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ArribaAbajoLa amapola



       Flor solitaria y silvestre
Que a la luz sacas del sol
Cuatro pendones de púrpura
Que guarda tosco botón;
Pues en el campo te quedas
Y yo del campo me voy,
Tú con tus hojas de fuego
Y con mis lágrimas yo,
Dile al alma de mi alma
Que voy muriendo de amor;
Que entre tus hojas la dejo
Un ósculo y un adiós.
Porque tú, que habitas triste
En las soledades, flor,
Los espinos por abrigo,
El césped en derredor,
Por armonías, del aire
La ruda y salvaje voz,
Sin tallo que te sostenga
Cuando, a la lumbre del sol,
Brotando en agua las nubes
Se revientan en turbión;
Tú, flor, que ostentas tan sola
Tan encendido color,
Que me pareces tostada
Al calor de un corazón,
Bien puedes ser mensajera
De un enamorado adiós:
Que tan sola, pobre y débil,
Tan sin follaje ni olor,
De pasar en amargura
Tu existencia de aflicción,
Más razón no se me alcanza
Que tu solitario amor.

       Porque expuesta al rudo viento
Y a la intemperie olvidada,
Recuerda tu nacimiento
La soledad y el tormento
Del ánima enamorada.
   Porque insensible a otra idea
Que al delirio de tu amor,
El zarzal que te rodea
Y el vendaval que te orea,
Dan encanto a tu dolor.
   Ni sientes del cierzo el ala
Que te sacude y arruga,
Ni cómo el tronco te escala,
Hollando la torpe oruga
Tu tosca y silvestre gala.
   Ni cómo el áspero espino
Te rasga el manto de grana
Cuando sacude sin tino
Sobre tu pompa liviana
Su ropaje campesino.
   Y pues sé, triste amapola,
Que ese encendido color
Que el rojo sol tornasola
No es más que un barniz de amor,
Y por amor vives sola;
   Pues yo parto por amores
¡Oh flor! muy lejos de aquí,
Y en ti no he encontrado olores
Como encontré en otras flores
Que por los jardines vi,
   En tu cáliz dejo preso
Un ósculo y un adiós;
Si te agobia tanto peso,
Guárdale a mi amor el beso,
Que para ella son los dos




ArribaAbajoLa noche y la inspiración

A mi amigo el artista D. Julián Romea.





