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Mariano Picón-Salas, antes del amanecer. Elogio de la Merideñidad

Luis Ricardo Dávila






ArribaAbajoTierra y alma de Mérida

«Mérida fue mucho más que el lugar de origen; el primero y dramático impulso del destino y la vocación. Sacamos también del alma en nuestro recuento de aconteceres, la niñez florida de frutos [...] y la adolescencia dispuesta como una flecha en las manos del arquero para rebotar contra los conflictos del mundo».


Mariano Picón-Salas (1958)                


¡Qué camino tan largo ha recorrido la vida intelectual merideña desde aquellos días en que comenzaron los primeros balbuceos de su fundación! Pero, como para no ceder ante la historia y desdeñar la fundación mítica de la ciudad, advertimos de inmediato la eternidad de Mérida, su interminable distancia hecha, más que por el tiempo pasado, por su luz, por sus paisajes y formas escabrosas, por sus frescas brisas y, por supuesto, por las modalidades que han ido creando sus hombres, siempre en tiempo presente. En este punto, parafraseamos a aquel Jorge Luis Borges veinteañero, quien puso su palabra al servicio de una cierta fundación imaginaria de su amada ciudad natal, al regresar luego de una larga ausencia, ansioso de reencontrarse con cuantas imágenes habían fermentado en su imaginación, escribe: «Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron por un mar que tenía cinco lunas de anchura y aún estaba poblado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula [...] A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires. La juzgo tan eterna como el agua y el aire»1.

La ciudad existe, entonces, eternamente, como existen los arquetipos. Resisten al tiempo, pero la condición de ser y vivir en la ciudad es una creación temporal humana, demasiado humana. La ciudad se proyecta fuera del tiempo, ni hacia el futuro ni hacia el pasado, sino hasta cierta eternidad ideal y mítica. Mérida es eterna. De acuerdo. Pero la merideñidad es histórica, se desarrolla en el tiempo y la componen las representaciones que de ella se hacen sus habitantes a través de la historia, la literatura, la cultura. La merideñidad explora respuestas a la cuestión de cuál es el mundo deseado, cuál es la ciudad deseada; pertenece de suyo al ámbito de la geografía, la religión, la sociedad; significa tres cosas entrañablemente compenetradas: la tierra, el medio social, el alma de montaña. Esta tierra es fruto de los afanes de sus hombres, obra de sus manos, espejo del ingenio intelectual y artístico. En ellas se retrata el alma merideña, a su vez que está empapada de su espíritu. Cada calle, cada plaza, cada iglesia, cada caserío, camino, rincón o lugar recuerda algún acontecimiento. Mérida es no sólo la tierra y su gente, sino mucho más: lo que llamamos alma de montaña. ¿Qué es el alma de montaña? Sin querer hemos estado viéndola obrar al ver obrar al merideño. Las tres cosas que acabo de nombrar -geografía, religión, sociedad- se compenetran, se funden y confunden y son de hecho una sola. Esta alma no se ve pero se reconoce por su pensar, querer y obrar. Por supuesto, se me dirá todos los hombres quieren, piensan y obran; pero cada sociedad a su manera. Ese pensar, querer y obrar es el alma de cada nación, como lo es de cada individuo, a su vez hacen un todo. Los merideños han cultivado la tierra de sus altas laderas, han cruzado de caminos y llenado de alerosas casas su geografía, han desparramado en ella hermosos parajes, han levantado iglesias, plazas, puentes, a fuerza de trabajo, de sudor, ingenio y arte. Pero también han dejado una obra espiritual y educativa, han llenado sus parajes íntimos con una vida intelectual y literaria que se distingue del resto del país. Tierra y hombres, los libros y tratados que los merideños escribieron, los monumentos artísticos que esculpieron, la arquitectura, la música, la literatura, todas las obras de arte que compusieron, los pueblos que levantaron, las instituciones por las que se gobernaron, las costumbres, los mitos, las leyendas de toda dase, su historia entera, nos dirán cuál fue el pensar, el querer y el obrar del alma merideña. Indagar sobre todo esto no es nuestro propósito; que quede claro desde el comienzo. Lo que sí habrá de hacerse en estas páginas es mostrar claramente cómo el alma merideña se manifiesta y se expresa a través de la pluma y la inteligencia de uno de sus pensadores fundamentales.




ArribaAbajoMérida, expresión vertical de un deseo

«Y otra invitación a la fantasía era [...] ese empinamiento de cumbres que se apelotonan en el horizonte, las gargantas profundas que cortaron los ríos, las 'morenas terminales' de milenarios ventisqueros; los árboles que trepan sobre las grietas de las montañas y los torrentes que brincan regocijadamente contra las peñas, como colas de caballos blancos. Sí; el paisaje de Mérida fue creado en un día de sumo alborozo por un Dios demasiado inventor».


Mariano Picón-Salas (1958)                


Construir mundos y deseos -a la par de los paisajes- es la forma que tiene el intelecto para responder a la realidad, de inventar opciones dentro del repertorio ofrecido por los distintos escenarios eternos, descritos en el epígrafe anterior. Mérida vendría a ser, en este recto sentido, la expresión vertical de un deseo; deseo con forma montañosa, aquilatado de verdor, rociado por espumosos torrentes y cantado por sus hermosas aves oriundas de un cielo con el blanco telón de fondo de las nieves eternas de Los Andes venezolanos. Precisamente, fue a través de estos escenarios que aquellos mil hombres y los otros mil vinieron con su espada y su cruz para marcar el sitio, ayunando durante esplendorosas y largas lunas mientras sus habitantes originarios les enseñaban el arte de comer los frutos de aquellas tierras2.

Representaciones de este talante van de la mano del pensamiento y la sensibilidad de uno de los más conspicuos exponentes de la vida intelectual merideña; acaso el más grande de quienes creían en la eternidad de la meseta andina: Mariano Picón-Salas. La ciudad tuvo muchos poetas que cantaron sus calles, sus gentes, sus deliciosas bellezas naturales; así como escritores que recrearon sus mitos y tradiciones, que registraron y engrandecieron su cultura, pero sin duda fue Picón-Salas el único que lo hizo obteniendo una audiencia universal. El prestigio obtenido por su obra, particularmente por su Viaje al amanecer (1943)3, logró que la ciudad alcanzara en la literatura americana el carácter legendario del Buenos Aires de Borges, el Madrid de Ortega y Gasset, la Lisboa de Pessoa, la Praga de Kafka o el Dublín de Joyce. La Mérida de Picón-Salas no fue simplemente el telón de fondo de gran parte de su obra, sino la materia con que ésta se alimentó en enorme medida.

En el Mensaje a los merideños con ocasión de su IV centenario (1958), se interroga: «Me pregunto qué es lo que debo a mi ciudad, y yo diría que primordialmente un aprendizaje estético». Aprendizaje que se reflejó en su literatura. Esta nadó -sobre todo en la obra de juventud que despuntó el precoz intelectual- de la emoción que le produjo el descubrimiento y la contemplación de sus paisajes naturales y sociales. Posteriormente, en el Viaje al amanecer -obra ya de madurez- dejará testimonio de esta merideñidad: «Por más que anduve por muchas tierras no perdí la costumbre de ser merideño entrañable». El testimonio, sin embargo, fue más allá de lo emocional, de lo nostálgico para proyectarse en el mito de la expulsión del Paraíso -hasta qué punto es la expulsión la que le da existencia al Paraíso- cuando se refiere a la «Tentación de la literatura», en su Regreso de tres mundos (1959), escribe: «Si la inteligencia aspiraba a ser libérrima, el corazón permanecía atado a esa como añoranza de una paraíso perdido» (p. 126). Anteriormente, en su «Pequeña confesión a la sordina» (1953) había escrito: «La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit motiv de mi obra literaria». Pero había más, la significación de esa primera y única etapa de la vida, alimentó la nostalgia por el resto de sus días4.

Examinarla obra de juventud -o debería escribir de adolescencia- del intelectual merideño, hasta 1920, es el propósito de estas páginas. Precisamente, nos interesan aquellos escritos con los que el adolescente se asoma al mundo de la literatura y del pensamiento; aquellos textos proscritos por el propio autor. Digo proscritos porque en el mediodía de su madurez intelectual, en ocasión de seleccionar unos textos para su publicación en 1953, decidió mejor excluirlos de aquella selección. Las razones para tal decisión no se liarían esperar: «De mi obra literaria he suprimido para esta compilación las páginas anteriores a 1933. Aun las de esta fecha resultan para mi gusto de hoy exageradamente verbosas y no desprovistas de pedantería juvenil». Y por si esta razón no fuese suficiente, el autor en una suerte de acto de contrición, añade: «Parece que en ellas me encrespaba un poco como para lucirme en un examen sabihondo [...] O ese moceril intelectualismo era un proceso compensatorio por tantas cosas que me arrebató bruscamente la vida»5.

De examinar aquella prosa plagada de verbosa pedantería pero elaborada antes del amanecer de su tesitura intelectual, se trata. Son los primeros pero también son los postreros: sus ideas iniciales, con el YO presente en formación y en ebullición, aparecen -incluso mucho mejor elaboradas en pensamiento, palabra y obra- en sus últimos escritos. Habría que llamarlos textos originales, en lugar de «exageradamente verbosos», pues en ellos el espíritu codicioso le exige a la vida o al arte un lugar y un papel que desempeñar. Digo originales porque, en cierto sentido, todo origen no es otra cosa que un constante regreso -los mitos de origen no tienen fecha, viven en un tiempo distinto al nuestro, son eternos- a diferencia de la noción de inicio o de comienzo que sí tiene una fecha exacta y sin punto de retomo. «A ratos cambié de alma y cambiaré cuantas veces mi curiosidad intelectual o mi errancia imaginativa, me lo exijan. Me gusta Venezuela, me gusta Chile y me gusta sobre todo abrir y tocar con sus Amazonas y sus Andes, toda la vasta carta de América»6.

