptos para atenderla. Por lo que hace a Ricardo, después contaremos el medio que usó a fin de burlar los pensamientos caritativos de su madre.

Según fue corriendo el tiempo, crecía la compasión de la señora Mendizábal, y le pesaba más y más haberles negado tan tenazmente a sus dos esclavos la licencia del matrimonio, y luego, cuando por su causa se descarriaron, haberlos afligido sin lástima. Acercose en esto la Pascua de Navidad, y las ganas de ver cómo andaba un trapiche planteado de nuevo en el ingenio, el cumplirse por esa época tres años que no la visitaba, y los bailes y otras fiestas que tenían preparados los de la villa de Güines, la hicieron arrostrar al cabo por la repugnancia con que miraba el campo, y disponerse a dejar algunos días la ciudad. Entonces no pudo sufrir ya los reclamos de la conciencia; la idea de que Francisco y Dorotea padecían por un exceso de firmeza suya la hirió en lo vivo al reflexionar que aquella coyuntura venía muy a propósito para que oyesen de sus labios el perdón. De aquí que en vísperas del viaje, llamara a Dorotea y le comunicase su generoso proyecto; pero no sin exigirle antes que en lo sucesivo ella y Francisco la obedecerían mejor, cosa indispensable, a su entender, para demostrarles entereza de carácter, donde estribaba, como ya apuntamos arriba, el buen gobierno de su casa; y no también sin cuajársele de lágrimas los ojos, luego que vio postrada a sus pies a la mulata, flaca, descolorida, sosteniendo en los brazos a su hijita, que de puro endeble y enfermiza semejaba un ángel bajado del cielo para gemir en el mundo. No paró allí el   —108→   beneficio; prometió otorgarles la licencia de matrimonio, si el calesero se avenía a celebrarlo la Pascua.

Pintar el regocijo de Dorotea, al saber que cesarían todas sus penas, al imaginarse un porvenir tranquilo, más dulce y apacible ahora por los sinsabores pasados, cuando la acarició el pensamiento de que su ama les franqueaba otra vez las puertas de su casa, de que iba a unirse para siempre a Francisco, trabajo nos parece de más. Verdad que casi nada había sufrido, mientras estuvo lavando, por lo que hace a penalidades, del cuerpo; pero la separación de lo que más amaba en la Tierra, la separación de Francisco; el pensar los males que pasaría en el ingenio bajo el poder de Ricardo, mozo irascible y cruel que había de vengarse precisamente en penetrando el motivo por que se resistió a complacer sus impuros deseos; la ninguna esperanza de casarse; todo esto agobiaba de consuno el alma de esta desdichada criatura. Mas el contento que la beneficencia de la señora Mendizábal derramó eh su corazón, no podía ser durable: fue entrever por un instante la felicidad para acabar de amargarle los infortunios que la aguardaban. Contemos, si no, los sucesos acaecidos en aquella Pascua de tristísima memoria.

*  *  *

Ricardo no cumplió jamás las piadosas órdenes que su madre le había dado acerca de Francisco; en lugar de quitarle los grillos, de ponerlo a trabajar en las casas y de interrumpir los azotes, como fuera voluntad de aquélla, siguió constante en el propósito de vengar entonces,   —109→   supuesto que se le había presentado la ocasión, anteriores resentimientos; resentimientos donde ninguna culpa tenía el calesero, sino es digna de llamarse tal la distinción con que lo miraba Dorotea y la pureza de su conducta, que en cierto modo sí indicaba, aunque tácitamente, los vicios y desórdenes del amo. Así fue que recibir el mandato y proponerse desde luego a desobedecerlo, todo sucedió a un punto. La distancia del ingenio a la Habana, lo poco que lo frecuentaba su madre, y aún más la facilidad de justificarse por medio de cualquier falsa imputación contra Francisco, brindábanle campo suficiente para abrazar sin riesgo aquel partido a un hombre acostumbrado de largo tiempo atrás a saciar siempre sus venganzas y a encubrir con mentiras ese vergonzoso manejo. Sobre lo de recelar que Francisco publicara su iniquidad en viendo a la señora Mendizábal, y en cuanto a perder la gracia de ésta, no se inquietaba nada, lo uno, porque ni aquél se atrevería a declarársele enemigo exponiéndose a las resultas, ni habían de influir mucho por otra parte en su perjuicio las quejas de un esclavo, cuando ser el juez de la causa su propia madre, madre cuyo amor rayaba en idolatría, y habérselas con quien hubo de merecer antes severos castigos, eran circunstancias demasiado poderosas que abonaban por él. Convino, pues, con don Antonio en que cuando la señora Mendizábal llegase al ingenio, o de otro cualquier modo supiese los trabajos de Francisco, le atribuirían a éste faltas y delitos capaces, ya de ameritar los castigos, ya de borrar hacia él todo sentimiento de piedad, como que se había huido y alzádose contra los blancos, como que andaba en desavenencias con los demás, y los incitaba   —110→   a cometer excesos; acordaron asimismo, que caso de extrañar no se lo hubiesen escrito, le dirían que había sido por librarla de un mal rato. En efecto, la señora Mendizábal oyó, apenas se hubo bajado del carruaje, los crímenes y vicios en que incurriera Francisco durante su permanencia en el ingenio; decíaselos una persona a quien no podía menos de creer, su hijo; circunstancia que, junto a la de haber delinquido otra vez el acusado, y a la de persuadirse pronto que acaso se corrompería en el ingenio, obraron favorablemente a las miras de Ricardo; además, que poco se fiaba ella de las virtudes de la gente de color, raza de hombres ingratos, a su juicio, e inclinados al mal por naturaleza. Sin embargo, por grande fuerza que tuviesen las precedentes reflexiones, ninguna mitigó el dolor que le ocasionaron nuevas tan inesperadas como tristes, pues por ellas se veía en el caso de no sacar a Francisco del ingenio, y mucho menos de impedir que Ricardo lo castigase, lo cual trastornaba enteramente su plan; apesadumbrábale también figurarse el golpe terrible que iba a recibir Dorotea cuando le desvaneciese sus halagüeñas esperanzas con la relación de aquella desagradable contingencia; esperanzas que por causa suya alimentara, y de donde pendía tal vez la vida o la muerte de la mulata.

Ésta se había quedado por detrás en el camino con sus compañeras; por eso fue que la señora Mendizábal supo antes los extravíos que de Francisco le refirió Ricardo. Como a las doce de la noche llegaría al ingenio; todos dormían ya, excepto los negros que trabajaban en la molienda; atravesó el batey con el corazón inundado de aquel gozo puro e indefinible que es capaz de   —111→   sentir una mujer hallándose cerca de estrechar entre sus brazos al hombre que ama y cuya vista le han robado por mucho tiempo lastimosos infortunios. Pero Francisco no salió a recibirla, como era regular; sólo una negra vieja que dormía en la cocina se levantó para encender luz. Pasó un rato y nadie pareció tampoco; Dorotea comenzó a inquietarse con esto, no sin justo motivo; imposible era que la señora Mendizábal hubiese ocultado a Francisco que lo perdonaba, y que le concedía la licencia del matrimonio; y habiendo sucedido así ¿por qué no estaba alerta, por qué no esperaba vigilante a su hija y a su futura esposa? No sabía a qué causa atribuir la conducta de Francisco; ocurriéronsele a la vez, dos ideas a cual más triste: o que permanecía trabajando y sufriendo lo mismo que antes en el ingenio, o que la separación y la distancia habían entibiado su cariño. Queriendo, por tanto, desengañarse, y no dormir aquella noche con el peso de la incertidumbre, se encaminó hacia el trapiche acompañada de otra esclava.

El cuarto de prima acababa de mudarse. En un momento recorrió Dorotea la casa de trapiche por ver si encontraba a Francisco; mas ni entre los bagaceros, ni entre los cargadores de caña, en ninguna parte lo halló; fue a la casa de calderas, y tampoco. Cansada de buscarlo inútilmente, se retiraba ya, cuando unos latigazos hirieron sus oídos; volviose para donde sonaban y, el espectáculo que se le presentó, hubo de llamarle la atención: era que el contramayoral traía por delante a un negro cargado de grillos y ramales y que lo azotaba porque no podía andar aprisa. Un movimiento de lástima obligó a acercársele y decirle que no le diese más que ella le   —112→   servía de madrina. El negro cruzó prontamente por entre las manjarrias y las bueyes y se puso a meter caña en el trapiche. Aunque este lance nada tenía de particular en un ingenio, donde son tan frecuentes, Dorotea se impresionó Mucho; pareciole contra la costumbre ordinaria que aquel esclavo hubiese aguantado los cuerazos sin proferir una queja y que, después de haberle servido de madrina, no fuera a darle las gracias, sino que caminase derecho a su trabajo. La débil luz que despedían los candiles estorbaba que le reconociese; el negro también como que adrede escondía el rostro al meter la caña. Picole todo esto la curiosidad involuntariamente, y más, al percibir alguna semejanza entre él y otra persona de quien se ocupaba mucho en aquellos momentos; por la estatura elevada, por cierta nobleza y despejo que se advertía en su andar, no obstante las prisiones, por el modo de llevar la cabeza alta, hubo de semejarse a Francisco. Una congoja mortal se apoderó entonces de la mulata; deseando satisfacer sus dudas, llamó a uno de los negritos que arreaban los bueyes, y la respuesta que tuvo no la tranquilizó por cierto. ¡El que tenía delante, metiendo caña, era Francisco! Por lo pronto, no pudo ni llorar; anudósele la garganta, las manos se le pusieron como muertas, frías, heladas; sólo el corazón le palpitaba con violencia; fue menester que se recostase en uno de los horcones para no caerse. La otra criada que andaba por la pila comiendo caña, nada vio de esto. Poco después se recobró algún tanto Dorotea y, casi maquinalmente, la fue a buscar para que la acompañase a la casa de vivienda, pretextando estar muy estropeada del viaje.

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Aquélla se apresuró a preguntarle si había descubierto por qué no la estuvo esperando Francisco; pero Dorotea le negó hasta haberlo encontrado, y aun trató le disculpar lo que en él parecía una falta remarcable de consecuencia, atribuyéndolo todo a que empleando regularmente las criadas en los viajes al ingenio el día y la noche, acaso se imaginó entonces que había de suceder lo propio, y que por eso se acostó a dormir. Pero en realidad estaba muy lejos de tener el sosiego que fingía, porque no sólo le desgarró el alma haber visto a Francisco en los trabajos del ingenio, cuando se esperaba hallarlo libre de castigos, y como lo vio cargado de prisiones, azotado por el contramayoral, sino la indiferencia con que recibió el favor que le hizo, la indiferencia con que se puso a meter caña, sin dignarse siquiera de dirigirle una vez los ojos. ¡Después de diez meses de separación, de diez meses de lágrimas, mostrarse tan frío! Esto indicaba que Francisco la había olvidado, que tras el dolor de sentir sus penalidades, venía él también a clavarle en premio un puñal en el corazón. Su amante, aquél por quien se había sacrificado, por quien todo lo había perdido, hasta el honor, no hacía caso ya de la mujer que otro tiempo colmara de tiernas caricias, de la que ahora alimentaba con su sangre al hijo de los dos, de la mujer que, a pesar de serle ingrato, lo idolatraba todavía; alguna rival, quizás más feliz, le habría hecho olvidar todas sus promesas y juramentos de fidelidad, todos sus deberes; los recados que le mandó con los arrieros mientras ella estaba en la Habana, nada decían en favor de Francisco; pudo haber querido engañarla. Dorotea se pasó la noche llorando en estas cavilaciones,   —114→   sin que sus compañeras la consolasen; les había ocultado las sospechas que la devoraban; a nadie le gusta contar que ha sido objeto de la burla de otro, y mucho menos en materia de amor.

*  *  *

Hemos dicho ya que la madre de Ricardo supo, apenas llegó al ingenio, las faltas atribuidas a Francisco; y las reflexiones que la obligaron a no interrumpir los castigos que le habían impuesto, aunque mucho le pesase de ello, en razón a los planes que llevaba formados de la Habana. Cuando Ricardo le hizo relación de los excesos de Francisco, éste se hallaba presente; fue a pedirle la bendición a su ama junto con los demás esclavos de la finca; mas aquél no se turbó por eso. Indignada la señora Mendizábal contra su antiguo calesero, le afeó su conducta y lo acusó de mal agradecido; él no tuvo más recurso que oír y callar. Para que sintiese más las consecuencias de sus descarríos, le descubrió que, creyéndole ya corregido, y deseando probarle su bondad, pensó perdonarlo, restituirlo al servicio de la casa, y permitirle que se casase con Dorotea, la cual venía por el camino; pero que sus malos procederes la obligaban a no seguir esos proyectos generosos. Estas noticias, en momentos en que por la crueldad de Ricardo le era imposible cambiar su suerte, fácil será de imaginarse el efecto que causarían en el pobre Francisco. No se atrevió a defenderse; temía la venganza de Ricardo y que no le diesen crédito; lo único que hizo fue echarse a llorar y retirarse para los bohíos. Los ojos se le aguaron a la señora Mendizábal con esta escena tan tierna.   —115→   Todas las cuerdas empezaban a templarse para sonar después en una triste armonía. Sólo su hijo permaneció impasible.

*  *  *

Al otro día se levantó Dorotea muy temprano y, queriendo dar una vuelta por el campo, se internó en la arboleda como el lugar más próximo a la casa y el más a propósito para desahogar su corazón. Después de haber andado por infinidad de trillos, que se cruzaban en todas direcciones, se puso a orillar el río y pronto se halló frente al rancho del guardiero. El perrito de éste comenzó a ladrar; pero Dorotea, sin hacerle caso, se detuvo allí por ver si hablaba con el taita Pedro que era el principal objeto de su paseo. Poco tardó en aparecer el viejo por entre los árboles, apoyado en su bastón de cañabrava, y llevando un hacecillo de ramas secas para encender la fogata del bohío.

-¿A quién le ladras, Bijirita? -le dijo al perro-. ¿Algún gato jíbaro se está comiendo los pollos? ¡Eh!, ven acá, que eres muy bullanguero! ¡Bulla no más! Quien te oyera, juraría que me quieres mucho, sí, y ayer que le fui a pedir la bendición a la señora, te echaste a correr, gallinazo, en cuanto me cayeron los perros del mayoral. Pero ¿qué diablos tienes detrás de la ciruela, Bijirita?