I

       La noche, sobre el mundo desplomada,
Tendió en él de su sombra el ancho velo,
Porque su sueño no turbase osada
La lumbre de las lámparas del cielo.
   Pero temiendo acaso que le ahogara
Con tan espesa red sombra importuna,
Antes que con pavor se desvelara
Trepó al cenit la transparente luna.
   A la amarilla luz con que ilumina,
Cobíjase la sombra en los rincones;
Y reflejan su llama peregrina
Ríos, fuentes, pizarras y balcones.
   Como en delirio de amoroso ensueño
De la virgen sonríe el labio amante,
La tierra desplegó su adusto ceño
Al fugitivo resplandor errante.
   Duerme allá en su palacio el poderoso,
Duerme el pastor cansado en su cabaña,
Éste tranquilo, el otro receloso
Soñando avaro la fortuna extraña
   Duerme al pie de sus armas el soldado,
Duerme el mendigo tras de larga vela,
Mientras por éste vela su cuidado
Y por aquél el tardo centinela.
    Duerme el ave en las ramas guarecida,
Duerme la fiera en su morada impura,
Aquélla por las ráfagas mecida,
Ésta al rumor del agua que murmura.
   Deslízase la brisa temerosa,
Guardan las nubes la tormenta inerme.
Todo entre sombras a la par reposa,
El viento calla, la tormenta duerme.
   Tú, dulce amigo, que en la noche umbría
Al grato son del arpa melodiosa
Ensayabas cantares algún día
Bajo el balcón de tu adorada hermosa,
   Déjame que hoy en soledad delire,
Y a delirar contigo me aventure,
Que en tus brazos un hora en paz respire
Y del dormido mundo en paz murmure.
   Yo soy el que cantó fiestas y amores
En insensatos himnos juveniles,
Y el arpa tosca coroné de flores
Al ensayar mis cánticos pueriles.
   Yo soy el que soñó gloria y laureles,
Y con la vida en mi ilusión luchando
Orlé el mundo de falsos oropeles
Allá en mi loca juventud soñando.
   Ya desperté: mis fábulas soñadas,
Mis delirios de amor, perdí en el viento,
Y el viento, como ramas desgajadas,
Las apartó del tronco macilento.
   Hoy no conservo de la edad primera
Más que la voz un poco enronquecida,
Y el velo de la negra cabellera
Sobre la frente sin color tendida.
   Quédame de mí mismo la esperanza
Y el afán de cantar mientras aliente,
Mientras gravite en la vital balanza
La vanidad del corazón demente.
   Quédame aún altivo y vigoroso
De noble inspiración el fuego santo,
Quédasme tú, poeta generoso,
Para escuchar mi desmayado canto.
   Tú, que vas a las tumbas de los hombres
A buscar un disfraz y una careta
Para escudar con los difuntos nombres
Tas amargas creencias de poeta.
   Tú, que al abrigo de ignoradas leyes,
Con la antifaz de un muerto, en gesto bravo
Parodias los esclavos y los reyes
Riéndote del rey y del esclavo.
   Tú, que en la farsa del ocioso mundo
Preparando otra farsa al mando mismo,
Lo das a devorar su cieno inmundo
En formas de virtud y de heroísmo.
   Quédasme tú, y la noche silenciosa
Con su turbio fanal, tocas azules;
La soledad del bosque religiosa
Con su manto de pinos y abedules.
   Quédame el templo con su acorde coro,
Sus capillas, sus lámparas o altares,
Su santa cruz, sus incensarios de oro
Y sus gigantes góticos pilares.
   Quédame el mundo sin la imbécil farsa
Que en su tablado inmenso se coloca,
Todo el teatro, en fin, sin la comparsa
Que bulle en él desenfrenada y loca.
   No más la cantaré sus devaneos;
Ya se acabó mi cántico mundano,
Que me cansan sus falsos galanteos
Y el necio aplauso de su torpe mano.
   Ronca la voz y seca la garganta,
Expiró mi cantar, rompí mi lira,
Sólo mi lengua mis caprichos canta,
Sólo esa farsa compasión me inspira.
   Puesto que un mundo me fingí tan bello
Cuanto le encuentro descompuesto y loco,
Hoy por la turba impávido atropello
Porque le creo a mis delirios poco.
   Y hoy, a la lumbre de la blanca luna
Escúchame la inspiración sublime,
Que me bulle en el ánima importuna
Y el perezoso corazón me oprime.
   Porque ese cielo azul y esa ancha sombra
Que mitiga la luz que el sol enciende,
Con que la noche su palacio alfombra,
Y esa brisa fugaz que el aura hiende,
   Y ese mudo y silencio pavoroso
Que regala el cansancio del oído,
Y en pabellón convierte de reposo
El mundo que a sus pies yace dormido,
   Son una inspiración dulce, tranquila,
Vaga, armoniosa, en que se aduerme el alma,
En que el dudoso corazón vacila....
La que habló Calderón y agitó a Talma.
   Ésa no la conocen los profanos
Ni revelarla osó ningún profeta:
¡Oh! Ven; que mientras duermen los mundanos
Yo siento en mí la inspiración inquieta.
   Óyela tú, que brota solitaria
Para ti, en tu pacífico retiro,
Como amorosa y lánguida plegaria,
Como amistoso y postrimer suspiro.




