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Mérida imaginada. El secreto de nuestra psique y «Viaje al Amanecer»

Luis Ricardo Dávila






ArribaAbajoMiradas sobre Mérida, mapas afectivos

«Los recónditos escondrijos del sentimiento y los estratos más oscuros y ciegos del carácter son los únicos lugares del mundo donde podemos sorprender auténtica realidad en formación».


William James1                


Sentimiento y carácter, recónditos escondrijos y auténtica realidad, son algunos de los componentes de nuestra psique. De explorar las relaciones que los individuos mantienen con su ambiente, la red de construcciones simbólicas que moldean, controlan y constituyen la ciudad, las identidades que allí se van formando, las subjetividades que habitan su escenario natural y social, de todo esto tratan las páginas que siguen. Propongo un ensayo psicosociológico para abordar la problemática de las relaciones espacio-individuo-sociedad. El contexto se ha privilegiado en el caso de la ciudad de Mérida. El propósito es triple: 1.- Explorar aquellos mapas afectivos que constituyen la psique del merideño; 2.- Entender esa dimensión subjetiva que tiende a crear la ciudad desde diferentes modos de verla y sentirla, relacionada con las propias vivencias y con el mundo del afecto; 3.- Precisar aquella suerte de hilo (ese «hilo desmadejado»2 de que hablan los poetas) que, sin muchas reglas internas, conecta los variados elementos de una perspectiva de la ciudad y su entorno, revela la sintaxis de un discurso sobre Mérida y la condición de ser merideño a través del discurso de Mérida.

¿Cuáles son, cómo y a través de qué medios se manifiestan las dimensiones psicosociales de la relación entre individuo y espacio? ¿Qué puede aportar una búsqueda como esta a la comprensión de los escondrijos del ser merideño, que al final de cuentas reflejan los sentimientos3 y el carácter de los habitantes de la meseta andina, lugar privilegiado donde afloran auténticas realidades individuales y colectivas en formación y en perenne desarrollo? De cierta manera el tema tiene que ver con los fundamentos psicosociológicos del desarrollo cultural en un sentido largo que incluye las especificidades prácticas y simbólicas que ocurren dentro de un espacio geográfico. Preciso este término de una vez: objeto construido tanto física como individual y socialmente mediante las representaciones que de ese espacio se hacen sus moradores4.

No hay ciudad sin sus representaciones e imágenes. Es a través de la representación como se consolida la estructura interna del grupo y del individuo, dándole al sentimiento y al carácter la necesaria identidad que pasa de ser una abstracción para transformarse en realidad. En este sentido, trataremos la ciudad en términos de representaciones significativas, como una inscripción del hombre en su espacio, en un sistema doble: de signos externos y de signos interiorizados5. Pero la ciudad es también imágenes que se forman a través de las percepciones que tenemos de nuestro alrededor, de lo que vemos, de otros estímulos y connotaciones tales como olores, recuerdos, experiencias vividas, lugares simbólicos que van afectando la manera de ver e interpretar las cosas. Se va formando, en consecuencia, una imagen mental de la ciudad y de sus distintos componentes en la medida en que los citadinos nos convertimos en lectores de esa ciudad. De manera que ser lector de la ciudad es una actividad inherente a sus habitantes. Si leemos la ciudad, si la interpretamos y le damos significado, la estaremos transformando en discurso6.




ArribaAbajoLa ciudad amurallada por sierras violetas

«La ciudad es un discurso, y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes».


Roland Barthes7                


Pero compliquemos más las cosas. Preguntemos cosas elementales: ¿Qué es una ciudad? ¿Qué elementos le componen? Nosotros decimos «ciudad» y con esta palabra designamos algo físico, un conjunto compuesto por edificios construidos según cierto arte que están en calles encerradas en un perímetro determinado, habitados por cierta cantidad, considerable, de personas. Habitamos ciudades de ladrillos, hierro, cemento, con techos de arcilla. Pero también habitamos ciudades de palabras, de memorias, de imaginación. Es el modo en que han sido nombradas, recordadas e imaginadas, tanto como los materiales y las arquitecturas que las componen, lo que dibuja su forma y su significado. ¿Dónde se fundan las ciudades? Sobre la geografía (en lo alto de un monte, a la orilla del mar, a lo largo de un río, diseminada sobre una meseta) pero también sobre el papel y desde allí proyectan su realidad en el imaginario colectivo8. Lo que se funda en el papel traza un esbozo de mitologías que luego se harán colectivas y necesarias para representarse y explicar la ciudad; mitologías que afloran en las imágenes que sus habitantes construyen de la misma. En este contexto añadamos, entonces, nuevas preguntas: ¿Cómo pensar una ciudad? ¿Cómo pensar Mérida? ¿Cómo construir el discurso de Mérida? La respuesta no aparece de la manera más expedita en la bibliografía sobre la cuestión. Se pueden recorrer estrategias con las cuales se ha tratado de dar respuesta a estas preguntas, pero no llegamos a soluciones estabilizadas, definitivas, sino a un conjunto de aproximaciones que incluyen muchos aspectos al mismo tiempo que dejan problemas irresueltos a estas preguntas. Es que ninguna ciudad es únicamente su marco geográfico ni simplemente su paisaje urbano ni su fundación y arquitectura, sino sus gentes, y si el primero es prácticamente inconmovible y actúa sobre la materia humana modelándola mediante prolijos escenarios, lo segundo es como una caligrafía en cuyos rasgos es dable descifrar la incógnita de un espíritu colectivo, de una cultura que suma y condensa hombres, clases y épocas. Con razón, Horacio Capel, uno de los fundadores de la Geografía Humana, nos alerta: «La ciudad es el mejor invento humano»9. Construcción social y perspectiva histórica serían los grandes vectores de este maravilloso invento.




ArribaAbajoMérida, ciudad y patria

«La patria es la tierra donde nacimos a la luz, porque de esa tierra es que gustamos con deleite el pan jugoso y regalado fruto»10.



Como construcción histórico-social de los hombres, la ciudad refleja en su intimidad los modos en que cada cultura va organizando sus percepciones, sus afectos, su relación con el entorno natural y social («La posición geográfica de Mérida es de las más bellas y ventajosas», escribe Tulio Febres Cordero, el mejor y más enamorado testigo de la ciudad, como le calificara Picón-Salas). Sin dejar de tomar en cuenta que el medio natural influye en la psiquis individual y colectiva, ¡cómo desconocerlo!, los hombres también le replican mediante el urbanismo que, por veces, no es más que voracidad en el deseo, y la arquitectura que siempre será un lenguaje con sus articulaciones internas. En el intercambio, lo humano, lo personal, que es lo que nos interesa, queda inscrito documentalmente en los archivos, en la memoria, en las vivencias, en las imágenes y en la imaginación de quien se da a la tarea de interpretar su vida en la ciudad. Los gestos, la imaginación, los sentimientos son los verdaderos archivos de la ciudad, si se entiende por tal, el pasado seleccionado y reutilizado en función de los usos presentes.

Ante la carencia de una idea y un sentimiento claro de patria en aquella Venezuela del entre siglo, la identificación de la patria con la ciudad fue cercana a algunos de sus escritores. Era como si desde el lenguaje de la emoción, el intelectual se diera a la tarea de enamorar a un sujeto social disperso y justificar sentimentalmente su propia identificación con un lugar. Acaso se trataba de una estrategia de representación emocional. En un texto breve Gonzalo Picón Febres, quien vivió y escribió en un momento de renovación de ideas y de formas, se hace eco de este sentimiento: «La patria es la tierra donde nacimos a la luz -continúa- [...] porque de ella sentimos palpitar la fecundante savia en nuestras fuerzas y energías, y porque es en su regazo de madre donde queremos dormimos en el eterno sueño, al son del miserere que entonen en los simbólicos cipreses aquellas mismas auras que acariciaron nuestra cuna» (p. 32). La patria era, en fin, las costumbres, el idioma, los sentimientos religiosos, los artistas, los pensadores y los héroes. «Todo nos habla de la patria...», finalizaba escribiendo, en un así como lenguaje misterioso que consubstancia a los individuos y les llena de un designio inquebrantable que redime contra «todas las fuerzas ciegas y opresoras de la naturaleza» (p. 33).

Y Mérida -naturaleza, vida y ciudad- era así: una tregua en la neblina y las nubes, un latido en la soledad de sus alturas, una sonrisa y una sorpresa en la adustez de cielo y tierra. Ya desde la literatura, la serrana meseta andina ha quedado consagrada como el postrer hito visible del universo: lo inaccesible y distante está representado en su íntima historia. Mérida, «ánfora de silencio», como nostálgicamente la llamara Humberto Tejera11, impone la cuestión: una ciudad es menos lo que se parece a ella que lo que la diferencia de las demás. Una ciudad es fuertemente imaginación, deseo, un lugar imaginado. No se puede vivir en una ciudad como Mérida sin sentir una sobre excitación imaginativa: lo decoroso y sutil de sus paisajes, las naturales esculturas de su espacio, sus intensos y variados colores, los juegos de luces y sombras que dan raíz y rostro a sus diferentes entornos, las formas matizadas de sus nubes, la fresca brisa que acaricia vegetación y caracteres, la tranquilidad de sus sonidos evocando coros celestiales, el silencio eterno que se cuela entre árboles y rocas, las misteriosas aguas que subterráneamente recorren la ciudad. Todo conduce a imaginar, soñar, pensar, contemplar. De allí lo difícil de describir a Mérida, de evocar su realidad, sin recurrir a las metáforas, que como bien escribió Aristóteles: [...] trasladan a una cosa el nombre de otra12. El factor más importante es la posibilidad interpretativa del individuo frente a su ciudad; los múltiples significantes que ésta aporta habla de la naturaleza infinitamente metafórica del discurso urbano y de los significados más variados que podemos formular en consecuencia.

