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- XVI -


Sola y fugitiva en la selva


En nuestra zona, cuando el cielo está limpio de nubes, las estrellas despiden tanta luz que reemplaza a la de la luna; merced a ella Cumandá pudo guiarse fácilmente en su fuga. Caminó largo trecho formando ángulos entre las márgenes del río y el fondo del bosque. Halló un arroyo, y le pareció buen expediente, para hacer que desaparezcan del todo sus huellas, el caminar otro largo espacio por dentro de él. Luego tomó la ribera del Palora y descendió por ella rectamente; y volvió a dejarla cuatro veces, y otras cuatro tornó asimismo a caminar por sus arenas. Esta manera de caminar alargaba el trayecto; pero con ella pretendía la joven desorientar a los jívaros que luego se lanzarían en su persecución; y que tienen el instinto del galgo para seguir una pista.

Las monótonas voces de los grillos y ranas turbaban el silencio del desierto; de cuando en cuando cantaba la lechuza, o el viento azotaba gimiendo las copas de las palmeras, o se escuchaba el lejano ruido de algún árbol que, vencido por el peso de los siglos y ahogado por las lianas, venía a tierra, estremeciendo el bosque y destrozando cuanto hallaba al alcance de su gigantesca mole. Los micos, los saínos, las aves al sentir ese terremoto de sus moradas, huían golpeándose entre las ramas y dando chillidos de espanto. Mas a poco se restituía la calma, y sólo quedaba la desapacible música de los reptiles y bichos, hijos del agua y del cieno, que no cesan de zumbar y dar voces en diversos términos durante el imperio de las nocturnas sombras. Los fuegos fatuos se enredaban entre los matorrales y desaparecían, o vagaban un instante sobre las aguas estancadas e inmóviles. Millares de luciérnagas recorrían lentas el seno tenebroso de la selva, como pequeñas estrellas volantes; a veces se prendían en la suelta cabellera de la joven fugitiva o se pegaban a su vestido como diamantes con que la misteriosa mano de la noche la engalanaba. Otras veces no eran los luminosos insectos los que brillaban, sino los ojos de algún gato montés que andaba a caza de las avecillas dormidas en las ramas inferiores o en los nidos ocultos en la espesura. Cumandá se asustaba y huía de ellos, apretando contra el pecho el amuleto haciendo una cruz. El cansancio la obligaba en ocasiones a detenerse, y arrimada al tronco de un árbol dejaba reposar algunos minutos los miembros que empezaban a flaquear con el violento ejercicio: pero una fruta pasada de sazón cedía al breve impulso del céfiro nocturno, y descendía desde la alta copa del árbol golpeándose de rama en rama hasta dar en el hombro de la joven, la cual no miraba este sencillo suceso como obra de la naturaleza que hacía caer esa castaña o esa uva silvestre para el alimento de los animales que rastrean el suelo todas las mañanas, y aun del hombre perdido en las selvas, sino como el aviso de algún genio benéfico para que siguiese caminando y huyese más aprisa de la tribu de los paloras. Dejaba entonces el grato arrimo y se echaba a andar con nuevo vigor, pues le parecía escuchar las pisadas de sus perseguidores que se acercaban. No sabía, entretanto, dónde estaba ni cuánto se había alejado del punto de donde partió; sin embargo, iba siempre por la margen del río y no podía dudar que había caminado mucho.

En una de las veces que la fatiga la obligó a sentarse en las bambas de un matapalo, observó que el tronco recibía una luz pálida e indecisa, diferente de la luz de las estrellas; alzó los ojos a verlas y las halló un tanto descoloridas y el manto de la noche no poco cambiado de tinte, y las copas de los árboles menos confusas. Advirtió que rayaba la aurora y sintió que con ella recibía su alma algún alivio. Cuando la claridad fue mayor, se limpió el sudor con las tibias aguas de una fuentecilla, y viéndose en sus cristales arregló el cabello de manera que no se le enredase en las ramas, recogió mejor los vestidos con las espinas de chonta y el cinto de jauchama, y emprendió la continuación de la fuga. El recuerdo de que a esa hora probablemente advertirían los jívaros la muerte de Yahuarmaqui y la desaparición de ella, aligeró sus pasos.

Quince días antes amaneció junto a Carlos, presa por los moronas, después de haber andado, prófuga también, gran parte de la noche. Entonces la animaba la presencia del amado extranjero; ahora, además del temor de dar en manos de los bárbaros, la anima asimismo la esperanza de volver a verle, de volver a juntársele quizás para siempre. Con la imagen de Carlos en el corazón salió de la cabaña, con ella vagó en la oscuridad de la noche, con ella le ha sorprendido la luz de la mañana. Su pensamiento es Carlos, su afecto Carlos, Carlos su esperanza, Carlos su vida. Cada paso que da la acerca a él; cada hora que transcurre la aleja de la muerte y aproxima a la salvación. Crece la diurna luz, y crece juntamente la expansión del ánimo; a medida que el sol sube a los cielos, se levanta el espíritu a las regiones de una dulce consolación. Si no fuese imprudencia y la fatiga no lo impidiese, la inocente joven cantaría como en otras mañanas más felices al acercarse al arroyo de las palmas; pero mentalmente recorre las sencillas notas de sus predilectos yaravies. Toda la naturaleza la convida a acompañarla en sus magníficas armonías matinales: hay gratísima frescura en el ambiente, dulces susurros en las hojas, suave fragancia en las flores; y una infinidad de aves gorjean, pían o cantan, y otra infinidad de mariposas de alas de raso y oro dan vueltas incesantes, cual si en aérea danza siguiesen los caprichosos compases de aquella maravillosa orquesta de la selva.

En esos momentos Cumandá se olvida de todo peligro y dolor; no es posible conservarlos en medio de esa fiesta de la naturaleza; su corazón está en concordancia con la frescura del ambiente, y el susurro de las hojas, y la fragancia de las flores; lo está con las aves que trinan, con las mariposas que danzan, con toda la belleza de la mañana en la soledad del bosque tropical, con todo el esplendor del cielo en las regiones por donde el astro, padre de la luz, transita todos los días.

Un pabellón de lianas en flor intercepta el paso a la doncella prófuga; es preciso abrir esas cortinas para facilitarse el camino; ábrelas con grave sorpresa de un enjambre de alados bellos insectos que se desbandan y huyen; pero en el fondo de tan rica morada duerme encogida en numerosos anillos una enorme serpiente, que al ruido se despierta, levanta la cabeza y la vuelve por todas partes en busca del atrevido viviente que se ha aproximado a su palacio. Asústase Cumandá, retrocede y procura salir de aquel punto dando un rodeo considerable.

Tras las lianas halla un reducido estanque de aguas cristalinas; su marco está formado de una especie de madreselva, cuyas flores son pequeñas campanillas de color de plata bruñida con badajos de oro, y de rosales sin espinas cuajados de botones de fuego a medio abrir. Por encima del marco ha doblado la cabeza sobre el cristal de la preciosa fuente una palmera de pocos años que, cual si fuese el Narciso de la vegetación, parece encantada de contemplar en él su belleza. La joven embelesada con tan hechicero cuadro, se detiene un instante. Siente sed, se aproxima a la orilla, toma agua en la cavidad de las manos juntas, la acerca a los labios, y halla que es amarga y fétida.

Deja a la izquierda la linda e ingrata fuente, y continúa siguiendo el rumbo de la fuga con ligero paso. El sol se ha encumbrado gran espacio y la hora del desayuno está muy avanzada.

Cumandá siente hambre; busca con ávidos ojos algún árbol frutal, y no tarda en descubrir uno de uva camairona a corta distancia; se dirige a él, y aun alcanza a divisar por el suelo algunos racimos de la exquisita fruta; mas cuando va a tomarlos, advierte al pie del tronco y medio escondido entre unas ramas un tigre, cuyo lomo ondea con cierto movimiento fascinador. La uva atrae al saíno, al tejón y otros animales, y éstos atraen a su vez al tigre que los acecha, especialmente en las primeras horas de la mañana. La joven, que felizmente no ha sido vista por la fiera, se aleja de puntillas y luego se escapa en rápida carrera.

¡Cuántos desengaños en menos de medio día! ¡Serpientes entre las flores, amargura insoportable en los cristales de una fuente, fieras al pie de los árboles que derraman sabrosos y nutritivos frutos! La naturaleza presenta imágenes de la sociedad hasta en los desiertos, donde por maravilla respira algún ser humano. La inocente Cumandá no puede hacer esta aplicación moral de las contrariedades que halla en su camino, pero se entristece en sumo grado tomándolas por augurios de su futura suerte. Al fin unos hongos dulces y el blando cogollo de una tierna palma sacian el hambre de la prófuga. Pero hásele aumentado la sed, y no halla arroyo donde apagarla; en vano busca algunas gotas de agua en los cálices de ciertas flores que suelen conservar largas horas el rocío: el sol es abrasador y los pétalos más frescos van marchitándose como los sedientos labios de la joven; en vano prueba repetidas veces las aguas del Palora; este río no es querido de las aves a causa de lo sulfúreo y acre de sus linfas, y los indios creen que el beberlas emponzoña y mata.

Es más de medio día y el calor ha subido de punto. Parece que la naturaleza, sofocada por los rayos del sol, ha caído en profundo letargo: ni el más leve soplo del aura, ni el más breve movimiento en las hojas, ni una ave que atraviese el espacio, ni un insecto que se arrastre por las yerbas, ni el más imperceptible rumor... Es la calma chicha del océano de las selvas; es una inmovilidad indescriptible; es la ausencia de toda señal de vida; es la misteriosa sublimidad del silencio en el desierto. Creeríase que se ha dormido en su seno alguna divinidad, y que el cielo y la tierra han enmudecido de respeto. No obstante, de cuando en cuando atraviesa el bosque un gemido, o una voz sorda y vaga, o un grito agudo de dolor, o un sonido metálico y percuciente. Tras cada una de esas rápidas y raras voces de la soledad se aumenta el silencio y el misterio, y el espíritu se siente sobrecogido de invencible terror.

Cumandá desfallece; sus pasos comienzan a ser vacilantes e inseguros, y los ojos se le anublan. Casi involuntariamente se recuesta sobre el musgo que cobija las raíces de un árbol, y busca en el fondo de su alma la virtud de la resignación al triste fin que juzga inevitable; pero le es difícil hallarla, porque su corazón clama como nunca por la vida, ahora que camina huyendo de la muerte hacia donde espera abrazar al objeto de su pasión y de todas sus aspiraciones. ¡Cómo! ¡ah! ¡cómo perecer lejos de Carlos, cuando quizá dos días después halle en sus brazos la plenitud de la dicha tantas veces soñada y por la cual delira! Este pensamiento rehace las fuerzas morales de la hija de Tongana, y ese rehacimiento la vigoriza algún tanto el cuerpo. Acuérdase al mismo tiempo de haber oído a un salvaje cómo una vez descubrió una fuente para apagar la sed: cava la tierra, mete la cabeza en el hueco y atiende largo espacio.

-Por ahí... ¡ah! si no me engaño -murmura. Y en el acto se dirige a un punto algo distante del amargo río. Repite la observación por dos veces en cada una de las cuales se detiene menos. Al fin llega a un lugar donde se levantan del suelo húmedo unas matas bastantes parecidas a la menta. En medio de ellas hay una charca, y en ésta habitan unas ranas cuyo grito, aunque leve, alcanzó a percibir Cumandá. Bebe de esas aguas hasta saciarse, y siente singular alivio. ¡Oh cuánto más benéfico es ese humilde depósito del refrigerante líquido, que el gran caudal del Palora, donde no pueden humedecer el pico las sedientas avecillas!...

Mas al Palora se dirige otra vez la joven tomando un camino oblicuo de aquellos anchos y limpios que, con admirable industria, abren las hormigas por espacio de largas leguas, y logra adelantar bastante en su fuga. Descansa un momento en la orilla, mientras mide con la vista la anchura del cauce en que se mueven las ondas pausadas y serenas, y reflexiona sobre el punto más a propósito donde conviene arribar al frente. Échase a nado en seguida y en pocos minutos está en la margen opuesta, por la cual sigue andando más de una hora. Los pies se le han hinchado y lastimado con tan larga y forzada marcha; los envuelve en hojas de matapalo, buenas para calmar la inflamación y los dolores, en el decir de los indios; cambia las sandalias, que se le han despedazado, con otras que improvisa de la corteza de sapán, y torna a caminar.

Viene la noche acompañada de brillantes estrellas, como la anterior, y la virgen de las selvas, con breves intervalos, en los que se ve obligada a descansar, no obstante el anhelo de adelantar más y más en la fuga, marcha entre las sombras, cuidando siempre de no llevar vía recta, sino de zetear como lo había hecho en la otra margen del río. Luce el alba, brilla un nuevo día, y se repiten algunas escenas de la víspera; pero Cumandá no pasa por tantos peligros, si bien el cansancio la abruma y crece el dolor de los lastimados pies. Con todo, conoce que ha adelantado mucho, y que se avecina al antiguo hogar de sus padres, abandonado a la sazón, desde donde piensa cruzar la selva por la derecha en busca de Andoas, o a lo menos de algunas de las chacras que sus habitantes poseen en la orilla del Pastaza.

Faltan cuasi dos horas para la noche, y ha habido en el cielo un cambio súbito, de esos tan frecuentes en la zona tórrida; está cubierto de negras nubes, y acaso sobrevendrá la tempestad, y al fin llegarán las sombras nocturnas sin ninguna estrella. En efecto, óyese a lo lejos un trueno sordo y prolongado; a poco otro y luego un tercero más cercano. Violentas ráfagas de viento que vienen del Este sacuden las copas de los árboles, que lanzan rumor bronco y desapacible, semejante al del primer golpe del aluvión que arrebata las hojas secas de la selva, o al de las olas del mar que ruedan tumultuosas sobre la arena de la orilla y se estrellan en las rocas; o bien se cruzan en la espesura y dan agudos y prolongados silbos chocando y rasgándose en los troncos y ramas. Una lluvia de hojas desciende de las bóvedas del bosque; pero el viento las toma en sus alas y las levanta otra vez en raudo remolino por encima de todos los árboles, para dejarlas caer en otro punto distante. Cumandá se compara a sí misma a una de esas hojas y suspira tristemente...

El estado de la atmósfera y el temor de una noche tenebrosa alarman a la virgen del desierto; mas por dicha advierte que la parte de la selva por donde camina está bastante desembarazada de rastreras malezas y le es algo conocida, y aunque el trayecto que debe andar es muy largo todavía, cree que no le será difícil seguirle, no obstante la oscuridad, hasta las cabañas de su familia. Además, puede decirse que la oscuridad es menos oscura siempre para los ojos de un salvaje. Multitud de aves se acogen piando al abrigo de sus nidos o de sus pabellones de musgos y lianas, y una partida de micos mete una espantosa bulla al saltar de rama en rama en la precipitada fuga en que la pone la tempestad. Las nubes han bajado hasta tenderse sobre la superficie de la selva como un manto fúnebre; las sombras se aumentan y comienza la lluvia. La primera descarga suena estrepitosa en los artesones de verdura, y sólo desciende hasta el suelo tal cual gota acompañada de la hoja que se desprendió con ella. Pero en seguida el cielo del bosque arroja el agua que recibió de las nubes, y la tempestad de abajo es más recia que la desencadenada encima. Hojas, ramas, festones enteros vienen a tierra; luego son árboles los que se desploman, y aun animales y aves que han perecido aplastados por ellos o despedazados por el rayo que no cesa de estallar por todas partes. Por todas partes, asimismo, corren torrentes que barren los despojos de las selvas, y los llevan arrollados y revueltos a botarlos a los ríos principales. Cumandá se ha guarecido bajo un tronco, único asilo para estos casos en aquellas desiertas regiones; de pie, pero medio encogida en su estrecho escondite, el espanto grabado en el semblante, temblando como una azucena cuyo tallo bate la onda del arroyo, y puestas ambas pálidas manos sobre la reliquia que pende del cuello, siente crujir la tierra y los árboles a su espalda y a sus costados, y gemir uno tras otro los rayos que se hunden y mueren en las ondas que pasan azotando la orilla en que descansan sus plantas. Nunca había visto espectáculo más terrible e imponente, ni nunca se halló, como ahora, por completo sola en esas inmensas regiones deshabitadas, cercada de sombras densas y amenazada por las iras del cielo, cuyo favor invocaba con toda el alma.