II


       Pende del cenit la luna,
Reverberan las estrellas,
La vida se vierte de ellas
Porque pensar es vivir.
Vacila inquieta la mente,
El pensamiento medita,
Ociosa el alma se agita
Y deliramos sentir.
   Cual mana en oculta peña
Cristalina y mansa fuente,
Crea imágenes la mente
Que se ofuscan al brotar.
Nos presta honda, solitaria,
Una idea el pensamiento,
Y sin gozo y sin tormento
La sentimos resbalar.
   Una idea libre, vaga,
Turbulenta, revoltosa,
Un fantasma de una cosa
Que no hemos visto jamás;
Una fosfórica llama
Que nos sigue y la seguimos,
Adelante si la huimos,
Si la buscamos, detrás.
   Idea que brota informe
En la languidez del alma,
Que nace y muere en la calma
Del placer o del pesar;
Una idea que no estorba
Para ver lo que se mira,
Que nada en el alma inspira
Y en nada deja pensar
   No es mujer, demonio, ni ángel,
No es esperanza ni gloria,
Pero existe en la memoria
Sin fuerza y sin voluntad;
Si el alma padece es triste,
Y si goza es lisonjera,
Y si el alma desespera,
La idea es la eternidad.
   Esa idea nos agobia,
Se revuelve y se acrecienta
De la noche amarillenta
Al silencioso rumor;
Y el susurro de una brisa,
El murmullo de una fuente,
La mantienen en la mente
Sin hacérnosla mejor.
   Entonces es cuando el hombre
Piensa sin saber qué piensa,
Y aborta una idea inmensa
Sin concebirla tal vez;
Entonces es cuando mira
En la tierra un hondo foso,
Y un pabellón de reposo
Del cielo en la brillantez.
   La soledad y el silencio
Exhalan vaga armonía
Que en el oído no oiría,
Y atenta el alma escuchó.
Una música con formas
Que al resbalar en la mente
Nos deja lánguidamente
La idea de que pasó.
   Entonces nuestros sentidos
En blandos sueños deliran,
Y en torno al ánima giran
Ilusiones mil a mil.
El oído oye murmullo,
El olfato aspira olores,
Los ojos crean colores
En delirio tan pueril.
   Vemos entonces paisajes
Con ruinas, templos y fiestas,
Y oímos coros y orquestas
Y suspirar y reír;
Sentimos ríos que corren,
Vistosas aves que vuelan,
Manantiales que rïelan
Por entre juncos salir.
   Vemos en vasta llanura
Sotos y villas lejanas,
Y oímos de sus campanas
El apagado doblar;
Vemos formas misteriosas
Que sonríen pasajeras,
Y lumbre de mil hogueras
Que reflejan en la mar.
   Vemos árboles, cascadas,
Insectos, monstruos y flores
Que nos dan ricos colores,
Y movimiento que ver;
Vemos un mundo cerrado
En transparentes encajes,
Entre flotantes celajes
Cercano a desparecer.
   Y oímos dentro del pecho
El uniforme latido
Del corazón abatido
Que dentro volando está,
Como un reloj cuya péndola,
Sorda, monótona y lenta,
Los pasos del tiempo cuenta
Que a hundirse en la nada va.
   En este estado sin nombre
Ni dormimos, ni velamos,
Vemos lo que no miramos,
Sentimos lo que no es.
Y a un movimiento, a un suspiro
Que olvidados exhalemos,
Todos nuestros sueños vemos
Pavesas a nuestros pies.
   No es dormir y se despierta,
No es muerte y se vuelve a vida,
Y allá en la mente escondida
Se levanta una creación.
Entonces el pintor pinta,
El músico escucha y toca,
Y el poeta halla en su boca
Palabras de inspiración.
   Entonces siente arrobado
De fuego su pensamiento,
De fuego el osado aliento,
De fuego el habla mortal;
Hay un volcán en su lengua,
Y un volcán en su mirada,
Y cruza el mar de la nada
Con su mirada inmortal.
   Entonces escribe Byron,
Entonces pinta Murillo,
Y el sol vierte escaso brillo
Para su aborto alumbrar;
Entonces Hoffman delira,
Y en torno de su ponchera
Como en torno de una hoguera
Ve sus fantasmas flotar.
    Entonces Calderón llama,
Y a su vigoroso acento,
Cielo, infierno, en un momento
Parecen delante de él.
Y paseando allí sus ojos,
Seres buscando inmortales,
Sus Autos sacramentales
Arroja al mundo en tropel.
   Entonces el cuerpo duerme,
Este alcázar de ceniza
Que el ánima diviniza
Por ser cárcel de los dos,
Mientras ella, libre, ufana,
Hija de celeste prole,
De su estirpe soberana
Demanda cuenta a su Dios.
   El mundo ansiosa registra
Sin respetos ni barreras,
En pos de lindas quimeras
Con que hacer mando mejor;
Y ni templos, ni palacios,
Ni presentes, ni futuros,
En la nada están seguros
De su ímpetu creador.
   A su voz dejan los muertos
Sus encierros funerarios,
Envolviendo en los sudarios
Lo que queda de su ser;
Santos, criminales, niños,
Esclavos, soldados, reyes,
Sus caprichos como leyes
Se aprestan a obedecer.
   Entonces la tierra es fango
Ante su origen divino,
El universo mezquino
A su noble inmensidad;
Dios es el fin de su raza,
Es la atmósfera su aliento,
Su alcázar el firmamento,
Su tiempo la eternidad.
   Entonces brota en sonidos
El fuego febril del alma;
Lope, Schiller, Máiquez, Talma,
Atan el mundo a sus pies.
Y entonces ¡oh actor poeta!
En tu espíritu altanero,
Ni el poeta está primero,
Ni el actor está después.
   Es el teatro tu imperio,
Es el pueblo esclavo tuyo,
Tus derechos el misterio
De tu osada inspiración;
Y nosotros, los profanos,
Asombrados te rendimos
Sonoro aplauso en las manos,
Respeto en el corazón.
   Y en la altivez de tu orgullo
Llegan a ti nuestras voces
Como el imbécil murmullo
Que alza un insecto al volar;
Y a tu vista somos sólo
Nosotros, un pueblo entero,
Un revoltoso hormiguero
Que va tu planta a cegar.
   Entonces, magnates, reyes,
Caudillos, conquistadores,
Privados, emperadores,
Son allí menos que tú;
Y ante tus falsos disfraces
Es tierra, harapos y talco
Cuanto ostenta altivo palco
De oro, perlas y tisú.