Picón-Salas es un escritor original, ¡qué duda cabe!, sus reflexiones se conducen fuera de los márgenes de lo comúnmente establecido y aceptado. Su obra gira en tomo de un puñado de asuntos. Acaso variaciones de temas universales que aparecen ya desde muy joven: la libertad intelectual, el americanismo, la valoración de la educación de la sociedad, la preocupación por su cultura, la promoción de los principios democráticos del hombre, el cultivo del arte y de la creación, su preocupación desde muy temprano por los ideales de la justicia y la belleza7.

No podemos decir -parafraseando al propio don Mariano- que sea este trabajo que hoy ofrecemos, una historia completa de su vida intelectual de juventud, sino más bien una invitación a estudiar estos años trascendentes, cuando desde su pluma afloraron los «primeros fuegos de la vocación», indetenibles y evocadores a lo largo de su periplo vital: «Y en mi obra literaria quise reflejar algunos de los mitos, visiones y temas que debo a mi oriundez merideña. En esta tierra aprendí a amar la Poesía, y acaso un poco de sentimiento poético arraigado desde mis años mozos, me acompañó consoladamente en los peores trances de la vida»8. Años y trances que cierra, al final de su «Pequeña confesión a la sordina» (1953), con sinceras y significativas palabras, cargadas de hondo contenido ético: «No nos basta el arte tan sólo, porque aspiramos a compartir con otros la múltiple responsabilidad de haber vivido» (ibid., p. XV).




ArribaAbajoTiempo fundacional. Ilusionar al mundo

«Vivíamos en uno de los paisajes más singulares del mundo para que esa naturaleza [...] no nos marcara de su dulce e imponente fascinación».


Mariano Picón-Salas (1958)                


En la temprana vida intelectual de Picón-Salas ha presidido un sino venturoso: fue el mozo afortunado que encontró, desde la hora matinal y hasta los veinte años, fácil para sus triunfos el camino de terciopelo. Contó en su serrana y apacible meseta con días de amplio aprendizaje, con acceso a abultadas bibliotecas, pero también y quizás más importante prestó genuina atención a la cultura que no está en los libros: «[...] en la literatura he puesto y pongo mucho de lo que he vivido», anotaría en su personal Libro de Notas el 5 de junio de 19309. Todo anunciaba el alba intelectual, artística y literaria de aquel joven que comenzaba a escalarlas complicadas cimas del alma, entre tradiciones solariegas y trato ceremonial. Enmarcado entre tantos cerros y páramos, entre tantos ríos y selvas cundidas por la densa niebla no escatimaba esfuerzo alguno para contemplar, imaginar y pensar.

Mariano Picón-Salas nació en la Mérida de Santiago de los Caballeros, en Venezuela, el 26 de enero de 1901. Falleció en Caracas el 1 de enero de 1965. Su vocación por las letras y las humanidades se reveló desde una edad verdaderamente precoz. En abril de 1916, con 15 años de edad, publica su primer trabajo literario, Mozas campesinas, en el periódico Desde la Sierra, dirigido por su maestro y bohemio poeta Emilio Menotti Spósito. A los 16 años, la lluviosa noche del 28 de octubre de 1917, leyó en el Paraninfo de la Ilustre Universidad de Los Andes, en su dudad natal, invitado por el Rector y medico positivista, Diego Carbonell, su primera disertación que ya anunciaba una prolífica búsqueda en los asuntos de las artes y la cultura: Las nuevas corrientes del arte. En ese mismo octubre de 1917 aparece en la Gaceta Universitaria su trabajo Héroes olvidados, sobre la derrota de los federales en la batalla de Mucuchíes en 185910. Un año después, en 1918 da a conocer a través de las prensas de la Gaceta Universitaria de Mérida un trabajo «que no es más que un esquema de otro posterior y más pensado que el autor piensa hacer», se trata de: En las puertas de un mundo nuevo (Ensayo de crítica social), inspirado acaso por la sangre que en los campos de Europa se derramaba en ocasión de la Primera Gran Guerra. A los 19 años publicó su primer libro, digamos de carácter más formal, Buscando el camino (Caracas, 1920), de título y contenido muy significativos de su estado espiritual. Tanto estos como su producción intelectual de juventud en periódicos y revistas de la época, algunas de las cuales él mismo contribuyó a crear (en Mérida: Reflejos, Labores Juveniles, Alma y Nervio (1917), Revista de Literatura Andina (1914-1916), Alquimia, Desde la Sierra (1910-1923), Arístides Rojas (1918), Veinte Años (1918-1919), La Acción (1923); en los diarios Panorama (Maracaibo) y El Universal (Caracas); y en las revistas Actualidades y Cultura Venezolana (Caracas), fueron entregados al público con el mismo calor desordenado con que se escribieron, plenos de emoción e interrogación juvenil, ante la magnitud de cuestiones que la vida plantea en esta edad.

Sus primeros estudios los cursó en Mérida: secundaria desde 1913 en el Liceo Mérida; en Valera, Estado Trujillo asistió por un periodo muy corto (1914) al Colegio Santo Tomás de Aquino11; en 1918 inicia estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Los Andes, hasta 1920 cuando se traslada a Caracas a seguir carrera de Derecho en la Universidad Central de Venezuela. En 1921 regresa a Mérida: «[...] resolví internarme entonces en un campo de los Andes con unos cuantos libros de Filosofía» (cit. en Rivas, p. 17). Las contingencias vitales y familiares hacen que en 1923 se vaya a Chile donde concluyó su carrera de Profesor de Historia. En 1928 se graduó de Doctor en Filosofía y Letras. Regresó a Venezuela en 1936, luego del fallecimiento de Juan Vicente Gómez, desde entonces inició un periplo sumamente rico en peregrinaciones y complejo en la elaboración y difusión de su pensamiento y de su obra vital: «Acaso contra mi voluntad, el Destino me impuso una vocación de escritor nómada, y por ello mis escritos obligan frecuentemente al lector a largas expediciones por el mapa» (idem).

Picón-Salas tuvo desde muy temprana edad plena conciencia de la trama literaria y del enrejado interpretativo que ésta permeaba en su época al hombre de las nuevas generaciones, a los nuevos de Venezuela y de América. En tanto intelectual de férrea y precoz vocación tenía muy claro los alcances y la dimensión de su destino, palabra esta que atraviesa y nutre toda su obra. En 1924 escribió en Chile, como para continuar echando las anclas que ya traía de sus Andes natales:

«En un tiempo pensé seriamente si la ocupación más elevada que conviniera a un espíritu inquieto y generoso -como pretendía ser el mío- no sería repartir un poco de ilusión, de alegre, frágil y volandera ilusión, por los monótonos caminos del mundo. Creía que ese mundo tan viejo, arrugado por la meditación y la duda, hastiado de los placeres y los dolores que se repiten, no requería ya más ciencia, ni más conocimiento, ni más verdades, sino una emoción liviana [...] Y pensé en los medios que yo podría tener para realizar mi caritativo propósito de ilusionar al mundo»12.





ArribaAbajoMuchacho sabio, discurso del rectorado (1917)

«El que antes vivió entre sedas verá que el rudo lienzo también arropa. [...] La llama del incendio entrará por el palacio de imágenes del poeta y por el mar de colores del pintor».


Mariano Picón-Salas (1917)                


Llueve, llueve sin quebranto. Se deshace en copioso aguacero la cenicienta tarde merideña. Acudían familiares, curiosos, viejos profesores y amigos algunos más jóvenes que otros, a la vetusta casona del rectorado de la universidad a escuchar -dentro del ciclo de conferencias públicas y solemnes organizado por su rector Diego Carbonell- a un joven de 16 años llamado a despuntar en la vida intelectual de la ciudad. Los alegres e intensos colores del sol de los venados comienzan a deshacerse en la noche anticipada de ese día 28 de octubre de 1917. Le correspondía al joven Mariano leer su conferencia: «Las nuevas corrientes del Arte», sin siquiera haber ingresado como estudiante regular a cursar sus estudios de Derecho en el alma mater andina.

El adolescente se prepara brillantemente, esconde los nervios detrás de sus gruesos lentes de carey, se empina sobre el podio como el mejor de los oradores. Pero en ese tono menor que tan bien armoniza con su voz. Su palabra es cálida, fuerte, juvenil. El momento brinda un asunto propicio: en aquella hora menguada de Venezuela se requería de la audacia de su juventud. Los menores en edad eran quienes estaban llamados a perforar la decadencia. Que venga la juventud limpia y fuerte, con ojos iluminados de entusiasmo, de esperanza pero sobre todo de inteligencia, pareciera ser el grito íntimo que retumbaba no sólo entre el auditorio de aquella serrana noche, sino también en el alma del audaz muchacho. Luego del introito de rigor, bienvenida sea, pues, su disertación.

