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Jaime el Barbudo

Ramón López Soler






ArribaAbajoCapítulo I

La venta


El glorioso término de la guerra llamada de la Independencia preparó a España los beneficios de un reinado restaurador y pacífico, pero dejóla al mismo tiempo sumergida en los desórdenes que no pudieron menos de causar a su territorio tantos años de encarnizamientos y combates. A la sombra de las anteriores discordias y revueltas creáronse ciertas partidas guerrilleras que, so color de su celo patriótico, devastaban los campos, saqueaban las alquerías y exigían contribuciones de los pueblos. En balde quisieron reprimir los magistrados esas bandadas de aventureros formadas de la hez del pueblo y sostenidas con la astucia y el pillaje; pues como hacían alarde de oponerse a los enemigos de su país, y exceder en patriotismo a los demás españoles, era preciso tolerarles, ya que la humanidad y la justicia no permitían aplaudirles. Pero así que el regreso de Fernando VII dio a los negocios de la península un movimiento más uniforme y regular, hubieron de desaparecer estas cuadrillas, transformándose o refundiéndose en diversos regimientos. Algunos hombres, sin embargo, de índole sobrado perversa para sujetarse a la disciplina militar, harto inclinados a la huelga y al desenfreno para vivir pacíficos ejerciendo algún trabajo útil, siguieron corriendo los campos, erigiéndose en partidas de ladrones, o agregándose a las que encontraban ya formadas. De aquí hubieron origen los robos y los saqueos que tanto amedrentaron a los habitantes de Cataluña y Andalucía, no menos que los acontecimientos y latrocinios que hacían conocidamente peligrosa la sierra de Crevillente.

Era tal, en efecto, el temor de semejantes encuentros, que apenas se hablaba de otra cosa en las ventas y demás sitios donde acostumbran recogerse los pasajeros. Serían poco más o menos la seis de la tarde cuando muerto de frío y lleno de pavor llegaba a una de ellas, situada no muy lejos de Crevillente, un joven de mediana estatura, cuya edad no pasaría de los veintitrés años. La posada de que hablamos era un edificio bastante capaz, que, según podía colegirse de algunos primores harto groseros esculpidos toscamente en los paredones, sirviera en otro tiempo de fortificada mansión a algún señor de vasallos. Por lo que hace a ahora ofrecía un gran portal, buenas cuadras, espaciosos aposentos, y sobre todo una cocina de dimensiones gigantescas con su hogar rodeado de bancos para el invierno, y su puerta a un patinillo emparrado para el verano; pero echábase de ver en los muebles y techumbres el leve y menudísimo polvo de las ruinas. Ya habían sido declaradas inhabitables a causa de esto algunas partes del desproporcionado edificio, y era de temer que muy pronto se hiciese lo mismo con las restantes.

Allí pues entró, como hemos dicho, el joven forastero habiéndose apeado de una especie de rocín, cuyos jaeces eran sencillos y modestos como los vestidos del jinete. Iba éste de chaqueta, con botas y pantalón de paño pardo; un corbatín negro daba cierto realce al color sonrosado de su rostro, y un sombrero redondo cubierto de hule indicaba a tiro de ballesta su espíritu de economía y arreglo. Distinguíase en su cara cierto indicio de vivacidad y travesura, bien que templado por la misma incertidumbre del viaje y el recelo de topar con gente pícara, maleante y juguetona.

Todas estas menudencias notó el ventero desde la primera ojeada, y por un instinto muy singular en los de su oficio ya marcó en su imaginación el modo de tratarle, y poco más o menos la ganancia que de tal personaje redundar podía a su honroso establecimiento. Ayudóle sin embargo mientras se apeaba, e introdújolo en la cocina, donde mandó que le arrimase un sitial a una especie de Maritornes que andaba preparando la cena.

Notábanse en aquella estancia, recibiendo el benéfico calor de una llama estrepitosa, gentil comparsa de arrieros, carreteros y mozos de mulas con otras gentes de diversos oficios, pero no de muy superiores jerarquías. Apenas repararon en el recién llegado, entusiasmados con cierta conversación que, según trazas, embargaba en aquel momento sus potencias. Acomodóse el forastero, y después de haber saludado cortésmente a la concurrencia, estuvo atento a lo que se decía, aguardando la oportuna ocasión de meter su cucharada.

-¡Cuerpo de mí! -gritaba un hombre de grandes miembros y vigorosos puños- Yo os aseguro que si me diese el Rey, siquiera por mis pecados, jurisdicción en estas sierras, habían de desaparecer tales gavillas de pícaros. Pues que, ¿no hay más que arrojarse un hombre honrado por esos caminos de Dios con la seguridad de que le han de robar, apalear o darle de puñaladas?

-Si fueras tú el alcalde, amigo Roque -respondió cierto arriero lleno de cordones y cintajos llevando un sombrero calañés algo ladeado hacia la oreja- no sólo habías de tolerar lo que está pasando, sino ponerte de acuerdo con los del monte y ver de hacer tu negocio.

-¡Cómo si lo haría! -respondió Roque- pero colgándolos de alta horca para aspirar a pingüe recompensa.

-Te aconsejo -interrumpió un hombre algo entrado en años- que te dejes de echar plantas, y no te empeñes en señalar a las gentes diverso rumbo.

-¿Pues acaso no lo siguieron otras veces? Yo os digo que antes de la guerra que acabamos de sostener contra Francia andaban más concertados los negocios, andaba más diligente la justicia.

-Con todo eso -replicó el anciano-mejor es que arrees tu carro con la gallardía que sueles, y prescindas de semejantes devaneos.

-Mil veces se lo he dicho -exclamó a la sazón otro de los interlocutores cuyo traje presentaba indicios de haber pertenecido a la milicia- mil veces se lo he dicho, y si anda más días por esas encrucijadas harto conocerá la utilidad de mis avisos. Parece que no se acuerda del Moñudo a quien Jaime mandó bañar por este tiempo en agua fría...

-¡Jaime! -exclamaron como asombrados los circunstantes.

-Jaime -repitió aquel hombre al parecer licenciado o desertor- Jaime; y por cierto que no le valieron al Moñudo las súplicas ni las lágrimas. Encontróle en la punta de la sierra llevando a Elche a un religioso carmelita, que acababa de predicar los milagros de Santo Tomás en Orihuela. Metiólos en medio de su cuadrilla, e hizo que el buen padre le repitiese el sermón de cabo a rabo. No hubo más remedio que prestarse a tal capricho: al principio andaba algo tímido y desmemoriado, pero viendo la atención con que le oía aquella gente honrada entusiasmóse y empezó a menear las manos con tan gentil donaire como si se hallase en la iglesia. Agitóse sobre manera, porque como no había más eco que el del campo, ni más bóveda que la del cielo, tenía que dar grandes voces, y las gotas de sudor corrían abundantemente por su rostro. Al acabar preguntóle Jaime cuánto podría valer aquella arenga, a lo cual satisfizo que acababan de agradecérsela con seis pesos bien ensayados.

