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Perspectivismo en «El Conde Lucanor»

Mariano Baquero Goyanes






El engaño visual

La presencia, en El conde Lucanor, de no pocos efectos perspectivísticos confiere a la colección de don Juan Manuel una coherencia y compacidad posiblemente superiores a las de otros fabularios de la época e, incluso, posteriores.

De esos efectos, los más están referidos a conductas, moralidades e intenciones, escaseando, en cambio, los basados en el tan manejado recurso del error óptico, del deficiente o equivocado punto de vista.

En una colección como el Calila, abundan los cuentos de engaños visuales como el del perro que pierde la tajada que lleva en la boca por coger la reflejada en el río, o el del león a quien una liebre hace combatir contra el supuesto rival oculto en el pozo, que no es otro que su reflejo en el agua, o el del ánade que confunde el brillo de la luna en el agua con la palpitación de un pez, etc.

En El conde Lucanor no aparece ningún relato de este tipo, y tan sólo el ejemplo XXXII, De lo que contesçió a un rey con unos burladores que fizieron el paño, guarda relación con una modalidad de autoengaño visual, que lo es, sobre todo, de cara a la opinión pública, pero que, en realidad, no implica confusión alguna, allegable a las del perro, el león o el ánade del Calila. El rey y sus cortesanos saben sobradamente que no hay paño alguno que ver ni admirar, aunque otra cosa finjan para quedar a salvo de la sanción moral anunciada por los «burladores».

Distinto es, en un plano asimismo dominado por lo visual, el caso de doña Vascuñana, la esposa de Alvar Háñez, tal y como se nos cuenta en la segunda historia incluida en el ejemplo XXVII, De lo que contesçió a un emperador et a don Alvar Háñez Minaya con sus mugeres. Lo que aquí funciona es una suerte de autoengaño visual muy diferente al fingido del cuento de los burladores que fizieron el paño. Casi cabría hablar, en el caso de doña Vascuñana, de una perspectiva del afecto, de la confianza, de la fe; tan ciega ésta, que lleva a la esposa a entender que «todo lo que don Alvar Háñez dizía et fazía, que todo ello tenía ella verdaderamente que era lo mejor»1, y esto no por halagar al marido, sino por no admitir doña Vascuñana posibilidad alguna de error en él. Como es sabido, Alvar Háñez prueba, ante su sobrino, esta fe de la esposa, al insistir en que unas vacas son yeguas, y unas yeguas, vacas, o al asegurar que un río que da en un molino fluye contra corriente. Doña Vascuñana acepta siempre la palabra de su marido, viendo realmente lo que éste dice ver, sin fingimiento alguno:

«Et quando doña Vascuñana esto vio, commo quier que ella tenía que aquéllas eran vacas, pero pues su cuñado le dixo que dizía don Alvar Háñez que eran yeguas, tovo verdaderamente ella, con todo su entendimiento, que ellos erravan, que las non conosçían, mas que don Alver Háñez non erraría en ninguna manera en las conosçer; et pues dizía que eran yeguas, que en toda guisa del mundo, que yeguas eran et non vacas».2



No se contenta doña Vascuñana con ver lo que su marido afirma, sino que, con la mayor habilidad y elocuencia, trata de demostrar a los demás que la verdad está de parte de don Alvar Háñez y que son los otros los que se engañan.

Obviamente, el cuento guarda una clara relación con el tan famoso ejemplo XXXV, De lo que contesçió a un mancebo que casó con una mujer muy fuerte et muy brava, según lo explica la lección moral que Patronio extrae del relato: «cumple mucho que para el primer día que el omne casa, dé a entender a su muger que él es el señor de todo, et quel faga entender la vida que an de pasar en uno»3.

Y otro tanto proclaman los versos finales:


«En el pri[mer]o día que omne casare deve mostrar
qué vida a de fazer o cómmo a de pasar».4



Con lo cual, los engaños visuales que pueda padecer doña Vascuñana, se dirían el resultado de un hábito, aprendizaje o doma, no demasiado distante de la que el mancebo del otro cuento ensaya, recién casado, con su brava mujer.

Distinto -pero allegable- es el caso de aquel religioso que, en un cuento del Calila, compra un ciervo «para facer sacrificio», y es engañado por tres astutos individuos; los cuales, apostándose en diferentes lugares del camino por donde el religioso ha de pasar con el ciervo, le preguntan, uno tras otro, por el can que lleva tras sí. Después del tercer encuentro, el religioso acepta que es can y no ciervo, el animal que lleva, poniéndolo en libertad; circunstancia que aprovechan los engañadores para tomarlo, degollarlo y repartírselo5.

El religioso ha ido perdiendo la fe en la información que sus ojos le proporcionaban, para ir aceptando, encuentro tras encuentro, la suministrada por las ajenas miradas, que acaban por merecer más crédito que la suya propia. A doña Vascuñana le es suficiente el punto de vista proclamado por don Alvar Háñez, para renunciar al suyo. El ritmo ternario, tan característico del cuento tradicional, de los sucesivos encuentros con los tres engañadores, fue necesario para que el religioso viese un can donde venía viendo un ciervo. Un solo encuentro no habría bastado, a diferencia de lo que le ocurre a doña Vascuñana, capaz de ver, al momento, yeguas donde había visto vacas, tan pronto como así lo proclama su marido.

Una situación, en cierto modo, relacionable con la del religioso del Calila, es la que encontramos en el último cuento -el LI- de la primera parte del Conde Lucanor, el ejemplo de Lo que contesçió a un rey christiano que era muy poderoso et muy soberbioso.