Lo primero a retener fue la dedicatoria de la conferencia por parte del orador: a la memoria de sus dos abuelos. Al primero, Antonio Ignacio Picón, le llamó «cachorro de noble cubil castellano que en su religión y en su patriotismo nunca supo del término medio». Mientras que a Federico Salas Roo se refirió como «gran señor de gran palabra, ora llameante para echarla sobre carcomidas aristocracias, ora dulce y con el madrigal a flor de labios [...]»13. No entró de lleno en el tema sin antes precisar algunas motivaciones vitales, como aquella de recordar que ese día era el de San Simón, y por tanto el onomástico del inefable don Simón de la Trinidad Bolívar y Palacios. ¡Cómo pasar por alto esa efemérides! ¡Cómo no ocuparse de «Nuestro Padre Bolívar», antes de cualquier otra intención! Acaso con ese gesto el orador comenzaba a entrar en confianza con su adusto público. Al menos no pasaba por inadvertido el mito heroico, herejía del peor gusto en esa gran fábrica de héroes que ha sido Venezuela más de uno se sentiría complacido. Pero el giro más interesante de este introito fue su auto descripción de «muchacho montañés que se duerme de abulia ante un teorema de Geometría y que más que en carcomidas letras de pergaminos gusta de leer en el libro arcano de unos ojos muy negros sobre una tez muy rosa» (ibid., p. 2). Amén de la claridad de sus intenciones, se mostraba en plenitud y sinceridad aquel joven que construía las primeras escalas de su ser-y-estar en el mundo intelectual.

Lo que siguió fue un despliegue de erudición y curiosidad por los grandes temas de la vida y su relación con el arte, así como el intento de sistematizar el estado del mundo en esta densa materia. Con lenguaje cortés como para no levantar falsas expectativas, se lanzó en su disertación. Las primeras referencias asombraron a más de uno. Definiciones de Carlyle, armónicas evocaciones a Flaubert, erudita y precisa mención a Balzac, no hacían sino mostrar que el espíritu de aquel joven había transitado por las honduras de la literatura francesa «hecha de paraísos artificiales y de una ilación de sensaciones raras». Pero había más, la lista de referencias no se agotaba allí: aparecían adornando el núcleo de sus argumentos -entre los autores cercanos a su tiempo- Rolland, Taine, Quincey, Zola, Gabriel D'Annunzio el mismo de O rinnovarsi o morire; y hasta don Ramón María del Valle-Inclán con obras tan simbólicas como La lámpara maravillosa, las Sonatas y su Flor de Santidad; Juan Valera o a la condesa doña Emilia Pardo Bazán. Pero, entre los más distantes, descollaban desde el Dante, Leonardo, Maquiavelo, Milton, Shakespeare hasta Cervantes, Goethe, Leopardi, Hugo, Lamartine, Baudelaire, Byron, Spencer, Écija de Queiroz, Cellini o Tolstoy. Tanta erudición era como un desahogo de las mil y una lecturas que a tan corta edad ya había acumulado. Lanzar ese denso contrapunteo con tan célebres obras y autores era como afinar la brújula de su comprensión. Desde el inicio, con sólida lógica cartesiana, para desarrollar el argumento central de su conferencia, tomó de la mano a Carlyle quien consideraba la verdadera misión del arte: «Ser pintura espiritual de la naturaleza, ser pintura espiritual del mundo». La densidad y profundidad de esa trama y el modo en que ésta impregnaba el espíritu de aquel adolescente quien ya poseía asideros para defender su concepto de arte, fue en cierta medida un factor que incidió en su carrera posterior, en su radical erudición, en sus bocanadas de aire literario, en sus gestos y provocaciones juveniles. Porque por muy maduro que se fuese a los 16 años, no se podría saltar la etapa de la decantación intelectual. No obstante, a emitir algún juicio sintético y estético se llegó a lo largo de la conferencia, algunas veces con ese tono altisonante que amonesta e inquiere: «¡El arte por el arte! ¡Desdichados! El arte no es un pasto vil entregado a todos los viles transeúntes [...] El arte es la vida domada. El arte es el Emperador de la vida» (p. 5). O en aquel otro más pausado que busca entretejerlos extremos con metáforas evocadoras: «Por la obra de todo grande ingenio debe pasar su sociedad y su tiempo, ora como llaga que precisa curar, ora como flor cuya esencia pide cristal que la guarde» (p. 8).

En aquel entonces se hacía necesario construir un sistema intelectual no cerrado sobre sí mismo; por el contrario debía ser lo más abierto y amplio posible. Así se entiende el despliegue de información por parte del orador. No puede haber contradicción entre lo que se piensa y lo que se intuye, entre el arte y la poesía, entre vida y literatura, entre literatura y sociedad. Valga acotar que el estudio del arte en Picón-Salas es un lugar recurrente a lo largo de su obra de madurez. Así resume el orador como para comenzar a tirar anclas en sólidos fondos: «La lucha sobre una pasión o en pro de una virtud determinada integra el alma de todo grande artista» (p. 13). Esta afirmación le servirá para interrogar directamente al conde León Tolstoy quien precisamente había escrito un ensayo sobre el tema («¿Qué es el arte?», 1898): «¡Oh León Tolstoy! Tras el espejo de tu alma donde se veían los hombres como líneas muy blancas y entrelazadas no pudiste adivinar como esas líneas alguna vez debían romperse en la dura necesidad de la guerra. Pero la guerra es necesaria» (p. 15). En ese espejo había de reflejársela consistencia o la razón íntima de la obra que no era otra cosa que la vida misma del artista. El arte no estaba exento de los embates del tiempo histórico, pero tampoco lo estaba de la emoción que le sostiene, del vínculo que ata o des(ata) con el acto de creación. Podía entonces hablarse de un arte decadente, cuando no se es pintura espiritual de la naturaleza o del mundo («Ya en los lagares del arte se exprimen otras viñas», p. 16); y otro que renace que perfora los horizontes de un futuro hacia donde el orador no esconde su entusiasmo:

«Nuevos hombres echan en el carcomido tronco francés agua que reverdecerá la rama seca: son los paroxistas. Cantan la fábrica que humea, el aeroplano que viola el aire y el submarino que va a buscar en el fondo de la onda el nido de las sirenas. ¡Ese será el arte nuevo!».


De modo que esta disertación nos coloca ante una conciencia atrevida, aguda y visionaria del mundo que vendrá; su palabra estaba allí cual deslinde con lo viejo, con «el carcomido tronco», y cual toma de posición que contribuye a reverdecer la rama seca. Llama la atención ese intento sintético que se percibe a lo largo de la conferencia que va como prefigurando, por veces de manera desordenada, aquellos grandes temas y autores, materias y formas de escritura de su obra posterior.

Lo que siguió a la hermosa y honda velada fue la elocuente clausura de la conferencia universitaria por parte del rector Carbonell. Luego de hacer una áspera defensa de las acusaciones de «blasfemia» a que había sido sometido, por ciertos sectores de la sociedad venezolana, por sus estudios psicopatológicos sobre Simón Bolívar, algunos de cuyos adelantos había publicado dos años antes en 1915, se refirió a la «contextura robusta de un muchacho erudito» que ya presagia lo que será la Patria por venir.

«Esta conferencia que nos acaba de dictar el joven Mariano Picón-Salas -asiente el rector con tono profesoral- señala una futura originalidad muy elocuente. Se bosqueja en ella, con la solidez de un pensamiento nutrido, una personalidad exuberante [...] Adivínase en el joven conferencista, como lo advierte él mismo, ese amor a la vida que exige el cumplimiento de una misión y que en una cacería de conceptos y de labores mentales, va sonriendo a los libros, a las mujeres y a los grandes espectáculos serranos».


(p. 19)                





ArribaAbajoJuzgue usted sobre mis teorías artísticas. Mi modus pensandi

«[...] en mi literatura he puesto y pongo mucho de lo que he vivido».


Mariano Picón-Salas (1930)                


No todo era sintetizar, conceptualizar, relacionar e imaginar, actividades básicas que colaboraron en la preparación y presentación del discurso del rectorado. Era necesario someter esa precoz erudición al juicio de otros. Por aquellos días el famoso crítico e historiador de la literatura castellana, el español Julio Cejador y Frauca, catedrático de Lengua y Literatura Latinas de la Universidad Central de Madrid, recopilaba información para publicar su Historia de la Lengua y Literatura Castellana; comprendidos los escritores hispanoamericanos, obra que contó con 14 gruesos y eruditos volúmenes, publicados entre 1915 y 1922. A partir del volumen 10, el literato trató la «Época regional y modernista» desde 1888, donde los escritores hispanoamericanos tendrían una notable actuación gracias a la pluma, entre otras, del gran poeta nicaragüense Rubén Darío, de ese «genio que cambió el idioma» (Neruda dixit)14. El 30 de julio de ese año se publicaba en Valparaíso (Chile) su libro de cuentos y poemas Azul, considerado por la crítica una de las obras más relevantes del modernismo del otro lado del Atlántico. Pero, además marca esta fecha de 1888 el momento de la cristalización de las literaturas nacionales.

Para los volúmenes siguientes el crítico español entabló correspondencia con algunos escritores hispanoamericanos15, entre ellos con el merideño y pariente de Mariano, Gonzalo Picón Febres quien para 1906 había publicado su Literatura venezolana del siglo XIX, obra que le dio amplio prestigio por la importancia de la misma para la comprensión del desarrollo de las letras nacionales.