-Pues no crea el padre -opuso el Barbudo- que carezcamos por acá de tan sabroso alimento.

Y llamando a Crispín, uno de los más ladinos de su cuadrilla, mandóle echar otro relato que hiciese puntas con el primero. Obedeció el mozo con tal desembarazo y soltura, que no parecía sino que desde sacristán o monaguillo hubiese ido siguiendo la carrera. Mientras aplaudían todos la buena gracia, volvióse el Barbudo a su reverencia pidiéndole que tasase como conocedor lo que poco más o menos podía valer aquella plática. Reputóla, no pudiendo pasar por otro punto, por muy digna de tan compungido auditorio, pero excusóse como mejor supo del arriesgado encargo de ponerle precio.

-Tampoco es menester -replicó Jaime- pues nombrando a dos peritos salimos muy fácilmente del paso.

Tasaron estos la arenga de maese Crispín en ocho pesos, y el inflexible Barbudo mandó al religioso que inmediatamente la pagara, con lo cual no sólo tuvo que aflojar la limosna de Orihuela, sino desprenderse también de lo poco que llevaba para los indispensables gastos del viaje. Y no fue esto lo peor, sino que reparando en el Moñudo y noticioso, porque todo lo sabe, de las bravatas que solía echar contra sus empresas, diole el castigo que os he dicho, a fin de aplacar algún tanto los desordenados ímpetus de su cólera.

-Voto a tal, licenciado, desertor, o lo que eres -respondió Roque- que primero querría darme un navajazo que coserme la boca para no maldecir cada día a esos canallas. Ellos tuvieron la culpa de que mi antiguo amo se fuese a vivir a otro reino y me quedase yo en la calle sin más recurso que seguir con mi látigo el fastidioso compás de los cascabeles. Ya sé que el Barbudo tiene muchos espías, y aun puede ser que en esta sala... pero vuélvame la fortuna que me quita, y publicaré donde quiera la especie de generosidad de que se precia.

-¿Y no me diréis, señores -preguntó a la sazón el joven forastero- si anda todavía por esos campos la cuadrilla de que hablasteis?

-De manera -respondió el soldado- que se puede decir de ella lo que se cuenta de las brujas, que tan pronto aparece como desaparece, amaneciendo en Crevillente y anocheciendo en Sierra Morena o en los montes de Cullera. Si usted, señor galán, lleva algo de incitativo en la maleta, bueno será que lo deje guardadito aquí en la venta hasta que pase alguna partida de tropa, pues de lo contrario el Barbudo tiene las narices largas y olfateará el tesoro aunque se halle a treinta leguas.

-No lo decía por esto -respondió el joven- sino porque siempre es bueno informarse de cómo están los caminos.

-Nada -repuso Roque- véngase usted conmigo, si es que se dirige hacia Murcia, y no tenga el menor recelo.

-Recelo ninguno -dijo el joven- pero la verdad, más quisiera concluir mi viaje sin tropiezo, que tener que sacar mis habilidades a plaza como el buen predicador de Orihuela.

-¡Vive Dios! -exclamó Roque- que si atiende usted a lo que dice ese renegado, nunca le faltará miedo en el cuerpo y algo de brío en las piernas.

-Miedo bien puede ser -Interrumpió el desertor- pero brío en las piernas lo dudo, pues casualmente eché una ojeada al rocín que lo trajo, y es tan flaco y pasicorto que no resistiera un mediano trote.

-Extrañara yo -dijo el ventero- que una bestia de cuatro patas se escapara de tu registro. Noramala tienes esa afición diabólica a tal especie de ganado. Lléveme el diablo si no has servido en caballería.

-En caballería no -interrumpió el anciano- pero si mal no me acuerdo, lo he visto por estas tierras con el uniforme del resguardo.

-Cómo no tuviese más alma cuando servía que después de haber salido del ejército, maldito sea el francés que habrá andado con muletas por su causa.

-Por vida tuya, ¡oh Roque! -gritó el soldado- que antes de ver lo que dices te muerdas tres veces la lengua.

-¡Calle! ¡Si creerás hacerme miedo! Mira bien a quién te diriges, o cerciórate primero de si el Barbudo anda muy lejos.

-¿Qué significa esa indirecta, señor valiente?

-Que para enterrarte en vida no tengo más que apretar estos pulgares, en vez de la recia soga a que huele tu gaznate.

Asióle en efecto de la garganta, y sin duda lo pasara mal el soldado fanfarrón si no se interpusieran el ventero y los demás allí presentes. Separáronlos como pudieron, después de lo cual sentáronse todos en una mesa muy larga y comieron lo más sabroso que ofrecía la escasa provisión de aquella venta. No obstante, el joven forastero apenas tuvo apetito: bien fuese poco agradable el objeto de su viaje, bien lo atemorizasen las noticias recogidas en la conversación anterior, andaba meditabundo y caviloso como repasando en su mente algo de desapacible e incierto. Así es, que primero que nadie pidió al amo de la venta que lo acompañase al aposento que le destinaba. No dejaron de preguntarle si lo quería con cama limpia y puerta para cerrarse, y habiendo contestado afirmativamente, recogió un lío donde iba su equipaje y echó a andar tras del ventero por las escaleras de aquel gótico edificio. Al llegar arriba atravesó una galería, un corredor de bastante extensión, y por último una sala correspondiente por su tamaño a las demás piezas que hasta entonces había visto. En el extremo opuesto abrió su conductor una puerta y hallóse el caminante dentro de la estancia que se le destinaba.

-¿Se le ofrece a usted algo? -díjole el ventero echando una ojeada a su lío y poniendo la luz sobre una maldita mesa de tijera.

-Nada, señor huésped -respondió el joven.

Con lo que haciéndole el otro una cómica reverencia, entrególe la llave dejándole en una soledad espantosa. Percibió el pasajero el eco de sus pisadas perdiéndose a través de aquella habitación inmensa y solitaria, y a medida que se iba retirando experimentaba los efectos de un terror desconocido. Quiso llamarlo, pero un resto de amor propio exaltado por el aspecto burlón y maldiciente del ventero, detuvo en sus labios la palabra, e hízole tomar la resolución varonil de mostrarse superior a tan ridículos temores.