Briceño Guerrero en su elogio a la ciudad, escrito tan lúcido como todos los suyos y sin embargo de poca circulación -tratando acaso de indagar en lo oculto de su misterio, en aquellos rasgos que pudiesen serle peculiares y únicos, una esencia inalienable- nos propone la necesidad de conocerla «abrirse paso entre los decires sobre ella y acercársele». Hace lo propio arrancando y desgarrando ciertas imágenes tras lo aparente. Como aquella de la ciudad misteriosa, nocturna, oculta subterránea. O la prejuiciada imagen de la ciudad de la «godarria y el tronco carcomido». Aquella Mérida vista como ciudad «fanática, supersticiosa, intolerante de otras creencias». O aquella otra, más cerca a nuestros días, de ciudad turística y estudiantil, esbozada en un sentido de propaganda comercial, de promoción y venta13.

Siempre será posible preguntarse por ese más allá de la ciudad. Y de hecho esas interrogaciones generan otros discursos que serían su verdad. Construir imágenes como estas y muchas otras, hay que dejarlo claro, se imponen menos con intención deliberada de lirismo, que de una necesidad de explicación del pensamiento y la percepción de la ciudad. Escribiendo este texto sobre Mérida, me refiero a la escritura misma de la ciudad hermética, la comarca pacífica. O, puesto en forma interrogativa, me pregunto como para fundar esta pretensión: ¿Por qué Mérida provoca incesantemente el uso de metáforas? ¿Por qué es inevitable evocar para comprender su realidad? ¿Por qué se hace tan necesario restituir toda su resonancia imaginaria? El espacio que experimentamos es la encarnación material y mental de una historia de relaciones sociales y simbólicas. Es que Mérida es, como toda ciudad, a la vez sistema social y sistema de signos que estimula, como pocas otras ciudades, todas las representaciones del fenómeno colectivo y del mundo natural. La acumulación sutil de todas las formas naturales y la figura de aislamiento, de lejanía, de soledad constituyen la puesta en escena de una perennidad sin semejanzas y, de otra parte, el espectáculo de una cierta vulnerabilidad, de una amenaza que se desliza permanentemente bajo su cielo. La ciudad existe y ha existido eternamente, pese a los terremotos y a los presagios. Mérida fecundándose a sí misma, además y, sin duda alguna, a través de sus instituciones culturales y educativas ha sido: «[...] foco verdaderamente elevado y luminoso de la cultura y civilización de todo el Occidente del país»14.

El proceso de su cultura, secreto a su vez de tal luminosidad, descansa su particularidad -tal como lo hemos mostrado en otra parte15- en una base formada por tres vértices o condiciones: lo universitario, lo agrario y lo eclesiástico. Los tres conviven entre sí, los tres se juntan, se superponen, por veces se funden y se confunden en una sola. Los tres definen el ser merideño. La Universidad, la Agricultura y la Iglesia constituyen las tres instituciones sin las cuales Mérida no es reconocible. Sus discursos inherentes gobiernan la condición cultural de sus habitantes. Esa triple condición difícilmente se consigue en otra ciudad o región del país, y acaso tampoco en ninguna otra parte del mundo. Desde allí surgieron, entonces, un orden familiar, un orden religioso, un orden moral, un orden intelectual y un orden agrario de la vida que no encuentra paralelo en otras comunidades. De ese orden agrario, pastoril, bucólico, por ejemplo, dan cuenta algunos vecinos de la ciudad que se levantan antes del amanecer para salir a ordeñar y pastorear sus vacas en improvisados potreros. Antaño las vacas subían desde el llano grande llamando sus becerros por medio de la calle, más reciente ocupan terrenos vacíos de las urbanizaciones vecinas. O aquellos jinetes elegantes y atrevidos que luciendo sus caballos de paso fino o pasitroteros, circulaban de vez en cuando por la ciudad, desafiando los peligros de un espacio que comenzaba a urbanizarse. Y, sin embargo, la desruralización de la ciudad ha sido un proceso aún pendiente.

Es comprensible entonces que tanto las claves de su historia como su historia misma sean atrayente desde todo punto de vista. Esta triple condición cultural de la ciudad, con su sistema de signos, se hace explícita a través de una constelación de discursos cosmogónicos, religiosos, jurídicos, económicos, culturales. Quedan por explorar las condiciones de la psique merideña, de sus habitantes, que es como explorar en nosotros mismos el marco mental, la capacidad para experimentar pensamientos, emociones, sentimientos, conductas, las mil y una formas de ser-y-de-estar en nuestra ciudad. Ya no sólo entendida como un pedazo de tierra, sino como un corazón palpitante, un espacio simbólico de encuentros y desencuentros, un escenario con diversidad de percepciones y deseos en permanente transformación. La configuración de su psique no se puede entender sin tener en cuenta estas tres condiciones. Las tres contienen la raíz y el rostro de la ciudad.




ArribaAbajoImaginarios de la ciudad en clave poética

«La ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente [...] la memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad empiece a existir».


Italo Calvino16                


Ciudad redundante, pero también lugar fragmentario al que sólo es posible acercarse a través de sus representaciones. Es un ambiente imaginado (y hasta soñado nos dice Calvino), una abstracción que designa un espacio construido, y no un territorio preexistente, inmóvil y permanente. Se repiten los signos de su representación y la ciudad comienza a existir. Condiciones como las enunciadas anteriormente no pueden pensarse sin una red de construcciones simbólicas que moldean, controlan y constituyen la ciudad. Se van construyendo/reproduciendo imágenes de coherencia y unidad, subjetividades aptas para habitar su escenario, para participar en el proceso de sentir, habitar, soñar, actuar, relacionarse en/con los componentes de la ciudad. Enunciando los mapas afectivos que constituyen la diversidad de modos de ser merideño, lo poroso y difuso de la ciudad entra en escena, ciudad llena de sensaciones y fantasmas en cada esquina, en cada calle, en cada color. Añadamos algo más: ciudad y memoria redundantes. Hay que repetirla para darle existencia.

Las novedosas teorías de los imaginarios urbanos17 buscan captar y describir ciertos aspectos de estos mapas afectivos donde uno habitante de la ciudad se encuentra con otros, ya sea porque se comparte un interés, un oficio, un vecindario, un tema o hasta un sueño. Estos mapas van más allá de la cartografía, no son físicos sino psicosociales, sus coordenadas no se imponen como fronteras tangibles sino como deseos, sus límites no se ven, se sienten, se perciben, se traman. No se trata de un pedazo de tierra, sino de lo que anima a una representación grupal. La ciudad se convierte, de esta manera, en una red simbólica de afectos, de signos que unen y definen. Afirma Branislaw Baczko que «a través de los imaginarios sociales, una colectividad designa su identidad elaborando una representación de sí misma»18. En este sentido, es posible pensar la creación poética como una trama de voces, ese hilo desmadejado que, a través de la escritura, pone en escena distintos imaginarios sobre la ciudad.

Veamos esto, entonces, desde la poesía. La ciudad y sus habitantes, sus modos de vida y sentir, sus fantasmas y lados oscuros, sus lugares públicos y privados, se fueron transformando en tópicos retóricos en el discurrir poético merideño de comienzos del siglo XX. ¿Cómo escribe la poesía la ciudad? Menuda e interesante pregunta. Sujeto y objeto intercambiables. Donde la poesía escribe la ciudad, a la vez que la ciudad desde sus calles, paisajes y hombres, construye su lenguaje, su poesía. ¿Cómo se construyó este decir de la ciudad desde los poetas emblemáticos de Mérida, sujetos densamente comprometidos en su imaginario?

Exploremos posibles respuestas. Leamos a aquel «poeta-niño» (como le llamase Eduardo Picón Lares), quien en pleno talento dejó la vida a los veintidós años, Tulio Gonzalo Salas (1894-1916). En sonoros versos pedía la inspiración («Venid vírgenes blancas del Parnaso y haced deidades que mi alma estrene...»), para cantarle con singular armonía a su amada Mérida. Sólo pedía un cántico sonoro, «como del coro eterno», que expresase su visión poética del lar nativo:


«¡Cantar a la ciudad! Y que mi canto,
sin que tenga tamaño de vestiglos, viva perenne vida,
mas que en tanto quede yo sepultado bajo el manto
tremendo de los siglos»19.


¿Por qué buscar semejante melodía, trascendiendo su propia figura? La respuesta del poeta no se hará esperar y en la estrofa siguiente remata: «Porque Mérida es alma. Y en su cuna que se mece del Ande entre fulgores, ella tiene el pensil de la fortuna donde cada mujer es como una primavera de Dios echando flores». Todo es fuego sonoro en el verso del poeta y en ese espontáneo esfuerzo por cantar a la tierra nativa la imagen de la cuna, es decir, de los orígenes, no podía escaparse a sus sentidos.

El abrazo de la religión de la Cruz y el idioma del Quijote con las razas nativas, materia prima de la ciudad de la Sierra, se expresa en esta noble estrofa:

«Ella es hija de grande y poderosa matrona insigne de abolengo puro; fue formada su raza valerosa de la raza del Cid esplendorosa y la raza viril de Guaicaipuro».


