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ArribaAbajoVaria

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ArribaAbajoEl rengo león da el último Zarpazo

He aquí un episodio de la Guerra del Chaco, un episodio importante de que fui testigo en la acepción de la palabra con que se define a un sujeto que ha visto u oído algo. Porque lo que voy a contar yo lo he visto y oído a pocos pasos de distancia de mis ojos y, por consiguiente, de mis oídos.

El año, 1935. El mes, el quinto de ese año, o sea mayo. ¿El día? Uno de la segunda quincena de ese mes. ¿La hora? La «sexta» o poco después de mediodía. ¿El lugar? La recta o carretera militar que conduce de 27 de Noviembre a Casa Alta. Esto es, una vía arenosa, recta, que, cruzando un desierto sin agua, llega, al oeste del Chaco, hasta la del río Parapití.

Yo estoy de pie al borde de este camino; tengo algunos grados de fiebre tenaz, porque en estos días de mayo, sufro una penosa amigdalitis. Yo me he negado siempre a la ablación o extirpación de mis amígdalas hasta que mis glándulas, resignadas a mi apatía, dejaron de inflamarse para siempre. Este benigno día de mayo de 1935 abandono mi lecho -mi catre- de enfermo y me encamino hacia la recta. -Voy a dar un paseo -me digo-, y ver qué pasa.

  —136→  

El cielo azul, sin una sola nube; el sol, radiante, no quema. El aire está quieto; han terminado las tolvaneras. Yo, convaleciente, me siento hoy con ganas de vivir. Desde el norte del paisaje llega un intermitente fragor de fusilazos, morterazos, cañonazos. Y el infaltable tableteo de automáticas. Hacia el sur se extiende, infinito, un desierto silencioso, raquíticamente arbolado en zonas discontinuas. Hacia el norte, donde entre tupidos y altos bosques fluye un río de aguas vivas, truena la muerte; desde el sur, llega la mudez de un desierto con sed.

Miro hacia el lado del silencio y veo entonces reverberar el sol sobre algo como un movible espejo. Me fijo bien, y advierto que no es un camión el que avanza hacia mí sino algo que no suele verse en estos parajes combatientes. Es un pequeño automóvil Chevrolet, de carrocería alta, modelo 1928 ó 1929. Al reconocer el Chevrolet, un Chevrolet casi tan famoso como su viajero habitual, adivino que algo importante va a suceder. La situación de nuestro frente después del segundo cruce del Parapití, no es muy segura; todo lo contrario. Esas unidades fatigadas del Segundo Cuerpo de Ejército que ahora combaten a tres o cuatro kilómetros, de este lugar de la recta, apenas pueden mantener sus líneas. Numéricamente el adversario es muy superior y está en plena ofensiva. Hace unos días que he visto al comandante del Regimiento 14 de Infantería, Juan Martincich que, recorriendo a pasos elásticos un círculo formado por sus oficiales, describía el peligro inminente de un rebasamiento y quizás de una ruptura del frente raleado.

-En el peor de los casos, -dijo de pronto con energía, fruncido el ceño, crispados los puños-, en el peor de los casos, yo me abro camino con mi regimiento, por el monte, y nadie me ataja.

¿Qué sucedía? Abrumadas por el número superior de unidades enemigas, bien descansadas y mejor armadas, en las nuestras se suscitaba un principio de desconcierto y desorden.

  —137→  

Pero ahora, hacia estas unidades del Segundo Cuerpo en la lucha desigual con fuerzas superiores y ansiosas de desquite, venía el jefe mismo del Segundo Cuerpo; venía en persona para asumir el mando directo de la batalla. Venía desde su remoto puesto de Comando en Carandayty.

He dicho que «venía en persona» y la expresión es justa en su más estricto sentido. Rafael Franco venía en su pequeño Chevrolet, sin Estado Mayor, sin escoltas, sin tropas de refuerzo. Venía solo con el chófer y un ordenanza. Bien: el Chevrolet se detiene a unos tres metros de distancia de donde estoy, y de él desciende con ademán enérgico el jefe que va a convertir en victoria el posible descalabro de algunas de sus aguerridas unidades en peligro. Hay una sola posibilidad, una sola, de conjurar este peligro. Para determinarla es menester la inspiración de un guerrero intuitivo y audaz.

Ahora completaré en verso esta narración; transcribiré el poema titulado «El Rengo León hace cortar un cable», de mi libro Terror Bajo La Luna, 1985.

Pero antes de transcribir el poema ofreceré algunos pormenores que en el poema no figuran. Muy cerca del lugar en que se detuvo el Chevrolet de carrocería alta, Rafael Franco hizo izar su tienda de campaña. Sobre una mesita -o un cajón- se instaló el teléfono portátil. Este teléfono no dejó de transmitir órdenes urgentes, gritadas a voz en cuello, durante unas doce horas. No recuerdo de quién iba yo acompañado ni a qué hora de aquel día entré en la tienda del caudillo. Debió de ser en un intervalo de relativa calma. El Rengo León habló de una batalla inminente esa misma noche y vaticinó el despliegue de fuerzas enemigas en dos columnas que, formando una tenaza, se cerraría detrás de nuestras líneas; esto es, de lo que el enemigo juzgaría ser una retaguardia indefensa. Una de esas columnas, conforme al vaticinio táctico, llegaría en efecto adonde se anticipaba ahora su llegada. Y esto aconteció a un kilómetro de la tienda de Rafael Franco. La columna fue recibida con fulminante   —138→   concentración de fuego de armas ligeras y pesadas. Se destacó en la dirección del fuego de estas últimas un joven oficial comandante de una batería de morteros. Su nombre y apellido tienen resonancia épico-legendaria en largos siglos de tradición hispánica. Su nombre y apellido son exactamente los del Cid Campeador: Rodrigo Díaz de Vivar.




A media siesta llega el Comandante.
Es el Rengo León un hombre austero

de potente mirada y ceño adusto.
Baja del automóvil ya famoso

y ausculta el largo retumbar del trueno  5
que cabalga, ominoso, el horizonte.

Le cruza el ancho pecho la correa
del catalejo, y lleva sobre el vientre,

bajo el cinto que ciñe la guerrera,
atravesada, una pistola negra.  10

Se quita el casco, enjúgase la frente;
pero el pañuelo que el sudor le absorbe

el ceño preocupado no le borra.
-¡Corten el cable -ordena- del teléfono!

El cable cortan unas manos rápidas  15
y a él conectan la caja que transmite

las órdenes marciales del caudillo.
Y ya todo el Sector, galvanizado,

escucha aquella voz autoritaria
que calma la ansiedad de los Comandos:  20

¡Sobre el camino, a escalonarse todas
las tropas con sus armas y bagajes!

¿Me ha entendido, Mayor? ¡Cumpla la orden!
¡Todo el mundo al camino, todo el mundo!
—139→

El Rengo León, con infalible instinto,  25
ha adivinado, al arribar al frente,

en el aire cargado de presagios,
que el enemigo, por la retaguardia

caerá sobre el camino, en dos columnas.
¡Es el León que, en medio del desierto,  30

sacude la melena tremolante
y ventea el peligro a la distancia!

Ya obedecen los duros regimientos,
y la raya arenosa del camino

se cubre de hombres verdes y armas negras:  35
sus morteros emplaza el morterista

sobre la arena seca; el artillero
apresta sus cañones en los claros,

y los infantes cavan tras los árboles
hoyos de reglamento. Y ya el camino,  40

erizado de rifles y machetes,
de largos, negros y siniestros tubos,

verde serpiente de ferrado cuerpo,
el prevenido ataque espera alerta.

La tienda del León ha sido izada.  45
Desde ella el adalid ruge sus órdenes

a la luz de una lámpara amarilla,
golpeando la mesa con el puño.


La previsión se cumple con el alba:
por el ala derecha, una columna,  50
—140→

ya inminente la pólvora en los rifles,
avanza por la selva. Del camino

se alzan en espirales las granadas
de infalibles morteros, y la cintas

de las pesadas máquinas, corriendo  55
al tubo atronador, siegan la noche

con ardiente granizo. Otra columna
amaga hacia izquierda. Y los morteros

abren sobre ella el fuego calculado
y con rasantes llamas los cañones  60

relampaguean incendiando el bosque.
Toda la noche treme el vasto yermo

de horizonte a horizonte; pero, al alba,
los truenos que eran infinitos, se hacen

un solo largo y sostenido trueno,  65
un único estampido retumbante
que al sonrosado cielo se alza enorme.


Cuando ha llegado el día, el Comandante
sale, a mirar el cielo, de su tienda:

invisibles clarines en la altura  70
hienden el limpio azul con voz de oro.



  —141→  

ArribaAbajoEstigarribia y Franco en Carandayty

-I-

A más de medio siglo de aquel día a descripción se me hace muy difícil. ¿Cómo era el paisaje de Carandayty y sus aledaños? ¿Cómo eran las colinas, las pétreas colinas que le servían -que les sirvieron- de barbacana natural? No podría decirlo; no podría hoy describir la honda laguna en que nadé como en mis mejores veranos en el lago Ypacaraí.

A Carandayty lo construyeron ganaderos bolivianos.

Nuestro Ejército lo conquistó a sangre y fuego. Lo protegían en el suroeste las pétreas colinas ya mencionadas. Desde sus breñas oscuras hicieron temblar la tierra baterías de morteros y cañones y la mimetizada infantería eligió blancos entre los sitiadores.

Antes de huir, sus defensores incendiaron gran parte del pueblo y dejaron la Iglesia en ruinas. Es muy nebulosa hoy mi recordanza de las casas incendiadas y de las ruinas de la Iglesia.

El día que hoy evoco, había en el centro del pueblo una casa larga, alta, ancha. El patio de esta casa bajé a un refugio antiaéreo que habían cavado para el jefe enemigo -David Toro- y su Estado Mayor.

En esta casa -la mejor del pueblo- Franco instaló su puesto de comando y reservó para sí la planta alta; sus oficiales se repartieron la planta baja. Un largo corredor daba sombra a la fachada inferior. Allí, en horas de descanso, se   —142→   tomaba mate o tereré. Algunos oficiales venían a la casa de visita, desde la línea de fuego. Mi hermano Ramiro, que había combatido antes en el Regimiento 8 de Infantería, ahora estaba adscripto al estado Mayor de Franco. Una de las visitas a aquel pueblo militarizado he sido yo, en dos ocasiones.

En el costado izquierdo de la casa del Comando había una especie de salidizo o voladizo alzado a unos seis o siete metros sobre la calle. Las palabras con que lo aludo no son exactas: unas vigas salientes al nivel del piso de la planta alta sostenían unas largas tablas horizontales sujetas paralelamente a la pared. A esto llamo salidizo o voladizo. No tenía baranda.

Dos o más puertas y otras tantas ventanas se abrían sobre este salidizo. El salidizo servía de mirador al jefe del Segundo Cuerpo, de cuyo despacho y dormitorio lo separaba un ancho muro de adobe.

No sé en qué día de qué mes de los primeros meses de 1935 yo he dado un paseo por Carandayty y sus alrededores. Aquí y allí me detengo para cruzar algunas palabras con prisioneros bolivianos -había unos pocos en el pueblo-. Estos trabajaban en servicios auxiliares del Cuartel General. Uno de ellos es un subteniente, hombre culto y afable. Resignado sin mucho esfuerzo a su suerte, el cautivo me elogia la bondad y mansedumbre de los «pilas», gente sin embargo tan brava en la batalla.

Me veo caminar, después, por una explanada de tierra seca, color entre ocre y ceniza. Ahora paso frente al largo edificio del Comando y tuerzo hacia mi izquierda. Allá arriba se alza el nombrado salidizo o voladizo. Y allí veo, de pie sobre las altas tablas, a dos jefes cuya apariencia me es familiar gracias a los diarios de Asunción y Buenos Aires. Uno es José Félix Estigarribia; el otro, Rafael Franco. ¿Cuándo ha llegado Estigarribia a Carandayty? ¿La víspera? No lo sé.   —144→   Estigarribia calza sus características polainas color marrón oscuro; Franco, botas de caña negra.

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Estigarribia y Franco

Los dos conversan -sin mirarse miran hacia el horizonte con los rostros ligeramente levantados bajo el casco de corcho-. Los dos tienen las manos detrás de la espalda, tocando la pared. Estigarribia viste una desteñida guerrera de cuatro grandes bolsillos. Sobre sus hombros lucen las doradas estrellas de General de División.