ArribaAbajoCapítulo II

Lance nocturno


Lo primero que hizo al verse solo fue cerrar bien el cuarto y reconocer las paredes. Pareciéndole que todo estaba corriente, miró la cama, observó la sutileza de los colchones, la delgadez de las tablas y la flaca resistencia de los bancos, circunstancias que la hacían prima hermana de un par de sillas no menos añejas y perniquebradas. Sujetaban la ventana mohosas barras de hierro, y la robusta puerta un candado que recordaba el origen de la cerrajería. Pero lo que campeaba más en aquella estancia, lo que constituía toda su lujo y su ornato eran unas estampas del hijo pródigo pegadas a la pared con engrudo, y una especie de dosel de donde pendían las colgaduras de la cama formadas por luengas tiras de seda verde, que bien habrían hecho su servicio en los tiempos en que habitaron la casa los señores feudales de aquel territorio.

Cerciorado el forastero de que presentaba todo aquello cierto aspecto de seguridad, apagó la luz y tendióse en el lecho para gozar algún descanso. Al pronto no le fue fácil conseguirlo por cuanto la conversación sostenida en la cocina no le dejaba ver más que ladrones y fantasmas. Luchó largo rato con estas quimeras y al fin pudo gustar las dulzuras de un sueño, aunque intranquilo, más benéfico siempre que la porfiada agitación de su desvelado espíritu. Era tal la fuerza con que se había grabado en su mente la imagen del peligro, que pensó hallarse ya entre los salteadores de la sierra, corriendo el riesgo de ser muerto o apaleado por lo menos. Sobre todo las facciones del Barbudo, tal cual las concibiera su atemorizada fantasía, se presentaban a sus ojos a cada instante ya para intimarle la bolsa o la vida, ya para regalar a sus miembros con gentil y donosa azotaina. Llevado por el mágico movimiento de su sueño terrorífico, atravesaba rápidamente los valles, subía los montes, sumergíase en subterráneas cuevas, y notaba en todas partes desoladoras escenas de cínica algazara, de violentos robos, de crueles asesinatos. Aquí asaban a fuego lento a un pasajero de extraordinaria gordura, allá colgaban de alto pino a un joven de largas piernas, acullá sumergían en un pozo a un padre de San Bernardo: todo era, en fin, para el infeliz que soñaba angustiosos encuentros, desesperados lances y desesperanzados apuros. Tal vez se mezclaban revueltos entre todo esto los robustos palos de alta horca, o el torvo gesto de un verdugo y las fervorosas amonestaciones del religioso auxiliante, como los sombríos episodios de un sueño lúgubre, y los negros marcos que corresponden a un cuadro de asesinatos y latrocinios.

No hay que decir si arrebatado de la vehemencia de tan negra fantasmagoría temblaba el espantadizo joven en el reducido campo de aquel lecho, pues los movimientos convulsivos y el sudor que corría por su frente eran evidentes indicios de la angustia y la turbación de su ánimo. Parecióle en esto que le tiraba alguno de los pies, descorriendo con la otra mano el polvoroso cortinaje, cosa que le hizo despertar sobresaltado en la incertidumbre de si la verdad que le esperaba era más horrorosa que la mentira que hasta entonces le afligía. Sea como fuere, al despabilar la soñolienta vista vio la luz encendida, y a su reflejo un hombre, especie de gañán, de regular estatura y recio de miembros, que lo miraba de hito en hito desde la extremidad de la estancia. El infeliz cerró los ojos para apartar de sí aquella visión, creyéndola efecto de su delirante fantasía. Al volverlos a abrir aún hubo de fijarlos en la sombría fantasma, y persuadido de que no podía ya ser efecto de ningún sueño engañador, púsose a temblar como un azogado aguardando el éxito de aquella aparición imprevista. Por lo que toca a aquel hombre misterioso, continuaba clavando en el pasajero unos ojos más penetrantes que los del águila, cual si quisiese fascinarle con ellos u observar para su recreo su turbación y su espanto. Al notar empero el crujido de sus dientes, el convulsivo movimiento de sus labios, las espantadizas ojeadas, el general trastorno, en fin, que embargaba sus potencias, tendió hacia él la robusta diestra y dirigióle con cierta superioridad las siguientes razones:

-Tranquilízate, inexperto mozo: el que ha sabido penetrar en este cuarto a través de compactas paredes y dobles cerraduras, tiene sobrado poder para deleitarse en hacer mal a un mancebo tímido y barbilindo como tú eres...

¡Señor! -pronunció con labio balbuciente el pasajero.

-No me interrumpas -prosiguió el terrible incógnito atajando su exclamación plañidera- no me interrumpas, Santiago, y déjame desempeñar el objeto que me trae, sin permitirte la más leve observación hasta que yo te lo indique.

Pasmado el mozo de que supiera su nombre aquel desconocido, y se entrase sin adivinar por dónde en tan apartada estancia, tomó el partido de guardar absoluto silencio, aunque no dejaba de ofrecer en voz baja cantidad de promesas, exvotos y romerías a todas las imágenes y monasterios célebres de su pueblo como le librasen de tan peligrosa aventura.

-Ya sé que afeitas en casa del cirujano Rosell, el cual te ha confiado ciertos títulos y documentos para que los lleves al conde de La Carolina, residente ahora en la ciudad de Murcia. Pues bien: dime dónde los tienes y entrégamelos sin replicarme.

-¡Señor! -exclamó el joven incorporándose- No me atrevo a negar que es muy cierto cuánto usted dice pero si soy tan sandio y poco cauto que le entregue lo que pide, pierdo a la vez y para siempre mi carrera y mi fortuna.

-¡Bah! -respondió el incógnito- valiente carrera la de reemplazar algún día a un cirujano envenenador y ladrón; y bella fortuna la de rasurar las barbas, remojar quijadas o igualar cerquillos. Si me dijeras, voto a mí, que te habían de negar por eso el capelo de cardenal o algún pingüe canonicato, ya entiendo; pero dejar de ser un pestífero barbero sin guitarra, seguidillas, ni descanso, no me parece gran pérdida.

-No obstante, estas esperanzas satisfacían toda mi ambición, y eran por consiguiente la más grata recompensa que pudieran ofrecerme.

-Muy bien: pero entrégame los papeles, y yo sé que algún día me darás las gracias; digo si es que te vieres en la precisión de enderezar tu rumbo por otros mares.

-¿Con que nada os mueve la inexperiencia de mi edad, la esperanza de mi vida, ni la idea de que he de perder con los papeles mi crédito, mi reputación y mi fortuna?

-Nada, absolutamente nada -respondió el incógnito con la mayor sequedad- acaso te perdonaré la vida en gracia de esas sandeces que me cuentas, pero aun eso depende de la prontitud con que satisfagas mis deseos.

-¡Ah! No permita Dios -respondió temblando el mozo- que por mi terquedad o mi pereza agravase tal delito la conciencia de un hombre honrado. Ahí los tiene usted -añadió dando un suspiro- en ese lío se encuentran, lléveselos donde quiera, aunque vaya con ellos todo el bien que fundadamente esperaba al entregarlos.

