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Noche de guerra en el escenario

Jerónimo López Mozo





Hace dos años me ocupé del teatro de Rafael Alberti. Se trataba de un trabajo sobre su versión teatral de la novela de Francisco Delicado Retrato de La Lozana Andaluza, en el que dedicaba especial atención a los resultados obtenidos con ocasión de su paso por los escenarios1. Ahora he de hacerlo sobre Noche de guerra en el Museo del Prado, centrándome, también, en las puestas en escena que se han llevado a cabo. Planteaba entonces diversas cuestiones relacionadas con la obra dramática del escritor. Tuve respuestas para algunas, no sé si acertadas, pero otras quedaron sin resolver. Hoy, al enfrentarme a la nueva tarea, creo que merece la pena volver sobre ellas. Así, pues, antes de entrar en materia me van a permitir repasarlas sucintamente.

Suele calificarse a Alberti como poeta y dramaturgo. Ciertamente fue ambas cosas, pero no en la misma medida. Su dedicación a la poesía fue constante, lo que no sucedió con el teatro. Es conocida su pasión, bien temprana, por cierto, por el arte escénico. Pero esa pasión la vivió con altibajos, con demasiados paréntesis en su labor creadora, no tanto por su voluntad como por las circunstancias que rodearon su vida, que, en el campo concreto del teatro, fueron adversas. Tuvo un arranque prometedor, pues dos de sus primeras obras fueron estrenadas muy poco después de que las escribiera. Me refiero a El hombre deshabitado y Fermín Galán2. Lo mismo sucedió, en plena guerra civil, con su versión de El cerco de Numancia, que se representó en 1937 en el Madrid asediado por las tropas franquistas. Pero el exilio truncó esa prometedora trayectoria. Desde que se instaló en Buenos Aires hasta 1956 escribió cinco obras, de las que sólo tres eran creaciones nuevas: El adefesio, La Gallarda y Noche de guerra en el Museo del Prado. Las dos restantes fueron Numancia, reescritura de la representada en Madrid3 y El trébol florido, nueva versión de Costa Sur de la muerte, pieza escrita en Ibiza en 1936. Únicamente Numancia y El adefesio fueron representadas, ambas por la compañía de Margarita Xirgu en 1943 y 1944, respectivamente. No es de extrañar que el desánimo le alejara de la escritura teatral, hasta el punto de que, desde la redacción de Noche de guerra en el Museo del Prado hasta la de La Lozana Andaluza transcurrieron siete años, y que, de ahí hasta su muerte, sólo añadiera una refundición de El despertar a quien duerme de Lope de Vega, y algunos breves poemas escénicos. El propio Alberti confirmó las causas de su distanciamiento del quehacer teatral al confesar que, «si hubiera estrenado cosas con regularidad, habría hecho teatro constantemente»4.

La escasa presencia de Alberti en los escenarios ha sido atribuida a diversas razones más o menos fundadas. Para algunos, es consecuencia del exilio. Respalda la tesis el hecho de que a partir de su salida de España empezaron las dificultades. No cabe duda de que un cambio tan importante, y a veces traumático, en la vida de cualquier persona influye en su labor creativa, ni de que, en el ámbito concreto del teatro, no siempre es fácil interesar a un público desconocido con obras que, en principio, no están destinadas a él. Recuérdese el caso de Max Aub. Pero también es cierto que otros dramaturgos que vivieron situaciones parecidas superaron esas dificultades y alcanzaron notables éxitos en los países de acogida. Casona sería un buen ejemplo. Concedamos, pues, que el exilio no fue ajeno a las dificultades padecidas por Alberti como autor de teatro, pero, sin duda, hay otras. No la tan frecuentemente esgrimida que atribuye su marginación a su militancia política, de la que siempre hizo gala. Si las puertas del teatro se le hubieran cerrado por ser comunista, por las mismas razones se le hubieran cerrado las de la poesía. En mi opinión, lo que procedía era averiguar si estaba en su propia obra dramática la causa del desinterés. Hay quién apunta la posibilidad, nada desdeñable, de que Alberti estuviera proponiendo un teatro demasiado avanzado para su tiempo, que no encontró eco ni entre los directores de escena ni entre los actores. No deja de ser un sarcasmo que hoy se diga que es un teatro antiguo que interesa poco o nada y que, por tanto, cualquier intento de recuperación es innecesario. A mi juicio, de cara a situar a Alberti en el lugar que le corresponde en el teatro español del siglo XXI, la cuestión capital es saber si, a lo que Alberti ponía la etiqueta de teatro, era algo más que poesía dramática. Si fuera eso, poesía dramática, su sitio está en los libros, a disposición de los lectores. En tal caso, el empeño por poner en pie contra viento y marea sus dramas sólo logrará empañar el brillo del conjunto de su obra literaria.