Una hora larga duró la tempestad. Cuando cesó del todo, la noche había comenzado, y era tan oscura que aun la vista de una salvaje apenas podía distinguir los objetos en medio del bosque. A los relámpagos siguieron las exhalaciones que, rápidas y silenciosas, iluminaban los senos de aquellas encantadas soledades. Al sublime estruendo de los rayos y torrentes sucedió el rumor de la selva, que sacudía su manto mojado y recibía las caricias del céfiro, que venía a consolarla después del espanto que acababa de estremecerla. Las plantas, como incitadas por una oculta mano, erguían sus penachos de tiernas hojas, y los insectos que habían podido salvarse de la catástrofe levantaban la voz saludando la calma que se resistía a la naturaleza. Algunas aves piaban llamando al compañero que había desaparecido, y que ya no volverían a ver ni con la luz del día; el bramido del tigre sonaba allá distante, como los últimos tronidos de la tormenta. ¡Qué rumores, qué ruidos, qué voces! ¡Quejas, frases misteriosas, plegarias elocuentes de la creación elevadas a Dios, que ha querido conmoverla con un tremendo fenómeno que ni la lengua ni el pincel podrán nunca bosquejar!...

El cielo comenzó a despejarse, y algunas estrellas brillaban entre las aberturas que dejaban las negras nubes al agruparse al Oeste, como magníficos diamantes en el terso pecho de joven viuda, cuando levanta algún tanto el crespón que la cubre. Con esta escasa luz que apenas penetraba la espesura, resolvió Cumandá seguir su camino. Hizo bastón de una rama y empezó a dar pasos como una ceguezuela. Conocía la dirección que debía llevar y fiaba en su admirable vista, que luego acomodada a las sombras la permitiría andar más libremente; pero, con todo, jamás se había visto rodeada de mayores obstáculos ni abrumada de más grave angustia. Aquí se atollaba en el fango que dejaron las aguas detenidas; allá daba con los restos de una zarza espinosa que le desgarraban los pies; luego un ceiba gigante caído pocos momentos antes la obligaba a dar un gran rodeo; y, por último, tuvo que vadear con inminente peligro un río que ella conoció pobre arroyuelo, y que las aguas de la tempestad le habían ensoberbecido y puesto temible. Pero este encuentro le fue al mismo tiempo consolador, porque conoció que sus cabañas estaban ya a corta distancia: ¡cuántas veces vino a este arroyo a llevar agua en la calabaza suspendida de una correa de jauchama!

En adelante anduvo con mayor desembarazo; a quinientos pasos del arroyo halló la sementera de yucas, después la hermosa hilera de plátanos, tras ella las cabañas, cabañas pocos días antes tan animadas, alegres y llenas de dulce paz, ahora abandonadas, tristes, silenciosas como la muerte, y dominadas por una paz que infundía dolor. Al verse delante de ellas Cumandá no pudo contenerse: el más agudo pesar le rasgó las entrañas; se arrimó a una de las puertas, ocultó el rostro con ambas manos y soltó el llanto, exhalando quejas lastimeras que turbaron el silencio de la soledad y fueron repetidas por los ecos del río y de la selva: no llora con más ternura ni se queja en voz más lúgubre la tórtola junto a su nido vacío. No quiso penetrar en el aposento de sus padres, y se sentó en el umbral, dándose luego a multitud de recuerdos dulcemente dolorosos, como la tumba de un ser amado rodeada de flores y bañada por la blanda luz de la luna. Todo estaba allí en armonía con el estado del ánimo de la infeliz Cumandá: las casas sin sus dueños, la selva maltratada por la tormenta, las sombras, la soledad, el silencio. Un incidente inesperado viene a dar un toque más al doloroso cuadro: ve la joven que se le acerca un bulto arrastrándose y dando leves quejidos; es el perro de la familia que agoniza de hambre; pero que no ha querido dejar su puesto de guardián de la casa de sus amos. Sintió que se acercaba Cumandá, y haciendo los últimos esfuerzos viene a sus pies a perecer en los transportes del cariño que todavía puede consagrarla. Este encuentro la conmueve de nuevo y aviva su llanto; el buen animal le lame los pies lastimados; ella le devuelve caricia por caricia, y le habla con ternura, cual si pudiese entenderla, apesarada de no poderle dar cosa alguna que coma.

-¡Pobrecito! -le dice-, ¡pobrecito! ¡a ti también te ha sobrevenido el tiempo de la desgracia, y te estás muriendo de hambre sólo por ser leal y bueno! ¡Cuánto me duele no poder hacer nada por ti, no poder darte ni un bocado!

Transcurrió buen rato; Cumandá dejó de llorar, y meditaba sobre la manera de terminar su fuga. No estaba aún cerca de Andoas, y tenía que vencer algunas dificultades, atravesando el bosque tendido al Oeste de la población por espacio de bastantes leguas. Por agua el camino es corto y fácil, y cuando el río está crecido, como en la actualidad, la navegación es, aunque asaz peligrosa, rapidísima; pero, ¿adónde hallar una canoa para emprenderla? No obstante, tiene esperanzas de dar con la de algún pescador del Pastaza, o de algún labrador que hubiese subido a la chacra. Si cerca ya de la Reducción se ve en peligro de caer en manos de sus perseguidores, se echará a nado. ¿Qué es para ella sino cosa de lo más hacedero fiarse de las olas del Pastaza, cuando tantas veces ha pasado y repasado el Palora en una misma mañana? Pero Cumandá no contaba con que estas eran pruebas de la robustez y agilidad que a la presente no poseía.

Así dando y cavando, Cumandá, maltratada de alma y cuerpo, se dejó rendir por el sueño. Este grato beneficio de la naturaleza, que mitiga a veces el dolor y restaura las fuerzas del ánimo, fue cortísimo para la cuitada joven: un ruido extraño la recordó sobresaltada; advirtió que una luz roja, aunque no viva, la rodeaba; dirigió las miradas hacia donde sonaba el ruido, y vio levantarse por el lado en que muere el sol una espesa columna de humo salpicada de innumerables centellas que morían en el espacio. Era un incendio a no mucha distancia. No podía ser efecto de algún rayo, pues la tempestad había pasado ya completamente, y era verosímil fuese una hoguera encendida por los salvajes. ¿Quiénes podían ser éstos? ¡Los paloras lanzados, sin duda, en todas direcciones en persecución de la fugitiva! Comprende la desdichada la urgente necesidad de proseguir la marcha y ponerse en salvo. Álzase al punto, y al hacerlo resbala y cae de sus pies la cabeza del perro: está muerto: las caricias que hizo a su ama le habían agotado las últimas fuerzas vitales. Ella vierte algunas lágrimas por la pérdida del único amigo hallado en su fuga por el desierto, y echa a andar apresuradamente. Sigue como guiada por secreto impulso una vereda, en tiempos felices por ella transitadísima, y da pronto con otro recuerdo grato y triste a la par: allí está el arroyo de las palmeras. ¡El arroyo! ¡las palmeras! ¡Ah, carísimos testigos del más casto y puro de los amores, de las más sencillas, tiernas y apasionadas confidencias, de los más fervientes y sinceros juramentos! ¡también vosotros os habéis cambiado! El arroyo es un río, y está turbio, y brama y parece que amenaza de muerte a su amiga de ayer; las palmeras están destrozadas; la una ha doblado tristemente la cabeza y apenas se sostiene en pie: es la de Carlos; la otra, ¡ah! la otra, ¡qué ruina!... ¡es la de Cumandá y está como su corazón!... ¡Dios santo! ¡qué cuadro! ¡y qué recuerdos!... Allí le faltan a la joven voces y lágrimas y le sobra dolor: el dolor intenso nunca grita ni llora, y como que se resiste a esas manifestaciones externas, por no ser profanado por la indiferencia del mundo; ese dolor necesita de lo más recóndito del santuario del corazón, o de las sombras de un sepulcro donde junto con el corazón deba ocultarse para siempre. La desolada virgen se llega a la palma medio viva, la habla en voz trémula y secreta, palpa la inscripción, abraza el tronco ennegrecido por el fuego y apoya un momento la cabeza en él, repitiendo casi delirante:

-¡Carlos! ¡Carlos! ¡amado extranjero mío! ¿dónde estás?

Al fin se aleja unos pasos, y se sorprende de divisar una canoa que balancea en el río, atada a la raíz donde solían sentarse los dos amantes. Detiénese; no sabe qué pensar; se acerca a la orilla; vuelve a pararse. ¿Acaso los pescadores de Andoas han subido hasta aquí?... ¿O tal vez es la canoa del extranjero!... ¡Ah, si así fuese!... Este pensamiento la hace estremecer de gozo. Pero en esto escucha un breve rumor hacia la parte superior del río, entre la espesura. Se sobresalta, pues cree que sus perseguidores se aproximan. Atiende de nuevo; ¿es una voz humana? Sí, sí: alguien habla por lo bajo. Son ellos, piensa, ¡los paloras! y al punto se echa de un salto a la canoa; hace un esfuerzo violento con ambas manos y arranca la atadura que la sujeta a la raíz. El río, a causa de las avenidas, baja lodoso, negro y rápido, y la barquilla es arrebatada como una hoja.

¡Espantosa navegación! Negro el cielo, pues hay todavía nubes tempestuosas que se cruzan veloces robando a cada instante la escasa luz de las estrellas; negras las aguas; negras las selvas que las coronan, y recio el viento que las hace gemir y azota la desigual superficie de las olas; el cuadro que la naturaleza presenta por todos lados es funesto y medroso. El remo es inútil; la canoa se alza, se hunde, choca contra la orilla y retrocede; o encontrada con los troncos que arrebatan las ondas, da giros violentos, y ora la popa se adelanta levantando montones de espuma en la anormal carrera, ora va saltando de costado el frágil leño como caballo brioso que, impaciente del freno que le contiene, no toma en derechura la vía que debe seguir. Cumandá tiembla de terror: ya no es la dominadora de las olas, porque la cercan tinieblas y apenas divisa el enfurecido elemento que brama y se agita bajo ella. Llevada por la corriente en medio de los despojos del bosque, semeja uno de ellos.

Las sombras que parecen agruparse y condensarse más en un punto, y el viento que sopla más directamente opuesto al curso de la avenida, hacen comprender a Cumandá que no sólo ha salido del Palora, sino que se halla ya descendiendo por el Estrecho del Tayo. Todo se mueve a su vista en vertiginoso desorden: el cielo cuyas nubes y estrellas parece que se vuelcan sobre el mundo; las masas informes y confusas de las selvas que parecen desplomarse unas tras otras en los abismos de las sombras; las ondas que mugen sordas y amenazantes, se baten y atropellan entre sí mismas, y como que se devoran a sí propias para reproducirse luego y luego volver a devorarse. La joven prófuga ha invocado mil veces al buen Dios y a la Santa Madre, ha besado la reliquia que lleva al cuello, ha hecho cruces para ahuyentar al mungía, a quien atribuye la alteración de las aguas, las tinieblas y el viento. Al cabo no le queda más arbitrio que abandonar del todo el remo, asirse fuertemente del borde de la canoa y cerrar los ojos, porque el aparente trastorno del cielo y la tierra va ya desvaneciéndola. ¡Recurso vano! La infeliz está helada, siente angustia que le oprime el pecho, respira con dificultad, los oídos le zumban y la inanición y el síncope van apoderándose de todo su ser. Las manos se le abren y caen, inclina la cabeza y todos los sentidos se le apagan...

La canoa, juguete de la crecida violenta y de los iracundos vientos, ya no lleva sino un cuerpo inanimado, del cual puede desembarazarse en una de las rápidas viradas o en la más breve inclinación a que la obliguen las ondas.




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- XVII -


Angustias y heroísmo


La campana de Andoas, como era de costumbre, convocó a los fieles a la oración antes del alba. Todo el pueblo se puso en pie no bien escuchó esa trémula y melancólica voz que las selvas repercutían, y que sonaba con más solemnidad y misterio en el desierto que pudiera en una ciudad.

Las puertas del templo estaban abiertas ya, y el padre Domingo oraba al pie del altar. Amanecía un día tristísimo para él: era el aniversario del sacrificio de su familia a manos de los indios sublevados en Guamote y Columbe. Ese cuadro desolador se hallaba grabado en su corazón con caracteres profundos, y todos los años las brisas de un día de diciembre barrían hasta las más leves sombras del olvido, haciendo que el cuadro se mostrase a los ojos del alma del desdichado fraile mucho más claro y cual si no hubiese pasado el tiempo sobre él.

Además, había otro motivo a la sazón para traer inquieto y angustiado al buen misionero: Carlos, cuyo malestar moral en vano se había propuesto combatir, partió en su canoa en la madrugada del día trasanterior, acompañado de un záparo, afamado remero, que le amaba entrañablemente y le seguía con frecuencia en sus paseos y excursiones. Iba a buscar, según dijo, algún esparcimiento en la caza por las orillas del Pastaza, y le prometió volver a la caída del sol de ese mismo día.

Antes de los sucesos que le habían enfermado del ánimo y del corazón, hacía con frecuencia tales pacíficas correrías, y no causaba gran extrañeza el que se quedara a pasar una o más noches lejos del pueblo; mas después corría peligro de una acechanza de parte de los jívaros paloras, y el no haber vuelto a la hora fijada inquietaba con justicia a su padre. Por otra parte, los peligros se habían aumentado entonces con ocasión de la tempestad y la crecida de los ríos.

Los recuerdos, tristes en extremo, el temor y la congoja ahuyentaron el sueño de los ojos del dominico, y por esto se adelantó a los fieles en ir a orar en el templo.

Encendiéronse muchas luces. Grupos de doncellas con el cabello destrenzado y mal ceñida la abierta túnica, y de niños casi desnudos en cuyos ojos brillaba la alegría de la inocencia, iban asomando sucesivamente, y depositaban en el altar manojos de lindas flores, cogidas la víspera y conservadas con el fresco de la noche. Un joven záparo cuidaba de ponerlos en orden en cañutos de guadúa, que hacían el oficio de floreros. El humo de la corteza de chaquino y de las lágrimas de yuru licuó de suave perfume el ambiente, y al pausado toque de la campanilla se descorrió el velo de seda de un nicho, y apareció la hermosa imagen de la Virgen Santísima, a la cual saludaron todos con ternura y fervor, llamándola Madre de misericordia y esperanza del pecador arrepentido. El misionero en este momento se inclinó hasta el suelo y escondió la faz entre las manos; a una anciana viuda se le escaparon dos hilos de lágrimas, un guerrero exhaló de lo íntimo del corazón un suspiro; una joven que se hallaba en víspera de casarse, bajó la vista y se apretó el pecho con ambas manos, como para impedir la violencia de las palpitaciones, y todos los niños dirigieron miradas candorosas a la santa imagen. ¿Qué pasaba en esas almas? Lo que pasa en todas las que aman a María, cuando a ella se dirigen: una dulce emoción, una inefable ternura, una confianza sin límites, un no sé qué propio sólo de la sencilla fe cristiana y de la esperanza en la Reina del cielo, que habla en divino lenguaje al espíritu del niño, de la joven, del guerrero, de la viuda, conforme lo han menester sus sentimientos y necesidades, sus recuerdos y aspiraciones.

En seguida el sacerdote y los fieles rezaron el rosario, alternando las oraciones entre éstos y aquél; y al son de dos flautas melodiosas como la armonía matinal del arroyo, el céfiro y las aves de la selva en cuyo seno se tañían, las doncellas y los niños cantaron el himno de la aurora, que les había enseñado el joven Orozco, y era por él compuesto:



¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve! ¡y que el nuevo día
Brille con tu favor!

Antes del alba el sueño
Se alzó de nuestra frente,
Y el labio reverente
Tu nombre pronunció;

Que al despertar es grato
Con voz filial llamarte,
Y a ruegos empeñarte
De todo el mundo en pro.

¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve, y que el nuevo día
Brille con tu favor!

Tú eres, piadosa Madre,
Quien a esta selva triste
Al pobre infiel trajiste
La luz del Salvador.

Y cual en este instante
La sombra huye siniestra,
Así del alma nuestra
Huyó el funesto error.

¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve! ¡y que el nuevo día
Brille con tu favor!

¡Y aún almas en sombras
De muerte hállense hundidas!...
¿Cuándo, cuándo traídas
Serán por ti a la luz?

¡María! ¡su infortunio
Remedia al fin piadosa,
Y nueva grey dichosa
Cerque por ti la Cruz!

¡Salve, Virgen María,
Reina del santo amor!
¡Salve y que el nuevo día
Brille con tu favor!

El padre Domingo celebró luego la misa durante la cual siguieron las flautas que con sus melancólicas notas avivaron la devoción del auditorio; pero antes de comenzarla, el misionero dijo en voz conmovida, volviéndose a los fieles:

-Hijos míos, la larga ausencia de vuestro hermano Carlos me tiene sumamente inquieto: rogad todos a Dios por él y por mí.