Sabido es que este rey, tan soberbio como para suprimir del Magnificat el verso Deposuit potentes de sede et exaltavit humiles, es castigado por Dios en ocasión de estar en unos baños, haciendo que un ángel tome sus ropas y le suplante. El desposeído monarca ha de vestirse con unos «pañizuelos muy biles et muy rotos» que el ángel dejó, intentando recuperar su trono, sin conseguirlo nunca, escarnecido y tomado por loco por todas las gentes de su reino -incluso la reina- que han aceptado al ángel como monarca. Tal vez, el momento más patético del relato es aquel en que el rey despojado empieza a aceptar, ante el ángel, que él, efectivamente, es un loco, ya que tantas gentes así lo proclaman:

«Dígovos, señor, que yo veo que só loco, et todas las gentes me tienen por tal et tales obras me fazen que yo por tal manera ando grande tiempo a en esta tierra. Et commo quier que alguno errase, non podría seer, si yo loco non fuese, que todas las gentes, buenos et malos, et grandes et pequeños, et de grand entendimiento et de pequeño, todos me toviessen por loco».6



Los estudiantes que hicieron dudar al labrador de si pretendía vender un ganso o un lechoncillo, o los engañadores que convencieron al religioso de que portaba un can y no un ciervo, tienen aquí su equivalente en todas esas gentes que han tomado por loco al rey despojado, hasta convencer a éste de que tal es, realmente, su condición. Con todo, aquí fue necesaria una milagrosa suplantación para que un ángel con la apariencia del rey, redujese a éste a esa condición, tan patéticamente asumida.

Lo de menos, en definitiva, es el engaño visual colectivo. Lo importante es el desengaño experimentado por el monarca, capaz, con tal suceso, de curarse para siempre de su soberbia.

Y fuera de estos casos, pienso que no cabría hablar ya de engaños ópticos, vinculables a los antes recordados del Calila. Lo que sí hay son errores de interpretación, como el padecido, en el ejemplo XIII, por aquellas perdices que han caído en una red y son apresadas por el cazador:

«Et assí como las yva tomando, matávalas et sacávalas de la red, et en matando las perdizes, dával el viento en los ojos tan reçio quel fazía llorar. Et una de las perdizes que estava biva en la red començó a dezir a las otras:

-¡Vet, amigas, lo que faze este omne! ¡Commo quiera que nos mata, sabet que a gran duelo de nós, et por ende está llorando!».7



Obsérvese bien que la perdiz no se equivoca respecto a lo que ve -llanto de un hombre- y sí tan sólo en la interpretación de su origen o causa. No es un error óptico tan grosero como el del perro del Calila que confunde la tajada reflejada con la real, o el del ánade que identifica el centelleo de la luna en el agua con el movimiento de un pez. Ni tan siquiera es un error óptico, puesto que no hay sustitución o deformación alguna de lo visto.

Sin embargo, la errónea interpretación de un gesto puede acarrear consecuencias tan fatales como las que se nos presentan en el ejemplo XLII, De lo que contesció a una falsa veguina. Recuérdese cómo opera ésta para encizañar y destruir un matrimonio. Aconseja a la mujer que para recuperar el amor de su marido, se haga con unos pelos de la barba con los que, después, realizar un encantamiento. Al marido le descubre que su mujer ha pensado matarle mientras duerme, degollándole con una navaja. Así queda preparada la terrible escena siguiente:

«Quando el marido esto oyó, tuvo por cierto lo quel dixiera la falsa beguina, et por provar lo que su muger faría, echóse a dormir en su regaço et començó de dar a entender que dormía. Et de que su muger tovo que era adormido bien, sacó la navaja para le cortar los cabellos, segund la falsa beguina le avía dicho. Quando el marido le vio la navaja en la mano cerca de la su garganta, teniendo que era verdat lo que la falsa beguina le dixiera, sacol la navaja de las manos et degollóla con ella».8



Ocurre, pues, que esa especie de femenino Yago que es la hipócrita beguina, ha operado con la distinta interpretación asignable a un gesto, que igualmente puede considerarse como pacífico e inofensivo -cortar la barba- o rotundamente mortal -cortar el cuello-. El error interpretativo que el marido comete, engañado por la beguina, desencadena el trágico crescendo de muertes que da fin al relato.

Así las cosas, se ve claro que, aunque este cuento no tenga nada que ver, temáticamente considerado, con el de las perdices, sí presenta, como curiosa coincidencia, la del error interpretativo en que puede incurrir una mirada al buscar el origen de un gesto o de una actitud.

Y esto es todo lo que da de sí -me parece- el motivo de lo visual -como fuente de engaño- en El conde Lucanor: fingir ver lo obviamente invisible -tejedores del paño mágico-; ver de verdad y sin simulación alguna, unas vacas como yeguas o viceversa, por razón de fe ciega en lo que otra persona dice ver; verse a sí mismo como lo ven los demás, según le ocurre al rey tomado por loco; o ver, simplemente, algo que es real en cuanto estricta información visual, equivocando, sin embargo, su lectura, su interpretación.

Pero lo que, en definitiva, nos presenta don Juan Manuel en El conde Lucanor, no es un laberinto óptico, sino moral, y siempre descifrado como tal laberinto. El repertorio de errores visuales de que hemos hecho mención es sólo un indicio, un aviso que nos prepara para situarnos, adecuadamente, frente a una problemática que, en lo esencial, transcurre almas adentro.




Perspectivismo de la opinión

Obviamente El conde Lucanor está presidido por el signo del dualismo, y a ello alude ya la doble mención o titulación con que la obra suele conocerse: Libro de Patronio o del Conde Lucanor.

Resulta, pues, que los dos personajes que dan título a la ficción están presentes, siempre, en el marco de los cuentos, señalando una dualidad, un sostenido juego de puntos de vista; de los cuales uno se caracteriza por lo dubitativo -el de Lucanor-, en tanto que el otro, el de Patronio, se configura como rotundo y decisorio a la hora de dar consejos frente a tal o cual problema de moral o de conducta.