El taita dejó la leña en la puerta del bohío y, por saber por qué labraba su perrito, fue a registrar la ciruela. Asombrado se quedó al toparse allí con la mulata como escondida tras el tronco; no sabía que estuviese en el ingenio y   —116→   mucho menos que iría aquella Pascua; trabajo también le costó conocerla ¡tan desfigurada estaba! Al asombro siguieron la tristeza y la compasión, porque la mulata, en viéndolo delante, se arrasó de lágrimas, y el taita Pedro sabía muy bien por Francisco los motivos que se las arrancaban, sabía muy bien la historia de aquellos desgraciados amores. Inmóvil permaneció por algunos instantes mirando llorar a Dorotea, sin proferir una palabra; dudaba cuál partido escogería; cuando los hombres sienten mucho se callan y no aciertan aprisa lo que deben hacer. Al fin, con la voz medio balbuciente, le dijo:

-¿Tú, a estas horas, por aquí, Dorotea? ¿Cuándo viniste de la Habana? ¿Ayer? ¡Oh, con tu llorar! ¡No seas boba, Señor! Consuélate. ¿Qué tienes? ¿De qué te afliges tanto? Cuéntamelo; puede ser que yo le encuentre algún remedio.

-¿Qué se lo cuente?, le respondió ella suspirando. Sí, señor, taita, yo venía a eso, a contárselo todo. Pero en cuanto lo columbré por entre las matas, me dio una vergüenza que me agaché aquí detrás para que usted no me viera. ¿Mas cómo es posible que usted no sepa nada, taita? ¿Por qué está Francisco en el ingenio, y por qué estuve yo hasta ahora lavando en una casa de francesas? Pues por eso mismo me aflijo. ¿Le parece a usted poco? Francisco es mina como usted; ustedes dos se juntaban mucho antes; él debe habérselo dicho con toda seguridad. ¡Ay!, ¡dice usted que le encontrará remedio a mi mal! ¡No es muy fácil, taita!

-Bien; pero cuando tú has venido al ingenio, es señal de que ya te han perdonado.

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-Sí, señor; y a Francisco, que lo vi anoche metiendo caña en el trapiche con grilletes y unas cadenas y tan flaco que ni lo conocí, ¿quién lo ha perdonado? La señora me sacó de donde yo estaba y me prometió casarme con él esta Pascua y ponernos a servir otra vez en la Habana; en este supuesto, yo pensé hallarlo, figúrese usted cómo, en la casa de vivienda esperándome muy alegre. ¡Mire usted qué diferente! Pero dígame usted por Dios, taita, usted que vive en el ingenio, ¿qué ha hecho él, para que lo traten de ese modo?

-¡Tú te apuras tanto, Dorotea! Puede ser que todavía no le haya hablado la señora.

-¿Y a cuándo iba a esperar? Ya usted ve que eso no puede ser. Conque así respóndame, ¿qué ha hecho Francisco?, ¿alguna cosa mala?

-A mis oídos no ha llegado, y eso que todos los días, -primero falta el sol,- viene aquí un rato a la hora de comer. Los otros tampoco me han dicho nada.

-¡Es decir que lo castigan y que lo hacen trabajar en el ingenio por gusto, nada más que por gusto! Y no es sólo esto, usted ha de creer que me han afirmado, tal vez por mortificarme, que Francisco no me quiere ya, que lleva amores con otra de aquí. Yo lo dudo mucho ¡qué!, hasta lo dificulto; serán chismes; pero hay cosas que, aunque sean mentiras, le quitan a uno todo el gusto. Yo no sé...

-Mentira, muchacha, sí, mentira. ¡Conque él no te suelta de la boca!, ¡conque no piensa más que en ti! ¡Ah!, eso lo aseguro yo, que él no te   —118→   ha olvidado. Hombre ¿quién fue el que te lo dijo? ¡Embustero! Si Francisco lo supiera ¡qué pena le habría de dar! ¡Tras de todos sus trabajos venir ahora a ponerlo mal contigo! ¡Era lo que le faltaba para morirse de pesadumbre!

-¿Todavía se acuerda de mí, taita? ¿Usted no me engaña?

-No, alma mía, no te engaño; él se muere por ti; no lo dudes; tranquilízate. Cuando hables con él, tú lo veras.

-¿Dónde voy a hablar con él? ¿Usted no me dice? La señora puede ser que no quiera. En el trapiche hay siempre tanta gente, y lo mismo en el campo; en la casa, menos. Yo no sé dónde.

-Eso déjalo a mi cargo. Ya no será hoy por la mañana; pero llégate por aquí al mediodía, que entonces habrá venido la gente del campo, y yo le avisaré. Justamente es domingo, y la gente viene temprano; tienen tiempo de conversar.

-¿Y la señora?

-Dile cualquier cosa, si te pregunta: que quieres pasear por la arboleda, que quieres ver el río... Pues...

-Bueno; ahí veremos. Avísale a Francisco que yo estaré aquí como a la una. Adiós, taita. No me dilato más, no vaya a levantarse la señora y maliciarse algo. Hasta luego y dispénseme.

Cabalmente la proposición que el taita Pedro le hizo a Dorotea de citar a Francisco para una entrevista con ella satisfacía del todo sus deseos. En dónde y cómo la tendría, cavilaba desde que   —119→   por desgracia suya hubo de hallarlo trabajando en el trapiche, y de hallarlo, al parecer, refalsado. Saber las causas por qué lo castigaban, y por qué la señora Mendizábal no lo había perdonado, a pesar de sus promesas, en el momento mismo que llegó al ingenio; convencerse de si le era o no ingrato; oírle explicar la indiferencia con que la recibió; y presentarle a su hija Lutgarda; he aquí lo que la impulsaba a apetecer una entrevista con Francisco; pero a escondidas de la señora Mendizábal, no fuese ésta, habiendo quizás cambiado de proyectos, a repugnar que lo tratara. Como ella le dijo al taita Pedro, ni en el trapiche, ni en el campo, ni en la casa de vivienda, ni en ninguna parte podía hacerlo, a causa de la gente, sin grande riesgo de que lo descubriese su ama: luego, la infeliz tenía en el ingenio un enemigo mortal que andaría vigilando sus operaciones para acriminarlas aunque fuesen inocentes; hablamos de Ricardo. Dorotea puso los ojos en taita Pedro, porque desde pequeña lo conocía, y porque le constaba su cariño hacia Francisco, de cuya nación era; y si la vimos ocultarse tras de la ciruela, en cuanto lo divisó por entre los árboles, con ánimo de volverse para la casa sin manifestarle sus deseos, fue porque una muchacha tímida se avergüenza siempre de hablar sobre sus amores con las personas de edad. La casualidad de que el perrito se pusiese a ladrarle, la descubrió a taita Pedro; y la conversación se enredó de tal manera, que vino a parar en ofrecerle aquél voluntariamente lo propio que la había conducido a la arboleda. Algo sosegada ya con la esperanza de tener una entrevista con Francisco, tornó aprisa a la casa de vivienda para que, si la señora Mendizábal se   —120→   levantaba, no extrañase su ausencia ni el paseo tan temprano por la arboleda; pero afortunadamente a todos los encontró durmiendo.

*  *  *

Cuando la señora Mendizábal despertó, lo primero que se le vino a la imaginación fue Dorotea. La noche antes no había podido hablar con ella, a causa de lo tarde que llegó al ingenio; deseaba hacerlo, desde que supo las faltas de Francisco, ya para justificar a los ojos de la mulata los castigos que éste sufría, ya para aconsejarle y aun exigirle, si necesario fuese, que no se acordase más de él; porque sin mostrarle los motivos en que fundaba el mal trato que recibiera aquél en la finca, tal vez habría de estimar baladíes todas sus promesas; y porque faltándole quien le abriese los ojos a muchacha tan ciegamente enamorada, no tardaría acaso ni un momento en perdonar los extravíos de Francisco y en precipitarse sabe Dios en qué miserias. Sobrado le parecía a la señora Mendizábal, para disculparse con la mulata, el hacerle una simple relación de cuanto Ricardo le dijo; pero, por grandes esperanzas que tuviese de alcanzarlo, no sucedía lo mismo respecto a destruirle su amor; al contrario, dudábalo mucho; que no es de lo más fácil torcer la voluntad, cuando quiere uno por la primera vez, cuando han pasado algunos años, y cuando la tenaz oposición de los otros sólo ha servido para prestar fuerza y calor a nuestro cariño. De que Dorotea persistiese en llevar amores con Francisco, podían resultarle gravísimas consecuencias: o bien el unirse a un hombre vicioso y de malos sentimientos, caso   —121→   de que la señora Mendizábal se lo permitiese; o bien los sinsabores que la aguardaban, si no tenía por conveniente el acceder; y ella desaprobaba los dos extremos; en los dos veía padecer a su costurera, a su criada de mano; de cualquier modo iba a privarse de sus servicios. ¿Cómo evitar tamaños males? Tratando de disuadir a Dorotea amigablemente, haciéndole una pintura de Francisco tal como la oyera de boca de su hijo. Si esto no bastaba, tendría entonces que elegir entre dejarla casarse u oponerse, renovando los pasados disgustos y aquella época lamentable que para siempre deseaba borrar de la memoria. En semejantes circunstancias no sabía qué resolver, si bien se inclinaba a lo segundo, que era, a su juicio, el partido más acorde con la felicidad de Dorotea y con sus propios intereses. Francisco no merecía tampoco la mano de una esclava, que pudo extraviarse en un tiempo, tal vez seducida por él, pero que ya le prometía enmienda para lo sucesivo, cuando sólo se hiciera acreedor en virtud de sus faltas a los castigos con que Ricardo y el mayoral lo atormentaban. Ocupada en estas reflexiones, que la agitaban desde el día anterior, se levantó con ánimo de realizar pronto su plan. Dorotea fue a saludarla junto con las demás esclavas; la señora Mendizábal mandó entonces que todas se retirasen, y quedándose sola con ella, le habló así:

-Bien sabes, Dorotea, cuáles eran mis intenciones; perdonarte a ti y a Francisco, casarlos aquí, y que me sirvieran después en la Habana, tú, siempre de costurera y criada de mano, y él, de calesero; habiéndolos criado a ustedes, quería mostrarme generosa. Me hice cargo: «Dorotea y Francisco se aman todavía, ya estarán corregidos,   —122→   ellos no se han quejado de los castigos que les he impuesto; pues voy ahora a ser yo misma la que los case». La otra vez me opuse, ¿y por qué fue? Porque ustedes me engañaron diciéndome que no llevaban amores, y los llevaban a escondidas, y porque se ofuscaron contra mí; por eso tan solamente les negué la licencia de matrimonio. Yo soy una madeja de secta, Dorotea; pero es menester que me den gusto. Así fue que saliste del lado de las francesas y que; cuando llegaste a casa sin un trapo que ponerte encima, te compré una porción de túnicos y pañuelos, y cuanto necesitabas para casarte con decencia; te di también dinero para que le comprases fluses a Francisco, presumiéndome que tendría desguazados los que trajo de la Habana; todo lo fui preparando de modo que ustedes conocieran mi buen corazón. ¿No es verdad, Dorotea? ¿Tienes alguna queja contra tu ama? ¿Podía yo hacer más?

-Ay, señora, -le respondió la mulata en medio de sollozos que le ahogaban la voz-, no me lo pregunte su merced a mí!

-Me alegro infinito de que me agradezcas los favores que les pensaba hacer.

-¡Qué les pensaba hacer! ¿Y ya no, señora?

-Mira, en sabiendo las cosas, puede que te arrepientas de esas lágrimas. ¿De qué te azoras? ¿De lo que te acabo de decir? ¡Boba! Escúchame y verás si debes alegrarte o no de que no quiera ya que te cases con Francisco. Por tu bien, Dorotea, por tu bien nada más te lo aconsejo. Pues no me dices ¿qué sacaría yo ahora, después que todas nuestras tragedias se han acabado,   —123→   de seguirlos afligiendo a ustedes? ¿Verlos padecer? ¡Ah, sería menester que fuese una tirana! ¿Mas quién tiene la culpa de que nuestros planes se hayan maguado? Tu ama no la tiene, por cierto, ni tú tampoco; es Francisco, que tan ingrato se ha vuelto conmigo. ¡Yo no sé, Señor; el diablo se le ha metido a este negro en la cabeza de poco tiempo acá! Primero me engañó con que te había olvidado, siendo mentira; eso fue al principio de los amores de ustedes; luego te perdió a ti en mi propia casa, ¡no quisiera ni acordarme! Mándolo al ingenio para corregirlo, y aquí se acabó de rematar...

-¿Francisco ha hecho alguna cosa mala, señora? -le interrumpió Dorotea como asustada.

-¿Francisco...?

-Sí, el mismo, y no sólo una, sino muchísimas. ¡Si hasta parece un sueño lo que he escuchado de él! Tan humilde, tan manso... ¿te acuerdas? Y ahora, según lo que me cuentan, es una fiera. Criatura, haberse levantado tres veces contra el mayoral; huirse a cada momento; fajarse con sus compañeros; pegarles fuego un día a las casas de bagazo, que si no acuden aprisa, vuela todo el ingenio como pólvora; querer resabiarme los negros poniéndose a embullarlos para que lo sigan; respóndeme: ¿son faltas que pueden disimularse? No. Yo lo crié, lo saqué chiquito del barracón, lo bauticé. ¿Dónde aprendió esto, Señor? ¿Tuvo malos ejemplos en mi casa, malos consejos? Nada; él se ha encalabrinado, y piensa vengarse así. Pero el daño será para él. ¿Qué se diría de mí, si yo lo perdonara ahora? Lo menos, que no sabía gobernar a mis esclavos; y con razón. También   —124→   sería locura meter en mi casa a quien es capaz de todo cuanto hay.

-¡Infeliz de mí! ¡Téngame lástima, señora, compadézcame, por Dios!

-¿Lástima? ¡Demasiado! ¿Es posible que lo dudes? ¡Ya se ve! Venías a casarte con Francisco, y te lo encuentras que no es ni la sombra de lo que era en otro tiempo. No es extraño que desconfíes de todo el mundo, pero, mujer, ¿de mí?

-¡Ah, no, yo no desconfío de su merced!