Cerca de media hora duró el incruento y divino sacrificio, y las lágrimas del sacerdote corrieron más de una vez. Las arrancaban a una los dolorosos recuerdos del pasado y los vivos cuidados del presente.

La aurora había terminado y la mañana despedía sus primeros resplandores; pero se hallaban amortiguados a causa de lo opaco y triste del cielo. Grupos de nieblas, ora densas, ora ralas, vagaban perezosos y lentos sobre el río y cubrían la mayor parte de la selva.

El misionero, según su costumbre, se sentó antes del desayuno en un tronco derribado a la puerta del templo. Otros días aguardaba allí la salida del sol, y aunque dominado siempre de invencible melancolía, gozaba con harta frecuencia el consuelo de tener a Carlos a su lado, y cuando estaba ausente, no había, a lo menos, los motivos de inquietud que a la sazón le atormentaban. Sin embargo, habló con su habitual cariño con algunos de sus feligreses, oyó sus quejas, dio consejos oportunos, resolvió consultas, bendijo a los niños que se le postraron abrazándole las rodillas, consoló a una madre que acababa de perder a su único hijo en el esplendor de la edad, reprendió con bondad a un mozo que había disgustado a su padre, y todos se retiraban de él contentos y besándole la mano. Quiso después que dos záparos saliesen en busca de Carlos; pero uno de los designados había partido con dirección al Remolino de la Peña, suponiendo, con razón, que la tempestad de la víspera habría hecho crecer el Palora y otros ríos, y que sus aguas podían haber traído a aquel punto, como solía acontecer, cuadrúpedos, aves y peces muertos por los rayos y las avenidas.

De esto hablaba un viejo al padre Domingo, cuando divisaron por entre la niebla que el indio ausente volvía apresurado y atracaba su canoa. Curiosos e inquietos, juzgando que tal vez traía alguna noticia del joven Orozco, le salieron al encuentro; pero bastante turbado, solamente les dijo a los que le interrogaron, que en el Remolino de la Peña nadaba una canoa con una mujer difunta dentro, y que venía a llevar un compañero para que le ayudase a traerla al pueblo.

No se perdió ni un instante, y en vez de dos, partieron muchos záparos llevados de la curiosidad de ver cosa tan extraña. En efecto, una ligera canoa da vueltas ya lentas, ya rápidas, y balancea rodeada de grupos de espuma, fragmentos de árboles y algunos animales muertos, que no pueden salir de los eternos círculos que forman las olas del Pastaza revueltas sobre sí mismas al chocar contra el peñasco. Un golpe de agua impele la navecilla, otro la rechaza, aquél la azota por un costado, esotro la detiene y hacer girar en suave movimiento, hasta dar con ella en un caracol vertiginoso que parece va a tragarla. Dentro de la canoa yace exánime una bellísima joven, fría como un trozo de mármol y cubierta de espuma. Algunos indios que estuvieron en la fiesta del Chimano la reconocen al punto: ¡es Cumandá! Duélense de verla muerta, y muchos advierten que la canoa en que se halla es la de Carlos, creciendo con esto su sorpresa. ¿Cómo está en ella esa joven sin su amante? ¿por qué está muerta? ¿qué es del querido extranjero? Varios comentos y muy contradictorios se hacen; mas entretanto ásense de los cabos que penden de la canoa y flotan en el agua, en los cuales hallan señales de haber sido rotos con violencia, y la llevan a remolque hasta Andoas.

La noticia del suceso había cundido entre los moradores de la Reducción, y el puerto estaba lleno de curiosos. Rodeada de la multitud la linda joven exánime fue llevada a la presencia del misionero, cuyo pasmo al verla fue tal, que todos los concurrentes lo notaron y detuvieron en él sus miradas. El padre justifica para sí la pasión que Carlos ha concebido por esa belleza del desierto; se inclina hacia ella, le limpia el rostro de la espuma de que todavía está salpicado, le alza la cabeza tomándola suavemente con ambas manos, le mira con más fijeza, su asombro crece y se mezcla con una vivísima expresión de ternura, y algunas lágrimas surcan sus demacradas mejillas. Sin embargo, nadie es capaz de adivinar lo que pasa en ese acto en el corazón del buen sacerdote, y él se guarda muy bien de comunicarlo. Las cicatrices de antiguos y terribles padecimientos, avivados ya por razón de la nefasta fecha, se abrieron hasta brotar sangre; el soplo de una súbita fatalidad levantó del todo el empolvado velo que cubría ciertos recuerdos, y los vio el alma cual nunca desgarradores. Una palidez mortal se extiende sobre el religioso, que tiembla como un tercianario. No obstante, toma el pulso a la joven, pálpale el corazón y ¡no está muerta!, exclama.

Ordena enseguida que la lleven a la casa de la misión, y, una vez en ella emplea toda diligencia en hacerla recuperar los sentidos. Consíguelo poco a poco, y unas gotas de vino generoso que puede hacerla tragar, completan el buen éxito. Cumandá se incorpora y se sienta en el lecho en que la habían puesto. Sus miradas, extraviadas al principio, se serenan luego, aunque sin perder la vivacidad que le es propia. No se sorprende de verse rodeada de záparos: entre ellos hay fisonomías que ha conocido en el Chimano, pero cuando repara en el misionero que la ve con tamaños ojos de sorpresa y de indecible dulzura al mismo tiempo, se estremece y se encoge sin saber por qué, como tímida paloma que quisiera ocultarse bajo sus propias alas. Sin embargo, recupera pronto su habitual desembarazo, y dice con inimitable lisura:

-¿Y el blanco? ¿Dónde está el hermano blanco?

-Hija mía -le pregunta el padre con amabilidad-, ¿por qué hermano averiguas? Si es por el extranjero...

-Sí, por él -le interrumpe la joven-; averiguo por el blanco extranjero que se llama Carlos.

-Carlos no está aquí. ¡Yo supuse, al verte que tú podrías darme noticias de él!

-¡Qué! ¡si yo vengo buscándole! He caminado tres noches y dos días completamente sola y venciendo mil peligros, movida por el amor que tengo al hermano blanco, y para unirme por siempre a él. ¿No estoy en Andoas? ¿no eres tú el curaca bendito de los záparos?

-Sí, hija mía, en Andoas estás, y yo soy su misionero por la misericordia divina.

Pues aquí he debido hallar al extranjero; ¿cómo no está contigo?

-Carlos está ausente en este acto; pero yo soy su padre, y te protegeré, si protección necesitas.

-¡Ah! jefe de los cristianos, eres sin duda bueno como tu hijo, pero nada me importa tu protección, si no veo al extranjero y no estoy junto a él: ¿no sabes que él es mi vida?

-Ya penetro muy bien quién eres, hija mía.

-¿Comprendes que soy Cumandá? Sí, soy Cumandá, la hija de Tongana, el viejo de la cabeza de nieve; mi madre es la hechicera Pona. Soy la amada de Carlos, tu hermoso y amable hijo, quien me ha ofrecido que tú nos echarías la bendición del matrimonio, conforme al uso de los cristianos. Pero dime, jefe bendito, ¿a dónde se fue el extranjero? ¿volverá pronto? Hazle decir que su Cumandá, escapada de la muerte, ha venido a buscarle; o bien, dime el lugar en que puede hallarse, y yo misma iré en pos de él.

-Hija, deseo saber, ante todo, ¿de dónde has venido? ¿dónde hallaste esa canoa de ceiba blanca en que se te ha encontrado como difunta?

-Óyeme, curaca de los cristianos: después que Carlos se separó de mí, como el árbol de la raíz cortada por el hacha, y volvimos del lago sagrado dejando nuestros muertos en la arena de la orilla, se me obligó a recibir del anciano Yahuarmaqui el cinto, el collar y los huimbiacas, prendas del matrimonio; mas la misma noche que me encerraron por primera vez con el curaca, que llevaba días de estar enfermo, se retorció en el lecho hasta hacerlo crujir, y su alma se fue. Tuve miedo; llamé a mi madre que velaba a la puerta y le dije: «El jefe ha muerto». «Hija del corazón, me contestó, ¡ponte en salvo! vete a la tierra de Andoas, habitada por cristianos, donde el extranjero Carlos te defienda; porque aquí es indudable que mañana preparen tu muerte en el agua de flores olorosas, a fin de colocar tu cadáver junto al de tu esposo». Escuché a mi madre, me escapé de la cabaña del muerto, y he caminado sola en tres noches y dos soles, el espacio que se camina en cuatro o cinco. Junto al arroyo de las palmas oí la voz de los que me perseguían; mas por casualidad encontré la canoa de ceiba blanco, salté a ella, rompí las amarras, y la violencia de las aguas que la arrebataron me asustó tanto, que caí como muerta. Después, los záparos cristianos me han traído probablemente, y estoy donde quise, pero mi alma se siente angustiada, porque no he hallado al hermano extranjero. ¿A dónde se habrá ido? Mira, curaca de los záparos, sin el blanco no me hallo bien aquí. ¡Ah! ¡de no vivir con él, mejor me estaría yacer cadáver junto al de Yahuarmaqui!

-Carlos -contesta el misionero temblando-, partió hace tres días por el río arriba, y no ha vuelto; la canoa en que has venido es la del extranjero.

-¡Ay! ¿Qué dices, curaca? -exclama Cumandá-; ¿esa canoa es la del blanco?

-Sin duda, hija mía, Carlos saltó a tierra para guarecerse de la tempestad; y tú, que no lo supiste, porque era imposible saberlo, tomaste su canoa, y le dejaste sin tener cómo tornar a la misión; ¡pobre hijo mío!...

-Sin duda... sí, curaca... eso es: ¡he causado un terrible mal a Carlos! ¡desdichada de Cumandá!... Pero vuelvo en el acto a buscarle.

-No irás tú, hija...

-¡Oh! déjame, déjame partir. Pronto volveré con él. En el bogar y el caminar soy ligera como el viento.

-¡No, no irás tú! no lo consentiré; no te expondrás a nuevos peligros, ¡pobrecita!; irán y al punto, muchos remeros záparos, y quizás antes de dos días cabales estará Carlos con nosotros. ¡Ea, hijos míos! cuatro, seis, diez al agua hasta el Palora; en sus orillas o en alguna de vuestras chacras hallaréis a vuestro hermano.

Fue muy difícil contener a la ardorosa joven, y sólo pudo conseguirlo la persuasiva dulzura del padre Domingo, quien, a medida que más la contemplaba, más conmovido se sentía y su corazón era llevado a ella por secreto y poderoso impulso. Preguntola muchas cosas y descubrió muy poco; según la joven, la familia Tongana era la única reliquia que había podido salvarse de la tribu Cherapa, destruida en un desastre que padeció cosa de dieciocho años antes; pero cuanto decía a este respecto era confuso e incoherente, y daba a conocer que no había recibido noticias muy exactas de boca de sus padres, ni ella se había curado de indagarlas. Añadía que las orillas del Palora no eran su patria nativa; que su familia conservaba tal cual vislumbre de creencias cristianas, porque acaso (observaba para sí el religioso), según era colegible, los cheparas fueron catequizados por los jesuitas.

-Mi padre -concluyó la india-, el viejo de la cabeza de nieve, odia de muerte a los blancos, sin que nunca haya podido descubrir yo el motivo que para ello tenga, y este odio implacable nos ha causado grande mal al hermano extranjero y a mí.

El misionero reparó en la bolsita de piel de ardilla que llevaba la joven; mas no hizo alto en ello, porque era muy común que la llevasen también las mujeres de Andoas, con chaquiras, huesecillos y simientes de varias clases para labrar collares y otros adornos.

Entretanto, diez canoas habían partido en busca del joven Orozco, y el padre Domingo y Cumandá, con la vista en las ondas y el corazón desasosegado, aguardaban la vuelta del amado ausente. Pronto perdieron de vista las rústicas navecillas que se confundieron entre los vellones de las nieblas y el crespo oleaje de las aguas, que semejaba un conjunto prodigioso de culebras moviéndose a un tiempo en una misma dirección.

Pasadas algunas horas y cuando el sol se avecinaba al ocaso, columbraron las mismas canoas que tornaban con inaudita rapidez, y parecían, entre las oleadas de la neblina que de nuevo se levantaba entre el bosque y cobijaba el río, aves acuáticas que espantadas por el águila venían, rompiendo el aire, que no las ondas, a buscar amparo en el puerto. No tardaron en mostrarse más claramente: la velocidad provenía, además de la corriente de las aguas, del impulso de los remos manejados con desesperada actividad. Algunos de los circunstantes presumen que los indios volvían contentos de haber hallado a Carlos, y que habían apostado a cuál, en alegre regata, llegaría primero al puerto con la noticia; mas el juego era demasiado peligroso, a causa de lo crecido de las aguas y de la inaudita velocidad que se daba a las frágiles navecillas. Otros más reflexivos sospechaban que había sucedido algo extraordinario. El padre Domingo temblaba; Cumandá se estremecía y el hielo de un secreto terror se derramaba en su corazón y circulaba en su sangre.

Al primero que arribó a la playa le preguntaron unas cuantas veces:

-¿Y Carlos? ¿y el blanco? ¿dónde está el hermano blanco?

El misionero no se atrevía a dirigir pregunta ninguna, y sólo buscaba en las canoas, con miradas llenas de zozobra y pena, a su querido Carlos. Cumandá tampoco hablaba: tenía los labios secos y pálidos y ojos nadando en lágrimas y preguntaba por su amante más con el alma asomada a todas sus facciones que con la lengua que no acertaba a mover: la incertidumbre y la congoja se la habían embargado.

-¿Y el blanco? ¿Dónde está el blanco? -repetían las voces.

-El blanco no parece.

-¡No parece!

-No; pero la ribera sobre el Remolino de la Peña está llena de gente que tiene trazas de ser de la tribu Palora, y hay también algunas canoas en el mismo punto. No hemos creído prudente acercarnos, y como pudimos divisar una embarcación que se desprendía de entre las demás con dirección acá, nos apresuramos en venir a dar la noticia para prepararnos, por si esos jívaros vengan con malos intentos.

-¡Carlos no parece! -repitieron también al cabo el padre Domingo y Cumandá con indecible expresión de angustia-; sin duda está entre los bárbaros que le habrán tomado indefenso. Y yo, añadió la joven, yo tengo la culpa, pues le quité la canoa en que pudo salvarse; ¡ay!, ¡le he puesto en manos de esa gente cruel!

Y se echó a llorar con tal sentimiento y ternura, que conmovió a cuantos la oían.

Ahí viene el jívaro, dijo de repente una voz, y todas las miradas se volvieron a un punto negro que se movía entre el velo de neblina y señalaba el brazo tendido del záparo que primero lo divisó. El punto fue creciendo gradualmente; su balanceado movimiento es más notable, y al cabo se convierte en una canoa. En ella vienen dos indios, uno de ellos con tendema color de oro, y un penacho, amarillo también, flota en la punta de su larga lanza hincada en la proa.

Cumandá se retira de orden del misionero, quien da a toda su persona el aire grave y respetable que conviene.

Algún tiempo hacía que la Reducción no contaba con autoridad civil ninguna, y el padre Domingo, hasta que se llenase esta falta, era todo para los andoanos. Así, pues, tocábale recibir el mensaje de los jívaros del Palora, si mensaje, como juzgaba por las insignias, traía el bárbaro.

Saltó en tierra el peregrino diplomático del desierto, y se le acercó al padre con el salvaje desenfado de su raza. La muchedumbre le contemplaba en silencio y con viva curiosidad; pero en ningún semblante había muestra, ni aun leve, de indigno encogimiento.

-Amigo hermano -dijo el recién venido al sacerdote-, la tribu Palora, tu aliada, te envía paz y salud, y buenos deseos. Ha perdido a su jefe, el valiente anciano de las manos sangrientas. Las mujeres, los mozos y hasta los guerreros le lloran; pero la última de sus esposas, llamada Cumandá, hija de Tongana, blanca como la médula del carozo y bella como el sueño del guerrero después de su primera victoria, ha cometido la acción indigna de fugarse, siendo deber suyo, como la más querida del difunto curaca, acompañarle con su cuerpo en la morada de tierra, donde dormirá por siempre, y con su alma en la mansión de las almas. Hemos seguido las huellas, unos por tierra, otros por agua y por distintos puntos. Las señales que ha dejado aquí y allá por la selva, a lo largo de las márgenes del Palora, y, sobre todo el amor que tiene a un extranjero que vive en este pueblo, nos dicen que ella está aquí. En nombre de Sinchirigra, hijo y sucesor de Yahuarmaqui, vengo, pues, a pedirte que nos la devuelvas para obligarla a cumplir su deber.