Puesto que en vida del escritor, y aún después, las representaciones de sus obras fueron escasas, buena parte de los juicios vertidos sobre ellas por sus contemporáneos se basan en su lectura. Abundan los adversos, pero hay que decir que importantes profesionales de la escena tenían una opinión favorable del teatro de Alberti. Entre ellas, claro está, quienes estrenaron obras suyas, como Margarita Xirgu, Ricard Salvat o José Luis Alonso. Pero no fueron los únicos. Sabemos por el propio Alberti que Bertolt Brecht conoció Noche de guerra en el Museo del Prado el mismo año de su escritura y que, habiéndole gustado, la incluyó en la programación del Berliner Ensamble, proyecto que no llegó a materializarse porque apenas seis meses después murió el dramaturgo alemán5. Años más tarde, en 1969, fue la actriz Anna Magnani la que le diría, después de haber leído la traducción al italiano su versión de La Lozana Andaluza, que, a pesar de sus años maduros, le gustaría llevarla al teatro6. En 1970, también quiso representarla Nuria Espert, con dirección de Luca Ronconi, que entonces estaba al frente de la compañía Teatro Libero de Roma. La censura española no autorizó el proyecto y tampoco Ronconi llevó adelante, por razones que ignoro, su intención de, si la prohibición se producía, montar la obra para representarla fuera de España7. Por su parte, Ángel Facio, fundador del grupo Los Goliardos, tuvo muy avanzado en 1973 un proyecto de puesta en escena de El adefesio, que tampoco llegó a los escenarios8.

Lo que yo pretendía cuando abordé el trabajo al que me vengo refiriendo, era juzgar el teatro de Alberti a partir de la puesta en escena de sus obras, única vía para establecer conclusiones válidas sobre la cuestión. Me interesaban especialmente las representadas en España que tuve ocasión de ver. Excluí, pues, los estrenos ya mencionados de El hombre deshabitado y Fermín Galán, que se produjeron a principios de los años treinta, y los que tuvieron lugar en el extranjero, aunque en algunos de ellos hubiera participación de artistas españoles. Tales fueron los casos de Numancia y El adefesio, dadas a conocer en América Latina por la compañía de Margarita Xirgu9, y de las puestas en escena de Noche de guerra en el Museo del Prado dirigidas en Italia por Ricard Salvat10. Como quiera que durante el franquismo el teatro de Alberti estuvo prohibido en nuestro país11, sólo consideré, en principio, las obras que fueron representadas a partir de 1975: El adefesio, Noche de guerra en el Museo del Prado, El hombre deshabitado, La Gallarda y La Lozana Andaluza. Sin embargo, siendo la última el objeto de mi trabajo, a ella dediqué la casi totalidad del espacio del que disponía. De las dos primeras, apenas pasé de señalar la desigual recepción que tuvo por parte de la crítica y del público, lo que hizo aumentar la confusión y contribuyó a prolongar el silencio en torno al teatro de Alberti12. Eso se repitió con El hombre deshabitado, la Gallarda, que no tuve oportunidad de ver, y, por dos veces, con La Lozana13. La conclusión a la que llegué es que, por unas u otras razones, el conjunto de estas representaciones albertianas no habían arrojado luz sobre su teatro, sino, por el contrario, no pocas sombras, que sumadas a las ya existentes, aumentaban las dificultades para establecer un juicio justo sobre el valor de su obra dramática. Así lo señalé en las conclusiones de mi trabajo sobre La Lozana andaluza y añadía mi temor a que, en un futuro próximo, no volviéramos a ver representadas sus obras. Me equivoqué, porque no tuve en cuenta que, con motivo del centenario del nacimiento del poeta, se estaba preparando su regreso a los escenarios, lo cual brindaba la oportunidad de prolongar el debate y quién sabe si de obtener resultados concluyentes. Me llamó la atención que, pocos meses después, el profesor Fernando Doménech aludiera a la misma cuestión en los siguientes términos:

«La recuperación del teatro de Alberti en la transición fue a la vez un acontecimiento teatral y un suceso político, que ya no se repetirá. Haría falta ver de nuevo Noche de guerra en el Museo del Prado o El adefesio para comprobar si siguen teniendo vigencia en los escenarios como la tuvieron en un momento en que la pasión política iba unida al ansia de recuperación de un pasado que se veía ya casi perdido»14.



Cuando fui invitado a participar en este Congreso se anunciaban cuatro producciones, dos de ellas piezas teatrales. Pues bien, curiosamente se trataba de El adefesio y Noche de guerra en el Museo del Prado. Las otras, inspiradas en su obra poética: He visto dos veces el cometa Halley y Sonámbulo15. De todas ellas, me ocuparé especialmente de Noche de guerra en el Museo del Prado. Hay dos razones para ello. La primera, que El adefesio ha sido una propuesta artísticamente fallida16. La principal, que la dirección de Noche de guerra en el Museo del Prado le ha sido encomendada a Ricard Salvat, que también se ocupó de su anterior y única puesta en escena en España, la de 1978, así como de tres versiones anteriores representadas en Italia, en la primera de las cuales intervino en la dramaturgia y supervisión del espectáculo y, en las otras, como director17. A ellas hay que añadir la presentación en forma de cantata o lectura dramatizada ofrecida en Barcelona en el pasado mes de mayo por encargo de la Plataforma Cultura y Espectáculos contra la Guerra. Me parecía que la circunstancia de que recayera sobre una misma persona la dirección de las dos puestas en escena españolas18, unido al gran interés de Salvat por el teatro de Alberti19 y su profundo conocimiento de él, me brindaba una oportunidad de oro para despejar mis dudas.

