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ArribaAbajoCapítulo XL

Donde se da cuenta del famoso torneo del castillo


Cubierto de sus armas se echó afuera don Quijote, mandando a su escudero ensillar sobre la marcha a Rocinante. Una vez a caballo el valeroso manchego, se le vio comparecer en la liza, alto el morrión, calada la visera, gentil y denodado como el doncel de don Enrique el Doliente. Hallábanse ya los justadores en la arena, y el rey de armas les repartía el sol y el campo, divididos en dos cuadrillas, todos a cara descubierta. «Quien quiera que seáis, caballero, dijo el juez del torneo a don Quijote, obligado estáis a descubriros, porque tal es la condición de la batalla. -Soy contento de ese capítulo», respondió don Quijote; y alzando el encaje puso de manifiesto su rostro largo y enjuto, con aquel su bigote sublime que consistía en ocho pelos de más que mediana longitud. Echó en torno suyo una mirada soberana y fue reconociendo sucesivamente a los campeadores. El primero que se le ofreció a la vista fue Gaudencio Calderara Musolungo, caballero milanés, montado en un soberbio alazán que con ojos sanguíneos y feroces estaba pidiendo entrar en combate. Vestía este caballero calzas atacadas, jaqueta de grana sobre el jubón, ostentando en las vueltas un camisón de bordados primorosos. De su cinto pendía una larga vaina de metal blanco, que chacoloteaba contra el estribo en sonoros, marciales golpecitos. Mostrósele en seguida Jacques de Lalain, uno de los   -220-   más preciados justadores franceses; y luego el más preciado de todos, Beltrán Claquin, Guesclin o Duguesclin, que todo es uno. Gobierna éste un bridón castaño obscuro, de canilla negra y ancho casco, crin revuelta en pomposo desorden, cola prendida en el anca a modo de penacho, atusada militarmente; jaquimón, petral y grupera de grandísimo precio por las chapetas de oro con que están taraceados. El broquel del señor Duguesclin trae empresa y mote, cual conviene a los caballeros provectos, con las armas de Francia, pues el dicho caballero representa a esta nación en el torneo. Sobre su calzacalzón de raja se descuelgan las faldas de la loriga, cuyas láminas están despidiendo mil diminutas centellas, según que varían de viso con los movimientos del belicoso caballo.

Vio luego al inglés Jeremías Oberbory, rígido caballero que manifiesta su adustez, bien así en la persona propia como en la montura, sin más adornos que los de la sencilla naturaleza, la cual enamora de suyo y prevalece cuando es fuerte y grandiosa. Reconoció después a los alemanes Boukebourgo y Exterteine; a los españoles Alfarán de Vivero y Mosén Diego de Valera; al portugués Late Jiménez de Oporto, gran señor que llena la plaza con su entono, haciendo quiebros sobre un cuatralbo hermoso. Las armas de este lusitano son sinoples, sinople igualmente su vestido, sin más que una pluma azul en el capacete a modo de graciosa disonancia.

Ofreciose luego a la vista de don Quijote Juan de Merlo, caballero en un corcel de mediana alzada, no muy gordo, negro como la cola de armiño, cuyos ojos despiden llamas. Este paladín se encontró de vista con el de la Mancha, y al ojo se concertaron los dos para combatirse.

Vio en seguida un moro a la jineta, arrogante por demás en su apostura, que todo lo miraba como señor natural de vidas y haciendas. Es el rey Gradaso, quien trae a Durindana colgando de un talabarte de cuero de lobo marino. El soberbio pisador de este pagano es blanco: sus ancas desaparecen bajo una gualdrapa carmesí, paramentada de argentería morisca, y gruesas   -221-   borlas de entorchados de plata bajan hasta los corvejones. El jinete lleva sobre los hombros un capellar sujeto al cuello con un gafetón de oro, y está sofrenando a la continua a su fogoso animal que solicita la batalla con grandes manotadas que da en el suelo, resoplando belicosamente.

El barón Ornobasso de Caprino hace armas con nombre de «El caballero de las Tinieblas»: dos alas negras, abiertas sobre el escudo de fondo azul con veros blancos, son la empresa. El mote: Muor mentre se lieto.

Timoteo Ghirlandayo Montelupo tiene parte en la jornada bajo el nombre de «El caballero de la Esperanza». Verdes son sus armas; la empresa de su escudo, un árbol con gruesos pomos amarillos; al pie del árbol, una zorra que está mirando hacia arriba. El mote dice: Eh, quando sia quel giorno!

Francesco Eremitano Pietrasanta, alboloñés de pro, monta un caballo árabe, cuyo cuello está erguido como el de la jirafa. Nació este noble bruto en los campos tartéseos de una yegua de esas que conciben del céfiro y dan hijos veloces como el viento. Francesco Eremitano Pietrasanta se denomina «El caballero del Triunfo». Sus armas son gules; su broquel tiene por empresa un león que está sesteando a la sombra de una palma; el mote reza: Sodi tu che vinci.

Entre los caballeros franceses reconoció además don Quijote a Jacques de Xalán. Las armas de este paladín son jaldes como las de Laucareo, esto es, amarillas, el color de los celos y la desconfianza: la empresa, una ninfa de dos caras: el mote: Bien fol est qui s'y fie.

Alfarán de Vivero y Mosén Diego de Valera montan cada uno un gran tordillo cuyo pecho tiembla cual provocativa cuajada. La cerviz forma un arco robusto; la crin, repartida en dos mitades, cae a un lado y otro, larga y abundosa; las manos son negras hasta las rodillas; el casco, limpio, ancho; la cola, crespa, larga hasta la tierra. Los dos españoles hacen armas con una misma empresa, dos gemelos unidos por un vínculo de oro. El mote es: Honni soit qui mal y pense.

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Otros señores había en el palenque, pero don Quijote no se detuvo a mirarlos, satisfecho de tales adversarios cuales había visto uno por uno. El rey de armas y los mariscales dividieron los bandos, mantenedores aquí, aventureros allí, arrostrados con silencioso denuedo hasta cuando se oyese la señal de acometer. La señora doña Engracia de Borja y don Prudencio Santiváñez habían hecho lo posible por evitar semejante juego; pero don Alejo y sus amigos se empestillaron en que se había de llevar adelante la demostración guerrera, y no hubo forma de cambiar el reporte con otro menos peligroso. Cuando don Alejo de Mayorga quería una cosa, la quería fuertemente, como Marco Bruto. Sus pretensiones se mostraban a sus padres o sus tíos con ruegos y caricias, pero ruegos y caricias de consistencia tal, que no dejaban resquicio a la contradicción. Doña Engracia había propuesto se dispusiese un sarao en vez del torneo: su sobrino resolvió el sarao tras el torneo. No hallando modo la señora de frustrar ese temible alarde, puso a lo menos el artículo de que ninguno de los justador es había de usar de sus armas propias, sino de las que ella les proporcionara. Mandó, pues, hacer unos rejones que sirviesen de lanzas, y aun esos con zapatilla, a fin de evitar el derramamiento de sangre. Las señoritas tomaron sobre sí el adorno de las armas, y las adornaron efectivamente con cintas de colores varios, distinguiéndose cada una según la solicitud de su corazón y la osadía de su voluntad. Hallábanse todas en un tablado construido al propósito, y a cual más puesta en orden, servían de estímulo al valor de los combatientes.

«Caballero, dijo el rey de armas, llegándose a don Quijote; no es de buena caballería servirse de armas superiores a las del enemigo: tenido sois de arrimar la vuestra lanza formidable y proveeros de una igual en un todo a la de los otros campeadores. -Así es la verdad, respondió el hidalgo: no se dirá que don Quijote de la Mancha salió con la victoria merced a la superioridad de las armas. Rugero echó en un pozo el escudo encantado que le había servido para vencer a tres andantes; no usaré yo, por tanto, de esta mi buena lanza. A ver acá la que se me destina,   -223-   que para el buen campeador todas son unas». Y tomando el rejoncillo que se le presentaba, lo requirió despacio, y dijo: «Por mi vida, caballeros, gran ridiculez y mengua será que tales hombres cuales aquí nos vemos depongamos nuestras armas por estos bolillos de vieja. Echadme acá una almohadilla de salvado por escudo, y las gafas verdes para complemento de la armadura. ¿Vamos a correr sortija o a dar una batalla?

-Para el buen paladín toda arma es buena, respondió el rey Gradaso. Yo juro por Mahoma y su alfanje de dos hojas llamado Sufagar, envasaros con este que llamáis bolillo de vieja, de tal suerte, que entrándoos él por los espacios intercostales, os salga media vara por las espaldillas.


-Passa il ferro crudel tra costa e costa,
É fuor pel tergo un palmo esce di netto,



dijo Michele Papadópoli, señor de la Punta de La Motta, y añadió: Yo hago el mesmo juramento, con la adehala de sacarle uno de sus riñones en la punta de mi bolillo. -A mí me bastará un mondadientes para sacaros todos los vuestros, respondió don Quijote. No gastemos prosa y vengamos a las manos, si no sois malos y falsos caballeros».

Aventose el rey Gradaso sobre don Quijote, diciendo en alta voz: «¡Don follón y mal nacido, pagar heis con la vida esta insolencia!». Juan de Merlo se interpuso y dijo: «Nadie sea osado a usurparme lo que a mí solo me pertenece y atañe: tengo ofrecida al diablo el alma de don Quijote, y mi promesa he de cumplir aunque huya él y se esconda en las rendijas del infierno.

-¡Deteneos, paladines!, gritó Brandabrando, tirándose adelante. Desde muy antes de ahora me debe la vida este caballero, que se la vengo perdonando diariamente por pura conmiseración. Mas llegado es su día y acaban todas las cosas para él, que ya es demasiado compadecer a tan mortal enemigo.

-Eso sería donde no estuviese Duguesclin, dijo éste abalanzándose a la lid. De fuero se me debe la batalla, pues nada más corriente que el restaurador de la caballería francesa las haya   -224-   con el de la española. Os intimo, caballeros, que os hagáis atrás dejándome barba a barba con tan poderoso contrario. -En buenhora sean venidos todos éstos, dijo don Quijote, a quienes, si no fuera amenguar mi acción y aplebeyar la victoria, llamaría de cobardes y alevosos.

-Yo solo he de castigar este desaguisado, dijo Late Jiménez de Oporto, echándose al centro de esa belicosa muchedumbre. No estoy hecho a sufrir semejantes alusiones, y así me hieren los insultos comunes como los personales. ¡Oh, mi señora Rosinuña de Lisboa, agora me amparad y me acorred y me creced el corazón, para que yo saque a la luz del mundo la sandez y e atrevimiento del que no reconociere y confesare la supremacía de la vuestra fermosura! Mirad por vos, mal caballero, o sois muerto sin confesión.

-Vos sois quien la necesita», respondió el manchego, y abrió la batalla con un tajo tan desmedido, que si el arma fuera un alfanje, allí quedara el portugués para la huesa. En esta sazón los farautes soltaron las bridas y gritaron: «¡Legeres aller, legeres aller, é fair son deber!». Y rompiendo las trompetas en una entonación guerrera, principió esa escaramuza, que no le fuera en zaga a las más famosas de los tiempos caballerescos. Hacía mucho que don Quijote de la Mancha tenía olvidado que todo era puro simulacro, y se andaba por ahí en medio de la folga repartiendo golpes a Dios y a la ventura, con tal ardimiento, que iba sacando de sus quicios a los mantenedores, los cuales principiaban a volver palo por palo, y muy de veras. «¿Dónde está ese rey Gradalso?, decía; y vos, hermano Papadópoli, ¿por qué os metís entre los vuestros? ¡Mostrad la cara, Juan de Merlo, vencedor en tantas justas!». Y menudeaba fendientes y reveses tan bien asentados, que más de cuatro paladines tenían ya sus burujones en la cabeza, a pesar del yelmo, si bien éste era de la propia fábrica y hechura del de don Quijote. Los más estropeados, que eran Late Jiménez de Oporto, Juan de Merlo, el rey Gradaso y Michele Papadópoli, empezaron a mostrar su cólera, arremetiendo y parando con enojo manifiesto. El juez del torneo   -225-   vio que la cosa olía a chamusquina, saltó al palenque, y echando el bastón a la arena, declaró concluida la batalla. Como en don Quijote nada podía más que los usos y reglas caballerescos, fue el primero en contenerse. Bien quisieran los otros asentarle algunos porrazos de adición; pero como ya él no mostraba acometer, todo golpe hubiera sido caer en mal caso y en una nueva cólera suya. Paráronse los campeadores sofrenando a los corceles que bailaban cubiertos de espuma en un bélico jadear muy del gusto de don Quijote, quien tenía por suya la victoria. Es evidente, por lo menos, que ese día repartió muy buenos palos, llevando también algunos de primera clase. Apeados todos y retraídos en sus aposentos a descansar y curarse los chichones, doña Engracia envió a nuestro caballero una chaquetilla de terciopelo verde con briscados de seda y una escarcha de plata muy bien distribuida. No regocijó tanto al noble manchego esta fineza, cuanto el presente que después le trajo una doncella cuyo embozo dejaba ver apenas la pupila rutilante. Era el obsequio un pañuelo no más grande que un lavabo, con bordaduras, en medio de las cuales se estaba exhibiendo un corazón herido de una flecha. Al pie de este hermoso emblema, en caracteres rojos, el nombre de su dueña: «Secundina». Tuvo el trapo don Quijote por pañuelo de finísima batista, y llevado del agradecimiento buscó en la faltriquera una onza de oro con qué regalar a la joven Quintañona; pero ni él la halló, porque no la había guardado, ni la muchacha diera tiempo, según huyó veloz por esos corredores. «Mira si nos quieren bien, Sanchito, dijo a su escudero, y si nos envían corazones heridos de saetas». Sancho Panza admiró escandalosamente la buena fortuna de su amo, y le enteró de que el castillo estaba rebosando en sus alabanzas.



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ArribaAbajoCapítulo XLI

De las razones y las contradicciones que amo y criado tuvieron después de la batalla


«Ignoras quizá, dijo don Quijote a su escudero, aludiendo al regalo de doña Engracia, que el propio honor alcanzó Gutierre Quijada después que hubo hecho armas con Miser Pierres, señor de Habourdín, bastardo del conde de San Polo. Pagado de su gallardía el duque de Borgoña, juez de la justa, le llevó a comer, le puso a la derecha, y luego le envió a su aposento un vestido de muchas orfebrerías aforrado de pieles de garduña. Otro tanto hizo el rey de Bohemia con don Fernando Guevara, cuando éste venció en la ciudad de Viena a Miser George de Bouropag: enviole un joyel de gran precio «y dos trotones muy especiales», como lo puedes ver en la Crónica de don Juan II, donde más largamente se contiene. Unas veces ofrecen los reyes mantos de púrpura a los vencedores; otras, túnicas de brocados de tres altos; otras, vajillas de oro de muchos marcos. El toque está en merecer cualquiera de estos regalos, amigo Sancho Panza. ¿Has visto cuál puede ser esa amable Secundina? Según pienso y entiendo, después de Dulcinea, no hay otra más hermosa en el mundo. Fíjate en esa mano, en la cual no sabe uno lo que admirar más, si la pequeñez, si la blancura, si la suavidad, si la gracia con que se mueven y juegan esos dedos coronados de sonrosadas uñas. -La de mi señora Dulcinea no era   -227-   tan mona, respondió Sancho, sino como un aventador y más que medianamente carrasposa. Los dedos gruesos, pero no muy largos: en la uña del pulgar se pudiera ver la cara un gigante, sin la roña que la cubría. -Tú sabes, replicó don Quijote, que Dulcinea estaba encantada cuando la encontramos: aunque por dentro era ella, por fuera parecía una grosera labradora. ¿Mas cómo dices eso cuando el encanto no obraba sino para mí y tú la viste en su propia forma, puesto que la conociste? -Para mí no estaban encantadas sino las manos, señor don Quijote, habiendo querido el maligno encantador echar sobre el amo toda su malicia, y sobre el criado una parte de ella. -Tus jocosidades no siempre tienen la sal en su punto, maleante y sofístico escudero, dijo don Quijote: al que le encantan le encantan de pies a cabeza, con manos y todo; y al que le apalean le apalean sin poner aparte ninguno de sus miembros, según lo puedes ver por tus ojos y sentir por tus costillas. ¿Ni en las ocasiones más propias para demostrarme el respeto que me debes, has de dejar de ponerme por delante tu necedad o tu superchería? ¿Quieres que las uñas de mi señora Dulcinea sirvan de espejos donde se miren gigantes, como Polifemo, cuya cara no alcanzaba a reproducirse sino en el mar? ¿Y su mano es ancha como un aventador, monigote fementido? ¿Y áspera, no carrasposa, baratero? ¿Y sus dedos rehechos y ñudosos, espía de ladrones? ¡Yo os haré ver que el ancho, ñudoso y carrasposo sois vos, señor tunante». Y le hizo ver, en efecto, eso y algo más con un gentil porrazo en la cabeza.

El bueno de Sancho estaba muy hecho a llevar palos; pero cuando se los daba su señor, venía como a resentirse, con decir que de ese modo le pagaba sus servicios, Sancho Panza era humilde; su amo, de buen natural y generoso: de amo a criado nunca hubo más de palo y medio, y cuando más llegaron a dos. Era de condición el caballero, por su parte, que, pasada la culera, de buena gana hubiera abrazado a su escudero, y en haciéndole un grave daño habría vertido lágrimas. Hay hombres que se inflaman y caen sobre los que los irritan: la pólvora no es más violenta; pero son capaces de resarcir con la camisa de sus   -228-   carnes los golpes que acaban de dar. Me atengo al hombre volado que se enciende a cada instante, y no al aborrecedor sombrío que oculta la cobardía tras la calma y está haciendo fermentar la venganza debajo de la paciencia.

«Murmura de mí, bellaco, dijo don Quijote; omite el cumplimiento de tus deberes; escóndete el rato del peligro; reclama el botín de guerra como cosa tuya; mas no pongas tu lengua viperina en la señora a quien yo sirvo, porque te he de matar. ¿No sabes, mal nacido, que las damas de los andantes, por fuerza han de ser conjuntos de perfecciones, mujeres aparte, creadas ex profeso para ser queridas y servidas por estos que nos decimos y somos andantes caballeros? ¿Quieres que la principal, la llamada sin par por antonomasia, tenga las manos y las uñas que dices, cuando nada pone más de manifiesto lo ilustre de la sangre que esa nobilísima parte del cuerpo humano? Ahí tienes a Oriana, ahí a Carmesina, ahí a Polinarda, ahí a la reina Bricena, ahí a la linda Magalona: mira si son manos de aventadores las suyas, o manecitas admirables, azucenas por el color, jazmines por la pequeñez, terciopelo por la suavidad, y saca por ahí lo que deben ser las de Dulcinea. Cuando se las viste como dices, no estaban ellas encantadas, sino tus ojos obscurecidos con telarañas, basura y otras inmundicias. De hoy para adelante, señor bueno, so pena de la vida, habéis de pensar y creer que no hay en toda el haz de la tierra princesa, reina o emperatriz que tenga mano más pulida, limpia y graciosa, ligera y bien proporcionada, que Dulcinea del Toboso. -Más vale mala avenencia que buena sentencia, señor don Quijote, respondió Sancho: con vuesa merced no tengo pleito. Pensaré y creeré de bonísima gana lo que vuesa merced dice; pero llanamente, como a mí se me entienda, y no por antimonasia ni otros rodeos, porque todo lo echaré a perder. Cosa del diablo fue el haber yo visto así a mi señora Dulcinea: prometo verla en lo adelante con mano de azucena, pie de lirio, boca de alabastro y más finezas concernientes a las señoras andantes. -La belleza requiere que los labios sean sonrosados, volvió a decir don Quijote; cuando se te ofrezca delinear un difunto,   -229-   puedes servirte del alabastro para la boca. -Y cuando a vuesa merced se le ofrezca poner en alguna parte el cabo de su lanzón, no busque la persona de quien le quiere bien, para echarlo ahí como si lo hiciera adrede. Sin haber sido del torneo he sacado mi ración en la cabeza, mi aflicción en el corazón. -Y guárdate de la quitación, respondió don Quijote, la cual puede ser de más consideración, por la sencilla razón de que un baladrón como tú, que no pierde ocasión de manifestar su mala intención respecto de la dama de su patrón, trae la cabeza en continua disposición de recibir sobre ella el asta de mi lanzón. Tú eres gente de ración y quitación... Pero no haya más; y desdoblando la hoja, dime: ¿Se te trasluce cuál de las infantas del castillo es la que ha puesto en mí los ojos? Corazón herido de saetas, corazón apasionado, Sancho. A tales arbitrios suelen acudir las doncellas de pro, a fin de insinuarse con los caballeros cuya imagen tienen en el pecho; y la mensajera es parte esencial de los amores: testigos, la dueña Quintañona, Darioleta, Floreta, Placerdemivida, la viuda Reposada y otras. Ayúdame a descubrir a esa misteriosa enamorada, si bien ella misma tendrá buen cuidado de darse a conocer, pues amor que da la seña no tardará en llegar. Esta pasión sublime obra como el fuego, Sancho: su alimento es el aire, tira siempre hacia la luz; y aunque a veces arde escondida, no hace sino tomar cuerpo en la obscuridad; luego se la ve romper hacia afuera y esparcirse en grandes llamas. Los ojos son ventanas del alma, dicen; son también tirabuzones, amigo Sancho: como vea yo reunidas a las princesas, de una mirada le arranco su dulce secreto a esta bella Secundina. -Una vez descubierta, ¿qué piensa hacer vuesa merced?, preguntó Sancho. -Nada, respondió don Quijote: ¿parécete que sería digno de mi lealtad ponerme a sacar en limpio secretos de doncellitas melindrosas? Bueno fuera andar correspondiendo a todas, cuando con ser sabedor del achaque amoroso de esta divina incógnita me parece que ofendo y pospongo a la sin par. Dulcinea. Lo que ahora ocupa mi ánimo no es la cuita de esa doncella, sino el acabar de una vez con el rey Gradaso y hacer del todo mía la deseada   -230-   Durindana. ¿Qué suerte habrá corrido el moro? Si mal no me acuerdo, le descargué encima tal mandoble, que será maravilla no le haya dividido hasta el suelo, con caballo y todo. -Él fue, respondió Sancho, el que viendo por tierra su cabeza se agachó, la tomó y la besó, con mucho amor, en la mejilla. Las baladronadas del jayanazo, señor, nos daban mucho que temer por la vida de vuesa merced; pero, como dicen, gato maullador, nunca buen cazador. Bien muerto está: ni me debe, ni le debo. Duerme Juan y yace, que tu asno pace; y el muerto a la fosada y el vivo a la hogaza. -Mal ajeno de pelo cuelga, Sancho, dijo don Quijote: sigue adelante en tus refranes; camino llevas de agotar, no solamente la colección de don Íñigo López de Mendoza, sino también las de Mosén Dimas Capellán, el Racionero de Toledo, y el Pinciano o sea el Comendador Griego. No olvides los retraeres del Infante Juan Manuel, ni los adagios que las viejas dicen al huego, del Arcipreste de Hita. Si en vez de ese hormiguero de adagios y refranes te hubieras metido en la cabeza algunos preceptos relativos a la caballería andante, el día de hoy te hallaras en potencia propincua de ceñir la corona real. Pero yo tengo mis barruntos de que con tu modo de hablar estomagas y enojas a los encantadores, quienes están retardando cuanto pueden el fausto acontecimiento de mi propia coronación. Ahora dime, pedazo de estuco, ¿se te entiende cachiforrarme con la pamplina de la cabeza de Gradaso? Deja que yo te eche al suelo la tuya, y como aciertes a besarte tú mismo en la mejilla, aquí te armo caballero, y de camino te doy el título de sumiller de la Cava, sin contralor que revea tus actos ni te llame a residencia. Si estoy en lo cierto, San Dionisio fue quien tomó del suelo su cabeza y la besó, después que un esbirro se la hubo echado abajo. Tú no has oído campanas, y aplicas mal y por mal cabo a los acontecimientos actuales tus confusas reminiscencias. Déjalas dormir en el endiablado revoltijo de tu memoria y no me batanees con tus necedades. Si a dicha tiene aún el circasiano la cabeza sobre los hombros, nada habrá perdido por haber esperado».

Salió don Quijote en demanda de Gradaso, cuando ya no había   -231-   más Gradaso que don Alejo de Mayorga, quien se andaba por ahí hirviendo entre los suyos. «Caballeros, preguntó, ¿sabréis decirme en dónde para aquel soberbio rey del Asia con quien me combatí ahora ha poco? -El señor Gradaso barruntó, sin duda, las nuevas intenciones de vuesa merced, respondió el conde de Mayorga, y se ha puesto en cobro a pesar de sus heridas. Una de a jeme en el pecho, señor; otra en la cabeza, abierta por la comisura, desde la orilla de la frente hasta el occipucio, pasando por el sincipucio. Otra en la garganta, por donde podía entrar y salir un cocodrilo. -¿Hacia dónde y cómo huyó el moro?, volvió a preguntar don Quijote. -Hacia el Oriente, señor, en una jirafa que hendía el aire como un sacre. Creo yo que la fuga la tomó por su cuenta una sabidora llamada Zirfea, quien se lo llevó a curarle las heridas en los montes de la luna. -Esta es la costumbre de los encantadores que me persiguen, dijo don Quijote: hurtarme el enemigo a quien tengo a punto de muerte, Pero ya veremos si el señor Gradaso muere o no a mis manos, con jirafa y todo. Ahora sepamos lo que mandáis, señores, que me parto. -No diga tal vuesa merced, respondió el conde de Mayorga: las damas no tienen otro empeño que el de festejar a vuesa merced. esta noche con un baile que para el efecto están disponiendo. Verá aquí la flor y nata de la caballería, portentos de hermosura y prodigios de habilidad en la danza. -¿Eso hay?, volvió a decir el caballero: no quiera el cielo que don Quijote de la Mancha falte a la cortesía, rehusando el obsequio de tan hermosas y principales señoras». Y se quedó una noche más en el castillo, para satisfacción de Sancho Panza y gusto de los estudiantes.



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ArribaAbajoCapítulo XLII

Donde se da cuenta del baile de Doña Engracia de Borja, y se delinean algunas de las damas que a él concurrieron


Las damas del castillo, con todos sus alfileres, estaban fulgurantes esa noche; los jóvenes, de tiros largos, y don Quijote de la Mancha metido en sus gregüescos, secas, estiradas las piernas, y un tanto quebradizas; con una cara de santo por lo flaco, de vista en cuchara por lo prolongado, de emperador por lo grave y señoril. Buena cuenta con no reírse tenían las señoras; pero así como el hidalgo volteaba las espaldas, no había contener la que les atormentaba el pecho. Graciosas e invencioneras las muchachas, no les faltó arbitrios para ilusar a don Quijote, tomando, a imitación de los justadores, nombres altisonantes y caballerescos que halagase n sus oídos. Alda de Sansueña es una joven de singular hermosura, que llama la atención, por la cabellera especialmente, rara en el color como en el caudal, y por el donaire con que la trae derramada sobre los hombros y la espalda en gruesos chorros. Nuestra madre Eva no cultivó más linda mata de pelo, ni con el suyo se hubiera rodeado y cubierto los blancos miembros tanto como esta Alda de Sansueña, la cual en verdad no se llama sino Elena Cabanillas.