(p. 34)                


Formada la ciudad desde el Ande majestuoso y por nobilísimos ancestros, su historia no podría sino relumbrar. Los hombres salidos de semejante argamasa serían «aquellos héroes del orgullo fiero, que en las luchas ingentes y ferales, destrozaron las púrpuras reales por defender de la montaña el fuero» (p. 34). Quedan expresados en estos versos el amor del poeta a la montaña, que no hacen sino expresar su sentimiento de merideñidad. Lo que no es óbice para lanzar una queja amarga sobre ciertas relaciones entabladas en la ciudad:

«Hoy está la ciudad muy solitaria, siempre en la soledad viven los grandes; sola es la águila blanca y legendaria que le canta el dolor de su plegaria aquí sobre la cresta de los Andes. Si algún pesar a la ciudad enerva, lo debe todo a la maldad ingente que se desliza entre su gente cierva, como allá por debajo de la hierba se desliza silbando la serpiente. Porque en este solar caballeresco donde mis versos desparraman flores, hay un cerco dantesco donde medra cual pulpo gigantesco la codicia sin fin de los señores».


(p. 36)                


Complejos versos estos que alientan la marcha e imagen, con letra de sangre y de hierro, de la vieja villa de Santiago de donde el poeta nunca salió. El cielo, el águila, el vuelo, el ande, la queja amarga de la codicia, son materiales todos con los que se va edificando su imaginario merideño.

Continuemos con Julio Consalvi, uno de los entusiastas y jóvenes fundadores de la revista literaria Génesis (1905-1908), que más de un escándalo suscitó entre sus habitantes, quien se vale de imágenes más sutiles para definir la ciudad: «Mérida, la Salamanca indiana, austera y sabia cual Atenas griega [...] mantuana, casi conventual, asentada en una altiplanicie al pie de una sierra cubierta de glaciares eternos, rodeada de ríos que enrulan sus ondas airadas en el silencio de la montaña [...]»20.

La ciudad desde el imaginario de sus poetas y escritores atiende así a la construcción de sus realidades sociales y a sus modos de vivirlas y proponerlas. Mérida y sus atributos reflejados por el poeta en dos ciudades ejemplares: Salamanca, sólo que la serrana meseta andina seria, indiana y austera; Atenas, pero mantuana, no rodeada de mar sino asentada en una altiplanicie. Lo imaginario antecede al uso social y puede ser aún más determinante en su enunciación: los imaginarios urbanos son la realidad social construida desde los habitantes. En este caso desde la poesía. El mundo se vive según las percepciones que se tengan de él, y al participar éstas dentro de conglomerados amplios, complejos y de contacto como son las ciudades, adquieren mayor contundencia en su definición grupal. La manera de entender a Mérida desde los imaginarios urbanos desarrolla la capacidad de resolución personal y subjetiva. Lo que nos permite definir cada conglomerado según los propios fantasmas que determinan su visión del mundo. Mérida: Salamanca indiana, austera y sabia [...] Atenas tropical, mantuana, casi conventual.

Hay otros atributos, menos fantasmales y más estéticos: Mérida ciudad del cielo despejado, azul grisáceo, y de las noches densas despierta muchas veces cubierta con un sutil velo de neblina que no hace sino enaltecer su figura femenina. Mérida es mujer. ¿Qué duda cabe? Así la dibuja en simpática y agradable prosa Emilio Menotti Spósito, acaso el más inconforme de sus poetas: «¡Eras coqueta y noble, erudita y sensual. Los frailes bendecían el sol de tus mañanas, mientras Roma te enviaba su bendición papal [...] Soberbia, casta y pura ciudad de caballeros, con los blasones áureos de perla y coral, libradnos de la plaga de sabios y toreros, de juntas literarias, de santos misioneros, de cómicos de a legua y de cualquier mal / Ora pro nobis, urbe, señora enaltecida por el verbo apolíneo de Gonzalo Picón [...]»21.

Esta misma amable y femenina ciudad, es la misma ciudad del sol vertical del mediodía que abrazando las montañas creció larga y empinada, de Sur a Norte, bordeando el río Chama que baja por angostos parajes, desde los altos, silenciosos y solitarios páramos. Es toda tenue luz pero de gran resplandor. La ciudad -austera y sabia- para vivir, estudiar y contemplar, la ciudad de las cuatro estaciones en un mismo día. Pero ante todo es la ciudad de la Sierra Nevada, coronada por cinco picos que cual águilas pasajeras clavan sus garras sobre la viva roca, a la considerable altura de más de 5.000 metros sobre el nivel del mar. También es la ciudad de los zaguanes, de los viejos y fecundos solares, de las ventanas con celosías, de las callecitas estrechas y empinadas aterciopeladas por el verdoso musgo, la de los techos rojos y mohosos testigos del paso de los siglos. Ciudad tranquila -casi conventual-, serrana y de tardes con lluvia torrencial que convierte las calles en ríos, donde los niños aprovechando la pendiente zarpan sus improvisados barcos de papel, seguidas por un brillante sol de matices rosados que se entreteje sobre los escarpados riscos al paso de los venados22. Luego de la lluvia, por lo general intensa y ruidosa, la ciudad se limpia; la vegetación brilla y se viste de colores y olores distintos, a veces, con arco iris incluido.

Todo esto se dice y se ha venido diciendo desde siempre. Todos están de acuerdo, pero, ¿por qué? ¿Cuáles son las condiciones de producción de un tipo de representaciones en lugar de otras? ¿Cuándo se hacen uso de ellas y bajo qué circunstancias? Se puede pasar revista de ella en las imágenes y en los textos, en los libros y en el habla de la gente. ¿De qué modo circulan estas representaciones? ¿Se trata de estereotipos, de lugares comunes, de formas de plasmar la realidad o de representar la nostalgia? No lo sé. Acaso es una combinación de todo esto. Pero de lo que sí estoy seguro es que se trata de un espacio, una arquitectura y un mundo social en movimiento.

La ciudad atrae, es acogedora. Propios y extraños se acercan a ella con curiosidad. Sus habitantes tienen una relación de amor con la ciudad; una conexión extraña, que se alimenta de alegrías por la ciudad pequeña en contraste con las urbes, particularmente Caracas, que crece ecléctica y desordenada. La ciudad es linda dicen habitantes y visitantes, hombres de talento o aventureros, así se le considere por veces aburrida o triste. Una ciudad como toda realidad social o personal tiene distintos rostros, formas, facetas y máscaras que se privilegian históricamente. Al comenzar la última década del siglo XIX, nos dice Eloy Chalbaud Cardona, acucioso historiador de curioso espíritu y amplia cultura: «[...] la ciudad goza de una envidiable prosperidad. La tierra está bien repartida y hay pan en abundancia. Se inaugura el primer teléfono. Se instala la estación meteorológica. Se agrega el vecindario rural de San Jacinto a la parroquia El Sagrario. Y llegan por el abra del Chama los primeros zancudos»23.

Mérida es, en este sentido, una ciudad compleja, rica en esplendores, que seduce con su paisaje y con su naturaleza, al tiempo que produce cierta claustrofobia al propio merideño. No interesa tanto comprender las cualidades como tales, sino captar las distintas representaciones sociales en sus interrelaciones y en su modo de construcción. Las percepciones proyectadas por los habitantes en una ciudad son -como lo venimos mostrando- imaginarias por varios motivos: porque cada cual es hijo de las cualidades de sus culturas, porque cada cual vive lo que cree como su realidad y por una razón no menos importante: lo que cada cual imagina está vinculado con su visión de presente y de futuro. Ciudad compleja, pero también ciudad tímida, sensual, que siempre despertó la imaginación erótica en sus poetas más herejes. Raúl Chuecos Picón, entre los más conspicuos, escribe:

«Eres flor de ciudades, la paloma entre el recio nidal de fuertes águilas, y la neblina pone, mi señora, velos de castidad en tus miradas / Cuatro ríos de linfas vocingleras, nacidos en un vientre de montaña, con empujes hidráulicos despeñan, su viril regadío a la comarca / Amor, dicen tus valles inmortales, y en verdad que su olímpica hermosura, tiene formas precisas y admirables, de axila joven de mujer desnuda [...]»24.


Son todas estas cualidades determinantes de la ciudad. Habría que añadir otras, por supuesto: el trazo urbano, ocho estiradas avenidas longitudinales cortadas por unas decenas de calles transversales, las sensaciones que incita, las escalas cromáticas, los sonidos distintivos, los olores a rancio tiempo pasado, las visiones alucinantes, los frescos y luminosos amaneceres, los particulares sitios de reunión, sus empinados cerros, tranquilos campos y ruidosas quebradas. Sin embargo, sobre todas las características, hay una que cualifica de un modo determinante a Mérida: la presencia de la Sierra Nevada, su posición montañosa. Así le cantaba Picón Febres:


«Vestida eternamente
de caprichosa y vivida esmeralda;
vertiendo de tu falda
las cristalinas aguas de la fuente
[...]
bella como la virgen poesía,
radiante como el día,
y cual la gloria hermosa y encumbrada,
te levantas gentil, Sierra Nevada»25.


Los mantos blanquecinos (masas de limpia y virginal blancura) que cubren sensualmente sus picos están fijados en la mirada y el sentir del merideño. Curiosamente, es un habitante de un espacio tropical al que nunca la nieve le ha sido extraña. Por el contrario invita y estimula un cierto estado anímico26. El estar fundada en lo alto no le permite esconderse, es visible pero siempre desde riscadas altitudes: altura, ubicación geográfica y paisaje. La serrana meseta funge de balcón, desde el que se deja ver, majestuoso, el escenario de la Sierra Nevada, de la Sierra del Norte, del vecino cerro de las Flores con su afilada figura y de los diferentes valles y campos de la Otra Banda, de la Hechicera, que acompañan sus espumosos ríos. Cuando la danza del viento lo permite, se aprecia tímidamente a lo lejos en el norte el páramo de El Escorial que marca el afuera de la ciudad. Aire trasparente cargado de polen, cielo grisáceo, lívida luz son todas condiciones de una ciudad de altura. Las espesas nubes se mueven de Sur a Norte o de Norte a Sur, algunas con aires calientes y otras con aires fríos, cuando chocan viene la furia de los relámpagos y el susto de los ensordecedores truenos. Todo esto influye en las percepciones y en el comportamiento de sus habitantes. El merideño es serrano, mira siempre hacia lo alto, encarna las cualidades de la prudencia, el sosiego, más bien introvertido, tímido y nostálgico: «Porque sólo en tu cielo adormecido la blanca estrella del mar esplende y en la brava soberbia de tus riscos cuajó su luz en el cristal de nieve» (Chuecos, op. cit.).