Ocupémonos, pues, de Noche de guerra en el Museo del Prado y hagámoslo empezando por las razones que llevaron a Alberti a escribirla. Hizo una primera versión en 195520, diez años después de que concluyera La Gallarda, pieza destinada a Margarita Xirgu, pero que ésta rechazó por estimar que su edad no se correspondía con la de la de la protagonista21. Ignoro si Alberti dio por buena la negativa de la actriz o la consideró un pretexto porque tal vez no le gustara la obra, pero hay que suponer que la década de silencio teatral que siguió está estrechamente ligada a este hecho. También desconozco qué le animó a regresar al mundo de la farándula, pero el caso es que lo hizo. El asunto de su nuevo texto lo encontró en sus propias vivencias, en concreto en un episodio que tuvo lugar durante los primeros meses de la Guerra Civil y que vivió de cerca. Cuando se iniciaron los bombardeos sobre Madrid, el Gobierno de la República tomó la decisión de trasladar los cuadros del Museo del Prado a los sótanos para evitar su destrucción y, cuando los ataques aéreos se intensificaron, considerando que aquel refugio no era seguro, acordó evacuar a Valencia las pinturas más importantes. Alberti tuvo ocasión de visitar la pinacoteca en aquel estado y lo que vio le llevó a publicar en El Mono Azul, hoja semanal que editaba la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, un largo artículo que podemos considerar el germen de Noche de guerra en el Museo del Prado. He aquí algunos fragmentos de su escrito:

Un atardecer de noviembre de 1976 fui al Museo del Prado. [...] Una linterna de minero me iluminó en redondo los escalones de una de las escalerillas temerosas que bajan a los sótanos. [...] Yo iba con María Teresa León. Poco a poco, dos milicianos fueron tomando cuerpo en lo oscuro. [...] La lámpara minera alumbró una gruesa moldura cuyo filo lanzó chispas de oro. Del revés, y unos sobre otros, fueron apareciendo los cuadros en anchas filas apoyadas sobre los muros. Al azar, y como quien abre las páginas de un libro, metí la luz entre los lienzos. Uno era La Emperatriz de Portugal, de Tiziano; el otro no se veía. Un trallazo de frío me recorrió la espalda al ir adivinando, al ir surgiendo de aquella fría sombra, amontonados, pero con ese orden especial que les dio la prisa, cuatro siglos, los más grandes seguramente de la puntura universal.

[...] Todo el Museo del Prado había descendido a los sótanos para guarecerse de los bárbaros e incultos trimotores alemanes. [...] Más de cinco mil cuadros, centenares de obras maestras entre ellos, se veían allí como muertos de miedo, hombro con hombro, temblando en los rincones. Se me saltaron los ojos pensando en las salas desiertas, en la inmensa galería central despoblada. Quise subir, quise verlas. Presenciar el espectáculo terrible, único, insospechado, de una de las mejores pinacotecas del mundo desnudas, de pronto, sus paredes.

[...] Subimos una nueva escalera, misteriosa, desconocida.

[...] La larga galería central, más interminable que nunca, era como una calle después de una batalla. Dos inmensas trincheras de saco se levantaban en el centro. Defendían, ocultas bajo ellas, las dos mesas de piedra sostenidas por leones. [...] La madera del suelo [...] desaparecía ahora bajo una gruesa capa de tierra mezclada de cristales partidos. [...] Las vidrieras del techo, por las que bajaba antes, igualada, una suave luz cenital, también estaban rotas. Como ventanas ciegas, la huella de los cuadros descolgados, se estampaba en los muros.22



En la didascalia que describe el decorado, se lee:

Sala grande, central, del Museo del Prado, completamente deshabitada. Marcadas en los muros se ven, de diferentes tamaños, las huellas de los cuadros, que ya han sido retirados a los sótanos. El entarimado se halla cubierto de arena. Aquí y allá, esparcidos, sacos terreros. A medio cubrir por éstos, una gran mesa del siglo XVI. Es una noche de guerra de Madrid, durante los días más graves del mes de noviembre del año 1936.23



La obra surge, pues, de aquellos recuerdos, aunque no fue la primera vez que aparecen reflejados en su obra creativa. En al menos dos poesías se refiere a ellos. En la titulada Vida bilingüe de un refugiado español en Francia lo hizo con estos versos: «El Prado./ El Prado./ El Prado./ Arde Madrid. Ardía/ por sus cuatro costados./ Llueve también. Llovía/ mientras que sus paredes se quedaban vacías./ Tristes y ciegos claros,/ salas solo de huellas en los muros desiertos»24. Y muy poco antes de que alumbrara su obra de teatro, en 1952, incluiría en Retornos de lo vivo lejano el poema «Retornos de un museo deshabitado» al que pertenecen estos fragmentos: «Esta es la dilatada galería, el querido/ salón para los ojos de la infancia del sueño./ Oigo mis pasos, miro como nunca mis huellas/ retratarse en el polvo de los ecos vacíos./ Es agua a la memoria marchar poniendo nombres/ por los desiertos muros que tanto sostuvieron./ Hay sombras coronadas que no están, inasibles/ caballos solos, nimbos/ de encendidas cabezas cortadas, armaduras/ por donde puede el aire salir y entrar al aire,/ yelmos desfallecidos, guanteletes sin manos/ [...] Voy de espacio en espacio,/ de vestigio en vestigio,/ de silencio en silencio de señales, recorro/ los inertes cuadrados ciegos, y le pregunto/ a la luz por la vida que los habitó, y lloro/ esperanzado, lloro/ hasta por las profundas cuencas de los oídos./ Pero no, que una larga soledad en penumbra/ es solo el habitante miedoso de estos ámbitos/ donde una muchedumbre de pupilas se enciende,/ resbalando, invisible,/por las denunciadoras paredes despobladas»25. También abundan las opiniones que atribuyen al poemario A la pintura, publicado en 1948, una gran influencia en la decisión de escribir la obra que nos ocupa26.

