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Madrid en el itinerario de Neruda

Luis Sáinz de Medrano Arce





Pablo Neruda llega a Madrid en mayo de 1934. Para entonces la capital de España había adquirido un especial protagonismo como catalizadora de los movimientos más renovadores del Nuevo Mundo. Subsidiaria del Modernismo, fue asiento de muchos de sus mejores representantes americanos y una de sus más efectivas cajas de resonancia; aprendiza de la Vanguardia con Huidobro, acogió y, en gran medida, formó a quien llevaría al Río de la Plata la buena nueva del Ultraísmo. El Centro de Estudios Históricos impulsó, con Reyes y Henríquez Ureña, la nueva filología hispanoamericana. No olvidemos la importante actividad editorial madrileña, difusora de algunas de las obras fundamentales del otro lado del Atlántico en las tres primeras décadas del siglo.

El Madrid que Neruda encuentra no es el que había descrito Darío en 1899, como capital de una nación «amputada, doliente, vencida», que no estaba «para literaturas»1. La situación política no era alentadora -1934 es el año de las grandes huelgas y la revolución de Asturias-, pero la sede del gobierno de la República ofrecía un panorama intelectual ciertamente excepcional, y aún había lugar en el pueblo para la esperanza. Neruda encontró en Madrid una «alegría / de panal pobre»2.

De la cordial acogida que el chileno recibió aquí se ha dicho prácticamente todo. Anotaremos, sin embargo, esta significativa información de la pintora Maruja Mallo: «(Neruda) se hospeda en el hotel Mediodía de Atocha; ya no era inédito para nosotros... En junio nos recita. [...] Al verse publicado en la revista más importante de España (se refiere, naturalmente, a la Revista de Occidente) [...], esta sorpresa me dijo que era la afirmación más evidente de bienvenida a Europa que había recibido»3. Madrid será para Neruda el primer locus amoenus que encontrará desde sus días de infancia y adolescencia en Parral y Temuco.

Esos lugares de «la frontera» chilena constituyeron, como es bien sabido, para el poeta un espacio sagrado original. Esa amplia región está ya vagamente presente en Crepusculario, y con toda plenitud en El hondero entusiasta, aparte la influencia de Sabat Ercasty. Sobre los Veinte poemas también Neruda ha declarado que están invadidos por «la naturaleza arrolladora del sur de mi patria»4, pero por el momento, ese espacio que se dilata en la grandeza de lo cósmico es para el poeta una «geografía infructuosa», tanto como las experiencias eróticas cantadas en los versos.

El sur se hace plena objetivación de la nostalgia en Tentativa del hombre infinito, ese libro al que Rodríguez Monegal ha llamado justamente «borrador de Residencia en la tierra»5, y en el que, en determinado momento, Neruda quiere aferrarse a un paisaje que ha intentado convertir en asidero y que irremediablemente se le escapa. La tensión de la separación, psíquica fundamentalmente, del lugar y el tiempo de la inocencia y «el descubrimiento» empieza a diseñar la zona como paraíso perdido. En Anillos, prosas semiolvidadas por la crítica, escritas en colaboración con Tomás Lagos, los componentes de aquel espacio intensifican su presencia. Árboles, flores, follaje, viento, humedad, lo que amedrenta y suscita ensoñaciones, la fascinación y la angustia de la lluvia interminable, la fragancia de los eucaliptus en invierno, la noche que baja de los cerros de Temuco, el mar amenazante, invaden estas páginas entre el amor y la pesadilla.

En las Residencias, la entrada del poeta en un mundo descoyuntado, donde la naturaleza ha sido destruida o está en proceso continuo de aniquilación representa la ruptura, que tiene visos de definitiva, con la tierra nutricia sobre la que opera la «agricultura de la muerte»6. El Oriente, donde una buena parte de estos poemas fue elaborada, representó para Neruda un territorio precario, un ámbito de desorientación acrecentada. Lo que fue imaginado para superar las limitaciones del país natal, el pretexto del «gran viaje» programado en el corazón de todo poeta americano, fue pronto percibido como lugar de destierro, un mundo incomprensible hostil y cerrado cuya magia no ignoró el poeta, pero la consideró siempre ajena e impenetrable. Muchos de los objetos que amenazan circularmente a Neruda en las Residencias tienen su referente en la acongojante agresividad de las cosas que constituyeron allí su entorno. Incluso la pobreza de las masas desheredadas de esa vasta región no encontró acogida en su sensibilidad. «India, no amé tu desgarrado traje»7 «No amé... No sé si fue piedad o vómito. / Corrí por las ciudades, Saigón, Madras, 7 Khandy...»8 escribirá muchos años después en el Canto General. Esa actitud, por encima de algún excepcional texto de signo estimulante, queda refrendada en Confieso que he vivido9. Recordemos también la desazonante relación amorosa con Josie Bliss, «especie de pantera birmana»... en cuya sangre «crepitaba sin descanso el volcán de la cólera»10.