Si el más conocido biógrafo de don Juan Manuel, A. Giménez Soler, pudo ver en el escritor a un hombre contradictorio y hasta antagónico9, no puede sorprender demasiado la configuración literaria que este modo de ser alcanza en la dualidad y aun oposición Patronio-Lucanor. Con todo, esa posible oposición no llega a funcionar como tal, ya que la fe del conde en su ayo es tan grande como para no permitirle nunca dudar de los consejos que Patronio le da, a ceptándolos y poniéndolos en obra con excelentes resultados.

El conde casi siempre se muestra, en sus consultas a Patronio, como hombre desconcertado, indeciso, agobiado por la incertidumbre, mal aconsejado por gentes indeterminadas. Frente a tales indecisiones, Patronio actúa, en sus consejos, con claridad y decisión.

Cabría hablar, entonces, de un cierto perspectivismo de la opinión, de un constante fluctuar y cambiar de puntos de vista, correspondientes a las estimativas y actitudes de unas gentes, de una confusa colectividad; frente a la cual el unipersonalismo de Patronio supone toda una lección de coherencia moral, de bien mantenido, nítido y responsable punto de vista.

Obsérvese que, muy frecuentemente, el conde Lucanor se siente desconcertado por la confusa multiplicidad de consejos que recibe de gentes indeterminadas, que le hacen dudar de sus propios y posibles puntos de vista.

Es lo que sucede en el arranque o marco del ejemplo XXXIII, De lo que contesçió a un falcón sacre del Infante don Manuel con una águila et con una garça:

«Fablava otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consegero, en esta manera:

-Patronio, a mí contençió de ayer muchas vezes contienda con muchos omnes; et después que la contienda es pasada, algunos conséianme que tome otra contienda con otros. Et algunos conséianme que fuelgue et esté en paz, et algunos conséianme que comiençe guerra et contienda con los moros. Et porque yo sé que ninguno otro non me podría conseiar meior que vós, por ende vos ruego que me conseiedes lo que faga en estas cosas».10



En estas introducciones suele aludirse, con frecuencia, a muchos omnes, muchas gentes, etc.; es decir, una amorfa e indeterminada masa o colectividad, caracterizada por el juicio inseguro, por la pluralidad y aun oposición de opiniones, o bien, por la pluralidad de interpretaciones, de soluciones, de matices. Recuérdese, en el ejemplo XLII, De lo que contesçió a una falsa veguina, cómo el conde formula a Patronio la consulta que dará lugar al relato:

«Patronio, yo et otras muchas gentes estávamos fablando et preguntávamos que quál era la manera que un omne malo podría aver para fazer a todas las otras gentes cosa porque más mal les veniesse. Et los unos dizían que por seer omne reboltoso, et los otros dizían que por seer omne muy peleador, et los otros dizían que por seer muy mal fechor en la tierra, et los otros dizían que la cosa porque el omne malo podría fazer más mal a todas las otras gentes que era por seer de mala lengua et assacador. Et por el buen entendimiento que vós avedes, ruégovos que me digades de quál mal destos podría venir más mal a todas las gentes».11



En este caso, Patronio, tras narrar el exemplo, se inclinará por la última de las propuestas citadas por el conde: la de quienes juzgaban que el peor hombre era aquel «de mala lengua et assacador». En tal categoría parece quedar incluida la «falsa veguina», de acuerdo con la conclusión de Patronio:

«el pior omne del mundo et de que más mal puede venir a las gentes, sabet que es el que se muestra por buen christiano, et por omne bueno et leal, et la su entençión es falsa, et anda asacando falsedades et mentiras por meter mal entre las gentes».12



Muy significativo es, asimismo, el ejemplo XV, De lo que contesçió a don Lorenço Suárez sobre la çerca de Sevilla. También aquí la introducción refleja el desconcierto de Lucanor ante la conveniencia de mantener o de romper la paz con un «rey muy poderoso», al que tuvo por enemigo: «Et algunos, también de los suyos commo de los míos, métenme muchos miedos, et dízenme que quiere buscar achaque para ser contra mí»13.

Patronio, antes de contar la historia de don Lorenço Suárez, se hace cargo de la gravedad de la cuestión y pasa revista a los diferentes consejos que el conde puede recibir, y a las distintas intenciones e interpretaciones que cabe asignar a los mismos:

«-Señor conde Lucanor -dixo Patronio-, éste es muy grave conseio de dar por muchas razones: lo primero, que todo omne que vos quiera meter en contienda ha muy grant aparejamiento para lo fazer, ca dando a entender que quiere vuestro servicio et vos desengañe, et vos apercibe, et se duele de vuestro daño, vos dirá siempre cosas para vos meter en sospecha; et por la sospecha, abredes a fazer tales aperçibimientos que serán comienço de contienda, et omne del mundo non podrá dezir contra ellos; ca el que dixiere que non guardedes vuestro cuerpo, davos a entender que non quiere vuestra vida; et el que dixiere que non labrades et guardedes et bastescades vuestras fortalezas, da a entender que non quiere guardar vuestra heredat; et el que dixiere que non ayades muchos amigos et vasallos et les dedes mucho por los aver et los guardar, da a entender que non quiere vuestra onra; nin vuestro defendimiento; et todas estas cosas non se faziendo, seríades en grand periglo».14



Este es, posiblemente, uno de los pasajes más significativos con referencia a la dificultad que supone el tener que orientar la conducta y el adoptar decisiones, tras escuchar los variados consejos que emanan de la opinión pública. Reiteradamente Patronio habla de sospechas, de dar a entender, consiguiendo así una adecuada imagen del desconcierto humano ante la pluralidad de opiniones, y la rectitud o doblez de las intenciones que tras ellas puedan subyacer.