Aparecía claro en la mente de Picón-Salas que a la hora de fijar el canon de la literatura producida, así fuese en los apartados Andes venezolanos, se requería del (re)conocimiento de la obra. Qué mejor que acudir a una autoridad digamos que canónica como lo era Cejador y Frauca, autor en 1906 de La lengua de Cervantes, obra aclamada y premiada por el Ateneo de Madrid en certamen para celebrar el III centenario de la publicación de El Quijote; condiscípulo de otro gran maestro, don Marcelino Menéndez Pelayo quien a partir de 1878 había iniciado un programa de investigación historiográfica sobre una suerte de «nacionalidad literaria»16. No hay certeza de cómo se enteró el joven merideño de la correspondencia cruzada entre Cejador y su pariente17. Acaso la lectura de su primera conferencia pública y solemne exaltó las emociones y estimuló la audacia para dirigirse, en carta fechada el 29 de octubre de 1917, al día siguiente del discurso del rectorado, pero escrita la misma tarde del mismo como se verá más adelante, «al notabilísimo filólogo y erudito crítico, don Julio Cejador», en estos términos:

«¡Salud! Señor mío, mi juventud y exaltada admiración ha seguido los pasos de Ud. a través de obra tan portentosa y bien documentada como su Historia de la literatura española»18.


Luego de elegantes y pomposos cumplidos, va al grano. Dos asuntos eran del interés de aquel decidido joven: «¿Le sería a Ud. fácil vencerlos medios para proporcionármelos?». Ponerse en la obra del catedrático español, de eso se trataba. Era como una manera de entrar en un nuevo mundo, de abrir otras puertas. Para luego pasar a lo sustancial, y este es el segundo asunto: «Por referencia sé que Ud. tratará en uno de los tomos de su estudio, de la literatura americana contemporánea. Yo aunque apenas empecé a borronear cuartillas de unos tres años para acá en revistas y periódicos de mi país, llevo publicadas varias disertaciones sobre crítica literaria [...] que podría proporcionarle y que en obsequio suyo ampliaría con más datos» (idem). Para cumplir semejante acometido, qué mejor que aprovechar la frescura de su reciente disertación. La oferta no se hace esperar:

«Para que juzgue Ud. sobre mis teorías artísticas, le incluyo a ésta un folleto que contiene la conferencia que dictaré la noche de hoy 28 de octubre [...] intitulada: 'Las nuevas corrientes del arte'».


(idem)                


Los términos del entusiasmo y la firme decisión de aquel precoz muchacho, no podrían ser más elocuentes. Por si no se había expresado claramente, la despedida no deja mayores dudas de hada dónde apuntaba el novel escritor y de cuánto esperaba de su misiva:

«Espero órdenes suyas, le ofrezco mi ayuda espontánea en lo arduo de su labor, que ante el foco de sus conocimientos, será tenue lamparilla de aceite».


(364-365)                


Las órdenes no llegarían de inmediato, tampoco la aceptación de esa desinteresada ayuda. No hubo respuesta a la carta. Pero tampoco las cosas quedarían allí. Coincido con Miliani cuando señala «el silencio del sacerdote peninsular, en lugar de frustrarlo lo indujo a persistir» (p. 285). Picón-Salas dejó pasar un tiempo prudencial y cuatro meses más tarde, el 28 de febrero de 1918, vuelve a la carga epistolar. Luego de recordarle que de la carta anterior «no he recibido contestación» (p. 365), pone a prueba una nueva estrategia: se ofrece a complementar la información sobre escritores venezolanos, tarea que ya Picón Febres no podría cumplir por estar en el lecho de muerte (fallece en Curazao cuatro meses más tarde, el 6 de junio de ese mismo año 1918). Adicionalmente, anexa otros escritos suyos e insiste en solicitar los volúmenes de la Historia...

«[...] en retribución de ella yo le proporcionaré datos biográficos y críticos sobre escritores patrios, que puedo ufanarme de hacerlos bien porque conozco muy regularmente la producción intelectual de mi patria».


(p. 365)                


Esa tenacidad para proyectarse más allá de su serrana meseta era la búsqueda de una retribución a tantas noches de insomnio dedicadas a lecturas que iban avivando no sólo su tentación de la literatura, como él mismo solía llamarla, sino que iban esculpiendo su propia alma de montaña. Entablar una relación con el gran crítico y literato español era una manera de objetivar sus inicios literarios. Era como liberarse de actos reflejos, de las convenciones de su pequeña ciudad, de los dimes y diretes del entorno social. El joven apasionado por el saber no se limita a la selección editorial, a fundar tal o cual periódico sino que se continúa, se complementa y se instaura como causa de que sean conocidos sus diferentes estudios allende los mares: «Yo he escrito bastante, pero en estos pueblos la edición de un libro es muy costosa, se necesita ser rico. Yo soy pobre y tengo que conformarme con la edición de los periódicos» (p. 366).

Es la solicitud -del muchacho que desea ingresar al mundo de los hombres (Álvarez)- de inclusión de sus primeras obras cercanas más a las coordenadas meramente personales que a un criterio de apariencia científica. Para objetivar el canon era necesario que sus obras fuesen al menos clasificadas e incluidas en la monumental Historia... de don Julio Cejador y Frauca. Sólo así se vislumbraría la raíz y el rostro de un futuro compuesto de aspiraciones, deseos y sueños. Para disipar dudas sobre su calidad, recurre al argumento de su corta edad: «Si mis trabajos valen poco, a lo menos he hecho algo para no haber cumplido los veinte años» (idem).

Si estas dos primeras cartas son insistentes y denotan ya una férrea personalidad intelectual, la tercera y última carta fechada en Mérida, tres meses más tarde, en mayo de 1918, será definitoria. Continúa enviando al maestro «algunas prosas mías [...] para que forme Ud. concepto de mi modus pensandi y de mi estilo» (p. 367). Todo daría una idea acaso de la exigüidad de una obra de adolescencia, pero justificada en aquellos escasos diecinueve años. Al mismo tiempo que ofrece nuevos envíos de nuevos materiales, no se le escapará al joven merideño dar a conocer el contexto de tanta precocidad y tampoco de sus proyectos literarios. Algo que le expresa a don Julio con prosa sincera:

«Nací en Mérida, me eduqué en Mérida, me graduaré presto de Doctor en Filosofía y Derecho en la Universidad de Mérida. Entre los libros que tengo bosquejados para escribir, se encuentran a más de una novela que ya he empezado, un libro que se llamará la Filosofía de los clásicos, en que estudio con todo mi mejor amor a España, tan interesantes personajes en la historia de la ideología española como Gracián, Saavedra Fajardo y el padre Feijoo».


(p. 367)                


¿Conocimiento de sus escritos? ¿Incorporación al canon literario? Algo que se logró, ora por las insistentes misivas de Picón-Salas, ora por la propia calidad de sus obras, ora por una combinación de ambas. En el volumen XIV de su Historia..., publicado en Madrid en 1922, cuatro años después de la estas misivas, Cejador incorpora a «Mariano Picón-Salas, de Mérida, Venezuela, fundador y director de la revista Arístides Rojas, publicó Las nuevas comentes del arte, conferencia (1917), Buscando el camino..., Caracas 1920, Páginas escogidas de Juan Vicente González, ibid. (s. a.19. También se incluye en este mismo volumen a su amigo y pariente, «Roberto Picón Lares, venezolano, publicó la novela Alas rotas, Mérida, 1918 (en Arístides Rojas (p. 33).

Pocos eran los jóvenes hispanoamericanos con tan dilatado mundo interior y capacidad expresiva, muy pocos eran los que remontándose sobre su cerrada circunstancia provincial o nacional observaban la literatura y el arte como viviente unidad entre lo local y lo universal, entre lo provincial y lo cosmopolita. El destino de Picón-Salas era ser uno de estos pocos.




ArribaAbajoEn las puertas de un nuevo mundo...

«Y sobre los horizontes de la historia, la síntesis de la civilización que termina como génesis, se abren las puertas de un mundo nuevo...».


Mariano Picón-Salas (1918)                


En estas primeras páginas de juventud están presentes, pues, para fundirse y con(fundirse) dos cosas: el amor a su tierra merideña y un espíritu universalista. Cualidades de las que nunca se apartó en su obra de ensayista, de historiador, de narrador o de educador. Pareciera que el encierro de sus montañas no le impedía rebasar sus altiplanicies, sobrevolar por encima de todo espacio limitado en busca del vasto y complejo horizonte. El contado con libros, lenguas e historias de civilizaciones lejanas sería material que le permitiría actuar y pensar sobre su mundo, pero también y en mayor grado pensar sobre su propio país «en tormentoso y contradictorio proceso de crecimiento». Sin abandonar nunca su propia condición social y cultural: «Con ese instinto de campesino que nunca me quitaron los libros -escribe en su Regreso de tres mundos- sentí siempre la patria en los poros».

De él podría decirse que nació maestro. De él podría decirse sin temor a la hipérbole que fue un verdadero prodigio de precocidad. Cuando no tenía más que 16 o 17 años, podía contársele ya entre los primeros pensadores. De él podría decirse que file «un genio inquieto, superior a su voluntad -como lo escribe su amigo Angel Rosenblat- lo arrancaba siempre de Venezuela hada países próximos y lejanos [...] le hicieron sentirse a la vez que venezolano, hispanoamericano [...] lo convirtieron -a la manera de Goethe- en ciudadano del mundo»20. Esa ciudadanía del mundo la asume muy temprano -desde sus años juveniles estudiados en estas páginas. Luego de publicados los conceptos vertidos en su discurso del rectorado; en julio del año 1918, cuando Europa se encuentra en plena conflagración bélica, da a conocer su opúsculo En las puertas de un nuevo mundo (Ensayo de crítica social).

El esclarecido joven continúa el itinerario de su obra. Inicia el ensayo en estos términos, en una primera parte encabezada por un título concreto, con aire suspensivo «Valorización social de las revoluciones...», así escribe:

«Predicará el tribunal de La Haya postulados de paz, hablará el señor Wilson un bien intencionado lenguaje de concordia universal, Norman Angell calificará la guerra como una 'grande ilusión' [...].