«El ser es por turnos condensación que se dispersa estallando y dispersión que refluye hacia un centro»11. Estas palabras de Bachelard tienen una clara aplicación, en un sentido muy específico, en el itinerario premadrileño de Neruda. Tras el abandono del paraíso inicial, el poeta proyecta su ser en lo cósmico. Quiere llenar con su palabra el silencio de los espacios eternos que aterraba a Pascal, y encuentra, como Supervielle, «el exceso de espacio» que «nos asfixia mucho más que su escasez»12. Más tarde se produce el proceso contrario: la dispersión que refluye hacia un centro es el acoso del mundo residenciario.

Ese acoso se había ido objetivando en una posición que enlaza con una antigua dialéctica literaria: el menosprecio de corte, la repulsa a la ciudad. Estamos plenamente de acuerdo con Saúl Yurkievich cuando asegura que «la ciudad tiene para Neruda carácter negativo, degrada y desnaturaliza»13 si limitamos el alcance de estas palabras al período que se cierra con las Residencias. Esto es perceptible desde la alusión a «las ciudades -hollines y venganzas-, / la cochinada gris de los suburbios»14 en Crepusculario, y se ejemplifica abundantemente en los libros antes citados («Yo trabajo de noche, rodeado de ciudad, / de pescadores, de alfareros, de difuntos quemados»)15. La propia capital de su patria no se libra, en la época de su primer asentamiento, de esa apreciación, sólo atenuada por las ofertas de la amistad y el amor: «Salí a vivir: crecí y endurecido / fui por los callejones miserables, / sin compasión, cantando en las fronteras / del delirio»16. Orlando Oyarzún ha contado que cierta madrugada a comienzos de 1927 Pablo empezó a gritar en plena calle «una exaltada imprecación contra la mala suerte. Yo recuerdo que le dije: "¡Muchacho, esto tiene que cambiar, porque no podemos seguir viviendo en medio de tanta pobreza!"»17. Que hubiera razones materiales muy directas para que el poeta asociara el infortunio a la ciudad es cuestión que no nos concierne. En los poetas -y en quienes no lo son- los caminos de encuentro del inconsciente colectivo y la experiencia personal son infinitos. También Valparaíso («¡Valparaíso de mis dolores!»18) fue por entonces para Neruda una fijación urbana desazonante.

El poeta recorrerá sin sosiego las ciudades-escalas del largo periplo hacia su primer destino consular: Buenos Aires, apenas entrevista; Lisboa, multicolor, con «monstruosas catedrales»19 y «la duquesa de Braganza, perdida la razón, andando hierática por una calle de piedras, seguida por cien chicos vagabundos»20; el propio Madrid, «con sus cafés llenos de gente», insensible a sus «poemas iniciales de Residencia en la tierra»21; París, que para él, como para todos los «bohemios provincianos de la América del Sur», «eran doscientos metros y dos esquinas»22, la abigarrada Marsella; Djibuti, reminiscente de Rimbaud, miserable y destartalada; Shangai, donde fue víctima de una vulgar ratería; Yokohama, donde el victimario fue un desabrido cónsul chileno, indiferente a lo penoso de su situación; Singapur, donde otro cónsul repitió el comportamiento del anterior... Tras los cinco años en Rangún, Colombo, Batavia y Singapur, el viaje de regreso a Chile resultó tan alucinante como puede deducirse de su recreación en el poema de la primera Residencia «El fantasma del buque de carga».

En modo alguno queremos caer en la trampa, ingenua, por lo demás, de manipular los hechos. Es preciso reconocer que la reincorporación de Neruda a Chile, a pesar de la dura crisis económica del país y la persecución de Pablo de Rokha, tuvo aspectos muy positivos y significó en comienzo de su auténtico reconocimiento como creador. Pero esta permanencia fue corta. También lo fue su estancia subsiguiente en Buenos Aires, de la que sobre todo recuerda el famoso discurso al alimón con García Lorca. Viene el traslado a Barcelona, siempre como cónsul, donde un superior comprensivo, don Tulio Maqueira, va a ejercer sin saberlo lo que en los estudios de mitos y mitemas se llama la función de «maestro» o «despertador»23, cuando le dice sencillamente: «Pablo, debe usted vivir en Madrid. Allá está la poesía»24.