Ocurre, además, que el exemplo narrado por Patronio, en que tres caballeros cristianos participan en un arriesgado hecho de armas contra los moros de Sevilla, funciona también perspectivísticamente; por cuanto las diferentes actitudes de los tres caballeros suscitan una especie de juicio, presidido por el rey Fernando. Perseguidos los tres caballeros por una muchedumbre de moros, uno de ellos -cuyo nombre no es capaz de recordar Patronio-, en vez de huir, los acomete, en tanto que los otros dos, don García Pérez de Vargas y don Lorenço Suárez Gallinato se «estudieron quedos». Al acercarse más los moros, Pérez de Vargas «fuelos ferir; et don Lorenço Xuárez estudo quedo, et nunca fue a ellos fasta que los moros le fueron ferir; et desque començaron a ferir, metióse entrellos et començó a fazer cosas marabillosas d'armas»15.

De manera semejante a cómo en un cuento del Sendebar los sabios del rey discuten acerca de quién es responsable del fallecimiento de unas gentes que tomaron leche envenenada, por haber caído en ella unas gotas de la ponzoña contenida en la culebra que llevaba un milano: si éste, la culebra, la moza que llevaba la vasija de leche descubierta sobre la cabeza, etc.; de forma parecida, en este relato del Conde Lucanor, el rey Fernando,

«mandó llamar quantos buenos omnes eran con él, para judgar quál dellos [es decir, de los tres combatientes] lo fiziera mejor. Et desque fueron ayuntados, ovo entre ellos grand contienda: ca los unos dizían que fuera mayor esfuerço el que primero los fuera ferir, et los otros que el segundo, et los otros que el terçero. Et cada unos dizían tantas buenas razones [que] paresçían que dizían razón derecha: et, en verdad, tan bueno era el fecho en sí, que qualquier podría aver muchas buenas razones para lo alabar; pero, a la fin del pleito, el acuerdo fue éste: que si los moros que binían a ellos fueran tantos que se pudiessen vençer por esfuerço o por vondad que en aquellos caballeros oviesse, que el primero que los fuesse a ferir, era el meior cavallero, pues començava cosa que se non podría acabar; mas, pues los moros eran tantos que por ninguna guisa non los podrían vencer, que el que yva a ellos non lo fazía por vençerlos, mas la vergüença le fazía que non fuyesse; et pues non avía de foyr, la quexa del coraçón, porque non podía soffrir el miedo, le fizo que le[s] fuesse ferir. Et el segundo que les fue ferir et esperó más que el primero, tovieron por meior, porque pudo sofrir más el miedo. Mas don Lorenço Xuárez que sufrió todo el miedo, et esperó fasta que los moros le ferieron, aquél iudgaron que fuera meior cavallero».16



Obsérvese que, desde la pluralidad de opiniones, se llega a la convergencia de las mismas y a la conclusión de considerar a Lorenzo Suárez como el «meior cavallero». Ello, tras una serie de razonamientos lógicos que han servido para ir unificando los, inicialmente, dispares puntos de vista.

Como quiera que sea, en los dos planos del relato -introducción y exemplo- cabe advertir la presencia del que venimos presentando como perspectivismo de la opinión pública; inspirador asimismo del más significativo de todos los cuentos de este tipo, contenidos en El conde Lucanor, el ejemplo II, De lo que contesçió a un omne bueno con su fijo.

Sabido es que el padre y el hijo que van al mercado de la villa, llevan consigo una «vestia sin ninguna carga», y yendo ambos a pie, van teniendo sucesivos encuentros con gentes que opinan de forma distinta sobre la conveniencia o inconveniencia de su caminar así; procediendo, pues, a montar el hijo en la cabalgadura, luego el padre, seguidamente ambos, para volver a la disposición inicial. El resumen -y subsiguiente moraleja- de lo ocurrido es puesto en boca del padre:

«-Fijo, bien sabes que quando salimos de nuestra casa, que amos veníamos de pie et traýamos la vestia sin carga ninguna et tú dizías que te semejava que era bien. Et después, fallamos omnes en el camino que nos dixieron que non era bien, el mandé[te] yo subir en la vestia et finqué de pie; et tu dixiste que era bien. Et después fallamos otros omnes que dixieron que aquello non era bien, et por ende descendiste tú et subí yo en la vestia, et tú dixiste que era aquello lo mejor. Et porque los otros que fallamos dixieron que non era bien, mandéte subir en la vestia comigo; et tú dixiste que era mejor que non fincar tú de pie et yr yo en la vestia. Et agora estos que fallamos dizen que fazemos yerro en yr entre amos en la vestia; et tú tienes que dizen verdat. Et pues que assí es, ruégote que me digas qué es lo que podemos fazer en que las gentes non puedan travar; ca ya fuemos entramos de pie, et dixieron que non fazíamos bien; et fu yo de pie et tú en la vestia, [et] dixieron que errávamos, et fu yo en la vestia et tú de pie, et dixieron que era yerro; et agora ymos amos en la vestia, et dizen que fazemos mal. Pues en ninguna guisa nos puede ser que alguna destas cosas non fagamos, et ya todas las fiziemos, et todos dizen que son yerro, et esto fiz yo porque tomasses exiemplo de las cosas que te acaesçiessen en tu fazienda; ca çierto sey que nunca farás cosas de que todos digan bien».17



La recapitulación peca, posiblemente, de reiterativa y prolija, pero se diría que, en la mecánica del cuento, tenía que funcionar así, para que, a través de tan machacón repaso a lo ocurrido, quedara patente el riesgo que supone una aceptación demasiado ingenua de la opinión pública, dado lo cambiante y aun contradictorio de ésta. Baltasar Gracián, tan buen lector de don Juan Manuel18, pudo inspirarse en este relato para transportar la situación, nada menos que al comportamiento de la Muerte, en sus primeros años de actuación entre los hombres; cuando, cualquiera que sea la víctima elegida -el mozo o el viejo, la mujer bella o la fea, el sabio o el necio, el rico o el pobre, etc.-, nunca creerá acertar, tales son los reproches que sus actuaciones merecen a la opinión pública19.