Esto dijo con lágrimas en los ojos y tales muestras de sentimiento, que excitaron la compasión del misterioso personaje que tenía allí delante. Miróle con bondadoso ademán, y después de un breve rato bajando algún tanto la voz y apoyando la vigorosa mano sobre su hombro, hablóle con cierta confianza en los términos siguientes:

-Escucha, Santiago: eres mozo y debes pensar en tu suerte; de consiguiente, no me ofenden esas lágrimas, antes bien me dan a conocer la rectitud y el arreglo con que piensas. Quisiera favorecerte, y bastará para ello que te prestes a mis órdenes. Mírame bien: sin cortedad, sin recelo... ¿Me conoces?

Fijó Santiago la vista en la cara del incógnito, y detúvose un momento en contemplar sus facciones. Echábase de ver en ellas cierta regularidad y travesura; brillaban extraordinariamente sus ojos, y favorecía los movimientos de su cuerpo un suelto y nobilísimo despejo. Había en aquella persona ciertos rasgos de bondad sin que se le pudiera llamar bondadosa, indicios de tolerancia sin que pudiera pasar por tolerante, y no pocos resabios de atenta sin que se la pudiese reputar por fina o bien educada. Su traje era el que usaban los más gallardos bandidos de la sierra: los follados zaragüelles, parecidos en la hechura y el color a los airosos faldellines de los montañeses de Escocia, apenas pasaban de la mitad del muslo; medias azules subían hasta lo alto de las piernas, y llevaba a los pies unas alpargatas sujetas por medio de innumerables cintas que le llegaban cruzando a la pantorrilla. Resplandecíanle sobre el pecho gran cantidad de cadenas de plata, relicarios y medallas y sonoramente colgábanle en el ceñido chaleco botones de dorada filigrana. Cubríale la cabeza alto pañuelo oscuro, sujetaba el corbatín una brillante sortija, rica faja carmesí envolvía su cintura, asomando por entre ella un puñal con mango de limpio y bruñido acero. La manta que colgaba de su cuello sólo dejaba ver la punta de un ancho sable parecido a los lunados alfanjes que se fabrican en Damasco; siendo el rasgo más singular de aquella enigmática figura la rizada barba en que remataba el rostro. Tanto ella como lo ancho de los hombros y lo robusto y fornido de los miembros, revelaron al tímido caminante el carácter y la condición del incógnito; por lo que, bien persuadido de que se hallaba en la terrible presencia del Barbudo, no dudó en contestar con acento poco firme que creía reconocer en él al noble y famoso Jaime.

-¿Y si no te equivocaras -preguntó éste- darías crédito y valor a mis ofrecimientos?

-A lo menos -respondió más alentado el pobre mozo creería poder hablar con más franqueza y soltura.

-¿Y qué dirías? -insistió el bandido halagado al parecer de semejante respuesta.

-Que antes de admitir la fortuna que se me ofrece era justo conocer el servicio con que debía comprarla.

-Justísimo, si viniese el ofrecimiento de un hombre tan artero como tu maestro; pero intempestivo, dimanando de un carácter abierto y generoso como el mío. Sin embargo, mi palabra en estas sierras vale tanto como la del rey en la corte: te di margen a esperar algo de mí, y no quiero burlar las ilusiones que de pronto leí en la mutación de tu semblante. ¿Sabes por qué te encargaron con tanto sigilo y premura los documentos que me entregas?

-No por cierto.

-¿Oíste hablar alguna vez a Rosell contra don Rodrigo de Portoceli?

-Tampoco.

-Pues todo lo que exigiría yo de ti consiste en que, sentando otra vez tus reales en la barbería del bribón de tu maestro, me dieses exacta cuenta de las tramas que allí se fraguan contra el mencionado don Rodrigo.

-¿Y de qué modo os podría avisar si algo llegase a mi noticia?

-Eres un pobre hombre: no se pasaría día sin que te enviase algún correo. ¿Lo extrañas? -añadió el forajido con alguno sobrecejo notando cierta irresolución o poco crédito en los ojos de Santiago- pues no saldrías a paseo donde no hallases algún pordiosero que se te diese a conocer por mi emisario; no entrarías en iglesia sin que algún fingido ermitaño te entregase cartas mías; y si sucumbieses al pasajero rigor de una dolencia, el médico que te recetara, el barbero que te sangrase, la dueña que aplicara los empastos, todos, en fin, te hablarían del Barbudo y te comunicarían sus órdenes. Y bien...

-Soy vuestro... El cirujano Rosell es un pícaro que, según ahora entiendo, sólo una vez me ha halagado, y eso para que le hiciese un gran favor, o llevarme a una muerte cierta.

-Cuando el bozo de esa barba se haya convertido en pelo tan áspero y revuelto como el de la mía, ya sabrás conocer al gato montés por más que esconda las uñas.

-¿Y cuál es mi riesgo, y cuál mi recompensa?

-Del primero no te acuerdes; en cuanto a la según a, veinticinco aranzadas de tierra capaces de llamar la atención al más acomodado vecino de estos contornos.

-No me disgusta, señor Jaime, pero aún me queda el escrupulillo de cuándo y cómo me he de ver en posesión de tal hacienda.

-¡Válate el diablo por mancebo! Bien se conoce que has hecho tu aprendizaje con el malvado Rosell. Para lances de pro no hay que contar con ninguno de vosotros, pero para asegurarse fincas tenéis los ojos de un lince. Hoy mismo apenas despunte el día te haré conocer a don Rodrigo. Dale ese anillo, cuéntale tu aventura, y el satisfará después a cuantas dudas te ocurrieren. Dígote sin embargo que desluce mucho el que descubras tan pronto la hilaza de tu codicia. Y toda vez que andas poco mesurado en publicarla, voy a decirte también que como trates de vendernos no bastará a tu seguridad el que interpongas mil leguas entre nosotros. Yo te juro que no habrá cruz de esos caminos reales en donde no cuelgue alguno de tus miembros por mi propia mano para escarmiento de pícaros y sabroso pasto de las aves. Yo mismo bebería en ese cráneo la envenenada sangre que te alienta, yo mismo azotaría tus ijares con el látigo sangriento de un arráez berberisco, yo mismo...

-Basta, basta, por piedad -exclamó el joven- inútiles son esas terribles maldiciones. Yo os serviré en cuanto desearéis, y sólo me falta saber, contando siempre con mi discreción y lealtad, el verdadero blanco a donde se han de dirigir nuestros esfuerzos.