Si el suelo sacudido en ese instante se hubiera roto en cien partes hasta lo más profundo, y hubiesen caído los montes y despedazádose las selvas, no se hubiera impresionado de espanto tal el religioso, cual se impresionó de oír al indio palora. No pudo contestar prontamente; perdió toda su serena gravedad; su frente reveló la agitación del ánimo y la indecisión de la voluntad. El mensajero lo penetró muy bien y añadió al punto:

-Ya lo ves, curaca de los cristianos: he venido de paz, porque mi tribu no ha olvidado el pacto de amistad que celebró con la tuya. La palabra que empeñó el jefe de las manos sangrientas es nuestra y es sagrada, y si no nos dais motivos los záparos de Andoas, jamás quemaremos las prendas de la alianza, ni echaremos al río el licor de la fraternidad que debemos beber en nuestras fiestas comunes. Dime, pues, ¿se halla en tu pueblo la mujer que buscamos, o a lo menos sabes de su paradero? De la respuesta que des depende la continuación o el rompimiento de nuestra alianza.

¡Terrible interrogación! ¡terrible conflicto! El padre Domingo no sabe mentir; pero ahora con la verdad sacrificaría a Cumandá, por quien sentía tan extraordinario afecto; o por no sacrificarla expondría su pueblo al bárbaro furor de los jívaros del Palora. Al cabo, no le queda otro medio que eludir la respuesta, y en tono bondadoso dice al mensajero:

-Hermano querido, el del tendema de paz y la lengua de amistad, que has venido a nombre del valiente Sinchirigra y de su noble tribu, sabe que la muerte del gran curaca es motivo de dolor para todos los amigos de los paloras, y que nosotros la sentimos hondamente; pero nuestra alianza continuará inalterable con su nuevo jefe y con toda la tribu. Llévale estos propósitos junto con nuestro sentimiento y nuestras lágrimas.

-Hermano y amigo, el jefe blanco de los cristianos, todo eso que dices es muy propio de los buenos aliados, y te agradezco en nombre de mi tribu; tus palabras son más gratas que el murmurio del arroyo hallado de improviso por el sediento caminante del desierto. Pero no has dado contestación a mis preguntas.

-Hermano, el mensajero; es lástima que una tribu tan valiente y noble como la de los paloras, tenga costumbres crueles; debería honrar la memoria de sus jefes de otra manera, que no sacrificando a sus mujeres más hermosas y queridas. ¡Oh bravo palora! sin duda esto se hace entre los tuyos por sugestión del mungía, y así se desagrada al buen Dios y a los genios benéficos, en quienes vosotros creéis. Si gustáis, yo os enseñaré otro modo excelente de honrar a los muertos.

-No he venido para aprender nada de ti -replicó el jívaro con rudeza-, sino para exigir de tu tribu la devolución de la mujer que debe morir según el uso de nuestros abuelos. ¿Está aquí? ¿nos la entregaréis?

-Mensajero, el del tendema de paz, escúchame cuando se exige una acción injusta...

-Yo, por ventura, ¿exijo algo injusto? Sólo pido que entreguéis a los paloras lo que les pertenece. Los injustos sois vosotros, y si os obstináis...

-La vida de la viuda de Yahuarmaqui no es cosa de que habéis de disponer los paloras.

-Hermano, el curaca blanco, entra en razón, y mira que si no consientes que dispongamos de esa mujer...

-¿Qué, si tal no consiento?

-Perecerá el joven blanco, quien hemos prendido anoche allá en la orilla del Palora.

-¡Mi hijo! -exclamó aterrado el padre.

-Será tu hijo; pero no hay duda que es el extranjero que vive aquí con tus andoas.

El compañero del jívaro que había saltado también a tierra, y que es el záparo que partió con Carlos, acaba de presentarse y dice:

-Sí, padre Domingo, él es; nos robaron nuestra canoa, la buscábamos en la margen del Palora, y repentinamente asomaron Sinchirigra y los suyos y nos tomaron. El hermano blanco queda amarrado a un árbol, y yo he venido con este hermano del tendema amarillo para afirmar cuanto te diga. El extranjero corre peligro. Con Sinchirigra viene una anciana hechicera, y ella tal vez ha descubierto que Cumandá está en Andoas.

Las palabras de záparo causan más viva impresión, y el religioso, como fuera de sí, repite:

-¡Mi hijo! ¡mi hijo en poder de los jívaros! ¡mi hijo amarrado! ¡Mis temores se confirman!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... Hermano palora, vete y di a los de tu tribu que fijen el precio del rescate de Carlos: les daré cuanto me pidan.

-No te pedirán otra cosa que a Cumandá.

-¡Oh, no por Dios! ¡ofréceles antes mi vida! Mira, hermano, llévame, vamos: hablaré con tu jefe; con él arreglaré lo que convenga y quedará satisfecho; le daré bellas armas, vestidos magníficos, abundantes herramientas; me constituiré su esclavo y, por último, me resignaré a que se me asaetee; correrá mi sangre sobre el sepulcro de Yahuarmaqui; sobre él suspenderéis mi cabeza y mis huesos; ¡pero Carlos!... ¡pero Cumandá!... ¡Pobre hijo mío! ¡pobre tierna joven! ¡Ah, no, no consentiré que ninguno de ellos muera!...

El indio contesta las desesperadas frases del padre Domingo con sonrisa asaz, irónica, diciendo:

-¡Curaca de los cristianos! hablas cosas inadmisibles: ni tu cadáver puede sustituir al de Cumandá, pues que nunca fuiste mujer de nuestro jefe, ni Cumandá tiene precio, ni el extranjero blanco podrá salvarse, sino en cambio de ella. Además, sabe que si te obstinas en negarme lo que solicito, como la muerte del joven no alcanzará a vengar el ultraje que nos haces con tu sinrazón, yo volveré a los míos con tendema y penachos negros, y Andoas desaparecerá bajo las flechas y lanzas de los jívaros del Palora. ¿Por qué quieres que nos enojemos, después que hemos sido hermanos y amigos, y estamos dispuestos a continuar siéndolo siempre? ¿por qué te empeñas en que haya guerra entre nosotros? ¿no te dolerá que caigan las cabezas de tus záparos y corra su sangre hasta mezclarse con las aguas del Pastaza?

-Hermano jívaro -contesta el misionero, haciendo esfuerzos para dominarse y manifestar serenidad-, yo no quiero el enojo de los paloras ni guerrear con ellos; sólo les pido en nombre del buen Dios y de la razón, hija de ese Dios, que no cometan un acto bárbaro y atroz. El blanco y la joven, a quienes amenazáis de muerte, son amados del cielo y hermanos vuestros; si regáis su sangre, Él os pedirá cuenta de ella, vendrá sobre vosotros su justicia y el castigo que recibiréis será terrible; seréis sorprendidos por vuestros enemigos y desapareceréis de la tierra como esa espuma que pasa sobre las ondas, como esa niebla que va arrollando el viento. Esto que te digo, ¡oh mensajero! acontecerá irremisiblemente. Vete y di a los tuyos cuanto acabas de oír al sacerdote del buen Dios.

-¡Jefe blanco -responde el jívaro con salvaje gravedad que raya en amago-, pierdes tiempo en querer intimidar a los paloras, y yo lo pierdo también con escuchar tus vanas amenazas; pero vamos a terminar: voy a dejarte dos prendas, una de paz y otra de guerra, para que elijas la que te plazca. Para decidirte tienes de plazo la mitad de la noche. El sol, según se ve a pesar de la niebla, va a esconderse ya tras las cumbres del Upano, y después que la noche haya mediado esperaré tu resolución en mi canoa. Paz con Cumandá; sin ella, guerra a muerte.

Y el soberbio palora clava en tierra dos picas de chonta, y suspendiendo de ellas un tendema negro y otro amarillo, se retira a su barca sin añadir palabra ni esperar la respuesta del religioso.

Cabizbajo, silencioso, angustiado, el padre se deja caer en su banco de madera y se cubre el rostro con ambas manos. Los salvajes han ido retirándose; todos cavilosos y disgustados, buscan alguna solución al inesperado incidente: quién se inclina a la guerra, quién al sacrificio de Cumandá, pero los más fluctúan en la misma dolorosa irresolución del misionero.

Este convoca al fin a los záparos más notables, y entra en deliberación con ellos. Una hoguera alumbra la sencilla asamblea a las puertas del templo. Algunas mujeres forman grupos tras la hilera de los hombres. Los viejos hablan con moderación y prudencia; los jóvenes, llevados del ardor del ánimo, se expresan en conceptos belicosos, y la ira hace temblar en sus manos la pica y el arco. El compañero de Carlos, indio adusto y recién convertido, vuelve a presentarse, da un paso adelante, hinca su lanza en tierra, cruza los brazos sobre el pecho, se inclina y en tono respetuoso dice al misionero:

-Padre y hermano, atiéndeme: habla mi corazón, no mi lengua, y mis palabras son de justicia; si no lo son, ordena que me aten de pies y manos y me echen al río. Los paloras están en lo justo cuando piden la devolución de aquella joven; devolvámosla. La costumbre es ley sagrada para los jívaros, y quieren cumplirla; que la cumplan. ¿Con qué derecho lo impediremos? ¿somos acaso dueño de sus costumbres y leyes?...

-¡Oh hijo! -le interrumpe el fraile con vehemencia-, ¡lo impediremos con el derecho de la humanidad, con el derecho de racionales, con el derecho de cristianos! Somos dueños de impedir la injusticia y la iniquidad. ¿Tendremos valor de entregar a esa infeliz joven a la muerte?, ¿no clamaría su sangre contra nosotros? Y yo... ¡ah! ¡si supieras lo que siento al verla! ¡si supieras que en ella me parece contemplar algo que en otro tiempo me pertenecía, que formaba mis delicias y mi vida, y que lo perdí para siempre!... ¡Ah! ¡Si penetraras en mi pecho y leyeras en mi corazón ciertos recuerdos!...

-Padre -replica el indio-, ¿te es menos doloroso sacrificar a tu hijo Carlos y consentir en que corra la sangre de tus cristianos de Andoas? Comprendo que ames mucho a Cumandá a quien, sin embargo, acabas de conocer, pero no comprendo que ames tan poco a tu Carlos y a tus andoanos, que son también hijos tuyos, hasta consentir en su exterminio. Yo amo al extranjero, y al verlo atado como un prisionero que va a ser atravesado por las flechas, he sentido que mi corazón temblaba y gemía. ¿Amas menos que yo a tu hijo?... ¡Oh! ¡jefe de nuestras almas y nuestras vidas! ¡piensa en lo que vas a hacer! ¡piensa, piénsalo mucho!

El záparo se inclina de nuevo, toma su lanza y vuelve a confundirse entre la multitud; sus palabras labran como antes hondamente en el ánimo de los demás, y se levanta sordo murmullo de voces ininteligibles de aprobación, de desaprobación, de duda, de temor. El padre Domingo se pone en pie y comienza a dar idas y venidas con desasosiego. El sudor le empapa la frente; un tropel de ideas voltea en su cabeza, y las punzadas de mil dolores le atormentan el corazón. Fluctúa entre dos abismos, y es preciso resolverse a hundirse en uno de ellos. ¡Oh!, ¡si pudiese cerrarlos o salvarlos a costa de su vida! Pero a veces para nada vale este holocausto: las hondas simas no desaparecen ni aunque se eche en ellas lo más precioso de la tierra; los Curcios perecen y los abismos quedan. Vuelve a sentarse el desdichado religioso, y los záparos aguardan en vano la última resolución, para entregar la víctima o apercibirse a la guerra.

Cumandá, mientras se trataba con el mensajero y deliberaba la asamblea, había permanecido oculta en una cabaña inmediata; pero una mujer le impuso menudamente de todo lo acaecido; y entonces, arrebatada de dolor la desdichada joven, se escapa de los brazos de los que la acompañan y quieren contenerla, y, desgreñada, cadavérica, aunque siempre bella en medio de su desolación, se presenta al misionero y, postrándosele y abrazándole las rodillas le dice:

-¡Oh, buen curaca de los cristianos! ¡anciano querido del buen Dios! no vaciles: entrégame a los jívaros del Palora, salva a Carlos y libra de la guerra a tu pueblo. Si quise huir de la muerte y me vine hasta aquí, sólo fue por amor al hermano blanco, ¿y he de consentir que se le sacrifique porque yo viva? ¡No! ¡jamás, jamás!

Álzase en seguida, yergue la despejada frente, los ojos le brillan encendidos por un heroico pensamiento, y con noble arrogancia añade:

-Záparos de Andoas, no temáis por vosotros ni por el extranjero, que yo os salvaré. ¿Dónde está el jívaro del tendema de paz? Llevadme al punto a él. Devoren mis entrañas los gusanos de la tierra triste; vaya mi alma a vivir junto a la del viejo guerrero, y canten con mi madre las mujeres del Palora, la canción de mi último sueño. ¿Dónde está el jívaro mensajero? ¡Cumpla su encargo de paz y armonía con vosotros! ¡Vamos, záparos cristianos! entregadme al que ha venido a prenderme. La muerte, como el águila de la montaña, ha señalado su presa, y no se le escapará: yo soy esa presa. ¡Vamos, oh hijos del desierto! no tenéis por qué exponeros a morir por mí, pobre tórtola destinada al festín de un curaca difunto. ¡Vamos! llevadme a los paloras y traed sano y salvo al querido hermano blanco, y ponedle en brazos del buen sacerdote, su padre. ¿Qué mayor contento, qué mayor gloria para mí, que sacrificar mi vida por la de mi adorado extranjero?

El silencio, hijo de las hondas impresiones, rodeaba a Cumandá: los guerreros inclinaban la cabeza, casi avergonzados de ver que una tierna joven se resolvía a sacrificarse por no exponerlos a una guerra; las mujeres vertían muchas lágrimas; el misionero estaba petrificado, y la amante de Carlos, se abría paso por entre los concurrentes con dirección al puerto repitiendo:

-¡Pues no me lleváis vosotros, iré sola a buscar al jívaro del Palora!

El padre Domingo se rehace al fin, corre a ella, la abraza y exclama:

-¡Hija! ¡hija mía! ¡detente! ¡aguarda! ¡No irás, no irás a morir!

-Y ¡qué! -responde Cumandá con entereza-, ¿morirá el extranjero, tu hijo?

El fraile, por un impulso maquinal, la impele de sí, cual si hubiese sentido en el pecho la mordedura de una víbora, y dice:

-¡No morirá!

-Pero ¿y tú? -añade en el acto-; ¿y tú, hija mía? ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿por qué torturas mi corazón?

-Jefe cristiano -agrega ella-, no te dé pena mi suerte y déjame cumplir mi deber; sí, morir es ya para la hija de Tongana un sagrado deber; y ha de cumplirlo sin vacilar.

Torna el misionero a tender los brazos a la joven; pero se contiene, y ordena sólo a los záparos que no la dejen partir y que velen junto a ella. Penetra en el templo, cae de rodillas ante el ara sagrada, se inclina y pega la frente al suelo y exclama:

-¡Señor! ¡Señor! he aquí a tu siervo anonadado al golpe de tu brazo; pero ¿hasta cuándo?... ¡Ay! mis entrañas están despedazadas por el dolor. ¡Me has arrojado al abismo de la tribulación, y me niegas un rayo de tu luz para salvarme de él! ¡Piedad, Dios mío! ¡Quede ya satisfecha tu justicia y brille para este infeliz tu misericordia! ¡Gracia, Padre mío, gracia y salvación para Carlos y Cumandá, cuya inocencia está patente a tus ojos!...

Mas el Señor, que ha querido someter a su ministro a una terrible prueba, sin duda para purificarle del todo en el mundo, y recompensarle después infinitamente en su seno, parece decirle en misteriosa voz que resuena en el fondo del alma: Exijo el sacrificio, no escucho el ruego; quiero tu santificación por el dolor, no tu consuelo en la tierra. Todavía no has satisfecho toda tu deuda: tus antiguos delitos claman todavía al pie de mi trono y piden completa reparación: ¡pena y sufre!

Horas y horas se pasaron en la indecisión y el desasosiego. Nadie podía acordar cosa alguna; pero el partido de los que optaban el sacrificio de Cumandá para salvar a Carlos y a toda la Reducción del furor de los jívaros, había crecido, aunque no se hallaba quien se atreviese a sostener nuevamente tan duro y cruel parecer en presencia del padre Domingo.

En tanto la tempestad, como es común en las regiones orientales, se repetía con el mismo horrendo y sublime aparato de la víspera, y sus sombras confundidas con las de la noche, envolvían en tinieblas el cielo, las selvas, el río y las casas de la Reducción. El rayo rasgaba de rato en rato con medrosa luz el velo tenebroso que cubría la naturaleza, y el trueno ronco y retumbante dilataba sus ecos por la inmensidad del desierto. Allí, sí, puede la poesía decir que esa es la voz de Dios.