A su lado está Lippa de Boloña, obscureciendo a su compañera con la luz de esos ojos que resplandecen cual dos carbunclos   -233-   negros. Ésta lleva traje de raso blanco con largos torzales de hilo de oro, salpicada la chaqueta de estrellitas azules; la chaqueta, por donde quieren escaparse las dos gordas palomas retenidas apenas en su cárcel. «Elena, dijo a su amiga a media voz, ¿te casaras con don Quijote? -No digo que no, como tú te casases con Sancho: así vendrías a llamarte Jóvita Ponce de Panza. -¿Y el de León dónde me dejas? -Ponlo al fin y serás Jóvita Ponce de Panza de León. -No suena tan mal como de burro, ni tan bien como Elena Cabanillas de la Mancha», concluyó doña Jovita, y se echaron a reír las dos hermosas.

Lida Florida, señora de Cambalú, sigue a Lippa de Boloña en ese coro de ángeles femeninos. En otra cosa consiste su belleza que en lo vivo de la mirada y en lo activo de las maneras: sus ojos son azules, cargados de tan poética melancolía que harto dan a conocer una tierna pesadumbre. Deslumbrara la blancura de su tez, si no acudiera la sangre a sus mejillas y las pusiera como bañadas de rosa. Cuando se ruboriza esta joven, una llama divina desciende del trono de las Gracias y la hace arder en las más delicadas sensaciones.

Viene en seguida Oliva de Sabuco, niña tan alegre y picotera como apacible y silenciosa la enamorada Lida. Mas a su izquierda tiene una buena pareja, porque en el reírse, el moverse y el hablar no le cede una mínima la señora Chimbusa. ¡Chimbusa! ¡Y cómo le hacía bailar en la uña al mal aconsejado que se llegaba a requebrarla! Sólo don Alejo de Mayorga tiene el aguante necesario para no sucumbir a esas carcajadas en las cuales resuenan el desdén, la fisga, el sarcasmo, porque la tal Chimbusa es de las que hacen algunas víctimas antes de serlo ellas mismas, y Dios sabe de qué tonto! No es tan tierna que no debiera tener un cariño, por no decir dos; pero se había propuesto no amar a nadie, y hasta entonces se estaba saliendo con la suya, bien por dureza natural de corazón, bien porque el capricho labraba cierta insensibilidad facticia que la mantenía en sus trece. ¡Pobre Chimbusa!... El amor tardío suele mostrarse de repente con toda su madurez: en llegando su fermentación a   -234-   lo sumo, revienta sin dar lugar a nada. Estas pasiones son las temibles: toman de sorpresa, exigen, ejecutan y muchas veces dejan en tiempo limitado tristes despojos de la que se prometía larga edad florida. Mejor es amar desde un principio, poco a poco, si puede ser, para ir acostumbrándose a la enfermedad de los dioses, sin hurtar el cuello al yugo de ese pequeño rey absoluto, a cuyo imperio no hay quien se sustraiga.

«Marqués, dijo la señora Chimbusa al de Huagrahuigsa, que se asomaba por ahí, gustaría yo de ver bailar a don Quijote. Oliva se ofrece a darme esta satisfacción sirviéndole de pareja. Sea vuesa merced servido de transmitir este deseo al caballero andante. -¡No hay tal!, respondió doña Oliva de Sabuco; Petra es la empeñada en bailar con él: yo no quiero sino ver un pie de jibado a estos dos elegantes. Don Quijote y Chimbusa, el uno para el otro». Y soltó una sonora argentina carcajada, que llenó de armonía la sala. El marqués se tuvo por muy dichoso de hallar pronta escapatoria, so pretexto de ir por el hidalgo, pues le huía a esta Chimbusa como a Judas. Y no porque no le tuviese notable afición, siendo como era la bellaca fea de tal naturaleza que se la hubiera llevado sobre cuatro bonitas. El marqués tenía para sí que era correspondido con usura; mas satisfecho de ser amado a la distancia, y vivamente deseado por la dama, dejaba para mejores tiempos el coronar su dicha (la de ella).

La linda Magalona y Floripés estaban juntas, y ante ellas don Quijote, hincada una rodilla en tierra, empeñadísimo en aludir a los amores caballerescos de estas enamoradas princesas14. «Güi de Borgoña, dijo a Floripés, ha sido siempre un buen caballero, tan digno de ser esposo de vuesa merced, como amigo mío, por la constancia y el valor con que defendió la torre donde fue acogido por vuesa merced, junto con los otros pares de Francia. ¿En dónde para el día de hoy tan famoso caballero?

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-Nos hemos reconciliado con mi padre el Almirante, respondió Floripés; mi marido y señor se fue no ha mucho a verse con él en Guirafontaina, de donde le esperamos antes de un año. Si vuesa merced nos favoreciese con permanecer unos once meses en este castillo, el señor Güi, mi esposo, tendría mucho gusto de conocer al tan nombrado don Quijote de la Mancha. -Once años me quedara, replicó el caballero, por estrechar en mis brazos a tan famoso paladín y tan buen enamorado, si las obligaciones de mi profesión no urgieran por la partida». Aquí rompió la música, y los jóvenes se tiraron al centro, cada cual con su compañera. Loco era don Quijote y muy loco en ciertas cosas; advertido, empero, hasta sabio en otras: no bailó ni le pasó por el pensamiento el buscar pareja, y se rehusó con vigor a las excitaciones de los pisaverdes. La gravedad de su estado, la circunspección de su edad le hicieron mantener un porte digno; y mientras bailando a todo su poder se hacían pedazos los mancebos, él se dejó estar en una esquina de la sala, grave, alto, casi adusto.

Cintia de Guindaya, señora de elevada estatura y admirables proporciones, no se manifiesta visiblemente gorda; pero la imaginación de los que la contemplan sabe si son redondos, maravillosamente torneados esos miembros, cuya rubicundez no se detiene sino en el blanco leche de ese divino cuerpo. Cintia baila como Diana, garbosa y púdica, con empeño, pero con modestia. De ella no hubiera dicho el antiguo poeta latino: «Sempronia baila mucho mejor de lo que conviene a una mujer juiciosa y honesta».

Cintia de Guindaya pasó a la vista de don Quijote, deslumbrándole como un relámpago; y en efecto, era tan bella, que el bueno del hidalgo estuvo a pique de tenerla por su señora Dulcinea del Toboso, cuando no era sino una cierta Estela Montesdeoca.

Tras ésta vino Prusia Fincoya, morena de infernal hermosura, que había dado en qué merecer a más de un pretendiente a su mano. Digo infernal, porque se la amaba de prisa y con furor,   -236-   sin esos preliminares de las pasiones comunes, afición, tristeza, vaga esperanza y más afectos indecisos que el corazón experimenta cuando se ha de amar con mesura. Agravio hubiera sido para la tal Fincoya quererla de ese modo: ella prende un vivo fuego en el cual es preciso consumirse. Súplicas fervorosas lágrimas ardientes, pasos inconsiderados; celos, iras, desesperaciones, locuras y suicidios: tales son las ofrendas que se han de depositar en las aras de ese ídolo tan perverso como hermoso



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ArribaAbajoCapítulo XLIII

Donde se prosigue la materia del capítulo anterior


Vueltas las damas cada una a su lugar, se vio a don Quijote ir discurriendo entre ellas por dar quizá con la apasionada Secundina. Una de sus interlocutoras le dijo ser Lindaraja Salahonda, princesa de Chanchirico, para servir a su merced. No demuestra ser muy honda la princesa, antes parece hallarse en camino de salvación, según lo flaco y amortiguado del rostro. Desentendida de sus años, ésta, que pudiera ser dos veces madre, se entromete con las jóvenes, escogiendo siempre las más frescas y bonitas. Gusta de traerse bien y dar la moda, sin perder ocasión de mostrarse a los caballeros para tener el gusto de desdeñarlos con mil dengues de buen tono. Los enamorados que han pasado por sus horcas caudinas son un juicio; sus novios, todos los elegantes y hombres de consideración; mas pedir su mano es poner una pica en Flandes. Pasó don Quijote sin deshacerse en cortesías, y llegó adonde estaba otra morena hirviendo en la movilidad de su temperamento. Esta es la bella Pecopina, cuyo influjo sobre sus amigas es igual, por lo menos, al dominio que ejerce sobre la gente masculina. Si el amor se encarnara en cuerpo de mujer, tomara el suyo de los pies a la cabeza. Chiquita, no hasta ser defectuosa; desparpajada, no hasta la desenvoltura; viva, parlera, no hasta la importunidad: ni bella ni bonita, sino de las que se llaman donosas, esto es, mujer   -238-   en quien prevalece la gracia, aunque no puede jactarse de la perfección de sus facciones. Gracia, la tiene Pecopina para derramarla a chorros: junto con esto la exquisita sensibilidad de corazón y la delicadeza de los afectos la vuelven una de las mujeres más amadas del mundo. Su cuerpo, eso sí que es primoroso: pecho alomado, dividido en dos redondas prominencias hombros tan atrevidos que están forzando el escote; brazo anticatólico, brazo de Venus, en el cual la blancura, la gordura, la redondez se dan la mano. Se ríe la bella Pecopina, mas no es feliz, ni es fácil que lo sea una de naturaleza como la suya, compuesta del fuego de la imaginación y el de la sangre, poesía en forma de lava hirviente, que está pasando y repasando sobre el alma. Le pareció bien la damisela a don Quijote, y llegándose a ella con muestras de suma cortesía, le preguntó si era de la que tenían a su devoción un caballero andante. «Holgárame de haber conocido a cierto paladín ahora ha diez años, respondió la hermosa, y no me estuviera consumiendo en el desamor. Exasperose don Quijote al verse en esta nueva ocasión con perjuicio de su dama, y como quien no cae en la cuenta pasó adelante, mientras la señora Chimbusa, gran amiga de la bella Pecopina, se vino para ella y le preguntó: «¿Qué arrumacos te hizo? Desde allá oí sus chicoleos. Debes de estar muy satisfecha. -Tanto como la que más, respondió la bella Pecopina; pero con celos de una cierta Dulcinea, llamada Petra Padilla o señora Chimbusa. -No tengas cuidado, repuso Chimbusa: guárdate tú don Quijote, que aún no parece el mío». Y risa que se morían.

Pidieron los mancebos la gallarda, al paso que las señoras se decidieron por los gelves, ofreciendo que después se bailaría la Madama Orleáns y aun la pavana. Onoloria del Catay, antes que todas, se echó a la arena; y por el dios Cupido que bailó como para embeleso de los inmortales. Presta, leve, aérea, iba y venía agitando el piececito en mudanzas varias, concorde todos los miembros en sus graciosos movimientos. La mariposa que está volando y revolando sobre las flores, iluminada por el   -239-   sol matinal, no es más vivaz y alegre ni presenta a la luz con más ufanía los matices de sus alas. Baila Onoloria, la sangre se le encrespa al ejercicio, y el vaivén del corazón le anima el rostro, de tal manera que en el bermejor celestial de esas mejillas pueden arder los serafines. Encendidos sus labios, prenden fuego en el pecho de sus admiradores, fuego que corre al centro y hace dulces destrozos. Esta Onoloria del Catay es bella como una Gracia, honesta como una Musa, y en faltándole un punto al respeto debido, terrible como una Gorgona. Su nombre es Isolina Benjumea; cuando le tocó ponerse uno caballeresco para el sarao, tomó el de la dama de Lisuarte, añadiendo el del famoso imperio del Catay, por que le sonase mejor a don Quijote.

Doralice Blancaflor no es menos que su a latere ni en hermosura de cuerpo ni en delicadeza de corazón: no hay sino que ésta no es como Onoloria, bondadosa y afable, casi humilde en el mirar y el hablar, con esa humildad empapada en amor, debajo de la cual dormita la fiereza de la virtud; Doralice pone la monta en dominar a los hombres por el señorío, cuando no tira a matarlos con el desdén. Alta, grave, la sonrisa no se le presenta en los labios sino en forma de menosprecio; y cuando habla es como dueña de vidas y haciendas. La Doralice del baile, en su casa y fuera de ella, se llama Dolores Fernán Núñez.

Ahora viene Olga, viene y baila, y el cadencioso movimiento de sus miembros cautiva hasta el oído, siendo así que el dulce error de la afición es creer que de esa persona embelesante brota una suave música. Olga baila y todo el mundo la contempla seducido, admirándola las mujeres, adorándola los hombres, sin que la aborrezca nadie. Privilegio es de la inocencia no despertar envidia ni en las que presumen de bellas y no sufren competidora en la hermosura.

Concluida esta danza, acometió don Quijote a felicitar a las señoras, y de una en otra se llegó a una muy bien puesta que estaba ahí en voluptuosa sofocación dejando evaporar el cansancio. Díjole ésta que era Doñalda, con lo cual prendió el fuego en la imaginación del caballero andante, pues ese nombre le reducía   -240-   a la memoria las hazañas y las desdichas de uno de los mejores paladines.«Si vuesa merced es Doñalda, dijo, ¿será la mujer de Roldán el encantado, dueño de la insigne Joyosa del bel cortar? -Soy la misma, respondió la dama. Vuesa merced me ve aquí llena de indignación por hallarse entre nosotras esa pizpereta de Angélica la Bella, quien trae a mi marido, de algún tiempo a esta parte, fuera de sus casillas. ¿Pudiera vuesa merced hacer que mi esposo volviera a quererme? Aquí tiene vuesa merced a mi amiga la infanta Lindabrides, a quien un caballero andante ha enderezado el tuerto que le hacía Claridiana, su rival, con hacer que su amante vuelva a sus primeros amores. -Éste es el caballero del Febo, repuso don Quijote, quien tenía el mal gusto de desdeñar a la hermosa infanta Lindabrides por esa ojinegra de Claridiana. Lo que es hacer que el ingrato don Roldán vuelva a querer a vuesa merced, no está en las atribuciones de la caballería ni en la fuerza de mi brazo. -¿Luego vuesa merced no tiene una maga protectora, dijo Doñalda, de esas que poseen el secreto de prolongar y renovar el amor, mediante ciertos filtros, pociones o bebedizos de que sólo ellas tienen conocimiento? Urganda la Desconocida hace que Amadís de Gaula viva gimiendo a los pies de Oriana, y le prolonga la juventud, a fin de que la venturosa Oriana le tenga siempre en sus fuertes años. -Urganda la Desconocida, respondió don Quijote, la sabia Ardémula, Melisa, la reina Falabra, Dragosina, amiga de Esferamundi, Camidia, la maga Filtrorana, la dueña Fondovalle y otras muchas han poseído esos filtros, pociones o bebedizos que vuesa merced recuerda; pero de esto a que yo le reconquiste el corazón de su infiel caballero, no va poco. Lo que se podrá haces será que yo le busque, desafíe, mate y corte la cabeza. -¿La cabeza? ¡Oh, no señor! ¡Oh, no señor!», estaba diciendo Doñalda cuando ya don Quijote había pasado adelante, y un grupo de caballeros proponía que se bailara un Rey Alfonso. Rompió la música, tiráronse al centro señores y señoritas, bailaron hasta no más, se cansaron otra vez, y se acabó la fiesta.



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ArribaAbajoCapítulo XLIV

De la despedida que de los señores del castillo hizo nuestro aventurero


Rocinante y el rucio, aderezados ya, estaban a la puerta del castillo, y Sancho Panza averiguándose con las alforjas, las cuales, gracias a doña Engracia, las tenía rebosando de pollos, cecina, bizcocho y otras curiosidades muy del gusto de ese buen escudero. No había para el ocupación más grata que la de acomodarlas, ni rato más alegre que el de abrirlas. De gula, no comía, pero no le desagradaba mojar un mendrugo en un caldero de gallinas; y en viniéndole a la mano un tercio de capón, daba tan buena cuenta de él, que no había cuándo porfiar que lo concluyera. «Si el buen Sancho, dijo don Prudencio Santiváñez, no tuviese algún motivo especial de amor a su rucio, se le podría trocar dicha alimaña con un cuartago de no mal talante y mucha fortaleza que tengo en mis caballerizas. Según entiendo, el rucio viene a hacer una como disonancia con el tan poderoso caballo de su amo; cosa impropia, además, de la profesión caballeresca. Aún sería de reflexionar si no se le diese una adehala por servir a escudero tan principal. -Con la adehala me contento, respondió Sancho. Lo que en el capillo se toma, con la mortaja se deja, señor: el rucio es mi hermano de leche, juntos hemos crecido, juntos hemos vivido, juntos hemos de morir. No porque ayer fui gobernador y mañana he de ser conde, me he de poner a repudiar a mi compañero. Con mi rucio me entierren,   -242-   señores: si algo quieren darme, agradeceré la merced. -Advierta el gran Sancho, dijo el marqués de Huagrahuigsa, que al es cuerpo de un don Quijote de la Mancha no le conviene ir en tar humilde caballería como un asno: yo soy de parecer que se lo cambie, a pesar suyo, con el cuartago consabido, pues nunca se ha visto que personas de tanta pro y fama como él anden el borricos. -Vuesa merced no está en lo justo, respondió el capellán, quien se hallaba también presente: «El rey pobre, el rey pacífico, el rey salvador entrará en Jerusalén montado en un asno», predijo Zacarías. Y montado en un asno entró en Jerusalem el rey pobre, el rey pacífico, el rey salvador. ¿Ha de ser cabalgadura despreciable la autorizada y preferida por el Rey de mundo? Calle vuesa merced, y deje que este hombre siga su camino sobre su jumento, aunque no sea sino por lo que tiene de humilde y cristiano. -Por lo que tiene de cristiano, sea, replicó el marqués; mas por lo de aventurero, ha de montar en caballo ¿Dígame vuestra reverencia las personas de alto lugar que han ido a jumentillas, ni entre los antiguos, si no fue nuestro Señor Jesucristo, y eso únicamente por darnos ejemplo de humildad. -De nuevo se engaña vuesa merced, volvió a decir el capellán el asno ha sido caballería de corte, lujo y boato en los mejores tiempos. ¿Pues veamos en qué montaban los jueces de Israel. Los cuarenta hijos de Abdón y sus treinta nietos iban delante de él, caballeros sobre setenta asnos gordos, lucios, vivos, cuyo: escarceos no podían ser mejorados ni por los corceles de Mesopotamia. Jair, junto con sus treinta hijos, señores de otras tanta: ciudades, montaban en burros soberanos, como puede verle vuesa merced en la Sagrada Escritura. ¿Póngaseles herradura: de plata a esos buenos pollinos, gualdrapa de púrpura sobre el pelo negro, y díganme si un magnate puede andar mejor montado? -Vuesa paternidad lo afirma, y aun cuando sea ex fide aliorum, así debe de ser, contestó el marqués. Mas todavía querría yo que el buen Sancho, que no es Abdón ni Jair, anduviese de hoy para adelante en un rocín mediano, porque no viniese a rivalizar con los jueces de Israel y perderse por la soberbia.   -243-   -Para mi santiguada, respondió Sancho, que no he de ir a echar en tierra de una embestida las costumbres de mis mayores, quienes no montaron nunca sino en burros. -Pues yo soy de parecer, dijo a su vez el conde de Mayorga, que no solamente se le debe cambiar su rucio a Sancho, sino también su Rocinante al señor don Quijote. ¿Qué dice vuesa merced de una buena cebra, animal que se traga cien leguas por hora, adecuadísimo, por tanto, para las aventuras que requieren velocidad? Y no se piense que semejante vehículo sea desautorizado en el mundo caballeresco: tienda vuesa merced la vista y vea cómo


«Por las sierras de Altamira
Huyendo va el rey Marcín,
Caballero en una cebra,
No por falta de rocín».



No por falta de rocín; luego los más famosos caballeros han preferido la cebra al caballo. -Tan lejos está el rey Marcín, respondió don Quijote, de ser famoso caballero, como de ser preferible al caballo aquel animalucho que menciona vuesa merced, el cual en resumidas cuentas no pasa de silvestre; alimaña notable tanto cuanto por la graciosidad de su cuerpo y aquel ordenado artificio con que la madre naturaleza quiso hermosear su piel, dividiéndola en fajas negras y amarillas. Mas dígame vuesa merced ¿cómo una cabalgadura buena solamente para la huida ha de convenir a ese cuyo asunto es acometer, pelear a pie firme y vencer? Si alguna vez me encontrase yo en el peligro de haber de retirarme, mandaría barrenar mis naves y darlas a la banda, como ya lo hicieron Agatocles y nuestro esclarecido Hernán Cortés. Digo que mataría con mi mano a Rocinante, a fin de que no me pasase por la cabeza la idea de huir ni retirarme. El que Marcín se hubiese encomendado a la velocidad de una cebra, no es ejemplo que puede seguir un caballero. -Si yo insinué esa especie, replicó don Alejo, fue porque me pareció digno de un paladín como vuesa merced el montar un animal raro, casi fabuloso; bien como la reina Falabra andaba caballera en un   -244-   lobo sin cabeza, y como otros grandes y famosos caballeros han montado en grifos, unicornios, hicocervos, jirafas y otras maravillas. Mire vuesa merced al gigante Mordacho con cuánta gallardía y gentileza va a horcajadas sobre «un oso guarnido con unos cueros muy duros, que él puesto encima parecía más fiera cosa de ver y más espantable que el infierno. En la cabeza lleva el citado Mordacho un yelmo hechizo con agujeros enormes por los cuales saca las orejas. Su armadura es de huesos y costillas de sierpe, más fuertes y difíciles de hender que el acero mejor templado. El oso es muy grande y desemejable; y cada vez que el jinete le pone en los ijares las uñas de león que lleva por espuelas, da tan grandes saltos y bramidos, que a todos atruena y pone susto». Por aquí puede ver el señor don Quijote cuan natural sería que su merced jinetease una linda cebra de los desiertos del África, si ya no prefiriese el lobo sin cabeza de la reina Falabra. -Yo sé por dónde veo las cosas, respondió don Quijote; a mí me incumbe y atañe el saber lo que prefiero. Ni el oso de Mordacho, ni el lobo de la reina Falabra, ni el camello de la mágica Almandroga, ni cuantos hicocervos, jirafas, grifos, hipogrifos y demonios hay en el mundo, le llegan al tobillo a este mi buen compañero y amigo. Vengan los Alejandros sobre sus Bucéfalos, los julios Césares sobre sus corceles de uña partida y cara de toro, los Rui Díaz sobre sus Babiecas, los Rugeros sobre sus Frontinos, los Astolfos sobre sus Rabicanes; vengan todos juntos: aquí está don Quijote de la Mancha sobre Rocinante. -Ese corcel, dijo el barón de Cocentaina, debe de provenir de un enlace y cruzamiento extraordinarios, para que sea tan singular por su origen como por sus prendas. Estos grandes e ilustres caballos suelen tener su genealogía propia y diferenciarse de los demás esencialmente. Bucéfalo, aquel gran Bucéfalo que vuesa merced acaba de nombrar, ¿cómo y de quién nació?


-«Fízolo un elefant por muy gran aventura
En una dromedaria, cuemo dis la escriptura:
Venial de la madre ligerez por natura,
De la parte del padre frontales é fechura».



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Si el mío fuese hijo de una dromedaria, sería dromedario, respondió don Quijote: como descienda del más poderoso semental de los cotos de Andalucía y de la más fina yegua cordobesa, estoy contento. Y ahora sí que es la de vámonos, señores: mandar y adiós». Al tiempo que montaba a caballo, como las damas del castillo estuviesen por los corredores, se llegó don Quijote al señor de Mayorga y en tono de reserva le dijo: «Vuesa merced sea servido de indicarme la que entre esas hermosuras se llama Secundina. -¿Secundina?, respondió el conde; ahí la tiene vuesa merced». Y le enseñó una moza entre los pinches de la casa, que agrupados por ahí estaban a ver partir a los andantes. Era la tal una mujer baja de cuerpo, achaparrada, que traía a cuestas una muy buena joroba y metí a hasta no más el un ojo en el otro. Atónito la estaba mirando don Quijote, al tiempo que el señor de Mayorga alzó la voz y dijo: «Secundina, el señor don Quijote de la Mancha se te encomienda, y aun desea le hagas la gracia de llegarte luego para un asunto de importancia». Entre pasmada y obediente echó a andar la moza. Como don Quijote la viese aproximarse cojín cojeando, arrimó las espuelas a su caballo y se partió.



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ArribaAbajoCapítulo XLV

De lo que les sucedió a don Quijote y Sancho Panza, mientras andaban descaminados por Sierra Morena


Dos días habían andado los aventureros sin que les hubiera sucedido cosa digna de memoria, y se hallaban por las faldas de Sierra Morena, solos y sin camino. Don Quijote se figuraba ver dentro de poco, ya una doncella andante puesta a mujeriegas sobre un león, ya un jayán que se llevaba consigo una princesa, ya un enano que le traía una embajada amorosa. «¡Por las cinco llagas de Nuestro Señor Jesucristo y los Dolores de María Santísima, dijo por ahí una voz cascada y muerta de hambre, una caridad a este pobre ciego!». A Sancho Panza se le fue la sangre a los zancajos: las palabras no podían ser más católicas; pero en nada confiaba cuando se hallaba en semejantes despoblados. Un hombre, acurrucado al pie de un árbol, con un perrito pastor a los pies, era quien había pedido la limosna. «Sancho, dijo don Quijote, la ocasión de hacer un bien es siempre un buen agüero: las obras de misericordia son préstamos que hacemos al Señor. Abre esas alforjas y provee para quince días a este desdichado. -Le daré, respondió Sancho, mas no para quince días. Si de hoy a mañana no salimos de estos andurriales, en Dios y en mi ánima que tengamos nosotros mismos que hacer de ciegos. -Tan buena cuenta has dado de la repostería, Sancho? Haces bien, amigo: el día que hay, come a tu sabor, y no te dure un mes lo que alcanzaría apenas para una semana. Da lo   -247-   que puedas a este ciego; no manda otra cosa la ley de Dios; pero lo que des, dalo de corazón. Sin buena voluntad, no hay caridad: los que dan por fuerza, labran para el demonio; los que por orgullo, están condenados». Sancho estaba ya en tierra abriendo las alforjas con loable empeño, y mientras desperdigaba una gallina, dijo a su amo: «Yo no doy por orgullo ni por fuerza; mas no doy para quince días. Tome este cuarto, hermano ciego, y este jirón de cecina: cómalos a nombre del escudero Sancho Panza, encomendándole a la Virgen. -Ella os lo pague, mi buen señor, respondió el mendigo recibiendo a tientas lo que se le ofrecía: si las oraciones de un pobre pueden con el cielo, allá irán a parar vuesas mercedes. -Miren si discurre bien el esguízaro, dijo Sancho: comed y rezad, hermano, y no hagáis como los que maman y gruñen. ¿En dónde habéis aprendido tan buenas razones?