-Bien, ni yo de ti tampoco. Por eso dificulto mucho que tú persistas en amar a Francisco todavía; porque, Dorotea, los hombres se aman por sus buenas obras. ¿Qué hace una mujer con casarse, si ha de ser para llorar y arrepentirse después? Acuérdate de que el matrimonio dura toda la vida; reflexiona que el hombre que antes de casarse le da pesadumbres a la mujer, luego será peor. Bastante sé lo que te costará olvidar a Francisco; pero, ¿quién no prefiere padecer algunos días, a verse desgraciado para siempre? Yo te lo aconsejo, olvídalo; figúrate que nunca has llevado amores con él; ten paciencia, que el tiempo quita todas las penas. Sin embargo, no creas que te violento; de aquí a la noche te doy de plazo para que pienses lo que has de resolver. ¿Me lo dirás con franqueza, eh? Ricardo puede informarte pormenor de las cosas que ha hecho Francisco. Pregúntale. Él fue quien me las contó ayer. Nada me había dicho hasta ahora por no incomodarme.

Estas últimas palabras de la señora Mendizábal afligieron más a Dorotea; pero como sucede   —125→   siempre que los dolores son muy vehementes, en vez de seguir llorando y lamentándose, perdió la voz, y dejaron de correrle las lágrimas que un momento antes le inundaban las mejillas; de suerte que con esto tuvo aquélla ocasión de atribuir este cambio repentino a que sus razones y consejos habían hecho mella en el ánimo de la mulata; pareciole que nada tenía ya que temer, que sin necesidad de recurrir a medios violentos, iba a separarla de unos amores cuyo resultado debía ser por precisión lastimoso, sea que accediese o no al matrimonio. Alegre en extremo por haber tenido tan buen principio sus planes, le dijo a Dorotea, cuando ésta salía de su cuarto, varias expresiones de cariño que harto hubieran patentizado a otra cualquier persona, como tuviese el corazón menos intranquilo, el vivo deseo que abrigaba de captarse la voluntad y la confianza de su esclava, ya que sólo así podía esperarse librarla de padecimientos, conservarla en su servicio y hacer que Francisco sufriese todo el rigor que merecía en pago de su extraviado proceder. No era aquella coyuntura a propósito para obligar a Dorotea a que le diese gusto, valiéndose de la autoridad de ama.

Por lo que dice a la mulata, se le ocurrieron en la conversación tal multitud de ideas y de sentimientos que ni ella misma pudo darse cuenta por lo pronto de lo que pasaba. Mas donde creció su congoja fue cuando la señora Mendizábal le dijo que Ricardo había sido quien le descubrió, el día antes, las maldades de Francisco. Esto arrojó una luz demasiado clara sobre la absoluta incoherencia que veía entre las virtudes del calesero y los negros colores con que se lo pintaban. Al principio dio crédito a las noticias de la señora   —126→   Mendizábal, aunque dudando que fuesen tan agravantes los hechos, o, a lo menos, que Francisco los cometiera por perversidad de su alma y no por desesperación y venganza. Pero, en cuanto oyó el nombre de Ricardo, se le aumentaron las dudas, presumiéndose al instante que todas eran mentiras, que las había forjado con el fin de perjudicar a Francisco. El odio que siempre alimentara dicho joven contra el calesero, su genio colérico y lo picado que se hallaba con la mulata por no haber podido vencerla ni a ruegos ni a amenazas, eran circunstancias muy graves que bastante fundamento prestaban a las sospechas de Dorotea. Al concebirlas, desechó luego la idea desgarradora que la noticia de los excesos de Francisco y las reflexiones de la señora Mendizábal le sugirieron: la de olvidarlo, la de no pensar más en un hombre cuyos vicios lo hacían detestable a los ojos de todos. Pero, ¿serviría esto para aliviar los dolores de la mulata, cuando la señora Mendizábal le aconsejaba, consejo que equivalía a mandato, abandonar sus relaciones con Francisco; cuando veía la maldad y el enojo de un enemigo poderoso, invencible, oprimiendo a su amante; cuando, aunque fueran ciertas sus sospechas y tuviese datos para probar la inocencia de Francisco, no podía de ningún modo defenderlo, ni alcanzar nada? Y si era inocente, ¿estaba acaso segura de que él no la había olvidado? Los grillos, los ramales, los cuerazos que vio en el trapiche la noche anterior, todo se lo explicó la señora Mendizábal; pero la indiferencia con que la recibió, su empeño por ocultársele mientras metía la caña, ¿quién le había aclarado estos pormenores? Nadie; los mismos celos, la misma desconfianza la devoraban   —127→   todavía. De aquí que, combatida por tantos pensamientos, a cual más terrible, cayese en aquel estado como de impasibilidad que acompaña siempre a los pesares muy grandes. Su ama lo atribuyó equivocadamente al buen efecto de sus razones.



  —128→  

ArribaAbajoCapítulo V

Las diez serían cuando el mayoral tocó la campana para llamar la gente del campo; era domingo, y por eso se concluían los trabajos antes de las doce. A poco rato aparecieron los negros, cada cual con su haz de cogollo en la cabeza; cruzaron por medio del batey y fueron a parar frente a la casa del mayoral. Allí se ahilaron según costumbre y, luego que éste los despidió con un chasquido del cuero, botaron el cogollo en la caballeriza y se encaminaron hacia la mayordomía para coger su ración. Dorotea, que desde su entrevista con la señora Mendizábal se había encerrado en un cuarto a meditar sobre su miserable destino y sobre el partido que debía tomar en las aflictivas circunstancias donde se encontraba, se asomó por la ventana en cuanto llegaron los negros del campo para ver si entre ellos venía también Francisco. En efecto, hubo de columbrarlo detrás de todos, y caminando con mucho trabajo a causa de los grillos y ramales que llevaba en ambas piernas. Creyó que volvería la cabeza hacia la casa de vivienda; pero sus esperanzas se frustraron, porque Francisco, en lugar de dirigir la vista a la ventana, parecía esconderse de propósito entre los demás negros. Dorotea continuó, sin embargo, mirándolo con   —129→   los ojos arrasados en lágrimas; aquello corroboraba las sospechas que acerca de la lealtad de Francisco había concebido desde su llegada al ingenio, y, como los pesares se llaman unos a los otros, dedujo, al momento, que quien se portaba así con su amante, no era extraño que hubiese ejecutado las vergonzosas acciones de que Ricardo le acusara. Es verdad que cuando su ama le refirió por la mañana los crímenes y faltas del calesero, le hizo mucha fuerza, por una parte, el rumbo de donde procedían, y por otra, lo desacorde que se le antojaba tanta perversidad y en tan breve tiempo, en menos de un año, con la honradez nunca desmentida de Francisco; en términos que no dio ningún crédito a las palabras de la señora Mendizábal, y resolvió seguir amándolo, a pesar de cuantos obstáculos se le opusiesen, si él le guardaba todavía la jurada fe; mas ahora esta nueva señal de que la había olvidado, la resfrió en su noble propósito y la obligó a pensar desfavorablemente de Francisco. Preguntose a sí misma: «¿Es por ventura el primer hombre que ha pasado de la virtud al vicio? ¿No puede haberse corrompido en el ingenio, y hallándose después sin ningún freno que lo contuviese, haber pagado el amor y la constancia de una mujer, desventurada por su causa, con la indiferencia y el olvido?» Las respuestas que se dio Dorotea a tales preguntas, que sólo hubiera hecho celosa, y cuando los continuos golpes le fueron poco a poco abatiendo de modo que llegó al fin el caso de azorarse y desconfiar de todo, eran propias únicamente para acrecer sus males y para ponerla en mal sentido con Francisco. Así fue que hasta quiso no asistir a la entrevista de la arboleda, pues se figuró que nada   —130→   iba a remediar con hablarle, habiéndola olvidado, y que él no haría tampoco ningún caso de ella ni de su hija; temía que tratara de disculparse alegando falsas excusas, fiado en que no le es difícil a un hombre, en queriendo, burlarse de la debilidad e inexperiencia de una pobre mujer. Este propósito de no ir a la arboleda le duró hasta que el reloj de la casa de vivienda tocó la una de la tarde, hora precisa de la cita, porque al punto las dolorosas reflexiones que lo habían originado comenzaron a perder su fuerza; así les sucede siempre a los que aman de corazón; cuando les acosan la desconfianza o los celos, cuando media cualquier disgusto, no quisieran ni ver a la persona que adoran; pero si se les presenta una coyuntura a propósito para decir sus quejas, no se hallan con valor de desperdiciarla; entonces les sonríe la esperanza de que tal vez se justificará en hablando el mismo que se reputa de culpable, y eso los seduce. Dorotea deseaba verse con Francisco para preguntarle tantas cosas, para salir de tantas dudas, que no pudo menos también de abandonarse a los impulsos de su amor. Salió, pues, de la casa de vivienda con su hija Lutgarda en los brazos y se dirigió hacia el rancho de taita Pedro; pero a escondidas de la señora Mendizábal, no fuese a maliciarse algo y a impedir que se efectuase la entrevista, y encargándoles cuidadosamente a las criadas, que le dijeran, caso de preguntar por ella, que estaba en el cuarto durmiendo.

Al acercarse Dorotea al bohío, percibió como que dos personas hablaban en la parte interior; puso atento el oído, y, sin embargo, no le fue posible comprender la conversación que tenían; mas por el metal de las voces conoció que uno   —131→   era el taita Pedro y el otro Francisco. Un susto, una sorpresa involuntaria, aquella timidez que les entra a las muchachas cuando después de una larga ausencia tienen que hablar con la persona a quien aman, y más si la entrevista ha de ser de quejas, le hizo perder todo el valor de que se había revestido al salir de la casa. Detúvose inmóvil junto al rancho sin atreverse a dar un paso hacia adelante, y largo rato permaneciera allí, si Bijirita, perenne centinela de la arboleda, no se hubiese puesto, como por la mañana, a ladrarle. A los ladridos de su perro salió el taita al limpio y, habiéndola alcanzado a ver, comenzó a llamarla. Francisco se precipitó entonces fuera del rancho y corrió hacia ella con la velocidad que los grillos le permitían, y Dorotea, al verlo anegado en lágrimas, la ternura con que le tendió los brazos, y cómo cubría de besos a su hijita, dando muestras tan claras de amor y del gusto que le causaba aquella entrevista, casi olvidó del todo sus resentimientos y lo abrazó también; pero ninguno de los dos pudo desahogar en largo rato las aflicciones y congojas de su alma sino por medio de sollozos del llanto que les inundaba las mejillas. El viejo taita Pedro se paró allí cerca a contemplar en silencio esta escena tan triste. Luego que pasaron aquellos primeros momentos de agitación, Francisco le tomó a la mulata cariñosamente una de las manos, le quitó a Lutgurda de los brazos y le hizo seña de que lo siguiese, encaminándose a un frondoso mamey, donde la frescura de la sombra y la mucha yerba del suelo convidaban a sentarse. Hasta entonces sólo habían salido de sus labios algunas frases inconexas que bien a las claras demostraban cuán profundos eran los sentimientos   —132→   que les ocuparon los corazones; pero había llegado ya la hora de que empezasen a hablar, hora en que Dorotea pensaba preguntarle a Francisco la causa de su indiferencia la noche antes y aquella mañana, y en que él, sabedor de sus dudas y recelos por las noticias que le comunicara el taita Pedro, al tiempo de citarlo para la entrevista, le iba a desvanecer las sospechas que acerca de su amor y fidelidad le habían al parecer infundido, y a probarle su inocencia con el relato de todos los trabajos que había pasado en el ingenio, y descubriéndole el odio y las innumerables crueldades de Ricardo, sin omitir, por supuesto, las atroces acusaciones que aquel joven fraguó para granjearle la mala voluntad de la señora Mendizábal.

Esta conversación entre dos personas que se amaban con idolatría, después de diez meses de ausencia y de trabajos, y cuando por un cúmulo de circunstancias desgraciadas necesitaban más que nunca de sus recíprocos consuelos, fácil es de imaginarse si pararía o no en volverlas tan amigas como siempre lo habían sido y como lo eran en la actualidad; sólo que Dorotea, al igual de todos los que se hallan animados de una pasión ardiente, se asustaba a menudo por cualquiera cosa en figurándose que podía perder el corazón de Francisco. Al oír ella que no la había esperado en la casa de vivienda, porque a los negros no los dejaban Ricardo ni el mayoral arrimarse allí; que las acusaciones de aquél no provenían sino de su mal corazón por indisponerlo con la señora Mendizábal, y que el motivo de haber tratado de ocultársele en el trapiche mientras metía la caña, fue por no descubrirle que era él mismo a quien el contramayoral azotó en su presencia,   —133→   le pesó infinito haber dado cabida a ideas tan injuriosas contra un hombre que, de lo que acaso pecaba, era de puro y bueno, y que en el propio instante de reputarlo culpable, no tenía otros deseos ni otros pensamientos que los de ahorrarle las pesadumbres que pudiera traerle su mísera situación. Así fue que para consolarlo y para borrar su yerro le prometió que, pues la suerte los había juntado cuando menos lo esperaban, ella no consentiría jamás en separarse por ninguna razón. Manifestole cómo la señora Mendizábal, instruida de las faltas que inventó la maldad de Ricardo, se oponía a su matrimonio, bajo el pretexto de que él no era acreedor ya al cariño de una mujer virtuosa; que sin embargo de haberle hablado, más bien en tono de amiga, que de ama, no se le ocultaba que aquellos consejos equivalían a mandato, según le gustaba que sus esclavos la obedeciesen ciegamente a la menor indicación, y como era de creerse por el plazo que le asignó para meditar sobre el negocio, circunstancia innecesaria, sin duda, habiendo sido su voluntad la de avenirse con lo que ella de motu propio, resolviese; que sabía muy bien los sinsabores que la aguardaban desde el instante en que le declarara su firme propósito de casarse con él, aun cuando fuesen ciertos los delitos y extravíos que le achacaban; pero que a pesar de todo, comería gustosa en el ingenio su pedazo de tasajo y su ración de funche, y trabajaría en el campo como los demás negros y viviría en un miserable bohío, siempre que tuviera la dulce recompensa de gozar a su lado algunos momentos de ventura.