Volvemos al punto inicial de nuestras reflexiones: «Recordarás lo que yo traía -dirá años más tarde Neruda, dirigiéndose a Rafael Alberti-: sueños / despedazados / por implacables ácidos, permanencias / en aguas desterradas...»25. Su bagaje poético eran los laberintos residenciarios en los que seguía sumiéndose en el proceso de ensimismamiento tan bien percibido por Amado Alonso.

Ni la fraternal recepción ni la estabilidad económica, ni la, sin duda para él, grata fisonomía de la capital, parecían capaces de actuar como revulsivo contra los tales implacables ácidos. Así lo atestiguan los siete poemas de la tercera Residencia escritos según todos los indicios entre 1934 y 1936 (sabido es que el libro en la edición chilena de 1947 incluye además los de España en el corazón, que había sido editado previamente en aquel mismo país y después en España en 1938 en el frente de Cataluña, e incorpora también «Reunión bajo las nuevas banderas», de 1940, que se sitúa como pórtico de España...). Acaso no se ha llamado suficientemente la atención sobre los gestos esperanzadores, las reacciones vitalistas que hay en estas composiciones («Eres, eres tal vez el hombre o la mujer / o la ternura que no descifró nada»26, «Porque para nacer he nacido, para encerrar el paso / de cuanto se aproxima, de cuanto a mi pecho golpea»27), pero hay que reconocer que son impulsos mínimos y sofocados. Estos poemas están emparentados con los de los dos libros anteriores homónimos, y no falta en ellos la execración de la ciudad: «Entre labios y labios hay ciudades / de gran ceniza y húmeda cimera»28, «...los sórdidos relojes / golpean a la puerta de hoteles suburbanos»29.

Pero entretanto el poeta iba absorbiendo la nueva realidad. Instalado en la Casa de las Flores, el barrio de Argüelles era un núcleo esencial de su actividad madrileña. Allí compartió con muchos su «torre de los panoramas». Mas este nuevo Orfeo, venido de los infiernos con una Eurídice rescatada, María Antonieta Haagenar, no tenía vocación de cantor estático en un monte de Tracia. Su poesía y sus Memorias ofrecen abundantes datos de su incesante movilidad por la capital de España. Por ejemplo, los viajes en autobús desde la Castellana o la Cervecería de Correos hasta su propia casa, las incursiones por los barrios bajos, donde se sentía atraído, él, hombre de tierras húmedas, por «las casas donde venden esparto y esteras... las calles de los toneleros, de los cordeleros, de todas las materias secas de España»30; el recorrido que tenía como objeto las visitas a Aleixandre, visitas rememoradas por el chileno en palabras que nos costaría trabajo soslayar: «En un barrio todo de flores, entre Cuatro Caminos y la naciente Ciudad Universitaria, en la calle Welintonia, vive Vicente Aleixandre [...] Todas las semanas me espera en un día determinado, que, para él, en su soledad, es una fiesta [...] Yo le llevo la vida de Madrid, los viejos poetas que descubro por las interminables librerías de Atocha, mis viajes por los mercados de donde extraigo inmensas ramas de apio o trozos de queso manchego untados de aceite levantino. Se apasiona por mis largas caminatas en las que él no puede acompañarme, por la calle de la Cava Baja...»31. Y más aún, «la calle de la Luna», «la taberna de Pascual»32, la -¿por qué no?- «sepulcral Plaza Mayor»33, la calle Viriato, donde se encontraba la imprenta en la que se editaba la revista Caballo Verde para la Poesía, el Circo Price, al que Neruda acudió una noche con el periodista chileno Bobby Deglané en una cita a la que faltó un poeta del sur, que había optado por tomar un tren que le conduciría a Granada y a la muerte.

«Me gustaba Madrid y ya no puedo / verlo, no más, ya nunca más...»34 clamará dolorosamente mucho tiempo después el poeta que nunca perdió la fijación de esta ciudad, la ciudad-experiencia, la que le hizo romper la vieja imagen de la ciudad oscura y confusa, Madrid-Ítaca, Madrid-espacio de la revelación, camino de Damasco. Como él mismo ha escrito, hasta entonces «había explorado con crueldad y agonía el corazón del hombre; sin pensar en los hombres había visto ciudades, pero ciudades vacías»35, y añadirá, evocando el acontecimiento decisivo de aquellos días madrileños, la guerra civil, «desde entonces mi camino se junta con el camino de todos»36.