ArribaAbajoUn recuerdo de Arlanza



       Río Arlanza, si las fuentes
Que en Burgos te dan el ser
No cegaron sus corrientes,
Y aun en ti van a verter
Sus cristales transparentes;

       Si tus ondas revoltosas
Entre arenas amarillas
Se deslizan bulliciosas,
Bañando las mismas rosas
Sobre las mismas orillas;

En verdad que en una altura
Hay un pardo torreón
Que pinta en el agua pura
Su descarnada figura
Como extraña aparición.

   Acaso tú, río Arlanza,
No te acuerdes de su nombre,
Porque a ti no se te alcanza
Con cuánto afán compra el hombre
El placer de la esperanza.

   Tú cruzas el campo ameno
Entre flores susurrando,
Y pasas libre y sereno
Del triste que queda ajeno
En la ribera llorando.

   Tú río, que nunca amaste,
No guardas en la memoria
Los lugares que dejaste,
Que no te importa la historia
De los que una vez pasaste.

   No sabes, sonoro río,
Lo que pesa un pensamiento,
No sabes cómo en el mío
Me atosiga y da tormento
Ese peñasco sombrío.

Pero ¿qué extraño que ignores
Su nombre y el de su gente,
Si sus escombros traidores
Desplomó sobre la frente
De sus caídos señores?

   Si al tender por ese llano
Los perfiles de tus olas
Hallas un cerro cercano
Envuelto en tapiz liviano
De silvestres amapolas;

   Donde tu corriente clara
Entre los juncos se pliega
Y en un remanso se para
Que de los restos se ampara
De Celada y de Pampliega;

   Allí Arlanza, has de encontrar
Una torre en una altura;
Mírala ¡oh río! al pasar,
No te avergüence el andar
Arrastrando por la hondura.

Que sin foso y sin rastrillo
Verás sólo un torreón,
Solitario y amarillo,
Que ayer se llamó castillo
Y hoy el alto de Muñón.

    Ya son presa del olvido
Sus blasones y baluartes;
Mírale, Arlanza, atrevido;
Sus gentes, cuando han huido,
Perdieron sus estandartes.

   Mira ¡oh río! en caridad,
Si de ese fantasma al pie
Una afligida beldad
Llorando tal vez se ve
Su amor y su soledad.

   Y si en tu margen desnuda
Las resbaladizas ondas
Contempla llorosa y muda,
Antes, río, la saluda
Que por la vega te escondas.