Francisco se opuso abiertamente a este plan, porque si bien habrían de conseguir tal vez, poniéndolo   —134→   en práctica, el verse unidos para siempre, era a costa de muchas penalidades para la mulata; entonces fue cuando le hizo una relación minuciosa y detallada de los tormentos que se pasaban en el ingenio por la crueldad de Ricardo y de los operarios, y le refirió los que él había sufrido desde que puso los pies allí. Dorotea no se amedrentó por eso, pues, aunque débil y tímida por naturaleza, se revestía, como lo hacen todas las mujeres, de un valor heroico, cuando le era preciso sobreponerse a los rigores de la adversidad y como lo hacen todas las mujeres, cuando en su pecho arde una pasión limpia y generosa; casarse con Francisco y vivir en su compañía hasta la muerte, partir con él las desgracias y aflicciones que padecía y de que se juzgaba ella la causa principal, y mitigarlas en algún modo mediante sus caricias; he aquí los nobles fines que se propuso la mulata al adoptar aquel proyecto, los cuales sólo podían tener cabida en una criatura dotada de tan bellos sentimientos, que ni la misma esclavitud con su inmenso poderío fue bastante para deslucirlos. Francisco le alegó mil razones para disuadirla; su juventud, su complexión delicada, su ninguna costumbre a las duras faenas del campo, y en especial de un ingenio; que la señora Mendizábal se resentiría justamente de que habiéndola perdonado y restituido al servicio de la casa, nada más que por hacerle ese favor, le pagase después con ingratitud desoyendo sus consejos amistosos; que un gran castigo y, lo que todavía era mucho peor, el caer en manos de Ricardo y de los operarios con tristes recomendaciones de la señora, serían quizás las consecuencias de su arriesgado proyecto; que por necesidad había de quedarse   —135→   Lutgarda con ella por hallarse en la lactancia, y que no era de buenos padres sacar a su hija de las comodidades de una casa en la Habana para sumergirla, desnaturalizados, en la muchedumbre de miserias que acosan a los negros en un ingenio; que acaso con el tiempo y mostrándose humildes, se aplacaría el enojo de su ama, porque, así como de por fuerza nada se alcanzaba de ella, cedía pronto en no oponiéndose a sus mandatos; y por último, que parecía más prudente esperar, con tal que eso sirviese de proporcionarles un enlace feliz, que no buscarse ellos mismos nuevos disgustos con la señora y nuevos pesares.

Dorotea permaneció inflexible a todo y ni la amenaza que su amante le hizo de olvidarla y de no casarse con ella si persistía en su propósito pudo persuadirla a abandonar lo que había halagado ya su imaginación pintándole el porvenir de risueños colores; hasta que al cabo, conociendo Francisco que sería inútil cuanto le dijera, vino en prometerle, aunque bien de mal grado, no impedir la realización de sus planes, pidiéndole en pago de tamaña condescendencia que buscase para hablarle a la señora Mendizábal una coyuntura favorable, cuya elección deja a su arbitrio, y que lo hiciera entonces con la mansedumbre que convenía para lograr alguna cosa de quien se regocijaba tanto cuando veía humildad por parte de los esclavos. Acordose al punto la mulata de haberle oído decir a su señora en la Habana que aquella Pascua tendría mucha gente de visita el día de Año Nuevo en el ingenio, por lo cual resolvió, de común acuerdo con Francisco, dilatar hasta esa época su proyecto, y que llegada que fuese, se le echaría a los pies, en presencia de todos, a la hora de comer, suplicándole   —136→   que pues no perdonaba al calesero, le permitiese, por lo menos, quedarse con él allí, y que les otorgara la licencia del matrimonio, porque habiendo un hijo de por medio, su honor no podía lavarse de ninguna manera si no se daba aquel paso, porque los crímenes que había cometido Francisco en el ingenio, no le quitaban la cualidad de ser padre de Lutgarda, y porque los consejos de una esposa que pondría todo su conato en traerlo otra vez a buen camino, era de presumirse con sobrado fundamento que los premiara el Cielo. Convinieron también en que la mulata, según lo que le previno por la mañana su señora, le manifestaría aquella misma noche que después de haber meditado sobre el asunto, estaba pronta a darle gusto, siempre que ella, caso de enmendarse Francisco, les prometiera dejarlos contraer matrimonio; de este modo, no confesándose Dorotea desamorada, ni cerraban el campo a súplicas ulteriores, ni se repararía tampoco que diese después el paso que determinaron entrambos.

Por lo que respecta a Ricardo, Dorotea comprendió, desde que le oyó a Francisco los trabajos que sobre él había amontonado en el ingenio, que todo provenía del odio con que lo miraba, sólo porque, a pesar de ser un infeliz esclavo, era quien merecía sus favores; pero nada de esto le descubrió a su amante para no afligirlo más, cuando por otro lado el hacerlo no había de proporcionar ningún remedio. Acaso parecerá extraño que esta muchacha, sabiendo el carácter vengativo y colérico de aquel joven, su modo de comportarse en el ingenio, la ciega obediencia que le prestaban los operarios, y cómo engañaba a su madre encubriéndole bajo mil mentiras   —137→   las atrocidades que ejercía sobre los negros, prefiriese casarse con Francisco y permanecer en la finca, sin curarse de las resultas, a seguir sirviéndole en la ciudad a la señora Mendizábal y a disfrutar allí de otras comodidades y otro descanso; mas por lo mismo que Ricardo trataba de abatir al calesero y de martirizarlo a fin de vengar en él los ultrajes que suponía hechos a su color, a su rango y a sus riquezas, por la resistencia de una miserable esclava, cobró ánimo Dorotea para tolerar los infortunios que precisamente la aguardaban, a trueque de poder mostrarle que ninguna mella le causarían los males, en viéndose casada con Francisco, único norte en el mundo de sus pensamientos. Sin embargo, él podía enredar todo el plan, si lo llegaba a traslucir, atizando en contra de ellos a la señora Mendizábal, sin que para el efecto necesitase otra cosa que fingir nuevas faltas en Francisco, por cuya razón juzgó oportuno encargarle a éste que procurara guardar el mayor sigilo acerca del negocio, como igualmente, que siendo del caso ocultarle a su ama que continuaban los amores, hablarían en lo sucesivo, hasta ver el resultado de su proyecto, pocas ocasiones, y eso a horas y en lugares donde nadie los pudiera sorprender.

Tales fueron las materias de que hablaron Francisco y Dorotea mientras duró la entrevista de la arboleda; entrevista que seguramente se habría dilatado mucho más por el ansia con que deseaban verse para referirse sus recíprocos trabajos y lamentarse de ellos, a no haberles advertido el taita Pedro que, siendo ya como las dos de la tarde, podía la señora descubrirlos. Al despedirse, se abrazaron de nuevo   —138→   y volvieron a inundarse de lágrimas, como si un presentimiento interior les hubiese revelado que aquel cielo hermoso y apacible, que se lisonjeaban de divisar en el porvenir merced a sus planes, iba pronto a cargarse de nubes y a llover sobre sus cabezas un diluvio de infelicidades.

*  *  *

Por la noche la señora Mendizábal llamó a Dorotea a su cuarto para preguntarle qué era lo que había resuelto tocante a los consejos que le dio por la mañana, de olvidar a Francisco. Llenose de indecible gusto al oírle que le prometía no acordarse más de él mientras no se enmendara; y no puso ningún reparo en concederle que los dejaría casar, como se lo demandaba, cuando llegase a suceder aquello y cuando el calesero sufriese los castigos que Ricardo le hubo de señalar; y tanto más de satisfacción experimentó con la obediencia de la mulata cuanto que le pareció que su humildad nacía de sólo el deseo de complacerla, a pesar de costarle el sacrificio de un amor antiguo y profundo. Pero es necesario confesar que a Francisco le había cobrado tal animadversión desde que Ricardo le contó sus crímenes que si bien muy agradecida a Dorotea por la prueba de respeto que acababa de mostrarle, accedió a sus ruegos porque se imaginó que un esclavo de tan mala índole jamás se corregiría y que, andando el tiempo, la fuerza de éste y la distancia se lo harían olvidar. El contento que, sin embargo, recibió la mulata a causa de su natural sencillez que la engañaba a menudo sobre las intenciones de los demás, fue extremado, pues creyó que habiendo sido feliz el principio, no sería mucho que los fines tuvieran   —139→   igual suceso; quizá le sugirió la Divina Providencia este pensamiento consolador para que diese cabida en su pecho a algún rayo de esperanza con que poder librarse, a lo menos en la fantasía, de las zozobras que estaba corriendo como una frágil navecilla en medio del océano.

En cuanto Dorotea se apartó de su lado después de esta conversación, salió al colgadizo la señora Mendizábal para noticiarle a Ricardo la humildad de su hermana de leche. Él escuchó aquella nueva con sumo regocijo, y con más interés de lo que podía sospecharse quien ignoraba absolutamente las cosas que habían mediado entre la mulata y su hijo. En efecto, los deseos criminales de éste, porque su pasión no merecía otro nombre, a nadie los había revelado jamás; siendo esclava y de color la mujer que lo subyugaba (si bien no con las cadenas de un amor puro e inocente, incapaz de albergarse en un corazón corrompido ya por las ideas de su caudal, su cuna, y la educación de aquella madre, amantísima en verdad, pero demasiado bondadosa, hubieron de inspirarle acerca de las consideraciones debidas al bello sexo), Ricardo estimaba como un desaire la resistencia de Dorotea a satisfacer sus caprichos; razón suficiente para que, acostumbrado desde los primeros años a verse casi siempre complacido aun por otras bellezas de más precio, tratase de ocultarlo bajo el silencio, no fuese a menguar la fama que por una muchedumbre de conquistas se había granjeado, no sólo entre las personas de la familia sino entre las de afuera, de mozo corrido y dichoso para enamorar. Por lo que hace a su madre, no fue menor el sigilo; antes se guardó de ella más que de los otros, por motivos muy fáciles de explicar.   —140→   La señora Mendizábal, no diremos que celebró nunca, pero sí que consentía tácitamente la conducta desarreglada de Ricardo en cuanto a las mujeres, atribuyéndolo todo a locuras y vivezas de la mocedad; mas a pesar de mostrarse como indulgente si la mujer sobre quien recaían sus faltas llevaba el color blanco, acaso no hubiera tolerado que pusiese los ojos en una esclava, y mucho menos en una esclava de la familia. De aquí la reserva con que aquél le encubrió su vergonzosa pasión hacia la mulata.

Como íbamos diciendo, Ricardo se alegró infinito de que Dorotea mirase ya al calesero con tal indiferencia, a su juicio, que no le hubiese sido demasiado sensible prometer a su ama olvidarlo, si continuaba en los anteriores descarríos, porque libre ella del único obstáculo que siempre le pareció haberse opuesto a la consecución de sus deseos, el amor a Francisco, quizás consentiría pronto en darle gusto; y porque, aun en el caso de oponérsele, estaba en su mano rendirla a fuerza de amenazas. Hallándose Francisco en el ingenio a su plena discreción, nada por cierto tan fácil como castigarlo siempre que se le antojase, hubiera o no causa bastante para ello; nada tan fácil como achacarle cualquier falta, valiéndose de la crueldad de don Antonio y del odio con que miraba al calesero; y nada tan fácil, por último, como justificar los castigos que le señalara a los ojos de la señora Mendizábal, que nunca sindicaba sus operaciones, particularmente en las fincas donde le había concedido facultades omnímodas, y que, merced a sus tramas, no dudaría un punto en creer cuanto malo y ruin le refiriese acerca del malhadado Francisco. Echando mano de este poderoso resorte   —141→   se lisonjeó conseguir por medio de la fuerza verle término feliz a una lucha que empeñaba, desde largo tiempo atrás, y tan desgraciadamente, con el adversario más despreciable que había topado en sus conquistas amorosas, cuando no le sirviesen de nada las súplicas y las dádivas. A él no le era posible castigar a la mulata, verdad; pero sí atemorizarla con los padecimientos de su amante; y tanto valía uno como lo otro para la realización de sus miras.

*  *  *

Al día siguiente por la mañana, habiendo ido al trapiche la señora Mendizábal a divertirse un rato con la molienda, Ricardo se aprovechó de esta ocasión para dar principio a sus proyectos; llamó a Dorotea y le dijo que, estando revuelta toda su ropa, era preciso que le compusiese el escaparate con la finura y delicadeza que sólo ella sabía hacerlo en la casa. La mulata lo obedeció al punto, imaginándose que con servirle sin ninguna señal de resentimiento por los castigos y trabajos que amontonara sobre el calesero, acaso se aplacaría el enojo de un enemigo tan temible, y éste mismo le serviría después de algo en la petición que pensaba hacer a su ama. Pero apenas entró en el cuarto y comenzó a ordenar la ropa en los entrepaños, cuando se le apareció Ricardo; no fue menester más para que se pusiera a temblar de susto, pues al instante se malició que aquello no había de tener buen resultado, que había de volver otra vez a ser requerida de amores por un hombre de quien la alejaban su color y condición más nobles, su genio áspero, sus sentimientos inhumanos y, más que todo, el cariño con que ella se desvivía por   —142→   otro desde que pensó en amar. Ricardo quiso disimular sus intenciones; se puso a escribir; mas viendo la prisa que se daba Dorotea por acabar, y que podría perder tan favorable coyuntura, se le acercó con el ánimo resuelto ya a poner en obra su plan.

-Dorotea, -le dijo- ¿has visto, después que viniste de la Habana, a Francisco?

-No, señor, Niño, -le respondió ella toda asustada.

-Pues mira, más vale que no lo hayas visto. Está que da lástima: flaco, cenizo, lleno de verdugones y lastimaduras; pero él es quien tiene la culpa; si no hubiera sido tan malo, tal vez estaría ahora hasta casado contigo. Dime, Dorotea, ¿será verdad lo que me ha dicho Mamita, que tú le prometiste anoche no mirarlo más con buenos ojos, por las cosas que ella te contó de él?

-Sí, señor; quiero darle gusto a la señora.

-Pero ahora te casarás con otro.

-Con nadie, Niño.

-¡Ah, sí! Yo confío en que tú no te acordarás más nunca de ese ingrato, que a Mamita, a ti y a mí y a todos nos ha pagado tal mal. Procura olvidarlo, Dorotea; un hombre así sólo te traería pesadumbres sobre pesadumbres. ¡Lo que son las cosas! ¿Te acuerdas cuando en la Habana te decía yo que dejaras tus amores con Francisco, que luego te pesaría, cómo te pusiste brava, y hasta me respondiste en un tono, con unas palabritas, que sabe Dios otro amo lo que te hubiera hecho? Ahí lo tienes, Dorotea, ahí   —143→   tienes el pago. Tu Francisco te perdió, y luego, no contento con eso, en lugar de enmendarse en el ingenio, lo que se ha granjeado, ha sido el odio de todos. De veras que te compadezco; cuando uno quiere como tú lo querías a él, y lo engañan de ese modo; cuando uno ha puesto los ojos en quien no lo merece, ¡bien digno es de que le tengan lástima! Pero nada me respondes, mujer. ¿Estamos peleados todavía?