De los muchos poemas residenciarios que podrían servirnos para contrastar los sentimientos de Neruda hacia el espacio urbano, ninguno como «Walking around». En él el poeta recoge la fatiga esencial que experimenta ante su propia condición humana, aprisionado como está en el laberinto ciudadano, afrentoso calabozo en la gran cárcel del mundo, ámbito donde hay lugares y objetos y seres deshumanizados que, siendo resultado de la acción de una sociedad que ha destruido la pureza de lo natural, irremisiblemente, acechan y asedian al poeta en una circularidad ominosa, ante la que se rebela: «Sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, / ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores», al tiempo que, como en un paréntesis, manifiesta el hipotético anhelo de romper con la implacable monotonía de una realidad hostil y gris, dejando paso a lo extraordinario, a lo prodigioso, a lo heroico: «Sería delicioso / asustar a un notario con un lirio cortado / [...] / Sería bello / ir por las calles con un cuchillo verde / y dando gritos hasta morir de frío»37.

Frente a esto Madrid se levantó ante el poeta como un ámbito de solidez, de certidumbre, lo que le llevaría a escribir más tarde: «A mí la vida me hizo recorrer los más lejanos sitios del mundo antes de llegar al que debió ser mi punto de partida: España»38. La calle y el sueño de Madrid son claros cuando se produce la estremecedora sorpresa de julio del 36. Ya no hay laberintos odiosos, ni los objetos son criaturas agresivas: «Yo vivía en un barrio / de Madrid, con campanas, / con relojes, con árboles»39. Las campanas, como ya vio Amado Alonso, habían significado en la obra anterior de Neruda «plenitud con hermosura»40; se trataba de uno de los excepcionales elementos productos del artificio capaces de connotar algo positivo. No es éste, evidentemente, el caso de los relojes, como puede verse en «El reloj caído en el mar» (segunda Residencia), que «corre desvencijado y herido bajo el agua temible»41, y en el ya citado poema «Las furias y las penas» (tercera Residencia»)42.

Cambiada radicalmente la situación, ahora comparten con las campanas y los árboles la función de componente de un espacio feliz que va a ser vulnerado. Lo natural se hermana con lo que en otros momentos anteriores era un vil artefacto. Frente a la repulsión por las mercaderías, ahora éstas se ofrecen gozosas a la vista del poeta: «sal de mercaderías, / aglomeraciones de pan palpitante, / [...] aceite [...] / pescados hacinados, / 43 / delirante marfil fino de las patatas, / tomates repetidos hasta el mar»44. He aquí el primer gran bodegón que anticipa las Odas elementales de una manera rotunda -algo que sólo con enormes salvedades podría decirse de los «Tres cantos materiales»45. El pan, el reloj, el tomate, el aceite, el pescado, la papa -rehabilitado su nombre primigenio- están presentes en las Odas, como lo está la cuchara, otro artilugio amorosamente considerado en el poema al que nos estamos refiriendo, en el que se incluye también una estatua, «como un tintero pálido entre las merluzas», y los «metros» y «litros», olvidada su condición limitadora, son, con todo lo demás, «esencia aguda de la vida»46. Luis Rosales ha testimoniado directamente hasta qué punto era cierto este deleite de Neruda por las cosas: «Le he visto recorrer el mercado de Argüelles, donde escogía, litúrgicamente, la guindilla y el apio, la fruta y el ají»47.

En esos tiempos anteriores a la tragedia, y por ella revalorizados, el poeta se encuentra al fin, frente a frente, con lo que es naturaleza exultante, no condenada a deterioro permanente, como aquellas ciruelas de «Galope muerto» (primera Residencia) «que rodando a tierra / se pudren en el tiempo, infinitamente verdes»48, y se encuentra también, lo que es más importante, con lo manufacturado, su antiguo enemigo en una encrucijada de plena reconciliación. Dicho en otras palabras más graves, se han unido Naturaleza e Historia.