   Y no la dejes ¡oh río!
Por respeto o por temor
De su doliente desvío;
El llanto que vierte es mío,
Que está llorando de amor.

   ¡Ay de la blanca azucena
Que sin lluvia bienhechora
Se agosta en la seca arena!
¡Ay de la niña que llora
Sobre las aguas su pena!

   ¡Ay de la angustiada hermosa
Por cuyos ojos deliro,
Por cuyos labios de rosa,
Por cuya risa amorosa
Enamorado suspiro!

   ¡Ay de la que piensa en mí
En la margen del Arlanza!...
¿Qué aguardas, hermosa, di,
Sin consuelo ni esperanza,
Tan acongojada aquí?

   ¿Por qué tas alegres horas
Vertiendo lágrimas pierdes
Sobre las ondas sonoras
Que cruzan murmuradoras
Por esas campiñas verdes?

   Esas aguas, que hallan flores
En la ribera al pasar,
Por más que sobre ellas llores
Nunca tus cuitas de amores
Sabrán, niña, consolar.

   Ni por más que tu amargura
En son de queja las cuentes
A la falda de esa altura,
Movidas de tu hermosura
Han de parar sus corrientes.

   Porque ajenas de tu afán,
Por el valle resbalando
Indiferentes irán;
y nunca más volverán
Aunque tú quedes llorando.

   Ni pienses que has de venir
A contarme el desconsuelo
En que te vieron gemir,
Que a darnos no alcanza el suelo
Más placer que el de morir.

   El cielo nos dió pasiones,
Nos dió luz, vida y calor,
Pobló el alma de ilusiones,
Mas negó a los corazones
El consuelo en el dolor.

   Tanta luz, tantos colores,
Tantas galas y primores,
Son mentira y oropel,
Que el mundo alfombra con flores
Los pantanos que hay en él.

   Las flores se desvanecen
Y corrompidas no aroman,
Los ríos furiosos crecen,
Y torrentes se desploman
Sobre el prado que florecen.

   Lo que ayer palacio fue,
Hoy vemos informe ruina
Por más que el grosero pie
Mirando su sombra esté
Sobre el agua cristalina.

   De ese adusto monumento
Que levanta en el espacio
Su esqueleto ceniciento,
Demándale, niña, al viento
Si fue cárcel o palacio.

   Demándale al claro río
Que baña el valle que habitas,
Qué hizo ayer el tiempo impío
Del feudo y del poderío
De esa peña en que meditas.

   Pregúntale qué se hicieron
Los nobles de esa Castilla,
Los castillos que vivieron,
Los planteles que tuvieron
En su ribera amarilla.

   Pregúntale qué misterio
Encubre esa cruz que riega,
Cual árbol de un cementerio,
Donde tuvo un monasterio
Para sus reyes Pampliega.

   Pregunta si entre las rejas
De su bizantino muro
Oyó las amargas quejas
Del rey que en su templo obscuro
Lloró virtudes añejas.

   Pregunta si oyó decir
Al monarca en su abandono
Que un puñal lo hizo subir
Los escalones del trono,
Y un vaso se le hizo huir.

   Para escoger le llamaron
Entre morir o reinar;
Los que ayer le coronaron,
Su venia no demandaron
El tósigo a preparar.

   ¡Triste Wamba! Por mancilla
La púrpura te vistieron
Esos grandes de Castilla
Que tu sepulcro tendieron
A las puertas de esa villa.

   ¡Río Arlanza! ¡Río Arlanza,
Que el florido campo pules
Derramándote en holganza,
Tan frágil es mi esperanza
Como tus ondas azules!

   ¡Quién pudiera, río manso,
Resbalando indiferente
Hallar como tú descanso
Cuando apilas tu corriente
En escondido remanso!

   Pues pasas murmurador
Bordando el campo de flores,
Arrulla, ¡Arlanza!, el dolor
De esa niña sin amores
Que está llorando de amor.

   Dila, Arlanza, que ha mentido
Quien encontró a mis cantares
El placer que no he sentido,
Que en ello gozo he fingido
Por adormir mis pesares.

   Dila que si suelto al viento
Al compás del arpa loca
Alegre y báquico acento,
Es que cierro a mi tormento
Los caminos de mi boca.