-No te metas en más de lo que digo -respondió severamente el Barbudo- registra los papeles de Rosell, anda a la zaga de sus conferencias y maniobras contra Portoceli, e instrúyenos con puntualidad de todas ellas. Sin embargo, lo que más importa es que nada digas de semejante aventura, y forjes el enredo que te viniese más a cuento, Pero es fuerza que nos separemos: sigue tu camino hasta la cruz de la encrucijada, donde hallarás a un caballero en quien por medio de la sortija que te entrego has de reconocer al valiente don Rodrigo. Él te dará instrucciones acerca de lo que te falta saber, así como nos las darás a nosotros por lo tocante a lo que te he dicho. Ea, despabílate y echa a correr; si tu rocín es pasicorto, no eres tú más andariego, y acaso te será preciso andar hoy mucho camino.

Dijo, echó mano a los papeles, y sacando una llave maestra abrió la puerta y desapareció del aposento.




ArribaAbajoCapítulo III

Amor y venganza


No hay que ponderar si dejó de apresurarse el aturdido joven a cumplir las órdenes del bandolero. Vistióse, pagó la posada sin hacer mención de la ocurrencia, y aún no apuntaba el día cuando empezó a caminar hacia la cruz de la sierra. Verdad es que le hizo titubear la oscuridad de la atmósfera, pero dos embozados que encontró en la cocina, llegáronse a él adivinando su decisión, y dijéronle que emprendiese el viaje con confianza, pues el hombre que le acababa de hablar les había encargado darle escolta. Ya no hubo pretexto para detenerse: mandó ensillar y empezó la marcha, llevando siempre a cierta distancia a sus misteriosos guardianes. Cerca de una hora habrían andado cuando los primeros rayos del día les hicieron notar la cruz de la encrucijada. Apoyado en ella, envuelto en una gran capa azul, se distinguía un hombre de aventajada estatura. No dudó Santiago que fuese el mismo que iba buscando, y al apearse al efecto de trabar conversación con él, observó que habían desaparecido los que para su seguridad le acompañaron hasta aquel sitio.

Llegóse pues al embozado de la cruz, y dirigióle la palabra en estos términos:

-Sin duda no está usted enterado aún de mi venida, pero esta sortija responde de que soy un servidor leal de don Rodrigo Portoceli.

-Está bien -respondió el incógnito después de un rato y sin descubrirse- dime brevemente el mensaje, o recibe de lo contrario la mitad de las maldiciones que me has hecho arrojar desde que lo aguardo en este sitio.

-Es en balde, ahora mismo acabamos de tener una larga conferencia, y me encarga enterar a usted de que los títulos y los documentos ya obran en su poder.

¿En poder de quién? -preguntó el incógnito mirando de través a Santiago.

-En poder del propio Jaime, como lo declara esta sortija. Yo mismo era el encargado de ponerlos en manos del conde de La Carolina, pero cuatro palabras del Barbudo han podido más que la voz meliflua y chillona de mi hipócrita maestro.

-¡Maldición! -gritó el incógnito tirando la capa y echándose sobre Santiago- ¡Maldición a ti y a los ladrones que tan vilmente proteges! Ahora mismo vas a vomitar el impuro aliento con que fraguas esos diabólicos embustes.

-¡Socorro! ¡Socorro! -exclamó el mozo mientras procuraba desasirse de las garras del incógnito.

Pero teníale éste tan reciamente sujeto, que creyó era llegada su última hora. La misma desesperación hízole sacar fuerzas de flaqueza, con lo cual al paso que su contrario le oprimía la garganta, descargábale Santiago fieros golpes en el rostro. Sonaban con tanta pujanza como los denuestos y los sarcasmos del desconocido, y aunque éste no trataba de evadirlos, era de ver que muy pronto habrían de cesar, gracias a la nerviosa fuerza de sus pulgares. Iban adelgazándose, en efecto, los chillidos de Santiago, cual si ya le escasease el aliento y estuviese próximo a ser víctima de tan inesperado combate, cuando la súbita aparición de los que habían formado su escolta hizo cambiar la situación de aquel combate. Adelantáronse sin hacer mucho ruido, inclinado el cuerpo, y llevando en la mano el mortífero trabuco; pero con aguda perspicacia distinguiólos el incógnito desde una distancia enorme, No hizo más que soltar la presa, echarle una ojeada de cólera, y volver la espalda, diciendo:

-¡Yo te juro que no te has de escapar de morir ahogado entre mis manos!

Montó de un brinco en un caballo que allí junto tenía, y púsose a correr más ligero que un gamo a rienda suelta.

Pensativo y maltratado quedó el mozo, aunque sobre manera satisfecho de que hubiese concluido aquel encuentro con más ventaja de la que esperar podía. Los embozados que salieron tan oportunamente a su socorro, le hicieron mil preguntas acerca de lo que acababa de pasar, pero estaba muy distante de poder satisfacerles. Mientras se hallaba en la incertidumbre de lo que debería hacer, temeroso por un lado de regresar a su pueblo, y deseando al mismo tiempo cumplir con el encargo del Barbudo, llegó por camino extraviado, caballero en una yegua, un hombre al parecer de veintisiete años, de noble aspecto y marcial fisonomía. Su traje era rico y elegante; sus maneras desembarazadas y corteses; toda su persona indicaba una educación culta y una cuna distinguida. Sin embargo, las huellas de algún profundo pesar oscurecían su frente, en la que se leía una especie de distracción, harto común en los que andan revueltos en profundísimos pesares. Manifestóse admirado de no hallar a nadie más en aquel sitio; y dirigiéndose a los tres que lo ocupaban, les preguntó si habían visto en él a un caballero.

-Sí por cierto -respondió Santiago- y acaba de echar a correr por el lado opuesto al que usted viene.

-De esta manera -repuso el incógnito- os elijo por testigos de que no hice falta a la cita. Sentiría pudiese jactarse aquel malvado de que no correspondió Portoceli a un cartel de desafío.

Pues sepa usted -continuó el mozo advirtiendo a quien hablaba- que en mí ha desfogado toda su ira. Por orden de cierto valiente, que me entregó esta sortija, venía a comunicar a don Rodrigo como había depositado en su mano los papeles recogidos por el cirujano de Elche. Hallé puntualmente en esta cruz al embozado que se me había dicho, le relaté mi mensaje, y en vez del agradecimiento que esperaba, le vi echarse sobre mí haciendo desesperados esfuerzos para ahogarme. No lo consiguió gracias a...

¡No parece sino que algún maligno genio se complace en desconcertar mis planes! -exclamó el caballero- pero dígame usted, amigo ¿los papeles en cuestión quedan real y efectivamente en poder de nuestro Jaime?

