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Aproximación al viaje de los jesuitas expulsos desde España a Córcega

José A. Ferrer Benimeli





Cuando Carlos III expulsó a los jesuitas de sus dominios y los embarcó hacia los Estados Pontificios no previó la negativa del Papa a recibirlos en sus Estados. Tras varios meses de navegación y después de tensas y no fáciles negociaciones con Génova, Francia y el sublevado Paoli, lograría el rey de España que los jesuitas pudieran desembarcar en la isla de Córcega, una vez obtenido de la república de Génova el derecho de asilo en sus «presidios» de Ajaccio, Calvi y Algayola. Córcega estaba entonces en plena guerra, y el desembarco, ante la negativa del general francés que mandaba las tropas de ocupación, Marbeuf, se tuvo que hacer parte en la isla ocupada por los franceses y parte en la que estaba en manos de los rebeldes. Los avatares de este desembarco y estancia hasta su definitivo traslado a Italia, a raíz del tratado de Versalles, de 1768, ocupa la atención diplomática del momento1.

Esta solución del desembarco y establecimiento de los jesuitas españoles en Córcega constituye un capítulo mal conocido de la expulsión2. Pero aún resulta menos conocido lo que tuvieron que padecer cerca de tres mil jesuitas españoles más otros dos mil procedentes de América, durante los largos meses de navegación a que se vieron sometidos antes de poder desembarcar en aquella isla.

El paso previo se inició con la concentración de todos los jesuitas metropolitanos en diferentes depósitos interinos o casas. Así los jesuitas de Mallorca e Ibiza fueron reunidos en Palma, los de Cataluña en Tarragona, los de Aragón en Teruel, los de Valencia en Segorbe, los de Navarra y Guipúzcoa en San Sebastián, los de Rioja y Vizcaya en Bilbao, los de Castilla la Vieja en Burgos, los de Asturias en Gijón, los de Galicia en Coruña, los de Extremadura en Fregenal, a la raya con Andalucía; los de los reinos de Córdoba, Jaén y Sevilla en Jerez de la Frontera, los de Granada en Málaga, los de Castilla la Nueva en Cartagena y los de Canarias en Santa Cruz de Tenerife3.

A partir de estos depósitos iniciales la concentración final eran cuatro puntos de embarque de donde saldrían las flotillas correspondientes rumbo a Italia, a saber: Ferrol para los de la provincia jesuítica de Castilla, que estaba integrada por las actuales Castilla-León, Rioja, Navarra, País Vasco, Cantabria, Asturias da por Andalucía y Canarias; Cartagena para los de la provincia de Toledo que estaba formada por Madrid, Castilla-La Mancha, Murcia y Extremadura4; finalmente, Salou para los de la provincia de Aragón, a saber: Aragón propiamente dicho, Cataluña, Valencia y Baleares. Los de Canarias debían navegar hasta Puerto de Santa María, en tanto que los de Mallorca deberían esperar en Palma la llegada de la flotilla que desde Salou debería recogerlos. Otro tanto ocurría con los de Málaga, donde debía hacer escala la flotilla de Puerto de Santa María.

A estos puntos de embarque llegaron desde el interior en coches y calesas5, y desde las ciudades marítimas en barco. Así los jesuitas de la provincia de Castilla, que se fueron concentrando primero en Coruña, antes de pasar a Ferrol, llegaron en naves desde Gijón, Santander, Bilbao y San Sebastián.

Para que la dignidad de los expulsos fuera respetada se ordenó por Real Decreto6 a los encargados de su conducción hasta los lugares de embarque, que «evitaran con sumo cuidado el menor insulto a los religiosos; y requerirán a las Justicias para el castigo de los que en esto se excedieran; pues aunque extrañados se han de considerar bajo la protección de S. M.»7. Razón ésta por la que también previno fragatas de escolta y seguridad tanto en Ferrol como en Cádiz, Salou y Cartagena, para defensa de los religiosos expulsos en su navegación hasta Italia. La preparación de esta compleja operación marítima afectó directamente a cuatro departamentos: Ferrol, Cádiz, Cartagena y Barcelona, y en ella tuvieron mayor responsabilidad y un papel decisivo los respectivos Intendentes de Marina que debieron coordinar las tareas de fletar, acondicionar y disponer de víveres y utensilios no menos de 56 barcos, entre mercantes y navíos de guerra. A los intendentes se añadirían en la fase final los Comisarios de expedición -uno por convoy-, que eran los encargados de llevar dinero en metálico con que afrontar posibles contingencias durante la navegación. Finalmente los comandantes de los buques de guerra serían los últimos responsables de los convoyes, debiendo dirigir y proteger a los mercantes fletados para el transporte de los jesuitas, de posibles acciones de corsarios norteafricanos, subrayando al mismo tiempo la firmeza de la determinación real8.

Aunque en el Real Decreto de Ejecución del destierro se especificaba que se tratara a los regulares de la compañía «con la mayor decencia, atención y asistencia» y se insiste en el artículo XXIX que los comisionados y escoltas encargados de la «tranquila, decente y segura conducción de los jesuitas a las casas y embarcaderos debían tratarlos “con alivio y caridad”», según el conde de Fernán Núñez, «hubo algunos comisionados que no trataron como debían a los Padres», si bien añade que «fueron pocos y desobedecieron en ello a sus positivas instrucciones»9.

La realidad, sin embargo, fue especialmente dura, pues a la expulsión y pérdida de todo, se añadieron los múltiples sufrimientos e inconvenientes que muchos jesuitas, en buena parte ya maduros o ancianos, no pudieron soportar falleciendo varios incluso antes del embarque10.