Alberti situó la acción de Noche de guerra... en la gran sala del Museo. En ella, reúne a los milicianos que custodian el edificio en vísperas del traslado de los cuadros y a numerosos personajes que están retratados en ellos y cobran vida para la ocasión. Algunos han salido de cuadros de Tiziano, Velázquez y Fra Angélico. Otros, de las pinturas, dibujos y aguafuertes de Goya. Forman parte estos últimos de la legión de españoles anónimos que se opusieron en 1808 a la ocupación francesa y Alberti, al resucitarlos, los convirtió en combatientes republicanos en la guerra que, en ese momento, asolaba España. De ese modo, coincidían en un mismo escenario hechos que tuvieron lugar en épocas muy distantes, pero que, al fundirse en lo que el autor definió como aguafuerte -aguafuerte escénico, cabría decir-, convierten la obra en un homenaje al heroísmo mostrado a lo largo de la Historia por el pueblo llano español27. Antes de seguir adelante, conviene decir que, en su primera versión, la obra tenía un único acto. Fue Bertolt Brecht quien le animó a añadir el prólogo28, que se incluyó en la edición de Losange, de 1956, primera que vio la luz29. El escritor alemán argumentó que, siendo probable que la obra fuera vista por un público poco o nada informado sobre los antecedentes de la obra y sobre las características e importancia del Museo, era necesario aclarárselos previamente para conseguir que fuera teatralmente eficaz30. Siguiendo el consejo, Alberti redacto el prólogo, en el que, ante un gran telón blanco en el que aparecía, dibujada con gruesos trazos, la sala central del Museo, comparecía el propio autor dando cuenta de su relación con aquella Casa de la Pintura y de los sucesos que en ella tuvieron lugar en el lejano año de 1936. Si con vistas a su posible representación en el Berliner Ensemble, Brecht pretendía que el prólogo cumpliera alguna función didáctica, satisfaciendo así una de las exigencias del teatro épico, el resultado fue otro. No sabemos qué valoración hizo Brecht de aquellas páginas, en el caso de que llegara a leerlas. Sin embargo, hay que reconocer que la obra de Alberti ganó con su incorporación. Coincidimos con José Monleón en que «no se trata de un pegote y que por ellas se nos hace más humano, más confesado, más lírico, el drama»31. De él se ha dicho que los elementos extraídos de la rica imaginería tradicional reflejada en la pintura española, junto al tono esperpéntico de las escenas dramáticas, interpretadas como claro homenaje a Valle, producen un espectáculo de difícil y rara unidad estética32. También, que es uno de los mejores dramas populares contemporáneos, la cima del teatro de Alberti33. Sin embargo, en referencia al fuerte carácter pictórico y a los problemas que se derivan de la necesidad de organizar el agrupamiento de los personajes en el escenario sin que parezcan cuadros o diapositivas animadas, llevaron al citado Monleón a advertir que es muy difícil montarlo34.

Todavía tuvo la obra otros añadidos, todos relacionados con las representaciones que se han hecho. A ellos nos iremos refiriendo a medida que sigamos el paso de Noche de guerra en el Museo del Prado por los escenarios. Aunque nuestro propósito es ceñirnos a los montajes que se han hecho en España, en este caso es conveniente que nos remontemos a los ofrecidos con anterioridad en otros países, sobre todo a aquellos en las que intervino Ricard Salvat. Los comentarios del director catalán sobre la obra dramática de Alberti son abundantes y siempre elogiosos. En su opinión, no debe explicarse como una tensión entre su quehacer poético y su vocación teatral, sino como la confluencia de tres actitudes creacionales: la vocación innata por el Teatro, su dimensión de creador poético y su actividad pictórica. Estaríamos, por tanto, ante un teatro sentido en poeta y pensado en imágenes, en el que las imágenes poéticas y las plásticas unas veces se suman y otras, no35. En el caso concreto de Noche de guerra en el Museo del Prado, si bien admite que no posee la última densidad y capacidad de investigación de los infiernos humanos que hay en El adefesio, le reconoce una madurez y una serenidad extraordinarias que hacen de ella una obra plenamente acabada en su concepción36.

Su primera aproximación práctica a Noche de guerra en el Museo del Prado se produjo en 1973, cuando fue invitado a ocuparse de la dramaturgia en la puesta en escena que preparaba, para su estreno en Roma, el Gruppo de Teatro Incontro37. Sobre ella, Salvat ha escrito que se tuvo muy en cuenta que debían destacar los dos planos fundamentales de la pieza: el nivel de las barricadas, con la mezcla de épocas 1808-1936, y el nivel de las recreaciones poéticas de algunos cuadros que los milicianos guardaban en el subsuelo del Museo del Prado. Para las barricadas, propuso que se siguiera el modelo de la puesta en escena que el Berliner Ensemble había hecho de Los días de la comuna, de Brecht. Para las recreaciones poéticas, la inspiración venía del propio Alberti y de sus reflexiones sobre las pinturas a las que se hacia referencia en la obra38. De cara a la gira de verano que siguió a la temporada romana, teniendo en cuenta que muchas de las representaciones se darían al aire libre, se procuró que la puesta en escena ganara en espectacularidad, para lo que se acentúo el tono brechtiano que ya tenía y se añadió, al prólogo, otro prólogo. Consistía en uno de los poemas pertenecientes a Sobre los ángeles.