-Sin la menor duda, y yo estaba encargado de volver a Elche para espiar la conducta de mi amo y mi maestro el cirujano don Judas. ¿Qué le digo, sin embargo, después de la desgraciada equivocación que acabo de padecer? Porque ya se me alcanza que el personaje que ha puesto los pies en polvorosa, es algún iracundo galán de la parte contraria.

-Con todo es fuerza que te mantengas en el puesto, pudiendo forjar para tu defensa las disculpas que te parezcan más convenientes. En caso de algún apuro esa misma sortija te hará encontrar protectores en todos los ángulos de esta comarca. Preséntate con ella a cualquier alcalde, regidor, escribano o ventero de estos reinos, y hallarás crédito, introducción y socorro.

-El caso es -replicó tímidamente el mancebo- que carezco, para decir verdad, de los fondos necesarios al efecto de poner en obra...

-Basta; ese bolsillo será suficiente por ahora; otras pruebas de nuestro afecto recibirás en lo sucesivo.

Algo me ha dicho el Barbudo, pero cuenten ustedes conmigo aun cuando no fuese tan cuantioso el premio de mis servicios.

-Muy bien está: vuélvete a tu pueblo, y sé puntual en avisar lo que ocurra. El agradecimiento será grande, pero nunca sería menor la venganza de tu perfidia.

Mandó, esto dicho, a los embozados que lo fuesen escoltando hasta cierto punto; y volviendo las riendas a la yegua, dirigióse con velocidad notable por el camino de Murcia.

No tardó en llegar a esta ciudad, donde moraba lo único que merecía en el mundo su veneración y su afecto. Empezaba el crepúsculo de la noche cuando entró por la puerta que se halla junto al puente, habiendo dejado el caballo en una venta situada en la parte de afuera. Después de andar por varias calles metióse en un convento arruinado por el choque de las últimas guerras, y empezó a pasearse entre sus polvorosas ruinas. Volvía a veces el rostro o giraba los ojos en derredor, cual si esperase alguna aparición consoladora; a veces también deteníase bruscamente en su paseo, y comprimíase las sienes como afligido por algún bárbaro recuerdo.

-¡Infeliz! -exclamó en una de estas interrupciones- No te escaparas de mis manos si un acaso favorable no te diera pretexto para evitar el desafío. Pero yo te juro pérfido Leopoldo, yo te juro que no te ha de valer la osadía con que te portas y la protección con que cuentas.

Estas ideas desatinaban a Rodrigo, dando tanta irregularidad a sus discursos como a sus movimientos. Permanecían aún en pie varios arcos del antiguo claustro, y una gran parte de la gótica iglesia a que servían de adorno. Quedaba una débil vislumbre de la luz del día; y cualquiera que a tan misterioso reflejo hubiese contemplado la marcha descompasada de don Rodrigo, creyera distinguir en él alguna negra fantasma parecida a los genios maléficos que se complacen en divagar por el desolador aspecto de las ruinas. Una vez tendió los brazos hacia el hueco que formaban dos columnas, y apareció al propio tiempo por en medio de ellas una joven de bellísimo aspecto y elegantes proporciones. Su figura presentaba cierta negligencia o desaliño, lo cual daba indicios de la doméstica persecución de que era víctima, alterando algún tanto la angelical dulzura de su rostro las huellas de una especie de enajenamiento mental, desgraciadas consecuencias de sus agitaciones y delirios.

-¡Julia! ¡Mi querida Julia! -exclamó al verla el caballero- ven, ven un momento a mis brazos para dar treguas a la desazón que bárbaramente te aflige. Pero ¿qué es esto, ángel mío? ¿Siempre enajenada, siempre melancólica y abatida? ¡Pues qué! ¿Aún no se cansan de perseguirte? ¿Aún no se cansan, amada mía, de ver tus lágrimas y de escuchar tus gemidos?

-No se cansan, don Rodrigo; y sólo la idea de tu correspondencia pudiera comunicar alguna fortaleza a mi espíritu. Pero, y tú ¿dónde has estado? Hace un siglo que no te he visto... Andrés me dio tu billete, y aunque sólo me hablabas en él de que por la puerta del jardín viniese a pasearme entre las ruinas, no sé qué feliz presentimiento me hizo esperar que no un mensajero tuyo, sino a ti mismo había de hallar en ellas.

-Y resuelto, ¡oh, Julia! a arrancarte de esa casa de maldición donde todos se han declarado en contra mía. Sé de cierto que han nombrado coronel a Leopoldo-, y si bien por un azar hemos recogido el título y el despacho, al fin tu padre no tardará en saberlo, y por consiguiente a obligarte a que le des la mano. Todavía podemos verificar la fuga: Jaime está pronto, y hay un barco de Filadelfia en Alicante que no tardará en soltar las velas. ¡Julia...! Aquí me tienes para que decidas de nuestra suerte... Vivir conmigo en incógnita ribera, o con Leopoldo Moncadí en las ciudades más florecientes de España... ¡Ah! yo temería tu elección si tuvieras un pecho menos hidalgo, o un amor más frívolo y pasajero...

-¿Y no la temerías -dijo Julia interrumpiéndole- si adivinases la terrible lucha del amor y del deber, la desesperada suerte que me coloca entre un padre y un amante? Escucha, Rodrigo, escucha y no te desesperes oyendo a una infeliz, que ha jurado ser tuya hasta la muerte.

-Nada escucho -repuso sin dejarla proseguir el caballero- ¿Qué valen los fríos raciocinios de la sumisión filial en cotejo de los derechos que me dan a la vez sobre ti mi cariño y mis infortunios...? ¡Ah! Si en el estruendo de la batalla de Vitoria me hubiese detenido en saquear los tesoros de José, en lugar de hacer rostro a la resistencia del enemigo, no me ganara en riquezas mi aborrecido rival, ni hubiera logrado empañar el lustre de mi fama en la corte. Mío fuera entonces el grado con que acaban de distinguirle, mío el cortesano favor con que tan erguido se presenta, mío el voto de tus parientes, y... ¿me atreveré a pronunciarlo?... absolutamente mío el afecto sincero de Julia.

-¡Ingrato! Tú quieres que yo delire y que cuando no me sea posible hacer uso de mi razón, como sucede así que me afligen tus desdenes o la ira de mis perseguidores, cometa algún desacierto. Si tal deseas, llévame a donde gustes, pero con la triste condición de que nunca vuelva en mí de la delirante demencia con que alguna vez me turba el ímpetu de mis amores. ¡Ingrato!... Echa si te atreves una ojeada a mi conducta, a mis acciones, y dime si habrá en el mundo un modelo más cabal de correspondencia y de ternura.