Bajo el faldón de la guerrera, tan usada y lavada que va quedando blanca, lleva oculta una automática. (No mucho después supe que Estigarribia regaló esta pistola al Comandante en Jefe boliviano, general Enrique Peñaranda, durante un encuentro amistoso, firmado ya el armisticio).

Franco viste una especie de blusa militar de sólo dos bolsillos, ceñida al talle por un grueso cinturón. No oculta, sino bien visible casi a la altura del pecho, Franco lleva, con todo el mango afuera de su funda, una pesada automática. La lleva con cierto aire de mosquetero. Franco, de famosa renguera, es hombre de andar ágil y enérgico, acaso no exento de cierta marcial teatralidad. Estigarribia, por el contrario, tiene un andar reposado, nada marcial. Habla con voz baja y ligeramente gangosa. El hombre de acero está -como su arma bajo el faldón de la guerrera desteñida- bien disimulado bajo una apariencia campechana, apacible, bonachona, imperturbable.

Esa guerrera suelta, sin talabarte; esas polainas viejas, desde cuando era teniente; esos ademanes calmosos son un disfraz -un disfraz no deliberado- de un carácter diamantino, de una voluntad inquebrantable. (Esta última parte de mi somera descripción es algo que yo agrego, merced a un conocimiento posterior, de Estigarribia y Franco).

Ahora los veo por primera vez, desde abajo, inmóviles, a una distancia de ocho o más metros. Por tanto ese andar, esos ademanes, etc., son cosas que no me son posibles de observar desde donde me he detenido durante un rato.   —145→   Yo ahora finjo estar curioseando en esta insólita realidad en pleno desierto en que consiste un pueblo con viviendas de material, techumbres de tejas y puertas y ventanas de maderas fuertes, muchas sin rastros del fuego de un incendio parcial y del otro fuego, el de las armas. Los dos jefes no han reparado en mí. Yo lo sé. Por eso no me muevo, observándolos. Ellos están absortos en su plática seguramente militar, fijos los ojos en el horizonte azul plateado.

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Junto al general Estigarribia, el Coronel. Manuel Garay.
Detrás de ambos, respectivamente, el Dr. Salvador Villagra
Maffiodo y el Dr. Carlos Pastore.

Ya en aquellos días épicos estas dos fuertes personalidades de tan diversa prestancia, tenían sus admiradores y detractores. Los admiradores del uno eran detractores del otro. Algunos críticos negaban que Estigarribia fuese el conductor real de sus ejércitos y minimizaban su efectiva intervención en batallas victoriosas, al paso que a Franco daban todo el crédito. Otros se mostraban escépticos con respecto a ambos, y explicaban el éxito de sus armas   —146→   atribuyéndolo al valor de sus subordinados o al puro y ciego azar. Yo los admiro a los dos adalides convencido de que en su dispar estilo vital residen sobresalientes virtudes militares y humanas. Los dos, a lo largo de tres años de guerra, han realizado hazañas memorables, han demostrado ser extraordinarios «pastores de hombres» como se lee en La Ilíada.

Hay un momento en la historia militar de estos jefes en que se revela nítidamente la índole distinta de sus respectivos temples guerreros. Habrá más de uno, claro está; pero aquí quiero evocar un solo momento, en el historial de ambos adalides.

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Carandayty (1935)

En víspera de la victoria de Campo Vía, ante el escepticismo acaso algo irónico del general Freydenberg, delegado de la Liga de las Naciones, Estigarribia profetiza el triunfo de sus armas, sin alzar la voz, en tono sereno, pero con absoluta confianza y certidumbre; «La destrucción del enemigo es una operación matemática.» En esta frase precisa, inequívoca, lacónica sin énfasis, está todo Estigarribia. En Franco hay este momento singularmente   —147→   revelador. Un momento espectacular que ha de sugestionar la imaginación de sus contemporáneos y la de la posteridad.

Franco jura solemnemente en Gondra, al pie de la bandera después que la banda de la Primera División ejecuta el himno patrio -jura que esa bandera no será jamás arriada por el enemigo. Luego, y ya a la hora del amanecer, se retira a meditar a solas sobre el juramento suyo y de sus tropas, y a contemplar la tricolor a los primeros reflejos del sol naciente.

Dos temperamentos, dos revelaciones, igualmente significativas.

Ahora me alejo a paso lento del edificio de dos plantas hacia las afueras de Carandayty y pronto avanzo por campo abierto. Cuando regreso, con el último sol, Estigarribia y Franco siguen conversando en el salidizo. Franco se muestra acalorado y vehemente. El tacón de la bota derecha -el de la pierna renga- hace sonar la madera seca; Estigarribia lo oye imperturbable, inmóvil, mirando pensativo el horizonte.

Cuartel general de cuatro jefes

Este largo edificio de dos plantas tiene una curiosa historia en los anales de Bolivia y Paraguay. Primero fue cuartel general de Enrique Peñaranda; después lo fue de David Toro, comandante del célebre Cuerpo de Caballería aniquilado en desastrosa campaña; luego asiento del Comando de Rafael Franco y, por último, hasta el fin de la guerra, de José Félix Estigarribia. Los cuatro jefes nombrados, años después de aquel día de 1935, serían presidentes de sus respectivos países.

Una frase de valor histórico

Quien haya leído las Memorias militares de Rafael Franco sabe que el héroe de Gondra es crítico severísimo   —148→   de su comandante en jefe durante la guerra del Chaco. Ahora bien, como yo he sido testigo de una reunión de jefes y oficiales presidida por Rafael Franco, no ya en Carandayty sino en el sector Parapití, voy a contar aquí lo que le vi y oí decir en forma categórica una mañana de junio de 1935. ¿Junio? No estoy muy seguro del mes, aunque es algo difícil que la mañana fuese de mayo. Sin embargo, si hay un recuerdo vívido que guardo de la figura y voz de un personaje chaqueño, este recuerdo es el que paso a contar. Se trata de un testimonio modesto pero auténtico que ofrezco a los historiadores de hoy y de mañana.

Rafael Franco, rodeado de algunos jefes y oficiales, está de pie ante una mesa rústica, una mesa de patas fijas en la tierra, construida bajo un cobertizo no menos rústico que la mesa. Franco domina la escena con su vigorosa personalidad. Su voz es la que suena con timbre más claro y con mayor energía. ¿Quiénes estaban presentes? ¿Antola, Caballero Irala, Juan Martincich, Antonio González, Antonio Rolón? Mentiría yo si afirmase rotundamente que todos los nombrados estaban presentes.

Lo que sí puedo aseverar con absoluta veracidad y con igualmente absoluta fidelidad a lo visto y oído es lo que oí decir y no tardó en ser dicho más tiempo que el del fulgurar de un relámpago. Pero la frase la recuerdo entera.

Franco, alzando de pronto la voz y con el tono con que se pronuncian los discursos más solemnes, dijo:

La victoria de El Carmen es obra exclusiva del General Estigarribia.

¡Y esto sí que es mucho reconocimiento de los méritos militares de su Comandante en Jefe! Un cuarto de siglo después de la escena que aquí evoco, el notable historiador militar norteamericano David H. Zook, Jr., publica en Nueva York The Conduct of the Chaco War, (Bookman Associates, 1960). El capítulo VII estudia la tercera ofensiva paraguaya,   —149→   esto es, la campaña de El Carmen - Yrendagüé. En este capítulo David Zook afirma:

«El Comando del General Estigarribia, después de varios meses de esfuerzo, conquistó en el tercer año de la guerra otra victoria capital, poco antes que empezara, con el verano, la estación lluviosa. «En esta campaña Estigarribia llegó a la plenitud de su estatura como Gran Capitán; su estrategia se basó exclusivamente en la aproximación indirecta para derrotar a un ejército boliviano dos veces más numeroso. En sus victorias del Carmen e Yrendagüé, el general paraguayo demostró verdadero genio; en la primera, por la ejecución sorpresiva de una penetración y un doble envolvimiento; en la segunda, por su magistral superación estratégica sobre el adversario y la explotación del agua para obligarle a emprender una retirada desastrosa.»

1989

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Estigarribia y Ayala.



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ArribaAbajoColoquio ya entre sombras

(... la selva dico di spiriti spessi)


- II -

Después de cruzar el río y de atravesar toda una selva de espíritus, le indicaron el sitio donde estaba el otro.

-Rafael, parece que en este sitio seguimos siendo lo que hemos sido en el mundo. Usted es, sin duda, el Rengo León de las jornadas del Chaco.

-Y usted, mi general, no ha perdido su serenidad imperturbable.

(Los dos estaban en un prado de fresca hierba. Allí había personajes de mirada tranquila y grave y cuyo aspecto revelaba una gran autoridad; hablaban poco y con suaves voces).

-Vayamos al extremo de esta pradera, a aquel lugar alto y luminoso desde donde podamos ver mejor a esos espíritus que a todos llaman la atención. Y allá, de pie sobre ese verde esmalte podremos hablar sin que nadie nos pueda oír.

-Vamos. La luz que brilla en aquel lugar es hermosa. Yo he cruzado ese río y ese bosque, casi del todo a oscuras. Este prado o pradera o como se llame aquí este campo, está lleno de paz. Yo hubiera preferido, sin embargo, encontrarme en otra parte. Sí, hubiera querido estar a la cabeza de mis tropas de carne y hueso y reiniciar una maniobra que en su tiempo no pudo tener el éxito deseado.

  —152→  

- Éxito ha tenido usted muchas veces al mando de sus tropas. No debe lamentar nada de su vida puramente militar. Usted ha sido valiente; ha sido audaz. Se dice que la fortuna ayuda a los audaces. Muy cierto. Yo pude apreciar sus méritos cuando usted militaba a mis órdenes. Si usted, Rafael, no se hubiera creído providencial, su justa y merecida gloria hubiese sido todavía más grande. Como la de unos de esos Capitanes que estamos viendo allí enfrente, inconfundibles desde aquí, fuera del tiempo.

-Usted me está hablando duramente, mi general. Me reprocha haberme creído providencial. ¡Yo no he sido sino un soldado patriota y honrado!

-En este prado, Rafael, me siento más inclinado que nunca a la tolerancia. Escúcheme con calma y verá usted si estoy o no en lo cierto. Dejemos de lado eso de providencial. Le diré otra cosa. Usted se creyó algo así como reencarnación de un militar mítico de nuestra historia. Un militar que sin saber nada de milicia fue general a los dieciocho o diecinueve años. Siempre mostró, durante toda su vida, una gran ignorancia del arte militar. Si usted Rafael hubiera sido reencarnación de ese héroe mítico, su actuación en la guerra del Chaco hubiera sido una serie de desastres.

El tema es interesante. Le ruego que lo analicemos...

-Yo he sido y soy un ferviente admirador de ese héroe que usted llama mítico.

-¿Cómo puede ser un gran general un jefe que rehuyó mandar directamente todas las grandes batallas de una guerra de cinco años; que jamás se puso al frente de sus tropas cuando era todavía concebible el éxito y cuyas campañas no fueron más que descabelladas aventuras como por ejemplo, el muy previsible fracaso en Uruguayana? ¡Todas sus ineptas iniciativas exigieron el sacrificio de   —153→   millares de vidas! Él siempre mandaba pelear a otros y, lejos de la lucha, juez severo, castigaba al vencido fusilando, degradando, velando, a quien según despótico dictamen no cumpliera sus órdenes lejanas.

-Usted olvida que ese hombre a quien usted denigra murió con la espada en la mano lanzando el famoso grito «¡Muero con mi patria!»

-En ese grito hay megalomanía, más megalomanía que otra cosa. Mire usted Rafael: durante el primer año de las operaciones ordenadas por López, el Paraguay perdió la mayor parte de su ejército. El atroz fracaso de Tuyutí, en mayo de 1866, fue una catástrofe irreparable en lo que atañe al poder militar de nuestra nación. El que mandó ejecutar a sus más heroicos jefes, el gran culpable de los sangrientos tribunales, el torturador de su propia madre, el jefe de Estado que regaló a su querida extranjera más de 3.000 leguas de tierras fiscales, fue el máximo verdugo de este pueblo en toda su historia.

-¡Cómo puede decir esas atrocidades acerca de quien fue el mayor de los patriotas!

-Digo las que usted llama atrocidades porque aquí se deshacen los embustes de la patriotería mendaz e irresponsable. Nosotros no necesitamos glorificar un falso héroe y un tirano sanguinario para exaltar el heroísmo indiscutible de nuestro pueblo.