Estando a punto de disolverse la compañía italiana, Salvat fue invitado a hacerse cargo de la dirección absoluta del espectáculo. Aceptada la oferta, introdujo en el montaje algunas modificaciones, lo que dio lugar a una nueva versión39. Tenía la impresión de que el contraste dialéctico que habían establecido entre el plano pictórico y el de las barricadas se traducía en una separación excesiva que podía desorientar al espectador, lo que le animó a unirlos mediante un proceso sintetizador que se apoyaba en la dimensión surreal que subyacía en la obra. No quedó, sin embargo, plenamente satisfecho del resultado, porque, a su juicio, el espectáculo resultaba descompensado debido al predominio de las escenas de barricadas. La solución estaba en crear una realidad superior que uniera ambas entidades y procurara el adecuado equilibrio entre ambas40. Tras comentar sus dudas a Alberti, convinieron en que era necesario incorporar algunas escenas de cara al estreno en Roma41 el poeta redactó una en la que aparecían Picasso y Goya42 y alargó la de los milicianos del 36, textos que fueron incluidos en la edición de Cuadernos para el diálogo43. Este fue, pues, el segundo añadido que salió de la pluma del poeta, después del que le sugiriera Brecht44. Hubo otros, decididos por el director y aceptados por Alberti, entre ellos la incorporación de fragmentos de los poemas dedicados a Tiziano, Giotto y Velázquez que figuran en A la pintura. Una de las novedades más llamativas de esta puesta en escena fue la creación de una escenografía que prescindía de la descrita por el autor. Desapareció la sala central del Museo del Prado y, en su lugar, se instaló una gran rampa que arrancaba desde el fondo del escenario y llegaba hasta cerca del proscenio. En el centro, rodeado por ella, quedaba un espacio vacío. En él se representaban las escenas relacionadas con el mundo de la pintura y, en la rampa, las que sucedían en las barricadas45. Vemos, pues, como de la mano de Salvat la obra fue evolucionando. De un lado, se aumentaba su contenido poético con versos tomados de los poemarios de Alberti. De otro, se borraba del escenario la imagen del museo vacío, tan querida por el autor, y se creaba una atmósfera propia del teatro épico.

Con anterioridad, Pierre Constant había dirigido la obra en Francia46. A la pregunta de si eran muy diferentes el montaje de éste y el de Salvat, Alberti respondió afirmativamente y añadió que ambos le convencían. Consideraba que el de Constant estaba más cerca del aguafuerte y le agradaban tanto el ritmo que había conseguido, como que se apreciara claramente la relación entre la Guerra de la Independencia y la Civil. En cuanto al de Salvat tenía, en su opinión, más calor y color que la del director francés47.

En 1978, tres años después de la llegada de la democracia a España, Noche de guerra... fue estrenada en Madrid, en el Teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional, que iniciaba con ella su andadura. El acontecimiento -en esta ocasión lo era de verdad, tanto por la significación política del autor, como por el hecho de que la obra hubiera sido programada en un teatro de titularidad pública- no estuvo exento de sobresaltos, que se produjeron antes, durante y después del estreno. Lamentablemente, la mayoría poco tenían que ver con cuestiones artísticas y mucho con la política. Algún que otro problema relacionado con los trabajos de puesta en escena complicó todavía más la situación. Digamos algo de todo ello, porque el ambiente creado dificultó que el espectáculo fuera juzgado con criterios estrictamente teatrales, como hubiera sido deseable.

El Centro Dramático Nacional había sido creado aquel mismo año y su dirección confiada a Adolfo Marsillach. Junto al equipo de asesores que había nombrado48, decidió incluir la pieza de Alberti en la programación de la temporada inaugural. Para dirigirla, se pensó en Ricard Salvat, tanto porque era un derecho no escrito al que se había hecho acreedor, como por su profundo conocimiento de la obra, adquirido durante las puestas en escena que ya había realizado de ella49. Era también un acto de reparación de la injusticia que Alberti había cometido con Salvat cuando, con ocasión del estreno de El adefesio en Madrid, incumplió la promesa que le había hecho de que su regreso teatral a España lo haría de su mano50.

Tan pronto como se anunció la programación del CDN, no se hicieron esperar las quejas de personas vinculadas al régimen recién desaparecido, de las que se hizo eco la prensa de derechas. Éstas y la preocupación causada por el descubrimiento de la «Operación Galaxia», encaminada a provocar un golpe de estado, fueron la causa de que el estreno se retrasara, habiéndose llegado a considerar la posibilidad de abrir la temporada con otra obra51. Sin embargo, los malos augurios no se confirmaron y el estreno se desarrolló en un clima de normalidad del que el crítico José Monleón dio fe en las páginas de la revista Triunfo con estas palabras:

Y en el teatro sonaron las canciones de la defensa y el himno de las Brigadas Internacionales, en un teatro totalmente abarrotado. Ningún incidente. Ninguna perturbación, ni, tampoco, ningún aplauso extemporáneo. Y, al final, los saludos tradicionales del autor, del director, del equipo de colaboradores y de toda la compañía. Curiosamente, de los tres estrenos de Alberti en España, estando él entre nosotros, [...] éste fue, con mucho, el más plácido52.