Al inevitable inventario de índices que construyen la ciudad con palabras, lugares, hechos, nombres, cabría agregar aquellos valores y clamores conque los poetas elevan su voz, siendo capaces de expresarlos con versos de oro como éste de Chuecos Picón:


«Evita la estantigua necia y bárbara y bautiza la gloria de tu cuerpo en el Jordán tranquilo de tus aguas que son llantos
remotos de luceros.
Sé blanca, sé pura, sé casta, sé música,
deja que asome tu alma, al través de la estameña ya que de
mi pecho arrancas el poema, mi señora, Doña Mérida»27.


La ciudad se convierte así en un tejido, suerte de fresco legítimo, que exhibe a través de la poesía las suturas de un deseo. El lenguaje que la habita oscila entre la fascinación y la necesidad de recomponerla como realidad ideal. Desde la poesía se conjura la ciudad. Poetas tan finos e íntimos como Chuecos Picón la asedian como un libro abierto, donde son capaces de leer sus claves, donde aprenden el lenguaje de sus calles, decodifican sus paisajes, descomponen sus estratos culturales y religiosos, para construir lo que podríamos llamar la iconografía de su imaginario, su mapa afectivo y emocional: «Porque oh Mérida, oh mía, mi señora, en cada beso que la luz te envía, hay miel de los panales de la aurora y amores de suntuosa epifanía [...]. Tiene alas de luz tu pensamiento. Profana y religiosa al tiempo mismo, tu boca muerde cuando das un beso, pero alivias las úlceras del Cristo con el suave mentir del Padre Nuestro».

En otro código de escritura, que al fin de cuentas no viene sino a cristalizar la imagen poética de la ciudad, desde el diario merideño Patria, el 19 de marzo de 1933, en unas «Apostillas literarias» se dice: «Al pie de la Sierra Nevada, en Venezuela, se extiende una hermosa altiplanicie. Allí fundaron extremeños de Iberia la ciudad de Mérida, con un clima de paraíso, agua en abundancia y flores en todas las épocas del año. Son célebres sus mujeres por ser bellas y espirituales, sus hombres por ingeniosos y cultos y las cosas todas de esta tierra por un no sé qué de original y atractivo».




ArribaAbajoDiscurso sobre la ciudad o discurso de la ciudad


«Ciudad
montón de palabras rotas, esculpida retórica
de frases de cemento».


Octavio Paz, «Vuelta»                


Una vez más resplandecen imágenes similares a las de los poetas: Sierra Nevada, paraíso, agua, flores, belleza, espíritu, cultura, ingenio, originalidad. ¿Cómo ordenar dándole sentido a ese montón de palabras rotas? ¿Qué rostro esculpir sobre las frases de cemento que sea algo más que retórica? Como hemos venido mostrando, existen múltiples posibilidades de expresar la ciudad y de explorar su psique. Presentarla, representarla, pasa por construir una cartografía a través de la cual la ciudad se va armando en la proliferación de relatos y miradas. Sin embargo, es necesario precisar sus maneras. Siguiendo a Italo Calvino y a Noé Jitrik, es posible distinguir dos modos básicos: el discurso sobre la ciudad y el discurso de la ciudad. Más allá del cambio preposicional, el cual no es una simple táctica o juego de palabras, lo que está planteado es la precisión del sentido mismo del discurso. Mientras que Calvino nos alerta señalando «que no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe» (Las ciudades invisibles, op. cit., p. 29); Jitrik nos muestra, en una serie de hondas reflexiones, sobre lo que llama el «hecho ciudad»28, que el discurso sobre la ciudad se construye mediante el trabajo del escritor que levanta ciudades en el texto. El otro, el discurso de la ciudad, es el eco de la ciudad misma, que se manifiesta sin la presencia de un enunciador; se trata de una auto-referencia, de un testimonio propio a través del cual sus habitantes escuchan directamente el murmullo incesante de la urbe.

Si bien por una parte, esta distinción analítica es útil, en cuanto se establece una distinción fundamental, una línea divisoria que enriquece las posibilidades de representar y expresar la ciudad; sugiere por otra parte una asimilación: las ciudades reales son, en los textos, de la misma materia ilusoria que las ciudades imaginarias. Que se trate de mapas ficticios o afectivos, o de reenvíos a una realidad extratextual, o una amalgama de elementos de ambas procedencias, la distinción es operante solo hasta cierto punto: todos podemos, por un instante, haber puesto pie en una ciudad aparente o inexistente (el Macondo de García Márquez, la Santa María de Onetti, las ciudades invisibles de Calvino, o la ciudad de la Yegua Tobiana en el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, o la ciudad de los Inmortales de Borges, entre otros ejemplos). Son todos espacios que si bien han existido sólo en la ficción de sus creadores, constituyen una «precisa geografía del imaginario»29. O puesto de otra manera: ¿Hasta qué punto la literatura, el discurso sobre la ciudad, impone su reinvención a partir de la realidad existente? Así, existe un París de Balzac, una Roma de Pasolini, un México de Carlos Fuentes, un Buenos Aires de Borges, una Praga de Kafka, un Nueva York de Martí, una Lima de Salazar Bondy, un Bogotá de José Asunción Silva... Que la literatura erija sus propios espacios, o que desde la literatura se imaginen espacios inexistentes realmente y, sin embargo, estén poblados de gran realidad, constituye uno de los misterios del acto creativo. Como lo reconoce el propio Jitrik: «Grave dificultad: la ciudad no habla y menos escribe sino los seres que están en ella. ¿De qué modo entender su propia voz? Por empezar, para algunos toda ciudad está habitada por un espíritu de existencia fácil de verificar en la diferencia que hay entre todas y cada una y las peculiaridades que se les puede atribuir; por metáfora, ese espíritu, si bien no tiene voz ni mano, hace hablar y escribir a las ciudades que habita o, dicho de otro modo, en alguna parte, en la palabra de algunos de esos seres, encuentra los adecuados traductores de su voz, por lo general poetas o ensayistas» (p. 14).

Como no podría ser de otra manera, esta diferenciación analítica y sus dificultades tienen su asiento en la literatura. Y de la destreza del autor dependerá encontrar los matices de la elaboración ficcional que reflejen en una misma obra los discursos sobre la ciudad y de la ciudad. Algo que no tiene voz propia, dotado de palabras (como sería el discurso de la ciudad), encontraría en las palabras de quien sabe escuchar los decires y mirar los signos básicos que la definen, la exacta representación, el momento preciso de la discursividad. En nuestro caso, a mí se me hace que Mariano Picón-Salas en su delicioso Viaje al Amanecer logra fundir ambos discursos sobre Mérida. No a partir de una información libresca preliminar, sino de un archivo de sensaciones, de memorias, de contactos, de curiosidades, de relaciones familiares y afectivas. Sólo así se estaría en capacidad de descifrar el sentido de la ciudad y su psique, de permitir que ella misma se exprese. Además de recorrerla, de leerla, de vivirla, se le aprecia, se le (ad)mira y se plasma sobre el papel. Esto será abordado en lo que sigue.




ArribaAbajoViaje al Amanecer, el viaje de todo merideño

«Por más que anduve por muchas tierras no perdí la costumbre de ser merideño entrañable»30.


Comencemos por limpiar el escenario y descartar una idea fácil. Mariano Picón-Salas no fue el merideño más universal, como una cierta opinión simplista lo ha repetido, un polemista y hereje escritor. M. Picón-Salas, hay que decirlo desde el comienzo, fue eso y mucho más, fue uno de los más importantes pensadores americanos de un tiempo histórico en que resplandecían los grandes hombres de pensamiento. Se contaba entre los más vigorosos, los más diversos y profundos, de gran sensualidad y música en la escritura, con un estilo incomparable31. Entre los que con mayor clarividencia penetraron en el misterio de las cosas y quienes con mayor intensidad lograron transmitirnos ideas sensibles y exactas sobre el mundo y las cosas de ese, nuestro, mundo.

Esa sólida figura intelectual, en julio de 1943, ya contando con un amplio prestigio continental, viaja a México para participar en la Conferencia Interamericana de Escritores32. En esa ocasión presenta su Viaje al Amanecer, obra que fue publicada casi de inmediato por las prensas universitarias de la capital azteca33. Libro fundamental que el autor, al escribirla en la primera persona de un niño-adolescente, aprovecha para asentar su reflexión sobre sí mismo y sobre su condición de merideño. La obra se desarrolla en tres partes. En la primera (El abuelo, el solar y la casa), se narran episodios vinculados al mundo afectivo de su niñez. La segunda parte, Días de miedo, se refiere a presagios, signos y señales que desde las creencias en la ciudad, hasta las experiencias íntimas -como aquellas del insomnio y la enfermedad- aturden y forman al niño-adolescente narrador. Finalmente, en la última parte (Mitología) se encara el paso a la adolescencia y la conformación de una psique donde las sorpresas de las primeras relaciones amorosas (la vecina en el portillo del solar), la visita de espectáculos artísticos a la ciudad (los peligros de ese teatro profano) o los efectos de una boda rural (aquellos alcoholes [...] que lentamente encienden el furor de la fiesta campesina), van templando los sentimientos y el carácter (se iba ya la infancia y era necesario demostrar que una viril urgida se revela). El Viaje, en fin, nos muestra el aprendizaje estético durante los primeros años de vida en su ciudad natal y la nostalgia de una edad de oro, de un paraíso de la inocencia, elementos que permanecerán como el mapa secreto subyacente a su desarrollo como escritor, como educador y como diplomático. Triple condición que definió su vida adulta, tal como lo escribió en su Pequeña confesión a la sordina: «He sido profesor con cariño por su cátedra; funcionario un poco indisciplinado y de petulantes iniciativas que a veces incomodaban a los jefes; diplomático eventual y periodista»34.