Todos los habitantes de Andoas se habían guarecido en sus cabañas. El padre Domingo, para aplacar la tempestad de su corazón, más desoladora que la de la naturaleza, estaba resuelto a continuar en oración encerrado en el templo, y Cumandá, acompañada de una familia zápara, en la cual se distinguían cuatro individuos especialmente encargados de custodiarla y que, cabizbajos y taciturnos, no hablaban palabra, revolvía sin cesar el heroico pensamiento de prestarse a ser la única víctima que inmolaran los bárbaros salvajes del Palora. La imaginación le representaba a su amante rodeado de jívaros que le amenazaban y ultrajaban, y aguardando a cada instante ser atravesado de flechas o hendido el cráneo por la dentada maza; le veía caer y revolcarse en un lago de sangre; oía sus ayes postrimeros, y que con voz agonizante la acusaba de infiel, de ingrata, de infame, pues por salvarse ella le ha quitado su canoa, entregándole de esta manera en manos de los jívaros que le inmolaban. Gemía la desventurada, temblaba, se torcía a veces con la fuerza de la tortura del alma.

-Záparos cristianos -dijo al fin en tono suplicante a los que la custodiaban-, sé que todos vosotros sois buenos y piadosos, y os ruego me dejéis ir a presentarme al mensajero de los paloras, para que me lleve y entregue a su tribu, y se salve a costa de mi vida, que nada os interesa, el hermano blanco a quien tanto queréis. No tengáis lástima de mí, pues no la merezco; tenedla de Carlos, de su infeliz padre y de vuestras familias: no ignoráis las atrocidades que los jívaros cometen en la guerra; y si atacasen a Andoas... ¡Oh, pensad en lo que harían!... ¡Cristianos del desierto! ¡por el Buen Dios, dejadme ir! ¿Qué importa que desaparezca esta pobre mujercilla inútil, a trueque de evitar una calamidad a todo un pueblo? ¡Ah, dejadme, dejadme partir!...

-El curaca blanco dispondrá lo que convenga -contestó uno de los indios con sequedad.

Siguió rogando con instancia Cumandá, pero la contestación de sus guardianes era sólo un silencio desesperante. A la postre calló también la joven, y volvió a atender a la voz de su desolado corazón, y a contemplar las funestas imágenes de su excitable imaginación.

Avanzada estaba la noche; la tempestad iba cesando, pero todavía las nubes ennegrecían los cielos y arrojaban abundante lluvia; la tierra y el río eran apenas visibles para los ojos de los salvajes. Las mujeres de los custodios de Cumandá, dormían en un ángulo del aposento con sueño tranquilo y profundo; ninguna era madre; ninguna conocía la dulce inquietud que infunde en el corazón el cuidado del hijo tierno y ahuyenta el sueño o le hace ligerísimo. La hija de Pona no las envidiaba.

Unos dos golpes y una voz baja que sonaron en la puerta de la cabaña pusieron en pie a los cuatro záparos, que tomaron sus lanzas y salieron al punto afuera, entrando luego en sigilosa conversación con el que los había llamado. Sin embargo del ruido del aguacero y de lo bajo de las voces, alcanzó Cumandá a percibir algunas palabras y comprendió que hablaban de ella.

-Conviene fingirse dormidos... buen plan... ida la joven... ¿Qué tenemos que temer?...

Esas palabras y frases truncadas parecían del recién llegado. No fue posible escuchar más; pero ellas decían bastante a la penetración de Cumandá.

Los záparos volvieron a sus puestos, arrimaron las armas al tabique de guadúa, y a poco dormían, al parecer, hondísimo sueño. La puerta se abrió de nuevo, y entró el indio que algunas horas antes habló en favor de Carlos, y pidió que fuese entregada a los paloras la tierna víctima que, por medio del jívaro mensajero, reclamaban con amenazas de muerte. Záparo atlético, de áspera y luenga cabellera, de mirada fría y penetrante, cubierta la bronceada piel de mil figuras azules y rojas, y en la diestra una enorme lanza, se presentó a la amante de Carlos, como el fantasma de su inexorable destino. La contempló un instante en silencio, y al cabo la dijo en hueca voz:

-Vengo por ti.

-¿Qué me quieres, hermano? -pregunta Cumandá aterrada.

-Quiero llevarte de aquí.

-¡Llevarme!

-¿No te has prestado voluntariamente a ser entregada a los paloras?

-¡Ah!... ¡tengo... tengo miedo!...

-¿Miedo tú? ¡Cosa extraña! No te creo.

-¡Dejadme, por piedad!

Y la desdichada se encogía y pegaba al tabique, temblando como una tortolilla amenazada por el gavilán.

-¿Se ha cambiado tan presto -dice el záparo-, tu corazón de oro en corazón de barro? o ¿has olvidado tu deber de salvar al joven blanco, expuesto a morir por causa tuya?

Todo el vigor del alma y del corazón acudió de súbito a la joven al oír estas palabras; púsose de pies ligera y gallarda como un arbolillo que han doblado por fuerza, rota de súbito la cuerda que le sujetaba; brilló en su faz cierto salvaje heroísmo, cierta luz de grandeza sublime, vivo reflejo de su espíritu, que por un momento se dejó abatir de la flaqueza de la carne; fijó en el záparo una mirada imperiosa y llena al mismo tiempo de melancolía y ternura, y le dijo:

-¡Guíame y vamos!

El indio la tomó de la mano y la llevó por entre las tinieblas. Pronto estuvieron en la orilla. El río mugía sordamente al choque del aguacero y al incesante soplo del viento, y ondulaba en majestuoso compás subiendo y bajando sus arqueadas olas por el suave declivio de la playa.

El jívaro, que dormía tranquilo bajo la ramada de su canoa, azotada por las ondas, se recordó a la voz del záparo que le llamaba:

-Hermano -dijo éste en seguida-, ya no hay motivo para que te vuelvas a los tuyos ceñido el tendema negro, ni para que el valiente Sinchirigra haga retumbar las selvas con el toque de guerra del tunduli contra sus aliados los cristianos de Andoas: Cumandá, la hija valerosa del viejo Tongana, quiere que la lleves contigo; va a cumplir su deber, y a evitar la muerte del joven extranjero, y un combate inútil a par de sangriento; hela aquí.

Cumandá, sin vacilar, salta a la canoa y dice al jívaro:

-Desatraca y boga. Cuando te falten las fuerzas, avísame para que yo te ayude.

-¡Hija de Tongana y Pona! -exclama el indio-, eres admirable por tu prudencia y tu valor. Bogaré solo: a un jívaro no le faltan fuerzas sino cuando está muerto. ¡Vamos! el alma del noble Yahuarmaqui debe estar en este momento llena de complacencia.

El viento soplaba del Sudeste; puso el indio una vela de llauchama a su ligera nave, la cual comenzó a subir el ría rompiendo la corriente, envuelta en tinieblas y espuma, y rodeada de mil peligros.




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- XVIII -


Última entrevista en la tierra


El malísimo estado de la salud de Yahuarmaqui, no era un misterio para su tribu, y su muerte, aunque muy sentida, a nadie sorprendió.

Reunidos en el acto en torno del cadáver los más distinguidos guerreros, eligieron por sucesor en el cargo de curaca a Sinchirigra; si bien lo había designado ya la voluntad de su padre, que podía más que los votos de sus hermanos de armas. La ceremonia, poco más o menos, fue la misma que se había empleado en la elección del jefe de la fiesta de las canoas.

Pero en el acto también, dejando al cuidado de algunas mujeres la operación de momificar el difunto, varias partidas de indios salieron en diversas direcciones en persecución de Cumandá, destinada a morir para acompañar a su noble esposo. Habíanlo por seguro el hallarla, y así otras mujeres se encargaron de preparar el agua aromática para el sacrificio.

La partida más numerosa, guiada por el nuevo jefe, tomó el camino de Andoas, mitad por tierra, y mitad por agua, llevándose consigo a Tongana, enfermo y débil, y a Pona; a ésta, además de considerarla cómplice en la fuga, como a su esposo, con el interés de obligarla a emplear sus hechicerías en el descubrimiento de la ruta que siguiera la prófuga.

La destreza de los salvajes para buscar y hallar el rastro, así del hombre como de la bestia, en el laberinto de las selvas, es imponderable, y, la cree sólo quien con ellos ha vivido y la ha observado. Las huellas de Cumandá, a pesar de todas sus precauciones y de haber sido borradas por la tempestad, fueron descubiertas y seguidas por los paloras que las buscaron por las orillas del río abajo.

Los hemos visto ya sobre la Peña del Remolino.

Habíase cumplido el plazo fatal que el mensajero señaló al padre Domingo: era poco más de media noche. Esperábase la vuelta del jívaro por los suyos, con aquella inquietud mezclada de enojo y deseo de sangre, característica de los salvajes. El color del tendema con que volvería, sería la sentencia de salvación o muerte para Carlos, apresado por ellos junto al arroyo de las palmeras, y sería, además, la señal de paz o de guerra con los záparos cristianos. Sorprendioles mucho, por lo mismo, el prendimiento de Cumandá más pronto de lo que habían imaginado.

Un grito semejante al aullido de una fiera salido de entre las tinieblas que cobijaban el río, anunció la llegada del mensajero con la apetecida presa, y veinte bárbaros salieron a su encuentro con hachas de viento y grande algazara.

Cumandá se les presentó con sereno y noble continente, que contrastaba con las marcas de dolor estampadas en su altiva frente. Reconvínola Sinchirigra, afeándole su proceder, pues había rehusado cumplir una obligación sagrada, había rechazado la honra de ser reputada como la más querida de las esposas del famoso Yahuarmaqui, y, por último, había sembrado las semillas del mal ejemplo entre las mujeres de la tribu palora, enseñándolas a ser infieles y cobardes. Ella no desplegó los labios, que, después de la reconvención, sólo se animaron con un breve gesto de menosprecio; pero mientras de la orilla subía a las ramadas, llevada en procesión, buscaba con los ojos al idolatrado extranjero, por quien convenía gustosa en sacrificarse. En esos momentos no tenía otro deseo que verle por última vez, y dirigirle los postreros juramentos de su amor que se elevaba a mayor vehemencia a medida que se aproximaba a la muerte. ¿Veis cómo se ensancha el disco del sol en las vecindades del ocaso? Es la imagen de algunas grandes pasiones del corazón humano.

Ordenose inmediatamente la partida de la salvaje tropa, no obstante que la lluvia continuaba sin probabilidades de escampar, antes bien, con las de arreciar más y más, a medida que transcurrían las horas. Todos se pusieron en movimiento; quién se calzaba las sandalias de piel de danta, quién se terciaba a la espalda la halapa29 de delgada pita llena de provisiones de viaje, quién se cubría la cabeza con unas anchas hojas de figura de sombrero chinesco, muy comunes en esas selvas: y los remeros desatracaban sus canoas, y entre cantos desacordes y gritos destemplados comenzaban la difícil maniobra de dirigirlas rompiendo la corriente, sin más que la fuerza de sus brazos y del viento que les era favorable.

El bronco son del caracol dio la señal de emprender todos la marcha, pero Cumandá dijo a Sinchirigra:

-Jefe de los paloras, no se moverán de este suelo los pies de la viuda de Yahuarmaqui hasta que la oigas y la concedas lo que va a pedirte:

-La hija de Tongana y esposa del noble curaca difunto -contestó el heredero de Yahuarmaqui-, tiene libre la lengua, antes de ir a acompañarle en el mundo de las almas, para pedir que se le concedan tres cosas; esta es costumbre de los paloras y será respetada.

-Yo -replica la joven-, reduzco todas tres cosas a una, y no volveré a mover la lengua.

-En nombre de los genios de la montaña -responde el jefe-, la viuda del curaca de las manos sangrientas será complacida.

-Ellos te sean propicios, noble jefe, por el bien que me haces. Quiero, pues, que se me lleve a la presencia del joven blanco, y se me deje hablar con él.

Sinchirigra hizo un gesto de disgusto, pero su palabra estaba empeñada y hubo de cumplirla. Cuatro jívaros guiaron a Cumandá por entre un laberinto de árboles, alumbrando el camino con hachas de esparto aceitoso que resisten a la lluvia.

Carlos había sido atado de espaldas a un tronco, y aunque oía las voces, no sabía que Cumandá estaba ya en poder de los bárbaros. Juzgue quien sea capaz de ello lo que pasó en el alma de los dos amantes cuando se vieron en este cruelísimo trance. Un ¡ay! simultáneo se cruzó entre ellos, expresión de aquel dolor que sentiría sin duda la víctima cuando el terrible druida le torcía el corazón para arrancársele palpitante: expresión de dolor única, inimitable y hasta inimaginable.

Cumandá se arrojó a Carlos y se le colgó del cuello, derramando arroyos de lágrimas. Quiso desatarle, pero se lo impidieron los indios. Volvió a enlazarle en sus brazos y le besó la frente con una especie de delirio, acercando luego la suya, para que él también la besase. Carlos lloraba asimismo, y las lenguas de entrambos apenas acertaban a moverse para decir entre sollozos: ¡Amado blanco mío! ¡Carlos mío! ¡Cumandá! ¡Cumandá de mi alma!

Ella, al cabo, enderezándose y poniendo las manos en los hombros de su amante, le ve con indescriptible ternura, y en voz dulcísima y trémula le habla de esta manera:

-¡Oh blanco! ¡oh hermano mío! te llevaste mi corazón y me diste el tuyo; nuestra sangre se ha llamado mutuamente para mezclarse; nuestras almas se han buscado para unirse, pero la desgracia ha venido como la tempestad para romperlas y alejarlas, y no hemos sido bastante fuertes para resistir a su furor. ¡Ay, bello extranjero mío! tú te quedas como el árbol en la orilla, y yo me voy como la rama desgajada que cae en el torrente. ¡Adiós, ya no hay remedio! ¡Estoy como el cordero atado en manos del que va a degollarle! Estoy como la hoja seca derribada por el viento en la hoguera; ¡pronto seré ceniza! Pero voy al sacrificio por salvarte; ¡ah! ¡cuánto más cruel habría sido para mí que murieras por causa mía! ¡Blanco mío, adiós! No olvides jamás cómo correspondo al noble y ardiente amor que te debo. Te doy cuanto tengo, te doy mi vida; ¿qué más puede ofrecerte una pobre salvaje? ¡Oh! si tuviese algo que valiese más que mi vida, no vacilaría en sacrificártelo. ¿Hallas cosa alguna en mí que yo no haya reparado y que en este instante pueda ofrecértela? Dímelo y te complaceré; ¡sí, dímelo!... Pero ¡ah! lo único superior a mi corazón, a mi alma, a todo mi ser, eres tú mismo... ¡sí, tú mismo, y por ti soy llevada al sacrificio!... ¡Carlos! ¡Carlos, adiós!

-¡Amor mío! ¡Amor de mi alma! -contesta el joven-, ¡cómo podré soportar que perezcas por mí! ¡cómo que se me deje una vida que debe apagarse junto con la tuya! No, no será así; ¡que a mí también se me lleve contigo, que nos inmolen juntos! ¿Qué inconveniente hay para ello?... ¡Cumandá! sé lo que van a hacer de ti... ya lo sé... lo sé todo... ¡Que tu cadáver y el mío sean puestos a los pies del cadáver de Yahuarmaqui! ¡Ah! te han buscado con grande empeño para sacrificarte a una costumbre bárbara y terrible. ¡Crueles, crueles salvajes!... ¡Sí, los jívaros van a cumplir ya sus propósitos! ¡indios atroces! Pero yo también moriré contigo...

-¿Morir tú? ¡nunca! ¡jamás! No conviene que tú mueras, hermano blanco mío, no; el jefe de los cristianos necesita de ti: ¡pobre anciano! ¡qué fuera de él si tú le faltases!... Cálmate; deja que yo cumpla mi destino; pero tú, amado de mi alma, vive, vive para tu padre.

-¡Oh, Cumandá! ¿tú también te has vuelto cruel? Al pedirme que viva, me pides que me resigne a un espantoso mal: ¡la vida sin ti, Cumandá!...

-Extranjero, acuérdate que muchas veces me has hablado del amor que es preciso tener a nuestros padres; acuérdate, por otra parte, cuántas veces me has dicho cómo el buen Dios, el Dios de los cristianos, convierte los dolores de la tierra en delicias del cielo; y si yo me voy delante, tú, por mucho que vivas, me seguirás pronto a ese cielo, que es la patria de los espíritus. Voy a esperarte allá. Mi vida se ha secado como gota de rocío al nacer el sol; pero consuélate: tú también eres gota de rocío, y también para ti vendrá el sol. ¡Blanco mío, adiós!