El mundo pedía la guerra, el crepúsculo demoledor de muchos ídolos al alborear la vigésima centuria cristiana.

El providencialismo histórico explicaría muy bien la razón latente de no ser el XIX el siglo llamado por la providencia a realizar esa poda de hombres y esa poda de teorías. Fue el XIX un siglo eminentemente creador [...]»21.


Corrían aquellos años de triste pesadumbre para la vida de Occidente: la guerra mundial liquidaba toda la herencia de un siglo y algo insospechado, renuevos vigorosos abrían amplios horizontes y proyectaban presagios en materia de ciencia, técnica, filosofía y cultura. Era aquel año de 1918 con cierto valor cabalístico («marca el límite entre el siglo XIX en que se formaron nuestros padres, y el otro siglo en el que nos tocó padecer y sufrir»). Terminaba los estudios secundarios cuando ciertos crepúsculos, ciertos lugares y amaneceres querían decir algo sobre la civilización construida por el positivismo. Aún se desdibujaba el rostro de cuanto se quería decir. Picón-Salas no permanece extraño a los complejos mecanismos sociológicos y psicológicos de la sustitución de un orden por otro. Se apoya en su indagación en autores positivistas, una pregunta ronda cada una de las páginas de este ensayo: ¿Cuál es el valor social de las revoluciones? ¿Bajo qué sutiles mecanismos ocurren? Como para encontrar asideros, acude a Gustavo Le Bon quien escribe: «Las revoluciones representan la exteriorización de conflictos entre fuerzas psicológicas [...] Los móviles de una revolución obedecen en realidad a fuerzas afectivas, místicas y colectivas que no se recelaron nunca» (p. 4). De allí extrae el joven pensador su propia perspectiva. Entre las revoluciones que la historia registra: «[...] no hay ninguna que no haya hecho mover el eje del mundo a otro horizonte, que no haya llevado envuelto entre su pabellón de sangre y luto un evangelio para los pueblos» (p. 5).

El modernismo hispanoamericano, mientras tanto, hacía estragos con las letras y la cultura colonial luego de casi un siglo de vida independiente. Sus remedos no se hacían esperar en la vieja Europa, principalmente en la antigua Madre Patria. Los primeros libros de autores españoles tales como Baroja, Azorín, Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez andaban ya exhibiéndose en las vitrinas, asustando burgueses con sus portadas llamativas y con esos títulos que eran las únicas ejecutorias de talento, que el Max Nordau del ruidoso y casi olvidado volumen Degeneración le concedía a los «nuevos», así llamaba a aquellos escritores de quienes el autor quería denigrar22.

Las primeras dos décadas del nuevo siglo prometían fructuosas cosechas para el futuro, así fuese bajo la estridencia del frío acero que se enfrentaba en los campos de batalla. Por aquellos años de conflagración mundial, también se oteaba una verde primavera del espíritu. La generación pasada aún no se iba del todo y el joven merideño lo notaba y lo anotaba en su comprensión de lo que debía ser un «mundo nuevo»: «Darwin y Herbert Spencer, Pasteur, Edison, Guillermo Röntgen y Cesare Lombroso, pudieran aparecer, cada uno de ellos en el pórtico de un siglo; la historia lógica de la teoría a la aplicación, los ciento y tantos años del Canónigo Copérnico a Galileo Galiley (sic), no se realiza en este siglo fecundo». Pero como con guerra estaban entamboradas las puertas de esos nuevos horizontes, no podía faltar un juicio al respecto:

«No tomó la guerra en el siglo XIX el sello universal de la presente, porque es ley que deben observar los providencialistas en historia: ninguna civilización se corta bruscamente, toda época debe pasar a la crítica histórica por lo menos con una síntesis de lo que realizó, y no producen esa síntesis los siglos creadores, la producen los siglos de transición, los siglos eclécticos [...]».


(p. 2)                


En una hora de grandes angustias morales, de la caída de grandes ídolos, Picón-Salas no se desentiende. Por el contrario se mantiene alerta, por veces en lenguaje atropellado pero firme y seguro de sus convicciones («Dijimos que iba a alquitarar costumbres, dijimos que la faz creadora del siglo XIX y la faz reformadora de los años corridos del XX eran un puente levadizo tendido de una civilización que termina a una civilización que se inicia», p. 7). Se está formando el hombre, qué duda cabe. Ciertos atisbos de esto los encontramos reiteradamente en la prosa de este ensayo, cuya aspiración primordial es la crítica social:

«¿Pues acaso esa precipitación progresiva del siglo XIX, y esa precipitación de perfeccionamiento del siglo XX, de reformar lo hecho, no indican las postrimerías de una civilización, que antes de dar paso a la onda que ha de transformarla, quiere alzar en el océano de la historia [...] la columna de granito de sus ideas y descubrimientos?».


(p. 3)                


Con entusiasmo, con fe, con esperanzas se resume en este ensayo todo su anhelo de maduración, de superación, para elevarse y enriquecer el nuevo espíritu de los tiempos, para reforzar aquellas puertas de un mundo nuevo. Hay un carácter dual de la pulsión renovadora que él encarna: el impulso estético (punta de lanza de una nueva corriente cultural y artística) y la decisión política (motivación para la creación de un nuevo país y un nuevo mundo). Hay un ayer, a superar; un hoy, a construir; y un mañana a presagiar, a sugerir. Para ello se cuenta con poderosas herramientas intelectuales: el positivismo, el pensamiento biológico y organicista (el darwinismo social) con respecto al tiempo de integración23; el vanguardismo político con respecto al tiempo de transformación24. En cada una de las escenificaciones de este ensayo, el tiempo colectivo no será sólo el tiempo vivido, sino también el tiempo valorado, simbolizado e interpretado que se proyecta, por lo tanto, en la expresividad social y política de un mundo nuevo.

Las consecuencias y conclusiones de sus juicios, suerte de revista del estado del mundo elaborada por alguien que apenas se asoma a la terca y compleja realidad social, no se harán esperar. El momento era revolucionario -cómo no percibirlo- pero también de sumo optimismo. Palabra que dejaría su eco en todas y cada una de las páginas de este ensayo de crítica social: «¿Optimistas? Sí optimistas. A lo menos quisimos encausar nuestro optimismo por los caminos de una lógica reflexión [...] ¡Estamos en las puertas de un mundo nuevo! Hoy se humedecen los campos porque la sangre es un buen abono» (p. 25).

El ayer, el ahora y el mañana se llenan, en la pluma de este intelectual optimista y aprensivo, de contenidos y expectativas distintas. Se alimentan así voluntades político-intelectuales que a su vez inciden en el imaginario de toda una nueva época. La energía del joven escritor va marcando los pasos que, a su vez, generan energías colectivas que buscan encarar los desafíos abiertos por cada nueva escenificación de un tiempo social revolucionario que contribuyera a la cohesión de sectores que se resisten a penetrar las puertas de un mundo nuevo. Esa es la mejor contribución de Picón-Salas en su salida al campo de las representaciones mentales y sociales. Las palabras del autor son inequívocas: «[...] que más grande que los horizontes espirituales que pueda crear vuestra mente, hay un horizonte real, un horizonte de sangre, de fuerza, un horizonte que exaltando una nueva dase, creando nuevas ideas y nuevos hombres cierra con un sello inconfundible las puertas de una civilización que termina» (p. 29).




ArribaAbajoBuscando el camino, colecciono estas prosas...

«No son inútiles esos primeros ensayos: sale de ellos la faz personal, aquello más cónsono con el temperamento y el espíritu. Se abandona lo que fue en nosotros moda o imitación o afán de hacer literatura...».


Mariano Picón-Salas (1920)                


Con lo antes expuesto, ya el lector no podrá ignorar los primeros pasos dados por el joven Picón-Salas que orientan su maravillosa condición intelectual. De manera apresurada, lectura sobre lectura, palabra sobre palabra, página sobre página, se construyen los esbozos iniciales de una aventura espiritual indetenible, alentadora, esperanzada. Su escritura está marcada poruña profunda emoción, un cariño filial alentado por el ambiente pacífico de sus Andes merideños. Si el ensayo que acabamos de examinar fue un esfuerzo por comprender el tiempo histórico de su juventud y la situación del hombre frente a los cambios por venir25, su libro Buscando el camino, publicado en 1920, es ya una puesta en escena del hombre nuevo apenas esbozado en el anterior trabajo. Ahora entiende el momento no ya como teoría colectiva sino como un principio individual de conciencia, de su ser y estar en el mundo: «Colecciono estas prosas porque son juveniles, porque alguna de ellas fue escrita en un momento de febril alegría lírica, soñando con la gloria. Marcan ellas la busca de la senda: nada más curioso en la historia de un espíritu que esta busca de la senda. Siente uno que le están repicando campanitas líricas en el corazón, toma la pluma y escribe». Así lo expresa en su presentación fechada en Caracas, octubre de 191926.