Uno de los apologistas de usted, Rafael, ha creído dedicarle a usted el máximo elogio afirmando que usted, en la Eternidad, está sentado a la diestra de Solano López, como Jesucristo a la diestra de Dios Padre según reza la oración.

-Me asombra usted con las ideas que ha traído al Reino de las Sombras.

-¡Cuánta sangre inocente habría usted visto exudar a esa sombra terrible!

  —154→  

Estoy leyendo, Rafael, un libro sobre el tiempo. Es obra de un brillante pensador compatriota. Ahora que estamos fuera del tiempo, permítame que le lea una página sobre el Héroe Máximo.

Nada más contundente he leído nunca sobre la conducción de la Guerra Grande. Y nada menos refutable. Escuche, Rafael. Aquí el tiempo es infinito; no se lo puede perder:

«No definió sus objetivos, ni nadie llegó a saberlos sino por conjeturas; si los conocía él mismo, no dispuso de los medios necesarios para perseguirlos, ni siquiera los buscó. El destacamento enviado al Este era una irrisión. No conocía a sus enemigos, ni su poder... Su incomprensión del tiempo era desesperante: ordenó la compra de armas y buques en Europa cuando ya esperaba como inminente el bloqueo, y todavía lo precipitó. No se puso al frente de sus tropas sin entender que los ejércitos se mueven cuando hay un comando que ordena e impone la marcha y resuelve en el acto las dificultades que la impiden; daba instrucciones personales por escrito a distancias enormes para la época, quedando desconectado de sus ejércitos días y días, aun en situaciones críticas... Cuando agonizaba Uruguayana, envió desde Asunción -entre 600 ó 650 kilómetros- 1.200 hombres de refuerzo, teniendo un ejército inactivo de 25.000 hombres a 170 kilómetros sobre el río Paraná. Cuando los refuerzos cruzaron este río, por Encarnación, Uruguayana ya se había perdido. La realización de la batalla de Riachuelo fue llevada a cabo con una precipitación y chapucería desconcertantes. Se perdió por no haberse inculcado la necesidad de la sorpresa, ni previsto la posibilidad de una avería, ni un ataque sorpresivo sobre las tripulaciones que dormían en las riberas...»

-Basta, basta mi general: ¡ese escritor es demasiado negativo!

-Este escritor, J. M. Rivarola Matto, es uno de los mayores apologistas de los méritos militares de usted,   —155→   Rafael. Nadie ha escrito con tanta lucidez acerca de operaciones mandadas por usted.

De haberse usted contentado con ser el glorioso Comandante del Segundo Cuerpo de Ejército, el héroe de Gondra, la punta de lanza de un ejército victorioso, ¿qué más podría ambicionar usted? Sin embargo, no contento con ser un militar, esto es alguien que conoce su oficio y sus deberes, alguien que sabe obedecer y sabe hacerse obedecer, usted también quiso ser un caudillo civil. Y usted ha conspirado antes de la guerra y aun antes de terminar la guerra. Bien me he enterado yo de su discurso días después del Armisticio de junio de 1935. En ese discurso usted abiertamente se declaraba líder, no dentro del Ejército donde era usted uno de los jefes más prestigiosos, sino como posible caudillo en la totalidad de la vida nacional. Acababa usted de ganar una brillante victoria que detuvo el empuje de la ofensiva boliviana...

Y cuando triunfó el golpe de febrero de 1936, usted permitió el vejamen del Presidente de la Victoria y lo desterró. Hablo, claro está, del Dr. Eusebio Ayala y del gobierno más honesto que jamás rigió nuestros destinos, gobierno a quien el golpe triunfante no pudo acusar de ningún fraude, de ninguna trapacería, de nada de lo que en nuestro lenguaje político y no político se llama robo.

-Mi general, aquí me siento lleno de ecuanimidad y exento de todo fanatismo. Ha de ser porque ahora no soy más que un espíritu como esos millones y millones de espíritus que forman selvas espesas en estos lugares. Pero usted está hablando como haciendo proselitismo partidario...

- No, Rafael. Aquí verá poco a poco lo que antes no vio. El primer gran denunciador del crimen contra el Dr. Eusebio Ayala fue el jefe militar de la revolución de 1936. Me refiero, como usted bien sabe, al valeroso Federico Smith. A él le agradezco sus palabras de militar arrepentido. Y esto después de haber cruzado yo el río, el río que no se puede   —156→   cruzar dos veces. Admito, Rafael, que cuando comencé a ordenar mis papeles para mis Memorias, no me era fácil perdonar a quienes después de la Victoria me trataron como a un delincuente. Por eso, en la versión inglesa de mis Memorias, la primera que vio la luz, no lo cito a usted con su nombre y apellido ni a otros muchos camaradas de armas. Pero ahora, todo el resentimiento de antes, no tiene sentido alguno.

-Muy cierto. Lo que verdaderamente vale de cuanto como militares hemos hecho en nuestra vida mortal, ha sido, con nuestro ejército, ganar la guerra, vencer a un enemigo tres veces más numeroso. Y haber contribuido a desvanecer el último vestigio de derrotismo en un pueblo aplastado en 1870.

-Es cierto, Rafael. Alguien viene hacia nosotros, seguido de otras sombras, desde aquel grupo bajo la gran luz...

-¿Quién será el gran anciano con el quepis todo bordado y largos bigotes blancos?

-Es el hombre de Orleans, Rafael.

-¿El Hombre de Orleans?

-Sí. Ferdinand Foch, maréchal de France.

-¿Y los otros?

-Vamos hacia ellos para acortar la distancia. Pronto lo sabremos...

1994



  —157→  

ArribaAbajoAmanecer sobre las momias

- I -

Habíamos viajado todo el día, desde el amanecer, por aquellos caminos de baches hondos como pozos y en que la arena era tan fina como polvo de arroz. Estábamos hechos polvo como esa arena después de lentas, largas, interminables horas de barquinazo tras barquinazo en ese admirable vehículo que es un camión, un camión como otros tantos, que no se caía en pedazos pese al terrible traqueteo sobre momias y troncos que cubrían kilómetros y kilómetros.

Ya era oscuro, bien oscuro, noche cerrada, cuando decidimos pernoctar allí, en el campo, a la vera desierta del camino: no habíamos podido llegar a Garrapatal y era mejor hacer un descanso hasta el día siguiente. Ya no madrugaríamos. Tomaríamos tranquilamente el desayuno a eso de las ocho u ocho y media, y horas después llegaríamos a Garrapatal.

Simpáticos, muy simpáticos y afables el teniente Cabrera y el teniente González con quienes yo venía de muy lejos. Un ordenanza encendió un farol mbopi, de no muy radiante luz, y en torno a ese farol improvisamos la cena. ¡Cena extraordinaria! Cabrera tenía un impresionante jamón cocido muy bien envuelto en papel transparente; González, para no ser menos, contribuyó con un trozo de queso al que le sacamos cuidadosamente el moho, y yo abrí   —158→   una lata de dulce de guayaba venida días antes como parte de una encomienda, la cual no me llegó muy completa desde Asunción. Quebramos unas galletas con el revés de nuestras cucharas de estaño y la cena improvisada -el insólito jamón, el queso enmohecido y, sobre todo, el postre oloroso y en excelente estado, cuya dulzura algo empalagosa, fue atemperada por un par de galletas- nos pareció un banquete.

Y allí no más cada cual tendió su frazada sobre la arena aún tibia que comenzaba a enfriarse con la anochecida, y cada cual, envuelto en su poncho, se tendió a dormir y se durmió enseguida. Durante las primeras horas de la madrugada me despertó lo que debió de ser un rugido o una serie de rugidos en el bosque próximo. ¿Serían tigres? Porque había tigres.

Como mis compañeros, dormidos como piedras, al parecer no habían oído nada, y como habíamos puesto un centinela, acaso todavía despierto en la cabina del camión, a los pocos minutos me tranquilicé y volví a hundirme en profundísimo sueño y eso que el terreno era algo irregular y mi frazada ocupaba un espacio de no muy tersa superficie sobre la arena sembrada de ramitas secas, algunas cápsulas vacías de cartuchos de fusil, y algunas cosas indecisas de equívoco olor que formaban, bajo el viejo algodón tejido, protuberancias no precisamente mullidas.

Cuando amaneció y la luz de un sol radiante alumbró el inhóspito paisaje -bosquecillos ralos, cactos que formaban largas filas espinosas, aquí y allí, a un lado y otro del camino, tiré de la frazada y la doblé yo mismo haciendo de ella un bulto gris. Un ordenanza -el de Cabrera- ya había encendido el fuego y, sobre él, el agua de una lata negra de humo comenzaba a hervir. La lata colgaba de un tripo de inventado por Cabrera y construido por su ordenanza con tres yataganes de desecho.

Me fijé bien en el lugar sobre el que yo había dormido, y entonces caí en la cuenta del porqué de mi incomodidad   —159→   nocturna: había dormido yo sobre los restos de una momia muchas veces aplastada por las ruedas de los convoyes. Los huesos estaban casi del todo enterrados en la alta capa de fina arena del camino. No muy lejos de donde había descansado la cabeza, pude distinguir la calavera, acaso la calavera de mi momia. El persistente hedor, hedor a veces disipado por la brisa, tenía su explicación. Los implacables soles del desierto, las tolvaneras, las lluvias a veces torrenciales, no habían desodorado del todo los despojos de aquel soldado desconocido de las huestes del Altiplano.

- II -

En los vivaques las amistades se traban en forma rápida y cordial. El teniente Cabrera nos había divertido la noche anterior contando sus aventuras con su camión. Porque el camión que nos había traído hasta aquel paraje era suyo. Como oficial de Administración, como no combatiente, a él le tocaba la tarea de proveer de municiones de boca a las tropas del frente. Más de una vez se había salvado de un cuatreraje, de una emboscada. Una vez su camión fue tomado -por poco tiempo- por una patrulla. Lo rescató él al frente de un refuerzo inesperado: un batallón que por casualidad salió sobre el camino muy cerca de donde su camión -que iba a ser incendiado- estaba en manos del enemigo.

-No me extrañaría -había dicho Cabrera mientras nos conducía por la oscuridad- no me extrañaría que nos saliera al paso una patrulla. Yo siento una comezón en la nariz cuando hay peligro de patrullero...

A la oscura luz del tablero de instrumentos yo podía ver su perfil simpático, su bigotillo rubión, y sobre el bigotillo   —160→   las muecas de su nariz aguileña, de su nariz profética en sus comezones.

El parabrisas de su camión constaba de dos vidrios; el inferior, fijo; y el superior, movible. Aunque hubiera mucho polvo en el viento, Cabrera, cuando olía el peligro y le cosquilleaba la nariz, abría hacia adelante el vidrio movible y lo ajustaba a unos cinco centímetros del vidrio fijo, formando sobre este un piano inclinado.

¿Por qué hacía esto el teniente Cabrera? Pues era una precaución que le había salvado la vida ya el año anterior: si una ráfaga de ametralladora granizaba de súbito sobre el parabrisas, el vidrio movible ajustado en plano calculado, desviaba los proyectiles. Yo estaba dispuesto a creer lo que Cabrera nos explicaba; mi otro amigo afirmó incrédulo que eso era una superstición. Si ahora, por ejemplo, desde ese bosquecillo venía una ráfaga de ametralladora, nos hacía fiambres de los tres, sin remedio. En eso, a mano izquierda, se produjo una agitación en el boscaje ralo. Cabrera, en el acto, empuñó uno de los dos fusiles que llevaba sobre cada uno de los guardabarros.

Falsa alarma. Habrá sido un venado, porque nada pasó, nada vino furiosamente hacia nosotros a la luz de los faros, en la noche.

- III -

Bien: sigo ahora con la historia de aquel amanecer sobre el camino a cuya vera nos habíamos tendido a dormir la noche anterior.

Como Cabrera y González, indiferentes a la luz del sol que ya empezaba a quemar, continuaban durmiendo plácidamente con las caras cubiertas por sus cascos de corcho, aproveché la ocasión de dar un paseo por los   —161→   alrededores de nuestro minúsculo campamento. Salí del camino para tomar una especie de pique que me habría de llevar a alguna parte.

imagen

¿Quién había abierto ese pique entre la baja maraña? Nunca lo supe. A los pocos minutos de marchar por el sendero aquel, seco, arenoso, llegué a algo así como una explanada natural, rodeada por un verdadero bosque de altos cactos, de esos que dan higos rojos, golosinas de loros   —162→   y otros pájaros. Algo me llamó la atención hacia el extremo norte de lo que llamo explanada. Apuré el paso hacia ese algo todavía indiscernible, esparciendo la vista de un extremo a otro de lo que entreveía. ¿Qué serían esas formas oscuras que al explayar la mirada, y al concentrarla en uno y otro punto de la extraña visión, iban adquiriendo perfiles de figuras humanas?