-Sí, hermana mía, todas esas cosas te he dicho cuando no me devoraba la fiebre del dolor y del despecho; ¡pero ahora!... ¡Dios mío! ¡Ah, Dios mío! ¡no quiero que Cumandá parta a la muerte sin mí!... Guerreros del Palora -añadió el joven volviéndose a los jívaros que presenciaban impasibles tan tierna escena-; generosos hijos del desierto, ¡desatadme! ¡llevadme con la hija de Tongana, y tened la bondad de sacrificarme con ella! O bien, no me desatéis, dejadme aquí, pero clavado contra este árbol con vuestras flechas. Ahí las tenéis. ¡Ea! no vaciléis; tended los arcos; ¡heridme, heridme por piedad!...

Un segundo toque del caracol interrumpió el diálogo de los amantes, y los jívaros intimaron a Cumandá la necesidad de partir.

Eran frecuentes en ella las transformaciones súbitas, aquel revestirse de cierta grandeza salvaje, aquel sobreponerse a los peligros y al dolor mismo que torturaba su corazón; y esto sucedió en el instante en que dirigió las postreras palabras a Carlos. Se irguió, tomó el porte y aspecto de verdadera heroína, y en voz clara y suelta, aunque algo trémula, dijo:

-Hermano extranjero, ¡valor! esta es grande virtud de tu raza como de la mía; ¡valor! ya es tiempo de que me pierdas en la tierra. Yo no dejaré de verte desde la mansión de los espíritus, a donde voy a subir: tú no dejes de elevarte a ella y de buscarme con el pensamiento. Ya no se verán ni juntarán nunca nuestros cuerpos bajo las palmeras del desierto, ni en las orillas de los ríos y lagos, ni en la superficie de sus mansas olas, pero sí se verán y hablarán nuestras almas que tanto se aman y tanto han padecido juntas.

Enseguida, toma de su cuello la bolsa de piel de ardilla, la cuelga del de Carlos, y añade:

-Esta es, ¡oh, blanco, hermano mío! la prenda del amor y de la muerte. ¡Adiós!

El joven inclinó la frente con el silencio del abatimiento sin remedio humano; Cumandá dobló un instante la suya sobre el hombro de su amado. Las lágrimas no brotaron de los ojos de ninguno de ellos: el dolor había llegado a colmo y el dolor extremo, ya lo dijimos, nunca tiene lágrimas. Callaron los labios, se entendieron las almas y se despidieron los corazones con aquellas secretas voces de inefable sentimiento para cuya expresión la naturaleza no ha enseñado todavía voz ninguna.

El son del caracol instaba y los jívaros separaron a Cumandá de Carlos. Este alzó la cabeza, y al cárdeno reflejo de las hachas vio desaparecer la fantástica figura de su amante tras unos troncos y una cortina de enredaderas, como la sombra de un ángel que se le había aparecido un momento para apasionarle el alma, y dejarla luego hundida en un abismo de dolor. ¡Tal es casi siempre el fin de las grandes pasiones! ¡tal es el inevitable paradero de las almas sensibles! Ellas, que parecen estar de más en el mundo, centro de lo material y miserable, viven envueltas en tempestades que las sacuden, las estrujan, las atormentan, y cuando, arrebatadas de su propio natural impulso se levantan a las regiones de lo ideal, es sólo para luego caer y consumirse en brazos del despecho y del dolor.

Cumandá oyó al paso unos gemidos y unos ayes débiles y apagados: conoció los primeros, pues eran de su madre; creyó adivinar los segundos, pues así se quejaba Tongana alguna vez que el dolor superaba a su resistencia. En efecto, ellos eran. La joven quiso oírlos de cerca; pero se lo vedaron los indios y, puesta al centro de la tropa y junto a Sinchirigra, fue arrebatada cual por enjambre de hambrientas hormigas, pobre mariposilla, por entre un dédalo de árboles y sombras.

Gradualmente iban desapareciendo los salvajes en las mil vueltas y encrucijadas tenebrosas del bosque; las luces se disminuían. Ora brillaba alguna en el fondo del abismo y luego se apagaba; ora no se veía sino el reflejo de otra en los musgosos troncos y las masas de follaje; ora desaparecía toda claridad y tornaba por intervalos a brillar más y más confusa, o bien se perdía y reaparecía en alternación rápida como el pestañeo, haciendo que pareciesen los árboles como que pasaban de un punto a otro a veloces saltos. Al fin quedaron sólo las tinieblas imperando en cielo y tierra. Asimismo, fueron muriendo las voces de los jívaros y el ruido de sus pisadas, y pronto en la negra y medrosa soledad no se escuchaban sino el sordo rumor del aguacero, el penetrante silbido del viento, el ronco y vago eco de las ondas, y mezclados de cuando en cuando a este nocturno concierto de la perturbada naturaleza, los lastimeros quejidos de dos corazones desgarrados y agonizantes.

Los salvajes, de carácter siempre desconfiado y suspicaz a par de cruel, una vez hallada Cumandá, temieron, por una parte, que la hechicera emplease los últimos arbitrios de su arte para salvarla de nuevo, si la llevaban consigo; y por otra, quisieron castigarla junto con su esposo, cómplice también de la evasión, en sentir de ellos, y se valieron del bárbaro expediente de atarlos, como al joven Orozco, al tronco de un árbol. Allí se entregaba la cuitada Pona a todo su dolor y desesperación, y Tongana agonizaba. Oíalos Carlos; conoció a Pona por las frases que soltaba en medio de los quejidos; pero como la tortura del alma le tenía casi enajenado, e iba con la imaginación siguiendo a Cumandá, camino del sacrificio, no podía articular ni una sola palabra.

A la postre, los tres juntamente concibieron una esperanza: ¡la próxima aurora los hallaría muertos!

¡Aguardaban un bien demasiado grande para ellos en la terrible prueba por la que atravesaban! pues parece que la muerte, de acuerdo con el destino, respeta siempre a las víctimas de la adversidad.




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- XIX -


La bolsita de piel de ardilla


El tormento de la indecisión y la angustia, no había aflojado ni un instante para el desdichado misionero. En vano se mantuvo postrado en oración largas horas: el cáliz no debía pasar de él: el cielo había dispuesto que apurase sus últimas gotas.

Miraba el reloj con frecuencia y le parecía que el tiempo volaba con más rapidez que de ordinario. ¡Ay! ¡cómo multiplica siempre sus alas para quien recela perder un bien o teme el arribo de una desgracia!

Muy poco falta ya para la hora terrible. El padre se pone de pies; vacila; vuelve a caer de rodillas, y alza ojos y manos al crucifijo que tiene delante. Levántase de nuevo y de nuevo asimismo torna a postrarse. ¿Qué hará?... Pero esta interrogación se ha repetido mil veces a sí mismo sin hallar la respuesta. Ha escudriñado sus pensamientos, ha consultado todos sus afectos, se ha hundido en las sombras de lo pasado y ha traído a la memoria, uno a uno, todos sus recuerdos, y ¡nada, nada! ¡ni un solo arbitrio, ni un viso de esperanza! ¡nada en la cabeza, nada en el corazón, nada en las reminiscencias que pueda salvar a Carlos sin sacrificar a Cumandá, que pueda salvar a Cumandá sin sacrificar a Carlos! El infeliz religioso halla en sí mismo un inmenso y desesperante desierto sin una gota de agua, sin una hoja verde, sin una ligera brisa que indiquen esperanzas de vida; ¡sólo siente rugir el huracán por todas partes!

Consulta otra vez el reloj. Ha pasado la hora, se estremece y hiela de pies a cabeza; va hacia la puerta del templo, la abre, la cierra, da vueltas medio arrimado de manos a los muros... Toca al fin la campana, y asoma el indio guardián de la iglesia.

-Hijo -le dice-, ¿qué es del jívaro mensajero? ¿qué es de Cumandá?

-Padre -contesta el buen záparo-, tan negra está la noche, que a pesar de mi excelente vista no he podido divisar la canoa del jívaro, pero sí puedo asegurarte que nadie ha tocado los tendemas puestos en las picas, por lo cual veo que no ha partido.

-¿Y Cumandá?

-Debe estar donde mandaste que estuviese.

-¿Luego no la has visto? ¡Desdichada joven! habrá pasado las mismas terribles horas que yo.

-El aguacero no ha dejado que nadie salga de sus casas, y no sé...

-No sabes de ella; pero ahora quiero que vayas a verla, y vuelvas y me digas cómo la has hallado. Luego, al punto, ordena a mi nombre a cuatro de los remeros más diestros que apresten la mejor canoa para que partamos, sin que el mensajero nos sienta, a la Peña del Remolino, pues conviene que yo hable con el curaca de los paloras.

-¡Oh, padre! -contesta el indio con sorpresa-, es fácil ver a Cumandá, y voy a ello en el momento; pero es imposible bogar a estas horas, cuando no se ve el río y sólo se le oye bramar, porque está hinchado y bravo; ¿cómo quieres morir, y que contigo mueran infaliblemente los remeros?

-Haz lo que te manda tu padre el jefe blanco -replicó en tono imperioso el misionero.

Los indios son por extremo dóciles y obedientes a los sacerdotes que los han catequizado, y el andoano calló, inclinó la cabeza y partió.

Algo tardó en volver; mas al cabo, asaz turbado e inquieto, estuvo en presencia del padre Domingo, a quien dijo:

-Los cuatro záparos están solos y dormidos, y tan profundamente que no se han recordado a mis voces.

-¿Y Cumandá?

-Cumandá... ¿No te digo, padre, que ellos están solos?

-¡Dios mío! -exclama el misionero con voz angustiosa y juntando las manos-: ¡Dios mío! ¿qué ha sucedido?

Y vuela otra vez a la campana y la toca desesperadamente. La voz del rebato, que expresa en alguna manera el desasosiego del ánimo de quien a deshora la hace resonar, cunde por todos los rincones de la selva y despierta al punto a toda la Reducción. El misionero, acompañado de muchos indios, está poco después en la cabaña donde algunas horas antes dejó a Cumandá. Halla que ha desaparecido, y grita a los cuatro záparos, que tardan en volver del fingido sueño. Pregúntales por la joven y alelados no aciertan a responder. Dirígese a las mujeres que, asustadas, salen de sus oscuros lechos; pero ellas saben menos de Cumandá que sus maridos. Al cabo uno de éstos dice:

-¡Dios me valga, padre! esa moza es una hechicera.

-¡Hechicera! -repite el misionero indignado con el ultraje hecho a la joven y procurando reprimirse, añade-: Hijo, refrena tu lengua: ¿quieres buscar la disculpa de tu descuido o tu malicia con el veneno de la calumnia?

-Padre -replica el záparo-, ¿qué quieres que yo piense? ella ha hecho con nosotros algo que no es de Dios: de la bolsa de ardilla que llevaba al cuello sacó una cosa que no pudimos ver, la movió rápidamente sobre nosotros, y al punto caímos dormidos como unos bancos.

-Lo que dices es un embuste, hijo; pero que no lo fuera, lo indudable es que Cumandá se ha fugado y se ha entregado a sus victimarios por Carlos y por vosotros. ¡Oh joven generosa y desgraciada!... ¿No os acordáis con qué empeño pedía que la entregásemos al jívaro mensajero?... ¡Ah! ¡de seguro ella está ya con los paloras, y acaso muerta! ¡Dios mío!... ¡Záparos indolentes! ¡bárbaros! ¡dejarla irse! ¡dejarla sacrificarse! ¿No habéis tenido valor de defenderos de los jívaros, y habéis querido ser salvados por una mujer, entregándola a la muerte?...

Los culpados inclinan la frente y guardan silencio. El misionero ordena que sin pérdida de un instante se aliste la canoa más ligera; llama, eligiéndolos él mismo, a los remeros necesarios para que le lleven al campo de los jívaros, pues conviene estar allí antes que partan. Mas los záparos no están acostumbrados a desafiar, como algunas otras tribus bárbaras, los peligros de una navegación en noche tormentosa y en aguas agitadas, y aparentando obedecer al religioso, se mueven activos sin hacer nada, y pierden horas y horas. El padre se desespera; su lenguaje con los indios llega a ser acre y violento, y aun toma el cabo de una pica y los amenaza. Pasmo tamaño les causa ver la mansedumbre y bondad de ayer trocadas en palabras destempladas y movimientos de ira. Bajan a la playa, y las angustias e instancias del cuitado se doblan al convencerse de que el mensajero ha desaparecido, y al mirar al través de la densa bruma, allá distantes, los fantásticos reflejos de las hachas de viento de los paloras, moviéndose y desapareciendo gradualmente entre las sombras del bosque y sobre las ondas, como las pálidas centellas de una hoguera moribunda en el fondo de un abismo.

-¡Presto! ¡la canoa! ¡vamos! decía el padre. ¿No veis como los jívaros se van? ¡Sí, se van! el moverse de esas luces lo indica... ¡Ah! ¡quizás por causa vuestra no alcance yo a salvarlos! ¡Mirad! las luces desaparecen... ¡Se van! ¡se van! ¡Y acaso a Carlos con Cumandá!... ¡Ay! ¡van a sacrificarlo!... ¡La canoa! ¡al punto la canoa! ¡Sois unos cobardes!... ¿Qué esperáis? ¿qué teméis?...

¡Esfuerzos inútiles de una inútil desesperación! El río se ve apenas moviéndose negro y espantoso como un monstruo cuyo lomo ondea en la oscuridad al mugido del viento y al chasquido de la lluvia, y los záparos, quizá por la primera vez en su vida, tiemblan y retroceden. Dos canoas se prepararon sucesivamente; mas al poner el pie en ellas fueron arrebatadas por las olas turbulentas que en ese instante las azotaron; si bien se atribuyó con fundamento a intención de los mismos indios que no omitían arbitrio para evitar la peligrosísima navegación.

Al cabo asomó la aurora, y con sus luces, nada hermosas ni risueñas, pues brillaban tras un espeso velo de nubes y lluvia, los záparos se aprestaron al fin a complacer al padre Domingo. Los peligros habían minorado, mas no desaparecido: el aguacero continuaba, y el río turbio e hinchado se agitaba amenazante. Con todo, podía navegarse con la ayuda de remos y vela, y más cuando el viento no dejaba de soplar en dirección favorable. Embarcose, pues, el misionero; seis robustos jóvenes guiaron e impulsaron la pequeña nave; varios otros indios, bien por amor al padre, bien por curiosidad, los acompañan en sus canoas. Después de bregar cuatro horas con las ondas, en un espacio que en otras ocasiones habían caminado en la cuarta parte menos de tiempo, saltaron todos en la orilla del Remolino de la Peña, hacia la parte superior. Suben sin detenerse a la meseta que se extiende sobre aquel punto, y se les presenta de súbito el triste y doloroso espectáculo de Carlos atado a un tronco y en la actitud del más hondo abatimiento.

-¡Hijo mío! -exclama el religioso-, ¡pobre, pobre hijo mío! ¡en qué situación te hallo!... Pero ¿es posible que estés vivo? ¿es posible que no te hayan despedazado esos bárbaros?

-Sí, vivo estoy -contesta el joven-; y en verdad que los paloras son unos bárbaros; ¡qué atrocidad! ¡llevarse a Cumandá y dejarme vivo! ¡Oh, padre mío, padre mío! ¿no es cruel, no es feroz esto de llevarla sola al sacrificio cuando yo debí precederla en él o irme a morir a su lado?

Estas y otras palabras de dolor se cruzan entre padre e hijo, mientras con manos trémulas desata el primero al segundo.

-Padre mío -añade Carlos-, bendíceme y consiente que siga a Cumandá.

-¿Qué dices? ¿qué pretendes?

-Salvarla o perecer.

-¡Nunca, jamás lo consentiré, hijo mío! piensas en una locura.

-Pero ¡cómo! ¿la dejaremos perecer? ¿Será posible que yo solo me salve a costa de su sangre? ¡Ah, mira, padre! esa dulcísima virgen del desierto, otras veces te lo he dicho, tiene no sé qué atractivo irresistible para mí: su corazón es mío, su alma es mía, su sangre llama a mi sangre; los lazos de afecto que nos unen en nada se parecen a los amores vulgares: son lazos tejidos por ángeles. ¡Ah, padre, padre mío, con ella se han llevado mi vida! ¡un cadáver te habla, no sé por qué prodigio; no tu hijo! ¡Déjame partir! ¡déjame seguirla!