- I -

En relación a su opúsculo de 1918, Buscando el camino es un trabajo mejor estructurado: «[...] es un libro clave para entender el ulterior desarrollo intelectual de Picón-Salas»27. Está integrado por seis partes de diferente extensión, materia e intensidad. Comienza con una Evocación, «sentida en Mérida: junio de 1918», donde el escritor frente a la soledad del papel se muestra dispuesto a ordenar su sinfonía de fantasmas, a crear personajes hasta cierto punto soñados por el apetito de vida de aquel joven de veinte años. Se trata de El Monje, «ese que trabaja en la celdita, en el silencio sereno de esta tarde otoñal, la larga pluma de ave entre las manos, frente a un viejo infolio de pergamino forrado de carnero, redondas letras góticas en el título, es un monje» (p. 11). Otro personaje es el pícaro (El reinado de la picardía) encarnado en aquellos «tercios de aventura» de cuya extinción se queja el autor cuando escribe: «[...] el ave de la picardía del pícaro quedó muerta cuando caían sobre su cuerpo los hielos del tiempo» (p. 16). El personaje final era El Bohemio, representado de modo excelso por el poeta inglés Jorge Byron, mejor conocido como Lord Byron (1788-1824), una de las plumas más versátiles del movimiento romántico quien también se involucró en aventuras políticas en Italia y Grecia, de quien escribe con aires darianos: «Era un raro: cuando comenzó a encerrar las águilas de sus versos entre la burguesa jaula de los periódicos diarios, le dijeron: ¡Un loco! Y en aquellas dos palabras estaba encerrado [...] el triste misterio de su vida» (p. 17). Finaliza Picón-Salas expresando en grito de dolor su vida tal como pudiese expresarse en las vidas de los personajes aludidos. Al fraile le pide el secreto de su suave emoción. Al pícaro le reclama el haber convertido su emoción «en vinillo picante». Mientras que al bohemio le interroga sobre cómo hallar flores de fiebre. Es que el tono de la escritura de esta parte, además de melancólico se proyecta nostálgico. El autor cree encontrar obstáculos en la búsqueda del camino de hombre, y esto lo expresa en prosa desconsoladora:

«Siento a veces yo la nostalgia de los grandes dolores: personifico un dolor y quisiera agarrarme a él para succionarle toda, toda la crepitante música de sus ayes. Porque la vida mía corre sin emociones [...]».


(pp. 18-19)                


Buscar el camino a los diecisiete años exigía, de cierta manera, configurar de nuevo el mundo, librar en su interior los más osados y coloreados combates. En definitiva, el camino estaba dentro de sí mismo y los combates serían consigo mismo. Mientras tanto se expresaba notablemente un apetito de vida, un anhelo de devorarlo todo, y su puesta en escena se realiza entre personajes como los descritos, en estados de dolor y nostalgia como los expresados. En su evocación del monje, Picón-Salas no parece haberse liberado del ascetismo de la celda monástica y de su poder creciente, irresistible, sobre los hombres para dominarla moralidad mundana.

Esta inminencia de la búsqueda, la sensación de transitar por un largo desierto va afinando de alguna manera su aprendizaje estético. Casi cuatro décadas luego de escribir estas páginas (1959) y de buscar ese camino, cuando ya se considera de regreso de sus tres mundos (infierno, purgatorio y paraíso), Picón-Salas justificará todo su desarrollo juvenil con estas palabras:

«[...] quería esculpir mi propia alma. Alma liberada de la tribu; de los actos reflejos y las convenciones de tantas gentes; alma tentada, atormentada y arisca que casi conjura un destino de exclusión o de maldición. La sensibilidad aguzada en la meditación solitaria, en su sorprendente comarca de fantasmas, traza entre nuestro yo y los otros una frontera intransferible. Nos llaman raros y empezamos a perderlos primeros amigos».


(Regreso de tres mundos..., p. 32)                





- II -

A la segunda parte del libro la llama Líricas Prosas compuesta por retratos y homenajes a autores, artistas, parientes y amigos de aquel momento. A la «dulce y suave» que «escribe y reza» poetisa Enriqueta Arvelo-Larriva, le compone los primeros párrafos. No son otra cosa sino un intento: «[...] en dos verbos y en dos adjetivos he querido hacer una psicología de usted, amiga mía» (p. 26). Desde la Loma de la Virgen de Mérida, fechado en julio de 1918, escribe una semblanza del poeta uruguayo Adolfo Montiel Ballesteros (1888-1971), quien desde muy joven viajó a Europa donde conoció y colaboró con Rubén Darío. En 1912 aparecía su primer libro de poemas, Las primaveras del jardín, al que siguieron Terruño, Cantos de mi tierra, Emoción y Savia, calificado este último como «un rudo y desnudo libro de poemas».

Bajo el encabezado Artistas, Hombres..., y a propósito de Montiel Ballesteros, dedica el joven Picón-Salas hondas interrogantes a la condición de artista y a la condición de hombre: «¿Y acaso el ser artista impide el ser hombre? [...] ¿Acaso el ser artistas ha de haceros señores de la tuberculosis, la muerte lamiendo ya el invierno precoz de vuestros veinte años...? ¿Y acaso el artista ha de absorber al hombre, acaso el artista no puede ser un hombre, todo un hombre...?» (pp. 27-28). La conclusión a tan sugestivas cuestiones, no se haría esperar:

«Primero fuimos hombres que artistas, lo que primero fuimos es lo que somos, lo primero es el edificio, lo segundo los frisos que bordaron de belleza el edificio».


Se incorpora en estas líricas prosas su trabajo Mozas campesinas, considerado como uno de sus primeros textos literarios, escrito con un lenguaje profundamente acorde al imaginario rural y agrario («amplitudes del barbecho», «tropical peonía», «gañanes recios», «nubilidad campechana»), enriquecido por hermosas metáforas que no hacían sino aludirla vida del campo («sangre de purpúrea Cayena», «labios coloreados como carne de guayaba en sazón»), lenguaje evocador de lugares típicamente campestres («fiereza del risco», «vereda por donde nadie pasa», «llano, meseta, vega, hondonada o falda»). Fechado en diciembre de 1916, en los Campos de Otra banda de Mérida, el texto ya había sido publicado en el número 15, correspondiente al año 1917, del periódico Desde la Sierra, dirigido por su admirado amigo y maestro Emilio Menotti Spósito28. Es un tema recurrente en la juventud de Picón-Salas el elogio a la mujer campesina («morenas con el tono moreno de la caoba»), a su capacidad laboriosa («mientras en el cafetal cogéis el grano, mientras corréis por el potrero echando lazo a los reacios becenitos»), su alegría y su belleza («más radiosa e imperante se hará la ruda flor de vuestra belleza»), siempre codiciadas por los hombres urbanos («acamparán en vuestras chozas hombres de la ciudad que con brillo de palabras querrán nublar vuestros candorosos ojos de rústicas muchachas»), pero a pesar suyo siempre alentadas por el propio escritor a fijarse sólo en los hombres de su mismo campo: «Sed para los jayanes que desde el sol clarea [...] están firmes en su recia labor de tala o de roza, de siembra o de arado, para los jayanes que os quieren de todo corazón y a pecho abierto» (p. 36).

Luego de rendir homenaje, a través de un saludo sentimental, al poeta y periodista colombiano Ismael Enrique Arciniegas (1865-1938), parnasiano y modernista, quien había visitado Caracas 20 años atrás, «en los buenos días de 1895», intentando interpretar psicológicamente aquel momento «muy gastado por la poesía romántica, pero a pesar de todo intenso», el escritor merideño rememora los años juveniles del admirado viajero; para pasar en la sección siguiente a rendir homenaje filial a los «Dos abuelos»:

«El uno era alto, un poco cenceño como debe ser la cara de los hijosdalgos que no deslustraron en el ocio de la casona solariega, el brillo del apellido, sino que lo sacaron al sol, [...] peleando contra moros o contra infieles ¡Era un gran señor aquel abuelo!».


(p. 40)                


Si esta descripción del abuelo Antonio Ignacio Picón era parte fácil, para el otro abuelo, Federico Salas Roo, las palabras que habrían de describirle lucían más complicadas: «Complejo el otro abuelo, yo no sabría pintarlo en un rasgo. Redonda cabeza griega, no le faltaba la apostura del hidalgo, pero de un hidalgo afinado en las fiestas de Versalles, alma de señor español rellena con sal de Francia» (p. 41). Pero más allá de los retratos físicos y psicológicos que el agradecido nieto busca plasmar, lo importante de estas prosas es cuánto ambos ancestros evocaban en el perspicaz adolescente. Y esto fue ciertamente escrito sin mayores ambages:

«Así en el desorden de mi cuarto, más que en el Schopenhauer aburrido, el Kant lógico, el Nietzsche paradojal, yo leo un dual sermón de vida en el retrato de los dos abuelos. Sermón de convicción, sermón de fortaleza...».


(p. 44)                


Para el joven escritor no podía pasar inadvertido el viaje a Italia de uno de los grandes de las letras de aquel entonces, Manuel Díaz Rodríguez. Viene entonces la salutación y despedida admirable, escrita en Caracas el 18 de junio de 1919, no sólo al poeta viajero sino también al país que lo acogería, clamando al mismo tiempo una impresión, por parte de Díaz Rodríguez, de la Italia resurrecta y viva de ahora: «Danos la impresión maestro. Y así tu ida, tu ida de este país de Venezuela... se convertirá en bien y deleite de espíritu» (p. 46).