Obsérvese que, en el cuento del Conde Lucanor, don Juan Manuel, a diferencia de otros relatos en los que maneja igualmente la pluralidad de opiniones, no se inclina por una u otra, ni tan siquiera llega a una convergencia y unificación de estimativas -según ocurre en el cuento de don Lorenzo Suárez Gallinato-, limitándose a presentar como plausibles y aceptables -desde la perspectiva del mozo que viaja con su padre- todas las sucesivas opiniones que las gentes van formulando, a lo largo del viaje. El mismo no desemboca en ninguna conclusión escéptica, como tal vez cabría sospechar, sino en la recomendación de que el mozo ajuste su conducta a su conciencia, sin sentirse trabado o condicionado por el «dicho de las gentes».

Claro es que, entonces, el problema se conecta con el tan sustancial de poseer una conciencia recta, para cuya consecución bueno parece contar con algún educador; orientador o consejero como el propio Patronio resulta serlo con relación a su amo, el conde. Justamente porque éste es un ser frecuentemente indeciso y hasta desconcertado, necesita de ese constante apoyo y brújula que suponen los consejos y los exemplos de su ayo. En cierto modo, los propios protagonistas del ejemplo II, el padre y el hijo, funcionan como un eco o duplicado de la dualidad Patronio-Lucanor. El conde es adoctrinado por su ayo, a través de los exemplos que éste le proporciona. El mozo lo es, igualmente, por su padre a través de un exemplo en acción. Este pasa a convertirse de vivido en narrado, cuando se articula en el marco de los personajes equivalentes al padre y el hijo: Patronio y el conde.

El perspectivismo dual parece, pues, conectarse claramente con el otro, el que hemos llamado de la opinión pública o de la pluralidad de opiniones. Sobre estas dos bases se asienta la estructura del Conde Lucanor, sólida, sencilla y extraordinariamente eficaz.

A esta luz, no deja de ser significativo el que, en la Segunda parte del libro, puedan encontrarse sentencias o aforismos, caracterizados precisamente por su configuración dualista, v. gr.:

«-Del fablar biene mucho bien; del fablar biene mucho mal.

-Del callar biene mucho bien; del callar biene mucho mal».20



Alguno de ellos podría haber funcionado como cierre o moraleja de un determinado ejemplo. Así, la afirmación que «del fablar biene mucho mal», bien podría haber sido utilizada como corolario del cuento de la «falsa veguina».




Ser y parecer

Por este camino, el del dualismo y el de casi la paradoja -«Del fablar biene mucho bien; del fablar biene mucho mal»-, Patronio puede llegar, en la Segunda parte del libro, a formulaciones tan complejas como la siguiente:

«-Todas las cosas paresçen bien et son buenas, et paresçen mal et son malas, et paresçen bien et son malas, et paresçen malas et son buenas».21



Tan paradójicas aseveraciones no deberían sorprender demasiado al lector que ha llegado a esta parte del libro, tras haber leído, en la anterior, algunos cuentos que ejemplificaban adecuadamente el sentido y alcance de lo ahora dicho por Patronio.

Todo gira en torno al conflicto ser-parecer, que tanto juego ha de dar, manejado literariamente, en la época barroca, y que acabó por convertirse en eje y sustancia del Quijote cervantino22.

Por supuesto, en la obra de don Juan Manuel, tal conflicto carece de las sutilezas y complejidades -y, sobre todo, de las intenciones- que cabe percibir en la de Cervantes; pero, con todo, resulta evidente la presencia en El conde Lucanor de un perspectivismo relacionable con tal oposición: la del ser y el parecer.

Un ejemplo muy significativo a este respecto es el XXVIII, De cómmo mató don Lorenço Suárez Gallynato a un clérigo que se tornó moro en Granada. La paradoja reside aquí en cómo la mejor obra que el protagonista pueda haber hecho, ante los ojos de Dios, tiene toda la apariencia de un terrible pecado:

«-Señor conde -dixo Patronio-, don Lorenço Çuárez bivía con el rey de Granada. Et desque vino a la merçed del rey don Ferrando, preguntol un día el rey que, pues él tantos deserviçios fiziera a Dios con los moros et su ayuda, que nunca Dios avríe merçed dél et que perderle el alma.

Et don Lorenço Çuáres dixol que nunca fiziera cosa porque cuydase que Dios le avría merçed del alma, sinon porque matara una vez un clérigo misacantano.

El el rey óvolo por muy estraño; et preguntol cómo podría esto ser».23



En la explicación de esta paradoja -cómo el renegado vuelve, en cierto modo, a la fe cristiana, al jugarse la vida, entre los moros, matando al clérigo, más renegado aún, que profanara una hostia consagrada- consiste todo el cuento, cuya moraleja resume bien la oposición ser-parecer:



      «Muchas cosas paresçen sin razón,
et qui las sabe, en sí buenas son».24



Obviamente, este pareado se relaciona con las antes recordadas páginas de la segunda parte: «Todas las cosas paresçen bien et son buenas, et paresçen mal et son malas, et paresçen malas et son buenas».