Un viaje al amanecer que acaso era sentido como una ida, el retorno estaría por verse: del niño adolescente al hombre, de la emoción y el sentimiento a la razón, del deseo inocente a una realidad mucho más áspera e ingrata. Atrás quedaba su aprendizaje de hombre, las precarias dignidades provincianas, los engreídos comienzos literarios, sus amigos y vecinos de infancia, los primeros amores, sus patéticos dramas familiares, las hondas y hermosas imágenes de la naturaleza, la fuerza de sus sueños, siempre en entredicho ante una realidad amorfa y asfixiante. Y, sin embargo, allí dentro de la vieja y austera ciudad andina -de «tiempo denso y estratificado», como el mismo lo definiera- no cesaba de emanar el caudal feliz de su palabra. Una búsqueda perpetua y un aliento que apenas si cesó con la muerte. Más atrás en la misma «Pequeña confesión a la sordina» había escrito: «La nostalgia de esa naturaleza perdida es uno de los leit motiv de mi obra literaria». Pero había más, la significación de esa primera y única etapa de la vida, alimentó la nostalgia por el resto de sus días35. A pesar de vivir en grandes metrópolis de Europa y de las Américas (Praga, París, Nueva York, Río de Janeiro, México, Santiago de Chile), y ocupar altas posiciones diplomáticas, políticas o académicas, su condición de hombre moderno, de intelectual cosmopolita, nunca llenó su espíritu como en aquellos días merideños:

«[...] ya no escuchamos cuentos junto al fuego ni nos viene en rapsodia de ancianos la poesía legendaria. Todavía cuando yo era niño en mi pequeña ciudad montañesa conocí chalanes y yerbateros y gentes que hicieron la guerra civil a pie, y parecían llevar en las plantas la orografía de los caminos, el olor de las yerbas pisadas, toda una fresca y personalísima ciencia popular de leyendas, refranes y canciones. Cada circunstancia, aventura o azar determinó su conducta, sin traducirla al psicoanálisis o al dogma inexorable de las ideologías políticas».


Y finaliza esas Pequeñas Confesiones con indiscutible giro ético: «No nos basta el arte tan sólo, porque aspiramos a compartir con otros la múltiple responsabilidad de haber vivido». Estas palabras, que pueden resultar hoy un tanto grandilocuentes, se asoman, frescas e intactas, por todos los ángulos de su obra. En ella se respira poesía y belleza al tratar el paisaje, al referirse a las costumbres y tradiciones, al describir la naturaleza, al pintar una tarde o un amanecer, al elogiar a un amigo, al leer un libro o beber un vino, al tener miedo y al sentirse solo, al contemplar, verdades mucho más altas, a partir de lo más cotidiano, de lo más soñado. El sueño es una verdad, es sabido; las interpretaciones que se hagan de él, quién sabe. Pero lo que sí es cierto es que el papel que juega la literatura contenida en el Viaje al amanecer viene a ser el sueño de los merideños de una época y de todas las épocas, es el sueño de la Mérida eterna e imperecedera, a pesar de la violencia y la agresión que se ha ejercido sobre ella. Es por excelencia el discurso sobre la ciudad, al mismo tiempo que el discurso de la ciudad. Oigamos con deleite y atención esta confesión que quizás presagia ya ambos discursos:

«No olvidé, sin embargo, mi verde altiplanicie andina guarnecida de cumbres nevadas de donde se desgajan blanquísimos ríos torrentosos, y mi vieja ciudad de arriscados aleros y campanarios donde en el tiempo de mi infancia aún se vivía en un sosiego como de nuestro colonial siglo XVIII. Esto -lo confieso- siempre produjo en mi espíritu conflicto entre mis ideas y mis emociones, porque si la inteligencia aspiraba a ser libérrima, el corazón permanecía atado a esa como añoranza de un paraíso perdido. Escribí un librito, Viaje al amanecer, como para librarme de esa obstinada carga de fantasmas [...]».


(«Pequeña confesión...», p. IX)                


Nunca escondió el efecto catártico contenido en la escritura de esta obra; tampoco olvidó que su viaje, como todo viaje, incidía sobre su psique. El viaje al igual que el sueño es una descarga, una catarsis. La literatura enraizada en el mito también lo es. Aunque el mito es inmortal, encuentra su mejor refugio en la obra literaria. Y de eso trata el Viaje al amanecer. El escritor realiza una tarea onírica desde el YO-narrador hacia el colectivo, exorciza los grandes fantasmas de los merideños de su tiempo y de todos los tiempos: las historias de entierros, el miedo al diablo, las tradiciones y fiestas religiosas, las coloridas jornadas de mercado, los temores y expectativas por la próxima visita del cometa Halley, cuentos de fantasmas y aparecidos, el descubrimiento del amor y el sexo, el gozo con las mariposas, los pájaros y la luz de Mérida, la presencia de la enfermedad y la conciencia de la muerte. Todo lo narrado se hace desde la perspectiva de un pasado vivo, como para reforzar la plena vigencia de su presente. ¿A qué merideño, al menos a aquellos de ciertas generaciones, le son extraños estos temas? ¿Acaso no forman cada uno de ellos parte del imaginario colectivo? ¿Cómo desconocerlo? Aquel tiempo denso y estratificado de la ciudad consistía precisamente en fundirles: «El pasado se confundía con el presente y personajes que vivieron hace tres siglos o no vivieron sino en la medrosa fantasía de algunos merideños, eran los testigos obstinados, los fantasmas de nuestra existencia cotidiana» (p. 23).

En otro orden, para asegurar el anclaje mítico sin el cual se perdería el encanto de su viaje por la psique merideña, su gente y sus paisajes, la dedicatoria del libro es a María Castaña: Maricastaña, diosa femenina del tiempo

«Escapando de la sociedad de las personas serias, me acurruco cerca del fogón, para oír las historias. Cuentos de Pedro Rímales o de la Reina Mora, cuentos venidos de España y transformados por la fantasía mestiza».


(p. 17)                


La voz de la elegía, suerte de lamento que, como en Picón-Salas, advierte de las pérdidas («la nostalgia de esa naturaleza perdida»), era la condición que posibilitaba la escritura del Viaje al amanecer. Para reforzar su discurso, ¿qué mejor que encomendar la narración a Maricastaña, «mito de la niñez, de las cosas y los seres que me precedieron en la existencia, símbolo de enlace entre los demás y la pequeña persona de cuatro años que un día vagando por la casa, se sorprendió de vivir, de estar incorporado a ese ambiente, de haber entrado -no sabía por qué- a la sociedad de aquellas personas»? En este sentido, Maricastaña sería para Picón-Salas «mucho más que un refrán español: mi infantil animismo la transformó en fantasma o en sujeto histórico» (p. 15).

Interesante transformación, por significativa, que cubre e incluso desplaza el sentido de la narración. Que ese mito de la niñez, de las cosas y los seres que le precedieron en la existencia se convierta en fantasma o en sujeto histórico, es algo que no debe ser obviado. ¿Acaso no son reales nuestras fantasías que soportan los fantasmas? Pero más allá, ¿podrán esas fantasías convertirse en sujetos históricos? Menudas e interesantes cuestiones que se plantea el narrador ya desde las primeras páginas, antes de iniciar su propio viaje por los meandros de la temporalidad, de su intimidad y la de la ciudad y su gente, buscando conjurar las visiones fantásticas que podrían deformar la realidad que busca narrar. Maricastaña representa el pasado vivo, ese hilo desmadejado que sirve para ordenar el tiempo del YO que narra y recobrar un espacio añorado.

Leyéndolo despacio, mirando debajo de las máscaras estilísticas que utilizaba, podemos descubrir en esta evocación, antes de emprender su viaje, a la «Diosa femenina del tiempo» (p. 15), un poderoso asidero mental, estremecedor y luminoso, que conducirá al lector a través de los ropajes verbales más variados. Al final de cuentas, el escritor no esconde sus intereses, por el contrario los expresa sin mayores ambages: «[...] me interesaba en Maricastaña que debió ser una viejecita con anteojos, inclinada sobre su rueca, en la que no sólo devana el blanco hilo, sino también el destino de todos los humanos» (p. 17). Incluido el propio destino del niño-adolescente, protagonista y narrador de su propio viaje y del de la gente en su ciudad. Las consecuencias no se harían esperar:

«Por ello la conjuro y la evoco como un fantasma, cuando entre el enmarañado tiempo vivido, salgo a explorar -para que otros la gocen como yo la gocé- la distante flor azul de los días infantiles».


(p. 18)                





ArribaAbajoTierra y cielo de Mérida

«El sitio era hermoso y fácil y prosperaban las familias. No se venía a buscar El Dorado sino la paz. Era tierra para quedarse y no para continuar errando».


(p. 23)                


A ambos elementos está dedicado el primer capítulo del libro. Se trataba de comenzar a dibujar los contornos del espacio de la narración. La ciudad adquiere ricos y diversos matices a lo largo de este dibujo. La riqueza de imágenes y detalles, el entusiasmo del escritor brotan en cada imagen y metáfora, en cada frase y en cada párrafo. Como lo dijimos anteriormente, si bien la ciudad no tiene voz ni mano para construir su propio discurso, necesita del escritor, del poeta o ensayista, que la haga hablar. En sus palabras encuentra los adecuados intérpretes y traductores de su voz íntima. Las voces de la ciudad quedan así plasmadas y compartidas por quienes la habitan.