-¿Todavía? Yo no he peleado nunca con el Niño.

-Sí, picarona. ¿En la Habana, en la Habana, acuérdate, siempre no me estabas huyendo? Vamos, dí ahora que no. Respóndeme, Dorotea, ¿cuántas veces te he puesto las manos encima? ¿Una, dos, tres...?

-Ninguna, Niño.

-Tú misma lo dices, ¡ninguna! ¿Cómo había yo de darte? Lo primero, que tú eres mi hermana de leche, y lo segundo, que tampoco lo has merecido nunca. Más te digo, Dorotea; no es Ricardo quien nació para castigarte a ti. Yo no tendría valor. Tú sabes, desde la Habana, lo que te aprecio, aunque tú has sido siempre conmigo una ingrata. Pero, ¡ah!, ustedes las mujeres, son todas así. Mientras más las quiere uno, mientras más se empeñan los hombres en demostrárselo, ¡peor! Su gusto es mortificarnos entonces. Tú me has cogido aburrición, yo lo sé, desde aquél día que te dije, en la Habana, que me caías tan en gracia que hasta que no me correspondieras, no había de parar. ¿Te vas ya? No te vayas, Dorotea; tengo muchas cosas que decirte; óyeme, aunque sea esta sola vez.

  —144→  

-¡Pero suélteme el Niño el brazo!

-Estate quieta y no te asustes, que yo no te haré nada malo; mi intención no es sino que hablemos aquí como dos amigos en sana paz. Para que tú veas, yo me alegraría de que no me trataras con tanto respeto.

-¡Oh! ¿Su merced no es mi amo? ¿Cómo le voy a tratar sino con respeto?

-Sí, Dorotea, yo soy tu amo, es verdad; pero ¿de qué me ha valido ni me vale el ser amo tuyo? Si yo lograra que tú me correspondieras por eso, ¡vaya! Pero justamente es todo lo contrario. ¡Ah!, yo daría cualquier cosa por ser negro, con tal de gustarte.

-Ni lo piense el Niño siquiera. El Niño no sabe los trabajos que pasamos nosotros; por eso habla así.

-No, Dorotea, yo hablo así, porque lo siente mi corazón; cualquier sacrificio, mi vida, todo lo perdería de buena gana por granjearme tu voluntad. Dorotea; cuatro años van ya que te estoy batallando para que me quieras, y nada, nada he conseguido, ni la más remota esperanza; pero hasta ahora tal vez te habrás mostrado tan tirana conmigo por los amores que llevabas con Francisco. Bien, ya esos amores se acabaron, tú estás libre ya, a nadie tienes que darle cuentas de tus operaciones; conque, mujer ¿será posible que tengas todavía la crueldad de no corresponderme? ¿Te complacerás, ingrata, en verme sufrir por tu causa?

-¡Si yo no puedo querer al Niño!

  —145→  

-¿Porque tú eres mi esclava y yo soy tu amo?

-Sí, señor.

-¡Por eso no! Yo te daré la carta de libertad. Tú sabes que para mí gastar quinientos o seiscientos pesos es como botar a la calle medio real. Hoy mismo, si te resuelves, te los pondré en la mano para que se los entregues a Mamita; o más, eso me importa un pito, si pide más por tu libertad; y pregúntale también cuanto vale tu hijita. ¿Ya lo ves, Dorotea, que mi gusto es hacerte bien? Mira, después que seas libre, te quedarás acá sirviéndole a Mamita, o te irás a otra parte; lo que a ti te parezca mejor. De todas maneras, yo te pasaré un tanto, y te compraré ropa, zapatos, cuanto necesites. ¿Dinero? Lo tendrás de sobra para lo que se te antoje. ¡Ay! en queriendo tú, china, hasta te pondré una casa en la Habana, ¡más guapa! ¡Con sus muebles, su negra que te sirva, todo; y tú serás la ama allí, y mandarás a hacer y deshacer, pues... como ama! Te vestirás que ni una princesa, porque te he de comprar tantos túnicos y prendas, que Dios quiera que no te vayas a cansar de modisturas. ¿Dorotea, oyes mi plan? Más lindo no puede ser. Tú y Lutgarda se libertarán, y no tendrás luego que trabajar en buscar la ropa, ni la comida, ni casa, ni nada; estarás mano sobre mano, y yo, yo me deleitaré mirando tus comodidades, y con la certeza de que al fin me has correspondido, después de los muchos malos ratos que me has hecho pasar.

-¿Y el Niño tiene valor de proponerme eso? ¡Ah! ¡Su merced no me conoce todavía! Yo soy su esclava, Niño, yo soy una pobre mulata, y su merced es blanco, y mi amo. Su merced me   —146→   puede mandar meter en el cepo, y que me den un bocabajo, y hasta matarme, si le parece; pero su merced no podrá nunca quitarme la vergüenza. ¡Ah, Niño, la cara se me está cayendo con lo que su merced acaba de decirme! ¿Vivir yo así con su merced, sólo por ser libre, y comer y vestirme bien? No, señor, Niño; Dorotea tiene este pellejo; pero sabe lo que es vergüenza.

-No te incomodes, boba. ¡Qué! ¿Es la primera que lo hace?

-Niño, su merced es blanco, no le falta nada, dinero, de buena familia; no venga a rebajarse con enamorarme a mí. Déjeme vivir tranquila; por Dios, por su madre se lo pido de rodillas; no me haga más desgraciada de lo que soy ya. El Niño no nos debe enamorar a nosotras las de color. Acuérdese que si la señora lo supiera, no le gustaría.

-¡Levántate del suelo, Dorotea! ¿Conque no hay remedio, mujer; yo te caigo siempre pesado? ¿Me aborreces ahora lo mismo que antes?

-Yo no lo aborrezco al Niño; se lo vuelvo a decir.

-¿No me aborreces, cruel, y me pides hasta llorando y de rodillas, hasta por Dios, que no te hable más de esta pasión que me mata? ¿Con que yo, que iba a libertarte a ti y a tu hijita para que no pasaran trabajos, me veo desairado por quien debía de estar con eso como unas sonajas? Vamos, a ti te disgustó seguramente lo de ponerte casa y vivir yo contigo, ¿no es verdad? Pues bien, no será así, tú vivirás donde te dé la gana; pero, comadre, queriéndome siempre. De este modo no dirás que hay escándalo.

  —147→  

-Yo no lo hago por el escándalo, Niño. Desengáñese su merced; yo no lo puedo querer. Su merced es muy diferente de mí, y aunque fuera igual, yo quise otra vez a un hombre, y me salió mal el quererlo, y no volveré a pensar en otro. ¡Uno y no más, Niño! Pero, Niño, ¿de dónde le ha salido esa cavilación de que yo lo quiera?

-De que me muero por ese cuerpo tuyo tan salado, tan sabroso, por ese arroz, china.

-Yo lo aprecio también a su merced, porque es mi amo, y porque mamá fue la que le dio de mamar; pero de otro modo, ¡ay, Niño, me es imposible!

-Bueno, bueno, siempre te has de extremar conmigo, Dorotea. Te voy a pedir una cosa, la última, ya que no me correspondes, ya que desprecias mis favores y me has sacado tu vergüenza, lo diferentes que somos y otros escrúpulos así; concédeme siquiera el hablarte, no huyas de mí como has hecho siempre hasta hoy.

-¿Y para qué, Niño; qué va a sacar de eso; su merced no me dice? Lo mejor será que su merced se olvide de mí. Yo me iré pronto para la Habana con la señora, y entonces se le acabará al Niño todo.

-¿Ni que te hable, criatura?

-Yo no puedo hacer nada, Niño, nada. Mándeme su merced otra cosa cualquiera, lo que le parezca, y verá su merced cómo le sirvo muy contenta; pero sobre eso... en mi mano no está el remediarlo.

  —148→  

-Corriente, así me gustan las muchachas, sosteniditas, que le den a uno trabajo; lo demás es buscar que los hombres se aburran a los tres días. Dorotea, ahí veremos con el tiempo; yo no me cansaré nunca de estarte rogando. Reflexiona despacio en todo lo que te he prometido ahora y que estoy dispuesto a cumplirte en cuanto me correspondas. Guachinanga, con esa cinturita tan matona, ¿qué gusto hallarás en verme así desconsolado, estando en ti el ponerme alegre? Pero ya que te vas del cuarto y no quieres ni oírme, toma una cosa; toma este pañuelo y úsalo en mi nombre.

-Yo se lo dobladillaré al Niño, si quiere; pero cogérmelo para mí, su merced debe considerar que eso sería...

-No me desaires, mujer, que esto es una simpleza. Un pañuelo, ¿qué tiene un pañuelo; Dorotea?

-¿Ay, Niño, para mí tiene mucho! Yo le agradezco a su merced la buena voluntad...

-¿Conque me desaíras también?

-No, señor, eso no es desaire; póngase el Niño en mi lugar.

Ricardo estaba cansado ya de tratar a una esclava con tanta dulzura, y viendo que sus promesas de libertar a Dorotea y a su hija, habían sido despreciadas por aquélla, que además se opuso abiertamente a su proposición de vivir con él, llegó a perder la paciencia con que hasta entonces le había procurado suplicar; sobre todo, cuando no le admitió la dádiva del pañuelo, se llenó de cólera contra la mulata, porque estimó   —149→   su negativa como un menosprecio que no debía sufrirle a mujer de tan ínfima condición; conoció que, a pesar de cuantas circunstancias favorables abonaban por él, no le era posible rendirle de buen grado el corazón a una muchacha que, según lo indicara su resistencia, amaba todavía al calesero, aunque le había dicho lo contrario a la señora Mendizábal. Sólo por lograr mejor sus fines hubiera reprimido tanto tiempo los arranques de su carácter colérico y soberbio; pero al cabo, no pudiendo contenerse más, prorrumpió en desahogar su ira, sin dejar que Dorotea le respondiese una sola palabra. Ella, intimidada, no se atrevió a salir del cuarto, sino que se quedó allí escuchándolo, sin dar otra respuesta a sus amenazas e improperios que el río de lágrimas que le bañaban el rostro.

-¡Dorotea -le dijo casi gritando y con los ojos encendidos de cólera-, Dorotea, ya basta para contemplaciones! La culpa no la tienes tú, sino yo, que me he rebajado a enamorar a una mulata, como si fuera blanca. ¡Cuidado si te meneas de donde estás, perraza! Escúchame: no has querido a las buenas darme gusto; pues ahora querrás por mal. Yo soy una oveja; pero también soy un león en tratándoseme con tanto desprecio; a bien que tú me conoces; yo no sé cómo te has atrevido a responderme tantas bachillerías. Agradéceme la paciencia con que te he escuchado; yo debía desde el principio, desde que te azoraste porque te propuse que vivirías conmigo, haberte pegado un puntapié. ¿De cuándo acá tanta virtud, señorita? ¿No se acuerda usted de lo que hizo con Francisco, no se acuerda de la barriga que tuvo en la Habana? ¡Y ahora se escandaliza la muy sinvergüenza!   —150→   Cachimba, tú debías hasta besarme los pies cuando yo te mirara. ¿Sabes la diferencia que hay de ti a mí? Tú eres una cachorra mulata, mi esclava, y yo soy blanco, caballero, y puedo hacer de ti lo que me dé la gana. ¿Qué se habrá figurado esta tonta? Ven acá; tú me querrás, y tres más quince. Esta Pascua, esta misma Pascua, me he de salir con mi gusto; no te valdrá el servirle a Mamita, porque en mi poder tengo a tu querido Francisco, a ese borrachón, ladronazo; él me lo pagará todo. ¿Te crees que yo soy bobo, te crees que no conocí, desde que me empezaste a hablar, que lo quieres todavía? ¡Ah, embustera!, ¿así te atreves a engañar a Mamita? ¿Piensas que te ha vuelto a traer a su casa para sufrirte las barrigas? ¡Qué desvergüenza de mulata, Señor! ¿Habrase visto una cosa igual? ¿Tú quieres todavía a Francisco? Me alegro. ¡Ah!, ¡yo le daré bocabajos y más bocabajos! ¡Y lo tendré trabajando de día y de noche hasta matarlo! ¡Oh, sí, a ti te pesará haberme tratado como a un negro! Yo he sido quien lo ha puesto del modo que se halla, yo, porque me ha dado la gana, mi regalada gana; para eso es mío, y puedo hacer de él lo que se me antoje. Mamita cree que él es muy malo; no, señor, él no ha faltado en nada mientras está aquí; lo que tiene que yo lo aborrezco, y quisiera verlo con cuatro velas; al fin me saldré con la mía. Dorotea, bastante te he aguantado tus hipocresías, siendo tú como todas las negras, del primero que llega, ¡y hoy, hoy me has insultado! ¡Voto va! Tú te acordarás de mí. Mañana, oye, al Avemaría, el cuero; pasado mañana, al otro... todos los días le darán un bocabajo a Francisco, hasta, que te me rindas, cachorra; o   —151→   si no, tendrás el gusto de ver salir por el batey a tu Francisco, entre dos cepas de plátanos, sobre un mulo, para el Camposanto del potrero.44 Aquí, quien manda, soy yo, y nadie más; ni Mamita se mete en las cosas de aquí. Anda, ve, chisméale; que puede que vayas también a cortar caña. No has querido hacer las cosas bien a bien; ahora las harás de por fuerza. Oye el cuero, te digo, todas las madrugadas, y figúrate que no pararán los bocabajos hasta que no hagas lo que antes te pedía como amigo, y ahora te mando como amo. ¡Eh!, ¡conmigo no valen lagrimitas ni pucheros! Me has desairado, Dorotea, me has mortificado hace cuatro años a tu gusto; es menester que veas ya a quien se lo has hecho. Mañana sí que llorarás de veras. Piensa en lo que te conviene; de aquí a tres días me responderás; si entonces te resistes todavía, seguirán los bocabajos. ¡Dorotea, esto es faltarle y no obedecerle pronto a tu amo! ¡Zúmbate corriendo de aquí, diablo, que no quiero oírte ni una palabra! Ahora te boto yo. ¡Fuera, fuera! Te acordarás de mí toda tu vida. ¡Tú llorarás sangre, mal agradecida!