A modo de ejemplo basta recordar lo sucedido, por ejemplo, en La Coruña, donde la comunidad de trece jesuitas que componía el colegio tuvo que hacer sitio para cien personas más, durante los cuarenta días que se prolongó la espera hasta el momento del embarque. Como refleja Evaristo Rivera Vázquez, en su obra Galicia y los jesuitas11, el colegio de La Coruña se convirtió en una cárcel muy estricta. Una compañía de sesenta hombres se encargaba de la custodia exterior. Nadie podía ir a la portería o comunicarse con la gente de fuera. Al principio incluso tenían prohibido bajar a la iglesia (a excepción de los domingos para oír misa) o pasear por la huerta. El P. Isla en su Memorial12 recoge que el Comisionado permitió la bajada a la huerta porque, a juicio del médico y dada la aglomeración, «desde la puerta inmediata a la escalera se percibía el mismo mal olor y tacto infectado que en los hospitales». En cuanto a las órdenes de vigilancia y control de los jesuitas encerrados eran tan estrictas, que -cuenta Luengo- «una noche, sin saberse cómo, se escapó por encima de la tapia o tejado un carnero, y, suponiendo, a lo que parece, el centinela que fuese un jesuita, le tiró con bala y lo dejó muerto». Es precisamente Luengo en su interesante y siempre recurrente Diario el que escribe cómo se colocó un centinela armado en la huerta para controlarlo todo e impedir que a nadie se le ocurriera saltar la cerca.

De lo que ocurrió esos días sabemos algo gracias al espíritu detallista de Luengo:

«El aseo y la limpieza es difícil que puedan ir bien. La comida remata más abundante de lo que se acostumbra en los colegios, y se hace en ella la lectura común que oyen también en silencio los soldados del piquete interior, que andan por la planta baja.»



Desde las cinco de la mañana, en que se levantan, hasta la hora de acostarse, el tiempo se pasa lentamente en oraciones, largas conversaciones, alguna lectura y un rato de reposo tras la comida. El 20 de abril fallece repentinamente el P. Nicolás Puga, «estando en las casillas o lugar común». Hacía muchos años que estaba enteramente loco, pero el Comisionado de Pontevedra se empeñó en mandarle al destierro. Se le sepultó en la iglesia.

Al día siguiente, el Comisionado reúne a todos en el tránsito alto y allí, en medio de un profundo silencio, les lee la Pragmática Sanción de Carlos III, fechada el día 2, «que nos cubría muy bien de oprobio e ignominia».

El 26 de abril, al prolongarse la espera, se decide que los escolares filósofos estudien o repasen un poco sus estudios, bajo la dirección de Luengo. El estudio y la clase se tiene sobre las camas. Por la mañana repasan la lógica y por la tarde practican el italiano.

27 de abril: Desde las ventanas del colegio ven entrar por la tarde en la bahía coruñesa la nave que trae a los jesuitas de Oviedo, que no pudo entrar en El Ferrol. Sin desembarcar, salen para esta ciudad al día siguiente.

El 29 se declara, bien temprano, un gran incendio en la cocina con espeso humo, que atrajo a gran número de vecinos y metió espantoso temor a los jesuitas. El capitán pone a toda la tropa sobre las armas, temiendo que aquéllos, aprovechando el tumulto, se diesen a la fuga. Al final, un grupo de intrépidos marineros, con sus hachas al hombro, entran y suben al tejado de la cocina, cortando las vigas maestras, con lo que el techo se desploma y sofoca las llamas.

Cinco de mayo: Llega el P. Francisco Isla, muy flaco y macilento, tras las peripecias que le ocurrieron. Se disipa así la voz de que eran fingidas por él mismo, para librarse del destierro. El día 11 se le administra el viático al P. Esteban Romero, del colegio de Santiago. La ceremonia resulta un poco ridícula, pues no hay más que una estrechísima escalera de comunicación entre la iglesia y el tránsito en que vivimos.

Por la mañana del 17 de mayo se les intimó la orden del Capitán general de embarcar rumbo al Ferrol, a las nueve de la noche. Los jesuitas solicitaron que se retrase un poco la salida para evitar encontrar a la gente y para preparar mejor sus cosas. El Comisionado los interroga uno por uno y toma detalladamente sus datos personales para entregarles la pensión de medio año, como se ordenaba en la Pragmática.

Por estas razones y porque traen al colegio el cadáver del P. Francisco Atela, hubo que diferir el embarque. El P. Atela ora el Prefecto del colegio de Palencia y había muerto en una de las naves que procedían de Santander, en donde habían embarcado el resto de los jesuitas de la provincia de Castilla, antes de reunirse en El Ferrol con los de Galicia. Romero no permitió que asistiese la Comunidad al sepelio del jesuita. Lo hacen sólo unos marineros de «oculto, casi del mismo modo que si fuese un perro». Esa noche nadie puede dormir.