-«No vale el azor menos
Por nacer en vil nío,
Ni los decires buenos
Por los decir judío».



respondió don Quijote. Puede uno ser pobre y ciego, y hablar como don Santos de Carrión. -Como don Santos, sea, dijo Sancho: ¿ahora qué dice vuesa merced si en este pradecico, al lado de este bienaventurado, les diésemos nosotros también un tiento a las alforjas? -No dices mal, respondió don Quijote, ¿pero tendremos agua por aquí? -Y pura y dulce, dijo el ciego: ¿no la oye vuesa merced a cuatro pasos?». Don Quijote puso el oído y alcanzó un blando susurro que de entre unos árboles salía. Es un arroyo, dijo: el licor más saludable del mundo. -Y el más barato, repuso Sancho. Pero no me hubiera resentido con mi señora doña Engracia de Borja, si nos hubiera acomodado con unos dos frascos de Alaejos y dos de Rivadavia. En verdad que uno viene como a convertirse y santificarse con una copa de Valdeiglesias tras un bocadillo astringente como esta longaniza. -No te aficiones a la bebida con tal fuerza, tornó a decir don Quijote, que vengas a emborracharte sin beber, como si realmente hubieras   -248-   bebido. ¿Qué más da que uno robe o viva deseando robar? ¿Serás menos libidinoso si vives muriendo de día y de noche por la mujer de tu prójimo, que si de veras vinieres a corromperla? De este modo, tan borracho eres si andas siempre con la mira puesta al beber, como cuando efectivamente bebes. Y no te resientas; tú sabes el refrán que dice: A mozo roncero, amo severo. -Vuesa merced me fiscaliza los pensamientos, dijo Sancho, y me condena por ellos como a pecador conflicto y confeso. -Si eres conflicto, replicó don Quijote, serás también conflexo: si eres confeso simplemente, pecador de ti, te habrás de allanar a ser convicto. Sancho, Sancho, ¡y qué bien dicen: El hijo de la cabra, de una hora a otra bala! ¿Cuando yo te creía perito en nuestra lengua, como efecto de las lecciones que te vengo dando, salimos con que la cabra tornó a balar el día menos pensado? Hijo malo, dicen, más vale doliente que sano. Pero como también se suele oír por ahí: Al hijo de tu vecino límpiale las narices y mételo en tu casa, yo te limpio las tuyas y te meto en mi casa. El pie del dueño, estiércol para la heredad: sírvante de estiércol estas mis razones: fecúndate, da un fruto de bendición, gallego viejo. -Acertádole ha Pedro a la cojugada, que el rabo lleva tuerto, dijo Sancho. ¿Dónde están las lecciones que vuesa merced me viene dando? Lo que hace es acomodarme ropa limpia de cada lunes y cada martes, y buscarme la lengua para los... batanes. El hijo de la gata, ratones mata, señor; y quien tuviere hijo varón, no llame a otro ladrón. ¡Y son pocos los refranuelos que nos ha echado el señor don Quijote! Vuesa merced se lo lleva en el pico a este escuderillo en esto de los refranes. El hijo del asno, dos veces rebuzna al día: pícame, Pedro, que picarte quiero. El viejo desvergonzado hace al niño osado. Y ¡montas! si yo tomo de memoria las lecciones de mi señor. Quien con lobos se junta a aullar se enseña. Hijo fuiste, padre serás; cual la hiciste, tal la habrás. -En día infausto hube de nacer, dijo don Quijote interrumpiéndole, para verme hoy bajo la influencia de tu genio fatídico; y en hora menguada me vino a los labios eso del pie del dueño, que fue a remover en tu cabeza el montón de sabandijas que tú   -249-   llamas refranes. Si me los quisieras vender a carga cerrada, sin reservar ni uno solo para tu uso, te diera yo por ellos todos mis bienes de fortuna, y con gusto me quedara en la calle. -Los hijos de Marisabidilla, cada uno en su escudilla, tornó Sancho a decir; nosotros somos esos hijos; pues cada uno en su escudilla y a su casa; que como mi hijo entre fraile, mas que no me quiera nadie. -¿Vuelves a los hijos, don hijo de tu madre?, gritó don Quijote. Quemadas sean tus palabras, Sancho siete veces brujo. ¡Oh, y cuándo será el día que yo te vea con el palo codal, arrepentido de tus refranes! Cuenta y razón conserva amistad: ven acá, Sancho: aquí hemos de formular, firmar y acabar un contrato de los que nacen de estos principios: Doy para que des, doy para que hagas; hago para que des, hago para que hagas; y sírvanos de testigo este buen ciego. Tú das el no decir expresión proverbial, adagio o cosa que huela a refrán, ni en artículo de muerte, aun cuando sepas que has de entregar el alma al diablo. Yo doy el redoblarte tu salario, el hacer condesa a Sanchica, y además una de las tres pailas grandes que heredé a mi señora madre. -Póngase una nota, respondió Sancho, y séllese y rubríquese; es a saber, que si mi alma viniere a verse en peligro de condenación, he de echar cuantos refranes fuere menester para salvarla. -Cuando tus pecados te llevaren a ese trance, los dirás, repuso don Quijote; pero no tantos ni tan escabrosos que a causa de ellos recaigas en la cólera divina. -Vieja escarmentada, arregazada pasa el agua, dijo Sancho. Venga esa pieza del doy para que des, y fírmese. Pero ha de haber otra excepción: cuando vuesa merced me hurgare la memoria y me incitare el apetito con alguno de esos refranillos que suele aflojar como quien no dice nada, doy por rota la escritura y vuelvo de hecho al uso corriente de mis refranes. Cuando uno venga de perilla, lo he de soltar también. -¡Que no te dé una fiebre pútrida, judío!, dijo el caballero exasperado. Si todos los casos en que te puede venir el vómito de refranes los pones fuera de la regla, ¿qué dejas para tu compromiso? -Paso por todo, respondió Sancho; no se hable más. He oído, señor don Quijote, que para que el testamento sea macho   -250-   son necesarios siete testigos; y no tenemos sino dos: el ciego y su lazarillo o su perro. -¡Aquí no hacemos testamento macho ni hembra, zopenco, zopencón!, dijo don Quijote. Para la friolera en que nos hemos concertado, con uno hay de sobra. -A la buena de Dios, repuso el escudero, y que vuesa merced no olvide el aumento de mi salario, ni el hacer condesa a Sanchica. -Es cosa mía, respondió don Quijote, y añadió: La caridad descuenta las culpas de la codicia: mira, Sancho, el pobre ciego, que está como si no hubiera pasado bocado por él: favorécele con media docena de bizcochos y una lonja de tocino, que no te serán negados el día del finiquito. Lo que das al pobre, no lo echas en el agua: semilla es que produce en abundancia. O más bien, en el agua lo echas; pero, según las divinas letras, allá abajo, cuando menos acuerdes, lo volverás a coger. No digas al pobre: ya te di; el hambre no pasa sino para volver, y en su rotación dolorosa va gastando las ruedas de la vida. La limosna es credencial para con el Señor, documento de que Él hace mucho caso. Si tienes un pan, da la mitad al pobre; si dos, dale uno entero. -¿Si tengo veinte panes, dijo Sancho, le habré de dar los diez al ciego? ¿Y mis hijos? -Yo sé muy bien que la caridad principia desde casa, respondió don Quijote; pero sé también que en este axioma hacen pie los avarientos y egoístas para fomentar su tacañería. Tus hijos serán hijos de judas, si llevan a mal que socorras con un pan al indigente. -¡Sanchica de mi alma!, exclamó Sancho; y levantándose conmovido: Tomad, hermano, dijo al ciego, estotro bocado; y no se os olvide pedir a Dios por los caminantes. Mirad para vuestro perro este osecillo no tan limpio. -Dos días no hemos yantado, respondió el pobre: nada de lo que me proporcione la misericordia divina por mano de vuesas mercedes, será por demás. La muquición es la vida, señor. -¿Eh?, preguntó don Quijote; ¿la muquición? -Así llamamos los pobres al pan de Dios, respondió el ciego. -Así lo llaman los ladrones, dijo Sancho; y al comer llaman muquir. ¿Sois de la pega, hermano? -Como hay Dios que soy hombre de bien; ¿ni cómo he de robar con estos ojos anochecidos? -¿Y qué diablos   -251-   hacéis por aquí?, preguntó don Quijote. Estos parajes no son ricos en caridad: para vivir y para morir, el hombre necesita de sus semejantes, y más uno como vos. El camino real, un puente, la puerta de un mesón os convendrían primero que estas soledades. -Venga a las ancas de mi rucio, hermano, dijo Sancho: yo le dejaré en sitio tal, que sobre el pan le caigan algunos cuartos, si no son reales. Ahora dígame vuesa merced, señor don Quijote, si este ciego tiene derecho a mis diez panes, ¿no puedo, por la misma razón, traspasarle algunos centenares, y aunque sean millares, de ciertos tres mil y trescientos que tengo que... darme? -De ninguna manera, respondió don Quijote: Merlín el encantador previno que fuese cosa exclusivamente tuya. No me hables de esto, si no quieres dar al traste con la paz que hemos firmado, y ve por agua, que harto la he menester».

Sancho Panza, hallando mal templada la guitarra, puso punto en boca y se internó en la espesura. Siguiole don Quijote hasta cierta distancia, y arrimándose a un árbol se quedó a esperarle, tomado de sus pensamientos caballerescos. El ciego se alzó pasito, con mucha cautela y diligencia se llegó al asno, se apoderó de las municiones de boca, con alforjas y todo, y sacando de la faltriquera una botellita, le vertió su contenido en las orejas. Viendo que no había otra cosa manual con que cargar, se retrajo pian pianino, y luego se disparó por esos campos, de modo que no le alcanzara la Santa Hermandad si de propósito dieran tras él todas sus cuadrillas. Tardó Sancho en volver, hasta el punto de enojar a don Quijote, cuyas meditaciones no suelen ser muy tenaces; se puso el caballero a darle voces, cuando el escudero asomó inundado en gozo, con un animalejo en los brazos, cual si trajera una maravilla. «¡Maldito seas de Dios y sus santos!, le dijo don Quijote. ¿Qué traes ahí, un corvezuelo? -¡Corvezuelo! ¡Mi padre!, respondió Sancho: es un animalito nunca visto, que venderé como una raridad en el primer pueblo adonde lleguemos. ¿Quién no me dará ocho o diez reales por esta piedra preciosa? Mírelo y remírelo vuesa merced, y dígame si en los días de su vida ha visto cosa más linda. -Apuesto diez   -252-   contra uno, dijo don Quijote, a que te has pillado un zorro, y zorro es el que estás apretando contra el seno, cuando te figuras poseer el animal del carbunclo o el ave del Paraíso. Suelta ese asco, villano, y huye de mi presencia: tú no tienes ni la sal ni el agua del bautismo». Tras que el pobre escudero estaba cubierto de un hedor mortal, tomó su lanza don Quijote y le asentó los dos mejores garrotazos que en su vida hubiesen dado el uno y recibido el otro. Mohíno y corrido Sancho, acudió a las alforjas, las que solía cubrir con un gabán de remuda, para ver de cambiarse lo apestado. «¡Que me maten, gritó, como el ciego no haya sido ciego fingido, de los que roban con el nombre de la Virgen en los labios, y asesinan encomendándose a los santos del cielo! ¿Dónde están las alforjas, señor don Quijote? ¡Mal año en mí y en toda mi parentela, y que me vea yo comido de perros! -Que te veas comido de perros, dijo don Quijote, no me parece mal: ¿cómo discurriste para traerme aquí tu animalito maravilloso, Sancho pagano, Sancho moro? A fe que primero que se te vaya esa ambrosía, te habrás de quitar la escama y todavía has de quedar como una junciera. -Si no quieren desesperarme, no se hable más de esto, respondió Sancho: he de vivir mil años, y no he de acabar de maldecir mi suerte. ¿Dígame vuesa merced cómo nos desayunamos hasta cuando Dios sea servido ponernos en una venta o un mesón? -Decir pudieras castillo o palacio, replicó don Quijote; por lo demás, no te dé cuidado: en defecto de pollos rellenos y roscas de Utrera, nos han de sobrar por estos campos raíces comestibles y hierbas saludables. Si la necesidad apura, ¿qué hay sino tomar una infusión de verónica y quedar reanimados y entonados para muchos días? Llora menos por tus alforjas y monta sobre el rucio. -¿Cuánto va a que el bellaco del ciego le ha puesto azogue en los oídos a mi burro?, dijo Sancho. Mire vuesa merced la vivacidad con que se está haciendo el brioso, como si fuera un corcel de guerra. -La cosa es muy factible, respondió don Quijote; esa suele ser maña de gitanos».



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ArribaAbajoCapítulo XLVI

Qué fue lo que don Quijote y su escudero hallaron al salir de un bosque


No a mucho andar cerró la noche. Vívidas las estrellas estaban guiñándose amorosamente, repartidas por el firmamento en espléndido desorden. Estas amables solitarias gustan de vivir lejos unas de otras; pero se comunican entre ellas por medio de esa mirada inocente con que se insinúan con el poeta, cuando él las contempla en sus gratos y a un mismo tiempo melancólicos devaneos. Recién nacida la luna, apenas si hacía figura en el cielo con sus cuernecillos untados de luz, visible como un recorte de uña, descendiendo al horizonte. Habíase don Quijote engarabatado más de una vez en las ramas de los árboles; Sancho Panza traía por su parte el un ojo no tan católico, de un pasagonzalo con que una de ellas le saludó muy atentamente. El miedo tan sólo podía contrarrestar la impaciencia del escudero; y su impaciencia era, en cierto modo, oposición a su miedo. La obscuridad, la soledad se lo comían vivo; y de la cuita de su alma no le sacaban instantáneamente sino los tropezones del rucio, los papirotazos de las ramas, los golpes que iba recibiendo en los troncos de aquel bosque o selva feroz, que allá para sí él calificaba de infame. «No hay forma de pasar adelante, dijo don Quijote, aun cuando estaba lejos de reconocerse   -254-   mortal: de nada nos sirven esos altos luminares en medio de esta espesura endemoniada. Apéate, Sancho, y veamos cómo nos abarracamos por aquí hasta el reír del alba. -Al puerco y al yermo mostrarles la soga, respondió Sancho. No digo nada, señor, sino que me estoy muriendo de miedo, y que voy a encomendarme de todo corazón a nuestro Señor Jesucristo. Te acuerdas de Santa Bárbara mientras dura la tronada, volvió a decir don Quijote. No hace una hora que te encomendaste a todos los diablos del infierno, y ahora te vas a encomendar a Jesucristo. Cuando de veras te pones en manos de Dios, ten por cierto que Él te las alarga; pero si te acoges a su misericordia tan solamente urgido por el miedo, tus plegarias caen en vacío: su voluntad no se rinde a una dedada de miel, ni a Él se le enquillotra con marrullerías fingidas. Él ve en medio de la obscuridad, oye el silencio, te escudriña las entrañas y te saca viva la intención. Si haces la seráfica en tanto que dura el peligro, y vuelves a las andadas, serás el portugués que le hacía ofrenda de su burro hasta cuando pasaba el río».

Habíanse ya desmontado los andantes. Puesto el freno del caballo al arzón, libre de sus aparejos el rucio, dejáronlos que ramoneasen por el bosque, mientras ellos ganaban la sombra de una encina y se sentaban muy de propósito. «Si no estás en estado de gracia, continuó diciendo don Quijote, toda oración el por demás: irás un año con la cruz a cuestas sin que el Señor dé señales de haberte oído. No podrás pensar hoy en cosa de más provecho que en hacerte un poco allá, y como quien no dice nada, darte una buena mano a buena cuenta... -Durillo soy para ese negocio, tornó Sancho a decir; pero fuera peor que no tuviera en donde recibirlos; y vuesa merced sabe el acioma de «más da el duro que el desnudo». -A trueque de no dejarte pasar el axioma, dejaré pasar esta falta a nuestro contrato. El que acabas de proferir no es acioma ni axioma, sino refrán mondo y lirondo. Ahora ven acá, don Jácaro; ¿de cuando acá se te ocurre salir poniendo dificultades en el asunto de los tres mil?   -255-   ¿No es materia admitida y consentida, y aun pasada en autoridad de cosa juzgada? Pero tú eres de los que no ocultan en la noche sus proezas, y llaman al sol para testigo de sus obras, También yo soy de ese gremio, amigo Sancho; y así no te constriño por ahora, como te ratifiques en la promesa de solventarte lo más pronto que pudieres. -Cuando he menester el brazo para cosas de más importancia, repuso el escudero, no me azoto ni de día ni de noche. -Cosas de más importancia que ésa no hay, dijo don Quijote: si la deja a un lado porque a él le parece baladí, yo le haré ver al señor disertador que primero es el azotarse que el hablar, primer o el azotarse que el comer, primero el azotarse que el dormir. Si andas tan moroso en el cumplimiento de tu deber, me veré en la necesidad de añadir mil y quinientos al principal, a título de daños y perjuicios. Additum supra pacti pretium. -El amo bravo hace al mozo malo, señor don Quijote. Podrá vuesa merced entrarme a sangre y fuego; pero si me se acordar, los azoticos de por fuerza no tienen virtud ninguna en el doy para que des, que vuesa merced sabe. Gota a gota el mar se agota, señor; y poco a poco hila la vieja el copo. Cinco me tengo dados, cinco me daré mañana, cinco cuando Dios quiera; y cuando vuesa merced menos acuerde, tenemos a nuestra señora Dulcinea haciendo pinicos delante de nosotros. Al año tuerto el huerto, señor; al tuerto tuerto, la cabra y el huerto; al tuerto retuerto, la cabra, el huerto y el puerco. El año es tuerto retuerto para vuesa merced, y vuesa merced no quiere acudir a la cabra, al huerto ni al puerco. -¡El tuerto retuerto y el puerco repuerco eres tú!, gritó don Quijote con mucha cólera. ¿Dónde están las estipulaciones que hemos firmado, mohatrero? ¿Es ta es tu palabra nunca desmentida, farandulero? ¿Así cumples tus compromisos y contratos, embustero? Con estos refranes de judas has de hacer al fin un mal público, obligando a Su Majestad a dar una pragmática por la cual se los prohíba en todo el reino. ¡Maldito seas tú, y lo sea toda tu descendencia, Sancho fariseo, y que yo te vea pidiendo limosna! Te has echado el alma a la espalda, y por detrás de tus feroces inextricables refranes   -256-   te subes a mayores. ¿Por qué motivo se nos había de presentar Dulcinea haciendo pinicos en forma de una mamoncita que estuviera empezando a dar los primeros pasos? Eres un trasgo, Sancho; pero el día que quieras echarme una albarda, ha de ser el último de los tuyos. Duerme, bendito, duerme y no hables. Por huir de tus necedades y embustes me fuera a dar a las antípodas andando para atrás, a fin de que no pudieras seguirme por las pisadas».

Sancho creyó ver en estas expresiones algo más que un remusguillo de amenaza, y sin chistar ni mistar, duerme, Sancho, duerme, niño, cogió el sueño de tan buena gana, que se llevó la noche hasta cuando los pajaritos empezaban a llenar de música la frondosidad de los árboles, gorjeando a modo de saludar al Creador, que comparecía en el horizonte, ataviado con los colores de la aurora. Don Quijote de la Mancha había también dormido su poco, después de un largo velar en sus pensamientos: sintiéndose recuerdo, rió que por entre la espesura de las ramas se iban filtrando lentamente los rayos de la luz matinal, mientras la noche, medio desvanecida, se retiraba de la tierra. Aquí fue donde Sancho Panza abrió los ojos, por la primera vez sin que su amo le despertase, y en un largo, escandaloso desperezo se puse a cantar unas como seguidillas picarescas que sabía de muy atrás. «¿Villancicos tenemos?, dijo don Quijote; ¿son éstas tus plegarias, Sancho? -Al abrir los ojos, señor, digo lo que hallo de pronto en mi memoria, y hago cuenta que me encomiendo a Dios. -¿Así pues, cuando amaneces dándote al demonio, replicó don Quijote, haces cuenta que a Dios te encomiendas? -Eso no, señor; al diablo no me doy sino bien entrado el día: de mañana tengo fresca el alma, claro el entendimiento, y la cólera no se atreve a salir de su caverna, porque la frescura y la inocencia de la madrugada se le oponen. ¿Quién ha de llamar al enemigo al reír la aurora por engangrenado que tenga el corazón? -Sancho admirable, repuso don Quijote, tu árida inteligencia es a las veces florentísima y da frutos lujuriantes. La cólera no se atreve a salir de su caverna porque la frescura e inocencia de la mañana se le   -257-   oponen: sin más que esto serías coronado en Roma, cual otro Francisco Petrarca. Echa el freno a Rocinante, apareja tu jumento, y vamos al encuentro del día, que debe ser cabal fuera del bosque».

Aderezó Sancho las caballerías, montaron amo y mozo, y a buen paso salieron al campo libre, dejando atrás el que de noche había parecido lóbrega desmesurada selva, cuando no era sino un manchón de árboles achaparrados. De buen humor venía Sancho; pero ¡oh instabilidad de las cosas del mundo!, toda su animación, su placer espontáneo se vinieron a tierra con el espectáculo que de súbito se les mostró a la vista: era un cuerpo humano colgado a toca no toca en un árbol y muchos cuervos sentados en las ramas vecinas. Sancho se quedó medio muerto, y hubiera dado al través consigo si la voz de su amo no le reanimara diciendo: «Este, sin duda, fue un bandolero a quien la Santa Hermandad colgó y asaeteó donde le echó mano, sin que fue se necesario llevarlo a Peralvillo. No te mueras, Sancho, y mira lo que Dios y el rey hacen de los malvados. El varón ínclito tiene desnudo el brazo hasta el hombro: si no me engaño, son letras esas que están trazadas en el pellejo. «Ignacio Jarrín»: su nombre. Tal suele ser la costumbre de estos señores: unos se puntean en el cutis el nombre de su coima; otros, como éste, el suyo propio. Vente tras mí, Sancho; de estos objetos, los menos». Echó a andar don Quijote, su escudero a las espaldas, desapareciendo este buen cristiano debajo del montón de cruces que iba haciéndose en el cuerpo unas sobre otras. «El pobre del hombre, dijo don Quijote, muere como ha vivido. ¿Piensas, buen Sancho, que ese miserable habrá sido el espejo de las virtudes? Los vicios, los crímenes hicieron en su alma los mismos estragos que las gallinazas han hecho en su cuerpo. Asesinato, robo, traición, atentados contra el pudor son bestias feroces que devoran interiormente a los perversos. Ignacio Jarrín... O yo sé poco, o éste es aquel famoso ladrón que dio en llamarse Ignacio de Veintemilla. En el primer lugar adonde lleguemos nos darán noticia de este ajusticiado».

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Comentario

Don Quijote encontró ya un bandido colgado en un árbol. En las varias ocasiones que he repasado estos Capítulos, he cambiado o suprimido todo lo que pudiera parecer imitación de otras escenas de Cervantes: ahora no me es posible; y sin ánimo de imitar, dejo en pie este pasaje, por fuerte necesidad de la justicia. Tenía yo que imponer a ese malandrín un castigo digno de su vida, y nada más puesto en razón que hacerlo ahorcar. La Santa Hermandad estaba facultada para la ejecución inmediata de los delincuentes excepcionales en donde los echara mano, sin llevarlos a Peralvillo, que era el ahorcadero general. «Le perseguiré más allá de la tumba, decía sir Philipp Francis, hablando de un ministro perverso, y le cubriré de infamia en la eternidad misma». Sir Philipp Francis tenía en la memoria la ferviente recomendación que Polibio hace a las generaciones venideras, de no dejar un instante en reposo la sombra de Marco Antonio e ir agarrochándola hasta el fin de los siglos. Vayan estos ejemplos para los que, probablemente, pensarán que me propaso en la aplicación de las leyes inmortales de la moral y la justicia. Como quiera que sea, el criminal se queda en su picota, y ésta no es imitación directa del Quijote, pues ahorcados en árboles se hallan muchos en las novelas clásicas españolas de los siglos decimosexto y decimoséptimo. En el Persiles, de Cervantes mismo, vuelve el lector a tropezar con un ahorcado en un árbol. Los autores, jueces terribles, a las veces, suele castigar a los malvados con infamia perpetua: cosa justa y debida.





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ArribaAbajoCapítulo XLVII

Donde se ve si le faltaban aventuras al bravo don Quijote


Andado habían hasta las doce, sin encontrar alma viviente, hora en que desembocaban en el camino real. Los primeros con quienes toparon fueron una vieja, dos muchachas y un mozo hercúleo, muy listo y despierto. No hubiera sido posible que don Quijote dejara de preguntarles quiénes eran y adónde iban. La vieja respondió que la necesidad de sus negocios la llevaba con su hijo y sus sobrinas a un pueblo a cuatro leguas de allí. Mientras don Quijote estaba hablando con las mujeres, Sancho se había desmontado sin decir palabra, y arremetiendo con el mozo le asió por el pescuezo y se echó a gritar: «¡Favor al rey! ¡Aquí de la Justicia!». El hombre, que se vio tratar así de un bonachón como ése, le tomó por los fondillos, y volteándolo patas arriba holgadamente, dio con él de cabeza en el suelo. Como don Quijote embistiese lanza en ristre al enemigo de su escudero, mostró el perillán las herraduras con tal presteza, que ni sobre hipogrifo le alcanzara el valeroso manchego. Con todo, apretó el caballero las espuelas, y se iba tras el fugitivo, cuando sus pecados, o los de Rocinante, hicieron que éste se fuese de bruces, dando con el jinete por las orejas en el polvo. Como el barragán no anduviese a gran distancia, volvió sobre el caído y se puso a darle mil vueltas sobre el mismo, poniéndole, cuándo boca arriba, cuándo boca abajo, en rotación asaz curiosa y divertida,   -260-   y se alejó sin gran miedo de esos valerosos señores. Don Quijote le estaba llamando y desafiando en muy fuertes razones: «¡Non fuyas nin te escondas, cautivo! ¡Conoce tu pecado, malandrín!». Alcanzó a ponerse en pie, después de mucho trabajo, montó como pudo, y con gentil continente, lleno de valor y poderío, se fue para donde habían quedado la vieja, su comparsa y su buen escudero. Hallolos asidos a una maleta, mochila o fardel, bregando las mujeres por defender esa quisicosa, y Sancho por arrancársela, con la más extraña porfía. «Sepamos de lo que se trata y lo que significa este concurso de manos, dijo. -Este hombre, respondió la vieja, o más bien este demonio, quiere hacerse pago con nuestro ajuar de no sé qué alforjas que le han robado el año de cuarenta. -«Ningún home, dijo don Quijote, con los estatutos de la caballería, faga algravio a viuda, dueña ni doncella fijodalgo, aunque ellas estén contra él; ca non es de los fuertes el fascer sentir su poder a esos seres débiles y para poco. Las hay que son a las veces ariscas; mas por ende non ha el caballero de tornar en tiranía lo crescido de sus fuerzas». ¿De qué proviene, Sancho, que a un Panza en gloria como tú, le halle yo tan belicoso? ¿Es batalla campal? ¿Es asalto de ladrones? -No es sino rendevicación de mi hacienda, respondió Sancho. -La justicia, replicó don Quijote, es siempre muy buena cosa en sí, e de que debe el rey siembre usar. Admírame que tan en olvido pongas las Siete Partidas de nuestro sabio don Alfonso. No reivindicas, sino rendevincas tu hacienda: vaya en gracia; mas no es justo que lo que te robó el gitano paguen las gitanas. Suelta esa joya y vente luego adonde tendrás en abondo objetos harto más preciosos que éste por el cual suspiras. -Deme vuesa merced licencia, volvió Sancho a decir, para hacer cala y cata del contenido, o aquí me caigo muerto de resentimiento. -Si tanto puede la curiosidad contigo, haz lo que deseas; ni será tan egoísta esta buena señora que se rehúse a satisfacerte a costa de tan poco. -Primero me han de ver el cuerpo que registrar mi argamandijo, respondió la vieja. Bonita soy yo; y ¡montas!, que el caballero nos lo manda. -¿Esas tenemos?, dijo don Quijote: manifestad   -261-   al punto las entrañas de ese mueble, señora vieja, so pena de ir cortadas las faldas por vergonzoso lugar». Una de las muchachas tuvo miedo al ver cómo se enojaba esa estantigua de don Quijote, y con mucho despejo y desenvoltura intervino diciendo: «Por amor a este caballero, hágase lo que él manda. Ese gesto es de persona de mucho modo. Ni será dicho que nosotras en vida o en muerte negamos el gusto que nos piden, o que llevamos cosas robadas dentro de esta maletilla. -En un corazón estamos, agregó la vieja; eso pido, y que estos señores vayan contentos. Abre, hija, abre; no tengas vergüenza de nuestros bienes de fortuna; que ama las hadas, malas bragas».