Sirva este testimonio para situar el acontecimiento en el ambiente existente en nuestro país en aquellos primeros años de la Transición. Pero para lo que aquí nos ocupa, es más importante lo relacionado con el texto de Alberti y con su puesta en escena. Digamos, en primer lugar, que aquel fue modificado una vez más. Llamo la atención sobre este detalle, porque indica que, en cada ocasión en la que se planteó su montaje, hubo necesidad de añadir algo, como si el libreto tuviera alguna carencia o se buscara resolver posibles dificultades para transformarle en materia dramática pura. En esta ocasión, la aportación más significativa fue decidida por Alberti y Marsillach. Se trataba de la incorporación de un nuevo prólogo explicativo, en esta oportunidad de carácter histórico. En efecto, si el sugerido por Brecht tenía por objeto principal proporcionar al espectador no español información sobre el Museo del Prado y su importancia, ahora se trataba de explicar a los propios españoles lo sucedido durante la Guerra Civil en relación con el traslado de los cuadros de la pinacoteca para ponerlos a salvo de una destrucción casi segura. La redacción de esta introducción o exposición histórica fue encomendada a Álvaro del Amo y a Miguel Bilbatúa, sin que Salvat fuera consultado, ni sobre su conveniencia, ni sobre su contenido, lo que no le agradó lo más mínimo53. El texto sufrió otra alteración, que, afectando a muy pocas líneas, resultó polémica y dio que hablar. Es esta ocasión nada se añadía, sino que se suprimía, en concreto las alusiones críticas a la familia real española en la persona de Carlos IV. Alberti manifestó que lo hizo por propia voluntad, sin que nadie se lo impusiera, pero pocos le creyeron y menos que ninguno, Salvat. Marsillach, en sus memorias, recuerda una tensa reunión en su despacho del CDN -en la que no estuvo presente el responsable de la puesta en escena- en la que se trató sobre la posible retirada de la obra y dice que cree recordar que se suavizaron algunas frases54. A José Monleón le pareció correcta la decisión de Alberti, pues consideraba que, si en las nuevas circunstancias, dichas frases se prestaban a interpretaciones ambiguas, nada más razonable que eliminarlas55. El parecer de Salvat era otro. No le faltaban razones. Se le había propuesto que fuera él el que suprimiera aquellos agresivos fragmentos, a lo que se negó, alegando que ya quiso hacerlo en las versiones que dirigió en Italia y que Alberti le amonestó en público por ello. ¿Cómo era posible -se preguntaba- que lo que entonces había sido necesario decir, dejaba de serlo en Madrid? Finalmente, muy pocos días antes del estreno, Alberti manifestó la conveniencia de hacer algunos cortes, tarea que él mismo asumió56.

Todo apunta a que el ambiente en torno a la puesta en escena de Noche de guerra en el Museo del Prado no era el más adecuado para realizar un trabajo riguroso y sereno, por mucho que esa fuera la intención de cuantos participaron en el proceso. Los datos de los que hoy disponemos al respecto, lo avalan. Marsillach aseguraba que hizo todo lo posible por conseguir que el Equipo Crónica aceptase dibujar la escenografía y el vestuario y por proporcionarle un reparto de excelente calidad, pero que Salvat no tardó en pelearse con los creadores del decorado y en enfrentarse a los actores, a los que trató con escaso tacto y delicadeza. No fueron los únicos reproches que hizo a su trabajo, pues también le acusó de abandonar los últimos ensayos para atender a sus obligaciones como director del Festival de Sitges, viéndose obligado a hacerse él cargo de ellos57. Ricard Salvat no ha negado sus compromisos con el Festival de Sitges, de los que ya había advertido a Marsillach cuando le propuso la dirección del espectáculo, pero sí que no estuviera presente en los ensayos generales58. Uno de los actores comentó, en relación al ambiente enrarecido en el que se trabajaba, que Noche de guerra en el Museo del Prado sería recordada como Noche de pesadilla en el Museo del Prado. Para José Monleón, los responsables del CDN habían elegido razonablemente los cuatro elementos básicos del espectáculo -la obra, el director, los actores y el escenógrafo-, pero entre ellos faltó el método que la creación teatral necesitaba, lo que probaba que no basta reunir fuerzas aisladamente capaces para que luego se sumen o multipliquen los talentos59. Pero como suele suceder, en vísperas del estreno ninguno de sus responsables sacó a relucir, al menos públicamente, las discrepancias habidas. Salvat declaró que, de Noche de guerra..., le apasionaba su falta de estructura como fórmula teatral al uso, lo que daba pie a un trabajo en libertad y a aplicar operaciones de dramaturgia, en el sentido alemán del término60. Alberti, por su parte, se limitó a proclamar que la obra era profundamente teatral y que conservaba intacta su vitalidad. Sin embargo, llama la atención que el día anterior al estreno afirmara que sobre la interpretación y el montaje no podía decir nada, pues no le había sido posible acudir a ningún ensayo61. Dos años después, calificó de error la puesta en escena, asegurando que se había realizado sin respetar sus indicaciones. En su opinión, toda la magia del drama había desaparecido por el carácter galdosiano que tenían algunas escenas62.

El estreno tuvo lugar el 29 de noviembre de 197863. La crítica reaccionaria no desaprovechó la oportunidad de mostrar la inquina que sentía por el autor y por lo que representaba políticamente. Sirva como ejemplo la de Antonio Valencia, en la que pueden leerse párrafos como estos:

Pieza breve y en cierto modo de circunstancias, en la que la poesía -la que puede asomar la cabeza-, la residual gracia expresiva neopopular de Alberti, su capacidad estética en el conocimiento de la pintura, necesitan sostenerse en pie como pueden sobre la escena gracias a la dosis de activismo político que llevan en suspensión.

[...]

La obra se montó apoyada por un aparato propagandístico en el prólogo de situación [...], que en parte es una tabarra tópica realizada según la falsilla brechtiana, sobre el que se encarama la pieza de Alberti.

[...] El resultado es un bodrio movido y gritón, en donde los planos, la estética y la esencia de cada rama de personajes (que es posible que liguen en unidad teatral en la mente de Alberti o del director) arman un colosal barullo.

[...]