El padre Domingo, víctima de igual dolor y angustia, no acertaba a decir ni una sola palabra que pudiera calmar a Carlos: con el propio dolor no se cura el dolor ajeno, así como el consuelo de otro no alivia el propio mal. El joven continuaba en el mismo lastimero acento:

-¡Desdichada Cumandá mía! ¡oh, con qué ternura me dijo sus últimas palabras! ¡cómo descendieron sus postreras dulcísimas miradas hasta el fondo de mi corazón!... ¿Y esta reliquia?... Ella, sí, ella me la puso al cuello con sus propias manos. ¡Reliquia preciosa y querida!... ¡Tesoro mío! ¡Prenda de mi único eterno amor!

Carlos cubre de besos ardientes la bolsita de piel de ardilla. El padre Domingo, que la reconoce, la toma con manos temblorosas y murmura:

-La vi ayer; es la misma; pendía de su lindo cuello.

Entretanto, el viejo Tongana y su esposa habían sido también desatados de su árbol. Tongana cayó al pie del tronco y siguió agonizando; Pona, que gemía desolada, cae de rodillas a los pies del misionero y exclama:

-¿Qué vais a hacer? ¡No abráis, no abráis esa bolsa! ¡no veáis lo que hay dentro! Esa prenda es mía, propiedad mía, y sólo yo sé cómo debe mirársela; a vosotros puede causaros mal. ¡Volvédmela, por Dios!

Carlos y el padre se sorprenden y miran en silencio a la anciana. El segundo se estremece y suelta la piel de ardilla como si hubiese empuñado un alacrán; pero el joven, incitado más bien que acobardado por las palabras de Pona, desata la bolsa misteriosa. La india se opone, insta, llora, clama. Él, sordo a las súplicas, saca un objeto circular envuelto en un pañito blanco como la hoja del jazmín: le desdobla; dentro está otro paño de muselina no menos cándido: la muselina cubre un magnífico relicario de cerco de oro; en el relicario está, perfectamente conservada, la imagen de una mujer bellísima.

-¡Cumandá! -exclama Carlos al verla. El misionero la toma con avidez; fija en ella una mirada de sorpresa, de dolor, de un no sé qué inexplicable que pasa en lo íntimo de su corazón, y exclama a su vez:

-¡Mi Carmen!... ¡Mi Carmen!...

Fáltanle las fuerzas al desdichado sacerdote y pierde por un momento el sentido. Después de tantas impresiones terribles, esta última le abate por completo.

Es, en efecto, el retrato de Carmen lo que acaba de ver; propiedad de ella fue esa miniatura; y Cumandá se parece a Carmen, circunstancia que había llamado vivamente la atención del misionero, por lo cual, excitado su interés por la joven india, le dolía tanto su mala suerte como la de Carlos.

Pero, ¿cómo había venido esa prenda a poder de una salvaje? ¿por qué se parecía tan extraordinariamente Cumandá a Carmen?

Vuelto en sí el padre Domingo, y repuesto un tanto de la violenta impresión, hace a Pona pregunta tras pregunta, ruega, insta, la halaga con promesas, la acobarda con amenazas, porque revele el misterio que sólo ella posee, a no dudar. Al fin, vencida por la esperanza de que los blancos, unidos a los záparos, salvarían a la joven al saber quién es, la esposa de Tongana dice:

-Óyeme, jefe de los cristianos, hace largo tiempo que, llevados del despecho por el mal tratamiento que les daban los blancos, los indios de Guamote y Columbe, pueblos del otro lado de la montaña, se levantaron en gran número, mataron a muchos de sus opresores y quemaron sus casas, pero después cayó una nube de gente armada sobre los alzados, tomaron a los principales de ellos y los colgaron de la horca. Entre éstos se hallaba Tubón, indio jornalero del blanco D. José Domingo de Orozco; mas quiso el cielo que se arrancase el cordel que apretaba su garganta, cayó, y tuviéronle todos por muerto. Cuando estaba ya en el cementerio le palpé el corazón, y sentí que se movía. Entonces, ayudada de unos parientes, le llevé a la choza de un pastor, donde a poco se puso bueno. Yo servía en casa del mismo señor Orozco, dando la leche de mis pechos a una niña llamada Julia, a quien llegué a amar como a mis ojos; me dolía que pereciese junto con la familia blanca, y cuando comenzó a arder la casa, incendiada por Tubón, saqué a la niña...

-¡Sacaste a la niña! -repite el padre Domingo con ansiedad.

-La saqué -prosigue la anciana-, y con ella esa reliquia que hallé junto a la cuna, la cual hace prodigios, porque la blanca a quien se parece fue una santa señora.

-¡Mi Carmen!

-Cuando nos vinimos a estos desiertos Tubón, yo y dos hijos nuestros, tiernos todavía, nos la trajimos a la niña...

-¡La trajisteis! ¿y qué fue de ella?

-Ha crecido con nosotros y se llama...

-¡Cumandá!...

-Sí, Cumandá. Esta no es, pues, hija mía, y Tongana es Tubón, que quiso cambiar de nombre al huir de los blancos, a quienes detesta, e hizo también que lo cambiásemos todos los de su familia...

-¡Cumandá es mi Julia! -interrumpe el misionero a Pona-; ¡es mi hija! ¡es tu hermana, oh Carlos! Ya el corazón me lo decía: desde el instante en que la vi noté en ella completa identidad con mi Carmen, y por eso me dolía más que los indios la sacrificasen. ¡Hija mía! ¡y ahora!...

-¡Hermana mía! ¡hermana de mi alma! -exclama el joven-; ¡ah! ¡con cuánta razón sentí por ella ese afecto purísimo y generoso que sólo puede inspirar un ángel! No ha sido humano este amor, no: por eso lo he sentido yo que siempre había desdeñado las bellezas y los atractivos de la tierra. ¡Oh, hermana mía!... Pero, padre: ¿qué hacemos? Es preciso no perder ni un instante: ¡a salvarla! ¡volemos, volemos a salvarla!

-Sí, volemos hijo mío, quizás podamos llegar a tiempo. Tenemos en qué fundar nuestro reclamo: Cumandá es Julia, es mi hija, es tu hermana. Esta prenda nos servirá para acreditarlo; esta mujer nos dará su testimonio; a Tubón o Tongana le arrancaremos, asimismo, la confesión de la verdad. Por último, ofreceremos grandes recompensas a los jívaros; y si con ellas no ceden, los amenazaremos con la guerra. Sí, voy a hacerme guerrero; voy a abandonar las ropas sacerdotales y a combatir hasta libertar a mi hija, ¡a mi hija adorada! Sonará el tunduli en Andoas; un záparo, dos, tres, cuatro záparos recorrerán Canelos, Zarayacu... todos los pueblos cristianos, que se levantarán en favor nuestro. Pero ¿y si no alcanzamos?... ¡ay, Dios mío!... En fin, ¡vamos! ¡volemos!

¡Votos fervientes y esperanzas locas, hijos de la desesperación!

El padre obra con actividad, y quisiera todavía más presteza en todos sus actos. Ordena que uno de los záparos que le acompañan se vuelva a la Reducción, refiera a sus compañeros lo que se acaba de descubrir, y les incite a todos a apercibirse para la guerra. Con Carlos y los demás indios, va a emprender la marcha hacia la tierra de los paloras, caminando aún entre las sombras de la noche. Pona los acompañará.




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- XX -


Diligencias inútiles


(Conclusión)

Pero la anciana se ha postrado junto a su moribundo esposo, le sostiene la cabeza y le habla en voz baja entre sollozos. El viejo de la cabeza de nieve, al escucharla, abre y cierra con trabajo los amortiguados ojos varias veces, como llama de candil sin aceite, que muere y resucita alternativamente al suave aliento del aura.

-Mi marido se muere -dice Pona al misionero.

El padre se acerca a los dos ancianos salvajes.

-¿Eres Tongana? -pregunta, no obstante que sabe ya quién es, sorprendido de ver un repugnante cadáver que apenas alienta.

El indio abre los ojos y contesta:

-Soy Tubón.

Esa mirada sombría, esa voz, ese nombre descorren un velo ante la memoria del padre Domingo, y la espantosa historia de dieciocho años antes, se le presenta, como se le presentó la víspera: ve arder su casa, oye los gemidos de su esposa e hijos, percibe el chirriar de sus carnes abrasadas, los desentierra luego de entre escombros y cenizas. ¡En un instante perdidos para siempre sus amores, su dicha y hasta su esperanza!... ¡Y el autor de tan atroces males está ahí, ahí, en su presencia! ¡es ese viejo, esa repugnante momia con un soplo de vida, y cuya cavernosa voz acaba de escuchar! Una ráfaga de odio y de venganza, como una lengua de fuego escapada del infierno, le envuelve el corazón; arrúgasele la frente, la mirada se le pone terrible, se le contraen los labios, aprieta los puños; el mérito de dieciocho años de virtud está a punto de desaparecer; la corona de la austera y larga penitencia vacila en la frente de su alma, y el diablo se ríe.

-¡¡Tubón!! ¿me conoces? -pregunta en tono que revela la tempestad de ira que hincha su pecho.

-¡Ah!... ¡blanco!... ¡te conozco! -contesta el moribundo volviendo a abrir los apagados ojos-. Tú eres uno de los tiranos de mi raza... tú... tú martirizaste y mataste a mis padres... ¡tú eres el odiado blanco llamado José Domingo de Orozco!... Sí... te conozco muy bien... Ya que no puedo alzarme para despedazarte, ¡quítate de mi presencia!

El anciano, debilitado mucho más por el doble esfuerzo del ánimo enconado y de los pulmones, queda como exánime.

El padre, al oírle, se ha estremecido cual árbol golpeado por las ondas del aluvión. La voz del salvaje es voz de salvación. ¡Gran Dios, qué toques los que das al corazón humano! Tras breves instantes de perplejidad y silencio, alza el religioso ojos y manos al cielo, y exclama:

-¡Misericordia, Dios mío! ¡ven a mi ayuda y fortaléceme! ¡Ah! ¡que mi alma padezca hundida en el abismo del dolor que merezco por mis culpas, pero que no se incline al peso de las miserables pasiones!

El águila se convierte en paloma: ¡prodigio de la caridad! ¡abismo de la gracia! El fraile se postra junto al viejo y le dice en acento suave:

-Tubón, hermano mío, estás de mi parte perdonado, mas perdóname también los terribles males que te causé. José Domingo de Orozco que te privó de tus padres y te esclavizó largos años, y a quien tú después perseguiste y arrebataste cuanto bien poseía en el mundo, es ahora el padre Domingo que ha llorado mucho y llorará hasta la muerte sus extravíos pasados; es el sacerdote de Jesús que no tiene para ti sino perdón y amor, y que, en nombre de ese divino Redentor, viene a ofrecerte en tus postreros instantes la bendición que borra los pecados, por enormes que sean, y abre las puertas de la eterna ventura.

El indio aprieta los párpados y los labios en señal de disgusto. El padre le toma el pulso, y conoce que esa vida se va apagando rápidamente.

Carlos, entretanto, le manifiesta la necesidad de partir en el acto. La imagen de Julia aparece viva en la mente del religioso, y dice:

-¡Vamos! -poniéndose de pies. Mas un suspiro de agonía del viejo le penetra el corazón, y añade-: ¿Y esta pobre alma que va a perderse?... ¿cómo dejarla?

La caridad le vence, arrodíllase de nuevo junto a Tongana, le extiende con amor el brazo por el cuello, y vuelve a hablarle:

-¡Hermano mío! tus últimos momentos van pasando, y la eternidad va a comenzar para ti; ¡que tu alma entre en ella purificada y digna del cielo!

Jesucristo se ha puesto entre nosotros dos, ha hecho desaparecer nuestra historia pasada, y nos llama a sí por medio del mutuo perdón: yo te he perdonado; perdóname tú y ambos nos salvamos. Mézclense en este instante nuestras lágrimas, confúndanse nuestras voces en común deprecación, vuelen juntos a lo alto los gemidos de nuestro dolor, y venga sobre nosotros cual suave rocío la divina gracia. ¡Tubón, Tubón hermano, escúchame!...

-¡Parto solo! -le interrumpe Carlos desesperado. Mas el misionero está arrobado por la caridad, y baja luego a su corazón la esperanza, al notar que se dulcifica algún tanto la expresión del semblante del moribundo, que hasta le dirige una mirada, no ya iracunda, sino llena de melancolía. Ésta nunca es muestra de ánimo irritado.

-¡Hermano mío! ¡hermano de mi alma! -continúa el misionero-, ¡cuán feliz eres! Una espantosa desgracia ha sido causa de que yo venga a estos lugares, pero, ¡oh prodigio de la bondad divina! he venido para hacerte venturoso. El buen Dios no exige de ti en este momento sino un suspiro, una lágrima, una muestra cualquiera de arrepentimiento, con tal que nazca del fondo del corazón. Todo tu destino futuro en el país de las almas depende de un minuto, de un segundo. ¡Oh abismo de la misericordia de nuestro Dios, donde desaparece en un pestañear todo el abismo de nuestras culpas para convertirse en dicha perdurable! ¡Tubón! ¡oh, Tubón! no verás lucir más el sol de este cielo que cobija las selvas del desierto; pero te espera otra luz más brillante en el cielo de la eternidad; ¿no quieres gozarla, hermano mío? Lo quieres, sí, lo anhelas. Comprendes mis palabras; sabes lo que debes a Dios y lo que a ti mismo te cumple en esta hora suprema y decisiva. Hermano, ¿no es verdad que te arrepientes de tus pecados y te acoges a la misericordia eterna? ¡Ah, Tubón, dímelo! ¡dímelo!...

-¡Padre -exclama Carlos por tercera vez-, tu caridad para con un salvaje, pierde a tu Julia! Partamos.

Pero el anciano abre otra vez los ojos y mira ya con ternura al padre; quiere hablar y no puede; dos lágrimas ruedan por sus quemadas mejillas.

-¡Llora! -dice el misionero-; ¡lágrimas salvadoras! ¡lágrimas de bendición y prendas de eterna salud!

El signo de la cruz desciende de la diestra del religioso, y el alma de Tongana abandona para siempre su morada de arcilla.

Enseguida ordena el padre que el cadáver sea conducido al cementerio de la misión, y tomando la mano a Pona, que derrama abundante llanto sobre los restos de su esposo, la alza y dice:

-Tubón, ya está con Dios; ahora volemos a salvar a Julia. Guíanos tú que conoces el camino de los paloras.

Y una voz interior le dice en contestación:

-¡Quizá es ya tarde! ¡Quizás Tubón te ha sido funesto hasta en su muerte: te ha detenido el deseo de salvarle, y esta dilación habrá causado la muerte a Julia!

La garra de la dolorosa sospecha ase cruelmente el corazón del padre Domingo. En efecto, ha perdido para Cumandá, las horas aprovechadas para Tongana.

Habíase adelantado Carlos, y el misionero apretó el paso para alcanzarle.

Mas la naturaleza parecía haberse conspirado contra los dos, quienes, y aun los mismos záparos que los acompañaban con ardiente interés, no podían, a veces, vencer los obstáculos que hallaban en su camino.

Los jívaros son generalmente mucho más diestros para caminar por la noche y en medio de la tempestad, esguazar a nado los ríos crecidos o romper con sus canoas las ondas agitadas; así, pues, los paloras llevaban una delantera inmensa, cuando los andoas, con fray Domingo y Carlos, partieron de la margen del Pastaza.

Sin embargo, bastante avanzaron también; pero con el fin de acortar el trayecto, y desatendiendo las observaciones de la anciana Pona, los záparos dejaron de seguir las huellas de los jívaros y pretendieron tomar una línea más recta hacia el Palora, para atravesarlo, subir por su margen izquierda, y alcanzarlos en su caserío lo más pronto posible. Tamaño error: los paloras supieron escoger el camino que convenía para evitar particularmente los estorbos ocasionados por las lluvias, y la crecida de arroyos y ríos. Los záparos, pues, se enredaron entre la selva y casi perdieron la dirección. Algunos se habían propuesto subir por agua; pero hallaban no menos obstáculos, y los jívaros que los precedían por la misma ruta, habían avanzado bastantes leguas.

La primera noche sorprendió a los viajeros cristianos empapados por la lluvia. La oscuridad era densa, y no obstante, el misionero ordenó que nadie se detuviese, y todos, mal grado los más, continuaron la penosa marcha. Poco adelantaron, y llegados a un río cuyas aguas espantosamente crecidas atronaban la selva, hubieron de hacer alto por la fuerza. Los blancos se desesperaban; subían y bajaban por la orilla como lebreles fatigados que oyeran al otro lado la voz del cazador que los llama; animan a los indios, proponen mil medios de vencer a ese enemigo implacable que ven arrastrándose enfurecido por delante... ¡Todo es inútil!