A las dos de la madrugada del día 18, ya habían tomado el desayuno. Una hora después bajan a la portería. Casi todos llevaban «alguna alforjilla, mochila, fardo o almohada». Nuevo recuento y lista. Salen a la calle «acompañados del alcalde Romero, escribanos y ministros, un grueso piquete de soldados y honrados también de mucha gente de la ciudad, cuya estima, afecto y dolor no han sido menores que en la de Santiago, en nuestro arresto y partida». La noche está bastante oscura y sólo confusamente puede observarse el camino. Para despegar a los jesuitas del pueblo que los seguía, los introducen en la ciudad vieja por la puerta más apartada del embarcadero, con lo que el cuerpo de guardia pudo impedir el acceso a la gente. Salieron por otra puerta «que se debe usar pocas veces y para pocas cosas, y allí nos vimos de repente con todo el mar, por decirlo así, sobre nosotros». Eran exactamente 109. Habían quedado tres en el colegio de La Coruña: el Procurador y dos enfermos. Algunos otros permanecían también en los demás colegios gallegos. Venida la luz del día, pudieron reconocer otros dos navíos que, días antes, habían entrado a La Coaiña, procedentes de Santander: en uno estaban todos los jesuitas de Palencia y en otro los de Medina del Campo13.

No sabemos si estos dos jesuitas enfermos, que Luengo dice quedaron en el colegio de La Coruña, son los mismos que tuvieron que ser desembarcados en Ferrol, retrasando en los últimos momentos la salida de la expedición, y que en realidad fueron internados en el convento de San Francisco del mismo Ferrol. Se trataría, en este caso, de los padres Pedro Peñalosa y Barnardino Carabec, de 76 y 78 años de edad, respectivamente. El primero fue desembarcado afectado de escorbuto, ante el temor de que perdiera la vida en el viaje; y el segundo por estar aquejado de varias hernias intestinales que le impedían el movimiento, y que, en opinión del médico del Arsenal, su embarco suponía igualmente un evidente peligro de perder la vida. Ambos, algo repuestos de sus males, acabarían siendo finalmente embarcados, el 18 de agosto de 1767, en la fragata inglesa El Paguete de Barcelona para Cartagena, y desde allí remitidos a Córcega, el 9 de octubre de ese mismo año, en la también fragata inglesa Los Amigos14.

Según Luengo, en Ferrol se juntaron en doce embarcaciones todos los jesuitas de Castilla «hasta un total de setecientos» -en realidad los embarcados fueron 652-, que finalmente fueron repartidos en los ocho navíos en los que debían hacer la travesía hasta Italia, a saber: dos navíos de guerra (el Nepomuceno15 y el San Genaro), una urca holandesa, una fragata sueca de comercio, una fragata de Bilbao y tres pataches o paquebotes.

El 24 de mayo, a las ocho de la mañana, partieron del Ferrol los ocho navíos. La expedición se dispuso en dos grupos, escoltado y dirigido cada uno de ellos por uno de los barcos de guerra. Precisamente para poder dar acomodo a 200 jesuitas en cada uno de dichos buques de guerra se redujo considerablemente, hasta 1/3, la dotación de las tripulaciones respectivas, disminuyéndose la capacidad de fuego, para así ganar más espacio. Con este fin se situó la artillería en la batería baja, a excepción de cinco cañones por banda. Aun así, el San Juan Nepomuceno partía finalmente con una tripulación de 249 hombres y 147 soldados, más 202 jesuitas. San Genaro lo hizo con 289 hombres de tripulación, 131 de guarnición y 200 jesuitas16.

El P. Luengo, que viajaba en uno de estos barcos, en su Diario manuscrito, refiriéndose a los problemas de estrechez que tuvieron ya desde el embarque, escribe cómo se vieron obligados a meterse en bodegas, oprimidos en verdaderas sepulturas por su estrechez. La distribución del barco, en la parte que les correspondió, la describe así: «A popa había tres piezas o salas, una sobre otra. La cámara del capitán, la más alta, así como el comedor de la oficialidad. La del medio era la sala de los oficiales, a cuyo alrededor tenían sus camarotes; y la inferior o santabárbara, donde iban las municiones y vivían algunos artilleros. Desde las dos salas inferiores partían hasta la proa dos tránsitos cubiertos donde fueron colocados los expulsados. El espacio estaba dividido con tablas, y en cada lado estaban formadas dos filas de catres o “sepulturas” de tablas, unas encima de otras a modo de literas sin más espacio que el indispensable para entrar y salir. De modo que los que estaban en la fila inferior no se podían sentar sobre la cama, porque tropezaban con la litera de encima; ni los de la superior porque daban con el techo del navío. De esta forma iban acomodados ciento diez. En el espacio que iba desde el palo mayor hasta la santabárbara se metieron unos treinta y dos, con menos estrechez, aunque tenían que compartir cañones y bultos; veinte en literas superpuestas y doce en colchones colgados del techo con cordeles. Los restantes fueron ubicados en el tránsito que iba desde la cámara de oficiales a proa». «En resumen -dice Luengo-, todos estaban malísimamente instalados, sumamente oprimidos y sin espacio mínimo para desahogo».

Para la protección de los jesuitas andaluces, concentrados en Puerto de Santa María, se destinó el navío Princesa, que disponía de 70 cañones, y contaba con 15 oficiales mayores y una dotación de 538 hombres entre soldados y marinería, al mando del capitán de fragata Juan Manuel Lombardón, que debía velar por la seguridad de los mercantes fletados en la bahía de Cádiz, a los que posteriormente se añadirían los reunidos en el puerto de Málaga, lugar de concentración de los jesuitas del antiguo reino de Granada. Aunque también en este caso -y para abaratar gastos- la Secretaría de Marina sugirió que fuera desembarcada un tercio de la tripulación del navío Princesa, para que así pudieran caber más jesuitas; sin embargo, prevaleció el parecer del marqués de la Victoria, que advirtió al ministro de Marina, Arriaga, que sería más gravoso desembarcar una tercera parte de la tripulación del Princesa que reducir flete de una embarcación. Además se fletaron cinco navíos, cuatro suecos y uno holandés, capaces para albergar hasta un total de 660 religiosos. Como finalmente sólo fueron 455 los jesuitas que llegaron a Cádiz, se prescindió del navío holandés y de uno de los suecos. Los jesuitas fueron distribuidos en tres grupos de 155, 150 y 150, siendo embarcados en los navíos General Vankaulbaes y Blas Kolpen, y en la fragata La Paz, al mando de los capitanes suecos Carlos Magnus Stolpe, Carlos Baltasar Weldan y Venet Kcouck.