Los actores más patentes eran piezas de un cártel de propaganda que no se diferenciaban de la miliciana gorda que voceaba sus consignas por el patio de butacas64.



La de Antonio Valencia no fue la única crítica escrita en ese tono. Respecto a las que de verdad interesan digamos que, en las referidas al espectáculo, las opiniones estuvieron divididas, aunque fueron más numerosas las negativas. Entre las favorables destaca la de Enrique Llovet. Decía que Salvat había desentrañado un orden de valores sonoro y otro de valores plástico, cada uno con sus ritmos propios, descompuestos, además, en cadencias que iban del hiperrealismo al surrealismo, pasando por el esperpento y el trabajo directo. Elogiaba el trabajo del Equipo Crónica y el de los actores, que, en su criterio, habían asumido la propuesta de la dirección de integrar la mitología literaria con la mitología pictórica, buscando una síntesis superior para rendir un homenaje demostrativo a la unidad de las artes cuando las reúne un espacio escénico. Ese esfuerzo, que le parecía enorme, se ampliaba por la decisión no evasiva de Salvat, que había mantenido su trabajo integrador dentro de las coordenadas realistas65. Muy distinto era el juicio de otros críticos. Lorenzo López Sancho elogiaba el esfuerzo de Salvat y de sus colaboradores por cubrir con valores plásticos la poquedad de la pieza y, aún reconociendo la belleza de algunas escenas, consideraba que el espectáculo daba poco de sí. Entendía que, para salvarlo, se había introducido la exposición histórica de Del Amo y de Bilbatúa, a la que calificó de pobre y aburrido recitado a la manera de los locutores de radio que se reparten caprichosamente el texto de los anuncios, que nada aportaba al original de Alberti66. Para Manuel Gómez Ortiz, se trataba de un intento fallido, con algunas dosis de bilis y una pesada conferencia troceada. No veía en el escenario ni a Goya, ni a Picasso, ni creaciones pictóricas de nadie, sino sólo cromos desvaídos de un álbum infantil como el que regalaban las casas de caramelos. No consideraba que aquello fuera teatro político. A lo que le olía era a mitin de vanguardia guerrera. Tampoco encontraba rasgos solanescos, ni elementos realistas apuntando a surrealistas. En definitiva, para él, ni aquello era pueblo, ni su fiesta, ni su guerra67. Eduardo García Rico explicaba que, en el escenario, se sucedían diversos juegos teatrales bajo el signo de la rebeldía contra la injusticia, unas veces en clave de burla y, otras, de antiviolencia, pero que la sustancia dramática de esos juegos resultaba endeble, casi inexistente68. Alberto Fernández Torres reconocía el ímprobo trabajo realizado por Salvat, cuyo profundo conocimiento de la obra prometía garantizar un buen resultado, pero se lamentaba de que no hubiera sido así. Le parecía buena y coherente la idea del nuevo prólogo, ya que aproximaba la obra al teatro político de Piscator, pero no que resultara excesivamente larga y redundante y, sobre todo, que el montaje siguiera luego otros derroteros. Sobre éste, destacó la falta de desarrollo de la acción, lo que unido a que cada escena iba por su lado, sin ensamblarse con la precedente, ni con la siguiente, hacía el espectáculo confuso69.

Pablo Corbalán puso el dedo en la llaga al expresar su dificultad para situar la obra en el contexto teatral adecuado. En su crítica decía:

Al llamar pieza escénica a la obra estrenada ahora en el María Guerrero [...] lo hago con la misma indecisión clasificatoria que obligó a su autor a definirla como «aguafuerte». Está claro lo que tal término designa -algo que pertenece a las artes plásticas y no literarias- y por eso hay que preguntarse qué es lo que es Noche de guerra en el Museo del Prado. ¿Es un drama, es una tragedia? Resulta inútil forzar las cosas con la rígida preceptiva en la mano. Por eso yo diría que esta pieza escénica es simplemente un poema escénico, un poema representable, aunque más complejo y más extenso que los reunidos por Alberti en uno de sus libros poemáticos. Pero si esto es así, también lo es que Noche de guerra... resulta ocupar, a mi modo de ver, junto a El adefesio, la cumbre de la producción dramática del gran poeta. Alberti llega al virtuosismo de la síntesis que el teatro requiere al aunar una serie de elementos, desde lo épico a lo lírico, desde lo político a lo popular, desde lo exquisito a lo esperpéntico, bajo el signo de un arrebato heroico70.



Por su parte, José Monleón temía que el discurso conceptual de Alberti, las referencias históricas, las formulaciones ideológicas y, en general, todo cuando se advierte de inmediato en una primera lectura de Noche de guerra en el Museo del Prado pudiera carecer de valor si la escena no consigue hacernos sentir el acoso al mundo de los sentidos de la metralla y de la negrura, de la muerte a la pintura. Se preguntaba cómo sería posible materializar escénicamente ese acoso. Creía que, en el ámbito de nuestras tradiciones teatrales, dominadas por lo conceptual y lo literario, era enormemente difícil. Nuestros escenarios, decía, son muy pobres en imágenes y resuelven casi siempre con ligereza el papel de la luz, de los cuerpos, de rostros y, en fin, de cuanto no sea la conformación de una iconografía estereotipada en la que apoyar los diálogos. Al referirse a la puesta en escena de Salvat, censuraba que se hubiera apoyado en todo lo que contiene el drama de documento histórico. La escenografía, que describía como una grande y amazacotada escalinata, era, en su opinión, una rotunda negación de la dimensión pictórica de la obra, en la que no aparecían diferenciados los personajes de carne y hueso de las figuras goyescas o de las que representan pinturas puras71. Sin embargo, frente a los que reprocharon el carácter frío y verbal del montaje, a los que dijeron que la obra no permitía otra cosa y se metieron así con el autor72, a los que defendieron a un tiempo el drama y su montaje ciñéndose a su valor histórico, sostenía que la obra debería contar con otro tipo de imágenes, menos narrativas y más capaces de mostrar en sí mismas la condición de tanta belleza arrinconada en los desvanes del Museo. Monleón reconocía que Alberti era poeta antes que político o dramaturgo y aventuraba que su teatro se salvaría, no por lo que dice, ni por la sabiduría teatral en el modo de decirlo, sino por lo que tiene de ruptura del marco de siempre, por su capacidad mítica, por su apelación a una sensorialidad pictórica y por su gozo existencial. Pero aseguraba que no había llegado el momento. Celebraba, eso sí, que se hubiera estrenado la obra, pero se reservaba el juicio definitivo a una futura puesta en escena libre de hipotecas. Un cuarto de siglo después, el momento ha llegado.