Sólo al llegar a pocos metros de aquellas figuras comprendí lo que había pasado allí. Meses atrás se habían librado en este sector unos combates que más que combates fueron matanzas. Las tropas paraguayas habían perseguido al enemigo en desesperada fuga. Los nuestros, victoriosos tras una maniobra fulminante, debían destruir los restos de lo que poco antes fueran poderosas unidades bien armadas.

Sediento, el enemigo se dispersaba por los campos, huía del camino por donde avanzaban sus perseguidores y, muchos infelices exhaustos, buscaban la sombra de algún árbol raquítico, ya sin fuerza para seguir corriendo. Sus oficiales, cargando la artillería en los pocos camiones que les quedaban a los vencidos, habían abandonado a la tropa a su trágico destino.

En el paraje de que hablo, unos veinte o más hombres enloquecidos de sed, habían sido alcanzados y no tenían escape.

Los hombres, formando dos filas, uno detrás de otro, debieron de hincarse de rodillas pidiendo cuartel, juntando las manos en desesperada súplica.

Pero no, no hubo cuartel, no hubo piedad. Es más: si caían prisioneros no podían ser evacuados hacia la retaguardia de sus enemigos porque estos apenas tenían camiones para su propio uso, y apenas una mísera ración de agua para aliviar su sed.

No hubo cuartel; no pudo haber cuartel. Tubos de fusil ametrallador en un abrir y cerrar de ojos, en vertiginosa   —163→   sucesión de estampidos, tumbaron por tierra a los suplicantes.

Observé los rostros con poca, negra, desgarrada piel sobre la calavera, las cuencas vaciadas por los cuervos, las dentaduras brillando al sol, en risa horrible.

El hedor persistía; pero algo en aquellos muertos no había muerto bajo la metralla. En las manos unidas de los cadáveres, las uñas, mucho después de la ejecución, siguieron creciendo. Y estas uñas, largas, negras, filosas, puntiagudas, habían atravesado las palmas o el revés de las crispadas manos, largo tiempo desecadas.

1989



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ArribaAbajoEn la universidad de Oxford: 1962

- I -

En 1962 la Asociación Internacional de Hispanistas celebró el acaso mejor congreso entre los muchos que ha organizado la docta corporación. ¿Quiénes fueron los invitados de honor? Hubo varios, muy ilustres, pero ninguno tan ilustre como don Ramón Menéndez Pidal. El congreso se llevó a cabo en la Universidad de Oxford.

No por primera vez visitaba yo Inglaterra; pero sí por primera vez iría a Oxford. Conocía bastante bien a Londres y sus aledaños en el insospechablemente apacible Green Belt, Verde cinturón. Londres me había ofrecido años antes la primera experiencia de lo medieval. Esta experiencia y otras muchas que aquí no puedo describir ni encarecer han sido inolvidables. - Cuando me jubile -solía decirme yo- si no me instalo en Asunción, mi cuidad, he de vivir el resto de mi vida en Londres.

Cuenta Barola que un día conversaba él con José Ortega y Munilla y su hijo José Ortega y Gasset.

-¿Adónde va usted? -le preguntó Ortega y Gasset.

-A Londres -contestó Baroja.

-¿Y qué hay en Londres? -volvió a preguntar Ortega y Gasset.

  —166→  

-¡Pues Londres! -contestó, por el vasco, el padre del

ensador. Y, en efecto, en Londres hay Londres. Hay de todo; hay lo menos esperable además de lo sabido por todo el mundo. En Londres abordé un tren de trocha angosta, casi de juguete, y llegué a Oxford. Oxford se llama la City of Spires o ciudad de las Agujas y Chapiteles. Casi todas estas agujas y chapiteles pertenecen a edificios de la universidad, la más antigua universidad inglesa. Los primeros colleges o colegios superiores, he leído yo en el trencito, fueron construidos entre 1249 y 1264. El University College data de 1249, el Balliol College de 1263 y, el Menton College, de 1264. Sin embargo, la mayor parte de los edificios son de los siglos XV, XVI, y XVII. Cada college se alza en torno a dos o tres cuadrángulos -quadrangles- y tiene su capilla, su Hall y su biblioteca y sus jardines amurallados de piedras centenarias. Oxford todavía conserva fragmentos de un gran muro construido por los sajones.

*  *  *

Me veo caminando una clarísima mañana por una pintoresca calle de la ciudad universitaria. El cielo, muy azul, con sus nubecillas muy blancas. Hacia ese azul se alzan una muchedumbre de torres góticas y de espiras como ansiosas de seguir ascendiendo. La vista es hermosísima sobre todo para quienes la vida en estos claustros próceres de la cultura es algo así como la vida de verdad: las otras vidas deben de tener sus atractivos, claro está; pero que otros gocen de ellos.

Yo voy con un amigo profesor de Vanderbilt University. Mi amigo es medievalista aficionado pero su especialidad, en que sobresale, es literatura del Renacimiento.

-Enrique -le digo- ¿qué te parecen esas cruces de piedra en medio de estas aceras?

  —167→  

-Bien esculpidas, -contesta Enrique-, indican el lugar de viejas tumbas.

-¿Con sus esqueletos?

-Probablemente. Como ves, aquí la vida y la muerte conviven, si así puede decirse. Esos edificios, ¿no están patinados de muerte viva o, si prefieres, de viviente muerte? ¿No nos hablan de muchas gentes ya desaparecidas hace tiempo?

Me detengo frente a una alta, labrada cruz de piedra. Los peatones pasan corriendo a uno y otro lado de la cruz; sí, corriendo, esta es la palabra.

-¿Ves Enrique? Aquí en Oxford se anda más rápido que en Nueva York, Baltimore, Chicago.

-Es cierto. Y estas muchachas tan ágiles, tan escurririzas que no dan tiempo para observarlas como merecen. ¡Cómo corren con esos tacones tan altos!

*  *  *

En la mañana del día siguiente se llevó a cabo la apertura del congreso. ¿Cómo se llama el edificio en que se desarrolló la ceremonia? ¿En uno de los cloisters del Magdalen College? Ya no sé dónde. Puedo evocar, sí con claridad un vastísimo salón, largo y ancho como la nave de una gran iglesia de arquitectura esplendorosa.

Habría unas cuatrocientas personas, muchas de ellas con largos atavíos académicos tradicionales. Esta gente se agrupaba a lo largo de los ornamentados muros, de espaldas a los muros, dejando vacío en el salón un amplio espacio cuadrangular ricamente alfombrado. Yo he llegado al salón   —168→   en el momento de comenzar el acto. Este se inicia con una procesión académica presidida por el Rector o Canciller, arropado él, como otros muchos, en vestidura talar, tocado de un entorchado birrete. Las togas son de colores varios. Algunas tienen más bordadura que otras.

El magnate académico -llamémosle así- que preside la ceremonia a la cabeza de la comitiva avanza hacia una tribuna o púlpito -esto no recuerdo bien- que está en el extremo opuesto del salón. Lo precede el macero grave, hierático, que sobre un primoroso cojín bordado en oro lleva la insignia de la universidad, esto es, la larga maza de bruñida plata.

La comitiva con británicas pomp and circumstance, tarda varios minutos en llegar a ese extremo del salón: se adelanta en medio de un silencio en que no se percibe ni el sonar de los pasos porque estos se dan sobre mullidas alfombras. Ahora nadie habla ni cuchichea. Ya llegará el momento de los discursos.

¿Qué dijo en su oxoniense ortología el imponente señor aquel de lujoso birrete y vestidura talar no menos lujosa?

Sin duda fueron las palabras suyas las sacramentales de toda apertura de un congreso de tan ilustres personalidades de muchos países: la concurrencia era verdaderamente, cosmopolita. Había profesores de Escandinavia, como, por ejemplo, de la Universidad de Upsala; había profesores alemanes, franceses, italianos, belgas, holandeses, norteamericanos, españoles e hispanoamericanos, -claro está-, y, en fin, verdaderas embajadas académicas de claustros universitarios de uno u otro lado del Atlántico.

Los británicos son justamente famosos por el esplendor de sus pageantries, de sus desfiles, de la   —169→   teatralidad de sus majestuosas procesiones no sólo de la realeza sino de sus innumerables organizaciones religiosas y seglares. Pero hacia el final del discurso sí recuerdo algo que me fue como una advertencia: el Magnífico Rector o como sea su denominación honorífica, habló de las costumbres centenarias de Oxford...

«Es tradicional en esta universidad, hace quinientos a más años, que los estudiantes duerman en piezas a que se les echa llave por de fuera, de modo que ellos quedan como recluidos, como presos, toda la noche. A la mañana siguiente, bien temprano, un steward (camarero o sirviente o como se llame) llega a cada puerta y con pesada llave de hierro, la abre con estrépito y penetra en la alcoba dando gritos para despertar instantáneamente a los estudiantes...»

De modo que si alguno de nosotros, profesores extranjeros (sin distinción de rango ni edad, se entiende) tiene albergue en una de esas tradicionales alcobas, ha de respetar la antigua práctica de esta casa multicentenaria y ser despertado, sin protestas, por la algarabía ritual del steward...

Yo miré de reojo a unos colegas norteamericanos que estaban próximos y vi que nadie parpadeaba siquiera.

¿Sería yo alojado en una de esas espartanas alcobas multiseculares de disciplinados estudiantes acostumbrados sin chistar a aquel rito entre cuartelero y monacal?

Pero ya toma la palabra don Ramón Menéndez Pidal. No ha cambiado casi nada desde cuando publicó, por ejemplo, La España del Cid. La barba la tiene blanca desde hace medio siglo; sobre la frente espaciosa peina un cabello no muy escaso. Sus anteojos me son familiares por fotografías que he observado mil veces. Todo el salón enorme lo escucha con recogimiento. Su voz bien timbrada nos llega a todos clara y segura:

  —170→  

«A comienzos del siglo había en el mundo solamente dos hispanistas. Éramos Raymond Foulché-Delbosc (1864-1929) y yo. Hoy hay, en 1962, centenares de hispanistas de muchas naciones de Europa y de América. Aquí en esta ilustre casa, vemos a más de trescientos...»

Esto dijo o algo parecido.



  —171→  

ArribaAbajoEn la universidad de Oxford

Apariciones del Steward

- II -

Cae la noche sobre Oxford cuando penetro en el antiquísimo aposento donde durmieron estudiantes de muchas generaciones oxonienses. Este aposento me ha sido designado por la Universidad. Aquí debo pasar yo todas mis noches hasta la terminación del Congreso de Hispanistas. No sé por qué la penumbra silenciosa que hay aquí me parece extraña. Miro los muebles viejos, sólidos, la mesa, los anaqueles, que remotos carpinteros labraron como para que duraran siempre. Miro la enorme cama que será mi cama: tiene sábanas muy blancas y una almohada que parece inflada. A los pies de la cama hay dos o tres frazadas que, plegadas geométricamente, forman como un muro de lana parda. El piso es de gastadas lozas cuadradas. En los rincones de las cuatro grosísimas paredes de color blancuzco, se adensa la penumbra. Sobre todo en dos de ellos donde ya no veo el ángulo. Me sobrecoge una no esperada aprensión.

Me parece que los siglos que transcurrieron en el aposento asumen una luminiscencia fantasmal. Es como si adoptaran una materialidad incierta, es como si fueran seres vivientes, que de algún modo me observaran con apagado destello. Me río de mí mismo con una risa, audible en el recinto, muy poco tranquilizadora. ¿Tendré, en rigor,   —172→   miedo? Creo que sí; hay que confesarlo. Y hay que dominarlo. Avanzo hacia la alta y ancha ventana, paralela a la cual se sitúa la cama multicentenaria. Las maderas de la ventana están entreabiertas; dejan ver barrotes de hierro forjado que forman una reja pesadísima, porque parece la reja de un calabozo destinado a peligrosos reclusos.