De manera semejante, en el ejemplo III, Del salto que fizo el rey Richalte de Inglaterra en la mar contra los moros, el ermitaño al que, por revelación divina, se le hace saber que será compañero, en el Paraíso, del rey Richalte de Inglaterra, se siente humillado por ese emparejamiento, al saber que tal monarca

«era omne muy guerrero et que avía muertos et robados et deseredados muchas gentes, et siempre le viera fazer vida muy contralla de la suya et aun, que paresçía muy alongado de la carrera de salvación: et por esto estava el hermitaño de muy mal talante».25



Cuando todo queda aclarado en el cuento, y el ermitaño comprende el valor que, a los ojos de Dios, mereció la conducta heroica del rey, queda asimismo revelado cuán frecuentemente se produce el desajuste entre la deficiente perspectiva de los hombres y la ilimitada de Dios. Por virtud de ese conflicto de perspectivas, y habida cuenta de que Dios puede escribir derecho con líneas torcidas, las cosas que «paresçen malas son buenas».

Recuérdese, a este respecto, el episodio L'Hermite del Zadig del Voltaire, en que el comportamiento del ermitaño que acompaña al héroe, llega a parecerle monstruoso a éste, sobre todo cuando priva a una viuda de su sobrino de catorce años, «plein d'agrément et son unique esperance», arrojándole a un torrente, en el que se ahoga. Más adelante, el ermitaño, descubriéndose a Zadig domo el ángel Jesrad, le revelará el oculto porqué de sus actos: el saber, por ejemplo, que el muchacho ahogado habría sido, de vivir, el asesino de su propia tía26.

El mal puede ser sólo apariencia y, tras él, subyacer el bien, según ocurre en el tan conocido ejemplo XVIII, De lo que contesçió a don Pero Meléndez de Valdés quando se le quebró la pierna. También aquí entra en conflicto la limitada perspectiva humana -para la cual el accidente sufrido por don Pero Meléndez se configura como un mal- con la perspectiva de Dios, según viene a confirmarlo el tan repetido dicho de don Pero: «Que todo lo que Dios faze, que aquello es lo mejor».

Cabría, pues, observar que, a despecho de la variedad temática, hay, en el Lucanor, una serie de cuentos, caracterizados todos ellos -en lo que a su lección moral atañe- por la repetida proposición de que el mal puede en cubrir el bien; correspondiendo al hombre declinar su limitada perspectiva en favor de la de Dios. En todos esos relatos se descubre, al final, que hay que desconfiar de las apariencias, que el mal puede ser bien y que, en definitiva, lo torcido de la escritura está en el ojo lector y no en Dios, que es quien escribe; de manera semejante a cómo el palo recto, hundido en el agua, no ha perdido rectitud, aunque parezca quebrado al ojo humano.

Este motivo, el del engaño visual, el del error óptico interpretado en clave moral, ha sido siempre uno de los más manejados por los escritores de talante perspectivista, como Mateo Alemán, al recordar que los prados sólo son bellos en apariencia, vistos de lejos, pero no contemplados en la realidad de su cercanía27, o como Quevedo y Gracián, al anticipar casi el campoamorino motivo del «cristal con que se mira».

Don Juan Manuel no llega a formulaciones perspectivísticas de tal tipo, pero, con todo, en El conde Lucanor funciona muy reiteradamente el motivo de la falaz y engañadora apariencia. En él lo que importa no es tanto el repertorio habitual de engaños ópticos, como su dependencia de algo que se convirtió en obsesión para el escritor: la captación y descubrimiento de las intenciones, tantas veces deformadas o disfrazadas socialmente.




Apariencias e intenciones

El mozo que, en el cuento de la «falsa veguina», mata a su mujer por creer que se disponía a degollarlo, se deja engañar por la apariencia del gesto y procede arrebatadamente.

De otra manera actúa el protagonista del ejemplo XXXVII, De lo que contesçió a un mercadero quando falló su muger et su fijo durmiendo en uno. Conocida es la trama de este relato, en el que un mercader, al regresar a su casa, tras estar ausente más de veinte años, cree que el mozo que acompaña siempre a su mujer y que incluso duerme en su cama, pueda ser su amante, hasta que cae en la cuenta de que es el hijo que esperaban, cuando «dexó a su muger en çinta». Al equívoco inicial contribuye el hecho de que, para recordar siempre al marido ausente, la mujer acostumbra llamar «marido» al hijo. Observado todo esto por el escondido mercader, le perturba tanto como para impulsarle al crimen, pero una y otra vez reprime sus arrebatos, hasta descubrir la oculta verdad que subyacía tras la engañosa apariencia.

Los versos finales resumen la moraleja y marcan la oposición entre la conducta del prudente mercader y la del arrebatado mozo, a quien engañó la beguina:



       «Si con gran rebato cosa fazierdes,
ten que es derecho si te ar[r]epintieres».28



Creo que todo el ejemplo LX, De las razones porque perdió el alma un Siniscal de Carcassona, tiene que ver con el motivo que ahora nos ocupa. En apariencia, todo lo que el senescal hace para salvar su alma, cuando se ve próximo a la muerte, tiene la traza de las buenas obras, visto desde la perspectiva de los frailes con quienes dispone lo relativo a la «fazienda de su alma». Cuando, por revelación de una posesa, los frailes se enteran de que el alma del senescal está en el Infierno, se resisten a creerlo; hasta que queda claro que

«commo quier que él fizo buena obra, non la fizo bien, ca Dios nos galardona solamente las buenas obras, mas galardona las que se fazen bien. Et este bien fazer es en la entençión, et porque la entençión del senescal non fue buena, ca fue quando non devía seer fecha, por ende non ovo della buen galardón».29



Por su tema, este cuento podría relacionarse con algunos otros, medievales también, como varios de los que se encuentran en la colección de Clemente Sánchez de Vercial, relativos a casos de avaricia, a usureros que pretenden, con caridades falsas e hipócritas, obtener la salvación de sus almas: así, el cuento LXI del usurero y el abad Llaudomerio; o el LXXVII, de la iglesia que levanta otro usurero con sus mal ganados dineros y que es ocupada por el diablo; o el LXXVIII, que es, quizás, el más fácilmente relacionable con el del senescal de Carcasona:

«Dicen que fue otro usurero que dejó muchos dineros, e los monjes prometiéronle que le darían sepultura, e rogarían a Dios por él. E llevándolo muerto a la iglesia, cantando vigilias por él, levantóse a deshora del llecho, e arrebató un candelero e dió en los monjes que estaban cantando, e a unos mató e a otros dió, tan grandes feridas. E faciendo esto a grandes voces decía: "Estos ladrones prometiéronme mucho perdón e gloria, é agora soy conde nado a tormento para siempre"».30



Si en este relato los frailes parecen ser los engañadores, en el de don Juan Manuel más bien actúan como engañados por la aparente conversión del senescal, desconocedores de las intenciones últimas de éste. En el juego entre apariencia e intención reside toda la fuerza del cuento del Lucanor. El otro, en cambio, se diría un curioso anticipo de un relato de «Clarín», el titulado Protesto.

Obsérvese que don Juan Manuel, aunque pueda dar a entender que el senescal se sirve de su dinero para asegurarse su salvación, no lo dice explícitamente; insistiendo, por el contrario, en la muy oculta intención que movió al personaje; tan oculta que fue capaz de engañar a los frailes. Los versos finales destacan la lección:



      «Faz bien et a buena entençión en tu vida,
si quieres acabar la gloria conplida».31



Esto es lo fundamental, y por eso en el ejemplo que cierra la primera parte del libro, el LI, Lo que contesçió a un rey christiano que era muy poderoso et muy soberbioso, cabe leer un pasaje tan significativo como el siguiente:

«Et bien cred, señor conde, que quantos fazen romerýas et ayunos et limosnas et oraciones o otros bienes qualesquier porque Dios les dé o los guarde o los acresçiente en la salud de los cuerpos o en la onra o en los vienes temporales, yo non digo que fazen mal, mas digo que si todas estas cosas fizieren por aver perdón de todos sus pecados o por aver la gracia de Dios, la qual se gana por buenas obras et buenas entençiones sin ypocrisia et sin infinta, que seríe muy mejor, et sin dubda avríe[n] perdón de sus pecados et abría[n] la gracia de Dios: ca la cosa que Dios más quiere del pecador es el coracón quebra[n]tado et omillado et la entençión buena et derecha».32



Que el tema preocupaba hondamente a don Juan Manuel lo revela, asimismo, el que en la quinta parte del libro, cuando Patronio habla al conde de los Sacramentos, del Paraíso, del Infierno, etc., reaparezcan tales motivos, se recuerde el cuento d el senescal de Carcasona33, e incluso se ofrezca otro ejemplo de sentido contrario; es decir, una variación del reiterado motivo de «Todas las cosas paresçen bien et son buenas, et paresçen mal et son malas, et paresçen bien et son malas, et paresçen malas et son buenas».

Si a los frailes les parecían bien las obras del senescal, desconocedores de su intención, al rey Fernando pudo parecerle mal el crimen cometido por Lorenzo Suárez en la persona de un clérigo. Y ahora, tras el recuerdo y glosa del cuento del senescal, Patronio puede decir al conde:

«Et assí commo vos dí por enxiemplo de[l] senescal de Carcaxona que fizo buena obra, pero porque la non fizo bien non meresçio aver nin ovo por ello galardón, assí vos daré otro enxiemplo de un cavallero que fue ocasionado et mató a su señor et a su padre; commo quier que fizo mala obra, pero la non fizo mal nin por escogimiento, non fizo mal nin meresçió aver por ello pena, nin la ovo».34



Se diría que don Juan Manuel, puesto a rizar el rizo de estas paradojas morales, ha perseguido aquí el «más difícil todavía».

Por el contrario, el motivo de las intenciones y de las apariencias funciona, sin complicación alguna, en el tan conocido ejemplo XLVI, De lo que contesçió a un philósopho que por ocasión entró en una calle do moravan malas mugeres. En el mismo cabe observar el repetido empleo de la voz semejança como equivalente de apariencia. Y una vez más, en El conde Lucanor, está presente el perspectivismo de la opinión, el punto de vista de las gentes que, engañadas por las semejanças (las apariencias), interpretan mal la conducta del filósofo protagonista. Obligado éste, por una necesidad fisiológica, a remediarla sin espera, entra en una calleja en que moraban «las mugeres que públicamente biven en las villas faziendo daño de su alma et desonra de sus cuerpos», ignorando tal circunstancia:

«Et por la manera de la enfermedat que él avía, et por el grant tiempo que se detovo en aquel lugar et por las semejanças que en el parescieron [...] todas las gentes cuydaron que entrara en aquel logar por otro fecho que era muy desbarrado de la vida que él solía et devía fazer».35



El propio filósofo, al enterarse de todo, caerá en la cuenta de que el hombre debe evitar no sólo el hacer mal, sino también el «meterse en sospecha nin en semejança porquel deva venir alguna desventura o mala fama»36. Y, por boca ya, no del filósofo, sino de Patronio, extrayendo del cuento los adecuados consejos para el conde, se insiste en el cuidado que debe prestarse a las semejanças:

«la terçera cosa es que por fecho, nin por dicho, nin por semejança, nunca fagades cosa porque las gentes puedan tomar sospecha».37



Con todo, la lección final con que Patronio concluye su historia, implica el contar de nuevo con la perspectiva de Dios, como correctora de la de los hombres. Estos podrán ser engañados por las semejanças, pero no Dios, a quien no se le ocultan -para bien o para mal- las intenciones:

«Et devedes saber que en las cosas que tañen a la fama, que tanto aprovecha o empeçe lo que las gentes tienen et dizen como lo que es verdat en sí; mas quanto para Dios et paral alma non aprovecha nin empeçe sinon las obras que el omne faze e a quál entençión son fechas».38






Perspectivismo temporal

El más famoso de los cuentos de don Juan Manuel, el que, alguna vez, ha sido considerado el «mejor cuento» de «toda la literatura española»39, es el que hace el número XI de la colección, De lo que contesçió a un deán de Sanctiago con don Yllán, el grand maestro de Toledo.