La vivida y hermosa descripción de la tierra y el cielo de Mérida, contiene quizás el ejemplo más elaborado del discurso de la ciudad sobre sí misma. Escuchemos al narrador y al mismo tiempo veamos brotar la realidad de la ciudad en el párrafo que sigue:

«Aguas frías que descienden de la montaña nevada; árboles de luminosas hojas verdes y sombra apaciguadora, helechos y musgos donde se cristaliza el rocío; permanente rumor de los cuatro blancos y espumosos torrentes en que la altiplanicie de Mérida se va a bañar los pies; continua circulación de pájaros (gonzalitos, colibríes, azulejos, chupitas) por el esmerilado cielo azul, la masa de la Sierra con sus helados picachos del Toro, la Columna el León, cerrando el estupendo telón de fondo que erigió la Naturaleza, daban a mi ciudad deleitable color y placidez entre todas las de Venezuela».


(p. 21)                


Esa ciudad que se intenta entender y describir, mediante metáforas e imágenes como las anteriores, promueve o articula dos órdenes: uno se relaciona con el mundo físico, el espacio, la tierra y el cielo (aguas frías, árboles de luminosas hojas..., el esmerilado cielo azul, continua circulación de pájaros...), mientras que el otro orden se relaciona con el mundo del afecto que, actuando sobre quien mira, siente, goza y sufre la ciudad, sobre quien revela la experiencia de la ciudad, permite operar con palabras las dimensiones subjetivas de la misma pero que tienden a crearla a partir de los modos de mirarla, sentirla, gozarla o padecerla. La ciudad así no perdía su fuerza de hecho material (estupendo telón de fondo que erigió la Naturaleza...), sino que por el contrario se enriquecía expresándola.

El narrador podría desaparecer y la ciudad por sí misma expresaría su contorno más auténtico. Ambos -narrador y objeto de la narración- se confunden y expresan la voz de la ciudad, equivalente al «discurso de», definido anteriormente. En el Viaje al amanecer, Mérida se muestra anónima y plural. El escritor al intelectualizarla por la distancia cronológica, logra registrar detalles como la transparencia del aire, la densidad de la noche «con su alucinante espanto», el despuntar del día con su alegre luz y la música de los pájaros, describiendo las voces y rostros de sus personajes cual la respiración misma de la ciudad36, lo que revela las intensidades en cada imagen, en cada momento de su desarrollo y en cada uno de sus ámbitos se tratase de lo estético o de lo religioso: «La vista se educa en las más variadas gamas del verde; las flores despuntan hasta en los tejados de las casas; el Albarregas siempre está sonando y puliendo -en el molino de sus aguas torrentosas- los graníticos rodados que arrastra, y las campanitas de las diez iglesias quebrándose en la blanda diafanidad del aire, a cualquier hora del día tienen novena o ejercicio religioso» (p. 22).




ArribaAbajoPrincipios sobre la Geografía del aire

«Rafael y yo, huimos de las personas serias para transmitimos revelaciones mágicas».


(p. 46)                


Resulta difícil encontrar quien de manera deliberada -así sea para liberarse de una pesada y obstinada carga de fantasmas- se aboque a capturar ese espíritu de la ciudad, como si se hubiese salido para meterlo de nuevo en la lámpara de la magia y el misterio. ¿Será este el camino para que la ciudad por sí sola revele su discurso, su esencia, su raíz, su rostro? No sé si teóricamente esto será sostenible, pero lo que sí sé es que a través de narrativas como la que ahora nos ocupa emana el rumor de la ciudad, fluyen sonidos y armonías -unas más precisas que otras, unas más líricas y subjetivas que otras- sin las cuales no se entenderían las proyecciones afectivas y estilos de vida de Mérida. Es la ciudad verbalizada, articulada por la palabra y el sentimiento, con densa estructura y fuerte expresividad. En esto último nuestro narrador es un maestro. Con una riqueza poética y antropológica sin igual, casi se le siente gesticular cuando escribe cosas como ésta:

«Mirando aquellos cielos de mi infancia -cielos que nunca descansan porque siempre los recorren bandadas de pájaros- vine a descubrir que existía una Geografía del aire llena de signos y mensajes que la mayor parte de los hombres no interpretan. Y para adivinar los cambios de clima, lo que va a suceder, nada más necesario que esa ciencia de los augures. El Mocho Rafael que se crió en la montaña, que se acostumbró a mirar el cielo como el único espejo, a imitar el grito de las aves y el ruido del "rabipelado" cuando va a devorar las gallinas, me comunica su extraordinaria sabiduría».


(p. 47)                


De eso trata esa suerte de ciencia merideña, la Geografía de aire: son los augurios, es la lectura empírica (más que semiológica) de los signos que contiene la realidad y de los mensajes que incesantemente nos están enviando las cosas de esa realidad. Como se ve el modo de abordar la posibilidad de entender un discurso de la ciudad dependería de la capacidad expresiva del narrador. Más allá de lo convincente o no de estas precisiones, de las imágenes y metáforas en proceso, de la prosa prístina de nuestro narrador, se desprende el rumor de una ciudad que clama por ser narrada. Escrituras como la del Viaje al amanecer, abren posibilidades para que la ciudad cree su propio discurso, su propia ciencia tal como emana de la sabiduría y razón de ser y entender de uno y cada uno de sus habitantes3738. El fresco logrado exhibe pinceladas únicas donde se combina la mirada mágica con la supersticiosa, propias de un orden religioso pre-urbano:

«Los que vivimos en el campo, lejos de todo socorro -comienza diciendo el Mocho- debemos aprender algunas cosas que no saben las gentes de la ciudá (sic). A mí de chiquito me enseñaron a rezar el "Magnificat Negro" que puede convertir a un hombre atribulao (sic) en lo que necesite y lo defiende de rayo, centella o de mala muerte».


(pp. 48-49)                


Pero, como es obvio, lo que nos interesa acá es destacar ciertos aspectos que revelan las tres condiciones básicas de la psique merideña -lo universitario, lo agrario y lo eclesiástico- sin las cuales el discurso de la ciudad no es reconocible. La narración de Picón-Salas nos invita a un viaje por esos recónditos escondrijos del ser merideño, iluminando los estratos más oscuros, pero que no por oscuros dejan de albergar la formación de una auténtica realidad de ideas y emociones. Todo esto hace que la ciudad y su psique progresen como una red discursiva que da sentido a una cierta manera de ser, de ver y de actuar. El gesto cómplice del narrador con ese maestro de Geografía aérea dibuja no ya un sujeto que escucha la materia en que se basará su historia, sino una identidad originada en las huellas indelebles de su pertenencia a ese entorno. El narrador se hace cómplice de ese habitar/existir. De allí la gracia con la que finaliza el diálogo: «¡Ah, Mocho Rafael, tan invencioso y tan embustero!» (p. 51).




ArribaAbajoEn el escritorio del abuelo

«[...] esto lo aprendí de mi abuelo, porque era yo niño curioso de los que se quedan escuchando aquellas conversaciones de Historia que son tan frecuentes en las tertulias merideñas».


(p. 39)                


La ciudad no sólo es mental, como podría pensar más de uno, particularmente cuando se le escudriña a través de un discurso literario. Mérida es por encima de todo nuestra realidad: nuestras montañas, nuestros ríos, nuestros hombres, nuestra cultura y nuestra historia. Pero también es nuestra piel, aquel componente subjetivo que nos acompaña en nuestra hablar, en nuestro habitar, en nuestro sentir. ¿Cómo deshacerse de ella? ¿Cómo resistir la identificación? La permanencia y pertenencia a la tierra es eterna. Así nos alejemos o nos apartemos, su memoria, sus formas y sus modos siempre estarán presentes con incesante atracción39. Y este vínculo, este trance permanente del regreso, se refuerza cuando las relaciones y sentimientos familiares entran en escena.

La figura del abuelo ejerce en Picón-Salas una atracción y un respeto particular. Es que las figuras familiares son parte importantísima del mapa afectivo merideño. Si Sancocho y el Mocho Rafael ejercieron sobre él, en sus días infantiles, una fantasía bárbara, ya entrando en la adolescencia seria el abuelo la figura que ejercería el contraste: «[...] mi abuelo ejemplariza la fantasía culta», escribiría (p. 54). Bárbara o culta, y sin embargo ambas fantasías al fin. Excursionar por el solar o internarse en el escritorio del abuelo eran motivos de gran satisfacción y aprendizaje. En ambos casos estaba la evasión, el gusto de imaginar, de descubrir o contar cosas extraordinarias. Desde esos lugares se iría construyendo su propio mapa afectivo, la iniciación en los asuntos más hondos y cruciales de la vida.

El escritorio del abuelo materno fue lugar privilegiado para adentrarse en cosas de la historia («Detrás de él estaban setenta años de historia de Venezuela, con sus aventuras, sus guerras, sus anécdotas [...] siempre está dispuesto a recibirnos, a conversar y a responder...»); o a escuchar las enriquecedoras disquisiciones con algunos de sus contertulios, entre ellos uno de sus más queridos, Monsieur Machy. Personaje desterrado de su Francia natal por su participación en la Comuna de París de 1871 había llegado, por algún «misterioso avatar del destino», a la recóndita y apartada Mérida que todavía parecía vivir en la Edad Media. Con el viejo revolucionario, el abuelo intercambiaba libros y revistas francesas, pero especialmente «compartía la comprometedora responsabilidad de conversar sobre temas herejes» (p. 55). Era, entonces, el momento de adentrarse desde aquel escritorio, espacio de sabiduría e iniciación, en el aprendizaje de la religión y la política. Densos eran los escarceos ideológicos y más densos aun serían, para el entendimiento de aquel niño-adolescente, los contrapunteos sobre escabrosos temas religiosos, particularmente cuando el visitante era el Padre Méndez, «opulento Mercedario de la Catedral», quien ejercía una suerte de «Teología combativa» para responder a los herejes argumentos del abuelo sobre la muerte, la vida, el materialismo, las prescripciones canónicas y demás asuntos de fe, sin que faltasen por supuesto algunos recientes chismes de la Diócesis.