¡Qué ancho es este alféizar que ahora ilumina la última claridad del crepúsculo! En el caserón de los Carísimo, en la Asunción, cuyos muros coloniales tienen -tenían porque ya no existen- configuración semejante a los de este aposento, había alféizares muy anchos. Mamá solía contar, que cuando chica, dormía, en noches de verano, en uno de estos alféizares y que nunca hubo peligro de que cayera de él a la calle Ribera que es hoy Benjamín Constant.

La humedad en la habitación medieval, ¿será consecuencia de lluvias recientes sobre este gótico campus de Oxford, o exudación de los siglos agazapados en los oscuros rincones? Sobre la cabecera veo un antiguo farol de hierro. Un tiempo debió de haber en él luz de vela; después, luz de gas. Ahora tiene dentro una considerable bombilla eléctrica. Yo enciendo esta bombilla.

Hay que descansar después de tanto trajín. Voy hacia la puerta, que está de par en par abierta hacia afuera, y atraigo hacia mí las dos venerables hojas hasta dejarla cerrada. No veo ningún cerrojo, ninguna tranca; veo sí el ojo largo, vertical de una cerradura vacía, esto es, sin presencia de la llave. La cerradura no está adentro; la puerta no se cierra, con llave, por dentro.

Ahora me acuesto en la cama descomunal pero no voy a dormir todavía. Metido entre las sábanas, en pijama, tiro de una de las frazadas y hago que esta me cubra hasta las rodillas. Voy a dar una lectura a mi ponencia, como ahora se dice: quiero planear bien los cambios de voz y las pausas; quiero subrayar con lápiz rojo las frases que requieren énfasis especial. ¿Cómo se titula mi ponencia? Pues el   —173→   título que le he puesto es casi todo un discurso. Estamos en 1962 y la novela Hijo de hombre no ha logrado todavía la difusión que logrará años después. Leamos el título «El sentido universalista Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos o la intrahistoria del Paraguay».

El silencio es profundo, como de cripta, en el aposento medieval sometido a la gravedad de las torres góticas cuyas espiras hienden el cielo negro de esta noche que me parece intemporal. Yo leo en voz alta, porque es buen ejercicio oratorio y, además, porque hay que vencer el silencio. Llego a una página cuya lectura exige dramatismo: «... Miguel Vera tiene, sin duda, en su prosa el mismo don poético que su creador, de tal modo que ella aparece a menudo como estriada o veteada de armoniosas líneas musicales, versos que al poeta Roa se le vienen inconscientemente a los puntos de la pluma.

«Lo que hay de mítico en los orígenes de Macario y de soñado o transformado en la evocación de Miguel Vera, contribuyen a la poética esfuminación de las figuras dibujadas en la historia. He aquí ahora el retrato físico de Macario Francia:

Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte. Han pasado muchos años, pero de esto me acuerdo. Brotaba de cualquier parte, de alguna esquina, de algún corredor en sombra. A veces se recostaba contra un mojinete hasta no ser sino una mancha más sobre la agrietada pared de adobe. El candilazo de la resolana lo despegaba de nuevo. Echaba a andar tantaleando el camino con su bastón de tacuara...

Chicos crueles le salían al encuentro y le arrojaban puñados de tierra. Y entonces apagaban un instante la diminuta figura del anciano. Macario es, pues, una sombra casi insustancial errante por las calles de Itapé. Es la leyenda, es un mito viviente, colmo de sugestiones guaraníticas e   —174→   hispánicas, algo así como un siglo, o casi un siglo del pasado colectivo que sobrevive desteñidamente en el mísero villorrio. Y es también la sabiduría popular que habla en la lengua aborigen... con elocuencia de metáforas y símbolos oscuros:

-El hombre, mis hijos -nos decía-, es como un río. Tiene barranca y orilla. Nace y desemboca en otros ríos. Alguna utilidad debe prestar. Mal río es el que muere en un estero... (Adviértanse, de paso, los endecasílabos).

Yo subrayo algunas palabras con lápiz rojo. Mi voz, que no es nada buena por su timbre, no deriva nunca hacia el bisbiseo; pero yo quiero que se me entienda con claridad absoluta, y entonces he de pronunciar con mayor fuerza algunas frases de Roa -y algunas mías- en tono diferente de las demás del texto de mi ponencia. Mañana será la primera vez que hable en Europa, y el auditorio, constituido por críticos y escritores, es supercrítico y no debe aburrirse. ¡No, de ninguna manera! Sigo leyendo en voz que no debe ser campanuda pero que de algún modo ha de ser «contundente»:

«En el corro de muchachos que le escuchaban con escalofríos», el viejo Macario solía recordar al Dictador Perpetuo. Se desplazaba en el tiempo a muchos lustros de distancia. Los enemigos del Dictador, decía, vendidos al extranjero, conspiraban para derrocarlo. Formaban un estero que se quería tragar a nuestra nación, por eso él (El. Dr. José Gaspar de Francia) los perseguía y los destruía. Tapaba con tierra el estero...

(Nótese que Macario habla del hombre atribuyendo a su afirmación validez universal, y de nuestra nación como testigo de sucesos de trascendencia colectiva, nacional).

«Cabe ahora observar que nadie ha trazado un perfil tan sugestivo del Dictador Francia desde la época de los   —175→   Robertson, los Rengger y Longchamps y Thomas Carlyle hasta nuestros días, como Augusto Roa Bastos:

-Dormía con un ojo abierto. Nadie lo podía engañar... Veíamos los sótanos oscuros llenos de enterrados vivos que se agitaban en sueños bajo el ojo insomne y tenaz. Y nosotros también nos agitábamos en una pesadilla que no podía hacernos odiar, sin embargo, la sombra del Karaí Guasú.

Lo veíamos cabalgar en un paseo vespertino por la calle desierta, entre dos piquetes armados de sables y carabinas. Montado en el cebruno sobre la silla de terciopelo carmesí con pistoleras y fustes de plata, alta la cabeza, los puños engarfiados sobre las riendas, pasaba al tranco venteando el silencio del crepúsculo bajo la sombra del enorme tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de las que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata. El filudo perfil giraba de pronto hacia las puertas y ventanas atrancadas como tumbas, y entonces aún nosotros, después de un siglo, bajo las palabras del viejo, todavía nos echábamos hacia atrás para escapar de esos carbones encendidos que nos espiaban desde lo alto del caballo, entre el rumor de las armas, y los herrajes...

Yo, conmovido por la prosa de Roa cuyo dramatismo trato de interpretar ante un auditorio todavía ilusorio de hispanistas famosos, oigo de pronto un estampido que me sobrecoge como si dispararan hacia el aposento las carabinas de la guardia dictatorial. Y es que alguien se precipita violentamente en el aposento empujando las hojas de la puerta y cerrándolas de nuevo hacia afuera y oigo el ruido de la pesada llave de hierro que cierra, desde afuera la cerradura antigua.

¡Es el steward que, conforme al rito centenario, me ha encerrado, a la hora reglamentaria, en mi húmeda prisión claustral!

  —176→  

Yo he tirado sobre la cama el manuscrito de mi ponencia y me he incorporado con espanto. Suenan luego unos pasos duros sobre el pavimento de la galería, unos pasos que se alejan en la noche, mientras un silencio ahora más opresivo que nunca, vuelve a llenar mi habitación.

¡Yo había olvidado al steward pero Oxford no se había olvidado de sus prácticas seculares!



  —177→  

ArribaAbajoEn la universidad de Oxford

El fin de una tradición

- III -

¿Cuántas horas dormí tranquilo en la vetusta cama de mi alcoba oxoniense? Esto no recuerdo ni tiene importancia. Recuerdo, sí, mi despertar: en la madrugada se abrió la puerta con estruendo y se abalanzó dentro de la pieza un hombre rubio, delgado, dando alaridos. Y ya junto a mi cama, gesticulante, el steward me exigía perentoriamente, como si hubiera un incendio en Oxford, que me despertara, que me levantara inmediatamente. Yo, sin entender lo que pasaba, me incorporé en el lecho, lleno de estupor. Pero ya el steward, viéndome despierto, se iba con su llavero de hierro del que colgaban muchas grandes llaves, a despertar a otros durmientes.

La sorpresa, el susto, la indignación, me dejaron largamente trastornado. ¿Por qué despertarme así, tan temprano, cinco horas antes de la primera reunión matinal del congreso?

¡Qué práctica estúpida esta de invadir la alcoba de un profesor extranjero, huésped de Oxford, sin ninguna justificación, sólo porque en esta y en otras alcobas, durante el año académico, se despertara de este modo bárbaro a jovencitos ingleses que tenían toda su carrera por hacer!   —178→   Entre los huéspedes de Oxford había profesores de edad, ya consagrados intencionadamente y ¿merecían este trato cuartelero y tiránico sólo porque era una «tradición» instaurada secularmente para muchachos imberbes?

¿Era entonces cierto lo que el severo señor del birrete y toga recamados nos había dicho en su discurso de bienvenida? No, no era un chiste británico sino la advertencia de lo que menos se podía esperar de la hospitalidad de una institución tantas veces ilustre. Yo no era un mozo oxoniense; ¡yo era un profesor que representaba a la Universidad de Washington...! Sin embargo, la noche anterior yo ya debí de comprender que la advertencia no era una broma pesada: la noche anterior el odioso steward me había cerrado la puerta, desde afuera, con su enorme llave negra y hecho correr los pasadores que, también desde afuera, claro está, convertían mi alcoba en calabozo. Fui a desayunarme a un comedor cercano a no sé ya qué cuadrángulo, saludé con un gesto a algunos amigos y me senté, solo, a una mesa en torno a la cual no había nadie. Yo no quería hablar con nadie. Después de sorber un café, tomé una determinación. Yo recorrería el centro comercial de Oxford -había tiempo de sobra para esto antes de la primera sesión- y me compraría un garrote, un bastón como un garrote. Un bastón que pudiera yo blandir con agilidad, no muy pesado pero, esto sí, sólido, para que no se quebrara al segundo o tercer golpe sobre el cuerpo de mi enemigo.

En la primera tienda que visité estaba esperándome el bastón que yo había imaginado.

-¿Cuánto vale?

-Tanto.

Pagué. Me devolvieron una cantidad de monedas de varios tamaños y cuños. -Dinero ininteligible -pensé- como otras cosas en Inglaterra...

Volví a la universidad y a mi aposento, cuya cama estaba ya tendida, y, debajo de la cama coloqué el bastón,   —179→   cuidando que su puño estuviese bien cerca de la cabecera, al alcance de mi mano derecha.

Después asistí a dos o tres sesiones y almorcé en un antiguo y hermosísimo comedor. La grande, reluciente mesa de madera oscura a que me senté junto a dos amigos, no tenía mantel. No se usaba allá mantel. Pesados candelabros de plata descansaban sobre la superficie del tablero reluciente. Colgaban de las paredes óleos de figuras históricas de Oxford y de Inglaterra, o, lo que es la misma cosa, del mundo: escritores, príncipes, hombres de estado, vestidos según la moda de varios siglos. Mozos de etiqueta sirvieron vino español en copas de cristal labrado. Un ambiente memorable, de exquisito buen gusto, de suprema elegancia, nada reminiscente de mi siniestro albergue nocturno, el de los barrotes y puerta de cárcel. No dije una palabra acerca de mi aventura de la noche anterior ni de mi estupefacto despertar aquella madrugada.

Hijo de hombre es bautizado en Oxford.

La tarde de ese día me tocó leer mi ponencia sobre Roa Bastos. (No sospechaba yo entonces que, 28 años después nuestra Academia de la Lengua le rendiría un homenaje a Roa en este abril de 1990). Un profesor norteamericano de apellido escocés debía hacer mi presentación, según el programa del congreso. Este profesor era conocido en los ambientes académicos del hispanismo estadounidense. Había publicado una voluminosa antología de literatura hispanoamericana, amén de muchos artículos que -según Don Américo Castro- eran «embutidos de erudición» sin una chispa de sentido estético. Como persona, muy simpático, muy jovial, muy «político». Poco antes de iniciarse el acto lo vi hablar confidencialmente, al oído de unos colegas. Adiviné -fue puro pálpito- que no quería presentarme acaso por ser yo mucho más joven que él y no juzgarme digno de tal honor. No se fue del salón; se sentó en tercera o cuarta fila hablando animadamente con colegas de su edad. La maniobra de este señor fue hábil y eficaz. Me   —180→   presentaría un profesor argentino, joven como yo, recién llegado de la Plata o Tucumán. No recuerdo su nombre, pero sí lo que dijo: se mostró muy cordial y elogioso; dijo haber leído (u oído hablar de) libros y de ensayos míos publicados en los últimos años en más de un país. Me alegré de que el «viejo político» no me presentase y sí de que lo hiciera un mozo de mi generación. En el auditorio -unas ochenta personas, acaso más- vi a nuestro compatriota el filólogo Marcos Morínigo. Me alegró su presencia.