*  *  *

En habiendo concluido Ricardo de pronunciar estas terribles palabras, Dorotea se fue llorando para el cuarto de las criadas. Por eso cuando la señora Mendizábal volvió del trapiche para la casa, no la encontró en la sala cosiendo, como la había dejado. Extrañó que no estuviese allí, y más, que al sentirla llegar, no saliera a recibirla y a ponerse a sus órdenes. Pasó al comedor, y unos sollozos que oyó dentro del cuarto de las criadas, le picaron vivamente la curiosidad.   —152→   Deseosa de saber quién los daba, y sospechando que fuese Dorotea por no haberla encontrado en la sala, no le preguntó a nadie, sino que entró en la pieza donde se oían los sollozos. ¡Y cuál no sería su asombro, viendo a la mulata allí, tirada sobre un baúl, llorando a mares! No pudo atinar con la causa de una aflicción tan profunda cuanto inesperada, y así fue que se quedó inmóvil, sin atreverse a preguntarle el enigma de aquello, ni a salir afuera sin informarse circunstanciadamente de lo que le hubiese acontecido durante su ausencia en el trapiche, muy ajena por cierto de que su hijo estuviera mezclado en el negocio. Estando en este conflicto, casi ya también con las lágrimas en los ojos por la lástima que la congoja de la mulata causaba, Dorotea se levantó precipitadamente del baúl y se le echó de rodillas a los pies, empero, sin que se pudiese distinguir lo que decía a causa de su llanto y de los sollozos que le embargaban la voz. La señora Mendizábal la hizo levantar del suelo, y le suplicó que saliera para la sala, donde le referiría el motivo de tanto pesar. Dorotea la obedeció al punto y, una vez que llegaron allí, tornó a hincarse de rodillas, en cuya humilde postura permaneció mientras estuvieron hablando, no obstante los esfuerzos de la señora Mendizábal porque la abandonase.

¿Pero qué iba a hacer Dorotea con hablarle a su ama? ¿Iba por ventura a descorrer el velo que cubría las atrocidades cometidas por Ricardo sobre el infeliz calesero? ¿Iba acaso a desengañarla de que el hijo, en quien tenía puestos todo su amor y confianza, era un hombre inhumano que sólo pensaba en vengarse, oprimiendo al inocente Francisco, de que ella no quisiese oír   —153→   sus deshonrosas proposiciones y de que lo pospusiera a aquél? No, Dorotea se había criado en la casa de la señora Mendizábal porque allí había nacido, y, por consiguiente, no se le ocultaba el cariño entrañable de su ama hacia Ricardo, cariño que se traslucía sobre todo cuando debía fallar entre él y algunos de sus esclavos; Dorotea estaba cansada de ver que la señora Mendizábal, a pesar de su rectitud natural, y, casi puede decirse de su rigorismo en velar sobre las acciones de aquéllos que tenía bajo su poder, aflojaba mucho en severidad en tratándose de Ricardo, a quien se complacía, como nos parece que dijimos ya, en no oponérsele a nada, para que gozase y se divirtiera en los años fugaces de la juventud, y mientras la suerte le brindaba con crecidas riquezas; predisposición que, a fuerza de haberla estado ejerciendo continuamente, había llegado, como era preciso, al extremo de oír con disgusto que le contaran cualquier falta de Ricardo, no sólo porque le tocaba en lo más sensible del alma tener que corregirlo, sino porque, ciega de puro amarlo, ni veía en él casi nunca los extravíos que le imputaban, ni los veía más que muy pequeños, cuando eran tan de bulto que ni ella misma podía cerrarse los ojos para no distinguir la enormidad de la culpa. ¿Qué esperanza le quedaba a una pobre y desvalida esclava de alcanzar victoria, siendo el enemigo tan poderoso por sí y, a más de eso, con el juez que debía decidir del negocio a su favor? ¿Y cuáles era probable que fuesen las consecuencias de semejante paso si se resolvía a darlo? No hay duda que salir al fin vencida, pues el ánimo de la señora Mendizábal estaba muy en contra de Francisco, y los crímenes y faltas, de que lo habían   —154→   acusado, eran demasiado grandes para que pudiese convencerse de que todo había sido maldad de su hijo y nada más. La venganza de Ricardo entonces, la venganza temible de aquel mozo que no conocía freno en yéndose a desatar sus pasiones, ¿hasta dónde se extendería? Si nada se alcanzaba de él con una humildad y una resignación extraordinarias ¿se contendría, por ventura, cuando se viese acusado y descubierto ante su madre, cuya severidad temía ahora, porque la conciencia le echaba en cara su criminal conducta, cuando la mulata le irritara su orgullo con declarársele enemiga, sin curarse de que iba a disputar con un blanco, y con su amo?

No; aquélla había resuelto tomar otro partido menos arriesgado, que, si por desgracia, no le salía bien, no le atrajera, por lo menos, más infortunios de los que estaba sufriendo; que tarde, que temprano, tenía que pasar por el lance de descubrir a la señora Mendizábal, su única tabla de salvación en las apuradas circunstancias dónde se encontraba, las crueles angustias que padecía su corazón, lleno de amor y de ternura hacia el calesero, por oponerse ella a un matrimonio de que dependían su honor y su felicidad. Confiaba, para conseguir el perdón de Francisco y la licencia de casarse, no en los empeños de las visitas que concurrirían el día de Año Nuevo a comer en casa de su ama, época que no le era posible aguardar ya, sino en la fuerza que prestaran a su petición las lágrimas y los ruegos siempre elocuentes, cuando el infortunio, apurada la copa de los pesares, se pone a lamentarse. Sin otras armas, sin otro valimiento, se hincó Dorotea de rodillas a los pies de la señora Mendizábal en cuanto llegaron a la sala, con la misma   —155→   ansiedad con que un pecador cristiano se postraría delante de la Virgen Nuestra Señora para pedirle humillado, que le concediera las bienaventuranzas del Cielo. Expúsole que en premio de sus servicios, si había acertado alguna vez a agradarle, olvidase las faltas del calesero y que, si no consentía en traerlo a la casa y sacarlo del ingenio, le hiciese el favor de permitirle casarse con él, y quedarse allí también, acompañándole como buena esposa; todo lo cual le pedía, no por desobedecerla, sino por lavar su honra y darle padre por la Iglesia a Lutgarda. Seguro que si Dorotea le hubiese hablado a la señora Mendizábal con otro tono menos sumiso, hallándose como se hallaba tan sentida con Francisco, quién sabe lo que habría determinado hacerle en castigo de su arrojo; pero la mulata la desarmó y la enterneció, porque la tristeza de su semblante, el acento lúgubre de las palabras que la emoción le traía a los labios, y la fuerza de sus razones, debían por necesidad despertarle la lástima a una mujer que, entre otras cualidades dignas de aprecio, poseía la más bella de todas: afligirse en viendo padecer a los demás.

Mas por mucho que se condoliera de la mulata y deseara servirle el particular, le vino al pensamiento la idea, de que perdonando así a Francisco de repente, habiendo cometido faltas tan graves, quedaría sin castigo, y se daría en el ingenio un ejemplo pernicioso de suma lenidad, atendido el rigor con que pensaba de buena fe que era imprescindible tratar a los negros y, en especial, a los de las fincas. Hallábase en un duro compromiso: o dejar desconsolada a Dorotea, o favorecer al calesero con perjuicio de la buena disciplina. Al principio procuró disuadirla   —156→   con las razones que pudo de seguir un plan que estimaba desacertado e hijo solamente de su amor, y hasta la reconvino en cierto modo, porque habiéndole prometido el día antes olvidar a Francisco, persistiese aún en quererlo, dejándola desairada; pero como Dorotea no cesaba de llorar, y ella, por su parte, no sabía de qué modo consolarla y mitigar la pena que le había causado su aflicción, resolvió conciliar en lo posible los dos extremos asegurándole que la licencia de casarse con Francisco se la otorgaba, si bien le parecía de necesidad que aguardase a que transcurriese siquiera un mes a fin de que Francisco llevara, si no el merecido, a lo menos algún castigo por sus faltas, y que entonces, además de perdonarlo, en señal del gusto que experimentaba por la cordura de ella en haberse portado siempre como una esclava obediente, amiga de suplicar antes que contravenir a las órdenes de su ama, restituiría otra vez a Francisco al servicio de la casa, pero no la suya de la Habana, sino la de Ricardo en el ingenio, a donde la mandaría con Lutgarda, para que se quedase allí sirviéndole también a su hijo.

Trabajo le costó a Dorotea, a la pobre Dorotea, que hasta en lo mismo que debía aliviar sus penas encontraba motivos para ser más desventurada, ocultar el dolor que le ocasionaron las palabras de la señora Mendizábal, pues ¿a qué se habían reducido ya sus esperanzas de librar a Francisco de los males que Ricardo le preparaba en el ingenio? ¿Era bastante la concesión de su ama para sosegarla sobre las amenazas de aquél? La señora Mendizábal, ignorante de cuanto pasaba entre la mulata y su hijo, adoptó el temperamento que hemos dicho, por atender a   —157→   la vez a dos cosas, a complacer una esclava tan sumisa, y a castigar en parte las maldades del calesero; mas ni remotamente se sospechó que con lo propio que pensaba alegrar el ánimo acongojado de Dorotea, iba a desconsolarlo más, dejando a Francisco en poder de Ricardo por el largo espacio de un mes, y disponiendo que después de transcurrido ese término y de ser quitado aquél de las faenas del campo, permaneciesen los dos en el ingenio, a discreción siempre de su mayor enemigo. Dorotea se convenció de que no había ya ningún recurso para evitar los castigos conque la amenazó Ricardo de martirizar al calesero si no se avenía de buen grado a darle gusto; pues pedir a la señora Mendizábal que perdonase en el instante a Francisco y les permitiera casarse, cuando acababa de hacerle un favor, no pequeño a la verdad en otras circunstancias menos tristes, habría sido abusar de su bondad y exponerse a perder su gracia; así fue que determinó callar y hasta fingir en el semblante mucho regocijo por la que le dispensó, sin embargo de haber producido en ella un efecto diverso del que se propuso la señora Mendizábal. Esta necesidad de aparentarle a su ama lo que no sentía dentro del pecho, cuando por otra parte en tamaño conflicto no la alentaba ninguna esperanza, era para la infeliz un nuevo y doloroso martirio que había de agregar a sus otras desventuras. Ni podía tampoco depositar sus pesadumbres en la única persona de quien siempre se esperaba, si no remedio, al menos alivio en las adversidades; porque ¿cómo se atrevería a descubrirle la pasión de Ricardo y que de ahí dimanaban todas aquellas persecuciones? Si nada se podía impedir con eso ¿no valía más ocultarle   —158→   lo que, una vez sabido, era seguro que le ocasionase otra desgracia mayor aún que las anteriores, el dar entrada en su corazón a los celos? Resuelta, pues, a no participarle a Francisco las vergonzosas proposiciones, y las amenazas de Ricardo, ni aquella entrevista suya con la señora Mendizábal y, teniendo que reprimir sus dolores, se puso a coser otra vez en la sala, deseando con ansia que llegara el momento de abandonar el trabajo para irse de allí y dar libre rienda a su tristeza en donde nadie la perturbase, y que amaneciera por ver si efectivamente cumplía Ricardo lo que le anunció de castigar a Francisco.



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ArribaCapítulo VI

Diez días pasaron después de los acontecimientos que acabamos de referir en el capítulo precedente, sin que Ricardo le volviese a hablar a Dorotea sobre sus pretensiones. No se crea, sin embargo, que se arrepintiera de ejecutar las atrocidades con que la amenazó matar al infeliz Francisco, si ella no se avenía a darle gusto. Convencido hasta lo sumo, por las muchas repulsas que había llevado, de que sólo mediante la fuerza podía conseguirse vencer su obstinada resistencia, estaba martirizando desde entonces a aquel negro inocente, para que, afligida la mulata, no tuviese al fin otro arbitrio que rendírsele. Pero estos castigos, por temor de que la señora Mendizábal amadrinara a Francisco, pues en cuanto a dejar de creer que fueran justos, nada se recelaba, sabiendo el crédito que concedía a sus palabras, se los hacía dar en el campo lejos de las casas. Con tanto silencio realizaba su venganza, que quizás se hubiera engañado la misma Dorotea creyendo que le había cogido lástima, a no informarse todos los días por conducto del taita Pedro de los trabajos con que estaban abrumando a Francisco. La señora Mendizábal ignoraba lo que a causa de las malas entrañas de su hijo padecían aquellos desgraciados   —160→   esclavos. Es verdad que desde la mañana en que habló con Dorotea, prometiéndole dejarla casar de allí a un mes, había notado en la pobre cierto abatimiento, cierta tristeza, que al punto hubo de llamarle la atención; pero lo atribuyó a la pena de no haber conseguido la licencia de matrimonio para casarse tan pronto como deseaba. Sucedía a ocasiones, verla cosiendo a su lado aguársele de repente los ojos, y desatarse luego a llorar; otras, encontrársela en el cuarto de las criadas, hincada de rodillas delante de las imágenes de los santos que había en la pared, rezando con muestras de grande aflicción, o salir a pasear en compañía de las otras negras, mas siempre cabizbaja y pensativa; y entonces, porque en su buen corazón tenían tanto imperio las desgracias del prójimo, trataba de consolarla, diciéndole que aquel mes se pasaría aprisa, o haciéndole algunos regalos, como pañuelos, túnicos y otras frioleras así. ¡Cándida señora, que por lo mucho que amaba a su hijo, nada se sospechaba en contra de él! Luego, sin salir apenas de la casa de vivienda, y, cuando lo hacía, sin ir adonde estaba el cepo, por la compasión que le daban los negros puestos en él; y últimamente, no habiendo llegado a sus oídos ninguna queja de Francisco, ¿cómo podía saber los horrores ocasionados por Ricardo, y mucho menos, remediarlos?