Por su parte, el Comisario embarcado en el Princesa fue el oficial primero de la Contaduría de Marina, D. Francisco de Huidobro Sarabia, que dispuso de 8.000 pesos para atender cualquier emergencia. Para ayuda de dicho Comisario se previno que en cada buque debían acompañar a los jesuitas ocho criados, un cirujano con caja de medicamentos y un piloto para evitar que el buque se apartara de la derrota prevista y mantuviera unido el convoy junto al navío de guerra que lo escoltaba.

El embarque de provisiones y ganado, iniciado el 28 de abril, tuvo que ser suspendido a causa del fuerte viento que duró varios días, no pudiendo procederse tampoco al embarque de los jesuitas hasta el día 2, pues tenían que llegar en pequeñas barcas hasta los navíos. Una vez dispuestos para la salida se invirtieron las condiciones meteorológicas, y esta vez por falta de viento no pudieron salir a alta mar hasta el 4 de mayo.

En Málaga aguardaban 139 jesuitas para los que se habían fletado cinco embarcaciones mercantes (dos españolas, una francesa, una inglesa y una holandesa). Las provisiones de rancho, siguiendo las instrucciones de Madrid, se hicieron calculando un máximo de dos meses de navegación17.

Aunque el viaje no tuvo incidentes de importancia, el temor al mar, los mareos y vómitos fueron los protagonistas de unos jesuitas poco o nada acostumbrados a la navegación, según el Diario que el P. Diego Tienda, del Colegio de San Hermenegildo de Sevilla, escribió a lo largo del viaje18.

Al igual que en Cádiz se embarcó la provincia de Sevilla, en Cartagena lo hizo la de Toledo entre los días 27 y 28 de abril. En este caso la expedición, mandada por Francisco de Vera, estaba compuesta de dos buques de guerra y diez mercantes (9 holandeses que se encontraban en Santa Pola, cerca de Alicante, para cargar sal, y uno inglés que se hallaba en Cartagena) y que fueron fletados para la ocasión. Su destino era servir de transporte de 513 jesuitas. Para ello tuvieron que ser acondicionados aprovechando al máximo el espacio disponible en cámaras y entrepuentes. En los entrepuentes se colocaron camas en tres filas, dos de popa a proa fijadas a los costados del buque y enteramente unidas a lo ancho, y una tercera fila en el centro, entre las escotillas. El espacio entre unas y otras filas sólo permitía el paso de una persona. Y sólo se podía entrar en las camas por los pies, con lo que se puede imaginar -dada la edad de muchos de los jesuitas- las condiciones penosas en las que debían iniciar el viaje, ya que esas embarcaciones habían sido construidas para carga y no para transporte de personas. Los jesuitas que llegaron a Cartagena no traían sus colchones, sino sólo sus ropas y algunas mudas. Esto les obligó a pernoctar sobre el suelo en el Hospital de Antiguos, por falta de camas y colchones. Los días siguientes -dado el estado lastimoso en que algunos se encontraban- pudieron recibir de algunos particulares camisas, zapatos y otras prendas de vestir.

Por lo que respecta a los jesuitas de la provincia de Aragón, su embarque se hizo entre el 29 y 30 de abril en una flotilla anclada en Salou e integrada por trece bajeles, al frente de los cuales iba la nave capitana El Atrevido, regido por el entonces capitán Antonio Barceló, mallorquín, y dos jabeques de escolta, El Catalán y El Cuervo.

Tampoco aquí las condiciones de alojamiento fueron mucho mejores para los 513 jesuitas embarcados. El propio Barceló, que supervisó personalmente hasta los víveres embarcados, se hizo eco de la situación haciendo observaciones, entre otras cosas, de la mala calidad del vino y de las pasas e higos destinados para postre. Barceló, que colocó en cada mercante un guardiamarina y cuatro marineros para que asistieran a los jesuitas en el viaje, hizo constar que la asistencia a los jesuitas era pésima en los buques, aparte de que los marineros que hacían de cocineros no sabían guisar bien, «ni había criados que les sirvieran la mesa y cuidasen del mareo».

Salieron el 1.° de mayo de 1767 rumbo a la bahía de Palma, si bien acabarían fondeando en el puerto y cala de La Porrarsa, a tres millas de la ciudad, donde se les juntó otra nave de Palma, en la que iban embarcados los jesuitas pertenecientes a los tres colegios mallorquines, y los de la residencia de Ibiza, que hacían un total de 41. Para ellos se había acondicionado el jabeque La Purísima Concepción, de 130 toneladas, y en él se colocaron los colchones transportados desde los respectivos colegios. También hubo que realizar algunas obras de adaptación, construyendo cuatro gallineros en el alcázar, y seis comederos para el ganado en el combés, además de la instalación de un fogón forrado de hojalata.

Los catres se instalaron quince en la cámara y antecámara, catorce en la bodega, y el resto en el sollado, donde también quedó ubicada la despensa.