El alba esplendorosa del siglo XX se levantaba por todas partes, con sus anuncios de civilización y progreso. Mérida no podría ser la excepción, pero tampoco la regla. Sus gobernantes, los curas, la política local ejercida por los Jefes Civiles, la Justicia Civil en manos de facinerosos, atentaban contra el desarrollo que el mundo exhibía en otros países. La lección que Monsieur Machy recitaba al abuelo, debió azuzar el oído y el entendimiento del niño-adolescente, preparándole para los días por venir:

«La vida se transforma, don Pablo -comenta Monsieur Machy- y antes de que el siglo se haga viejo, veremos profundas reformas en lo material y en lo político. Se destruirán los últimos tronos y la ciencia conseguirá una repartición más justa de los tesoros de la tierra».


(p. 60)                


El joven no sólo escuchaba sino que se iniciaba, gracias a los regalos del abuelo y el esculcar su biblioteca, en el conocimiento del mundo, penetrando así la realidad más allá de las verdes y empinadas murallas que encerraban su montañosa ciudad. Tomaba conciencia de las cosas extraordinarias que le deparaban al propio país:

«Admiré la belleza del gesto, la atracción del peligro, aquel sueño de tremenda enuncia, de soledad, de destino, de que está lleno el paisaje de mi país. Montar a caballo, combatir, salir a sortear la muerte, me parecía ya la más alucinante vocación venezolana».


(p. 62)                


El escritorio del abuelo se convertía así en un lugar habitado, practicado, que ofrecía las mejores condiciones para transformar y actualizar la propia subjetividad de aquel niño-adolescente. Su psique evolucionaría más lejos que aquella de los habitantes ordinarios de la ciudad, en la medida en que se fijaban huellas que posibilitarían la construcción de fragmentos de futuras historias sobre asuntos de gran importancia y alcance. Su travesía sería ya no la del mero observador asombrado sino la del protagonista, de alguien densamente entrelazado en el imaginario de aquella pequeña ánfora de silencio. La ciudad se revelaba al niño-adolescente mostrando algunas de las posibilidades derivadas de habitarla, de establecer a través de ella relaciones de coexistencia. Hasta cierto punto era tema de las formas y maneras de ser habitante de una ciudad como Mérida que comenzaba a desperezarse. Las experiencias en el escritorio del abuelo alimentan los archivos de su imaginario.




ArribaAbajoDía de mercado

«Y de sus costales y canastos extrae y pondera su fragante mercancía [...] continuamos la exploración entre las maravillas del Mercado».


(pp. 66-67)                


De cómo la ciudad resulta ser una de las tantas estructuras modeladoras del hombre, nos dan cuenta las visitas al mercado. Pero, además, en este lugar se revela en detalle la condición agraria de la cultura y del imaginario merideño. La plaza mayor se convertía en espacio de intercambios materiales y sociales, de cruce de miradas, de mercancías y de afectos. Los más variados y pintorescos personajes laboran o desfilan por allí. Sólo un día, el primero de la semana se instalaba el mercado:

«Los lunes amanecían llenos de fragancia rural, cruzados de burritos y bueyes cargueros que conducían a la plaza su olorosa provisión de frutos y verduras, de gritos de vendedores, de trajes de indios que bajaron a Mérida con sus tapizadas ruanas».


(p. 63)                


De verdad que era el sitio por excelencia para socializar. Todos los estratos sociales convergían en la plaza convertida en mercado. Las consecuencias eran inesperadas, de acuerdo a con quién y en qué condiciones se fuesen encontrando sus visitantes. Señoras que salen de la Misa Mayor, canónigos que sólo tienen en mente un suntuoso desayuno, empleados del gobierno que hacen un alto a sus labores, las más diversas gentes que bajan de los pueblos vecinos, el oficial de la «causa» que funge de Jefe Civil del Distrito, los vendedores exhibían variadas figuras y texturas. Como aquella potente e industriosa Plácida quien destaca entre las vendedoras: «[...] de anchísimos cuadriles, cara tostada como la de sus ollas, dientes blancos y duros y una como fiereza indígena en la altiva mirada [...] es una Ceres de los Andes modelada en la greda mestiza más refractaria» (p. 66). Importantísima relación la que guardan vendedores y marchantes. Lo cual no pasa desapercibido en este elocuente viaje por la psique merideña. Esa Mérida que vive en la mente de sus habitantes encuentra su expresión estética y comercial los lunes de mercado.

Se ofrecen fragantes y variadas mercancías. En las pequeñas quincallas no faltarían los objetos religiosos: escapularios, imágenes de santos, «novenas de San Expedito que facilitan el parto de las mujeres», collares de abalorios, contras para detener la pava. Más adentro reinan los costales y canastos, sus contenidos son descritos por el narrador con una gracia sin igual que revela cierta estética lugareña:

«[...] guamas que parecen peinilla de General; parchas que revientan de puro doradas; los mamones de los Guáimaros que son los más dulces; badeas aptas para servirse con vino y azúcar; camburitos bocadillos que parecen deditos de niño; alfeñiques en sus cascarones...».


Sin embargo, no todas eran jugosas y sabrosas mercancías, también en una de las alas del mercado se vociferaba agudamente sobre otros no menos significativos productos: el heladero que ofrece sus helados con hielo del Pico del Toro que se suponía más frío y duradero que cualquier otro hielo, el yerbatero indio con sus inefables purgantes, el vendedor de sogas y lazos, el fabricante de alpargatas, el afilador de viejas navajas, el muñequera que ofrece sus muñecos de anime, el vendedor que exhibe objetos de talabartería («de todas las artes merideñas amo este arte viril de los talabarteros»), en fin el chalán que viene a ofrecer y a amansar bestias de silla.

De manera que el día de mercado repercutía no solamente en la forma material, en los componentes económicos y sociales, la ciudad también se veía conmocionada por la irrupción de ciertas relaciones fuertemente marcadas por las dimensiones subjetivas de sus visitantes. Los lunes de mercado en aquella Mérida enriquecían los archivos de su imaginario, la gente que venía de los campos aledaños se encontraba y se expresaba con los vecinos de la ciudad según los códigos particulares de su cultura. Entre venta y venta -o entre regateo y regateo- también se irían afianzando relaciones de afecto que iban valorizando la coexistencia de unos y otros. La sociabilidad era objeto de una construcción subjetiva. La espacialidad propia de un lugar como el mercado estaba integrada por una compleja trama de sentido. Las expresiones y el dinamismo visual de un espacio de la ciudad amablemente palpable (practicable, diría) eran significativas para tejer las puntadas de una memoria y manera de ser colectiva: «Mañana será lunes, día de arar, de aporcar, de trillar, de sembrar, como tantos días que carecen de color y de nombre» (p. 189).




ArribaAbajoViaje como metáfora

«Mérida se sigue comunicando con el inexorable mundo sobrenatural».


(p. 104)                


El viaje es uno de los grandes temas del imaginario merideño. Es la manera inexorable para emprender desplazamientos hacia otros viejos y nuevos mundos. Acaso la particular situación geográfica de aislamiento de la ciudad, y las penurias de movilización en la Venezuela de comienzos del siglo XX, le den a este tópico una envergadura especial en el examen del discurso de la ciudad. La presencia del viaje, de la errancia, en la obra de Picón-Salas es recurrente, siempre asociado a las condiciones de nuestra historia, nuestra cultura y de nuestra geografía. La búsqueda de una dimensión que se correspondiese con el tiempo vivido signaba su obra. La Mérida pre-moderna aparecía como un mundo encerrado dentro de confines naturales, olvidada con su Sierra Nevada y sus ríos en los más abruptos repliegues de la geografía. Esta condición, sin embargo, daba protección y sentido. El viaje se construía entonces como una manera de trascender las dificultades para salir o entrar a la ciudad, una especie de reflejo para no dejarse atrapar en el espacio cerrado de la verde altiplanicie y volverse nostalgia. Todo viaje es una práctica del espacio como lo llama de Certeau. De acuerdo. Y en tanto tal es elemento constitutivo de la psique merideña. Así lo comprendería Picón-Salas. La escritura de obras como el Viaje al amanecer, viaje de carácter psicológico, ejercicio del alma y de la memoria, era el medio que tenía a su alcance para clarificar su situación en el mundo, su reflexión sobre él, al mismo tiempo que su participación en él y la celebración de lo que en definitiva imaginaba y comprendía de él. Su aprendizaje y experiencia infantil-adolescente de Mérida le hizo entender que se entraba en un siglo distinto y maduro, un siglo que se movía entre el desastre de dos Guerras Mundiales y la supervivencia, aferrándose siempre al optimismo. Lo demás vino por sí solo.