-¿Y de qué me aprovecha ese modelo si sólo lo ha sido para hacerme gustar, sin verla jamás cumplida, la fugaz ilusión de engañadora esperanza? No, no te alteres, amada Julia; yo pasaré por lo que ordenes, hasta por el infernal tormento de contemplarte en los brazos de Leopoldo... Pero ¿cómo quieres que bendiga tu memoria si adonde quiera que vaya he de llevar en el pecho la envenenada saeta? Un barco en el océano, una cabaña en el más árido desierto fueran para mí los brillantes alcázares de los señores de Oriente como te dignases participar de mí aventurero destino. Sin ti no hay estímulo, no hay ambición para mi pecho... El pescador miserable de la playa, el ladrón pregonado de la selva despiertan mi envidia y el diabólico deseo de trocar mi suerte con la suya. ¡Julia! No llores; harto te compadeciste de un infeliz que nunca debió aspirar a tus celestiales encantos...

-Yo no sé, Rodrigo, pero a veces siento que mi corazón se alivia con el triste socorro de las lágrimas. Escucha: tú me hablabas de alcázares, de selvas y de riberas... Pues bien: ¿hay más que ir por ellos antes que nos los arrebaten o infesten...? Ignoro qué día fue, pero yo me acuerdo de haberte visto resplandeciente y galán con la púrpura del imperio, o con las pieles del pastor, o con el remo del marinero...

-¡Desgraciado de mí! -exclamó el joven- ¡Es posible...! Cállate, Julia, cállate, y no destroces ya con tus delirios el pecho que más te adora. Yo, yo soy el bárbaro que desarregla con su impetuosidad y sus violencias la hermosura de tu juicio. No me oigas, no me atiendas, mírame aquí a tus pies, mírame abrazando tus rodillas en prueba de que juro seguir tu voluntad, obedecer tus órdenes, nunca apartarte, ¡oh, Julia! de tus filiales deberes.

-¡Seguir mi voluntad! ¡Obedecer mis órdenes!... ¿Pues quién te habla de que tal no hicieras? ¡Válgame Dios Rodrigo! ¿Habré dicho alguna sandez? Perdónala, amigo mío, perdónala más bien que a la malicia de mi corazón, al fatal desarreglo de mi juicio. Y bien, ¿por qué te afliges? Paréceme que mis razones son concertadas, y que nada te indica ahora la enfermedad de que adolezco.

-Atiende, amiga mía -respondió enternecido Portoceli- ¿No sería más fácil que por medio de mi cuidado recobrases la salud y aquella consistencia de espíritu que antes tenías? No me hagas caso si arrebatado de la vehemencia de mi afecto te pinto la pasión que me inspiras con la misma impetuosidad que yo la siento; déjame abandonar también a unos delirios tan propios de mi carácter fogoso, como lo son los tuyos de tu angelical dulzura... Pero no me prives del placer de manifestar lo que creo más propicio a tu lánguida cabeza. Si para ello no juzgas fuera del caso la oficiosidad de mi cariño, si crees gozar de más tranquilidad bajo un techo pacífico y humilde que de un artesón aunque dorado turbulento, cede a mi súplica y abandona, Julia mía, tus hogares.

-Si mal no me acuerdo hablaste en otra ocasión de este mismo proyecto... Ignoro si te dije a lo que me obligaba el respeto filial; pero debí decírtelo, y no llevarás a mal que me permita una observación tan digna de tu hidalga correspondencia.

-¿Y tienes presente el despacho de coronel que va a coronar los deseos de Leopoldo? ¿Y tienes presente que este despacho era lo único que se aguardaba para celebrar vuestra unión?

-¿Mi unión? -respondió Julia mirando tristemente a don Rodrigo- no temas que se verifique con el mortal que justamente aborrezco: mi padre se compadece de mi estado, y no quiere que se me haga violencia alguna. Por lo que hace a los ambiciosos de la familia, rogarán, porfiarán, pero no dejará de ser respetada mi última determinación.

-¿Y si se aprovechan, infeliz...?

Detúvose repentinamente no atreviéndose a proseguir por temor de recordar a Julia la enfermedad mental que en fuerza de sus persecuciones la afligía; pero adivinando ella lo que decirla quería, apresuróse a continuar la Interrumpida cláusula con inalterable dulzura.

-Entiendo, entiendo... Temes que sean tan viles que abusen de mi extraordinaria dolencia... ¡Ay de mí! ¡Es tan pérfida su codicia! Tan absoluto el dominio que ejercen con el autor de mis días! Leopoldo por otra parte tan pertinaz, voluntarioso y corrompido... que no puedo asegurar que desprecien tal proyecto. No te alteres, amigo mío... si llegase mi desgracia a tal extremo, yo misma me daría la muerte al volver de mi funesto deliquio.

-No te la des -respondió Portoceli haciendo esfuerzos por contenerse- no te la des, antes vive tranquila en los brazos de ese hombre codicioso de tu fortuna y de tus gracias. ¿Qué importa -continuó con amarga sonrisa- que importa que tu amante se desespere y perezca? Vale más que la felicidad y los placeres formen una brillante aureola a los deseos de Leopoldo, que todo le halague y le sonría, que sea un coronel en el ejército, un conde en la sociedad y bajo el techo doméstico un idolatrado esposo...

Aquí llegaban de su interesante coloquio, cuando cierta señora de respetable carácter que había acompañado a Julia y estaba en acecho, salió de entre las piedras para advertirles que se oía a lo lejos el rumor de otras pisadas. Ya elevándose la luna por la bóveda celeste derramaba misterioso resplandor sobre aquel recinto de incompletos zócalos, rotas cornisas, destruidos fragmentos y desquiciadas columnas; silbaba el viento de la noche por entre las hojosas ramas de los árboles del antiguo claustro, sin que ninguna lámpara moribunda alumbrase las urnas sepulcrales que aún se conservaban en pie en medio de tantas ruinas. El silencio nocturno, el sagrado sitio, los melancólicos recuerdos que inspiraba, y la indómita lucha que interiormente sentía, destrozaban el alma de don Rodrigo y hacíanle suspirar por la venganza. Julia por otra parte, la sensible y desgraciada hija de los condes de La Carolina, tendiéndole la mano para despedirse de él, acabó de echar el sello a su desesperación, así como sucede al encarcelado cuando le cierran el único resquicio por donde recibía la luz y se comunicaba con las prendas de su amor.

-Por Dios, sosiégate -díjole Julia enternecida- mira que no tengo más bienes en la tierra que mi honor y tu cariño.

-Pero sirviendo al uno dejas de servir al otro. ¡Ah! ¡Qué me importa el empeño de ser buena hija si esto te hace renunciar a los títulos de fiel amante!

-No, no te separes de mí con enojo en el semblante, con ira en el corazón... Gente se acerca: adiós, Rodrigo...

¡Cuidado con que te guardes! ¡Cuidado con que atiendas a una seguridad más preciosa que la mía!