Comencé a leer mi escrito con la certeza de que sería bien recibido, de que el tema no resultaría indiferente porque hacía resaltar los méritos de Roa enmarcando con mi prosa discursiva la conmovedora prosa poética de Hijo de hombre. A medida que avanzaba en la lectura advertí que mi voz retumbaba en el salón y que todos los oyentes, brillantes los ojos, me escuchaban con absorta atención. Sí, el tema resultaba interesante; las citas de Roa producían el impacto anticipado. Cuando me acercaba al final ya estaba yo seguro de que este último aserto sería juzgado como incontrovertible:

«Se puede hoy decir que Roa Bastos, con esta gran novela americana, es el verdadero fundador de una tradición novelística paraguaya en que la vida de un pequeño gran pueblo ha de reflejarse con toda su grandeza y su miseria, sus ideales y fracasos y constituir así un arte auténtico que incite a la realización del noble destino a que está llamado el Paraguay».

Debo decir en honor de Sr. X, el que se negó a presentarme, que fue de los primeros de venir hacia mí, terminado el acto, con la diestra tendida, con una amplia, amable sonrisa y cálidas palabras de felicitación.

*  *  *

  —181→  

Aquella noche, aún temprano, apagué la luz y me dormí profundamente. Pero si mi sueño fue profundo, apacible, reparador, en aquel ámbito que sugería la turbadora presencia de espectros fosforescentes en la tiniebla, ámbito al que felizmente estaba ya habituado, mi despertar fue estrepitoso, violento.

Cuando el nuevo día centelleaba sobre las góticas estructuras de Oxford, se precipitó dentro del aposento el steward profiriendo destemplados gritos. Esta vez, no obstante, el miserable no iba a aterrorizarme impunemente. En instantánea reacción, él me vio de pie, en medio de la pieza, blandiendo, furioso, el bastón. Y yo vi en sus ojos pequeños un brillo de terror:

-¡Hijo de...! (Son of a bitch!). ¡Qué sea la última vez que usted entra en mi pieza, imbécil, cretino asqueroso! ¿Me entiende? Y ahora le voy a romper la cabeza si no sale corriendo! Cerdo roñoso...

Yo estaba fuera de mí, poseído de una iracunda que jamás había experimentado y de que nunca me creí capaz.

Mis gritos resonaron en el vasto edificio, en aquel silencio, de una manera impresionante.

¿Debo decir que nunca más apareció el steward no sólo en mi habitación sino en la de los colegas que también habían sido sus víctimas?

Porque en ese amanecer sobre la universidad de Oxford una antigua tradición quedó interrumpida bajo el revuelo de mi bastón. No sé si hubo o no hubo quejas del steward a alguna autoridad universitaria. Nadie me dijo nada aquel día ni los siguientes ni cuando abandoné mi ya inolvidable albergue. ¿Qué hice al despedirme de mi vetusto aposento? Pues en forma solemne coloqué mi bastón sobre el anchísimo alféizar de la enrejada ventana, y allí lo dejé, como recuerdo. Para el Museo de Oxford.

  —182→  

Cuando el último día, a la hora del desayuno conté a mis colegas mis aventuras con el steward, me felicitaron con largas risas. ¡Yo era quien había dado fin a las agresiones del steward!

-¡San Jorge! -gritó uno de mis amigos-. ¡Usted es el San Jorge de Oxford, el que nos ha librado del dragón!

1990



  —183→  

ArribaAbajoLa Universidad de Wisconsin

Yo quería ir a Columbia University, sita en Nueva York; pero el Institute of International Education no accedió a mi solicitud y me concedió una beca en la Universidad de Wisconsin. Me sentí contrariado al recibir la beca. Era el año 1943. ¿Por qué la Universidad de Wisconsin acerca de la cual yo no sabía nada? Yo había soñado con Columbia University; yo había leído un libro sobre esta universidad. Pero en 1943 iba a transcurrir mucho tiempo antes que fuera yo a Columbia University: algo más que veinte años, y no como estudiante sino como profesor.

En 1943 defendí mi tesis Cinco Filósofos y la teoría del Estado y obtuve el título de doctor en Derecho y en Ciencias Sociales. ¡Qué satisfacción la de verse libre al fin de las ordalías de los exámenes universitarios! Entonces yo no tenía ni la más remota sospecha de que volvería a sufrir muchísimos exámenes, muchos más de los sufridos en la Facultad de Derecho: no sabía que obtendría otro doctorado, allí, en Wisconsin.

A fines de agosto tomé un avión no muy grande que me llevó hasta Río de Janeiro. Como los aviones de hace medio siglo no eran de largo vuelo, tardé seis días en llegar a Miami: los aviones de entonces no volaban de noche; tuvimos que pernoctar en varias ciudades costeras del Brasil y de las Antillas.

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En Miami abordé un tren que debía llevarme a Wisconsin tras cruzar todo el Estado de Florida, el de Georgia, el Tennessee, el de Kentuky y el de Illinois, para pasar por Chicago y, ya no lejos, arribar por fin a Madison, la ciudad universitaria. ¡En esa ciudad iba yo a vivir cinco años!

Mi largo viaje en tren por esos estados fue mi primera experiencia de la espontánea disciplina del pueblo norteamericano. Recuerdo el gran coche comedor donde se servían las comidas con un maravilloso orden. La vajilla era excelente sobre manteles nítidos. Los mozos vestían limpia chaqueta blanca; había flores en todas las mesas en las que brillaban pesados cubiertos que acaso fueran de plata. Las abluciones matinales me llamaron la atención por el respeto y el orden con que se comportaban todos los viajeros: soldados, muchos soldados y muchos oficiales y estudiantes, comerciantes y, en fin, hombres de diversas clases sociales, -todos al parecer rigurosamente entrenados acerca de cómo utilizar los lavabos de metal reluciente. Cada pasajero, tras lavarse la cara, afeitarse y peinarse, (y en cuyas manos un empleado del tren había antes puesto una toalla), usaba esta para secar, para limpiar el lavabo como si fuera una patena y, después arrojaba la toalla en un canasto. De modo que nadie llegaba después de él sin encontrarse con un lavabo perfectamente limpio.

Ya al partir de Miami conocí a un ingeniero brasileño. Era el único viajero con quien podía entenderme. Él me dijo que iba a Atlanta, Georgia, donde tenía un pariente.

¿De modo que pasaríamos por Atlanta y, lo que es mejor, el tren, según el ingeniero, se detendría bastante tiempo en la estación de la ciudad? Yo había leído recientemente una descripción dramática de Atlanta en la novela Lo que el viento se llevó. En aquel tiempo esta novela se vendía en las calles de Buenos Aires, de Río de Janeiro y otras ciudades como se venden periódicos o cajitas de chicles.

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-¡Lo que el viento se llevó! -voceaban los vendedores callejeros en Buenos Aires;- ¡O que o vento levou! -voceaban los de Río.

Durante el largo viaje desde Asunción y en los cuartos de hotel en los que me había alojado noche tras noche, yo había leído, traducida al español, la famosísima ficción de Margaret Mitchel (1900 - 1949) y había leído en André Maurois, autor favorito entonces, que él se había encontrado, por pura casualidad, en un tren, con Margaret Mitchel. Yo llevaba en mí todo aquel mundo romántico de la Guerra de Secesión. De modo que cuando me enteré de que pasaría yo por Atlanta y de que el tren se detendría allí un buen rato, sentí una profunda emoción. ¡Atlanta! En la novela se describe inolvidablemente una lámpara que tras la fuga de Atlanta de sus dueños, quedaba encendida sobre una acera. Creo que el cielo nocturno estaba lleno de resplandores de incendios y que retumbaba un terrible cañoneo. No lo sé bien, no lo recuerdo.

Pero, sugestionado como estaba yo por la ficción fascinadora, me pareció que de alguna manera yo vería brillar, cerca de la estación, la lámpara dejada encendida sobre la acera con su círculo de luz amarillenta. Fantasías veintenarias, claro está, de un aprendiz de poeta.

Cruzamos la frontera de Florida, entramos en Georgia y llegamos, un claro día, a Atlanta. En la estación había un solo tren, el tren en que veníamos desde Miami. Yo bajé corriendo del pesado vagón: había visto algo que me interesaba mucho. Había, no lejos, un stand de tiro al blanco con rifles de aire comprimido. Por una moneda se podía alquilar uno de los rifles y luego disparar sobre blancos que, acertados, daban derecho a no sé qué premios. Siempre me gustaron las armas; primero las de juguete y después las de verdad, esto es, de fuego, y de varios calibres. Muchos años después, ya instalado cómodamente en California, mi condición de profesor me permitiría adquirir todo un arsenal de rifles, revólveres, pistolas, escopetas. Pero esta   —186→   es ya otra historia que tiene, sí, algún interés, y no viene al caso.

En el stand de tiro perdí la noción del tiempo. Disparé no sé cuántas docenas de veces con un rifle que parecía de verdad, hasta que de pronto oí una pitada de tren. ¿Se iría ya mi tren? Corrí hacia el andén, pero ahora en vez de un solo tren, había en la estación media docenas de trenes y ¿cuál era el mío? Nadie podía decírmelo porque mi ignorancia del inglés no me permitía preguntar cuál, de los varios trenes idénticos, iba hasta Madison Wisconsin. ¡Qué desesperación! Todo mi equipaje, mi sombrero, mi sobretodo, estaban en el tren no identificable. Mis fondos, apenas llegaban a cien dólares. Quiso mi buena suerte que reconociera yo asomada a una ventanilla, a una señora anciana que durante el viaje hasta Atlanta me había sonreído alguna vez. La señora me hizo señas urgentes: sabía ella que yo no hablaba inglés. Corrí hacia la escalerilla de hierro. En ese instante el tren se puso en marcha.

Días después, dos o tres, no sé cuántos, mi tren se detuvo en la estación de Madison. ¡Había llegado a mi destino! Ahora estoy solo en la estación, entre un gran gentío azacanado. ¿Qué hacer, Dios mío, entre esas gentes que hablan un idioma incomprensible, yo, con dos pesadas maletas y mucho susto? Pero alguien de pronto se me acerca solícito. Es un gigante fornido que lleva una gorra de visera negra y encima de esta una especie de letrero que dice TAXI.

Yo le entrego las maletas que él me pide, y lo sigo. Y pronto me encuentro dentro de un coche amarillo.

  —187→  

Madison, Wisconsin

Hermosa, hermosísima ciudad la capital de Wisconsin. Todo en ella es limpio, todo respira riqueza, orden, higiene. Recordé el famoso poemita de Baudelaire:


Là, tout n' est qu' ordre et beauté,
Luxe, calme et volupté.

Las calles son bien anchas; nueva la pintura de casi todas las fachadas. El coche se desliza veloz, sin ninguna conmoción sobre el pavimento terso, sin un bache, como sobre una superficie de mármol pulido. Tomamos ahora una avenida que cruza el centro mismo de la ciudad. A mano izquierda veo una especie de plaza de muy verdes árboles y bien cuidados canteros. Detrás de ella se yergue un edificio enorme, coronado de una bóveda semiesférica que parece la mitad de un huevo colosal. Encima de la cúpula hay una suerte de templete de varias columnas y encima del templete una estatua, acaso de bronce. El friso, las columnas de una y otra planta, son de estilo griego. Es el Capitolio de Estado. La cúpula de este capitolio es sólo unas pulgadas menos alta que la cúpula del capitolio de Washington, pero es la cúpula más alta de todos los capitolios de la Unión. Mirando hacia ese capitolio y los edificios vecinos, uno creería estar en el centro de la capital de una gran nación.

Yo estoy encantado y ya no lamento que me enviasen a Wisconsin; ya adivino cómo será la universidad a la que he de llegar pronto. Porque, en efecto, al detenerse el taxi frente a las luces rojas del semáforo, puedo leer un letrero en una columna de bronce del alumbrado: University Avenue.