-¡Ah! -piensa el misionero con angustia-, si no nos hubiésemos detenido en el Remolino de la Peña, este torrente lo habríamos pasado con la luz de la tarde, y quizás entonces no sería torrente, sino arroyo. ¡He salvado tal vez una alma a costa de la vida de mi hija!...

Un záparo consiguió encender una tea, y a su cárdeno resplandor pudo verse más claramente el aluvión, cuyas ondas negras, salpicando espuma negruzca también y azotando con furor las márgenes de piedra, bajaban con vertiginosa rapidez arrebatando gigantes árboles y enmarañadas raíces que pasaban volteando como las aspas de los molinos de viento en lo más recio del vendaval. El abatimiento sobrecogió a todos y se sentaron al pie de los árboles, con los brazos cruzados sobre las rodillas, las miradas en las tumultuosas aguas y el pensamiento en Cumandá, arrebatada por el infortunio, cuya imagen les parecía ese río bramador e invencible que se precipitaba a sus pies.

La noche sigue lluviosa y los corazones oprimidos. Apenas se despierta el alba y sus miradas iluminan algún tanto el seno de las selvas, los viajeros se ponen en movimiento. El río se había calmado, y, ¡bendita luz! puede saberse cómo obrarán para pasar a la otra orilla. Ahora, además, se convencen de que las dificultades y peligros fueron, más bien que reales, obras de la oscuridad nocturna y de la imaginación aterrorizada. Derriban un añoso ceiba en la margen; cae el gigante al través del hondo cauce; hay ya un puente, y el antes temido aluvión queda a las espaldas de los viajeros que ya ni el ruido escuchan; pero ¡cuántas horas perdidas!... Y luego ¿es acaso ésta la última dificultad? El temporal no cesa; parece que las nubes han reservado para esos días todas las aguas de un año. Diez veces la caída de los colosos monarcas del bosque estorba el paso, obligando a los caminantes a dar inútiles rodeos; en dos puntos han hallado pantanos que ha sido preciso atravesar arrojando sobre ellos troncos y ramas, o bien atollándose y cubriéndose de barro hasta el pecho. ¡Cuántos inconvenientes por no haber seguido las huellas de los jívaros!

Estos, entretanto, se hallan ya cerca de sus cabañas, acaso han llegado, y por ventura... ¡ay! por ventura... ¡qué será de la infeliz Cumandá!...

Seis días han transcurrido, seis días de terribles penalidades soportadas con el aliento de la esperanza. ¡Oh, si Julia se salva!, esas penalidades serán glorias y delicias. ¡Julia! ¡idolatrable y desdichada Julia, resucitada para su padre y su hermano en los momentos en que se la arrastra al suplicio!... ¡Ah! quizás... ¿Si serán largas las ceremonias fúnebres entre los jívaros? La pobre Pona lo ignora: sólo sabe que esos bárbaros ahogan a la víctima en una agua olorosa, o deteniéndole el aliento con una venda. ¡Sabe demasiado! ¡El misionero y Carlos se horripilan de oírlo!...

Habían podido acercarse a la orilla del Palora, mas no pasar a la opuesta, y se contentaron con seguir por ella, sin aguardar las canoas de sus compañeros que suponían demasiado atrasadas. Al sexto día, muy por la tarde, alcanzaron a distinguir una columna de humo que, levantándose majestuosa de entre el bosque, se abre en inmenso quitasol y confunde sus crespas orlas con las tempestuosas nubes que no han dejado de enlutar el cielo. ¿Si será el humo del sacrificio? Aligeran el paso; caminan toda la noche. A la madrugada siguiente, se hallan al fin en el punto por donde es indispensable pasar al caserío de los paloras que, según el humo, disminuido ya y que apenas se mueve perezoso en la superficie de la selva, queda en línea recta hacia la derecha de los caminantes.

No se percibe rumor ninguno; no hay señal de vida en la otra margen, donde sólo se alcanza a ver, al través de la bruma que gatea sobre las ondas, unas dos balsas, al parecer abandonadas. Ese silencio y esa ausencia de todo indicio de moradores en las inmediaciones de una tribu tan populosa, esa falta de canoas en la orilla, son de muy mal agüero, pues sabido es que los jíbaros, terminadas las ceremonias de un entierro, tienen por costumbre quemar sus cabañas, excepto la que sirve de tumba, arrasar las sementeras y, dando sus canoas a la corriente del río, si acaso toman camino por tierra, alejarse tres, cuatro o más jornadas para levantar un nuevo caserío y labrar otras chacras; y a la patria del muerto nunca más vuelven, y cuidan hasta de no pasar por sus inmediaciones, de miedo de turbar su sueño eterno, y hacer temblar sus huesos con el ruido de las pisadas y de las armas.

Algo se había serenado el tiempo, y el sol naciente, rompiendo las cortinas de vapor que envolvían los bosques, derramaba suaves rayos para acariciar y consolar a la naturaleza, maltratada por tan largos días de crudo temporal. ¿Si será esta bonanza preludio de salvación y dicha para los corazones despedazados por la tempestad del dolor y la angustia?

El Palora, aunque algo precipitado, no arrastra ya en ese punto los despojos de la selva arrancados por los aluviones que descienden de los collados vecinos, y dos záparos lo pasan a nado y vuelven con las balsas. En ellas se trasladan el misionero y Carlos, Pona y algunos indios, mientras los demás lo hacen echándose al agua y rompiéndola como unos peces.

Del río a lo interior de la selva hay una angosta y sombría vereda que va a terminar en el caserío a cosa de quinientos metros; los dos blancos se lanzan por ella a todo correr, como galgos que ven a distancia el descuidado ciervo. Sigue el silencio por todos los contornos. Suben una pequeña colina; salvan un arroyo que limita una extensa chacra, penetran en un grupo de platanales, y al salir de él se encuentran en un campo abierto y circular. En medio se alza una gran cabaña rodeada de las funestas reliquias de otras que han sido devoradas por el fuego: sólo hay postes ennegrecidos y montones de cenizas, de entre los cuales se desprenden todavía algunas breves espiras de humo, sin que haya ni el más leve viento que las inquiete en su pausada ascensión. Padre e hijo se detienen un momento, como si la oculta y poderosa mano de un genio los sujetase súbitamente. Sus miradas se fijan con terror en la cabaña solitaria; envuélvelos una ráfaga de hielo, como las que azotan las faldas del Chimborazo en una noche de invierno, y se les corta la sangre, y se les estremece el espíritu. Luego, se ven los rostros, y se dicen con los ojos:

-¿Qué aguardamos? ¡volando, enseguida como dos flechas hacia la choza!

Está perfectamente cerrada la puerta; quieren abrirla; y en su desesperado empeño, hallan torpes y tardos los dedos, y tiran las amarras con los dientes. Un záparo viene en su auxilio y rompe los nudos con un cuchillo. La puerta cede; entran fray Domingo y Carlos, y lanzan a un tiempo un alarido desgarrador, uno de aquellos gritos del alma arrancados por la tortura del infierno. ¡Qué espectáculo! ¡allí está Cumandá sin vida! Junto a la horripilante momia de Yahuarmaqui, rodeada de armas y cabezas disecadas, yace la bella y tierna joven, como junto a un tronco que ennegrecieron las llamas la pálida azucena que comienza a marchitarse y se dobla sobre su tallo; o bien como un trozo de nieve arrimado a la calcinada roca de un volcán. Las huellas de la muerte casi no son notables en ella, y al abandonarla el alma, le ha dejado en la frente el sello de su grandeza: sí, esa frente está diciendo que ha muerto arrebatada por una heroica generosidad, por una pasión nobilísima y santa. ¡Encantadora virgen de las selvas, qué lección tan sublime encierra tu voluntario sacrificio!

-¡¡Ay!! -exclaman el misionero y Carlos.

-¡Ay! ¡mi hija!

-¡Ay! ¡mi hermana! ¡Muerta! ¡muerta!

-¡Todo ha terminado! ¡hasta la esperanza!...

Llámanla con voces trémulas y delirantes, púlsanla, le palpan el corazón, y hallan rigidez, hielo... Bésanle la frente y las mejillas, y las lágrimas con que las bañan ruedan por ellas cual gotas de lluvia por el terso mármol de un sepulcro...

-¡Ay! -repite Carlos-, ¡no hay esperanza!

El dolor enmudece al religioso, y esas lágrimas son las últimas: acaba de secarse la fuente de ellas: su corazón está como el polvo del camino en día de estío. El extremo dolor es como una llama que todo lo abrasa y mata, y extermina: escalda el pecho, ahoga la voz, deseca hasta las últimas gotas de llanto, y queda solo y triunfante en lo más hondo de las entrañas, y en lo más íntimo del alma, como una fiera en medio de un campo desolado. Arrimado de espaldas a un poste de la cabaña, las manos entrelazadas sobre el pecho, caído sobre éste el macilento rostro, pero vueltos al cadáver de su hija los estupefactos ojos, el desdichado fraile se deja estar inmóvil largo rato. Carlos se ha postrado junto a su hermana, le ha tomado una mano y la ha oprimido a su pecho, cual si quisiese que ese miembro inerte sintiera los latidos de su destrozado corazón; sus miradas parece que buscan en las difuntas facciones de la virgen algún soplo de vida, y sus labios murmuran suavemente frases de ternura. ¡Locuras del dolor!...

Los záparos se han detenido a la puerta, y cada uno en diversa actitud, pero todos con muestras de un solo y profundo sentimiento. En algunos ojos brillan las lágrimas.

Entretanto, la anciana Pona ha llegado, y dando gritos desesperados, se precipita a la cabaña y estrecha a Cumandá en sus brazos, llamándola repetidas veces y dándola los nombres más dulces y tiernos.

-¡Hija mía! ¡paloma mía! ¡consuelo y regocijo de mi alma! ¡flor de mi corazón nutrida con mi sangre! ¡ay! ¡cómo te hallo!...

El vivísimo dolor y el lamento de la viuda de Tongana dan, si puede decirse, los últimos toques a aquel cuadro de desolación preparado por el destino y consumado por la barbarie de los jívaros.

Un záparo, viejo y respetable, se acercó al misionero, y tocándole ligeramente el hombro, cual si quisiera despertarle del letargo del pesar, le observó que el detenerse mucho tiempo en esos lugares era peligroso; pues según todas las apariencias, los paloras se habían retirado sólo la víspera, y pudiera que, volviendo alguno de ellos por cualquier evento, los sorprendiera, llamara a sus compañeros, y asesinaran al padre, a Carlos y a todos los profanadores de la cabaña de la muerte.

Eran fundados los temores, y el misionero, si no por él, por Carlos, y sus fieles andoanos, dispuso la vuelta a la Reducción, llevándose los preciosos despojos del tesoro que acababa de hallar y perder a un tiempo.

Los záparos que subían por agua llegaron a poco. En una de sus canoas pusieron, envuelto en una sábana de llanchama, el cadáver de Cumandá. En la misma, se embarcaron el misionero y Carlos; Pona y los demás indios en las otras y en las balsas, y se dejaron arrebatar por la corriente.

Durante la navegación, que fue apenas obra de veinticuatro horas, a no ser por el incesante sollozar de la anciana y la maniobra de los bogas que dirigían canoas y balsas, se habría creído que iban cargadas de sólo muertos; tal era el tristísimo silencio de fray Domingo y de Carlos, que no se atrevían a interrumpir los compañeros de viaje. Jamás se había visto igual muestra de pesar que la que ambos llevaban estampada en sus cadavéricos semblantes, y hasta en sus cuerpos medio desfallecidos junto al cuerpo de la amada joven.

La fúnebre comitiva fue recibida en Andoas con llanto y ayes lastimeros. Unas cuantas tiernas doncellas se apoderaron del cadáver, le llevaron en hombros al templo y le pusieron en un altar, improvisado con frescas ramas y yerbas olorosas. Allí, recostada la que fue delicia de las tribus del desierto, semejaba el genio de las flores sorprendido por el sueño y custodiado por el pudor y la inocencia.

El padre Domingo celebró el sacrificio incruento, y en él ofreció a Dios el terrible dolor con que había querido probarle y depurar su alma hasta de las más leves reliquias de las culpas de otro tiempo. Cuando sus trémulas manos elevaban la Hostia sagrada, que temblaba en ellas como una cándida azucena movida por el aura, Carlos, pegó la frente al suelo y exclamó:

-¡Dios mío, Dios mío: ten piedad de mí, llévame de este mundo, y ponme junto a mi hermana!

Después de la misa y demás ceremonias fúnebres, las mismas doncellas condujeron el cadáver a la hoya abierta al pie de una gran palmera, cerca del punto en que la tierna heroína se entregó al mensajero de los paloras y le dijo con voz firme y resuelta:

-¡Desatraca y boga!

Durante la triste procesión, hombres y mujeres repetían gimiendo:

-¡Bendita sea el alma y alabados el nombre y la memoria de la dulce virgen de las selvas, que se entregó a la muerte por nosotros!

El misionero echó los primeros puñados de tierra sobre los despojos de su hija, que unos minutos después desaparecieron para siempre. Una joven plantó cuatro pies de amancayes en la tierra removida, para que la aurora depositase en los cálices de sus virginales flores, las lágrimas que consagraría a la candorosa y pura doncella cristiana.

Carlos contemplaba todas estas ceremonias arrimado a un árbol en actitud tristísima. Parecía hallarse animado sólo por la agitación de dolor y el calor de los recuerdos de su infeliz pasión, pero que su alma se hallaba ya fuera del mundo. Su virtuoso padre trató, para consolarle, de sobreponerse a su propio pesar.

-Bendigamos la divina mano que todo lo ha dirigido en el triste drama de nuestra vida -le decía-, y resignémonos, hijo mío. Si el curso de los providenciales sucesos no hubiera impedido tu enlace con Cumandá, habrías sido el esposo de tu propia hermana; la bendición sacramental, cayendo sobre un horrible incesto, en vez de felicidad doméstica, te habría acarreado calamidades sin cuento. Para evitar estos males, Dios ha querido quitarnos a Julia y llevársela para sí, adornada de su pureza virginal y su candor de ángel. Y ¿de qué otro modo, si no con la muerte, pudo apagarse el volcán de la pasión que ardía en vuestras almas? ¡El amor! ¡yo también he sabido lo que es el amor! ¡Ah, hijo de mi alma, si pudieses ver las ruinas de que está sembrado el interior de mi pecho!... Pero sabe que las más veces el amor es de tal naturaleza que, bien para curarle, bien para sustraerle de la ponzoña del mundo, bien para darle consistencia eterna, no nos queda otro remedio que sacudirnos el polvo de la vida material y subir al cielo. ¡Oh, Carlos, hijo mío! con harta justicia se ha dicho que casi siempre lo que juzgamos una gran desgracia, es más bien un gran beneficio; por eso decía aquel verdadero y santo filósofo llamado Job, cuyos pensamientos tantas veces te han deleitado. Señor, si te bendecimos por los bienes que recibimos de tus manos, ¿por qué no hemos de bendecirte, asimismo, por los males que nos envías?

Carlos contestaba solamente con expresión de profunda melancolía:

-¿Piensas, padre mío, que nuestro amor era una pasión terrena y carnal? ¡Ah, no has podido conocerlo! Era un amor desinteresado y purísimo; era, sin que lo advirtiésemos, el amor fraternal elevado a su mayor perfección. Hermanos, habríamos sido tan unidos y felices como amantes o esposos: Cumandá y el blanco, avenidos a la sencilla existencia de las selvas, habrían sido siempre tus hijos, siempre Julia y Carlos, tiernas reliquias de tu adorada Carmen, de tus castos amores de otro tiempo, de las santas delicias del hogar robadas por el furor de los indios sublevados... ¡Ah, padre mío, no pretendas consolarme donde no hay consuelo para mí! Si te fuera posible abreviar mis días en la tierra, ése sí fuera consuelo y grande beneficio; mas nuestra vida no nos pertenece, y es menester que dejes haga el dolor, aunque sea lentamente, lo que no es dado hacer a tus manos; ¡déjame, déjame morir de dolor!

. . . . . . . . . .

Pocos meses después, Carlos dormía el sueño de la eterna paz junto a su adorada Cumandá. Pona le había precedido.

El mismo día del fallecimiento de Carlos, el padre Domingo, obedeciendo una orden de su prelado, dejaba Andoas, y se volvía a su convento de Quito, a continuar su vida de dolor y penitencia.

Los záparos no olvidaron muchos años la historia de su santo misionero y de sus amables y desgraciados hijos, sobre cuya tumba depositaban hermosas flores, suspendiéndolas del tronco de la añosa palmera que la señalaba, y dirigían al cielo sencillas y fervientes oraciones.





 




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