- III -

La tercera parte del libro Buscando el camino contiene un par de historias «De Ironía». La primera, fechada en Mérida noviembre de 1918, se refiere a Juan Pérez, hijo legítimo, nacido un día de agosto con el sol de las 10 de la mañana, a los nueve meses de gestado, sin trastornar el sueño de ningún vecino, con todas las condiciones de normalidad requeridas y suficientes. Pero con un detalle que marcaría su vida: su nombre y apellido. «¡Hay tantos Juanes y tantos Pérez en el mundo! -exclama el narrador- Hombres, hombres que no hicieron nada, que en el mar de la vida fueron vulgar lastre los salva a veces la sugestión de un nombre» (p. 55). Hijo de don Pedro Pérez, pulpero de profesión, «donde trabajaba como un buey», llegó a bachiller y en el momento de decidir que estudios seguir lo asaltó el desconsuelo. Todas sus posibilidades, Derecho, Medicina, «la Ciencia Cornetérica», eran asaltadas por una descomunal duda: «[...] cuando yo me pongo a pensar en tan buenos médicos, tan buenos abogados como hay, en tan buenos cornetineros como tenía el mundo, y al ver que él no podría ser como ellos, "se le rompían las alas del corazón". Así fue pasando su vida, poniéndose a pensar y pensar, murió el padre quien le dejó una pequeña cantidad de dinero contante y sonante, y se le ocurrió casarse pero las "ideas tardas" despertaron en Juan Pérez los mil y un fantasmas: ¿Para qué te casas? Dudaste de tu inteligencia para ser médico o abogado, dudaste de tu boca para soplar el cornetín, de tus manos para ser albañil, de tus brazos para ser herrero. Y ahora, "¿No dudas de los hijos que echarás al mundo?". Sin casarse y dejando doscientos bolívares para gastos de entierro, a Juan Pérez le sobrevino la muerte a los cincuenta años, la sugestión de un nombre, hizo que no fuese ni conquistador de pueblos, ni gobernador de naciones y mucho menos un sabio de bibliotecas. Su vida y su nombre trascurrieron muy efímeros como para pasar a la historia».

El segundo relato de esta parte, se refiere al diario de un hombre que siempre buscó la comodidad sin hallarla, Filosofía de la comodidad, fechado en Mérida en junio de 1917. Luego de este hombre probar y reprobar en su búsqueda de la comodidad llegó a la cruel conclusión de que «la verdadera comodidad no existe» y sólo la muerte le hacía pensar que su ánima iría en busca de nuevas comodidades en otros y desconocidos mundos.




- IV -

La cuarta parte del libro contiene diversos «Elogios». El primero de ellos, como no podía ser de otra manera, está dedicado a don Tulio Febres Cordero, y es una carta fechada en Mérida el 4 de enero de 1919, dirigida por el autor al ya viejo patriarca de las letras de la ciudad. Luego de la polémica generada por Picón-Salas y Raúl Chuecos Picón, desde la revista Veinte Años (Revista de Juventud y Arte), con motivo de un comentario juvenil e iconoclasta a los cuentos de Don Tulio, de parte de ambos jóvenes, en el número uno de diciembre de 1918 de esta publicación29, llega el momento de mayor serenidad y Picón-Salas decide no extenderse más al respecto. En tono caballeresco se dirige al viejo maestro: «En esta carta se elogia de lírica manera al historiador y al leyendista histórico, faces resaltantes de la personalidad de Don Tulio, a mi juzgar» (p. 71). Los elogios para el maestro se vierten sin cesar en palabras agradecidas y sinceras: «Humilde y sabio», «santo laico», «santos ojos por los que tiene historia Mérida, mucha historia el Occidente de Venezuela, muchas cosas de historia la patria grande» (p. 72). La rectificación de algún concepto colado por entre las anchas y vetustas tejas de las casas merideñas, que encendiera la polémica no se hizo esperar: «¿Modernista, don Tulio? Esta literatura de neurasténica de ahora no tendría savia para reproducir viejas cosas legendarias [...] Si es esa la originalidad de don Tulio haber pasado en el siglo en medio de esta literatura... endeble» (p. 75).

Siguen a estas páginas de elogio, un comentario sobre los Sermones líricos de Díaz Rodríguez, «Fino mosaico hecho de mil valiosas arcillas», fechadas en 1918 en Mérida, en el mes de las flores, nieve en los páramos, neblina a nivel del suelo, de los ríos negros crecidos y la ciudad florecida de hierba y charcos en la calle. Un elogio al poemario del poeta uruguayo Emilio Oribe (1893-1975), fechado en Caracas en 1920, miembro de la «falange lírica» del sur. Finaliza esta parte del libro con dos valoraciones, una de la obra de Menotti Spósito su amigo y mentor, y la otra de Tulio Gonzalo Salas, pariente suyo muerto en la flor de su juventud, a los 22 años de edad, cuya poesía quedó plasmada en su único libro De mi solar.

Al primero le describe -en Mérida el primer mes del año 1919- como poeta, bohemio, abandonado, impenitente, casi desconocido por publicar sus rimas en «periódicos de burdo papel, cuatro páginas en cuatro, doscientos ejemplares de tirada en el corazón de la provincia» (p. 89). Ese poeta que a los veinte años ya «era sabio en miseria y dolor», era original entre su generación, pero necesitaba ayuda en el labrar de su gloria: «¡Ya tiene veintiséis años! Abandonado en el vestir, abandonado en el cultivo de su inteligencia, abandonado en su visión de vida. Emilio Spósito necesita un enorme baño de energía, de estímulo, para que entre las cuatro paredes del burgo [...] no se hiele este jardín bárbaro, irónico...» (p. 90).

Finalmente, en marzo de 1919, le rinde homenaje en la revista Alquimia de Mérida, al poeta y pariente, desaparecido cuando las musas más le sonreían. A Tulio Gonzalo Salas, escribe Mariano, «no le faltó la Venus negra, demasiado plebeya, bastante burda acaso, que lo hiriera de succión mortal... murió con plena savia, no le llegó el ocaso triste e impotente, vivió tan poco que su obra de arte es como su obra de vida» (p. 94).




- V -

La parte quinta se titula «De mehorista30 y activa filosofía», acaso aquel trabajo referido a Cejador y Frauca. Hay un acercamiento al pensamiento metafísico por parte de Picón-Salas, cuando se refiere a estas dos tradiciones, que pone el acento en los conceptos de la persona y de la sociedad, para plantear que el progreso es un concepto real que dirige el desarrollo de ambos. Es una suerte de filosofía voluntarista que sostiene que el ser humano a través de su intervención consciente con procesos deliberados, puede lograr resultados que mejoren la condición del individuo y de la sociedad. El meliorismo vendría a ser, en este sentido, la síntesis de la relación del hombre con su entorno. Algunos de los temas que el joven pensador incluye en este apartado se refieren a la presencia y la fuerza que el individuo adquiere a los veinte años, cuando es deber empezar la obra: «Si para lo que intentas no naciste, tiempo hay para rectificar el sendero» (p. 100). O al tema del amor como energía, «tú eres elemento primordial en la creación del artista: porque amó muchas mujeres pudo Goethe delinear en cada uno de sus poemas los tesoros interiores de un alma femenina» (p. 103). No olvida Picón-Salas incluir en esta parte algunas reflexiones sobre la intuición, «la ciencia del minuto». ¡Oh, sorprendente sabiduría del minuto!, todo cuanto puede revelarse en ese instante; «Porque todo en nuestra vida, ideas y sensaciones tienen un minuto para expresarse» (p. 110).

Pero, acaso la mejor pieza de este meliorismo y activa filosofía sea aquella dedicada a Friedrich Nietzsche, «El último pagano», fechada en Caracas en febrero de 1920 y dedicada al poeta José Antonio Ramos Sucre. Creo innecesario aclarar quién era el filósofo de Röcken (Sajonia) y cuál fue su influencia sobre el pensamiento de la modernidad al final del siglo XIX y sus secuelas a comienzos del XX. Lo cierto es que este discípulo rebelde de Schopenhauer, se cuenta entre los pensadores contemporáneos más influyentes del siglo XX por realizar una crítica exhaustiva de la cultura, la religión y la filosofía occidental, cuestionando los conceptos que las integran, así como las actitudes morales (positivas y negativas) hacia la vida. A la ciudad aldeana y perdida en Los Andes venezolanos llegó la obra crítica de aquel sajón. En aquellas noches insomnes, con ese afán de juventud por «esculpir mi propia alma», de que hablaba el Picón-Salas adulto. El adolescente que fue se sumergió en el pensamiento del terrible alemán y de cuya lectura dio cuenta en este ensayo. Lector temprano de Nietzsche junto a su amigo Mario Briceño Iragorry, acaso debió esas lecturas al rector Carbonell (Miliani, op. cit., p. 281), encuentra en su obra un antídoto contra los males de ese comienzo de siglo: «El último pagano escribía bellos libros, desmesurados, anárquicos, en un rudo alemán que resonaba como golpe de clava» (p. 121).

Se vale el joven ensayista del helenismo nietzscheano, de aquella reverencia humanista por la antigüedad clásica, para pregonar una vuelta a la naturaleza, «a los antiguos días griegos», y así poder expulsar de la escena a algunos artistas de la época, «dulzonería o histeria hay en el arte de ahora». No escatimará epítetos para arremeter contra los hombres de Montmartre (Baudelaire vivió en este barrio parisino), para atemorizar a quienes deambulaban por el boulevard, «los que toman opio y tienen complicaciones», o para enviar a Dorian Gray a recibir los intensos soles de la India, «a endurecer la piel de leche y rosa y hacerla piel de bronce». Todo formaría parte de un acto de depuración, porque «volver a ser griegos es lo único que salvará a la humanidad contemporánea». ¡Oh, cuánto le debía la salud de aquella sociedad enferma, de aquella «suciedad contemporánea», que aclamaba la psicología, que escribía libros con complicaciones, que creaba personajes de clínica, a aquel hombre de delirio dionisiaco! Cuánto le debían a aquel hombre «que predicó algo sano y estaba loco» (p. 122). Esa vertiginosa riqueza mental de quien apresuró la venida del Superhombre, impactó la mente del joven provinciano. No podía ser de otra manera: leer a los diecinueve años la obra de quien «tomara a los hombres y los desmenuzara como frágiles copos de algodón entre sus manos de roca...», marcaría hondamente su espíritu. Es que la obra del prusiano versaba sobre aquella materia tan en boga en la segunda década del siglo XX, aquella materia tan fragilizada luego de la Gran Guerra europea y donde los hombres habían demostrado la menor capacidad de inventiva y renovación: la ética. Por estas razones muy poco había envejecido su obra. Friedrich Nietzsche, «a quien le faltó tiempo -en la prisa de un mundo agitado...», a pesar de ser un maduro pensador del siglo XIX, fue tan contemporáneo de un adolescente de comienzos del siglo XX, por su lucidez, por su capacidad de polemizar, que por veces sus caminos intelectuales se cruzaban con mayor lucidez y delicadeza que entre los hombres de su misma generación.