En pocos minutos el coche se detiene al pie de una verdísima colina sobre la cual columbro un edificio de estilo italiano renacentista que ocupa un espacio considerable de la cima. Esta colina se llama Bascom Hill. Ese edificio se   —188→   llama Bascom Hall. Frente al Bascon Hall hay una estatua sedente de Abraham Lincoln. Es una réplica de bronce de la famosa estatua que en Washington, desde el Lincoln Monument, mira silenciosa, cavilosa, hacia el largo estanque rectangular que adorna el sitio más ornamentado de la capital federal.

Acerca de esa estatua hay en Wisconsin una leyenda o profecía. Se afirma que Lincoln se va a poner un día de pie. ¿Tendrá esta leyenda o profecía alguna relación con la estatua del Comendador de El burlador de Sevilla, de Tirso, el Don Juan de Mozart, etc? No sé, pero se asegura que Lincoln, metido en su pesada levita de bronce, con los brazos extendidos sobre los de su sillón, también de bronce, se ha de levantar. Cuando la lengua inglesa me fue accesible, me enteré de este extraño acontecimiento que habrá de verificarse en día acaso muy lejano pero posible.

-¿Y cuándo se levantará? -pregunto yo a un amigo.

-Cuando pase una virgen frente al monumento -fue la respuesta.

Pero volvamos a la historia de la tarde de setiembre en que entré por el alto pórtico de Bascom Hall y me encontré perdido en el gigantesco vestíbulo lleno de estudiantes. Casi todos eran muchachas y casi todas rubias, y, si no recuerdo mal, ninguna fea. Estábamos en guerra y la gran mayoría de los varones combatían en tierra, mar y aire en el Este y el Oeste del mundo.

Admiraba yo la moda de aquella época: todas llevaban sweaters de colores claros: blancos, amarillos o rosados, que hacían resaltar las curvas del busto. Sobre este lucían un collar de perlas. Las faldas eran de color oscuro.

Se me acercó rápidamente una de esas rubias muchachas, de unos veinte años, ojos azules, peinado paje.

-¿Habla usted español? -me pregunta.

  —189→  

-Sí, ¿cómo lo sabe?

-Es evidente que usted está aquí perdido y que tiene cara de latino. ¿Quiere usted que lo lleve al despacho del profesor Neale-Silva? Él es amigo de todos los latinoamericanos de Madison.

Subimos una escalera y llegamos al segundo piso, en cuya ala izquierda estaban las oficinas del Departamento de Español y Portugués.

Mi guía -Patricia se llamaba- ya sabía mi nombre y me presentó al inminente catedrático chileno. Patricia hablaba español con gran facilidad.

-¡Ah, ustedes de Paraguay! me dijo sonriendo Eduardo Neale-Silva. No sospechaba yo que aquel sabio señor distinguidísimo que más parecía un embajador que un catedrático, iba a ser mi futuro gran maestro, un paternal amigo y, finalmente, diez años después, el director de mi tesis doctoral en la Universidad de Wisconsin.



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ArribaAbajoAparición del ángel

- I -

Buenos Aires, Avenida de Mayo. Son las cinco, acaso más de la cinco de la tarde. Mes de abril. En las vastas aceras paralelas, hermosamente arboladas, hormiguea un denso transitar de apresurados peatones. La larga, ancha calzada -se diría que cruzase toda la ciudad, desde el majestuoso Congreso hasta la remota (imaginada) reverberación del río. Pero no ha de ser así; no lo es. Hay prisa, hay impaciencia en los automotores que convulsionan en río de oscuro y brillante metal el cauce asfaltado gris, casi negro, de la calzada. Los coches, los camiones, los autobuses van tan cerca uno detrás de otro como en un inminente peligro de entrechocarse. La avenida, que fue la mejor de Buenos Aires durante años, sigue siendo espléndida a despecho de la decadencia o semidecadencia que se oye comentar a la gente. Pero claro está, la gente, como se ha dicho muy bien, es todo el mundo y nadie.

Yo columbro, yendo hacia la plaza del Congreso, el prócer edificio coronado de su vasta cúpula. ¡El Congreso de la Nación Argentina que gozó durante largo tiempo de poder efectivo, de la inspiración vociferante de ilustres parlamentarios!

Evoco las palomas ahora invisibles, cuyo revoloteo incesante es la delicia del transeúnte y del ocioso; palomas   —192→   gordezuelas, no sólo blancas sino de matices de colores ahora imprecisos; palomas que aterrizan sobre el césped, las estatuas, la fuente -o las fuentes-; palomas que cruzan el aire azul diáfano, no el aire maligno como las que compara Dante con las sombras de Paolo y Francesca:


Quali colombe, dal disio chiamate,
con l'ali alzate e ferme al dolce nido
vengon par l'aer dal voler portate...


(Inf. v, 82-84)                


¡Sí, palomas del roucoulement, del arrullo amoroso, del andar gentilísimo con ritmo único. Y también de voracidad insaciable a la que nunca falta alimento ofrecido por manos arrugadas y por tiernas manos de niños y de niñas.

Pero esto de los tiempos felices del gran edificio - tiempos que acaso vuelvan, ojalá-; del edificio digo, levantado por quienes se sabían hijos de una nueva y gloriosa Nación; y esto de las palomas, de la fuente (o las fuentes) y las estatuas, etc., son nada más que recuerdos de paseos recientes o lejanos que vienen a mí mientras yo voy tratando de concentrarme en otra ocupación exclusiva de toda meditación ciudadana. Yo voy componiendo, entre este gentío abigarrado, un soneto. Sí señor, nada menos que un soneto de exigentes rimas. Y es que Buenos Aires ha sido siempre un ámbito de euforias mías durante breves o dilatadas visitas a la ciudad de afectuosos amigos, a la ciudad en que se vocea un diario famosísimo en que he publicado ensayos y cuentos y en que, muchas veces, y generosamente, se han reseñado libros míos de prosa y verso.

Yo voy componiendo, insisto, mentalmente, un soneto. ¡Y cosa más curiosa! estando como estoy en una urbe enorme, llena de bullente vida y de atractivos tan apasionantes para turistas y no turistas y para poetas y   —193→   pintores sobre todo; estando como estoy en la indisputada Reina de la Plata cantada por el tango inolvidable, yo pienso en una pequeña ciudad, en una aldea de mi tierra natal, en el país de mi infancia tantas veces evocado en docenas de poemas en los que nunca he podido decir definitivamente lo que quisiera decir. Porque he trazado poema tras poema a la casi evaporada Villarrica de mis días infantiles. Estoy en Buenos Aires pero como accidentalmente, como irrealmente; en la realidad obsesiva del ensueño paseo por las calles rojas y blancas de Villarrica. La gente azacanada que ahora me rodea y que además de rodearme me codea afanosa y con fastidio hacia quien se retarda en la marcha, me sobresalta y me perturba. ¡Ya he imaginado el título del soneto irreprimible: es, simplemente, «Anhelo».

El primer cuarteto ya se escribe como en la pantalla de una computadora en la pantalla de mi mente absorta. Esta pantalla tiene un tamaño ilusorio que yo pienso llenar con escritura de generosa tipografía, diré, con perdón de técnicos electrónicos:


«¡Ay! si pudiera recobrar mi nido»,
tras la tormenta el pájaro gemía.
Y yo tras tanta ruina y tanto olvido
de igual manera me lamentaría...

Las rimas de los primeros ocho versos se atendrán a la pauta del primer cuarteto. No hay escape, y es mejor que no lo haya:


A la memoria ciega en vano pido
una vivaz visión de lo que había
en el barrio y el pueblo en que vivía
en deleitoso ámbito hoy perdido...

  —194→  

Esta palabra «ámbito», esta palabra esdrújula que tanto me gusta, golpea con su acento inicial sobre la sexta sílaba del endecasílabo.

No está mal -pienso-. Suena bien ese «ámbito» en que se me ha instalado toda mi Villarrica con sus rojas calzadas, con sus ovenias apacibles, con sus casas casi todas chatas pero amables, pintadas de una cal que se va tiñendo, poco a poco, en la parte inferior en una especie de friso de contorno difuso, de color casi rojo, o ya paladinamente rojo en las fachadas de pintura antigua:



Y en vano aguardo un luminoso sueño
para en él recobrar lo que me empeño
en dar color en un poema mío:

el poema más mío y más urgente,
y así poder unir a mi albedrío,
verso a verso el pasado y el presente.

¡Ha terminado mi soneto! («Contad si con catorce, y está hecho»).

Y es entonces precisamente cuando siento la necesidad acuciosa de componer otro soneto. Lo he de llamar «El yugo y el Ángel». Sí, no cabe duda. Sí, debo hablar del ángel que siempre me ha acompañado y a menudo ayudado en momentos dramáticos sin que jamás pudiera yo explicarme en forma segura, incuestionable, lógica, cuándo y cómo me ha ayudado. La no muy clara evidencia de su ayuda es algo entrevisto o entresospechado después de sus ayudas, sin que por eso faltara, durante ellas, una sublógica conjetura de su presencia oportuna.

Pero también está en mí otro ángel -en verdad están muchos otros; pero muy especialmente uno como el del soneto de Lope de Vega, salvando las distancias:

  —195→  

¡Cuántas veces el Ángel me decía:
Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía,

Y ¡cuántas, oh hermosuras soberana,
mañana le abriremos respondía  5
para lo mismo responder mañana!

¡Y el soneto me brota redondo, sin vacilaciones.
Caso raro en mí. Y no lo olvidé en ningún detalle:

Tan hecho estoy a ergástulas oscuras,
tan hecho estoy a mi vivir impío,  10
que no recuerdo ya que fuera mío
un claro mundo de visiones puras.

Tan hecho estoy a torpes ataduras
que me parece justo el desvarío,
y no me aflige más este vacío  15
de que hablan con horror las escrituras.

Hoy callado está el ángel que me urgía
a abominar de la delicia vana:
-Ángel -decía yo- «ya llega el día;

hoy ha de ser; ya suena la campana»  20
Y una vez y otra vez, ¡ay! le mentía;
mentíale mañana tras mañana.

Apenas terminado el soneto -yo voy como evitando en pleno arrobo poético- cuando llego a una encrucijada o, mejor, a una esquina y quiero cruzar hasta la otra. (¿Avenida de Mayo y Santiago del Estero?) Y bajo yo de la acera totalmente ajeno al contorno. No advierto en absoluto que ha cambiado la luz del semáforo. Y veo, sí, de pronto y con espanto que un enorme camión se precipita sobre mí. Será la muerte sin confesión; ya es la muerte. Imposible dar en el estupor, dos pasos atrás. Con el camión, junto al camión, en columna cerrada avanzan tantos coches y colectivos como caben en la calzada, sin dejar casi espacio ni entre sí ni entre ellos y las aceras.   —196→   Y en entonces un brazo poderoso, enorme, gigantesco, hercúleo, me arrebata con pasmosa energía y rapidez y me deposita, en vilo, sobre el cordón de la vereda. Soy como una carga inerte retrotraída al lugar de mi descenso. Miro hacia la izquierda, veo una capa azul celeste; alzo la mirada, la alzo lo más posible en mi susto porque sobre la elevada capa hay un rostro en que resplandecen profundos, intensos, penetrantes, unos ojos también celestes.

-¡Usted me ha salvado la vida! -atino a decir sobrecogido, intimidado, entre el gentío que ha presenciado atónito la escena.

-¡Sí! -contesta una voz también profunda como la mirada celeste que baja desde su altura-. Marchaba usted sonámbulo a su muerte.

Yo quedé entonces mudo, tutto tremante, estupefacto. Cambió la luz; ahora es verde. Cruzó la muchedumbre la calzada ya vacía, ya franca.

Y el gigante, cuya cabeza rubia se erguía sobre y entre la confusa masa humana, desapareció calle abajo, hacia el Palacio del Congreso.

1989



  —197→  

ArribaAbajoAparición del ángel

- II -

Pareami che il suo viso ardese tutto...




Yo voy por la avenida. La avenida
termina en un remoto capitolio.

¡La gran ciudad! Brillantes automóviles
en filas aceradas, se impacientan

ante las luces rojas, esperando  5
que la verde señal les dé franquía.

Ausente voy, perdido entre la gente
por la anchísima acera, concertando

palabras de un poema en que celebro
visiones y paisajes muy remotos,  10
remotos en el tiempo y el espacio,
que en mí despierta el suave sortilegio
de esta luz casi azul de Buenos Aires.