Abierta aquella bolsa, lo primero con que dio Sancho fue un mazo de barbas que le admiraron, así por la longitud como por el color. «A las barbas con dineros, honra hacen los caballeros, dijo. ¿Cuánto le producen a vuesa merced estas barbas, señora madre? -¿Producir?, respondió la vieja; me cuestan un ojo de la cara. -¿Pagáis por ellas?, preguntó don Quijote. ¿A qué género de contribución o pontazgo están sujetas? -Qué más pontazgo que las lágrimas que me hacen derramar cada vez que las miro, señor caballero. A falta de tierras, títulos ni bienes de otra clase, mi marido, que en Dios descanse, el rato de morirse las arrancó a posta por que no se dijera que nada me había dejado. -¿Son benditas estas barbas?, preguntó Sancho a su vez. -Lo serán, hermano, respondió la gitana, tan luego como topemos un sacerdote que nos las bendiga. -Nada menos merecen, repuso el escudero, que bendición episcopal». Y echándoselas a las quijadas vio que le sentaban de perlas; y sin más averiguación se las guardó en el bolsillo. «Ahora veamos, dijo, lo que contiene este bote. -Son mudas o afeite de rostro, buen hombre. Afeita un cepo y parecerá un mancebo. No seréis vos quien meta la mano en este sagrado; yo iré sacando cosa por cosa, y vuestra curiosidad será satisfecha. Peines, pinzas para los vellos impertinentes, cejas de repuesto, carmín para los labios, espejo de camino. Este cajetín es de lunares, para cuando convengan: leche de vieja, agua de perfecto amor, enjundia de avestruz, sebillos,   -262-   vinagrillos... -La hermosura de estas doncellas, dijo don Quijote interrumpiéndola, bien merece estos adminículos: ten qué ocasión los benefician, señora madre? -Esto es lo que sobra, señor; a lo menos ellas no pueden decir que por mí falta para que vivan contentas. -Ya comprendo, volvió a decir don Quijote: vos sois la aguja que las guía en el maremágnum de sus bailes, sus donaires y aun embustes. ¿Qué otra cosa contiene esta caja de Pandora?». Sancho Panza metió los cinco dedos y sacó un frasquito rojo. «Sangre de drago, dijo la vieja. -De murciélago, corrigió Sancho, y siguió haciendo la revista: un jeme de soga de ahorcado; un cabo de cera verde; un envoltorio de ceniza de romero, ¿o son los polvos de la madre Celestina? -¡Jesús!, respondió la vieja, ¡yo polvos de la madre Celestina!... Esa muñequilla es el cisquero de mis hijas, de la cual se sirven para sus dibujos. No se hagan malos juicios, y déjennos estos señores con nuestras chilindrinas». Diciendo esto echó la llave a la que don Quijote había llamado caja de Pandora, y le pidió su bendición para seguir adelante. «Buena manderecha, dijo el caballero: mirad como no topéis con el Santo Oficio, y haced que os llame Dios, buena mujer. -Como él me venga a ver, la puerta estará franca», respondió la vieja; y haciendo una cortesía, así ella como las muchachas, se alejaron a paso menudo y aprisa. No habían andado quince varas cuando la señora mayor volvió al mismo trotecillo a don Quijote, y dijo: «Si vuesa merced fuere curioso de saber su porvenir, mis hijas se lo dirán de pe a pa: en la uña tienen el arte de leer lo futuro, y por Dios que no se yerran. -Vengan luego, respondió don Quijote: ¿cuál es el ramo de adivinación que profesan?». Llegáronse las muchachas, y la vieja prosiguió de este modo: «Supongo que vuesa merced tiene una mano; que esta mano tiene líneas, que estas líneas ocultan un secreto: pues ahí está el quid, señor caballero. -¿Mediante qué suma o cantidad?, preguntó don Quijote. -Veinte reales, respondió la vieja. -Oiga, señora madre, las doncellitas profesan la quiromancia... ¿No entienden también de onirocrítica, de metoposcopia y especulatoria? Mira, Sancho, cómo das a esta buena madre   -263-   diez reales de los veinte que necesita. Yo no he menester que nadie me diga la buena ni la mala ventura, porque tengo creído que más presta para la tranquilidad la ignorancia que el conocimiento de lo venidero. Id con Dios, buenas mujeres, y no busquéis al diablo con estas trapacerías que harto huelen a Zugarramurdi».

De mala gana, pero obedeció Sancho; ni había poner dificultades cuando las órdenes de su señor eran perentorias. Tomaron las aventureras la limosna de don Quijote, y entre cuitadas y agradecidas siguieron su camino. Hizo lo propio don Quijote, a la voluntad de Rocinante, por donde y al paso que a este su buen amigo se le antojase. Mientras iba andando dijo el caballero: «Estas bolinas y pendencias, Sancho, dejan conocer la poca elevación de tu alma; ni es de valientes el buscar mujeres para sus hechos de armas. Si en todo caso quieres combatirte con gente femenina, ahí está Pentesilea, reina de las amazonas; ahí Alastrajérea, ahí Pintiquiniestra, ahí la joven Marfisa. Pero como quien hace gala de su villanía, huyes de una triste giganta Andandona, y buscas alcahuetas o adivinas para tus zipizapes, y aun de ellas te dejas pelar las barbas. -¿Las barbas?, respondió Sancho, sacando las que había hecho olvidar a la hechicera; éstas son las que me pelan, señor don Quijote. -¿A qué título te has quedado con ellas?, preguntó el caballero: ¿compra, fideicomiso, donación entre vivos? Ahora veamos de qué te sirve este vellón de lana, a menos que tengas resuelto dar en ermitaño. -¿De qué me sirven, señor don Quijote? Me las encajo, quedo que no me conoce la madre que me parió, llego de improviso a mi casa, como quien pide posada para una noche... Vuesa merced adivina lo demás. -Reinaldos de Montalbán, respondió don Quijote, se negó a llevar a los labios la copa encantada cuya virtud era descubrir los secretos más íntimos de la mujer del que la apurase. Reinaldos procedió con gran cordura. La prueba del agua amarga, amigo Sancho, puede causar inmenso daño, si es adversa, en el hombre inconsulto que la hace; si es favorable, nada ha ganado y se ha expuesto sin necesidad al   -264-   mayor disgusto de la vida. ¿Por qué vas a buscar secretos peligrosos atrás de la honestidad de tu mujer? Si los hay, deja que se pierdan en tu ignorancia, y vive satisfecho de tu virtud presente. Ya un celebérrimo poeta expresó este concepto en lengua cuando dijo que esa prueba potria giovar poco e nocer molto. Sírvete de esas barbas para otra cosa, y no para labrar tu desventura. Lo mejor sería que volvieses hacia la hechicera y se las entregases como hombre de bien. No porque una cosa se llame barbas, te has de apoderar de ella a mano armada. No vayas todavía y dime lo que te movió a embestir con el malandrín que te puso patas arriba. -¡Oxte!, respondió Sancho: ¿vuesa merced tuvo el alma dormida que no reconoció al cien de las alforjas? -¡Conque era el bellaco del ciego!, volvió a decir don Quijote; avísamelo con tiempo, y allí me las pagaba todas. Ahora mismo estoy por irme sobre él y sacarle del santasantórum, si allí se hubiere metido. Pero no se dirá que don Quijote de la Mancha se tomó con un perillán de su ralea, por el triste objeto que tú sabes».



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ArribaAbajoCapítulo XLVIII

De lo que pasó entre amo y criado, y de quiénes eran los señores que toparon con don Quijote


Molidos los caminantes, adelantaban despacio, no menos muertos de hambre caballeros que caballerías. Eran las tres de la tarde cuando entraron por fin al camino real. Largo había sido el silencio: no habiendo qué comer, Sancho juzgó deletéreo el hablar; y para no debilitarse más con el uso de la palabra, hizo de necesidad virtud, ofreciendo a las ánimas benditas la obra de misericordia de venir callado. «¿Qué te parece, Sancho, dijo por último don Quijote, si en este prado nos diésemos una hora de reposo, y algo que pacer a nuestras caballerías? -Mire vuesa merced, respondió Sancho, esas nubes que van como de fuga, y ponga el oído hacia la Mancha de Aragón. -¿Ese trueno apagadizo que va trotando por lo bajo del cielo te intimida?, repuso don Quijote. Echa pie a tierra aquí, a un lado del camino, y obedece a tu señor. Si algo se de lo que pasa en mí, ahora es cuando tu repostería me hará muy al caso: acomódame con una ala de pollo, y regálate por tu parte como quieras. -Vuesa merced toma las cosas por donde queman, dijo Sancho. Haga fisga de mi cara de caballo, pero no de mi necesidad. A la moza con el mozo, señor, y al mozo con el pan. Bonito soy yo, añadió desmochándose el colmillo con la uña del pulgar: a quien dan no escoge, a quien no dan no come. Más cura la dieta que la lanceta;   -266-   más desmejora el hambre que el calambre. Adiós, que me voy». Don Quijote estaba hinchándose de cólera, y con falaz sosiego reiteró la orden de servirle. Sancho siguió respondiendo con ironía; insistió el uno, porfió el otro, y el fin de la oposición fue írsele don Quijote encima y darle tal soplamocos que la sangre corrió a borbotones de las narices del pobre escudero. Aquí fue al zar el grito el malaventurado Sancho: la injusticia, el resentimiento hicieron que se fuese en lágrimas y en tristes recriminaciones. El decoro le mantuvo todavía a don Quijote en una indignación facticia, alto y severo delante de su criado; mas cuando éste le redujo a la memoria que las alforjas eran propiedad del ciego, más de un año hacía, no estuvo en su mano reprimir su enternecimiento: arrepentido y bondadoso le echó los brazos al cuello con efusión tal, que el bueno de Sancho se tuvo por indemnizado y plenamente satisfecho. En pasándole el ímpetu que con frecuencia le daba de irse a su casa, estaba siempre resuelto a seguir al fin del mundo a señor tan noble y franco. Empezó, con todo, a maldecir al ciego, y los maldijo una y mil veces a él, a la madre que le parió y a toda su parentela, considerando los ayunos y desmayos que iba a pasar en el camino. «Según comprendo, dijo don Quijote, es hambre lo que tienes: esto debe de provenir de que no has comido todo el día. ¿Tan poco se te entiende de achaque de cocina? El maestro Joachim, cocinero de Carlos V, no necesitaba sino dos horas para disponer, cocer y servir la mejor comida. -Pecador de mí, dijo Sancho, deme vuesa merced los rudimentos necesarios, y le preparo tal guiso que en su vida ha de querer comer otra cosa. -Guiso de rudimentos, respondió don Quijote enderezándose; para mis barbas que no ha de ser cosa de golosinas. Quisiste decir berros, espárragos o cosa de éstas. -No quise decir sino rudimentos, señor don Quijote; esto es, los principios, los útiles de los manjares. -Eso se llama elementos. Los tendrás así como se nos desencapote el cielo de la fortuna».

En esta sazón tendió la vista por el camino y añadió: «No dirás que no es una algarada o pelotón de gente enemiga esa   -267-   que por allá se nos viene aproximando. Veremos lo que nos quieren y si somos hombre que se amilana porque vengan entre ciento». Apercibiose don Quijote a la pelea, y esta ocasión tuvo a bien esperar a pie firme al enemigo sin írsele al encuentro como era su costumbre. Puesto el yelmo de Mambrino, empuñó su rodela, y apoyado en su lanzón, se estuvo a esperar que llegasen los que a él le parecían gente adversa y bando contrario. Su seco, largo rostro, tostado por el sol y lleno de polvo, era tan singular como su porte y su armadura. Los que llegaban serían hasta ocho jinetes, la mayor parte de ellos en mulas. «Amigo, preguntó el que venía adelante, ¿sabréis decirnos si la venta del Moro se halla lejos de aquí? -Un caballero andante no es amigo, respondió don Quijote. El que se llama don Quijote de la Mancha sabe a cuáles preguntas responde con la boca, a cuáles con la espada. Aunque si he de juzgaros por vuestra catadura, primero sois notario que hombre de armas. -Y de los más honrados, replicó el de la mula. ¿No es amigo éste que debe ser Sancho Panza, puesto que vuesa merced es el afamado don Quijote de la Mancha? -¿Me conocías antes de hoy?, preguntó don Quijote. -¿Y quién no conoce al caballero cuya historia anda en todas las manos y todas las lenguas? ¡Ea, señores, apearse y descansar en compañía del valiente con quien nos topa la fortuna! Soy del parecer que en este verde sitio hagamos una comida ligera, proporcionada a la hora y a la necesidad». Apeáronse los pasajeros a instancias de don Quijote, vuelto una seda con las adulaciones del escribano; y desenfrenados caballos y mulas para que se aprovechasen de la hierba del campo, se sentaron todos o se recostaron, conforme les pedía el cuerpo. La cabalgata podía llamarse judicial, y su asunto era una vista de ojos respecto de cierta litispendencia entre dos comunidades que se disputaban los términos de una heredad: alcalde, notario, jurisconsultos y peritos. Era el alcalde uno de esos que nunca rebuznan de balde, admiten regalos de ambas partes contendientes, y todo lo sujetan a la ley del encaje. Magistrado sin sabiduría, juez sin rectitud, hombre sin conciencia, y de imponderable cargazón,   -268-   nacido para alcalde de pueblo, o más bien, alcalde de nacimiento. Nunca es uno sobrado tonto e ignorante para la profesión del Sabio.

El escribano por su parte merecía ser el preboste de su gremio. Hombre de malas carnes, por comido de remordimientos, si remordimientos caben en pecho de escribano; gafas verdes, patillas sin bigotes, peluca y lo demás. Hombre de esos que oyen misa todos los días, comulgan por Pascua florida y de Resurrección, asisten a la escuela de Cristo, suplantan firmas, esconden escrituras, forjan documentos, rezan su rosario por la noche y cenan su chocolate, poniéndolo todo a la cuenta de Dios y el Papa. San Antonio por la castidad, San Buenaventura por la humildad, San Vicente por la caridad, es un fardo de pecados con el cual Satanás no carga todavía por falta de fuerzas. De los jurisconsultos, el uno es un grande hombre que, si a dicha sabe leer, no sabe otra cosa. Semejante a esos que, no siendo buenos para ninguna profesión científica, se gradúan en varias ciencias y son doctores en jurisprudencia, teología y otras hierbas: así éste, en casa ya la fama de buen jurista, echó por el camino de la elocuencia parlamentaria y dio en la política puntadas de tal magnitud (con aguja de amortajar suegras), que vino a ser el terror del gobierno y el primero de los oradores, aunque decía la testiga en sus discursos, y su retórica era ponerse la mano en la bragadura y herir con los pies el pavimento. Eloquentia corporis. Este viene por la una de las partes litigantes, caballero en una alfana, grande y soberbio como don Jaime el Conquistador. Cide Hamete afirma que este personaje se llamaba Absalón Mostaza. No es vaciado en el propio molde el otro jurisconsulto, el cual frisa más bien con el escribano, por ser de su misma escuela: devoto, codicioso, flaco y feo como judas, es buen abogado y viene por la parte contraria. Su nombre, Casimiro Estraús; pero generalmente es conocido con el de Estradibaús, por ciertas nubes de astrólogo y adivino que le bañan la conciencia, sin perjudicar un punto a su acendrada ortodoxia. Sus parientes y amigos le llaman Extra, corto, aludiendo a esa su distinción   -269-   y superioridad, que hacen de él la flor o crema de la especie humana; y como él se juzga el más feliz de los mortales, todo está dicho con llamarle Extrafeliz, según le llaman, en efecto, los que más le quieren y admiran. Los peritos eran cualesquiera: el historiador no se para a describirlos, y sigue adelante a referir lo que sucedió entre los señores jurisconsultos y los aventureros.



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ArribaAbajoCapítulo XLIX

De cómo rodó la conversación en el festín campestre


Puestos los manteles, don Quijote fue invitado con muy corteses razones por el escribano y los demás, fuera del jurisconsulto Mostaza, quien sin decir palabra ganó la que a él le pareció cabecera de la mesa. El primer puesto en todas partes se le debía de fuero; y cuando no se lo ofrecían, él se lo tomaba con las maneras de un macho. Como todo sabio, tenía mal estómago; pero comía más que dos ignorantes. Su colega el doctor Extradibaús tenía también mal estómago; el tenerlo malo, así es de los virtuosos y santos, como de los estudiosos y hombres de talento, en los cuales el calor digestivo se arrebata a la cabeza, a fuerza de meditación y atención a los principios sublimes. No hay menguado presumido de inteligente, ni pícaro cuyo tráfico es la virtud ficticia, que no haga sus morisquetas en la mesa y no finja temer los manjares indispensables para nuestro sustento. Observadores hay que dan por indicio vehemente de hipocresía la abstinencia exagerada, y aconsejan ponerse en guardia contra los que aparentan comer menos de lo necesario. Nadie come más que el que no come nada: veis allí ese poeta filósofo que anda emplastado de por vida, cuya salutación es el quejarse de sus enfermedades y padecimientos. Tiene para sí que en la mala salud está el numen poético, y que no hay manera de ofrecerse a la admiración de los demás, como el andar hipando y   -271-   dando noticia de sus indignidades secretas. La salud cabal, fresca, pura, es inteligencia y valor: el que carece de ella ha perdido media vida, y en esa porción preciosa se han ido sus mejores facultades intelectuales y morales. El que no tiene salud, invéntela, róbela; y si la tiene, no la niegue, porque esa es impiedad como el negar a Dios: Dios es salud eterna. ¿Quién es ese que viene con más cara y más cerdas que un jabalí? Es otro poeta condenado a mal sin esperanza; y tras ese barbaje negro, aborrascado y feroz, los genios del amor y la elegía están revolcándose abrazados con las toses, las expectoraciones y las sabandijas de las enfermedades incurables. Pero ¡santo cielo!, el Parnaso nunca ha sido un hospital, ni las musas viven ocupadas en echar clister y poner cataplasmas pectorales a los poetas. Soneto va, soneto viene, y tosa usted de fingido y gargajee, que esta es la manera de ser más que los que gozan de buena salud. El alma falsa, en realidad, es cama de inmundicias. Hace bien de aferrarse a esos gusanos que tienen por nombre mentira, envidia, alevosía, odio cobarde, murmuración, y están rompiendo por esos ojillos de animal selvático, redondos, sanguíneos, al través de los cuales no se pueden divisar las regiones de la inmortalidad, porque no son vidrios graduados para ver la gloria. Poesía, ¡oh, poesía!, si alguna vez cayeras en manos de uno de esos arrastrados, murieras de disgusto, bien como el armiño que no ha podido huir del lodo. Tú eres verdadera, limpia, noble: tú eres belleza, y la belleza no ha menester hechizos artificiales; eres inocencia, y la inocencia no se apoya en la malicia; eres pureza, y la pureza fulgura sin arte, agrada sin empeño, cautiva sin mala intención. El pecho del poeta es un templo luminoso; su corazón, un instrumento angélico: arde y sueña el hombre feliz que siente en su alma esa divinidad invisible. ¡Poesía, oh poesía, esencia de las pasiones, música de la inteligencia!

El doctor Mostaza impugnaba victoriosamente sus palabras con sus obras, comiendo de cuanto había, a un mismo tiempo que se estaba quejando de su estómago y diciendo que el comer era para él un sacrificio. Extradibaús se abstenía de veras; apenas   -272-   si humedecía los labios en un hollejo de dátil. El uno era hipócrita consumado; el otro tonto y vanidoso. Don Quijote de la Mancha, hombre sincero, no estaba a su sabor allí. Quiso, con todo, desentenderse de la reprensión que estaban mereciendo esos histriones, y habló más bien del oficio de ellos que de sus prendas personales. «Verdaderamente, dijo, la profesión de vuesas mercedes no puede ser más honrosa y necesaria, como que sin justicia no hay sociedad humana, y sin ministros u oficiales de ella no puede haber justicia práctica. En los primeros tiempos, cuando los hombres recién salidos de manos del Criador tenían el alma pura, sin esta roña de la codicia, no había más que una heredad de la cual gozaban todos. Pero uno cercó una porción de tierra, y dijo: «Esto es mío». No quiso ser para menos su vecino, cercó a su vez una porción de tierra, y dijo: «Esto es mío». La propiedad nació de una advertencia de la naturaleza: a la propiedad siguió el derecho, que es el justo título para poseer las cosas y disfrutar de sus producciones y sus rentas. Una vez que cada persona se vio en la necesidad de señalar lo que le pertenecía, reglas fueron necesarias para las adquisiciones, posesiones y enajenaciones. Llamáronse leyes esas reglas; y como éstas no podían ser del dominio general, ni estar a los alcances de todos, algunos debieron dedicarse a estudiarlas, a fin de que valiese el derecho; otros, investidos de la autoridad de todos, las aplicaron y volvieron efectivas».

Por aquí seguía don Quijote discurriendo en dicción remontada y numerosa, cual era la suya cuando hablaba acerca de materias esenciales. Pero el doctor Mostaza no pudo sufrir se hablase de una manera razonable, y bien por prurito de contradicción, bien porque los puntos elevados no fuesen de su reino, interrumpió diciendo: «Vuesa merced discurre a lo Platón, y diserta a lo Papiniano. Deje de hoy para adelante la carrera de las armas, vista la toga, y arrebátenos con su elocuencia en el foro, después de haber asombrado al mundo con sus altos hechos. Melior est sapientia quam arma bellica. Sancho Panza puede oponerse a una escribanía, y Rocinante correrá por cuenta del   -273-   Estado hasta el fin de sus días, a semejanza de los caballos y mulos que trabajaron en el edificio del Partenón». Hablaba el reviejuelo con un retintín que le sonaba muy mal a don Quijote, el cual templando su enojo, respondió: «¿Paréceos, señor bueno, que he dicho desconciertos? Necesaria puede ser vuestra profesión; la mía no es inútil. Si el abogado tira a poner las cosas en su punto, desentrañando la verdad de la confusión de obscuras circunstancias por medio del interminable proceder de las tramitaciones jurídicas, el caballero andante la pone de hecho en limpio y concluye en un verbo los asuntos más intrincados. Muchas veces los de vuestra comunidad hacen consumir la vida de un hombre en un proceso; los de la mía andan más aprisa, como que no han menester sino cuatro varas de tierra en campo libre, en plaza o patio de castillo, para que un punto cualquiera quede dirimido. ¿Qué sería de la viuda menesterosa si a vosotros hubiese de acudir para el remedio de su cuita? ¿Qué de la doncella ofendida si a vuestras armas pidiese el desagravio? ¿Qué de un príncipe afligido si de vosotros se fiase? Y esto más, que los caballeros andantes no peleamos por cosas injustas o ruines, mientras que no todos los abogados son oficiales y ministros verdaderos de la justicia. Del rábula inicuo, el leguleyo rapaz, al jurisperito ilustre, va tanto como del malandrín al caballero andante. Según os presentáis vos malhablado y malmirado, con harto fundamento se os pueden negar las consideraciones que son debidas a las virtudes y la sabiduría. -No sois vos, dijo el doctor Mostaza, quien me ha de dar lecciones. -Ni estáis en edad de recibirlas, replicó don Quijote. Si no lecciones, serán demostraciones rigurosas que os enseñen a ser comedido, a lo menos con los que pueden castigaros».

Don Absalón Mostaza era uno de esos que no pierden ocasión de tentar el vado por medio de la insolencia: si dan con uno más vil que ellos, salen airosos y pasan plaza de valientes: si se encuentran con el alcalde de su pueblo, agachan las orejas y ganan el rincón rabo entre piernas, sin que sufra menoscabo su importancia. Al ver a don Quijote prendido en justa cólera,   -274-   el valeroso Mostaza se echó a decir mil vaciedades acerca del duelo y su inmoralidad, se pasó de ingenioso, y propuso sutilezas que rayaban en disparates. Oyendo alzar la voz a don Quijote, Sancho Panza, que estaba comiendo con los criados en otro grupo, se había acercado a los señores, y echando de ver que el jurisconsulto se pasaba la mano por la calva, pensó que era melindre juvenil, y dijo: «Lo que la vejez cohonde no hay maestro que lo adobe». Por baja que fue la voz de Sancho, no dejó de oírlo el doctor Mostaza, y con mucha cólera respondió: «¿Quién os manda meter aquí vuestra cuchara, pazguato? -Sancho infernal, dijo don Quijote, tú eres el hijo del diablo. Blasco de Garay ni Sorapán de Rieros hubieran echado aquí un refrán que más encaje. Ven acá, demonio, ¿tienes dentro de ti una gusanera donde nacen y se reproducen estos reptiles que sueltas a cada vuelta de hoja? Temo fundadamente que con ellos te desagües y vengas a enflaquecer de modo que no te conozca la madre que te parió. ¿No sabes que ningún flujo constante deja ileso al que lo padece? ¿Qué ha de ser de ti, menguado, si de día y de noche estás despidiendo refranes, sino que dentro de poco has de quedar vacío y escurrido? -Gracias a estos señores, respondió Sancho, el desgaste de hoy está remediado con lo que me han dado de comer. -Tomad, hermano, esto más, dijo el doctor Casimiro Extrafeliz, ofreciéndole dos o tres orejas de abad, y comedlo también por amor de Dios. En pago de este don, ayunad el viernes, que la Virgen eso pide, y no refranes y pendencias». Recibió Sancho la caridad con sumo agradecimiento y juzgando por sus cristianas palabras que ése era todo un hombre bueno, le pasó por la cabeza la idea de contarle la pérdida de sus alforjas, por si tan liberal caballero remediase su desgracia con darle una parte de las suyas. «Tengamos alforjas en el alma, respondió Extrafeliz, que las otras nos perjudican más que nos aprovechan. Sufragad para las ánimas benditas del purgatorio, y dejaos de alforjas. -Alforjas en el alma, dijo don Quijote... ¿Serán las bolsas en que los malos cargan los pecados, a semejanza de las en que la civeta tiene la algalia? -La   -275-   paridad no corre a cuatro pies, respondió Extrafeliz, formalizándose: la algalia huele bien, es agradable y medicinal; nuestras culpas no tienen tan buen olor, ni son tan provechosas como a vuesa merced le parece. -¿Cómo ha de oler mal, dijo Sancho, una morena de buena cara, ojos negros, mejillas sonrosadas, boca grande con dientes blancos y algo separados unos de otros, labios gordos y encendidos, pecho tirado hacia adelante, y esotros primores por donde discurre loca la imaginación? -¡El loco y el atrevido sois vos!, respondió el doctor Extrafeliz, santiguándose; de esas cosas no se habla en mi presencia. ¿De dónde saca esos modos de decir un infelizote como vos? -¿No sabe vuesa merced, respondió don Quijote por su escudero, que el amor aguza el ingenio e inspira términos elevados y dulces? Las aves gorjean con más terneza y melodía cuando están apasionadas; los animales mugen o balan con suavidad embelesante: ¿qué mucho que mi escudero se sobrepuje a sí mismo cuando discurre acerca de esa pasión divina? Sancho, Sancho, hablas de amor como León Hebreo: quien te oyera estas descripciones y menos refranes, te juzgara trovador, y no de los de por ahí, sino de los más tiernos y melifluos».