El 4 de marzo zarpaban de nuevo rumbo a Civitavecchia. El orden de navegación era: en cabeza la capitana El Atrevido, siguiéndole los buques mercantes puestos en filas, de dos en dos, y cerrando la marcha los otros dos jabeques de escolta, El Catalán y El Cuervo. Todo el curso de la navegación, mientras lo permitió el tiempo, conservaron este mismo orden. Pues apenas dos días después de salir de la bahía de Palma todo el convoy tuvo que recalar, a causa del viento desfavorable, en el puerto de Fornells, en la parte oriental de la isla de Menorca. Allí permanecieron cuatro días, dedicados a reparar los daños causados por el temporal, reanudando el viaje al amanecer del día 9.

En cada buque mercante, relata Nonell, iban de sesenta a setenta pasajeros, de los cuales unos tenían el lugar destinado para colocar su colchón sobre cubierta a babor y estribor desde popa a proa, otros abajo en la bodega, y algunos, por fin, en la popa misma. Una tosca tabla de palmo y medio en alto dividía los puestos unos de otros. Casi no quedaba espacio para entrar en aquellas hileras de camas: por lo bajo del techo apenas podían estar de pie ni andar por allí sin encorvar el cuerpo19.

Lo que más incomodaba era la falta de sitio para colocar mesas en que comer: muy pocos cabían en ellas; y los demás, o aquellos a quienes faltaba silla u otro asiento, tenían que comer y cenar echados sobre cubierta, como mejor podían, expuestos al sol y al viento. Dos de los buques más capaces y cómodos se reservaron para los enfermizos y achacosos, siendo permitido trasladar a ellos a los que durante la navegación enfermaban. En cada embarcación había altar donde se celebraba misa y comulgaban los que no eran sacerdotes, o siéndolo, no podían celebrarla. Observábase en todo lo que era posible la distribución ordinaria de los colegios: con lo cual cada buque se transformó en una casa religiosa flotante.

El conde de Aranda había previsto, para la ocasión, todo, hasta el menú que debía darse a los jesuitas embarcados, según consta en el «Método que ha de observarse en la subministración de la subsistencia diaria en la navegación, desde Puerto Salou a Civitavecchia, a los Religiosos de la Compañía de Jesús». En él se divide el menú entre el de los días de carne y los días de vigilia, sin olvidar el de los enfermos. Menú que abarca desde el desayuno de todos los días hasta el postre y vino20.

En cualquier caso da la impresión de que todas estas previsiones, meticulosamente detalladas, quedaron cortas, debido a la duración inesperada del viaje y al excesivo número de jesuitas que finalmente tuvieron que viajar en cada embarcación.

Luengo describe, con su característico humor cáustico, cómo la mayoría de los jesuitas era la primera vez que subían a un barco, y debido al viento y mal estado de la mar, los mareados -que eran muchos- pasaron «ansias y agonías de muerte, tirados por los rincones del barco o arrojados encima de las colchonetas, sin oírse más que suspiros y lamentos, arcadas y golpes de vómitos con unas convulsiones que parece iban a dejar allí hasta el cuarto apellido».

La falta de espacio en los barcos era tanto mayor y molesta cuanto que había que compartirlo no sólo con las dotaciones de soldados, oficiales y marineros, sino, sobre todo, con los víveres consistentes en gran parte en animales vivos: bueyes, carneros, cerdos, gallinas, etc.

La orden recibida era de que las provisiones de rancho de cada barco se calcularan para 50 o 60 días de navegación, que en realidad resultaron muy cortas, pues hubo jesuitas que permanecieron embarcados sin poder saltar a tierra durante 163 días, es decir hasta cinco meses, tres meses más de los previstos.

Las referencias y experiencias vividas en el Nepomuceno, navío de guerra que protegía a los jesuitas de Castilla, salido desde Ferrol, tienen un color más negro. Luengo llega a escribir que «una choza de pastor en tierra con un rebojo de pan hubiéramos escogido especialmente los del navío Nepomuceno, y la escogeríamos en el día como un gran regalo antes que vivir en esta embarcación del modo que vamos y de la manera con que se nos trata»21.

Se decía misa en un altar-oratorio junto a la escalera en la cámara de en medio, en un pasadizo tan pequeño, que sólo cabían en él cuatro de rodillas. Rodeado de camastros y colchonetas, mientras los otros dormían o roncaban se podían decir diariamente cuatro o seis misas. El chocolate servía de desayuno para todos. Los doscientos jesuitas tenían que desayunar de pie al mismo tiempo con media docena de jícaras y otros tantos vasos. El resto de la mañana lo pasaban esparcidos por los rincones escondrijos leyendo o escribiendo. A las diez y media empezaba la comida en cuatro turnos en la cámara de en medio. Unas mesas y cajones al efecto servían de mesas. Cada vez comían de cuarenta a cincuenta en condiciones no precisamente higiénicas: «Los manteles y servilletas que sirven cada día ocho veces, cuatro para comer y otras cuatro para cenar, en poco tiempo se ponen puerquísimas -nos dirá Luengo-, y más que mantelería de gente aseada parecen estropajos. Los cubiertos correspondían a tan gloriosa mantelería. Los más eran de madera. Había un plato por persona, pero sólo un vaso para cuatro o cinco, con lo que su uso resultaba incómodo y sucio teniendo en cuenta que había que ablandar en el agua cada uno el bizcocho o galleta “de dureza granítica”».