   ¡Río Arlanza! ¡Río Arlanza,
Que el florido campo pules
Derramándote en holganza,
Dila que está mi esperanza
Cabe tus ondas azules!




ArribaAbajoA Roma



       Aun niño, me contaron
Un no sé qué de césares y reyes,
De alcázares que alzaron,
De imperios que asolaron
Para escribir con sus escombros leyes.

       Y yo me imaginaba,
Allá en mi débil pensamiento loco,
Cuando en Roma pensaba,
Que cuanto grande hallaba
Para fingirlo en Roma, era bien poco.

       Palacios imperiales,
Circos y templos, acueductos, fuentes,
Trofeos colosales,
Obeliscos triunfales,
Termas, jardines, pórticos y puentes;

   Perfumes, y oro, y ruido,
Y sabios, y vestales, y guerreros,
Soñé desvanecido;
Y todo confundido,
Como los días de mi edad primeros.

   ¡Pobre niño ambicioso!
No contó con las sordas tempestades
Del tiempo proceloso,
Que arrebata impetuoso
Reyes, palacios, gentes y ciudades.

   Y ciego y exhalado,
A impulso de mi joven fantasía,
Voló desatentado
A ver lo atesorado,
Lo que pensaba yo que no moría.

   Tras ese haz de despojos
Que al ancho Tíber las espaldas doma,
Me prosterné de hinojos,
Para tornar los ojos
A sorprender la eternidad de Roma.

   Y ahí encontró tendida
Esa Roma, terror de las naciones,
Desplomada y hundida;
Ramera embrutecida,
Hija de lobos, madre de Nerones.

   Leona agonizante,
Que rabiosos los tigres dividieron,
Y a su raza triunfante,
La presa palpitante
De sus cachorros en venganza dieron.

   Púrpura del tirano
Que dio su vida en prenda de mil muertes,
Y el esclavo villano,
Con insolente mano,
Echó sobre ella y sobre el trono suertes.

   ¿Qué se hicieron, señora,
Tus severos y nobles senadores?
Tu gente vencedora,
¿En dónde oculta ahora
El sitial de tus libres dictadores?

   ¿Dó están los ciudadanos
Que nacían señores de la tierra,
Vasallos soberanos,
Cuyas potentes manos
Daban al universo paz o guerra?

   ¿Dó están esas legiones
Que a su placer la púrpura ofrecían,
Y por altas razones,
A las otras naciones
Enviaban nuevo rey cuando querían?

   ¿Dó están esos valientes
A quien seguían miles de soldados
A avasallar las gentes,
Arrastrando insolentes
Los vintos reyes a su triunfo atados?

   ¿Dó está, Roma caída,
Aquella multitud que iba serena
A tus circos, servida
Con ver cómo la vida
Jugaban sus esclavos en la arena?

   ¡Tú sola te perdiste!
¡Tú sola ¡oh Roma! tu grandeza hollaste,
Pues la prez que te diste
Velarte no supiste,
Y tu seno con crímenes manchaste!

   Porque diste humillada
A un César un puñal y una corona,
Su raza entronizada
En tu cerviz hollada,
Por eso cantos de furor entona.

   Por eso en sus salones
Tus matronas tomó por concubinas;,
Por eso a sus legiones,
Con tan torpes lecciones,
Hizo a Roma poblar de Mesalinas.

   Y en su embriaguez y hartura,
Contando como perros sus vasallos,
Quisiera en su locura
Esa progenie impura,
Palacios levantar a sus caballos.

   Y por eso, de flores
Coronada la sien, iban beodos
Esos emperadores,
Los crímenes mayores
A presenciar, para saberlos todos.

   Por eso ardías, Roma,
Mientras Nerón al resplandor cantaba;
Y al par que se desploma
Tu grandeza, el aroma
Del humo ardiente tu señor gozaba.

   Por eso en tus hogueras
Morían inocentes los cristianos,
Y tus legiones fieras,
En dobladas hileras,
Apoyaron la ley de tus tiranos.

   Por eso del Oriente,
Tras el pendón del Redentor divino,
Bravo tropel de gente
Vino, y clavó en tu frente
El Lábaro triunfal de Constantino.