En todo aquel espacio, no sólo no se habían hablado, pero ni aun visto siquiera Francisco y Dorotea. El mismo día de las amenazas de Ricardo tuvieron una entrevista en la arboleda a la hora que vino la gente del campo, en que, después de haber estado combinando largo rato algún medio de evitar la borrasca que iba a estallar   —161→   sobre el calesero, porque todo, menos las pretensiones de aquél, se lo participó la mulata, y, de haber conocido, al cabo, que en cualquiera había muchas dificultades y riesgos, pues el recurso de pedirle papel a la señora sería inútil, si se lo negaba, y el de fugarse impracticable, hallándose cargado de grillos y ramales, sin exponerse a que el mayoral lo aprehendiese pronto con sus perros; después de todo esto, resolvieron no verse más durante los castigos, Francisco, por no apesadumbrarla con la presencia de sus miserias, y ella, por no caerse muerta de dolor viéndolo padecer en los términos que le anunciara Ricardo. Ni se había atrevido ésta tampoco a asomarse por la ventana del cuarto, como otras ocasiones, cuando aquél cruzaba por el batey, al venir del campo junto con los demás negros. La única comunicación que tenían era, como hemos dicho, valiéndose del taita Pedro que les llevaba y traía los recados y por cuyo conducto le mandaba la mulata al calesero ropa limpia, tabaco y comida de la casa. Sin embargo, estas atenciones tan tiernas no podían derramar ningún solaz en el corazón del cuitado Francisco; consolábase sí, porque aquello le demostraba el amor entrañable de Dorotea; mas en poniéndose a reflexionar que nunca se acabarían tal vez los sinsabores de ésta -cuya causa aunque inocente era él- una congoja mortal le acibaraba al momento todo el gusto. Al menos, que mucho que poco, la mulata tenía a la señora Mendizábal que le mitigara sus penas, ¿pero Francisco dónde iba a encontrar alivio en el ingenio? Los negros de la finca atribuían su abatimiento a los castigos, sin sospechar siquiera que otras angustias, mayores todavía, lo atormentaban más. Sólo el   —162→   taita Pedro lo comprendía allí, sólo él con apretarle cariñosamente las manos entre las suyas temblorosas y descarnadas ya por los años, cuando conversaban sentados en la puerta de su bohío, lograba a ocasiones distraerle un poco. Así que, en el corte, de día y por la noche, metiendo caña, abismado de continuo en las más tristes cavilaciones acerca de lo pasado y lo presente y del porvenir, se pasaba las horas enteras sollozando, si no caían también gota a gota sus lágrimas sobre el pajonal de la caña, el machete con que la cortaba y el burro del trapiche. Venía del campo a comer y, en lugar de hacerlo, les daba a sus compañeros su ración de funche y de tasajo y se metía en el bohío, hasta que la campana botaba otra vez la gente. Por la noche no pegaba los ojos; sentábase a la puerta de aquél sobre un trozo de madera, y desde allí volvía unas veces la vista hacia la casa de vivienda, y otras, al cielo, o acompañaba en voz baja y melancólica las canciones del trapiche, o entonaba El llanto, su punto favorito.

Es que ya le habían dado por término de diez madrugadas, sesenta cuerazos en la primera y veinte y cinco en cada una de las otras, que componían la suma de doscientos ochenta y cinco, por mano del mismo mayoral, con un látigo nuevo de cuero crudo, sacado del lomo, y de pajuela de cáñamo. Pero al séptimo día de estos castigos, bien por la sangre que los azotes le habían hecho perder, y por ardentía y picazón de la picapica y de los ajiguaguaos y del aguardiente, orines, sal y tabaco con que le untaban las nalgas después de los bocabajos; por el cansancio que le ocasionaban los grillos y ramales, y las faenas de cortar caña durante el día, y meterla en el   —163→   trapiche por la noche en el cuarto de madrugada; oséase a causa de que el contramayoral no paraba de azotarlo, o de que aquellos nuevos padecimientos lo cogiesen ya harto extenuado por lo que anteriormente había sufrido, tuvieron, bien a pesar suyo, Ricardo y don Antonio que dejarlo de sacar a los trabajos porque no podía caminar de la postración en que estaba. Mas no por eso cesaron los bocabajos; de la tarima del cepo lo conducían en brazos a la fila, donde le daban los cuerazos designados por Ricardo. Dos días hicieron esto; mas viendo al tercero que le había entrado calentura, determinaron ponerlo en la enfermería, no fuese por contingencia a llegar su enfermedad a noticia de la señora Mendizábal, y que ellos no lo curaban.

Aquélla tenía por costumbre ir algunas ocasiones a la enfermería para aliviar en cuanto pudiese las dolencias de sus negros, a donde la acompañaba Dorotea con el fin de ayudarla a hacer los remedios, y de que supieran los enfermos a quienes debía darles los bocados de comida que les mandaba de la mesa. Pues el mismo día que entró Francisco, fueron las dos allá por la tarde. Reinaba en la sala una oscuridad tan profunda, porque sólo se iluminaba por unas pequeñas ventanas, de balaústres muy estrechos, abiertas en lo alto de la pared, que fue menester encender vela. Dorotea la cogió y, yendo por delante, le enseñaba a su señora enfermo por enfermo. Luego que los hubieron recorrido todos, se retiraban ya; cuando la enfermera les advirtió que todavía les faltaban por ver dos que estaban en un pequeño cuarto contiguo a la sala de varones. La señora Mendizábal pasó al punto a dicha pieza; pero apenas entró, tuvo que salir,   —164→   no fuera a darle fatiga de la fetidez que despedían los negros. Dorotea se quedó con ellos y, sin saber la causa, sólo por haberlo oído decir a la enfermera que habían entrado por la mañana, se acercó a las tarimas, palpitándole fuertemente el corazón. Primero alumbró a uno con la vela, le hizo varias preguntas, y se dirigió después al otro, que estaba en un rincón del cuarto. Éste parecía descansar sumergido en un sueño tranquilo; tenía un brazo debajo de la cabeza y el otro le colgaba casi hasta el suelo. Lástima le dio despertarlo; pero reflexionando que de no hacerlo, iba a quedarse sin cura, se atrevió a ponerle una mano encima, y a menearlo suavemente. El negro no despertó por eso; y ya se preparaba a dejarlo, cuando virándose boca arriba, parece que con la luz de la vela y el ruido que ella hizo al retirarse, abrió los ojos y miró en derredor de sí como azorado. Entonces le acercó la luz a la cara; pero él, agarrándola por un brazo e incorporándose en la tarima, lanzó un ¡ay! lúgubre y tristísimo, se dejó caer sobre las tablas como muerto, y unos sollozos, que parecían destrozarle el pecho, comenzaron a resonar por el cuarto. La mulata no había conocido hasta entonces a Francisco, según estaba de desfigurado; no era ciertamente ni su sombra. Todos los huesos los tenía de fuera, los ojos y la boca hundidos, la cara, la cabeza, el pecho, los brazos y las espaldas, llenos de verdugones y lastimaduras. ¡Cómo no se quedaría al verlo así, acostado además sobre una tarima de madera, sin almohada donde recostar la cabeza ni sábana para taparse, con los calzones sucios, manchados tal vez de sangre, y exhalando un olor insufrible de las llagas que le cundían todo el cuerpo!   —165→   Se puso a gritar como arrebatada, se tiró sobre él llamándolo con las expresiones más tiernas, y principió a lamentarse amargamente de su destino. De allí a poco rato volvió en sí Francisco de aquella especie de delirio; y la escena que pasó entre los dos, creemos innecesario pintársela a nuestros lectores.

Cuando Dorotea salió de la enfermería, Ricardo, que estaba en la zampa del trapiche divirtiéndose en ver correr los negros con la caña, y que había reparado que su madre cruzó por el batey para la de don Antonio a visitar la mayorala, bajó al instante de allí, y se dirigió a la de vivienda tras de la mulata. Ésta se ocupaba, a la sazón que él llegó, en echar un hacecillo de malvas en una cazuela llena de agua para hacer un cocimiento con que lavarle las llagas a Francisco. Apenas sintió pasos de hombre en la sala, que conoció ser de Ricardo, trató de esconderlo todo debajo de la mesa; pero de turbada que se puso, no atinó a ejecutarlo tan aprisa que dejara aquél de verlo. Su repentina demudación le dio a sospechar a Ricardo que serían remedios para Francisco; así fue que temblándole las manos y los labios de cólera, se lo preguntó. Por más que ella quiso aplacar su enojo diciéndole que la señora la había mandado hacer aquel cocimiento y que ignoraba para quién, sucedió cabalmente lo contrario, porque habiendo penetrado Ricardo su intención de engañarlo, tomó la cazuela y la tiró al patio rompiéndola en mil pedazos y, lo que es más doloroso aún, se atrevió ¡cosa que le pasaba por primera vez! a ponerle encima las manos. Asiola fuertemente de las pasas y, hamaqueándole la cabeza para uno y otro lado, la tumbó en el suelo y allí le dio muchos puntapiés.   —166→   Lutgarda, la hijita de Dorotea, que andaba gateando por el comedor, con la bulla que se armó, asustada la pobrecilla, principió a gritar; y nada más que por eso la arrebató también del suelo, se la montó en una pierna y tuvo la inhumanidad de pegarle con toda su fuerza ocho o diez, nalgadas. Después le volvió a caer a la madre; hasta que cansado de golpearla, la dejó y se fue otra vez al trapiche, echándole mil maldiciones y desvergüenzas.

Dorotea, mientras Ricardo la estuvo golpeando, no hizo más que pedirle por Dios, y lo mismo, al ver cómo maltrataba tan sin lástima al inocente angelito; pero apenas salió de la casa, se abrazó con Lutgarda, y arrullándola para que no gritase más, entró en el cuarto de las criadas, y se puso a darle de mamar. ¡Cómo estaría entonces el corazón de aquella madre! ¡Qué de pensamientos, a cual más terrible, no se le ocurrirían a la infeliz! No sólo le desgarraban el alma las nalgadas de su hija y los tirones de pasas y los puntapiés que ella aguantó, pero también al recordar las cosas con que Ricardo la estuvo mortificando incesantemente desde el día de las amenazas. Este joven, a modo de aquel tribunal, que para rendir a las víctimas que caían entre sus manos, usaba de tan horrorosos tormentos que ninguna fortaleza humana pudiera resistirlos, le velaba día y noche los pasos para estorbar que hablara con Francisco y por aprovechar cualquier oportunidad de pintarle sus trabajos y de amedrentarla con otros nuevos y mayores todavía. De todo lo cual se acordó la mulata, y de cómo había visto al calesero en la enfermería, para imaginarse el porvenir que le esperaba. Pero una doble resolución, inspirada   —167→   acaso por el mismo Dios, de que ya se había ocupado muchas veces, y que en aquellas circunstancias se le ocurrió con más fuerza, vino a disipar las tinieblas que pugnaban por oscurecer el cielo purísimo de su virtud. Veíase ciertamente en un gran conflicto para una muchacha de condición esclava y de sus pocos años: o dejar que Francisco muriese por su causa, o libertarlo de tantos infortunios a costa del más tremendo sacrificio; pero la educación y el ejemplo que de la señora Mendizábal recibió, y por otra parte la pasión que le consagraba a aquél, todo esto hizo mucha impresión en su ánimo para que prefiriese a manchar su honestidad, único tesoro que en el mundo poseía, derramar lágrimas sobre el sepulcro de Francisco. Sin embargo, cada vez que se acordaba de que entonces no lo vería más nunca, y de que iba a morir por haber puesto los ojos en ella, tan desgraciadamente, no podía menos de conturbarse. ¡Ah!, ¡era muy recio el huracán! Cuando acabó de estas reflexiones, acostó a Lutgarda, que ya se había dormido, y se arrodilló delante de una Virgen de los Dolores implorando su misericordia. Esas oraciones, la esperanza de que el Cielo se lastima de nosotros cuando padecemos en este valle de miserias, y el comparar sus pesadumbres con las que tendría la Madre del Señor, viendo crucificado por los infieles al hijo de sus entrañas, la fueron consolando poco a poco.

Tres días estuvo yendo a la enfermería a llevar las sobras de la mesa; de suerte que siquiera tuvieron los dos amantes el consuelo de poderse desahogar hablando de sus penas recíprocas. Ricardo lo sabía todo; pero no estaba en su mano estorbarlo sin descubrirle a la señora Mendizábal   —168→   los castigos de Francisco; con lo cual crecía cada vez más su enojo en términos que aumentó hasta treinta el número de cuerazos que debían darle a aquél todas las madrugadas, amenazando siempre a la mulata con seguir haciéndolo así en lo sucesivo. El alma de la muchacha se iba apocando por grados; todos los días se encontraba al calesero en peor situación y, a pesar de sus remedios y del buen alimento que le llevaba, conoció, al fin, que no tardaría mucho tiempo en morir. Mas al cuarto día de estar visitándolo, se lo halló en tan apurado extremo, que no daba ningunas señales de vida sino por las palpitaciones del corazón; cuya causa era un bocabajo de cuarenta cuerazos que había recibido aquella mañana. De nada sirvió que llamase al médico por ver si la consolaba; antes la afligió más diciéndole que expiraría dentro de cuarenta y ocho horas a mucho tardar, como no cesaran los castigos. Aburrida de sufrir en silencio tamañas crueldades, y traspasada del más acerbo dolor, se fue corriendo a la arboleda en busca del taita Pedro para contarle bajo de secreto lo que le pasaba y aconsejarse con él sobre si haría bien en instruir a la señora Mendizábal de la conducta de su hijo. Pero el taita Pedro no estaba ya en el rancho, porque Ricardo, sin atender a sus años ni a sus achaques, lo había metido por la mañana en el cepo, apenas supo la comunicación que había por medio dé él. ¡Todo, todo se conjuraba para oprimirla! Sentose largo rato debajo del mamey, de aquel mamey a cuya sombra había hablado dos ocasiones con Francisco, a llorar a éste como muerto y a reflexionar qué partido tomaría; y sin embargo, no se resolvió a abrirle su pecho a la señora Mendizábal, temiéndose lo   —169→   que siempre, que prestara más crédito a las mentiras que al momento fraguaría Ricardo, para sincerarse.