Muy conocida es su trama, así como su descendencia literaria, en la que figuran obras tan dispares como La prueba de las promesas de Ruiz de Alarcón, y El desengaño en un sueño del duque de Rivas. De ahí, que en estas últimas consideraciones sobre los modos perspectivistas del Conde Lucanor, quepa prescindir de tales aspectos, para fijarnos tan sólo en la curiosa suerte de perspectivismo temporal que aquí supo manejar don Juan Manuel.

Pues, como es sabido, toda la magia, toda la fuerza del cuento, residen en la imbricación de dos tiempos de fluencia distinta, que corresponden a los dos personajes centrales. El narrador argentino, Enrique Anderson Imbert, recordado en la última nota, resume bien la situación:

«Nos ponemos a leer y ¿qué vemos? Que la carrera eclesiástica del deán se desliza normalmente por un tiempo simple, uniforme, lineal, continuo e irreversible. Sólo al terminar la lectura nos enteramos, de golpe, que ese tiempo del deán-arzobispo-obispo-cardenal-papa se había abierto dentro de otro tiempo, el de las perdices vivas, buscadas, cazadas, muertas, aderezadas y asadas».40



Sí, en ese truco tan hábilmente manejado por don Juan Manuel está el toque capaz de proporcionar al cuento toda su eficacia: en el enterarnos, de golpe, de la calidad mágica e ilusoria del tiempo vivido por el deán, en tanto fluía el otro tiempo, el de las perdices puestas a asar, el tiempo de don Yllán; el tiempo, digamos, real.

Si don Juan Manuel, en vez de esconderlo, hubiera anticipado ese dato, informándonos de que el deán iba a ser sometido a una prueba con la que calibrar la sinceridad de sus promesas, parece indudable que la eficacia y el encanto del relato habrían quedado muy rebajados. Quiere decirse que no es solamente el deán el engañado, en cuanto a la condición ilusoria del tiempo en que cree estar viviendo y durante el cual se va produciendo su ascendente carrera eclesiástica. También, en cierto modo, el lector es víctima de ese engaño, al no habérsele revelado la mágica irrealidad de tal tiempo.

Por ello, quizás convendría añadir a los dos tiempos hasta ahora tenidos en cuenta y que funcionan como dos bien distintas perspectivas temporales -tiempo mágico del deán, tiempo real de don Yllán, que se corresponde con el poner a asar las perdices-, un tercer tiempo que no es otro que el del relato mismo, el de los minutos invertidos en su lectura por un lector que lo leyera de corrido. En tanto van pasando años y años por el tiempo del deán, el otro tiempo, el del lector, supone tan sólo unos cuantos minutos que, más o menos, se corresponderían con los de la espera señalada, antes de poner las perdices a asar.

La superposición de estos tres tiempos es la que comunica al cuento su increíble vitalidad, su fascinador tono moderno. Piénsese, a este respecto, en las extraordinarias posibilidades cuentísticas que algunos narradores modernos han sabido extraer del adecuado manejo de la contraposición de dos tiempos: el que, convencionalmente, llamaríamos real, dado por el deslizarse de las manecillas de un impecable reloj, funcionando sin defectos; y el otro tiempo interior, subjetivo, personal, no siempre reductible al señalado mecánicamente.

Recuérdese, a este respecto, un tan impresionante relato como An occurrence at Owl Creek Bridge del norteamericano Ambrose Bierce; precisamente recordado por Anderson Imbert en otro de sus cuentos, el titulado Francamente, no41. La consideración de que unos minutos o, incluso, segundos de agonía, pueden equivaler, dentro del misterio de ese tiempo subjetivo, a horas y aun meses o años, es lo que llevó a Bierce a jugar, en ese relato, con el contrapunto de los dos tiempos, escondiendo también hasta el final la clave y solución del hecho; por más que, ahora, ésta pueda resultar más fácilmente adivinable que en el caso del deán de Santiago.

Posiblemente, Jorge Luis Borges, tan buen conocedor de la literatura en lengua inglesa, debió inspirarse en An occurrence at Owl Creek Bridge, para uno de sus más complejos y elaborados juegos de tiempo en su espléndido relato El milagro secreto.

Con todo esto, no pretendo sugerir, ni muchísimo menos, que Bierce y Borges deban algo al cuento de don Juan Manuel. Se trata de una relativa coincidencia, dada por la existencia de ese perspectivismo temporal, fruto de la superposición de dos tiempos: el del reloj, el de las perdices o como quiera llamarse, y el mágico, ilusorio o subjetivo, en que creen vivir el ambicioso deán de Santiago, el sudista que es ahorcado en el relato de Bierce, o el escritor judío fusilado por los alemanes en el de Borges.

En cualquier caso, lo que importaba señalar es cómo, al lado de los modos perspectivísticos del Conde Lucanor, caracterizados por una intencionalidad fundamentalmente ética, este otro de los dos tiempos, sin carecer de empeño moral, no deja de configurarse, literariamente y en lo que atañe a la técnica narrativa, como un juego muy ingenioso, montado todo él sobre la encrucijada de los tres tiempos antes reseñados. El que uno de ellos corresponda al lector, y el que éste, de algún modo, sea víctima del mismo engaño que don Yllán tejió para probar al deán de Santiago, supone algo así como el reconocimiento de una extraordinaria maestría: la de don Juan Manuel, severo moralista, sí, pero también divertido orquestador de uno de los más ingeniosos contrapuntos temporales que se haya dado nunca en el arte del cuento.





 
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