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ArribaAbajoCapítulo L

Que muestra hasta dónde podían llegar y llegaron el atrevimiento y la locura de don Quijote


A cierta distancia vio don Quijote una como iglesia que se venía acercando lentamente, en medio de una nube de polvo. Despaviló la vista y aguzó el oído, inquiriendo hacia dónde podía sonar la música de Anfión que así descuajaba los edificios y los obligaba a venir tras ella. Tuvo el caballero por bien averiguado que era cosa de aventura, o principio y elementos de una de las más famosas que pudieran sucederle; y así, montó sobre su caballo, tomó su buena lanza, salió al camino, y se es tuvo a esperar que llegase aquella máquina, con ánimo de embestirla, si fuese una legión de diablos salida del infierno con casa y todo. -Muda el lobo los dientes y no las mientes, dijo Sancho al ver a su amo a punto de batalla. ¿No sea cosa que otros batanes?... Y no digo más, sino paz duradera y suceda lo que Dios quiera». Habíase acercado el promontorio movible: la gente de juicio no vio en él ni todo el grupo, sino un lento pacífico elefante que venía cubierto con una caparazón enorme, siguiéndole sus dueños, los cuales traían además dos osos tan católicos que se dejaran matar primero que hacer perjuicio ni a una mariposa. Es una compañía de ganapanes, medio artistas, que se van por esos mundos haciendo ver en aldeas y ventas su buen elefante, a cuyo espectáculo añaden las habilidades de   -277-   los osos, maestros en el pésamedello, el colorín colorado y las gambetas, que los bailan como unos gerifaltes. No traen mono, por parecerles personaje de mala representación para unos como ellos, que pasándose de titiriteros habían venido a rayar en cómicos o histriones. Los osos y el elefante no son todo; sus dueños tienen también su papel: armando un tablado sobre la marcha, representan por su parte sainetes y entremeses que ellos califican de comedias y aun de tragedias. El tuáutem y primer accionista se llama tío Peluca, o maestro Peluca, indistintamente: hombre de buen parecer por el un lado, si bien por el otro no le falta sino el ojo; razón por la que; quizá con algún fundamento, sus amigos le llaman por cariño y antonomasia el Tuerto, sin que él dé muestras de sentirse. Viene entre ellos un hombre de nueve pies de altura, con el espesor y el ancho correspondientes, cuyo objeto es hacer juego con el elefante; asturiano que pone en la sociedad su corpulencia, y tiene derecho a los gananciales por un igual con los demás socios, sino es el tío Peluca, quien, como director de la empresa, toma para sí el tercio del producto libre. Después de ese hombrón, el tercero en la jerarquía es un homúnculo, de una vara de estatura, a quien se le podía clavar en la pared con un alfiler de a cuarto. Estos dos marchantes compiten y rivalizan, cuándo en lances amatorios, cuándo en hechos de armas, cuándo en cantares de gesta, con sacudimiento y bizarría tales el braguillas, que no hay otra cosa para el villanaje que les suele servir de espectadores. Este exiguo personaje se llama Pepe Cuajo, frisa con los cincuenta años, y tiene unas barbejas que comunican suma ridiculez a su persona. Por el genio, Pepe Cuajo es el mismo diablo: gestudo, fruncido, gritón. Sus aparceros le aguantan por las utilidades que dejan su figura y su buen desempeño en el teatro, donde es cosa de morir de risa verle hacer papeles de enamorado y valiente. A este negocio concurre a las mil maravillas una moza fehuela, pero vivaracha, quien, huida de sus padres desde niña, se había criado en poder de esa gente truhanesca y vagabunda. Llámase Munchira la gentil pieza, y por   -278-   refinamiento de cariño, sus compañeros le dicen Munchirita, mientras que el grandazo de más allá es conocido con el nombre de Pedro Topo. Hombre éste de buena pasta y mejor índole, a quien se puede perjudicar, pero no ofender, porque en ello va mucho peligro. La compañía es bien surtida y hace buenos cuartos en haz y paz de nuestra santa madre Iglesia.

No se le ocultó a don Quijote qué era lo que allí venía; mas no por eso desistió de su empeño; antes tuvo a fortuna el encontrar con enemigo tan digno de él, habiendo resuelto llamarse el Caballero del Elefante cuando le hubiese vencido, a semejanza de otros que ya tomaron los de Caballero del Cisne, del Unicornio, de la Serpiente, del Basilisco, y otros no menos famosos. -¡Arre! Buen hombre, gritó el maestro Peluca, deje pasar la bestezuela, que es moro de paz». Don Quijote hizo su primer embestida, sin más fruto que verse apartar suavemente por el bondadoso o desdeñoso animal. «¡Qué diablo de ladrón es éste!, dijo el maestro Peluca, al ver que don Quijote volvía a la carga, ¡Quieto, Chilintomo, quieto!». Volvió a separarlo con mansedumbre el generoso bruto, y seguía su acompasado, lento paso, poniendo en tierra cada minuto cuatro arrobas de pies, sin dársele un comino de las arremetidas de don Quijote. Redobló su furia el caballero, juntó sus fuerzas, se encomendó a su señora Dulcinea del Toboso, y a espuela batida Rocinante se vino a estrellar, baja la lanza, contra la impasible mole. A las voces de su dueño: «¡Dale, Chilintomo!», borneó la trompa Chilintomo en forma de parábola, y dio tal chincharrazo, que caballo y caballero fueron a dar sin sentido a doce pasos. Siguió adelante la comitiva mientras Sancho Panza se tiraba, dando gritos desesperados, sobre su amo. Mas vio que don Quijote se meneaba, y aun le oyó decir en voz balbuciente:


«No me pesa la mi muerte,
Porque yo morir tenía;
Pésame de vos, señora,
Que perdéis mi compañía».



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«Vuesa merced no está muerto, le gritó Sancho al oído; si a mí no me cree, aquí está Rocinante que no me dejará mentir». Habíase, en efecto, enarmonado el pobre rocín, y se dejaba estar dolorido, pensativo, caídas las orejas, con señales de haberle llegado al alma el golpe. Don Quijote no quería estar ileso por nada de este mundo; con tal de verse malferido en buena guerra, se hubiera dejado morir sin argumento. Figurándose que la batalla había sido terrible y que estaba cosido a lanzazos, iba recorriendo en su memoria las aventuras de los mejores caballeros, según cuadraban con su situación, y decía:


«Desque allí hubieron llegado
Van el cuerpo a desarmare:
Quince lanzadas tenía;
Cada cual era mortale».



Pensaba don Quijote que el suyo era caso de muerte, y bien por real enfervorizamiento, bien porque el delirio le pareciese convenir a su situación, mirando suavemente a su escudero, siguió diciendo:

«Ya se parte el pajecico, Ya se parte, ya se va».

-No me parto ni me voy, señor don Quijote: amigo viejo, tocino y vino añejo. El que me busca en la prosperidad y me niega en el infortunio o el peligro, abrenuncio: firmado lo doy que ése tiene un depósito de estiércol en el pecho. Aquí estoy yo, señor: fíese de este corazón, empuñe esta mano que sabe alargarse al afligido más prontamente que al dichoso. -Como pudieras, Sancho, respondió don Quijote, proporcionarme un bocado del bálsamo que sabes, vieras a tu señor alzarse cuan alto es, con todos sus huesos en sus coyunturas». Sancho corrió hacia los criados con un graciosísimo portante, y como los hallase entendiendo en alforjas y maletas, les pidió un jarro de vino para salvar la vida a un cristiano. Habíanse partido los señores, sin hacer caso del caballero andante caído y molido, propasándose   -280-   el doctor Mostaza hasta el extremo de gritarle: «¡Así te quise ver, infame!». Los criados, que sin duda valían más que los amos, le dieron de buena voluntad a Sancho lo que pedía, y éste, provisto de su elixir, volvió para su señor. Don Quijote, tomando a dos manos el jarro, se lo echó al coleto, de tan buena gana, que a los cuatro sorbos no dejó gota en el recipiente. Por cierto que no pudo montar a cuatro tirones, ni a ocho montara si su criado no hubiera acudido a darle impulso y vuelo. Cuando se vio a horcajadas, pensó que de un salto se había puesto sobre su buen caballo, y bizarreándose en él, apretó las espuelas, con ánimo de hacerle dar algunos escarceos. Al verle de tan de buen año, le dijo su escudero: «Coscorrón de cañaheja duele poco y mucho suena, señor don Quijote. Desigual fue la batalla, pero no tan recia como la que nos dieron los yangüeses. -No digas eso, respondió don Quijote, sino que ahora no me han roto en la boca la ampolla del bálsamo prodigioso. Si en la batalla a que aludes hubiera yo podido aprovecharme de la bebida encantada, me vieras entonces tan entero y animoso como ahora. Monta, Sancho, y sígueme; hoy es cuando nos va a suceder aquello de que ha de resultar, para mí el ganar la corona imperial, para ti el posesionarte de tu condado. Si lo tuvieres por mejor, serás terrateniente de mis más pingües comarcas, como te obligues a hacer pleito homenaje a mi corona, y pondremos a Sanchica de menina de la emperatriz. Si el imperio que yo gane está situado en el Asia, serás el primer nabab de todo el continente; a menos que no gustares más bien de tomar mis flotas a tu cargo en la laguna Meótide o mar de Zabache, con el título de almirante. -Sea de mi colocación lo que fuere, repuso el escudero, lo cierto es, señor don Quijote, que al enfermo que es de vida, el agua le es medicina. Quien viera a vuesa merced ahora ha poco tan caído de salud, y quien le ve sobre su alfaina repartiendo coronas y haciendo almirantes, no acabara de maravillarse del vaivén de la fortuna. Vengan esas flotas y sigamos, que temo no haya lugar para todos en la venta. -Haces mal en temer eso, amigo Sancho: ora en venta, ora en castillo, a gloria   -281-   tendrán todos, grandes y pequeños, el correrse, estrecharse, apretarse y exprimirse para hacernos plaza».

Cuando esto decían, iban ya de camino caballero y escudero, paso entre paso; ni don Quijote estaba para espolear tan a menudo a Rocinante, ni Rocinante para salir de su genio. «¿De qué alfaina hablabas hace poco?, preguntó don Quijote a su criado. -¡Pesia mí!, ¿de qué alfaina? De la que monta vuesa merced, este paño de lágrimas, nuestro buen Rocinante. -¿Y por qué le llamaste alfaina? -Porque así he oído a vuesa merced llamar a los caballos de primera clase. -¡Quia!, dijo don Quijote; ¿soy yo de los que hablan disparates? Habrasme quizás oído decir al fana. -Vuesa merced, repuso el escudero, se detiene en una brizna y tropieza en una tilde; ¿qué va de lo uno a lo otro? -Lo que va de macho a hembra, volvió a decir don Quijote; lo que va de Sancho a Sancha: alfana es la yegua corpulenta, briosa, superior, y ésta nunca puede ser caballo. Si no me crees, ahí está la del moro Muzaraque, la cual era como una iglesia. ¿Y la del rey Gradaso no era un yeguón desmedido, sobre la cual tenía el moro que subir por escalera?


Gradasso havea l'alfana la piú bella
E la miglior che mai portasse sella,



como lo puedes ver en las historias caballerescas. Habla con atildadura, Sancho, o te doy carta desaforada y te levanto la facultad de usar de la palabra en mi presencia. -Déjeme vuesa merced expresarme a mi sabor, replicó Sancho, y oirá sentencias y cosas que se le graben para siempre en la memoria. Me tienen por asno; pues métanme el dedo en la boca. Aldeana es la gallina y cómela el de Sevilla. -Si a tu sabor te dejara yo hablar, Sancho intrincado, Sancho escabroso, ¿qué fuera de la lengua castellana? Habla jerigonza, habla aljamía, habla germanía; pero confiesa a lo menos que eres gitano, morisco o galeote: católico viejo habla español rancio. Uno que se está educando para conde y va camino de la monarquía ha de medir la boca en el comer,   -282-   la lengua en el hablar, y haberse con mucho tiento en sus maneras y discursos. ¿Piensas que la justedad de las ideas no requiere ternura en las expresiones, y que el pensar bien no ha de venir junto con el bien decir en los que aspiran a levantarse sobre el vulgo? Dime otra vez alfaina, y veremos si no revoco la determinación que tengo de elevarte a de donde veas como pollos a tus contemporáneos». Cide Hamete no quiere acordarse de la réplica de Sancho, y dice tan sólo que los aventureros llegaron a la venta, henchida ya de gente por ser las seis de la tarde, hora en que todo el mundo acude a la posada. Traía don Quijote desencajado el juicio, revueltos los sesos más que de costumbre; y así la venta del Moro fue para él castillo, por castillo la tuvo, vio el atalaya sobre los adarves, y aun oyó el son de la trompeta con que anunciaban la llegada de un caballero de alta guisa.



  -283-  

ArribaAbajoCapítulo LI

Que trata de cosas del bachiller Sansón Carrasco


Cuenta la historia que vencido por don Quijote el bachiller Sansón Carrasco, bajo el nombre de el Caballero de los Espejos, se volvió a su lugar con dos costillas hundidas, más que medianamente mohíno y azorado. Púsose sin pérdida de tiempo en manos del algebrista, con ánimo de volver en demanda del loco, así por salirse con la suya, como por dar algún desfogue a la venganza de su pecho. Tres días se dejó estar de encierro sin que persona lo entendiese, si no eran su familia y el maestro, a quienes rogó por el secreto, no fuese que su honra viniese en diminución. Dueña debía de haber en la casa, cuando la hora menos pensada cata allí el cura y el barbero, sujetos a quienes no hubiera querido ver si le pagasen; ni era para menos el juramento que por sus barbas y el hábito de San Pedro había hecho de provocará don Quijote, vencerle y traerle bajo condiciones tales que en dos años no diese paso de caballería. Una vez sorprendido en el escondite, confesó de plano su infortunio, alegando, para justificarse, que todo había sido por culpa de su caballo. «Mas no les pese de esta ocurrencia a vuesas mercedes: así pienso darme por vencido como renunciar a las órdenes. Yo juro por quien soy, o no soy nadie, traer amarrado al viejo o morir en la demanda. -¿De esa manera, respondió el cura, los huesos de vuesa merced han sacado de la batalla alguna cosa? -¿Y   -284-   cómo si han sacado?, replicó el bachiller; la sumidura de a cuatro dedos que se me encuentra en la costilla, ¿es o no del bachiller Sansón Carrasco? ¡Miefé, señor compadre, nunca yo pensara que con tal ímpetu y furia acometiera don Quijote, que de una embestida diera conmigo en el suelo! Si los encantadores no me acorren y amparan en ese duro trance, a la hora esta vuesa merced estuviera haciendo mis exequias. A nada menos procedía el vencedor que a segarme la gola, cuando me vio supino y sin movimiento. -¿En qué forma acudieron esos buenos encantadores, señor bachiller?, preguntó maese Nicolás. -En forma de decir a la imaginación de don Quijote que ellos me habían transmutado de Caballero de los Espejos en bachiller Sansón Carrasco por defraudarle la gloria del triunfo. ¿Y creerán vuesas mercedes que ese bobalicón de Sancho Panza era el empeñado en darme el trampazo, urgiendo a su amo por que me envasase la espada, a efecto de que se viese si verdaderamente era yo el bachiller, o un enemigo disfrazado con mi pellejo? -¡Dios le perdone!, exclamó el cura. Así vuesa merced se vio entre la espada y la pared. -No había remedio, contestó el bachiller: o juraba yo ir a presentarme a la señora Dulcinea y derribarme a sus pies, o entregaba el alma al diablo. Tengan vuesas mercedes por sin duda que el loco me mata si no prometo cumplir sus órdenes al pie de la letra. -¿Hace vuesa merced punto de conciencia el cumplirlas?, preguntó maese Nicolás: por lo menos es cierto que el señor bachiller no se quedará con la sumidura que dice. -Si fuera un rasguño de ningún mérito, no me quedara tampoco, respondió el bachiller. Ayúdenme vuesas mercedes con un caballo de más confianza que el mío, porque esta pécora salió plantándose en lo mejor y me expuso a la impetuosidad de don Quijote. -Tenga vuesa merced presente el no matar a nuestro pobre hidalgo, dijo el cura, y váyase en mi tordillo. -Tanto como quitarle la vida, no, respondió el bachiller; pero será difícil que me desentienda del todo de mis costas. Cuando menos le he de traer a la cola de mi caballo. -Válgase del modo, repuso el cura: nada ganamos con traerle de por fuerza. Todo ha de oler a caballería   -285-   andante en la expedición, o nada hemos hecho. -Yo procuraré, replicó el bachiller, dar a mis cosas cierto aire y sabor andantescos; mas se decir a vuesas mercedes que, si no salgo bien por esta vía, haré mi gusto a sangre y fuego. -¿No vaya otra vez por lana, señor bachiller?, insinuó maese Nicolás. -Si vuesa merced se queda, respondió Carrasco, no habrá allí quien me trasquile. Por lana voy, lana traeré: el trasquilado será don Quijote, y aun vuesa merced, señor barbero, y con sus propias tijeras, si quiere darme soga».

Delicadísimo estaba el bachiller después de su fracaso; y aunque socarrón y maleante él mismo, no aguantaba pulgas de rapistas, y menos en tratándose de valor, por donde hacía agua, como joven y vanaglorioso. Medio se cortó el barbero, y dijo: «Vuesa merced toma mis intenciones en mala parte; ni fue mi ánimo lastimalle, suscitando vergüenza en su pecho con la memoria de su desgracia. Si aquello dije, fue a modo de advertencia saludable: no sería por demás el que vuesa merced se precaviese contra una segunda vencida, que tal vez don Quijote llevaría por el extremo. -Yo sé lo que me conviene, respondió el bachiller: los efectos dirán si soy hombre de dejarme vencer dos veces por un loco». Interpuso el cura su autoridad para que la contienda no siguiese adelante, y suavizado el bachiller, fue convenido entre todos que éste saldría en busca de don Quijote, más bien montado, tan pronto como sus costillas se restaurasen. Al cabo de tres semanas, sintiéndose del todo bueno, acudió a su buen tordillo, y armado de armas ofensivas y defensivas, tomó el camino una madrugada, cierto de dar con don Quijote antes de mucho, guiado por el ruido de las locuras del caballero andante. Hallábase en la venta del Moro cuando acertaron a caer allí la compañía de histriones y los señores de la vista de ojos. No podían menos en la venta que hablar de las cosas del caballero; por donde el bachiller vino en conocimiento de su próxima aparición. Los mozos, que en ese punto llegaban, dijeron que había montado ya, si bien no llegaría tan pronto, según la moribundez con que venían, tanto el jinete como la cabalgadura. Tuvo tiempo   -286-   el bachiller para concertar con el ventero lo que se debía hacer, empezando por suavizarle con una buena porción de unto de Méjico. El ventero tomó por suya la facienda, y prometió haberse de tal modo, que el bachiller saliese con su empeño. Retrájose éste a su cuarto, donde sin más ni más se caló unas narices de que venía provisto, ni tan desaforadas como las de Tomé Cecial, ni tan por el estilo regular que viniesen a parecer naturales. Lo cierto es que eran tan bien hechas, y el demonio del bachiller sabía acomodárselas tan bien, que si las tuviera uno en la mano, dudara todavía de su naturaleza. Una peluca, además, y unas barbas muy desemejantes de las suyas propias, y quedó tan otro, que no le conociera el papa, ni todos los cardenales juntos, si para sólo examinarle se reunieran en consistorio secreto. Paramentado de este modo, salió el truhán, y se puso a medir el corredor a largos pasos, a vista y paciencia de los huéspedes. Nadie le reconoció, con ser que mucho le miraron todos; antes se estuvieron admirados de aquel inglés tan desenvuelto, por no decir insolente, que así rompía por medio de ellos, sin tener cuenta con persona.



  -287-  

ArribaAbajoCapítulo LII

De la llegada de don Quijote al castillo del señor de Montugtusa


Entraron por fin don Quijote y Sancho Panza, a quienes se vino el ventero con demostraciones de grande humildad, diciendo ser el alcaide de la fortaleza. «El señor del castillo me tiene mandado acoger y obsequiar a los caballeros de pro, hasta cuando él en persona sale a recibirlos. -¿Quién es el castellano, señor alcaide, si sois servido?, preguntó don Quijote. -El castellano, señor, es el barón de Montugtusa. Su mujer, la bella Sebondoya, habita el castillo con su señor y marido. Vuesa merced se apee, que yo le muestre luego el ala del palacio donde se ha de alojar con su comitiva. -Mi comitiva no pasa de mi escudero, señor alcaide: con una cámara estaré servido, sin que vuesa merced se tome la pensión de desocupar todo un costado del alcázar. No soy de los que se andan a la flor del berro, trayendo consigo mangas de lacayos, provisiones de gusto y enseres de todo linaje. Los andantes nos vamos libres de todo lo que huele a conforto y molicie; nuestro descanso es la fatiga, el hambre nuestra hartura. Soy contento de que el señor del castillo esté presente, junto con la castellana, quien debe de ser una de las más apuestas y principales de estos señoríos. -Tenemos en el castillo, repuso el ventero, a un famoso caballero llamado don Quijote de la Mancha, cuyo sentir es igual en un todo al de vuesa merced respecto de la bella Sebondoya.   -288-   -Eso es hablar de fantasía, señor alcaide, respondió escamado don Quijote: ¿un famoso caballero llamado don Quijote de la Mancha? -A fuerza de súplicas, dijo el ventero, se ha conseguido que permanezca dos días más en el castillo: de tal modo se prendaron de él los castellanos al punto que le vieron, principalmente la castellana, que dieran los dos ojos de la cara por que se quedase del todo a vivir con ellos. La bella Sebondoya se ha hecho traición a sí misma, podemos decir, por la timidez y el rubor con que le mira a furto de su esposo. Y no se me vaya la boca; ni soy dueña amiga de chismes que no desaprovecha ocasión de sacar a la calle las flaquezas de su señora. De qué bebedizos amatorios, de qué vistazos hechizados se vale el tal caballero para cortar el ombligo a las hermosas, no lo podría yo decir; lo cierto del caso es que, no solamente la sin par Sebondoya, sino también sus damas de honor, sus doncellas y hasta las fregonas del castillo están a punto de cruzarse la cara a navajazos por el huésped».

Don Quijote había echado pie a tierra, lo mismo que Sancho Panza, y rostro a rostro con el ventero, dilucidaba una materia tan sutil y trascendental como el haber tomado su nombre algún embaidor, a fin de aprovecharse de su fama y los honores a ella correspondientes; si no era más bien que el sabio su enemigo andaba urdiendo una trama para causarle nuevos sinsabores llevado de la envidia. Como hombre que poseía el don de acierto, no quiso el manchego dar así, de primera instancia, un solemne mentís al falso don Quijote y al verdadero alcaide; y contentándose con hacerle a éste algunas significativas interrogaciones, dejó para tiempo más oportuno el quitarle la máscara al audaz embustero, y arrancarle un nombre que le era tan ajeno por las grandes cosas y las perfectas caballerías que significaba. «¿Dígame vuesa merced, señor alcaide, ¿ese caballero se contenta con llamarse don Quijote de la Mancha, o trae algún anexo derivado de sus hechos de armas o de sus tribulaciones? -La primera vez que vino, respondió el alcaide, se llamaba "el Caballero de la Triste Figura"; mas ha tenido a bien dar de mano   -289-   a este como resumen de desdichas, y ahora, con mejor fortuna, se llama "el Caballero de los Leones", por haber, en cierta ocasión, hecho rostro a media docena de estas fieras, vencídolas y matádolas a todas; sin parar en esto, sino en pelarlas y desollarlas, con ánimo de vestirse de sus pieles, como dicen que hacía un cierto Aljibes. -Alcides, señor alcaide», corrigió don Quijote. Metió Sancho su pala, y dijo: «Testigo yo: mi amo se puso con esos animales; que me parta un rayo si miento. Pero, lo digo como católico, hasta ahora no le he visto cubierto de esas pieles. -¿Qué se os alcanza de estas cosas, amigo entrometido?, respondió don Quijote; ¿quiere su villana señoría dar por resueltas materias intrincadas, en las cuales yo mismo tengo mis dudas, y no me atrevería a decir esto es así o asá, porque andan metidos en ellas más de un sabio encantador? ¿De dónde sabes, escuderillo zascandil, que estos que te parecen jubón de camuza y gregüescos de velludo no sean en realidad casacones imperiales y calzacalzones de cuero de león, debajo de los cuales anda el caballero que, si no ha vencido todavía, puede vencer a más de cuatro de esas furibundas alimañas? ¿Viste si los temí? ¿Te consta si los provoqué? ¿Sabes si rehuyeron la pelea y me lamieron los pies en señal de vasallaje? Si recogen el guante, me combato con ellos; si me combato, los venzo; si los venzo, les corto la cabeza. ¿Pues qué mucho que me vista de la piel de los leones a quienes provoqué, vencí y corté la cabeza? -Todo puede ser, dijo el ventero: sígame vuesa merced, que ya con viene aposentarle y darle tiempo para el afeite de su persona».

Adelantó el ventero, y don Quijote, llegándose a Sancho, le dijo pasito: «Oye, bestia, ¿no caes en la cuenta de que aquí hay gato encerrado y de que nos conviene mucha habilidad hasta cuando entre la espada? ¿No ves cómo damos aquí con un don Quijote, a quien será preciso despanzurrar, en pena de su atrevimiento y bellaquería? Mientras llega el instante de dar patas arriba con el impostor, yo no soy nadie, ¿entiendes? Guárdame el secreto, que yo voy a guardar el incógnito; y veremos en lo que paran estas cosas». Pasó adelante el caballero, y encontrando al bachiller   -290-   Sansón Carrasco, que con gran entono se estaba paseando en los corredores, le hizo una venia señorial, como a persona de su gremio, siendo así que entre caballeros la cortesía no deja de reinar ni en medio de las armas. Señalole su cuarto el alcaide, y le dijo que no sería imposible tuviese en él un compañero de su propia calidad; porque estando, como estaba, la venta llena de gente, fuerza sería acomodar dos o tres individuos en un mismo aposento. «¿Cómo es eso de venta?, preguntó don Quijote. -Digo, castillo, señor caballero. No por serlo, y de los principales, sobra espacio, cuando como ahora aciertan los andantes a llegar por docenas. ¿No oyó vuesa merced el son de las campanas y bocinas cuando el atalaya le hubo columbrado? -Sí, oí, repuso don Quijote. Merced me haréis, señor alcaide, en dar orden como se mire por este mi buen caballo, que harto merece la hospitalidad del señor de Montugtusa. -Y por el que no le va en zaga, dijo Sancho: Dios sabe si yo diera mi rucio por toda una dehesa de potros andaluces. -Se les mantendrá con manjar blanco», respondió el ventero. Y se mandó mudar la buena pieza, mientras don Quijote y su escudero tomaban posesión de su cuarto.