El estreno ha tenido lugar en noviembre de 200373. Meses antes, se había hecho, en Barcelona, una lectura dramatizada dirigida por Salvat, que, sin duda, le fue útil para diseñar la puesta en escena que ya le había sido encargada74. Como en ocasiones anteriores, el texto ha sido modificado. Respecto al del año 78, ha desaparecido el prólogo expositivo de Miguel Bilbatua y Álvaro del Amo, pero se han incorporado escenas en las aparecen nuevos personajes, como María Teresa León, García Lorca, Salvador Dalí y Maruja Mallo. Para Ricard Salvat, estos y los anteriores trasvases dramatúrgicos, han ido enriqueciendo la obra, que, en su opinión, ha mejorado con el paso del tiempo. Es innecesario decir que Salvat no comparte la opinión de los que hablan de la «imposibilidad» del teatro de Alberti. Al contrario, alaba la gran capacidad de riesgo, aventura y creación artística del autor, que le parecen más evidentes ahora, cuando los adelantos técnicos de los últimos años y la ruptura con las viejas fórmulas del teatro occidental han derribado muchas barreras que parecían infranqueables. Su puesta en escena trata de confirmar estos extremos y todo, en ella, está concebido para mostrar los infinitos planos y rellanos dramatúrgicos, estéticos políticos e históricos presentes en lo que no duda en calificar de texto admirable. La crítica ha reconocido su esfuerzo por hacerla representable, destacando la excelente utilización que ha hecho del espacio escénico y la plasticidad de las imágenes teatrales que ha creado, llegando a elevar el montaje a la categoría de gran espectáculo digno de un Teatro Nacional. No ha gustado, en cambio, la incorporación de textos que ha llevado a cabo, innecesarios para muchos y, sobre todo, que rompen el ritmo de la obra.

Sin embargo, los esfuerzos de Salvat no han sido suficientes para que las reticencias que despierta esta obra y, por extensión el resto del teatro albertiano, sean superadas. Lejos han quedado, en esta ocasión, las polémicas extrateatrales de antaño y el argumento de la obra ya no es visto como la proclama apasionada contra los enemigos de la República de un poeta comunista. Son otros los valores que se desprenden de la obra, válidos para los tiempos que vivimos y que son los que otorgan vigencia a su contenido. Pero no es esa la cuestión que nos ocupa, sino la de determinar la condición de dramaturgo de Alberti. Una vez más, buena parte de la crítica ha insistido en negarla. Javier Villán no considera que Alberti sea un autor cuajado, a pesar de aquel grito subversivo con el que condenara la podredumbre del teatro español de su época. En su crítica afirma que los arrebatos visionarios de los cuadros del Prado tienen una sustancia teatral indudable, más inconclusa. Mérito de Salvat es, asegura, haber extraído de esa materia la savia epopéyica y grandiosa de raíz popular que proporciona al espectáculo su gran belleza plástica75. Haro-Tecglen, por su parte, niega que Alberti fuera autor de teatro y añade al cuestionable argumento de que sus obras están iluminadas por la palabra y por la pasión del militante comunista, que, en Noche de guerra..., las escenas inspiradas en las pinturas de Goya y en las de otros pintores se mezclan sin unión y, a veces, sin relación alguna con el tema del que trata. Ello no le impide reconocer que el verso de Alberti sigue sonando muy valioso76. ¿Quién puede negarlo? Nadie. Y eso nos devuelve al principio de estas páginas. Que Alberti es más poeta que autor de teatro, está, desde mi punto de vista, fuera duda. Pero su obra dramática no es, en absoluto, despreciable. Ocupa un lugar destacado en el panorama del teatro español del siglo XX y, entre otros méritos, hay que reconocer su papel en el intento de renovación del teatro español, comparable al que jugaron, desde presupuestos distintos y también con escasa fortuna, escritores que triunfaron en otros campos literarios, como Unamuno, Azorín o Gómez de la Serna. Estaremos en el buen camino cuando logramos que cada estreno de una obra de Alberti no sea un examen en el que se juega su condición de dramaturgo, cuando sus poemarios dejen de ser el soporte de espectáculos a mitad de camino entre el recital poético y la representación teatral y, en fin, cuando alguien se decida a rescatar para la escena algunas de sus piezas nunca representadas entre nosotros, como El trébol florido.



(Gonzalo Santonja (ed.), El color de la poesía (Rafael Alberti en su siglo), Tomo II, Madrid, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, 2004)





 
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