-Huye, huye, y para nada te acuerdes del desgraciado que te adora.

No pudo ya contestar la hermosa joven, pero entreoyendo las últimas palabras de Portoceli hizo un movimiento de angustia mientras apoyada en el brazo de la dueña íbanse ocultando entre las mismas revueltas formadas por los arcos de las ruinas. Notólo el caballero al tibio fulgor de la luna, y su generoso pecho sintió un amargo arrepentimiento de haber ofendido con sus ásperas quejas aquel celestial modelo de virtud y de cariño, de lealtad y mansedumbre. Con los brazos cruzados sobre el pecho permaneció un instante abismado en dolorosas cavilaciones; pero los pasos de los que andaban por aquellos sitios se dejaron percibir desde tan corto trecho, que hubo de atender a su propia seguridad, aunque prefería no ser visto para no despertar sospechas en orden al objeto que lo llevaba a tan desiertos lugares. Con esta mira acomodóse detrás del tronco de una columna gótica, desde donde le era fácil advertir el rumbo de los que venían. Asomaron a poco rato dos hombres armados, cuyo traje era el que solían llevar los bandidos de Crevillente, siguiéndolos a poca distancia un caballero embozado en quien creyó reconocer Portoceli a su rival Leopoldo. Un sombrero de anchas alas cubría su rostro, pero el ademán, la estatura y más que todo los inextinguibles rencores de su pecho, manifestados claramente hasta en sus más leves acciones, revelaron su nombre al desesperado amante de Julia.

Poco prácticos al parecer en andar por aquel sitio, reuniéronse no lejos de él para tener entre sí una conferencia. Hubo de deducir por ella que andaban buscando la senda que comunicaba con el jardín del conde. Mientras el escaso conocimiento de aquellos lugares y la opaca luz de la luna les servían de estorbos para encontrarla, advirtieron una especie de camino formado entre las mismas piedras, y metiéronse por él, seguros de que los llevaría a puerto. Los bandidos marchaban delante, y el embozado detrás: hablaban los primeros en voz baja, el otro les seguía con aire meditabundo y sombrío.

Era imposible que dejase Portoceli de averiguar sus intentos, por lo que saliendo de su escondite arrojóse detrás de ellos con silenciosos y atentados pasos. Violos llegar a la puerta falsa del jardín, reconocer si estaba cerrada, y escalarlo en seguida a causa de no poder penetrar por ella. Dudoso estaba acerca del partido que había de tomar: la superioridad del número y el temor de comprometer siendo vencido la reputación de Julia, mantenían a raya los ímpetus de su esfuerzo y su venganza. Oye en esto nuevas pisadas a su espalda, y volviendo el rostro ve levantarse una especie de fantasma negra por entre el polvo de las ruinas. Hácese a un lado y reconoce los severos rasgos del Barbudo. Encamínase a él satisfecho de encuentro tan imprevisto, mientras con voz apagada apresúrase el misterioso bandolero a tranquilizar su espíritu.

-Ya sabía -díjole- que entre esas piedras hallaría un compañero-, ellos no son más que tres, los dos valemos por ciento, con lo que no hay sino arremeter y poner término a su audacia.

-Los que lleva consigo son muchachos de la sierra -observó el caballero.

-Pues corren por cuenta mía -respondió Jaime- ya verán la lección que voy a darles por haber sido infieles a sus banderas. Usted entre tanto descargue toda su fogosidad contra ese infame Leopoldo, y no se acuerde de mí sino para pedirme auxilio en caso urgente.

Desenvainaron al decir esto, lanzándose contra Leopoldo y sus satélites. El combate, aunque desigual, no podía ser dudoso: cuando los bandidos reconocieron la negra barba de Jaime empezaron a temblar como si fuese llegada última hora. Uno de ellos se tiró por las tapias del jardín gritando socorro, mientras detenido el otro por la nerviosa y robusta mano del Barbudo pedíale con voz sumisa que por Dios y por los santos le perdonase la vida.

-Sí -respondió su capitán- pero para enterrarte con ella en una de esas sepulturas. ¿A qué diablos venías a tan apartado sitio? Habla quedo, o de lo contrario te arranco los ojos y la lengua.

-Díjonos aquel embozado -respondió el bandolero que le escoltásemos para ir en busca de su esposa, a quien un pícaro seductor trataba de robar. Fuimos...

-¿Y por qué sin darme aviso?

-Porque... porque...

-Porque tal sería -replicó Jaime- la condición que os impuso ese bergante. Después arreglaré contigo tales cuentas; entrégame ahora esas armas, y como te separes dos líneas, de un trabucazo te levanto la tapa de los sesos.

Desde el principio de la contienda había tratado Leopoldo de evadirse, pero alcanzado por Rodrigo no pudo negarse al combate. Ambos eran diestros y valerosos, ambos sentíanse animados por los celos y la venganza; y así es que no andaban escasos de injurias y denuestos a par que se iban descargando los más furibundos golpes. Oíalos Jaime, porque el eco retumbaba contra las desmoronadas bóvedas, pero por más que hacía no le era posible dar con los combatientes. Ansiando Portoceli poner fin a la contienda, y avergonzado de no acabar con el único contrario que le había tocado en suerte, dirigióle una cuchillada de revés amenazando su cabeza, cuchillada que a no levantar su rival el brazo para recibirla, acabara sin remedio con su existencia. Sin embargo, la herida debió ser muy profunda, por cuanto el guerrero anduvo vacilando un largo trecho, hasta que no pudiendo ya sostenerse cayó sobre las mismas piedras despidiendo un horroroso gemido.

-Vámonos -dijo Jaime llegando a la sazón- vámonos, don Rodrigo: el que ha saltado por las tapias del jardín anda alborotando el barrio.

-Reconozcamos, si os place la situación de Leopoldo...

-No puede ser: esos gemidos que arroja se convertirían en gritos desaforados si nos viese acercar a su maltratado cuerpo. Ábrese ya la puerta del jardín, y salen por ella los soldados agitando ardientes teas... Venga usted conmigo, y nada tema mientras no perdamos instante.

Desaparecieron; y ocuparon inmediatamente el campo acompañados de una guardia, y alumbrados por resinosas hachas de viento, los solícitos criados del conde de La Carolina. Reconocieron el sitio, y guiados por los hondos suspiros del vencido, a quien no era fácil encontrar entre el laberinto de aquellas piedras, toparon con una espada, y poco después, sangrienta y separada del tronco la mano que la blandiera. Iluminados por tan lúgubres indicios, dieron en breve con el maltratado Leopoldo, a quien llevaron en hombros a su casa al efecto de detener la sangre de sus heridas, y de que no se pasase un momento sin que consultase algún hábil cirujano acerca de ellas.



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