  -291-  

ArribaAbajoCapítulo LIII

De cómo salió el maestro Peluca en la representación de su comedia


Se había ya lavado y aderezado don Quijote, cuando el alcaide del castillo se presentó a convidarle a la representación de la comedia que iba a dar, dijo, una de las primeras compañías teatrales de España. Aceptó de mil amores don Quijote, y salió par a par del bachiller Sansón Carrasco y su escudero Sancho Panza. El teatro estaba armado, y de tales proporciones, que las tragedias de Sófocles se pudieran ofrecer allí. Corrido el telón, se vio la escena de Lanzarote del Lago y la reina Ginebra en el dichoso conflicto que perdió para siempre a la tierna Francisca de Rímini. El doctor Casimiro Extradibaús no lo pudo sufrir, y poniéndose de pies requirió al cielo que lanzase sus rayos sobre esa venta maldita, y dijo que sólo en tierra de moros podían verse cosas semejantes. «Sentaos, buen hombre, respondió el bachiller Sansón Carrasco, y mirad que nada tienen de malo estos amenos lances de dos enamorados. Pensad como gustéis, vosotros los hombres de las tinieblas; yo tengo placer en estas donosas y suaves ocurrencias». Don Quijote de la Mancha se levantó a su vez y dijo: «Lanzarote, desde luego, fue buen caballero y gentil enamorado; y la reina Ginebra, una de las más famosas señoras de la caballería; mas no echo yo de ver la necesidad de sacar a la calle sus flaquezas, en perjuicio, no solamente de su propio decoro, sino también de la honestidad   -292-   pública. -Deje vuesa merced a estos curiales; repuso el bachiller, que se vayan a contar sus dieces, y gocemos nosotros del espectáculo que nos ofrecen estos hábiles artistas. ¿Qué hay allí, en suma, sin o un suave desfloramiento de los labios, y qué tiene de reprensible el que un mancebo apasionado coja como al descuido un poco de crema de felicidad, sin daño de tercero? -¡Para tales actores, tales espectadores!, dijo en voz alta el doctor Casimiro Extradibaús. -Mirad donde os ponéis, amigo picapleitos, respondió el bachiller: no estamos aquí para dejarnos reprender y jorobar por quisquis de vuestra ralea. -¡Vamos, señores!, gritó el tío Peluca en el escenario; ¿sigue o no adelante la representación? ¿O son vuesas mercedes quienes dan la comedia? -En el repertorio de vuesas mercedes habrá, me parece, dijo don Quijote, piezas que, sin perturbar a algunos espectadores, nos sirvan de entretenimiento a todos. Los trances más gratos de la vida suelen ser aquellos a los cuales el misterio comunica interés: las pasiones más dulces son las que se desenvuelven honestamente, y los placeres más delicados los que gozamos sin perder el respeto a la sociedad humana. Si es verdad que para que la inocencia nos proporcione alguna dicha ha de ser maliciosa, es asimismo cierto que la malicia sin delicadeza viene a servicio y descaro. Lanzarote pudo haber cogido la flor de los labios de la reina Ginebra, ¿mas qué necesidad tenemos de remedar a la faz del mundo lo que ese caballero hizo sin más testigos que Dios y su conciencia? La reina Ginebra, por otra parte, no perdió con ese desliz el derecho a la protección de los andantes; y aun por eso me opongo al pregón ofensivo que quieren dar estos histriones, previniéndoles que, si mi voz no es suficiente, entrará aquí mi espada. -¡Con mil diablos!, gritó de nuevo el tío Peluca, ¡déjese hablar a mis personajes! ¿Vuelvo a preguntar si son vuesas mercedes o nosotros quienes damos la comedia? -Por las razones que alega vuesa merced, dijo el bachiller Sansón Carrasco a don Quijote, convengo en que se cambie la pieza; mas de ningún modo influido por los ululatos de este cabeza torcida que tiene cara de hacer   -293-   mucho más de lo que le saca de madre. -¿Qué pieza quieren vuesas mercedes?, preguntó el director del teatro. Como ella sea de las mías, yo haré el gusto de todos».

El doctor Mostaza, en quien la rectitud de ideas de don Quijote y la elevación de los sentimientos de su ánimo no hacían sino infundir más y más odio, alzó la voz y dijo: «Donde estoy yo no manda nadie: la comedia de Lanzarote se ha de representar, y no otra. Vuesa merced no quiere la de la reina Ginebra, añadió dirigiéndose a don Quijote; yo la quiero. Anden esos señores cómicos; si no, por Dios vivo que me han de ver enojado. -Veamos, respondió don Quijote, ¿cómo se toma vuecelencia para que prevalezca su voluntad?». El doctor Mostaza, haciendo de tripas corazón, con energía facticia tras la cual estaba resollando el miedo, soltó una desvergüenza de a folio. Se le fue encima don Quijote, y asiéndole por las orejas con entrambas manos, le sacudió de modo que si no acuden el ventero y el bachiller se las arranca de cuajo. Libre el pobre Mostaza de ese vestiglo, se escabulló como pudo, y restablecida la paz, el maestro Peluca dijo: «¿Gustarían vuesas mercedes de la escena de la sin par Oriana cuando está encerrada en el castillo de Miraflores? -¿Por qué está encerrada?, preguntó el bachiller. -Como don Amadís de Gaula, respondió el tío Peluca, es tan llorón, un día se pone a llorar a los pies de su dama; y tantas echa, que el corazón de la señora se reblandece; y así, medio loca y medio muerta, sin saber lo que hace, hace lo que no debe. El llorón de Amadís sigue llorando, y la sin par Oriana, como queda enunciado, se encierra, porque le ha sucedido lo que la obliga a estar encerrada. -Yo sé lo que le ha sucedido, dijo don Quijote. Si en algo tiene el maestro Peluca la integridad de sus barbas, guárdese de tocarme a un pelo a la memoria de esa dama. Así sufriré se aluda a ese triste acontecimiento, como que se me ponga la mano en la cara. Si no hay en su repertorio sino farsas y comedias ofensivas a las señoras y los caballeros andantes, desbarátese esta máquina o teatro, y váyanse noramala los histriones menguados que no aciertan a satisfacer a ninguna persona.   -294-   -Sin agravio de nadie, volvió a decir el director, voy a dar a vuesas mercedes tal pieza que han de quedar saboreándose con ella más de un año». Cayó el telón, y después de un intervalo de quince minutos, alzado de nuevo, se vio a Pepe Cuajo en ademán de pasearse airado y taciturno delante de una dama que estaba allí cabizbaja. «¡Ha venido!, dijo de repente. -¿Quién ha de venir, señor? ¿Para qué ha de venir nadie en vuestra ausencia? Algún enemigo de vuestro sosiego y mi felicidad os perturba el ánimo con falsos avisos, con perversas insinuaciones. -¡Ha venido!, repitió el terrible Cuajo, y volviendo a su aspecto sombrío, dijo: ¡Dulcinea, vas a morir! -¿Qué es eso de Dulcinea?, preguntó el bachiller Sansón Carrasco: ¿quién es el atrevido que va a matar a Dulcinea? ¿Matar a Dulcinea en mi presencia? ¿No pasarán por la punta de mi lanza veinte, treinta y aun cuarenta de estos desalmados, antes que me toquen a la orla del vestido a esa señora? -A nadie le incumbe ni atañe la defensa de Dulcinea, dijo a su vez don Quijote, sino al caballero que la sirve: tanto sufriré yo que estos farsantes maten a Dulcinea, como que ningún caballero de contrabando la tome bajo su amparo y custodia. -¡Por la Virgen Santísima!, gritó el maestro Peluca, dejen que ada cual haga la figura que le pertenece y no me interrumpan a cada paso la representación. ¿Cuándo quieren vuesas mercedes que concluyamos, si no me dejan principiar? -Es cabalmente lo que quiero, respondió el bachiller, que no se principie a matar a Dulcinea, y menos que se acabe de matarla. Pero ¿quién será el que principie semejante desaguisado y cuándo se acabará tal superchería en las barbas del caballero que la sirve? -¡A Dulcinea no le sirve sino un caballero, y ése soy yo!, dijo don Quijote. Por un mismo camino se habrán de ir los que quieren matarla como los que tratan de defenderla por derecho propio». Aquí intervino el ventero y dijo: «Señores, éstas no son cosas de veras, sino ficciones agradables y embustes curiosos con que esta gente se ha propuesto divertirnos. La vida de esa señora está en salvo; y a sí, vuelvan vuesas mercedes a la tranquilidad del espíritu y el silencio que ha menester   -295-   la representación. -Si no son cosas de veras, peor aún, respondió don Quijote: el bellaco que ha hecho a Dulcinea un cargo sin fundamento, pagará su avilantez y alevosía».

El pobre tío Peluca estaba ya fuera de sí. Por concluir cuanto antes su comedia, le dio un corte más allá de la mitad; y asomándose a la orilla de las tablas uno de los personajes, dijo:


«¡Miefé, señor caballero!,
Ella diga quien le agrada;
Y de aquel sea adamada
Aunque yo la amé primero».



-Esta Dulcinea no debe de ser la mía, dijo a su vez el bachiller Sansón Carrasco, supuesto que anda en tales pasos. -Ni la mía tampoco, respondió don Quijote; pero basta que se llame Dulcinea para que yo castigue rigurosamente el menor agravio irrogado a su persona. En cuanto a lo demás, para que sepamos a cuál ha de pertenecer la dama, conviene averigüemos cuál es el de su preferencia, el grande o el chico; ni permitiré yo que sea entregada contra su voluntad al que no es de su gusto, y menos que pase a manos de nadie sino por la puerta de la Iglesia. -Vuesa merced hace bien, dijo Sancho, rompiendo un silencio que no podía ya sobrellevar; si se unen, que sea como católicos; y no vengamos con que el galán se fue, y conque la niña se quedó, y no así como quiera, sino encerrada, porque le ha su cedido lo que la obliga a estar encerrada, como dijo el otro. Obispo por obispo, séalo Domingo; y hacientes y consentientes pena por igual. A mí tan feo me parece el grande como el chico; y todavía, en caso de no poder más, primero ese bestión desmedido que ese chisgarabís. Cásense, cásense; ellos se mueren por ella, ella los quiere bien: pues manos a la obra. -¡Que no te hayas muerto ahora ha cuarenta años, demonio!», exclamó don Quijote: y como siguiese tronando y relampagueando con grandísimo enojo: «Vamos, dijo tío Peluca, con este loco no hemos de hacer nada. Desbarátese este tablado, y a dormir, para que podamos madrugar. -No es loco, sino tonto, respondió don Quijote;   -296-   pero no tiene mal corazón. Prosigan vuesas mercedes, que la pieza no puede ser más interesante». El bachiller Sansón, a quien más divertía esta comedia que la del teatro, se puso de pies y dijo: «Dígame el tuáutem o director de la farándula, ¿cuál es el loco a quien ha querido aludir? ¿Loco, en presencia de caballeros andantes que pueden castigar su demasía? Filipo, Antígono, Sertorio, Aníbal fueron tuertos como vos, don bellaco probado; pero esto no os ha de librar de la furia de mi ánimo y la fuerza de mi brazo». Tío Peluca era de suyo amigo de la paz y concordia; pero cuando le andaban por las barbas daba pruebas clásicas de atrevimiento. Soltó, pues, una carretilla de desvergüenzas tales, que tanto el verdadero como el falso don Quijote se le iban encima, cuando el mal hablado farsante puso pies en polvorosa, y el ventero intervino diciendo que, como alcaide de la fortaleza, a él le correspondía la represión de esos atrevidos y él sabría poner las cosas en orden.



  -297-  

ArribaAbajoCapítulo LIV

De lo que sucedió entre las cuatro paredes del aposento de los huéspedes


Porfió tenazmente don Quijote por írseles encima a los farsantes; pero hubo al fin de ceder a las razones del bachiller, quien le seguía diciendo: «La cuchilla, señor caballero, empleada por Aquiles en Héctor, por Eneas en Turno, por Bernardo del Carpio en Roldán, ¿quiere vuesa merced emplear en gente cautiva y desdichada? -Roldán era encantado, respondió don Quijote, y no podía ser herido sino por la planta del pie izquierdo; no pudo, por consiguiente, Bernardo del Carpio emplear en él su espada. Como le mató en Roncesvalles fue apretándole en sus brazos hasta hacerle echar el corazón por la boca. -Esas son quisquillas, replicó el bachiller: hilvanar y coser y hacer randas, todo es dar puntadas. Lo que hace a mi propósito es manifestar a vuesa merced cuán fuera de los usos caballerescos estaría el tomarse un andante de los más famosos con un pobre esguízaro que acierta a lo más a llamarse tío Peluca. La espada... ¿sabe vuesa merced lo que es la espada? Con ella enderezamos tuertos, castigamos sinrazones, levantamos caídos, remediamos desdichas, desfacemos agravios. -Sancho tiene la culpa, repuso don Quijote, que no está pronto a hacer suyos estos lances. La verdad de la verdad, señor caballero, es que Tizona y Colada no beben sangre de villanos. -¿Tizona y Colada ha dicho vuesa merced?,   -298-   preguntó el bachiller; ¿en dónde paran esas famosas armas? -Cuando Rui Díaz, respondió don Quijote, las hubo quitado a los infantes de Carrión, por el desaguisado que éstos hicieron a sus esposas, las regaló a Félix Muñoz y Martín Antolines, el burgalés de pro, sus amigos y conmilitones. Desde este punto pierdo yo de vista esas espadas: deben de hallarse ahora en la Armería Real, o en otro depósito de curiosidades antiguas. -Yo sé de otra espada, volvió a decir el bachiller, que irá a reunirse con Tizona y Colada. Acuéstese vuesa merced y huélguese esta noche: mañana es otro día, y puede ser que conozca el arma que le digo». Riose don Quijote, y ganó una de las tarimas que rodeaban el aposento. El bachiller Sansón no tenía sueño; don Quijote estaba lejos de dormir, y solamente Sancho Panza estaba ya soñando con las bodas de Camacho, circuido de doradas nubes. Las doradas nubes eran los quesos amontonados en columnas; las roscas de Utrera puestas allí cual gloriosas coronas; las gallinas, los pollos y capones asados y aderezados, de los cuales él podía espumar tres o cuatro a modo de advertencia preparatoria.

Estaba el buen Sancho rebulléndose y zambulléndose, como queda dicho, en esa gloria celestial, cuando un viejo a quien el ventero había también alojado en ese cuarto, empezó a estornudar con tal brío, que a Sancho Panza mismo, con ser quien era, le sacó de su sueño y sus casillas: en vez del sacramental Ave, María santísima, echó Panza una maldición y un pésete, que hicieron estremecerse al viejo estornudante, quien, recobrándose, dijo: «¿Así saluda vuesa merced a sus hermanos, y de este modo se aprovecha de la ocasión de alabar a la Virgen? -La Virgen no ha menester los estornudos de vuesa merced para ser alabada, respondió Sancho. -¿Y quién le ha dicho a vuesa merced, replicó el viejo, que el estornudar es malo? -Ahora entro yo, dijo el bachiller Sansón: el estornudar es bueno y muy bueno. ¿Por qué piensa el buen Sancho que invocamos el nombre de María en este caso, sino porque esa es gestión sumamente buena, que tiene olor y resabio de cosa celestial? Pues sepa,   -299-   si no lo sabe, que el estornudo, según Aristóteles, indica plena salud en la cabeza, la parte más noble del cuerpo humano, y armonía en sus órganos, de suerte que el pensamiento surge en ella y se dilata en ondas sublimes. Saludar al que estornuda es como darle el parabién de tan gran favor de la Providencia, cual es el tener ideas prontas, cabales y abundantes. -Puede el Estagirita, respondió don Quijote, apartándose de aquel dictamen, tener mucha razón; lo que hay de cierto en el caso es que los hombres debían morir la primera vez que estornudasen; ley de la naturaleza que se cumplió rigurosamente los tiempos patriarcales. Nuestro padre Jacob, en la segunda lucha que tuvo con Dios, consiguió que ley tan dura para la especie humana fuese revocada. En memoria de este triunfo, los hombres acostumbraron a saludarse cuando estornudaban. -Luego no hay por qué se reprenda al que estornuda, dijo el viejo desconocido, puesto que el estornudar es cosa inocente. -¿No sostendrá vuesa merced, respondió don Quijote, que todas las cosas inocentes pueden pasar? Casos hay en que conviene suprimir hasta la tos. Lo que es simplemente estornudar, puede vuesa merced ahora; ni hemos de ir a causarle una apoplejía, estorbándole ese descargue necesario de los vapores cerebrales. Mi escudero tendrá cuenta con ceñirse a la costumbre y responder «Ave, María», en vez del reniego con que nos ha obsequiado.

-¡Oh, señor!, exclamó el bachiller, yo no sería capaz de desmandarme ni en presencia de un recién nacido; y sé decir a vuesas mercedes que la de un animal mismo me corta y embarga, en cierto modo, para cosas que requieren soledad absoluta. Abomino a esos hombres osados que no respetan en los demás sus propios fueros, y obran como sucios e impúdicos, cuando piensan que están obrando con loable franqueza y desparpajo. El asco es indicio de vergüenza; la timidez revela honestidad; la atildadura del cuerpo se da la mano con la pulcritud del alma. ¿Qué dicen vuesas mercedes de la matrona romana que se desvestía hasta lo vivo en presencia de su siervo, con decir que en ése la esclavitud había matado el alma? La impudicicia va aquí a un paso   -300-   con el atrevimiento: esa tal merecía que su esclavo le hiciera ver cuán hombre era a despecho de la servidumbre. -Eso se hubiera querido la pazpuerca, respondió Sancho; ¿por qué piensa vuesa merced que lo hacía? -Que esa dama no fue la diosa del pudor, dijo don Quijote, ya se deja conocer; ¿mas por dónde vienes a descubrir en ella un propósito depravado? Di que ese descoco fue obra maestra de soberbia, y no columbres allí una treta de la deshonestidad. La esclavitud mata el alma, estoy con esa antigua; y encarezco el punto afirmando que la sepulta en el cieno. -No vayan vuesas mercedes a pensar, dijo el hombre del estornudo, que soy tan libre en las otras cosas como en el estornudar: yo sé cuándo y dónde pago sus tributos a la naturaleza». El bachiller Sansón volvió a tomar la palabra y dijo: «Yo, señores, soy de los que vierten lágrimas en la mesa, cual otro Isidoro Alejandrino, al considerar que la parte noble del hombre, el destello divino que le anima, esta substancia impalpable e invisible, no puede existir en nosotros sino mediante las necesidades y funciones terreras de la carne. ¿Qué será respecto de los hechos que, sobre ser materiales y poco decentes, son también vergonzosos? La urbanidad es madre de la estimación: no es dable apreciar ni querer al que se vuelve repulsivo por la desenvoltura y la descortesía. Hemos de pensar, sentir y obrar con delicadeza; delicadeza, noble voz que significa sensibilidad, rubor, decencia, cosas indispensables para que merezcamos y alcancemos el aprecio y cariño de nuestros semejantes».



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ArribaAbajoCapítulo LV

Donde se da a conocer el desconocido y cuenta su lamentable aventura


«¿El dormir es material y vergonzoso, señor caballero?, preguntó Sancho. -Vergonzoso, de ninguna manera, respondió el bachiller, puesto que no traslimitemos los términos señalados por la naturaleza; material, no estoy a un paso de creerlo. El sueño es una operación mixta en la cual tienen parte el alma y el cuerpo, o por mejor decir, un acto en el cual uno y otro se despojan de sus atributos. El sueño es negación hermosa, ausencia llena de felicidad, si me comprendéis, amigo. -¿Luego puedo dormir esta noche?, volvió Sancho a preguntar. -Esta y las siguientes. Dormid los que no tenéis amores que os atormenten ni cavilaciones que os desvelen. -¿Podría vuesa merced decirme, añadió el bachiller dirigiéndose al huésped desconocido, quién es vuesa merced, de dónde viene, adónde va y cuáles son los sucesos principales de su vida? Holgaría yo de entretener el tiempo con una sabrosa narración, de esas con que los pasajeros amenos suelen hacer dormir a los tontos y velar a los discretos. -Las cosas de mi vida, señor, respondió el huésped, son inenarrables; tanto hay en ella de triste y desdichado». Don Quijote apoyó al bachiller, diciendo: «Nárrelas vuesa merced, con todo; y aún puede ser que del contarlas aquí se derive el remedio de su cuita. -Pues yo, señores, me llamo don Pascual Osorio, de la   -302-   Castilla por mi madre. -Antes de pasar adelante, dijo el bachiller, dígame el señor don Pascual Osorio de la Castilla por su madre, si es o no hidalgo de devengar quinientos reales: lo debe de ser, supuesto que tiene el don. -Cuando era pobre, señor, respondió don Pascual Osorio, yo no era nada; y lo fuí hasta muy entrado en edad, de lo que estoy lejos de alabarme. Pero un día me vino Dios a ver, y desde entonces mi vida empezó a ser tan holgada como hasta entonces había sido estrecha. Don Pascual siempre me habían llamado mis conocidos; amigos no tiene el pobre. Han de saber vuesas mercedes que esto de la pobreza agua hasta las buenas aptitudes, por mucho que la Escritura hable bien de ella y muestre protegerla. Vuesas mercedes no sean pobres a ningún precio. Los bienes de fortuna me ennoblecieron, me rejuvenecieron, me conciliaron hasta gallardía. No solamente decían todos, sino también pensaban, que yo era hombre de altas prendas. Me casé con una niña de diez y ocho años. -¿Y a vuesa merced cuántos le corrían hasta ese fausto acontecimiento?, preguntó el bachiller. -Frisaba yo en los sesenta y cuatro, señor: mas fuera de la peluca y un cierto ahoguío, no daba indicios de vejez; ¡qué, si me llevaba calle y media de un tirón, y me tenía como un cernícalo sobre un caballo! -Él sesenta y cuatro, repitió el bachiller, ella diez y ocho; buen surtido. ¿Lo pasaron de perlas, esto se cae por su peso? -Vivíamos, señor, tan sin género de pesadumbres, que éramos del todo felices. Activa, hacendosa, nada soberbia: ella a peinarse, ella a vestirse, ella en persona a todo. -Mulier diligens corona est viro suo, dijo el bachiller. Don Pascual Osorio prosiguió: «No dejaba traslucir sino un defectillo, es a saber, tal cual apego al dinero. Sé decir a vuesas mercedes que sus socaliñas eran mi embeleso: su amor nunca más vivo; ella nunca más seductora que cuando sus intenciones iban encaminadas a beneficiarme; hubiera yo querido ser mina de oro para darle gusto.


-«Mucho fas el dinero et mucho es de amar,
Al torpe face bueno et heme de prestar»,



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dijo el bachiller. Vuesa merced no tenla qué pedirle a la fortuna. -No me hubiera trocado con un cardenal, señor mío de mi alma. Era otra cosa el ver esas mejillas encendidas, esos ojos rasgados, negros, esa cabellera crespa y esponjada que le bañaba los hombros. Y me llamaba hermoso, ¡qué muchacha!


-«Sea un home nescio et feo hasta el orror,
Los dineros le fasen hermoso y sabidor»,



volvió a decir el bachiller. ¿Y qué tal de pasadía? -El mundo era para mí el bien supremo, respondió el viejo; todo placer, todo felicidad.


-«Si tovieres dineros habrás consolación:
Do son muchos dineros es mucha bendición».



¿No hubo desabrimiento entre vuesas mercedes, amargura chica ni grande, mientras el señor de la Castilla tuvo llena la bolsa? -Me respetaba, señor, y me quería mi mujer como si yo hubiera sido el papa.


-«Yo vi en corte de Roma done es la Sanctidat,
Que todos al dinero fascen grant homildat;
Grant honra le fascían con grant solenidat;
Todos a él se homillaban como a la Magestat»,



respondió el bachiller. ¿Nada de celos? -¿Celos, señor? Me adoraba la chiquilla.


-«Si le dio bebedizo o algún adamar,
Mucho aína lo supo de su seso sacar».



¿Nada de hijos? -Este es el punto de mi desventura, señor. El cielo oyó mis ruegos: ¡qué decir, cuando una noche me anuncia ella que se siente madre! -Vuesa merced quiere darme a entender que estaba preñada, dijo el bachiller. -Y ahora digo a vuesa   -304-   merced, repuso don Pascual, que llegó el día del alumbramiento y me nació un muchacho como un ángel. -Si no me equivoco, parió la señora, replicó el bachiller. Ahora bien, señor don Pascual Osorio de la Castilla por su madre, ¿qué hay en esto de triste ni desventurado? -Todo cuanto hay es triste y desventurado, dijo don Pascual. Quince días hubieron apenas transcurrido, cuando la madre verdadera de aquel bellaquín cargó con él, interviniendo la justicia. El embarazo, fingido; el parto, simulado; el niño, supuesto: ¡qué golpe, señor! -Bonita era la niña, dijo Sansón. ¿Ella sola había urdido la maraña? -Obra fue de una dueña, respondió don Pascual. Este mismo demonio de vieja había traído poco antes a casa ciertas joyas de grandísimo precio, que yo no quise ni ver; mas la muchacha porfió que yo las había de ver, aun cuando no las compráramos, y esa mera curiosidad me costó un ojo de la cara.


-«Señora, dis, compradme aquestos almajares:
Dijo la dueña: Plazme, desque me los mostrares»,



tornó a decir el socarrón del bachiller. Se acomodaba de prendas para caso necesario». Don Quijote se había dejado estar callado, con las orejas tan largas, durante esta relación: echando de ver a la luz de un candil una olla en un andamio, le pasó por la cabeza una extraña locura, y levantándose en camisa, tomó a cuatro dedos su contenido y se embarró cara, pescuezo, pecho, arcas y aun la parte posterior de las orejas. «Esto más tiene de bueno el ungüento de Hipermea, dijo, que preserva de todo insulto y no da paso al acero, donde el bálsamo de Fierabrás no sirve sino para cerrar las heridas. Ahora estoy cierto de no recibir ninguna, por esforzado y mañero que sea el enemigo con quien me combata». Diciendo esto, se volvió a su cama, en la que se tiró con gran crujir de tablas y huesos. El bachiller Sansón y don Pascual Osorio estaban asombrados, y aunque el primero conociese bien a don Quijote, se admiró mucho de este extremo de locura. Vio, oyó y calló; y después de algún silencio,   -305-   dijo al señor de la Castilla: «Su madre verdadera cargó con aquel jabato; ¿de la muy leal esposa de vuesa merced, qué fue? -Aún no se había desenredado la trama, respondió don Pascual, cuando ya no había quien diese noticia de ella. Uno de esos descomulgados que tienen echada el alma atrás... Vuesa merced me comprende.


-«Darte han dados plomados, perderás tus dineros;
Al tomar vienen prestos, a la lid tardineros»,



respondió el bachiller. Juro por la Santa Biblia y los setenta traductores, haceros vengado, siguiendo, persiguiendo, matando, volviendo a matar y escarmentando al malandrín que tal sinrazón ha hecho a tan honradas barbas cual muestra ser el señor de la Castilla. Sabed que soy don Quijote de la Mancha, cuyo asunto es acorrer a los necesitados, castigar a los desaforados, enderezar los tuertos y poner en orden el mundo. Para autenticar, en cierto modo, mi juramento, llamo y pongo de testigo a mi dulce amiga la sin par Dulcinea del Toboso». Admirado estaba don Pascual Osorio oyendo las resonantes cláusulas del falso don Quijote, promesas de más ruido que solidez, cuando el verdadero alzó la voz y dijo: «Miente por la mitad de la barba el hideputa que dice ser don Quijote de la Mancha. -¿Luego es vuesa merced, respondió el bachiller, el atrevido que anda por esos mundos llamándose don Quijote de la Mancha, en menoscabo de mi fortuna y para mengua de mi fama? Ya sé que ese cobarde caballero huyó de unos leoncitos y tuvo miedo a unos batancitos: ¡y esto llamándose don Quijote! Pues el juramento que hice en pro del señor don Pascual de la Castilla por su madre, lo convierto en mi propio beneficio y en contra del atrevido que osa tomar mi nombre y sustentarme barba a barba que él es el verdadero don Quijote de la Mancha». ¡Oh, santo cielo y cómo le crujieron los huesos a nuestro buen don Quijote y le temblaron los músculos, de pura indignación y coraje! Llamó de felón, follón y mal nacido al usurpador de su personalidad, y   -306-   le retó a singular batalla. Concertáronse los dos aventureros en combatirse al día siguiente en uno de los patios del castillo, pusieron por condición de la batalla que el vencedor sería el verdadero don Quijote, y el vencido, despojado de ese famoso nombre, iría a meterse fraile.