Además, el Viaje al amanecer es ejercicio de autodescubrimiento que le permite ahondar en aquellos impulsos vitales que forjaron su propia sensibilidad, su particular gusto estético, arraigados en un pasado que siempre se concretó como añoranza, con un misterioso tono nostálgico. Cuenta este Viaje entre sus obras capaces de comunicarnos elegantemente en una suerte de trance con el ritmo de la noche, con el paso del sol y su presagio de las pintas del año; son páginas donde se canta a la fresca brisa de montaña cuando se funde con la nítida luz del mediodía de su ciudad. A sus lectores, particularmente a aquellos merideños que habitan y leen los mismos códigos de vida y de naturaleza, los pone en metafórico contacto con la enorme responsabilidad de existir, con aquella tremenda realidad de desplazarse en y por el mundo. Las cosas de la psique en la límpida meseta andina sucedían por obra y gracia de la afinidad entre los sueños, del carácter labrado en ese particular lugar del mundo donde uno nunca deja de sorprenderse con auténticas realidades en formación. De sus lecturas infantiles le quedó la curiosidad por tiempos, paisajes, ciudades y aventuras de otras latitudes que a falta de poder concretarla personalmente, recurría a autores como el italianísimo Emilio Salgari (1862-1911), escritor y periodista, especializado en audaces y misteriosas novelas de aventura tales como Sandokan. El Rey del mar, de quien escribe Picón-Salas: «[...] imaginariamente le acompañaba [...] a un tormentoso viaje a Europa en velero, que él realizara allá por los días lejanísimos de 1855» (p. 71).

Un viaje a Europa, por ejemplo, acaso el destino más preciado por los merideños de aquellos tiempos y de todos los tiempos, era una aventura en trance de muerte. La salida de Mérida comenzaba con «los días en mula, resbalando por los torrentes secos que llamaban caminos hasta bajar a la piragua que a través de los puertecitos del Lago conducía al caliente y arenoso Maracaibo» (p. 72). Luego vendría lo peor. Tras sortear los mil y un peligros, las más mortales enfermedades, tediosas esperas, interminables transbordos; tras enfrentar los vientos y temporales del helado norte40, las noches de cerrado horizonte y estremecedoras olas, podría entonces decirse:

«Por fin, cuando ya no lo esperan, cuando se han resignado a la idea del naufragio, después de tres meses de riesgo marino, verdean tímidamente en la bruma las costas inglesas. Desembarcan en Liverpool asustados y desechos como de vuelta de un naufragio».


(p. 73)                


Desde su particularidad discursiva, el Viaje al amanecer da cuenta del rico proceso cultural que todo tránsito o desplazamiento genera. Hemos colocado la atención en lo que la narración aporta a tópicos tales como el proceso de identificación con la naturaleza, la geografía, la gente y sus costumbres. Ficcional o testimonial, la prosa de Picón-Salas ofrece un valioso archivo que nos permite adentramos en los ricos intercambios psicológicos y culturales que establecen los habitantes de la ciudad de la Sierra andina. El afán del escritor se concentra en la acumulación de información que va develando con un rico lenguaje que dialoga en tono antropológico, histórico y psicológico, enriqueciendo su visión de sí mismo y del universo que le rodea. El lenguaje invita a reunirse, pero sin forzar a ello El viaje en aquel ambiente cultural se presenta como un eje articulador de aquel movimiento hacia lo íntimo local, lo externo nacional y hacia lo genérico universal.

El Viaje de Picón-Salas es un ejemplo de representación identitaria. Las imágenes, símbolos y metáforas del viajero y del propio viaje se convierten en referencia imprescindible ante cualquier tentativa de exploración de la psique merideña. El camino y el viaje suplen las salidas, los ires y venires, en ambos convergen ecos y citas de un cambio de tiempo en aquellas otrora apacibles montañas. Seguía una época más veloz y audaz. Perspectivas, sentimientos y legados, como todo gran viaje suele dejarlos, son motivos recurrentes del escritor. Por eso siempre será esta obra un clásico, el viaje de todos los merideños hacia la semilla de su cultura y de su propia mentalidad. Disfrutemos con atención como describe el escritor su salida final de la ciudad:

«Salí de Mérida por la Cuesta de la Columna, duro camino pedregoso donde nuestra verde altiplanicie abre una tremenda grieta sobre el estrecho valle del adolescente Río Chama [...] Más allá del puente que siempre le están edificando, sigue un camino más firme, más estable y monótono como es, a la postre, el camino de la vida. Desde donde la ruta vuelve a subir, tengo la última visión de mi ciudad y de su sosegado caserío blanco, de las torres de sus iglesias, de los árboles que despuntan tras del tapial de sus solares. ¡Adiós, Mocho Rafael, adiós Teresita, adiós Catire Bravo! Otros muchachos -como lo impone la cambiante civilización- escucharán otros cuentos y tratarán otros personajes; no conocerán el miedo al diablo, a la próxima visita del Cometa Halley, a las señales del fin del mundo, pero siempre habrán de gozar -¿por qué no?- con las mariposas, los pájaros y la luz de Mérida. Para entonces yo estaré muerto y me gustaría que me recordasen».


(pp. 195-196)                


De esta manera el viaje se declara como lenguaje, como imagen, como texto. Una vez más, viaje y escritura se entrecruzan en la obra de Picón-Salas. El viaje como el andar es el sustituto de las leyendas que abren el espacio a algo otro. Y una vez más estos tópicos se revelan como metáfora de Mérida, tierra próspera y fácil, tierra para quedarse y no para seguir errando, tierra cuya virginidad y encanto reveló al escritor tempranamente, y precisamente durante un viaje, la epifanía de las formas puras, la escritura en su estado primario, la imagen poética de su paraíso terrenal.




ArribaAbajoEpílogo, los encuentros con la fe

«Ese Dios es el único General con quien no se puede pelear».


(p. 119)                


Detengámonos, por último, en algunas consideraciones generales. La fe mueve montañas, reza un adagio popular. Pero, ¿cómo mover cordilleras? Acaso sea el tiempo, que es a la vez memoria y olvido, lo uno y lo otro, el que mueva tanto las cordilleras como la fe lo hace con las montañas. La memoria se relaciona con lo que ya pasó y ha quedado como testimonio, de igual manera lo hace con lo que viene y se vive como expectativa. La memoria forma parte del lenguaje de los sueños. Los merideños viajamos hacia atrás, hacia el recuerdo inconsciente que aparece en las noches; en el día imaginamos, trabajamos, producimos imaginarios sociales de una memoria futura. Pero el futuro también obedece al pasado; acordarse de una promesa que se hizo implica que ésta debe realizarse en el futuro. Por eso somos gente de palabra. La fuerza del olvido no implica debilidad en la memoria ni en la palabra. Más bien manifiesta que la memoria burla, selecciona y dirige sus propios asuntos, la memoria provoca la debilidad de no acordarse. Para el final del viaje: yo estaré muerto y me gustaría que me recordasen, he allí el legado fundamental de Picón-Salas. O sea que la memoria y la fe en el merideño son activas, provocadoras: seleccionan y siguen sus mejores corazonadas. Esto nutre en el habitante de la meseta la percepción de su origen, de sus prácticas, de sus hábitos, de su carácter a partir del cual establece hondas perceptivas. Para mover cordilleras nada mejor que la identificación de sus habitantes con la ciudad. La fe y la religión nos dejan lleno de preguntas, de enigmas, de misterios. Esto no es baladí y dice de la relación con la existencia (o, quizás, la carencia) de un espesor o densidad cultural de base. Fe en Dios, por supuesto; pero también fe en nosotros mismos. Allí yace la esencia de nuestro ser, nuestra responsabilidad ética. Creyendo en Dios y en nosotros mismos quizás se logre mover cordilleras.

Mérida ha sido más bien víctima que victimaría. Violentada y agredida por el hombre, protegida y bendecida por la naturaleza. Creada un día de sumo alborozo, por un «Dios demasiado inventor» (Picón-Salas). Lo insoportable, en fin, no es la ciudad, sino que sus dirigentes o, al menos, una parte importante de ellos, al no respetar el orden telúrico, cosmogónico, ni la fe, ni el poder de la ciencia y el conocimiento, van desvirtuando sus cualidades excepcionales. Mérida víctima, dirigentes victimarios, habitantes impertérritos con mirada de asombro; viviendo en un régimen culturalmente autárquico de «triste escondidez y soledad»41. Y mientras tanto la antigua y pequeña ciudad desaparece, para darle paso a otra más caótica y desbordada. El problema, entonces, es el tipo de relaciones y procesos que se van estructurando en nuestra sociedad, de las hegemonías que los sostienen y de las mentalidades y tipos humanos que se están produciendo. Pese a todo ello me gusta Mérida, es mi ciudad, aquí estoy ahora y he estado siempre, siendo merideño me hecho más universal y discurso como el que estoy presentando me ayuda a entenderme y a entender lo que aquí ha estado ocurriendo, lo que había y sus transformaciones, lo que hay y su futuro, también me ayuda a trascender falsos debates, bagatelas pseudo-ecologistas y estridencias políticas que colindan con el absurdo, para obligarme y sugerir obligarnos a enfrentar el problema central: toda ciudad no es sino lo que sus habitantes hagan con ella. Mi ingreso a esta institución será oportunidad de oro para intentarlo. Sus proyectos en marcha me atraen, encuentran en mí profundas resonancias. De allí que aceptar una responsabilidad como esta signifique mi participación consciente en los asuntos de la ciudad. Porque ingresar a una Academia de este tenor es más que el soneteo y el halago inicial: es un grave deber para conmigo mismo y para con los demás habitantes que hacen vida en la ciudad, en el estado, en el país, en el continente y en el mundo. Permítaseme, para finalizar, repetir con el gran poeta griego Konstantino Kavafis (1863-1933), quien sí supo de viajes y de lugares, la imposibilidad de encontrar mejor lugar que la ciudad que el destino nos ha deparado. Al final de cuentas explorando su psique, que es lo que he hecho en las páginas anteriores, aclaro y me exploro a mí mismo:


«Dices: "Iré a otra tierra, hacia otro mar;
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado [...]".
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay [...]»42.







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