- VI -

Finaliza Picón-Salas su libro Buscando el camino, incorporando fragmentos de una conferencia, sin fecha, de historia intelectual y de crítica literaria: «La finalidad poco americana de una literatura». Al pasar revista a la obra fundamental de la llamada generación literaria de 1890, el conferencista percibe una ruptura con la tradición intelectual que venía de los primeros días de Venezuela, aquella de maestros de literatura y humanidades que había esbozado graves problemas de patria. Frente a esta corriente intelectual se observan nuevos rumbos: «Rómpese el hilillo de la tradición con la última década del siglo pasado» (p. 133). Se escribieron bellos libros, frescas y raras prosas (López Méndez, Pedro-Emilio Coll, Zumeta, Gil Fortoul, Díaz Rodríguez, Andrés Mata, Blanco Fombona, Vallenilla Lanz) y, sin embargo, se interroga el orador: «¿Pero obra ideológica, obra de evolución, para estas tierras en esas obras de entonces?» (p. 135).

Picón-Salas observa agudamente que en esa prosa de entonces hay poca influencia para la evolución, para la formación de un alma nacional («[...] pudieran disculpársele desorientaciones y poca precisión americana en la obra. Representan esos escritores una época de transición, entre un clasicismo reseco y la avalancha de las reformas», p. 145). Hay en ella mucho de ideas adquiridas, rectas prolongaciones de una estirpe, pero que poco hacen por evolucionar a nuestros «hombres mediocres»31. El caso de ensayistas o historiadores como Gil Fortoul o Laureano Vallenilla, si bien fatalistas han estudiado «hondas cuestiones de psicología histórica nacional. Pero es escasa la obra necesaria, la obra para difundirse por la masa, ilustrarla democracia, prever conflictos del mañana, progresar esta tierra» (p. 136).

Las palabras y el tono de la conferencia buscan ser estimulo, acicate de acción, como para no dejarlo todo al azar de una florida prosa. Entonces empina el orador, con cierto aire nietzscheano, sus cruciales reflexiones como para encontrar eco entre un auditorio, como para interesar su atención:

«El hombre superior ante todo rompe con la costumbre, fabrica él mismo su costumbre, está expuesto a violentos cambios de rumbo [...] La fabricación a cada momento de una costumbre, traería una desvitualización del alma nacional, un alma vaga y cosmopolita.

La influencia de un hombre superior bien en un pueblo joven para dirigir su marcha, mal para alterar el orden interno de sus instituciones».


(p. 137)                







ArribaCoda

Intensa y decorosa aventura la de examinar la vida intelectual del joven Mariano Picón-Salas. Su destino personal y el destino de esa nueva generación merideña que se formó, escribió y actuó a partir del tercer lustro del siglo XX, es cosa de asombro, es afectivamente grandiosa no sólo para las letras emeritenses sino para las letras del país y del continente. Juventud honesta y filial formada al calor de la pequeña comarca andina, enclavada en un mundo de enigmas, de contemplación estética, de actuar ético y sólido. El argumento permanente de su inquietud se deriva de la generación anterior: aquella de fines del XIX. «Cada hombre, cada generación -escribió con gran atino- debe encontrarse con sus propios reveses y librar su peculiar apuesta con el destino». Cada quien -estudiantes, abogados, poetas, escritores, ensayistas, maestros, científicos, teólogos- aporta la novedad de tener algo propio que expresar, que no se oculta tras abigarrados arreos verbales sino revelándonos su sencilla verdad; por algo siempre tenemos presentes a aquellos ágiles versificadores, a aquellas plumas llenas de hondo sentido; por algo siempre cautivarán nuestros entusiasmos.

Picón-Salas despuntó como ningún otro. Lo han mostrado estas páginas. Desde su adolescencia aportó nuevos matices al estilo, otra sonoridad a las palabras, hondura a las ideas, tocó tópicos exóticos y trascendentes así se refiriesen al ámbito familiar, al de su pequeña comarca de fantasmas, a su reflexión sobre el labrador montañés de un páramo andino o a las cuestiones que en su momento atañen al país, al continente y al mundo. Obra de arte, obra de ideas con un interés venezolano y americano, cimentada sobre un trasfondo filosófico es lo que seduce de su desarrollo intelectual temprano. Permaneció lejos de la palabra insípida, cultivó desde sus inicios literarios la prosa enfática, la palabra justa que simboliza siempre una realidad y es esta realidad la que hace apetecer su prosa. Es acaso su juventud la que le da gracia a su estilo fresco, lozano; probable que sea su precoz inteligencia lo que hace más entrañable su obra de adolescente, por plasmar sus íntimos quehaceres y soñares de la vida. En sus escritos las metáforas se vuelven palabras; y las palabras vuelan para albergarse en nido seguro.

Pienso, entonces, en Picón-Salas como en uno de los grandes pensadores y estilistas de la prosa hispanoamericana del siglo XX. Representa uno de los momentos privilegiados del espíritu venezolano, escribió Guillermo Sucre en el momento de su desaparición física. Es un gran maestro de la simplicidad, de la elegancia intelectual y de la manera directa de expresarse. Pero, aparte de esto, es un escritor habilísimo, se mueve estupendamente en todos los géneros literarios y en las disciplinas humanísticas, con claro sentido de la sindéresis y del buen pensar. «Un género literario [...] es la contrafigura o el vaciado ideal donde cada época graba su apetencia, su representación y, también, podríamos decir, su invocación de lo humano». Esto escribía tan habilidoso escritor en su Profería de la palabra (1945). Es que cada pieza oral o escrita suya constituye muchos regalos. En cada una de sus páginas acecha un argumento distinto, la imagen adecuada al problema sobre el que quiere llamar la atención. Y esto lo hace siempre con gran erudición. Es capaz de describir diferentes ambientes con hermosas palabras y procurar que un aire de familia las unifique. No cuesta mucho admirarlo: es vital, es reflexivo, en su prosa se juntan el pudor y la pasión. Es el hombre de la cortesía y la mesura intelectual.

Siempre me ha gustado la pluma y la voz de Picón-Salas. Los retratos psicológicos de sus amigos y admirados muestran una bondad inusitada, al mismo tiempo que penetran los escondrijos del ser. No nos dice altaneramente lo que hay que hacer o pensar, hada donde debemos dirigir nuestra sublimidad; por el contrario, exalta las virtudes, nos insinúa que era un YO como tantos otros, mejorable, imperfecto, pero insustituible.

Nunca expresó oposición entre lo que piensa y entre lo que siente. Desde sus comienzos vida y obra han estado íntimamente relacionadas. Su fino pensamiento funciona como base teórica de su escritura. Este fenómeno se presenta ya desde sus primeros años de creación: entre los ensayos de Picón-Salas y su obra literaria hay una profunda interrelación Si lo que se escribe es lo que se es, como así pensaba el joven escritor, la palabra era encamación de su espíritu. Hombre de su tiempo -tiempo de cambios en el ser humano, de transiciones en la sociedad, de búsquedas íntimas, de crisis existenciales- que encumbró el ejercicio crítico y reflexivo a la misma altura de los grandes pensadores modernos del siglo XX. Se dijo y se desdijo; y a veces, simultáneamente, pensó esto y su contrario, en un ejercicio ecuménico por entender la condición humana, siempre en emocionada contemplación y búsqueda de su ser merideño, venezolano, americano. Aquella «cultura ecuménica del porvenir», como el mismo la llamara a propósito de escribir en 1927 sobre Hermann Keyserling y su relación con Hispanoamérica, requería del pensar bien: «Para pensar bien, para que las ideas se prolonguen en el tiempo, es necesario aprehender el sentido; quien lo aprehende vuelve a creado» (Prosas sin finalidad, p. 102).

En marzo de 1923, en la flor de sus 22 años, deja la ciudad serrana en viaje intempestivo -junto a su padre- hacia Chile («el país más barato de Sur América y también el más libre»). Tres meses más tarde, en junio, desembarca en las costas de Valparaíso. Se acendran en el joven pensador nuevas dimensiones de lo humano y, particularmente, comienza a observar el americanismo con mirada larga y aguda. Era el momento de sentir la emoción del inmigrante: «[...] de integrarme a ese grupo de inmigrantes; de vencer la adversidad con el trabajo de mis manos, con la energía y la constancia que extrajera del alma». Era el momento de seguir cabalgando sobre las ideas de justicia y belleza, a tal fin qué mejor que el país austral:

«La América se hace más fría, más justa y organizada en la latitud de Chile, Chile es un largo escabel de granito que está siempre esculpiendo el Pacífico... Porque llegué tan joven se acabó de formar el hombre».







 
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