Llego a una esquina mientras el gentío
azacanado, por detrás me empuja  15
que cierra el paso, porque mi poema

va llegando a su verso más difícil.
Doy un paso adelante, distraído,

completamente ajeno a mi contorno,
y veo entonces un camión enorme  20
—198→

que sobre mí rugiendo se abalanza.
Estoy perdido: ya el camión me aplasta,

y en ese mismo instante, un brazo fuerte,
el brazo de un gigante rubio, altísimo,

me toma en vilo con pasmoso ímpetu  25
y me rescata, entre la gente, ileso.


Ya ha pasado el camión. Su negro humo
me envuelve en acre remolino; yo alzo

los ojos que el espanto desorbita
y veo un par de nobles ojos claros  30

en un rostro radiante, sobrehumano.

-¡Me ha salvado la vida! -grito al hombre.

Y él, inclinándose, a mi oído dice:

-Marchaba usted, sonámbulo, a su muerte...

La luz cambió. Mi salvador, de prisa  35
cruzó la calle, la cabeza erguida

sobre la muchedumbre tumultuosa
y desapareció como en un sueño.

¿Quién fue el gigante de los ojos claros?
¿Por qué su rostro tan radiante ardía?  40

Abril, 1989







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ArribaAbajoApéndice

  —200→     —201→  
Tres juicios críticos


  —202→     —203→  

ArribaAbajoLo que es otro horizonte

Por Manuel Alvar de la Real Academia Española


DEFINIR siempre es difícil, y los léxicos muchas veces ayudan poco. Si recurrimos al «Diccionario académico», cuento es 1. «relación de un suceso», 2. «relación de palabra o por escrito de un suceso falso o de pura invención», 3. «breve narración de sucesos ficticios y de carácter sencillo, hecha con fines morales y recreativos». Nada de esto tiene que ver con lo que en la tradición literaria llamamos cuento, sea por la vaguedad de la definición (la l), por la inexactitud clarísima (la 2) o por su carácter arcaico (la 3). Vamos a leer una colección de relatos de Hugo Rodríguez Alcalá y mal podremos colocar a cada uno de sus componentes bajo cualquiera de esos tres postulados. Hugo Rodríguez Alcalá ha escrito lo que cualquiera de nosotros llamaría cuento, pero que de nada sirve a la hora de las definiciones. El Diccionario académico debe definir de un modo que poco tiene que ver con lo anterior. Si tomáramos el Dictionnarie de Le Robert, veríamos que, en el siglo XVI, por tal entendían 1. «relatos de hechos, de aventuras imaginarias, destinados a distraer», después 2. «en literatura hecho imaginado», 3. «relato generalmente breve, de construcción dramática y en la que actúan pocos personajes». Creo que se han mezclado cosas   —204→   heterogéneas que no deslindan el cuento de la ficción o de la nouvelle. De seguir rebuscando, posiblemente daríamos vueltas a un malacate que de poco iba a servirnos. Cuando Mariano Baquero quiso delimitar conceptos en su excelente tesis doctoral, «El cuento español en el siglo XIX», fue dando unas cuantas referencias que pueden valernos: novela reducida, relato de ficción (frente a las leyendas que son de tema histórico o tradicional) más poético que novela... Creo que el crítico acierta: ninguna de esas definiciones es válida porque considera al cuento sin independencia. Pero esto no es suficiente: páginas y páginas se han escrito para llegar a una definición que pudiera ser algo como esto: «narraciones breves, novelas cortas», que es lo que la palabra significó para grandes escritores como la Pardo Bazán o Blasco Ibáñez, pero el género literario cuento no se podía deslindar o los autores lo confundían con muy otros valores. Es posible que no podamos llegar a una definición válida y, como en el caso de novela, aceptamos como cuento lo que puede ponerse bajo el título de una obra que lo admita.

Rodríguez Alcalá ha escrito relatos breves con su argumento muy bien determinado, con apariencias reales o fantásticas y con un desarrollo dramático que crea un mundo independiente. Evidentemente, el autor tiene plena conciencia de lo que hace, y si nos habla de historias de gente varia y de historias de soldados es que ha querido deslindar dos orbes que acaso corran el riesgo de confundirnos, y las cosas que pasan en cada una de esas partes son diferentes y no comunicables. Pero el mismo hecho de emplear la palabra nos postula algo que en su origen significó, simplemente: 1. «investigación, exploración», 2. «resultado de un conocimiento», 3. «relación verbal o escrita de lo que se ha aprendido». Como vemos tampoco los griegos tenían mucha certeza, pero acaso sus ideas nos valgan parcialmente, a pesar de las diferencias que en el término se ocultan. Los relatos de este libro pueden ser, formalmente, historias; en cuanto al contenido, cualquier cosa de las que se asoman a nuestras definiciones, pero la   —205→   primera parte pudiera ser ficción, la segunda pretende apoyarse en un mundo de verosimilitud.

Los relatos del autor son de apariencia realista, pero ocultos bajo una cobertura hay otros elementos cuya clave sólo conoce el narrador y nos la ofrece a nosotros, que nos convertimos en partícipes de un secreto. Las definiciones que han ido asomando ahora se encubren en un sentido patético que sólo nosotros -y él- conocemos. «El curado perpetuo» es un hermoso relato, pero no pensemos en los orígenes épicos del cuento sino en el vuelo poético que va encubriendo una postura afectiva que se cumple en una muerte esperada y dulce. En este y otros casos («El regreso», por ejemplo) la evocación está marcada por una suave nostalgia que siempre acaba en un triste morir. Pero si el relato es «breve», no por ello ha de tener escuetas condiciones: En «El despacho del ministro» hay una capacidad para crear con pocas palabras un ambiente en el que la naturaleza nos traspasa con sus vaharadas de perfume («el ministro va hacia la ventana que domina el paisaje del río. Allí apoya ambas manos sobre el barandal del balcón de pulidos balaustres de mármol y escruta el panorama ya casi intolerablemente luminoso de la bahía. A los pies del balcón, un arriate bien cuidado de rosales en flor despide hacia él un perfume delicioso. En ese momento, el ordenanza entra con el desayuno ministerial») o es capaz de darnos la iconografía, inolvidable, del doctor Arnulfo Padrón, o el relato patético de «Bajo el supremo» o el lirismo adensado de «El ojo del bosque». Los relatos están llenos de emoción y no sé si valdría para ellos la cartela de ficción, por más que la fantasía cubra todas estas páginas en las que rezuma la emoción del narrador.

Las «Historias de soldados» son más escalofriantes. No puedo ignorar el heroísmo del pueblo paraguayo. Muchos, muchísimos años después leí la (otra) guerra del Paraguay, el libro de Juan Bautista Alberdi en el que hay   —206→   alguna vibrante página dedicada al valor de ese pueblo («El Paraguay representa la civilización, pues pelea por la libertad de los ríos contra las tradiciones de su monopolio colonial»). En esta segunda parte de «El ojo del bosque», la lengua del narrador se atempera a la nueva realidad: el voseo es el espejo donde se proyecta el habla popular de aquellos soldados, su localismo reaflora una y otra vez («¿De dónde sos? ¿Cómo te llamás?»), la utilización de gringo por extranjero (procede de griego), la ignorancia de formas corteses para manifestar el agradecimiento («en lengua guaraní no existe la palabra gracias»). Los tipos que pasan por estos relatos muchas veces son inolvidables, como los que se asientan en «La casa de las Cruces», por donde cruzan tétricos fantasmas («Juan Llanos no había cumplido aún diecinueve años. Sus acompañantes andaban por los cuarenta.» Llanos se cubría con un poncho de Castilla»).

Hemos llegado al final y estamos como al principio. Definir no es fácil, y a veces innecesario. Estos cuentos, relatos o historias son muy bellos. Creo que es lo que importa. La realidad está enriquecida por una capacidad de evocación que, sin más matices, llamaríamos ensueño; el mundo de la irrealidad está asentado sobre una información precisa y asible. Se nos dan unos relatos verosímilmente posibles, pero difícilmente creíbles. Creo que esta es la maestría del libro: situamos siempre en una especie de duermevela en la que somos criaturas indecisas agobiadas. A veces pienso en Poe y otras en Valle Inclán, lo que no son malas evocaciones. Rodríguez Alcalá acaso sonría de tantas aporías: él, profesor de Literatura, más de una vez habrá tenido que definir ante sus alumnos, y es posible que su voz se haga solemne y dogmática. Es posible. Pero a la hora de escribir, ¿qué es lo que hace: novelas cortas, cuentos, relatos? Acaso olvidándose de su tono doctrinal diga historias y todo habrá quedado suavemente oscurecido.

  —207→     —208→  

*  *  *




ArribaAbajoLa insignia de la fe

Por Ángel Mazzei


De la Academia Argentina de Letras sobre El ojo del bosque de Hugo Rodríguez - Alcalá

La reconocida labor docente y crítica de Rodríguez Alcalá se ha unido a su vocación de poeta y narrador para consolidar una presencia vital notable en las letras hispanoamericanas. El analista de las obras de Rulfo, Roa Bastos, Güiraldes, entre otros; el poeta de Terror bajo la luna ofrece ahora estas «historias de gente varia e historias de soldados», que comprueban su capacidad de narrador, que, nacida en la valoración de los maestros del género, tiene la posibilidad de expresar su asimilación con total evidencia.

La primera parte del libro consta de veintiún cuentos, donde la diversidad de situaciones y de personajes tiene el rasgo común de la coherencia y la limpidez de estilo. Desde el inicial «El curador perpetuo», historia de un espíritu noble de los que reconcilian con el género humano, al que sigue «En el despacho del ministro», buen espejo del juego no siempre lícito, mejor frecuentemente ilícito, de la política, se llega a «La espía», con su punción de intriga y su ambiente tenso, los tres reveladores ambientes y secuencias que conducen al cambio argumental manejado con firmeza en «Viaje en la oscuridad».

Definido en su marco histórico, el favorito de Rodríguez Alcalá, «El dragón cautivo», tiene en su modulación trágica y en su cierre la demostración de cómo dentro de las líneas del cuento tradicional se mueve con soltura, refrendada por la belleza de la imagen última, «la sangre que comienza a correr invisible bajo la tierra».

«El ojo del bosque», que arrienda su título al libro, se instala en el plano de los sueños infantiles, que dejan   —209→   siempre su estela en la vida, en el vértice de lo real y lo ilusorio; la ternura es el signo de uno de los cuentos más conmovedores: «El escolar de la última fila», donde aflora, por momentos, la delicadeza del tratamiento de los niños que identifica a Daulet, en la alternativa bien graduada del desamparo y la súbita, inesperada protección del adulto.

En la segunda parte, «Historia de soldados» dispone, en los doce cuentos así agrupados rasgos similares a los ejemplos anteriores, pero unificados en la índole común de los temas.

Rodríguez Alcalá había considerado estampas de la guerra en un libro de versos. Ahora en todas las narraciones brilla la fuerza del estilo que no cae en la pasión estetizante ni se deja conquistar por la rugosa uniformidad del realismo. Dos ejemplos, entre varios posibles, de este equilibrio del que cuenta con la naturalidad de lo oral, aptitud no siempre cuidada por los cuentistas -y el que crea-, con firme voluntad estética. Son ellos: «La cantimplora» y «Tragochenko», que trae a la memoria en el logrado retrato psicológico del protagonista el Tomboctú del magistral cuento de Maupassant.

Tal capacidad, que admite ampliar la nómina con otras piezas, atestigua la validez de este libro. Como en Hemingway -a quien conoce bien- hay en la narración de Rodríguez Alcalá no sólo el interés que desconoce vacilaciones sino también el claro mensaje de la doliente, de la azarosa condición humana. Cercano siempre más al Hemingway de El viejo y el mar que al de otras concepciones, se piensa que siempre hay un lugar en el mundo y en los días para demostrar la dignidad y el coraje. Aun sin horizontes lejanos, aun en la sordidez de la lucha cotidiana o en el interrogante de la fatalidad y el infortunio, es posible mantener vigorosa ante todas las desventuras la insignia de la fe. (268 páginas)

Buenos Aires, La Nación, 24 de octubre de 1993



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ArribaElvio Romero

Querido Hugo:

Leí, de punta a punta, tu libro El ojo del bosque, donde hay literatura de lo mejor, desde breves cuentos, algunos de humor negro, otros dramáticos y poéticos, todos con un magnífico estilo. ¡Qué bien escrito todo, mi amigo, con páginas absolutamente envidiables!

Libro de un gran escritor. Por todo ello, por el placer estético que me regalas, te envío un fuerte abrazo.

Elvio

Buenos Aires, 2 de abril de 1993