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ArribaAbajoCapítulo LVI

De la nunca vista ni oída batalla que de poder a poder se dieron el genuino y el falso don Quijote


Tío Peluca y sus aparceros no veían la hora de alejarse de loco tan peligroso; diéronse, por lo mismo, un madrugón, que cuando quería amanecer, ya ellos andaban a buen trecho de la venta. Ni era posible aguantar a la larga las cosas de don Quijote, hombre que de las piedras sacaba agua de caballería. Los togados y el escribano, por su parte, hubieran perdido una oreja por no verse cara a cara con tan formidable enderezador de tuertos, y en confuso montón con los histriones y los osos se fueron de pie quebrado. Avínoles bien el haber cogido la alborada, porque don Quijote amaneció ese día más loco que nunca, y Dios solamente sabe en qué laberintos y pendencias los hubiera metido. Vistiose el caballero, salió armado de punta en blanco, undique munitus, y llamó a la liza a su atrevido homónimo; pero éste se cerró en que no pelearía ni con el arcángel San Miguel, antes de haberse fortalecido con una buena refección; para lo cual mandó venir al alcaide del castillo, y le ordenó dispusiese un almuerzo como para Lúculo. «Desde luego, señor alcaide, vuesa merced será servido de abrir la comida con unos melones tajados en forma de media luna, encendidos como un ascua. -Los melones, señor, respondió el ventero, son también agestados en estos territorios, que tienen color de azafrán15.   -308-   La venta es una como capellanía, entre los artículos de cuya fundación consta el de que se han de dar a los pasajeros los mejores melones del mundo. -Soy contento de ese artículo de la capellanía, dijo el bachiller. No me parecerían mal unos melocotones que estuviesen echando gotas de almíbar, de puro maduros, y unas ciruelas negras y cristalinas como una hija de la Etiopía. Cuanto a las peras, me contentaré con las mejores bergamotas de sus huertos, señor alcaide. -¿Crudas o cocidas?, preguntó el alcaide. -De uno y otro modo, respondió el bachiller, si es verdad que en la variedad está el deleite. Ahora, pues, hablando de los guisos, dispondrá vuesa merced se nos sirvan currucas migadas a una por barba. Gusto yo de comer aves, no solamente sabrosas cuando muertas, sino también bonitas cuando vivas. Mire vuesa merced cómo acuden a nuestras comarcas esos lindos pajarillos al rayar la primavera, y retozones y alegres se aposentan en jardines, alamedas y cañaverales, animándolo todo con su inquietud ruidosa e inocente. Currucas, pues, señor alcaide, curruquitas. -Las cojo en tal abundancia, respondió el alcaide, que tengo hasta para los arrieros. -¿Eso hay?, replicó el bachiller: guárdese mucho vuesa merced de infestar mis manteles con semejante pájaro, y ponga en su lugar papafigo o ficédula. Esta avecita se alimenta de uvas e higos maduros, de suerte que su cuerpo es una grasa de admirable suavidad y ligereza; la poesía, digamos así, de los convites, por no decir la poesía del estómago. Cuide vuesa merced asimismo de que no nos falten la alondra ni el hortelano, y mucho menos el pitirrojo. Tan enamorado como bello, este pajarito es por su desgracia la cosa más agradable del mundo, y paga con la vida la pena de sus buenas cualidades. Tiene la virtud de ser madrugador más que todas las avecitas menores; y así vuesa merced le oye en el jaral antes que rompa la aurora, y le está oyendo todavía al cerrar la noche. -A falta de pitirrojo, respondió el ventero, vuesas mercedes serán servidos de contentarse con un jabato,   -309-   que mis empleados lo aliñan como para la casa real; y donde no, ahí está el carnero, que en siendo gordo, no hay para con él currucas ni curruquitas. -No venga vuesa merced a embastecernos con esas carnes ordinarias, replicó el bachiller; pitirrojo ha de ser, o prendo fuego al castillo. -Eso será, dijo el ventero; ni somos aquí tan para poco que no tengamos una varilla de virtudes. -Virgula divina, respondió el bachiller. ¿Piensa vuesa merced regalarnos con un banquete de Escotillo? Sepa el señor alcaide que mi antojo y necesidad no son de viento, sino de substancias reales, y que no es mi ánimo comer hoy a lo fantástico, sino muy a lo verdadero. -Se hará lo que se pueda, dijo el alcaide. ¿Cuáles han de serlos postres? -Gusto poco de lo dulce, y paso sin postres las más de las veces. Apadróneme vuesa merced los vinos de sus bodegas, que es lo que importa».

A Sancho Panza le crecía el ojo al oír este festín. «Los postres, dijo, yo no los paso; si algo me gusta y me conviene a la salud, son los dulces». Don Quijote entró aquí y dijo: «Pide cosas raras y admirables, Sancho, bocadillos regios y pastitas de los dioses; el señor alcaide no desea otra cosa que servirte. Cuando hayas sacado la tripa de mal año, sal un poco a tomar el aire y mira cómo preparas las monturas; que una vez concluida la batalla, nos partimos. Señor caballero, añadió dirigiéndose al bachiller, le cumple a vuesa merced vacar al empeño en que se ha puesto; y así le requiero y cito para la estacada, donde le serán servidas piezas no tan agradables como las que ha almorzado de memoria. -A la eternidad, respondió el bachiller, le importa poco una hora más o menos de la vida de vuesa merced. Ponga vuesa merced que yo hubiese hecho mi desayuno, y téngase por muerto, siempre que se me presente su persona saneada, subsanada, lisa y pasadera en buen combate. -¿Qué hay en mi persona que dificulte la batalla?, preguntó don Quijote. -Hay que vuesa merced ha contravenido a las reglas de la caballería, haciéndose invulnerable con esa enjundia cabalística que llama ungüento de Hipermea. Los estatutos de las órdenes   -310-   caballerescas dicen que el caballero no se ha de valer de sortilegios, amuletos, hechicerías, ni encantos que emboten las armas enemigas, y declaran caso de menos valer el presentarse con el prestigio de bálsamos, bebedizos, filtros, ungüentos y más porquerías de que se sirven los malos caballeros. Destruya vuesa merced la virtud del óleo mágico con que se ungió y pulimentó anoche, y en condiciones iguales, de persona a persona, a pie o a caballo, aquí estoy para que midamos nuestras armas».

Dio el bachiller en la cabeza del clavo. Hallándose don Quijote más que nadie al corriente de las leyes andantescas, vio que su adversario estaba en lo justo, y cuando se hubo lamentado media hora de su mala fortuna, le vi no la marea de la cólera, y tronó y echó rayos, de modo de causar espanto. Don Quijote de la Mancha, propenso a las más nobles corazonadas e incapaz de bastardía, hubiera muerto primero que cometer un fraude. «Desventurado andante, le dijo el bachiller, la desesperación es afecto no menos doloroso que reprensible. Tal es el deseo que tengo de pelear con vuesa merced, que yo mismo voy a levantar el entredicho que tan fuera de sí le ha puesto. Si vuesa merced posee el ungüento de Hipermea, sepa que a mí me protege la sabia Linigobria, hija del soldán del Cairo, enemiga mortal de la dicha Hipermea; la cual Linigobria ha ideado una receta que desvirtúa y anula del todo el ungüento desotra hábil mágica. -¿Cuál es esa receta?, preguntó don Quijote. Más tardará vuesa merced en dármela que yo en ponerla en ejecución. -Es muy sencilla, respondió el bachiller: toma vuesa merced un baño frío en ayunas, al tiempo que su escudero, al lado de vuesa merced, está repitiendo la oración de Santa Apolonia. Cuando vuesa merced está tiritando, se cambian los frenos: su escudero es quien toma el baño, y vuesa merced quien repite la oración. Vuelto por este medio a su vulnerabilidad primitiva, no habrá inconveniente para que hagamos la batalla». No sabe el historiador qué género de elocuencia sirvió a don Quijote para persuadir a Sancho, ni con qué ofertas nuevas le ganó la voluntad; el hecho es que,   -311-   habiéndole tomado aparte, le puso blando y condescendiente de manera que mientras el bachiller almorzaba como Dios quería, ellos se retiraron a un abrevadero tras la casa, y la receta de Linigobria tuvo su cumplimiento. Cuando don Quijote de la Mancha dejó de estar impedido, el bachiller Sansón Carrasco salió como buen caballero, indagando por el señor del castillo, quien debería hacer de juez de la batalla. El alcaide respondió que el castellano andaba a caza de jabalíes por la sierra con sus monteros, y que, en su ausencia, el hacía de persona principal; que en orden al rey de armas y los farautes, no faltarían hidalgos de pro que se encargasen de esas figuras, pudiendo, en último caso, tocar él mismo a zafarrancho. «Navis expeditio, repuso el bachiller; praeparatio ad pugnam. Pues manos a la obra, y rogad por el alma de este buen caballero».

El corral de la venta fue señalado para la liza, donde a poco se vieron frente a frente los dos caballeros, a pie, sin testigos, a no ser el alcaide, don Pascual Osorio de la Castilla y Sancho Panza. ¡Y quién podrá decir buenamente los tajos, reveses, mandobles y pasadas con que esos dos paladines hicieron resonar los montes! Le faltan palabras al historiador para referir lance por lance la batalla; y dice sólo que don Quijote, el genuino don Quijote, se vio a pique de perderla; y que en tan terrible conflicto se encomendó a la señora de sus pensamientos, y con fuerzas redobladas dio golpes tales que hubiera hecho temblar a Sacripante. Mala estrella debía de ser la de Sansón Carrasco, pues resbalándose en lo mejor, dio un gentil batacazo, y allí su enemigo a cortarle la cabeza. Cubriósele el corazón a don Quijote al hallar otra vez en el caído al propio bachiller Sansón, a quien ya había vencido en vano, y llena el alma de amargura, dijo a su escudero: «Tan desdichado soy que he de perder con buenas cartas. ¿Qué barba, ¡oh Sancho!, qué narices son esas caídas allí a un lado?». El bachiller, que había visto las orejas del lobo, estaba haciendo de muerto con mucha gracia. En esta sazón acudió la ventera llamando de mal cristianos y desalmados a los que así consentían en que dos hombres se quitaran la vida, y amenazando   -312-   con dar a la Santa Hermandad aviso de la muerte que se había hecho en la venta. Llegose al vencido, y tomándole un brazo, lo dejó caer, no sin que el difunto le hiciese del ojo. Siguió clamoreando la ventera y dijo al vencedor que se retrajese al vuelo en alguna montaña, si no quería ser aprehendido por los oficiales de la justicia. «Le he muerto en buena guerra», respondió don Quijote, y salió al patio, lleno de majestad y poderío. Alzose el bachiller con mucha flema, diciendo: «Ahora puede el diablo cargar con este loco una y mil veces, que ya lo he sido yo demasiado en andarme tras él, por darle el juicio que a mí mismo me falta. Mal hayan el cura y el barbero que en semejante obra me han puesto, aprobando mi necedad e impulsándome por esta vía». Luego se retrajo en el cuarto de la ventera, hasta cuando le fuese dable tomar su caballo y largarse a su casa, de donde era su ánimo no volver a salir un punto, aunque le comiesen los perros a don Quijote. Sancho Panza, que todo lo había estado viendo, tenía el alma parada. Salió en busca de su amo; pero se guardó muy bien de poner en su conocimiento lo que acababa de ver, porque don Quijote no volviese a las andadas. El juez de la batalla declaró buena la victoria, y dijo que la muerte había sido según todas las reglas andantescas. Mas cayendo sin advertirlo en su papel de ventero, pidió que a la cantidad justa se le añadiesen algunos cuartos para los alfileres de su mujer. Pagó don Quijote como rey, y seguido de su criado, salió de la venta, sin detenerse a averiguar con el ventero cómo éste había perdido de la noche a la mañana su condición de alcaide del castillo.



  -313-  

ArribaAbajoCapítulo LVII

De las razones que mediaron entre don Quijote y su criado, hasta cuando al primero se le ofreció hacer una aventura muy ridícula de dos notables sucesos antiguos


La historia presenta aquí una laguna, pues no dice por donde anduvieron ni lo que hicieron los dos héroes durante los quince días transcurridos desde su salida de la venta del Moro hasta cuando una tarde se asomaban por las goteras de una ciudad insigne del Guadalquivir. «¿Vuesa merced cree en conciencia, decía Sancho como venían asomándose por una ondulación del camino, que el caballero a quien mató en el castillo del señor de Montugtusa no resucitará jamás? -El día del juicio, respondió don Quijote. El que se muere, se muere del todo y muy de veras: es lo único en que los hombres usan de buena fe. ¿Qué es lo que te mueve a hacerme esa pregunta? -Muéveme, señor, el haber visto yo con estos ojos, que se han de volver tierra, levantarse el bachiller bonitamente, sacudirse el polvo y desaparecer, cuando vuesa merced hubo salido al patio. -Mejor te ayude Dios, amigo Sancho Panza, dijo don Quijote. -Se levantó, señor, y se fue, diciendo que si al loco de vuesa merced le cargaba el diablo mil veces, a él nada se le daría. -¿Qué hay de reparable, replicó don Quijote, en que ese caballero hubiese desaparecido? ¿No le viste que le protegía la sabia Linigobria, hija del soldán del Cairo, la cual habrá cargado con el por un medio maravilloso,   -314-   a ver si le era posible volverle a la vida? A ser tú para juzgar de éstas cosas, lo que remueve tu socarronería te diera asunto a la admiración, y no anduvieras poniéndome dudas acerca de un hecho pasado en autoridad de cosa juzgada, no apelada y consentida, nada más que por no perder la oportunidad de mostrarte irrespetuoso y bellaco». Sancho Panza se medio resintió al ver que con tanta dureza se le trataba por uno que no era caso de inquisición, y como intentando hacer pucheritos, respondió en voz un tanto sobreaguada: «Yo digo lo que veo, señor don Quijote, sin ánimo de pedir albricias ni hallazgo. Mas el perro flaco todo es pulgas: si digo algo, miento; si no digo nada, soy un asno: como tragamallas; bebo, borracho. Y tírese por estos derrumbaderos, y rompa estas marañas, y cierre con esos gigantes, y mate esos leones, y pele esos yangüeses. Dormirá vuesa merced, señor Panza, comerá, beberá, cuando el obispo sea chantre. Pues ni de la flor de marzo, ni de la mujer sin empacho, señor, ni del amo sin conciencia. -¿Despeñarte llamas, replicó don Quijote, el ir por estos floridos campos?, ¿romper marañas el deslizarte por esta blanda superficie? Sábete que nos hallamos en la Bética, donde los antiguos pusieron los Campos Elíseos, y que los que te parecen derrumbaderos son verdes campiñas, y los que juzgas matorrales salvajes son grupos de flores y plantas civilizadas y cultas. Ahora vas a ver si tomo por una áspera sierra, donde no comamos sino tueras, cúrcuma, nebrina y otras cosas amargas, para que pagues el vicio de quejarte. Sancho hizo cuanto pudo por desembravecer a su amo, pues de su cólera sacaba menos que de sus promesas. «Tome vuesa merced mi palabra, dijo, de ser el más callado y agradecido de cuanto Sancho Panza hay en el mundo, y disponga dé mí y de mi rucio como de cosa propia».

En tanto que don Quijote iba dando esta fraterna a su escudero, se le desencapotaban los ojos, y concluyó por obligarle en términos del todo bondadosos a pedirle merced. «Por ahora, respondió Sancho, me contentaría con unos doscientos reales de contado, dejando el reino para después. -¿De dónde diablos quieres que te los dé?, replicó don Quijote: álzate con lo que tienes   -315-   en tu poder, y si llegan a cincuenta, buena pro te hagan. -Mi padre es Dios, dijo Sancho: si llegan a quince, diga vuesa merced que no le pedimos favor al rey. ¿Cómo han de ser cincuenta, desdichado de mí, cuando el zanguango del ventero nos extorsionó más de veinte? -Un tantico de paciencia, hermano Sancho Panza, respondió don Quijote, y habrá para hacer muchos ingratos. Esto es en tanto grado verdad, que ahora mismo van a ser coronados tus deseos con la hazaña que toda entera dedico a tu engrandecimiento». Sin más preámbulos ni disposiciones bélicas, se disparó por una costanilla, diciendo: «¡Dominus cum fortibus!», y embistió con un redil de ovejas, que él tuvo por plaza fuerte, y aun vio los guerreros que sobre las murallas le estaban desafiando y tirando sobre él con sacres y falconetes. Sin rendir el ánimo a las amenazas de tan fieros enemigos, y esforzándose por hacer caracolear a su caballo al pie de las murallas, empezó a decir en alta voz: «E por ende riéptolos a todos, tan bien al grande como al chico, e al muerto como al vivo, e ansi al nascido como al que es por nascer. E riepto las aguas que bebieren, que corrieren por los ríos; e riéptoles el pan, e riéptoles el vino». Echó luego pie a tierra, y con el ronzal de su caballo le ató a la cola un borreguito muerto que a dicha estaba fuera del aprisco; montó de nuevo y se puso a dar vueltas alrededor del corralejo, hasta cuando la mala voluntad de Rocinante y las voces de Sancho le detuvieron en actitud de héroe victorioso. Del reto de don Diego Ordóñez de Lara a los habitantes de Zamora, y la acción de Aquiles, a quien vemos arrastrar el cadáver de Héctor alrededor de Troya, formó don Quijote una de las aventuras que más satisfecho le dejaron y más le acreditaron de loco para con su escudero Sancho Panza.

Sin más averiguación siguió adelante don Quijote, y Sancho, andando tras él, dijo: «Recapacite vuesa merced antes de acometer empresas, señor don Quijote: los que le ven hacer estas locuras pueden creer que no está en sus cinco sentidos, y vuesa merced ha oído el piorverbio que dice: Vivir, obrar bien, que Dios es Dios. -Miedo a payo que reza, contestó don Quijote: ¡qué harías   -316-   si te vieses en el asalto de Lubania! Si tanto sabes de refranes como de piorverbios, habrás oído a tu vez el que dice: Al que de miedo se muere, de cagajones le hacen la sepultura. Piorverbio dijiste: ¡ah, bendito!, ¿cuándo será que yo te eche el bautismo de la lengua castellana? En orden al punto principal, no andes siempre tan sobre aviso, que venga tu prudencia aparecer temor. Prometo a ley de caballero poner fin a nuestras a venturas con dos o tres que serán de las más famosas. Habilitado así, me presentaré a la sin par Dulcinea en demanda del premio de mis hazañas. Cuida, Sancho, de no interrumpir la primera entrevista que yo tenga con esa señora. Te hago esta advertencia, porque tú sueles ser muy indiscreto. -Vuesa merced me dispense, respondió Sancho; no pienso renunciar mi parte de esa entrevista. -Eso será tan a solas, replicó don Quijote, tan de mí a ella, que hisopearé su camarín, no esté allí algún espíritu entrometido y envidioso. -Vuesa merced hisopeará cuanto quiera, volvió Sancho a decir; yo he de entrar. -Pasaré por el sentimiento de darte con las puertas en la cara. -Me bastará una rendija para seguir adelante, dijo el escudero. -¡Pues te pondré taragallo, y veremos cómo entras!, respondió don Quijote con naciente cólera. -Pero no será por incomodar a vuesa merced, tornó Sancho a decir, sino por hacerle una consulta respecto del asunto que me han reducido a la memoria las ovejas que acaba de vencer vuesa merced. Hace dos años tengo un rebañito, y lléveme judas si pasan de nueve cabezas. -Eso debe de provenir, respondió don Quijote, de que la oveja es unípara; y no dando sino una cría en cada parto, su multiplicación va muy a pausas. No sucede lo propio con los animales que producen lechigadas de cinco, siete y has ta nueve cachorros, cual sucede con la marrana. Si mal no me acuerdo, la de la Eneida tiene quince. -¿Qué es unípara, señor?, preguntó Sancho. -Unípara, buen Sancho, es la que no da sino una cría, la cual, en ciertas especies, te lo digo de paso, suele admitir un nombre diminutivo fuera de las reglas comunes. La del gamo, verbigracia, se llama gamezno; la del lobo, lobezno; la del pavo, pavezno, y hasta la del perro se puede llamar perrezno.   -317-   -¿A esta cuenta, replicó Sancho, la del burro será burrezno, la del puerco, puerquezno, y la de la yegua, yegüezno? -Bien puede ser, dijo don Quijote; así como la del Sancho será sanchezno, y la del Panza, pancezno. Achispado es vuesa merced, señor escudero. ¿No insinué, truhán, que eso no sucedía sino con algunas especies? ¿Pues cómo vienes a generalizar el principio y sentarlo por regla sin excepción? La cría de la yegua no puede ser yegüezno en ningún caso, ni la de la vaca vaquezno, o me desquicias y revuelves todo el sistema gramatical, nada más que por ejercitar la tontería y poner en juego la malicia. Para que quedes del todo instruido, has de saber que la que pare dos se llama bípara, lo que sucede más con la mujer que con los cuadrúpedos, entre los cuales no suele haber sino uníparas o multíparas. -¿Y la que pare tres?, preguntó Sancho. -Esa será trípara, respondió don Quijote. -¿Y las que paren cuatro, cinco, siete, señor? -Llevas las cosas tan por los extremos, que das en la necedad o en la bellaquería. Pues sabe de una vez que la que pare ciento será centípara, y la que pare mil, milípara; así como el que lleva doce palos de un rato a otro será docípalo, según lo puedes ver por tus ojos y sentir por tus costillas. -No es eso, señor don Quijote, volvió Sancho a decir, sino que mi rebaño no tiene morrueco. A veces me inclino a pensar que mis ovejas no son bíparas ni tríparas a esa causa. -Bellaco eres como sandio, respondió don Quijote; si no tenías morrueco, bien sabías por qué no multiplicaban tus ovejas».

No habían andado media hora cuando a la entrada de una aldehuela se detuvieron ante un grupo de gente que entre curiosa y aterrada parecía estar contemplando un espectáculo extraordinario. Eran dos cuerpos humanos colgados en sendas horcas, vestidos hasta la cintura y de allí para arriba desnudos. El uno de esos miserables ha recibido algunos golpes en la cabeza antes que le ahorcasen: de las narices a la boca, enredados en los bigotes, le sirven de ornamento dos cuajarones de sangraza podrida; cárdenos los labios, están prevaleciendo por una hinchazón monstruosa: la lengua ancha, ennegrecida, sale y se   -318-   cuelga sobre la quijada, mientras los ojos, en ademán de saltar, semejando papas tiernas en su amortiguada amarillez. El ejecutor le esquiló laidamente a este reo: aquí y allí tijeretazos que dejan ver el blanco de la testa; acá y allá mechones de pelo sucio. Don Quijote estuvo mirando una buena pieza los dos cuerpos, y dijo: «¿Qué delitos los han traído a estos desdichados al caso en que los vemos? -Libelo y difamación, respondió uno de los circunstantes. Dos veces condenados, dos veces perdonados por su majestad, volvieron a las andadas con más fuerza, y el rey mandó acomodarles con los ciento de costumbre y ahorcarlos en seguida. -Este, señor, dijo otro de los mirones, fue un poetastro para quien no había cosa respetable ni en el santasantórum. Hombres, mujeres, niños, oculto en sus letrinas, a todos les echa sus rociadas de lo que no se puede nombrar. Cofrade de Monipodio, son de su competencia los untos de miera en la casa y la clavazón de sambenitos. Una vez descubierto, niega su crimen; aún no bien le perdonan, vuelve al libelo. Con esto de particular, que no hay hombre inicuo o infame que no merezca sus laudatorias. Virtudes, él no sufre: pundonor en el varón, recato en la mujer, desvalimiento en el niño, campo son de sus proezas. Fin merecido el del perverso; nadie le llora».

El otro cadáver manifiesta una flacura lamentable: las costillas, sobresalientes, por poco no resuenan como las de un esqueleto; la cabeza, calva; las orejas, largas, secas, transparentes; la barba, dura, erizada; los ojos, chiquitos; el cuello, todo cuerdas. Uno y otro de estos malhechores han recibido algunas docenas de azotes primero que se les suspendiese en la picota, según las huellas moradas, casi negras, que se cruzan a lo ancho de sus espaldas. «Este, señor, volvió a decir el mismo que ya había dado señas del otro malhechor, fue un viejo devoto lleno de hipocresía y perversidad. Metido en la iglesia de día y de noche, confiesa y comulga, y piensa que con esto descuenta infamias y picardías. Su oficio fue ganar la vida con la difamación pagada. Por algún dinero, poco dinero, dinerillo, él se encarga de publicar toda clase de mentiras, injurias y calumnias; y piensa que   -319-   con oír misa y ayunar no deja de ser buen cristiano. Y no se contenta con su oficio, su trabajo personal, sino que ha fundado una comunidad o cofradía que él dirige o gobierna, sirviendo de centro al mundo de maldades e infamias que son el comercio de su establecimiento.

-Ellos lo han querido, repuso don Quijote, el rey lo ha dispuesto, Dios les haya perdonado. A Él quedad, honrada gente, y válgaos el ejemplar». Con estas palabras se alejó el andante, seguido de su buen escudero Sancho Panza, a quien la sorpresa o la falta de coyuntura hizo guardar silencio, para gran maravilla de su historiador o coronista.



  -320-  

ArribaAbajoCapítulo LVIII

Capítulo de los menos parecidos a los de Cide Hamete Benengeli


No a mucho andar llegaron a unos escombros donde el musgo, cabellera de las ruinas, está sobresaliendo entre hierbas silvestres y plantas espinosas. Don Quijote de la Mancha y su escudero, atadas a un árbol sus caballerías, se habían metido entre esas difuntas piedras, hasta que dieron con una elipse anchurosa, que manifestaba haber sido teatro de gladiadores ahora ha dos mil años. Apoyado en su lanza don Quijote, dejó venir a la memoria los sucesos de las edades pasadas, y dijo a su escudero: «Estas, sin duda, son las ruinas de Itálica. Aquí, en este sepulcro olvidado, nacieron tres señores de la tierra: Trajano, el vencedor de los Partos; Adriano, el príncipe curioso que quiso remedar en Italia las grandes cosas de la Grecia; y Teodosio, emperador de los buenos y grandes. Este circo donde nos hallamos sirvió de arena a los atletas, y no poca sangre ha bebido la tierra que están hollando nuestras plantas. -¿Quiénes eran atletas, señor?, preguntó Sancho. -Algo se ha de conceder a tu ignorancia, respondió don Quijote: atletas eran unos hombres fuertes que luchaban en presencia del emperador y el pueblo, hasta cuando uno de los dos campeones perdiera la vida. La pelea no se hacía con armas, sino a puño cerrado; de modo que se fracasaban el pecho y desbarataban la cabeza. -¿Entre cristianos sucedía eso?, preguntó Sancho; ¿y qué era de la Santa   -321-   Hermandad? -¿Qué Santa Hermandad, cuando te he dicho que esas eran fiestas públicas? ¿Querrías que los gendarmes le hubieran echado mano al coleto al emperador? -Pesia mí, replicó Sancho, si el emperador mismo hacía eso, ¿a quién se queja? -¡El emperador no se queja a nadie, malandrín! Tú eres capaz de enturbiar el más claro entendimiento: mucho me temo que si yo tratara contigo un año más, acabara por ser tan menguado como tú. Un tonto me deprava, me pervierte la inteligencia: en plática, disquisición u oposición, él lleva el gran partido de su pesadez y su porfía. No me pongas más dificultades, y mira el socavón formado por esas grandes piedras: ¿quién dice que no habrá sido allí el templo de Júpiter o el de todos los dioses? -Si vuesa merced me da licencia, volvió Sancho a decir, le he de poner una dificultad: ¿cuántos dioses había antiguamente? -Habíalos en gran número, pero se fueron. El que hoy reina es tan alto, ancho, profundo; tan grande en todas direcciones, que llena cielo, espacio, tierra, y no hay lugar para otros. Ahora contempla estos peldaños carcomidos, vestigios de graderías donde el pueblo se sentaba a deleitarse viendo correr la sangre de sus semejantes. ¡Cuántas damas principales y cuántos señores, cuánta flor y nata de la nobleza y cuánto vulgo ruin, cuántas gentes de todo linaje acudieron a este recinto y aplaudieron los golpes de los gladiadores, llenando de horrible animación estos ahora desiertos campos! Todos yacen, grandes y pequeños, ricos y pobres, amontonados unos sobre otros en los senos profundos de la eternidad, sin amarse ni aborrecerse, sin estrecharse ni molestarse, quietos y callados para siempre. En el mundo gritan los mortales y levantan un ruidoso torbellino; allá, al fin del tiempo y de la vida no se hace sino dormir, buen Sancho, y sueño largo, intenso, imperturbable, sin quimeras ni pesadillas, sin anhélito ni convulsiones. Se duerme de una pieza, de siglo a siglo, en medio de tal silencio, que no se oyen ni los pasos de los que van llegando, porque todos llegan sin ruido: los monarcas sin alabarderos y maceros, sin postillones ni trompetas; los príncipes sin comitivas de parciales ni aduladores; los ricos sin   -322-   boato, los sabios sin sabiduría, los valientes sin valor, los héroes sin hazañas, los jóvenes sin juventud, las bellas sin belleza. Está en los umbrales de la otra vida un comisario invisible que todo lo secuestra en provecho del olvido. Bienes de fortuna, títulos, veneras y condecoraciones; poder, orgullo, vanidades, allí son consumidos por un fuego oculto, sin que de esos combustibles queden ni cenizas. La muerte nos mide a todos por un mismo rasero, nos mete debajo de la tierra y nos olvida en esa prisión universal. Aquí suelen quedar resonando los nombres de esos que se llaman héroes, conquistadores, genios; a la eternidad no llega el retintín de la fama. Las ciudades mueren como los hombres, las naciones como las ciudades: para la muerte, lo mismo es emperador que mendigo, aldea que metrópoli de un reino».