Al día siguiente no fue a la enfermería, excusándose con que la agobiaba un fuerte dolor de cabeza, y lo mismo hizo por término de una semana, que la pasó toda llorando, encerrada con Lutgarda en el cuarto de las esclavas, no obstante las muchas y eficaces instancias de su ama para que procurase distraerse saliendo a pasear por el ingenio. La señora Mendizábal comenzó a sospecharse con esto que otra causa mayor de la que se había figurado, producía tan profunda tristeza en la mulata; cansada de preguntársela infructuosamente, trató de averiguarla por medio de las otras negras; pero éstas no tuvieron valor para descorrer el velo a las iniquidades de Ricardo, recelándose que después las cogiera entre ojos; por último, recurrió a su hijo, el cual la satisfizo plenamente. Varias ocasiones habían hablado los dos del abatimiento de Dorotea y, aunque en ninguna le había dicho él nada, ahora le pareció necesario hacerlo, viendo las cosas comprometidas de modo que podía ser descubierto su manejo cuando menos lo pensara. Dio la casualidad justamente de que noches anteriores, en el mismo cuarto donde trabajaba Francisco, estuvo el trapiche a pique de romperse con un pedazo de hoja de machete, que, o fue revuelto entre las cañas, o lo metió algún negro de propósito entre las mazas; ignorábase a punto fijo el autor de la falta; pero Ricardo no vaciló en aprovecharse de esa contingencia para achacársela a Francisco, por ser de los metedores de caña contra quien recaían más sospechas, supuesto que un negro de la índole que él lo pintaba,   —170→   abrumado de trabajos, debía procurar vengarse por todos los medios posibles. La señora Mendizábal, si bien lastimada hasta lo sumo de Dorotea, como que no puso en duda un solo instante el nuevo extravío del calesero, se enojó sobremanera contra éste y aprobó los castigos que le habían impuesto, aunque desfigurados en verdad por Ricardo, y hasta celebró la prudencia de su hijo en haberle ocultado unos sucesos que le llegaban al alma. Al informarse de la conducta de Francisco durante la Pascua, la principal intención que tuvo, caso de haberse comportado bien, fue perdonarle sus errores, llevárselo otra vez de calesero a la Habana y dejarlo casar con Dorotea, todo en obsequio de esta excelente criada, que ni aun en medio de aquellos sinsabores había osado proferir una queja. Mas ahora ¿cómo llevar a cabo esos planes caritativos? ¿Cómo faltar a la severidad, donde estribaba, a su juicio, la buena disciplina de los esclavos? El mejor partido era alejar pronto a Dorotea del Ingenio, a fin de que se desvelase; y así determinó arreglar su viaje a la ciudad para de allí a tres días.

*  *  *

En cuanto a Francisco, por orden expresa de Ricardo no había recibido ningún género de castigo desde que la mulata dejó de ir a la enfermería; al contrario, aquél mismo iba a menudo a preguntarle por su salud, le hizo poner colchón y almohada en la tarima, lo sacó del pequeño cuarto donde estaba a la sala de varones y lo recomendó al médico. Con tales cuidados, no tardó en reponerse de la postración a que lo habían reducido los bocabajos, de manera que a la   —171→   semana estaba ya convaleciendo y le permitían dar sus paseos por el batey. El punto de ellos era siempre el trapiche, desde donde podía ver la casa de vivienda; allí se pasaba las horas enteras mirando para la sala, para el colgadizo y para las ventanas de los cuartos, por si lograba vislumbrar a Dorotea aguaitándolo también, aunque sin conseguirlo nunca. Asaltábanle entonces los pensamientos más tristes y se iba otra vez a la enfermería a llorar en su tarima. No le faltaba razón, a la verdad, porque había una semana completa que no hablaba con ella. Según noticias de la negra que sustituyó a Dorotea en llevar las sobras de la mesa a los enfermos, se hallaba acostada con dolor de cabeza; mas ¡un dolor de cabeza solamente tantos días! Esto le daba a maliciar, o que era otro achaque mayor, que le ocultaban, o que en el supuesto de ser cierta aquella enfermedad, tenía poco empeño de hablarle, cuando en otras ocasiones menos críticas no había hecho caso de nada; hasta llegó a imaginarse que lo hubiera olvidado viéndolo en tan deplorable situación, o por consejos de la señora Mendizábal, o porque su cariño no le proporcionaba más que pesares. Le había mandado muchos recados pidiéndole una entrevista en la arboleda y siempre había obtenido por única respuesta, que no se apurase, que ella no era capaz de serle ingrata, que si no accedía por entonces, lo motivaba el miedo de no escamar a la señora Mendizábal, como se fingiese buena de repente, y que tiempo les sobraba después para hacerlo; pero nada de esto lo satisfacía. Al fin, la víspera de los Santos Reyes, por la mañana, habiéndose quejado lastimosamente con aquella negra de la frialdad de Dorotea, ésta le prometió   —172→   una entrevista para la tarde en la arboleda, a eso de ponerse el sol. Enajenado de puro gozo, le pareció un siglo el tiempo que faltaba, y por distraerse se puso a hacer una jaulita de güin y varetas de coco para mandársela a Lutgarda con los tomeguines que pudiera coger en los secaderos. ¡Ah! se esperaba disfrutar algunos momentos de gusto al lado de una persona que le era tan querida, después de la deshecha tormenta que acababa de correr!

Una hora antes de ponerse el sol estaba ya en la arboleda sentado a la orilla del río. Todo lo veía alegre aquella tarde, las aguas, las yerbas, los árboles, el cielo y los pájaros que, revoloteando de mata en mata, se acercaban adonde tenían costumbre de dormir. A cualquier ruido de las hojas con el viento, a cualquier sombraje de una rama que oscilaba, volvía la cabeza para el trillo, pensándose que era Dorotea. El sol se escondía detrás de un espeso palmar, y la noche, la triste noche iba a envolver todos los objetos que lo habían divertido, en un mar de tinieblas; llegaba aquella hora lúgubre para él dondequiera, en que siempre se había acongojado recordando sus infortunios, y vertido infinidad de veces copiosas lágrimas. De allí a un rato la campana del ingenio tocó la Oración, y tras ella las de las fincas vecinas, cuyos ecos, interrumpiendo el silencio sepulcral de los campos, le parecieron más melancólicos que nunca; luego oyó el guirigay de los negros que venían del campo, los latigazos del contramayoral y el crujir de las prisiones; y los grillos comenzaron su canto monótono, y las lechuzas, aves de mal agüero, que salían de la arboleda silbando, le cruzaban por encima. Sin poder contenerse se inundó entonces de llanto, del   —173→   llanto más amargo que había derramado en toda su vida; aquella dilación de Dorotea, tenerlo así aguardando hasta la Oración, sabiendo que a esa hora cerraban la enfermería, ¿cuál era la causa de esto? Prometerle una entrevista y no cumplirla, después que toda la semana se la había estado pidiendo en balde, ¿no le daba motivo bastante para resentirse? Cuando se ama como Francisco, y las desgracias lo persiguen a uno, es fácil juzgar por las apariencias; así fue que él, si bien por primera vez, dio cabida en su pecho a los celos. Antes de sus amores con Dorotea, el calesero de Ricardo la había estado enamorando, loco, perdido por ella; nunca había conseguido nada; pero ahora se hallaban juntos en una misma casa ¡y quién sabe! Este pensamiento lo acabó de angustiar y, levantándose precipitadamente, tomó el camino de las fábricas. Con la luna, que aparecía melancólica por el oriente, la sombra de su cuerpo se proyectaba en el suelo a larga distancia, y, ¡lo que es tener el corazón triste!, cada vez que volvía los ojos hacia ella y reparaba que le iba como huyendo por delante y que nunca la podía alcanzar, más le arreciaban las penas. ¡La sombra era Dorotea cuya imagen la seguía a todas partes, pero sin juntársele jamás! Así fue atravesando la arboleda, hasta que al cruzar por entre un bosquecillo de naranjos, le salió al encuentro un perrito, agachándose, bajando la cabeza y meneando alegremente el rabo, pintado de prieto y blanco, con las orejas cortadas; el mismo satico de taita Pedro.

-Bijirita, Bijirita, ¿qué haces por aquí a estas horas, -le dijo Francisco enternecido pasándole la mano por el lomo,- si ya tu amo no vive   —174→   aquí? ¿Por qué no te vas al cepo? ¿A que no le vienes a cuidar sus gallinas? ¡Anda, anda conmigo, olvidadizo!

El perrito le siguió dos o tres pasos; pero después volvió para atrás y se metió entre los naranjos ladrando. Silbole dos o tres veces, y nada, Bijirita continuaba metiendo bulla sin hacerle caso. Queriendo ver por qué se había alborotado tanto, se internó también en la arboleda, y a poco andar percibió los pasos de una persona que se alejaba apresuradamente y cuyo vestido sonaba con el viento y con las yerbas, por lo cual conoció que era de mujer. Cuanto se lo permitía su debilidad echó a correr tras de ella para cerciorarse de si era Dorotea; de lo que no le quedó la menor duda, luego que salieron a un pequeño limpio que había cerca de los naranjos, donde daba de lleno la claridad de la luna.

Advirtiendo Dorotea que él la perseguía, se detuvo y lo esperó con los brazos abiertos, aunque anegada en lágrimas y tan adolorida como nunca la había visto Francisco. Éste iba dispuesto a quejarse de su frialdad en los últimos días, a pedirle explicaciones acerca de todo, pues con las dudas que le habían entrado, le era imposible vivir; y sin embargo, al notar su grande aflicción y la ternura con que le echó los brazos, no tuvo valor para preguntarle ni aun por qué se había puesto a correr en cuanto lo sintió. No pensando ya sino en distraerla, empezó a colmarla de besos y de caricias, a decirle palabras amorosas y a pintarle mil quimeras de felicidad para lo futuro, de matrimonio, de hijos, de servirle juntos en la Habana a la señora Mendizábal, visto el cambio que había tenido la conducta de   —175→   Ricardo; pero mientras más se esforzaba por consolarla, más crecía el dolor de la mulata. Mucho rato permanecieron en los brazos uno de otro, hasta que apartándose ella, como horrorizada, de Francisco, le dijo con voz casi ininteligible sollozando:

-¡Adiós, Francisco, adiós, ya no dirás que no te quería ver, ni que soy ingrata! Pero escúchame; ésta será la última ocasión; olvídate de mí, y guarda tu corazón para otra, porque ya no merezco ser tuya. El niño Ricardo tiene la culpa de todo. ¡Ah! si no, ¡te hubiera matado!

-¡Perdida, Francisco, sin honor, no me vuelvas a mirar!

En acabando de pronunciar estas palabras, le echó una mirada lánguida, dolorosa, y tomó el trillo que conducía a la casa. Francisco se quedó, por lo tanto, inmóvil como una estatua, sin saber qué hacer ni qué decir, con los ojos clavados en la tierra; luego los alzó, y viendo que Dorotea se alejaba a toda prisa por entre los árboles, y que sólo se distinguía su túnico blanqueando con la luna, principió a llamarla a gritos los más lastimeros y a correr en pos de ella desalentado. Así llegó hasta el patio de la casa; pero la mulata había entrado ya, y tuvo que volver para atrás. Internose en lo más oscuro de la arboleda, donde se tiró en el suelo a revolcarse como acostumbraban los negros de nación cuando estaban desesperados, arrancándose las pasas y mordiendo la tierra.

Las expresiones de la mulata le habían destrozado el alma al infeliz: Todo lo había sufrido contento, grillos, bocabajos, las más duras faenas, los desprecios de Ricardo y de los operarios,   —176→   a causa del amor que profesaba a Dorotea; un año de penalidades había pasado lejos de ella y de su hija, sin soltarlas un punto de la memoria ni de día ni de noche; habíansele agotado las lágrimas de tanto llorar su cruel separación; y aquella Pascua, aquella Pascua feliz y risueña, al principio, a pesar de los castigos, sólo porque tenía cerca las dos personas que endulzaban las amarguras de su vida, que había lucido como el iris después de la borrasca, y héchole sonreír la sonrisa de los mártires cristianos, al entrever en medio de sus dolores las bienaventuranzas de la gloria eterna; aquella Pascua, ¡ay, Dios!, había acabado por arrebatárselo todo. Sin padre, ni madre, ni hermanos, ni otro pariente alguno; sin amigos; en Cuba, tierra de blancos; esclavo, hijo de África y negro; con una imaginación ardiente como el sol que lo calentó al nacer; con una fina sensibilidad; cuando abrió los ojos y no quiso jugar más los juegos de la infancia, cuando empezó a conocer su triste destino, y alguna que otra lágrima de hiel le rodó en el silencio y soledad de la noche por sus mejillas abrasadas, ¿en dónde había fijado la vista primeramente en busca de solaz, quién había enjugado desde entonces aquellas lágrimas, sino Dorotea? Mas ahora, ¿qué le restaba que le pudiese hacer amable la vida? ¡Todo, todo lo había perdido!


La mañana siguiente muy temprano fue la enfermera a decirle a Ricardo que Francisco no había dormido aquella noche en la enfermería y que nadie lo había visto tampoco desde que la tarde anterior salió a dar una vuelta por la arboleda.   —177→   Ricardo llamó inmediatamente al mayoral y le encargó que lo buscase, figurándose que estuviese huido, bien que sin hacerle nada, caso de hallarlo. Don Antonio volvió a las casas como a las doce, después de haber registrado inútilmente casi todo el ingenio. Entonces creyeron que se hubiese ido para la Habana y dejaron de buscarlo más.

Pero por la tarde, estando los dos en el potrero viendo la yeguada, notaron que hacia la parte del monte volaban alrededor de una guásima multitud de auras; señal de que había allí algún animal muerto. Acercáronse para cerciorarse, y nada hallaron al principio en el suelo, ni abajo de la guásima, ni por los alrededores; hasta que alzaron la cabeza, y vieron a un negro ahorcado, pendiente del gajo más alto, hinchado ya, medio corrompido, y picoteado de las auras. ¡Este negro era Francisco!

Al oscurecer cuatro compañeros suyos, minas de nación, lo bajaron de la guásima, y en hombros, cantando a uso de su tierra, lo llevaron al camposanto y le dieron sepultura. El taita Pedro iba con ellos guiándoles, y fue quien le echó encima el primer montón de tierra.

Ni la señora Mendizábal ni Dorotea supieron nada hasta de allí a mucho tiempo que lo escribió Ricardo a la Habana, durante el cual pasó Francisco por huido; y la mulata, consumiéndose poco a poco de pesar, murió al cabo de algunos años.

En cuanto a Ricardo, pronto se olvidó de la muerte de Francisco y no ese atrevió a perseguir más a Dorotea, porque le faltaba con qué poder oprimirla.