Pero estos problemas y suciedad, unidas a la mala calidad y escasez de las comidas, del agua y del vino, todavía eran pocos comparados con los llamados «dormitorios», donde existía un continuo tránsito de desfile, sin posibilidad de silencio común, y con un calor y vaho extraordinarios, como correspondía al verano mediterráneo. Las cámaras eran un infierno de calor y de atmósfera irrespirable. Había que acostarse a las nueve de la noche, pero el que podía retardaba la hora quedándose a cubierta. No pocos dormían vestidos y con sotana. El aire se podía cortar, ya que eran locales cerrados y sin ventilación donde docenas de gentes pasaban el día y la noche vomitando. Luengo dice que tales dormitorios eran peor que la peor cárcel; y recoge el testimonio de uno de los soldados, que decía que «con más gusto estaría dos horas en un cepo de cabeza que de centinela en estos dormitorios»22. A esto había que añadir todavía el ruido de la rasquera más despiadada debida a los parásitos, pues a los pocos días de iniciar la navegación fueron atacados por una plaga de piojos que se apoderaron de ropas y personas y que ya no abandonaron hasta el desembarco.

Sin embargo el Nepomuceno estaba libre de ratones y de chinches, por ser nuevo, y que tan abundantes resultaron en otros navíos, como el San Jenaro. No dejaba de ser un consuelo para los del Nepomuceno el verse libres de chinches, «más asquerosos y molestos -si cabe- que los piojos». Finalmente, escribe Luengo, «las pulgas han estado discretas y juiciosas, sin que se pueda saber la causa de ello, pero parece que han hecho su concierto con los otros animalejos, así para no molestarnos a un mismo tiempo, como también para no dejarnos en paz ni un día siquiera»23.

No menos problemas planteaba el lavarse, hacerse la barba y, sobre todo, el descomer. Pues para doscientos sólo había dos lugares comunes o asientos, que en términos de marina se llamaban jardines y estaban en la cámara del medio. Porque los «jardines» de la cámara del capitán eran lugares cerrados para el resto. Por esta razón, a partir del desayuno se formaban filas de quince y veinte personas junto a cada puerta jardinera, esperando el turno, porque en cuestión de apreturas no había privilegios.

Finalmente, y para completar el cuadro, no faltaron ocasiones de peligro reales o supuestas, en las que la amenaza corsaria fue la protagonista.

Así la flotilla que venía del Ferrol, a su paso por el estrecho de Gibraltar creyó avistar un corsario moro, y el capitán del Nepomuceno dio orden de prepararse incluso para zafarrancho de combate, señalando su lugar a todos los oficiales, artilleros, e incluso al grumete llamado «arrastra muertos y heridos». Se abrió la santabárbara, secándose cartuchos y municiones para entrar en combate, llenándose toda la cubierta de pertrechos militares. Hubo que desalojar los catres y literas de los pasillos para dejar lugar a los cañones. Y cuando todos esperaban el abordaje resultó ser el que se acercaba era un barco inglés o «jorge», como decían los españoles.

El P. Olcina nos cuenta también el curioso caso ocurrido en el barco en el que él iba, perteneciente a la flotilla de Aragón. «Estábamos -dice- una noche tranquilamente durmiendo todos los jesuitas de mi barco, cuando uno de ellos, soñando que le corrían por la cara los ratones, se asusta, grita, y empieza a dar golpes sobre su cama y sobre la de su vecino. Los golpes y gritos descompasados que daba, despiertan a los que dormían cerca: piensan que los marineros les van a degollar, y comienzan también a dar gritos desaforados y golpes al aire, por estar casi del todo a oscuras, para defenderse y salvar, si era posible, la vida, aunque saliesen con un par de cuchilladas por barba. Yo casi fui el único que me libré de este mortal susto; porque dormido profundamente, como otro Jonás, no desperté hasta estar concluida la barahúnda de gritos y golpes. Pero muy cerca de mí dormía el padre Blanes, a quien despertó la algazara y estruendo: y ofreciéndoselo vivamente, y dándolo por cierto, que nos habían apresado los moros, y que con sable en mano nos pasaban a todos a cuchillo, echó mano de su crucifijo, se arrodilló sobre su cama, hizo su fervoroso acto de contrición, y esperando el golpe de la cimitarra de algún perro moro, se halló con el consuelo de saber que no había tales carneros, y que de toda aquella sarracina que se movió en un instante, fue la única causa un Hermano coadjutor poco despierto y un ratón enteramente soñado»24.

El caso es que entre bromas y veras, unos y otros iban teniendo sus propias e inolvidables experiencias marineras. La flotilla que venía de Ferrol, de la que tenemos tantas noticias, gracias a los Diarios del P. Luengo y del P. Isla, sabemos que, el 29 de mayo, al anochecer, avistaba Gibraltar; el 2 de junio remontaba el cabo de Palos y, finalmente, el 14 de junio, domingo de la Trinidad, después de tres semanas de travesía, echaba el ancla delante del puerto de Civitavecchia, en los Estados Pontificios, donde se encontraron con la sorpresa de que el Papa se negaba a recibirles y el embajador español les ordenaba tomar rumbo a la isla de Córcega.

Es fácil adivinar el desconcierto y angustia que esta noticia produjo en el ánimo de los deportados. Gran parte de ellos creía que el motivo de su destierro era puramente religioso. En esta convicción iba implícita su fidelidad al Papa, que, ahora, se negaba a recibirles en sus Estados. El comentario que hace el P. Isla recoge esa ingenua versión del desencanto colectivo con más fuerza que el de Luengo, el cual, con más perspicacia, intuye que en la decisión del Papa existían motivaciones políticas, como represalia contra la medida de Carlos III.