Aquí se detiene el historiador para advertir de nuevo que nadie tenga por cosa extraña este modo de expresarse en un loco; pues, como se ha dicho más de una ocasión, no lo era don Quijote sino en lo concerniente a la caballería, mostrándose, por el contrario, cuerdo y hasta sabio en lo que no tocaba a su negro tema. «¿Según esto, dijo Sancho, nuestras aldeas han de desaparecer también con todas sus casas y sus habitantes? -¿Qué duda cabe en eso?, respondió don Quijote. -Se me hace cosa dura, replicó Sancho, el considerar que dentro de cincuenta años no hemos de vivir ni yo, ni mi mujer, ni mi hija, y que hasta mi pueblo habrá desaparecido del haz de la tierra. -Aflíjate la consideración, dijo don Quijote, de que dentro de cien años no vivirá ninguno de los hombres que hoy pueblan el globo, y no el temor personal de que dentro de cincuenta habrás perecido con tu mujer y tu hija. ¿Cuántos serán los que han muerto desde nuestro padre Adán hasta nuestros días? Hazme, Sancho, este cálculo curioso que no he visto en ninguna parte. -Desde nuestro padre Adán, respondió Sancho, habrán muerto hasta unos quinientos. -Unos quinientos Sanchos Panzas, puede ser, replicó don Quijote; y el mundo aún no se ve libre de ellos. ¿Qué sandez me tendrás guardada para mañana? ¿Ni lo grande de la escena, ni lo triste del paraje, ni los recuerdos que   -323-   este lugar despierta en la memoria te harán proponer una idea sensata? Di lo que quieras; mas yo he de impedir que se difunda error tan craso como el pensar que desde nuestros primeros padres hasta hoy no hubiesen muerto sino quinientas personas. ¿Los que se van recién nacidos; los que sucumben al año climatérico; los que no vencen los peligros de la pubertad; las víctimas del hambre y la peste; los que caen en el campo de batalla; los que se rinden a los sinsabores, congojas y miserias; todos estos, me parece, compondrán algo más que quinientos honrados difuntos? ¿Y cuántos se llevan las innumerables cohortes de enfermedades que nos tienen como sitiados de día y de noche? Desde que existe el género humano han desaparecido tantos hombres cuantos han de desaparecer hasta cuando el globo terrestre desocupe el espacio. Fenicios, babilonios, filisteos, todos se han desvanecido como sombras. Medos, persas, tirios se han disipado como vapor de agua. Griegos, romanos, judíos, nadie existe. Y nuestros padres mismos, ¿dónde están? ¿Los godos, los visigodos, los vándalos? Si se alzaran del sepulcro cuantos son los hombres que han vivido, y se vinieran hacia ti a darte la desmentida, ¿en qué pararas tú? Mira esa muchedumbre inmensa cómo surge de los abismos y se aproxima a nosotros llenando montes y valles; oye ese tropel profundo de los que en confusas legiones adelantan a decirte en tu cara que mientes cuando afirmas que desde el principio del hombre no han muerto sino quinientos individuos. -Haga vuesa merced que se dispersen y no lleguen, respondió Sancho, fingiendo una inquietud que realmente no sentía; sin necesidad de esa desmentida, creo y confieso que han muerto hasta hoy más personas que pelos tengo en la barba. -Déjalos llegar, repuso don Quijote, y verás lo que no has visto, y conocerás a los que no has conocido. Largo fuera el contar los pueblos y naciones que ya no viven. ¿Pues las ciudades? Babilonia; Tebas la de las cien puertas, Menfis, Amatonte, Gerra, y otras tan opulentas como célebres. Los arqueólogos rastrean hoy los lugares donde fueron, o un montón de piedras indica el sitio donde se levantó cada   -324-   una de esas magníficas moradas de los hombres. ¿Qué mucho si de Itálica no quedan sino estos vestigios trabajados por el tiempo, que desaparecerán a su vez? De Sagunto sobra menos, y nadie sabe dónde fue Numancia. Nuestros descendientes harán las mismas reflexiones, de aquí a dos o tres mil años, cuando en su melancolía contemplen los vestigios de las ciudades hoy vivas y robustas. Aquí fue Zaragoza, dirán unos; aquí fue Gades, dirán otros. ¿Oyes cómo la corneja rompe este silencio con su grito fatídico? Es el habitante de las ruinas, triste como la muerte. Vámonos, Sancho; el corazón se me está llenando de una tristeza que no es la mía. -Cuanto y más que ya obscurece, respondió Sancho, y añadió: ¿No puede el rey levantar y reedificar esta ciudad, y poblarla de nuevo como estaba antes?


-«El pueblo destruido, los muros trastornados
Nunca jamás non fueron fechos nin restaurados»,



respondió don Quijote con Gonzalo de Berceo, y salió de los escombros en busca de su caballo.



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ArribaAbajoCapítulo LIX

Que trata de la última aventura que le sucedió a nuestro buen caballero don Quijote


Aquí se le ocurrió de nuevo a Sancho Panza tentar el vado para su eterna pretensión de irse a su casa de buenas con su amo; y como hallase no tan mal templada la guitarra, salió del medio rebozo y dijo: «¿Si diésemos por concluidas nuestras aventuras, señor, y tornásemos a nuestro pueblo a vivir como hombres de bien y buenos cristianos? Harto hemos hecho por la fama; convendría ya que mirásemos un tanto por la felicidad doméstica. -¿Por no dar la última mano a la obra, respondió don Quijote, serías capaz de quedarte sin tu reino? ¿Ahora que todo está hecho quieres que nos volvamos a vivir como unos guardamateriales, o como poetas compungidos que pasan la vida mirando a las estrellas? -¿Es cosa mala ser poeta?, preguntó Sancho. -No digo eso; lo que digo es que es malo ser de los insignificantes e inútiles; de esos majaderos que no sirven ni a Dios ni al diablo. Mas ojalá que la poesía no faltara de ninguna de las profesiones, como no falta de la caballería andante. Tristán de Leonís, no solamente se regalaba con hacer trovas muy puestas en orden, sino también era gran tañedor de arpa. Tañendo y cantando infundió en el corazón de la reina Iseo el amor al cual sucumbieron uno y otro. Don Duardos, don Belianís de Grecia, don Olivante de Laura, el príncipe Rosicler eran   -326-   unos gerifaltes para esto de recuestar en verso a las damas. ¿Y Florambel de Lucea no puso a la princesita Griselinda a deshacerse por él, sin más que tocar su laúd «con tanta gracia y dolor», que las señoras que le estaban oyendo se pusieron a llorar de enternecidas y apasionadas? Gofre Ricel, trovador provenzal, se dejó morir de amor por la condesa de Trípoli, y se murió cantando su cuita. ¿Pues Nuño Vero?


«Nuño Vero, Nuño Vero,
Buen caballero probado,
Hinquedes la lanza en tierra
Y arrendedes el caballo».



Este caballero tan probado hincaba la lanza en tierra, arrendaba el caballo, y eran cosa de oír las entonaciones amorosas de su laúd y las trovas con que gemía al pie de las ventanas de su dulce amiga. Una amable necesidad nos pone muchas veces en el artículo de sacrificar a las Musas, como cuando en un castillo alguna enamorada princesa nos canta por la noche en el jardín sus gratos dolores. ¿Qué harías tú en semejante caso? -Si me sé acordar, respondió el escudero, en un cumpleaños de mi hija Marisancha hice unos versos de poner con pórlogo en libro. -Con pórlogo, biografía del autor y muchas laudatorias, amigo Sancho Panza, según el estilo del día. Por desdichado que seas, admiradores no te han de faltar. Aún puedes hacer otra cosa, y es un cambio de biografías con un compadre tuyo, como ya lo hemos visto: el hace la tuya, tú haces la de él, y nada se quedan vuesas mercedes a deber en las cucamonas. Insinuaste poco ha que en cierta ocasión habías hecho versos; ¿no me has confesado que no sabías ni leer ni escribir? -No los escribí con pluma, señor; no hice sino afilarlos en la memoria, de modo que cuando llegase la oportunidad saliesen sin pisarse entre ellos y en buena formación. -¿Y qué tales?, preguntó don Quijote. -Como si los hubiera hecho adrede, respondió Sancho; silbaditos y melosos. ¿No es el modo de hacerlos ir contando en los dedos y dándose de calabazadas? -Así trabajan los tontos,   -327-   respondió don Quijote; y sudan, y pierden el sueño, y amanecen con unas ojeras que da lástima. -Con ojeras yo no amanezco, replicó Sancho; pero así los compuse. -Mal año para ti y para todos los que poetizan como tú. Apolo viene por sus pasos, y no se le arrastra como al degolladero. Aun cuando algunos tengan facilidad para metrificar, y aun cuando el vulgo necio los llame poetas, no lo son. La poesía no está fuera del hombre; está dentro de él mismo: inteligencia y sensibilidad, excitadas divinamente por los genios de la belleza y el amor, esto es poesía. El ingenio, cosa muy diferente del genio, puede llegar a mucho, es verdad: los aritméticos tienen ingenio; ingenio árido, sin jugo bienhechor, que no paladeamos sino con trabajo y disgusto. La poesía es húmeda, olorosa; está manando de una fuente viva; en sus ondas se rejuvenecen y embellecen los hijos de las Musas. Poesía es la perfección del alma: elevación de pensamientos, profundidad de sensaciones, delicadeza de palabras; luz, fuego, música interior, esto es poesía. Hay quienes a esfuerzos de su mediana inteligencia, pujando toda la noche, metrifican mal que bien; ésos serán máquinas de hacer versos. -Según esto, dijo Sancho, ¿yo soy máquina de hacer versos? -¿Haslos compuesto en gran número? -Hasta unos seis. -¿Pues qué diablo de máquina has de ser? Si te callas, Sancho, te concedo más numen poético que a Juan de Mena; ni es tiempo de oír sandeces tuyas, pues aventura tenemos».

Habiendo cruzado la aldea de Santi Ponce, oyeron en una casita el rasgar de una guitarra, junto con la voz más tuna que jácaro ha levantado en ningún tiempo. Era una jira o festín campestre en que unos buenos frailes de San Francisco se estaban holgando con media docena de muchachas alegres de Sevilla. Detuvo don Quijote su caballo a veinte pasos de la francachela, y después de contemplarlos en silencio y como admirado durante cinco minutos, sin decir palabra arremetió con ellos a todo el correr de Rocinante. Sorprendidos los frailes, no tuvieron tiempo de ponerse en guardia ni de ver lo que les pasaba, y echaron a huir por esos trigos arremangándose los hábitos   -328-   al tiempo que se ponían en cobro. Aquel con quien topó la lanza de don Quijote, cayó en tierra, asustado más que herido; y como el caballero se aprestase a cortarle la cabeza, se puso en pie con indecible agilidad. Don Quijote le ofreció la vida como hiciese juramento de ir a presentarse a la sin par Dulcinea; mas como al buen religioso le pareció contra la conciencia jurar falso, pues no había él de ir a presentarse a Dulcinea chica ni grande, se negó a lo que su vencedor mandaba, declarando que antes de jurar tal cosa perdería mil veces la vida. «Pues ahora os vendréis conmigo, dijo don Quijote, y yo sabré para qué penitencia os guardo». Mandole en seguida montarse a las ancas de Rocinante, cosa en la cual tampoco vino el fraile. Ciego de cólera nuestro caballero, le amenazó, lanza en ristre, con pasarle de parte a parte si no obedecía al punto. Cogido de un miedo cerval, se alzó el habitillo el padre, y buenamente se acomodó en las ancas con su gorro a la turca y el cogote al aire. Cuando Sancho Panza hubo caído en la cuenta de que no era batalla de peligro, había echado pie a tierra y dedicádose sin reparo a una canasta de bizcocho y un frasco de aguardiente, y los estuvo acariciando hasta cuando su señor le mandó montar a caballo; orden que fue obedecida sin el menor refrán, observación ni pregunta, cosa rara en uno como Sancho. «¿Qué te parece, dijo don Quijote andando ya, que hagamos de este sarraceno? -No veo, respondió Sancho, por dónde este buen francisco venga a ser sarraceno. Lo que debiéramos hacer fuera entregarlo a su comunidad, y allá su perlado le infrinja el castigo merecido por estas borracherías. -Ya te dejaste decir infrinja; otro despropósito, replicó don Quijote. Lo que quisiste decir fue imponga; pues el verbo infligir mismo ha caducado en nuestra lengua. Ha de haber mucha oportunidad y elegancia en un anacronismo para que pueda pasar; sírvate de regla esta observación, y no digas perlado, sino prelado. -Yo no entiendo de arnaconismos, dijo Sancho, ni sé de verbos sino que el Verbo divino se encarnó en las purísimas entrañas de María por obra, y gracia del Espíritu Santo. -Eso no hay quien lo quite, respondió don Quijote.   -329-   En lo de llevar, como dices, a este religioso a su convento, no me parece mal; aunque su perlado le mandará, por castigo, de visitador a una provincia. Tú vas a ver lo que hago». Como en esta sazón llegaban al monasterio que se levanta a poco trecho de Sevilla, ni por Dios ni por el diablo se hubiera mostrado allí el fraile en postura semejante. Echadas bien sus cuentas, saltó en un pronto del caballo, y entre los árboles y los laberintos de aquel vasto edificio desapareció como una visión, dejando pasmado a don Quijote.



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ArribaCapítulo LX

Donde el historiador da fin a su atrevido empeño, no de hombrearse con el inmortal Cervantes, ni de imitarle siquiera, sino de suplir, con profundo respeto, lo que a él se le fue por alto


Por la primera vez en el curso de las aventuras, no quiso don Quijote seguir adelante; ni Sancho Panza viniera en ello, siendo él uno que no gustaba de andar de noche, ni de pasar un día sin dos comidas por lo menos. Como casi en todos los monasterios sitos en el campo, en éste se da posada al caminante, cuando la tarde o la lluvia le obligan a llamar a sus puertas. Había cuarto de forasteros y un hermano destinado a cumplir los deberes de la hospitalidad. Apeose Sancho y dio sus aldabazos en la puerta, de orden de su señor; a cuyos golpes acudió el portero, un buen lego rezongador y dormilón. «¿Quién me viene a romper la puerta a media noche?, dijo desde adentro. -¡Yo soy, hermano! Abra vuesa reverenda, y sabrá cosas que le han de admirar. -¿Quién es yo? Fray Aniceto me tiene mandado no abrir a nadie que no de su nombre. -¿Será también preciso dar la edad y el seso?, replicó Sancho. Pues sepa su reverenda que soy Sancho Panza, del género masculino, cuarenta y cinco años, poco más o menos, y por oficio, escudero de don Quijote de la Mancha. -Seso es una cosa y sexo otra muy diferente, dijo don Quijote. Pregúntale a ese buen padre si fray Aniceto le tiene también mandado tenernos cinco horas retoñando en la humedad   -331-   antes de abrirnos. -¡No dije seso, sino sexo, hermano portero!, gritó Sancho: con este pasaporte, ya puede vuesa reverenda darnos entrada». Abrió el lego, con gran crujir de llaves y cerrojos: dejando sus bestias al cuidado de un mozo que allí vino, caballero y escudero se internaron en el caserón, conducidos por un donado que los llevó al aposento de huéspedes. Allí fueron servidos con mucha caridad y amor, si bien de manjares sencillos, según costumbre de las comunidades religiosas. «Vuesa merced dispense, dijo el hospedero a don Quijote, la regla nos prohíbe el vino; y por ser viernes, ni carne hemos podido presentarle. -No es necesaria, respondió don Quijote. Si vuesas paternidades se abstienen por observancia, el caballero andante prescinde de todo regalo en virtud de su profesión y su temperamento. Buenas son todas las cosas, y mejores mientras más naturales, como sean limpias. Vuesa paternidad ha hecho todo con hacer lo que ha podido.

-Favor de vuesa merced», dijo el fraile, y despidiéndose en latín, Pacen relinquo vobis, desapareció por esos claustros. Había fallecido el día anterior uno de esos que se llaman padres graves, fraile octogenario, la historia viva y el respeto del convento. Los dobles eran continuos por el mismo caso, y ese triste campaneo en el silencio del campo y la obscura soledad del anchuroso edificio hubieran infundido melancolía en el corazón más ajeno al afecto de la muerte. Don Quijote sintió una como tristeza funeraria; y no pudiendo ocuparse en obras más ruidosas, le pasó por la cabeza hacer su testamento y tenerlo prevenido para el trance inevitable. Este buen hidalgo experimentaba a menudo grandes conmociones interiores de piedad; aun cuando hubiese muerto loco, no habría olvidado las prácticas de los católicos, siendo, como era, muy adicto a la religión de sus mayores. «¿Qué te parece, Sancho, dijo, si ahora que todo nos está hablando de la tumba, hiciese yo mi testamento, para asegurar este negocio? En tanto que tú duermes, podré fijar por escrito mis disposiciones; y a efecto de imitar al Cid Rui Díaz, explayaré mi voluntad en verso, según te lo insinué mucho antes de ahora. -¿Qué muerte dice vuesa merced, señor don Quijote,   -332-   respondió Sancho, cuando hay todavía en vuesa merced vida para un emperador? Pero es también cierto que del pie a la mano la lía el más sano; y así no me parece diligencia excusada ese buen testamento, como se me deje dormir y no se olvide al escudero en la obrita. -Es cosa mía, repuso don Quijote; figurarás en tu lugar según tus merecimientos». Acostándose Sancho Panza, entró de lleno en materia, porque sin preámbulos ni pórlogos le cogió por la mitad al sueño, con tal gana, que si don Quijote le hubiera dado de patadas en ese instante, él no se hubiera despertado. Sudó poco el hidalgo en su piadosa tarea, como quien tenía buena disposición intelectual y un cierto despejo en sus locuras; de donde resultaba que sus obras eran fáciles y pergeñadas. Cuando tocaban a maitines, y los frailes, calada la capilla, iban saliendo con lento paso de sus celdas, se llegó don Quijote a su escudero, y le hizo sentarse, quiera o no quiera, para que le oyese. Perezoso y desmelenado cedió el buen hombre a las impertinencias de su amo, por no encenderle de ira y hacer se apalear en la cama. Entre dormido y despierto fue el oyente del testador, bostezando de modo que dejaba ver la campanilla. «Tú sabes, dijo don Quijote, que el Cid Rui Díaz... ¡Deja de bostezar, camueso! A nadie le comunico mis ideas para hacerle dormir. -Barba pone mesa, que no pierna tiesa, respondió Sancho, despertándose del todo, como uno que sabía que de la cólera al palo no había mucha distancia en don Quijote. Prosiga vuesa merced, ya tengo media vara de oreja tendida. -Tú sabes que el Cid Rui Díaz puso esta cláusula en su testamento:


«Ítem: mando que no alquilen
Plañideras que me lloren:
Bastan las de mi Jimena,
Sin que otras lágrimas compre».



Pues por aquí yo digo:


Ítem: mando no dispongan
Que me lloren plañideras:
Al llanto ajeno renuncio,
Si me llora Dulcinea.



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Y para mayor abundamiento añado:



Rocío serán sus lágrimas
Que mis lauros humedezcan:
Las compradas poco valen,
Yo ambiciono las sinceras.
Del amor el pecho es nido,
El dolor en él se sienta:
La que ama, la que padece,
Desde el corazón las echa.
Y las que surgen a impulsos
Desa celestial dolencia,
Alivian a quien las vierte,
A quien las causa consuelan.
Para un amante es muy grato
Que su adorada padezca,
Si su amable pesadumbre
Esperanza, dicha encierran.
Esas lágrimas que inundan
A la que en mí se desvela,
Para mí son un trofeo,
Me subyugan y me alegran.
Las hay empero que nunca
Las congojas aligeran:
El amor llorando crece,
Llorando el amor se aumenta.
Llorar a tanto por lágrima,
Eso es vender la conciencia:
Ni se compran ni se venden
Nuestras afecciones tiernas.
¿Para las cosas del alma
Precio alguno hay en la tierra?
Llorar de amor es muy dulce:
Llore, llore Dulcinea.

Ítem: mando que mis armas
En mi tumba se suspendan;
Ni ella tenga otros adornos
Que mi coraza y mis grebas,
Coronas para la virgen,
La lira para el poeta,
Para los sabios el libro,
-Cada cual tiene su emblema.
En vida y en muerte al héroe
Su espada le representa:
La mía cuélguese al árbol
Que mi sepulcro sombrea.
En las edades venturas
Dirán con respeto al verla:
Esta fue una muy gloriosa;
Nadie a tocarla se atreva.
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La mano que la empuñaba
La meneó con destreza:
Al oprimido, al inerme
Socorrer era su tema.
¡Qué invencible caballero
El señor que la maneja!
Pura bondad con el bueno,
Con el malo cosa horrenda.
Al postrado le levanta,
Allí su tuerto endereza.
Si un soberbio da en sus manos,
Le castiga la soberbia.
A su sombra puesta en salvo
La viüda se contempla:
Huerfanillo, ése es tu padre;
Ése es tu hermano, doncella.
Mi capacete, mi yelmo,
Mis brazales, mi babera,
Mis manoplas, mi loriga
Pónganse dentro la reja.
Y si la gloria me prende
Una lámpara perpetua,
Arderá junto a la llama
Que de mis armas se eleva.

Ítem: mando que construyan
Una pirámide egregia
Do repose mi caballo
Para su memoria eterna.
Esto es si no se le erige
Una ciudad estupenda,
Como ya hizo para el suyo
El gran capitán de Grecia.
Legado honroso y amable
Que obliga a los que me heredan:
Si mucho pedir es esto,
Hágase lo que se pueda.
Pero en menos no consiento
Que en oro su imagen bella
Se labre, y en un museo
Con grande honor se le tenga.
Si se llamó Bucefalia
La ciudad de aquella pieza,
La ciudad de Rocinante
Se llamará Rocinecia.
Y como van peregrinos
Los turcos hacia la Meca,
Seguirán los caballeros
De Rocinante la estrella.
Mi caballo, ¡mi caballo!,
Mucho el dejarte me pesa;
Pero no puedo llevarte
Do la eternidad me lleva.
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Siempre con bien me has sacado
De la batalla sangrienta:
Sobre ti nunca he temido
Tomar sobre mi una empresa.
Humilde para tu dueño,
Alto y soberbio en la guerra,
En el andar ¡qué constancia!,
En el comer ¡qué modestia!
La triste menuda grama
Te bastaba en la floresta,
Y aun menos si sucedía
Que durmiéramos en venta.
Como animal, todo esfuerzo;
Como amigo, a toda prueba:
Lealtad y simpatía,
Gratitud y consecuencia.
Tomad, hombres, el ejemplo
Desta incomparable bestia:
Grandes sed, pero sufridos;
Sacad fuerzas de flaqueza.

Ítem: mando que los quintos
El completo de mi hacienda
A Sancho Panza se entreguen
Por premio de su asistencia.
Los salarios son aparte,
En los quintos eso no entra;
El precio de su trabajo
A nadie se le descuenta.
Escudero decidido
Como pocos en la tierra:
Si yo con hambre, él con hambre;
Si yo peleo, él pelea.
En el vaivén de la noble
Profesión caballeresca,
Siempre a mi lado mostrando
Virilidad y firmeza.
Necesidades, fatigas,
Manta, palos y refriegas,
En la impavidez de su alma
Cualquier trabajo se quiebra.
Comer, si quiere la suerte;
Dormir, si tiempo nos queda;
En este sinfín de angustias
Mi escudero ni una queja
Escudero, ¡mi escudero!,
Para ti no hay recompensa;
Según lo que tú mereces
No hay cosa que no merezcas.
Hecho el desfalco del quinto,
Esa manda satisfecha,
A mi sobrina le toca
Lo restante de mi hacienda».



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Se le fueron las lágrimas a Sancho Panza a las últimas cláusulas, y no halló términos con qué manifestar su agradecimiento a su señor. Como hubiese aclarado del todo, caballero y escudero salieron a misa, ya de buenos cristianos, ya por no escandalizar con partirse sin oílla. En el ínterin se les metió en el cuarto un fraile husmeador, que así de vana y baja curiosidad, como de malicia, todo lo inquiría y requería por si algo sacaba en su provecho, siendo como era el más ruin y mal intencionado, no solamente de esa, sino de todas las comunidades. Era este fraile el hermano José Modesto. Embaidor y socarrón, cuando no tenía entre manos una picardía, no le faltaba una burla que hacer a sus hermanos y superiores. Con esconder el brazo desde luego, y con negar si era descubierto y jurar por Dios Nuestro Señor, todo estaba hecho para él. Arrugado, amarillo, sus ojos triangulares y vidriosos no miran jamás en línea recta. Malo como feo, este santo hombre no carece de ingenio, y se aprovecha de él cuanto puede en daño de sus semejantes. Entró, como queda dicho, el hermano José Modesto al cuarto de don Quijote, vio un papel sobre la mesa, lo leyó, y tras una sonrisa diaboluna por entre la cual comparecían las teclas de piano viejo que le sirven de dientes, después de un rato de meditación, agregó de muy buena letra al testamento de don Quijote la cláusula siguiente:


Ítem más: si con el tiempo
A ser andante viniera
Alguno de mi prosapia
Que de la nada aún no llega,
Mando que para escudero
A Sancho Panza se atenga,
Porque a lo fiel, a lo honrado
Añade éste la experiencia.
Y en alcanzando el imperio
Que al buen andante le espera,
Hágale conde o gran maestre:
Así don Quijote premia.