Hay adhesión y ternura en esta reconciliación. El poeta que -volvemos a «Walking around»- execraba las «dentaduras olvidadas en una cafetera», los «espejos», los «paraguas», las prendas miserables «colgadas de un alambre»49, será capaz de observar en «Canto sobre unas ruinas», emocionada versión del eterno tema del «¿ubi sunt, con profunda piedad las materias destruidas: «Utensilios heridos, telas / nocturnas [...], vidrio, lana, / alcanfor, círculos de hilo y cuero [...] / [...] / todo reunido en nada, todo caído / para no nacer nunca»50. La elegía, a pesar de la ausencia de cualquier componente religioso, está ya próxima a ese tono entrañable en la relación hombre-objeto, que encontraremos luego en Ernesto Cardenal cuando describe el «cementerio de cosas olvidadas», «hierro sarroso, pedazos / de loza, tubos quebrados, alambres retorcidos, / cajetillas de cigarrillos vacías, aserrín / y zinc, plástico endurecido»51 que detrás de un monasterio, esperan, aquí sí, como los humanos, la resurrección.

Entre la postura del Darío asombrado en el mercado de la Plaza Mayor de Palma de Mallorca por «la carne, la fruta y la legumbre / [...] / los cestos llenos de patatas y coles, / pimientos de corales, tomates de arreboles»52 y la del otro gran lírico nicaragüense, Neruda comienza su gran inventario de un mundo recuperado.

El brutal ataque a ese mundo, aunque execrable, dará entrada a las fuerzas impulsoras de lo prodigioso y lo heroico, antes añorado. Alguien, por fin, ha empuñado el «cuchillo verde»: «Madrid, recién herida / te defendiste. Corrías / por las calles / [...] / como una vengadora / estrella de cuchillos»53.

Una reflexión última: Si Machu Picchu iba a representar para el poeta la toma de conciencia de su americanidad, Madrid fue el lugar en el que descubrió la «otredad», al hombre que estaba más allá de «la metafísica cubierta de amapolas»54. «Conozco / vuestros hijos -dice a las madres de los milicianos muertos- [...], sus risas / relampagueaban en los sordos talleres, / sus pasos en el Metro, / sonaban a mi lado cada día»55. Esta búsqueda ansiosa del ser humano presupone ya las graves preguntas ante la grandeza; por un momento alienante, de la ciudad andina: «¿Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde estuvo?»56. El «Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha», el «Juan Comefrío, hijo de estrella verde», y el «Juan Piesdescalzos, nieto de la turquesa»57 están prefigurados en los hombres de Madrid, como los aludidos en estos versos: «Hoy tú que vives, Juan, / hoy tú que miras, Pedro»58 y en los «fotógrafos, mineros, ferroviarios, hermanos / del carbón y la piedra, parientes del martillo»59 que forman el ejército del pueblo. A mayor abundamiento, observamos incluso rasgos análogos en el desarrollo de la tensión poética en los dos momentos de la creación nerudiana a que nos estamos refiriendo. Así cuando Neruda comienza una enumeración metafórica de los atributos de la ciudad de Madrid de estructura muy similar o idéntica a la que aparecerá en el conocido poema IX de «Alturas de Machu Picchu». Compárese la memorable salmodia «Águila sideral, viña de bruma, / bastión perdido, cimitarra ciega / [...] / vendaval sostenido en la vertiente»60, etc., con estos versos del poema «Madrid (1937)»: «Frente sangrante cuyo hilo de sangre / reverbera en las piedras malheridas, / deslizamiento de dulzura dura, / clara cuna en relámpagos armada, / material ciudadela, aire de sangre»61.

Cuando Alain Sicard en su ejemplar estudio afirma que Neruda «no cae en la tentación de oponer [...] el mundo de la civilización y la cultura es decir, la ciudad a un mundo natural pervertido por ellas»62, y cita como muestra de ello un poema de Las uvas y el viento, nos sentimos en el deber de aclarar que, en efecto, esto es cierto a partir de España en el corazón, y no antes, y lo es como resultado de una experiencia crucial del poeta: su relación entre el amor y el espanto, con la ciudad de Madrid. Nada quiso llevarse el poeta de los libros, papeles y pertrechos que sobrevivieron a la destrucción de la «Casa de las flores»; nunca volvió aquí para recrearse en el mercado de Argüelles o visitar a Aleixandre, ambos alterados por los años, pero vivos en sus puestos, que parecen continuar esperándole. El Madrid que él contribuyó a eternizar con su verbo, siguió, no obstante, siempre a su lado, con su porción del «océano de cuero de Castilla», como una permanente lección de humanismo traducida en fórmula de generosas consecuencias: «Os voy a contar todo lo que me pasa»63.





 
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