El P. Nonell recoge con cierto realismo el trágico momento vivido por los jesuitas, que ya llevaban dos meses y medio de un lado para otro, sin saber en el fondo las verdaderas causas de su destierro, y, que a la vista de Civitavecchia, puerta marítima de los Estados Pontificios, su lugar de destino, «cuando pensaban recibir orden de saltar en tierra, advirtieron con gran sorpresa que se les cerraban las puertas todas de la ciudad, a excepción de una, en la cual se agrupaban soldados de todas armas, y en todas partes se reforzaban las guardias; y lo que les causó aún mayor zozobra y espanto fue advertir que los cañones de los cercanos terraplenes y baluartes se apuntaron a las embarcaciones, que acababan de fondear en el puerto y que los conducían a ellos»25.

El efecto psicológico que tal rechazo produjo en los jesuitas lo refleja gráficamente el P. Luengo, cuando el convoy de la provincia de Castilla, en el que él viajaba, llegó a Civitavecchia.

«Después de dos meses y medio de continua inquietud y sobresalto, y después de una navegación, aunque no larga, llena de incomodidades y miserias, nos mirábamos en el término de todas nuestras desdichas estábamos en el puerto mismo, prontos a poner el pie en tierra, y no deseábamos otra cosa que salir del mar y del poder de España, establecernos en Italia como pudiésemos, y pasar una vida tranquila y sosegada al abrigo y protección de la Santa Sede mientras el cielo no mejorase las horas. Con estos pensamientos estábamos rebosando gozo y alegría, no pensábamos en otra cosa que en prepararnos para salir a tierra, y algunos tenían ya liada su cama y dispuestos sus ajuarcillos. Y en este momento y en esta disposición de ánimo se nos intima resuelta y absolutamente que el Papa no nos quiere en sus estados...

A la cosa en si misma terrible añadían algunos nueva odiosidad y terror con sus tristes y funestas reflexiones. Que los Príncipes y cortes, decían muchos, nos persigan, nos destierren y nos cubran de oprobio, se puede llevar todo en paciencia y alegría, viéndonos protegidos y amparados del Sumo Pontífice. Pero que el Papa mismo, que el Vicario de Jesucristo también muestre poco aprecio y desestima de nosotros, nos desampare y abandono, es una cosa terribilísima y más sensible de la que se puede explicar con palabras. Otros ponderaban con mucha vehemencia los trabajos y miserias de esta vida de mar, que cada día serán forzosamente mayores. Algunos se confundían viendo la incertidumbre de nuestra suerte. ¿Qué vendrá a ser de nosotros?, clamaban éstos. ¿En dónde vendremos a parar y qué harán al cabo de nosotros? Y por desgracia no dejó de haber algún otro, que se explicó en tales términos, como que se podía temer que nos arrojasen una noche en una playa desierta, nos degollasen a todos, o tuviéramos otro fin lamentable. En este doloroso tumulto y en medio de ser la turbación tan grande, todos con cristiana resignación y humildad bajaban su cabeza y sujetaban su cuello a los decretos y voluntad del Señor, veneraban profundamente sus soberanos juicios y besaban humildemente la mano que tan en lo vivo nos hiere»26.



De las peripecias y temores mientras duró la nueva navegación, el P. Olcina relata cosas verdaderamente pintorescas, pues la imaginación de no pocos jesuitas se dispersó, temiendo todo lo peor, ya que no sólo se les ocultó entonces adonde los llevaban, sino que además, sin querer, supieron que todos los patrones de los barcos llevaban un pliego cerrado, que sólo debía abrirse en caso de que el convoy por alguna tempestad se separase, para que entonces supieran adonde acudir27.

Ante el rechazo frontal por parte del Papa a permitir el desembarco de los jesuitas en Civitavecchia, la única solución viable era Córcega28.

Mientras los diplomáticos discutían, los jesuitas, embarcados en condiciones difíciles y para una travesía que se creía de corta duración, no podían más. Al sufrimiento de vivir en espacios muy cerrados se unían la mala alimentación y las incomodidades del mal del mar. El P. Isla en el Diario que fue redactando durante el viaje nos relata cómo, obligado el convoy en el que viajaba a quitar Civitavecchia, no sabiendo dónde refugiarse, se dirigió a San Stephano, pequeño puerto a la entrada de la bahía de Orbitello. El otro convoy de la misma provincia jesuítica de Castilla se les unió, y desde allí se dirigieron juntos hacia Bastia. El comandante del San Genaro, navío de guerra encargado de escoltarlos, pudo abastecerse, pero se le advirtió que las dificultades para el establecimiento de los jesuitas en Córcega todavía no habían terminado. En cuanto a sus instrucciones, eran extremadamente vagas, pues se le recomendaba solamente tomar las precauciones necesarias para la seguridad de los barcos y para obrar lo más económicamente posible29.