   Y por eso más tarde,
Tu hora fatal atentos esperaban
¡Y ansiando que no tarde!
Los que en vejez cobarde
Del desierto al lindel te contemplaban

   El desierto dejaron
Los que tu fértil, opulento y rico
Imperio devastaron;
Y en sangre se bañaron
Las formidables hordas de Alarico.

   Del desierto vinieron
Los hijos de esa raza que aniquila
Cuanta pompa en ti vieron;
Y tus muros se hundieron
Bajo el caballo del sangriento Atila.

   «¡Sangre! ¡Exterminio! ¡Fuego!
»¡Cebaos ahí en carne de villanos!»,
Gritaba, de ira ciego.
«¡Que no se encuentre luego
»Uno con libertad de esos romanos!

»Sangre a beber vinimos.
»¡Hartaos de sangre, mis sedientos perros!
»¡Doquiera que estuvimos,
»Que muestre que vencimos
»La marca funeral de nuestros hierros!

»¡Sangre! ¡Exterminio! ¡Fuego!
»¡Sangre, lebreles! Si sus dioses hallo
»Y hasta su templo llego,
»Venid a verlos luego
»Atados por los pies a mi caballo.»

   Y así Atila clamando,
Giró en carrera rápida y violenta,
Sus tigres azuzando,
La ancha espada mostrando
Hasta el torcido gavilán sangrienta.

   ¡Fiesta horrible, espantosa;
Festín de sangre en tu recinto dieron!
¡Oh Roma poderosa!
La sangre generosa
De tus hijos, los bárbaros bebieron.

   La compasiva luna
Requirió los cendales enlutados
De la sombra oportuna,
Por no ver tu fortuna
Hecha presa y botín de sus soldados.

   ¿Qué te quedó aquel día
¡Oh Roma! de tu espléndida grandeza?
¿Quién lloró tu agonía?
¿Quién, como tú, gemía,
Sosteniendo en sus brazos tu cabeza?

   ¡Otra amorosa gente,
Víctima del furor de tus tiranos,
Enjugó diligente
El sudor, de tu frente
Con maternales y dolientes manos!

   Otra raza más pura,
En vez de tus Penates y tus Lares,
Te prestó en tu amargura
Otro Dios de ventura,
Otro templo mejor y otros altares.

   Mas tú, infame ramera,
Por el antiguo vicio ya estragada,
A tu maldad primera
Volvistes altanera,
Tal vez sin fuerzas, pero no cansada.

   Y tornaron más fieros,
Con leyes de piedad, otros Nerones,
Que lobos carniceros,
Con pieles de corderos.
Volvieron a dar sangre a las naciones.

   Y tornaron, profanas,
-A levantarse torpes cuncubinas
Tus bellezas livianas,
Tornaron las romanas
A aprender el papel de Mesalinas.

   Y tornaron ladinos,
En lugar de tus monstruos imperiales,
Otros reyes dañinos
En faz de peregrinos,
Ornados de capelos y sayales.

   ¡Tuya es la culpa ¡oh Roma!
Tuya es la culpa y de tu suelo ardiente
Si te hundió tu carcoma,
Del rojo sol que asoma
Por ese azul y voluptuoso Oriente!

   Culpa es de esos jardines
Que brotan fuentes, y árboles, y flores,
Y toldos de jazmines,
Que inspiran los festines
Y el vértigo carnal de los amores.

   Ciudad de las ciudades,
Aguila vieja, cuya frente hollaron
Las negras tempestades
En que tus mil edades
Sobre tu cana frente reventaron.

   ¡Adiós, con tus señores!
Y ¡guay! que mientras tú duermes tranquila,
No tornen vencedores
Los tigres vengadores
De las legiones del sangriento Atila.

   ¡Guay, no vuelva azuzando
Sus tigres de su cólera violenta,
Sin compasión clamando,
La ancha espada mostrando
Hasta el torcido gavilán sangrienta!

       «¡Sangre! ¡Exterminio! ¡Fuego!
»¡Sangre, lebreles! Si sus dioses hallo
»Y hasta en templo llego,
»Venid a verlos luego
»Atados por los pies a mi caballo.»