Por otra parte, al ser esta escuadra, procedente de Galicia, la última en llegar, se encontró con nuevos problemas añadidos. Según un diario de navegación, escrito por un marinero del convoy, y que carece de nombre de autor, se van indicando las fechas de llegada de los diversos convoyes o flotillas a Bastia, en Córcega. El día 22 de mayo lo hizo el de la provincia de Aragón -que había salido de Salou el 29 de abril-. El día 26 se presentó la escuadra de Francisco de Vera que conducía los jesuitas de la provincia de Toledo en diez barcos y dos fragatas del rey que no pudieron ya entrar en el puerto30. Francisco de Vera procedía también de Civitavecchia, donde tras detenerse tres días haciendo aguada, y desembarcar el cadáver del padre del Colegio Imperial. José Velasco -que fue enterrado en la parroquia de Santa María-, había partido hacia Córcega en la madrugada del 24. Pero juzgando que los navíos no estaban seguros, resolvió ir a otro puerto de la isla, el San-Fiorenzo. De ordinario sólo eran necesarias unas horas para hacer el trayecto desde Bastia. Pero tardaron ocho días en franquear esta distancia, a causa del mal tiempo y de las corrientes que arrastraron a los barcos hasta dos veces sobre las costas de la República de Génova a la altura de la Spezia. Llegados finalmente a su destino, permanecieron en rada otros diecisiete días, sin poder desembarcar. Los capitanes estaban tan exasperados como sus pasajeros. Pensaban que el viaje duraba demasiado tiempo y que los intereses de sus armadores estaban comprometidos.

El 19 de junio llegó a Bastia el convoy de los jesuitas andaluces embarcados en Puerto de Santa María y Málaga. Y finalmente, el 20 de julio, apareció la escuadra de Galicia con el convoy de los jesuitas de la provincia de Castilla, que habían salido de El Ferrol el 24 de mayo, y en cuyo trayecto murieron cinco jesuitas. Entre tanto, de los jesuitas de Aragón cayeron enfermos de gravedad dos de los padres, Marco Antonio Carbonell y Miguel Bosch, ambos pertenecientes a la casa profesa de Valencia. Trasladados a la ciudad, fallecieron a los pocos días, en el mes de junio, y fueron enterrados en la iglesia de la residencia que los jesuitas genoveses tenían en Bastia. Otros tres enfermos graves fallecieron igualmente al poco tiempo31.

Según el P. Larraz, último provincial de la antigua provincia de Aragón, que escribió en elegante latín la historia del extrañamiento de su provincia desde el destierro de España hasta la abolición de la Compañía, señala que «al estar el puerto de Bastia rodeado de altos montes, unido a lo riguroso de la estación, hacía que los rayos del sol abrasasen a los encerrados en las naves durante el día; y por la noche la falta de ventilación en los dormitorios, ya caldeados de día, y la aglomeración de la mucha gente allí amontonada, eran causa de que se sintiese un extraordinario calor, que materialmente los ahogaba, sin dejarles dormir ni descansar. Si a esto añadimos la falta de aseo en los buques, la consecuencia fue la multiplicación de plagas de insectos que se hicieron muy incómodos y molestos, y de ratones, que en algunas naves se propagaron de manera asombrosa, llegando a formar sus nidos en los colchones, y de noche hacían sus excursiones paseándose impunemente por el dormitorio, y aun corriendo por encima del rostro de los que estaban deseando descansar en las camas»32.

La situación había llegado al límite. Zarandeados durante los meses de más calor del verano de 1767 en las aguas del Mediterráneo, sin posibilidad de desembarcar en parte alguna, ni en los Estados Pontificios, ni en Génova y ni siquiera en Córcega. Hasta el 8 de julio no pudo salir de Bastia el convoy que llevaba a los jesuitas de Aragón, tras haber permanecido 48 días en dicho puerto. A partir de entonces costearon la isla durante varios días, pues Barceló dudaba sobre si dar fondo en Calvi o en otro punto, hasta que, finalmente, después de conferenciar con los capitanes de los otros buques, que ya habían dejado sus forzados pasajeros en Algayola y Calvi, resolvió fondear en Ajaccio y dejar allí los que él llevaba. Finalmente, a instancias sobre todo de la tripulación, cansada ya de navegar por aquellos mares y ansiosa de volver a sus casas, Barceló mandó volver la proa hacia Ajaccio, adonde llegaron el día 27 del mismo mes de julio, tras sortear un pequeño temporal y el viento contrario. Desembarcados los jesuitas aragoneses, que llevaban en los barcos desde el 29 de abril, fueron repartidos en pequeños grupos alojándose donde eran recibidos, si bien como en esa ciudad había colegio de los jesuitas, en él se hospedaron todos los que pudieron. Pero dado que la ciudad estaba sitiada por los corsos, que aguardaban la salida de la guarnición francesa para ocupar la plaza, como lo habían hecho ya en Algayola, Barceló decidió esperar órdenes antes de regresar a España, y los jesuitas tuvieron que hacer frente a la escasez de víveres, pues los corsos llegaron a cerrar la entrada del puerto con baterías que se cruzaban e impedían la llegada de socorros y provisiones, y la ciudad no podía dar abasto a tan numerosos huéspedes recién llegados33.

Cuando ya parecía que se había terminado lo peor, recibió el almirante Barceló un despacho desde Génova en el que se le decía que el sitio destinado para la provincia de Aragón no era Ajaccio, sino San Bonifacio, en el otro extremo de la isla, frente a Cerdeña, adonde debían trasladarse sin tardanza. Nuevamente embarcados, salieron de Ajaccio y tras cuatro días de navegación hicieron las sesenta millas que separaban aquel puerto del de San Bonifacio, al que llegaron el día 24 de agosto.

La estancia de casi un mes en Ajaccio tuvo también sus momentos tristes y difíciles. Pues en el mismo puerto de Ajaccio, apenas entrados en él, murieron a bordo los padres Ignacio Canicia y Bernardo Ximeno, y el 12 de agosto, el P. Narciso Riera. Por esos días también nueve jesuitas pidieron la secularización y se fugaron a España, donde fueron aprehendidos, encarcelados un tiempo y deportados de nuevo a Italia. Pero ésta es otra historia34.





 
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