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ArribaAbajoSegunda parte

El atractivo de la acción. El pretorio (1789-1798)



ArribaAbajoVI.- El alcalde del crimen en Zaragoza (1789-1791)

Primeros contactos y toma de posesión.- Lo que eran la Audiencia y la Sala del Crimen.- Las cualidades del nuevo magistrado.- Su meta: corregir antes que castigar.- La participación en la vida social.- Sus amigos.- La Sociedad Económica Aragonesa.- El nombramiento en Valladolid


Mucho antes de abandonar Salamanca, Meléndez, conformándose con los usos vigentes, había anunciado su nombramiento y ofrecido sus servicios a la municipalidad y al cabildo de la ciudad, adonde le llamaban sus nuevas funciones.

Aunque no hemos encontrado ninguna huella de esta carta oficial en el Archivo Municipal de Zaragoza356, hemos tenido más suerte en los archivos capitulares, en donde hemos copiado la siguiente mención: «Se leyó una carta de D. Juan Meléndez, de Salamanca, con fecha de l.º de Agosto, en que ofrece a las órdenes del Cabildo la plaza del Crimen que S. M. le ha conferido en esta Real Audiencia y se acordó que se le conteste con la atención y forma acostumbrada»357.

En su respuesta, los canónigos envían al destinatario su «más expresiva enhorabuena», agradeciéndole sus «expresiones atentas y afectuosas» y poniéndose a su disposición358. Poco tiempo después de su instalación, Meléndez hizo al cabildo una visita, que le fue devuelta por dos canónigos enviados en delegación359.

El nuevo ministro, llegado a Zaragoza hacia el 10 de septiembre, tomó posesión de su plaza, no el 16 de septiembre, como pretende Fernández de Navarrete360, ni el 14, como afirma Faustino Casamayor361, sino el 15. El acta de instalación no deja lugar a ninguna duda sobre este punto; según la copia del «Real Título»362 se puede leer:

Zaragoza, y septiembre quince de mil setecientos ochenta y nueve, acuerdo extraordinario: los Señores del Acuerdo expresados al margen, celebrándolo extraordinario en vista del Real Título... obedecieron dicho Real Título con la veneración y respeto devido, y acordaron se guarde, cumpla y execute quanto por él se manda; e inmediatamente entró D. Juan Meléndez y Valdés en la sala de Acuerdo acompañado del presente Escribano de Gobierno, y precedidas las Ceremonias y formalidades acostumbradas, juró por Dios Nuestro Señor, y a la Señal de la Cruz, y sobre el sello real de esta Audiencia de defender el Misterio de la Purísima Concepción de María Señora Nuestra, haverse bien y fielmente en la Plaza de Ministro de lo Criminal que S. M. se ha servido conferirle, de aguardar secreto, y asimismo de observar las Leyes de Aragón en lo Civil, las de Castilla en lo criminal, ordenanzas de Sevilla, cédulas reales y todo lo demás que por S. M. se ¡tiene mandado en la formación de esta Audiencia. Y hecho lo referido, acto continuo se pasó a la Sala del Crimen, se le señaló el asiento y lugar que le corresponde, el que lomó en señal de verdadera posesión363.



Antes de esta ceremonia, el nuevo juez, con arreglo a las prescripciones de las ordenanzas reales, se había presentado al capitán general y había depositado en sus manos el real título de nombramiento, que fue enviado a fines de examen al tribunal reunido en sesión plenaria (Acuerdo), al cual correspondía fijar el día y la hora de la admisión y de la prestación de juramento. Nuestro magistrado había visitado igualmente al regente, al decano y a todos los jueces del tribunal. En el curso de la ceremonia de instalación, y antes de sentarse en su sitio, el nuevo «ministro» dio el abrazo de ritual al regente y a cada uno de sus colegas364. Una vez acabadas estas diversas ceremonias, Meléndez cesaba definitivamente de ser profesor y daba comienzo a su carrera de magistrado.

La obscuridad que rodea la estancia y la actividad de Meléndez en Zaragoza-Quintanano le consagra más que un breve párrafo, donde pone sobre todo en evidencia las cualidades morales y humanas del poeta-magistrado- nos incita a dar algunos detalles sobre el papel y el funcionamiento de la «Audiencia»365 y las obligaciones de los «Alcaldes del Crimen»366.

El gobernador, capitán general o comandante general del principado, es el presidente nato de este tribunal real. Este consta de un regente, diez jueces (ministros) de lo civil y cinco de lo criminal, dos procuradores» y un «Alguazil mayor».

El tribunal se divide en dos salas de lo civil y una de lo criminal, compuestas de cinco jueces cada una. Se beneficia con setenta y tres días de vacaciones al año, de los cuales trece en agosto, trece en Navidades y la semana de Pascua. Su participación en las fiestas religiosas y profanas está reglamentada por un ceremonial muy estricto367, que en los oficios le asigna el lado del Evangelio, mientras que la municipalidad ocupa el de la Epístola. Incluso el atuendo está fijado: los ministros deben entrar en las Salas sin capas ni sombreros, y llevarán gorros de la misma forma y hechura, que se usan en los Consejos y demás tribunales del Reyno.

El regente puede destinar excepcionalmente algunos ministros a una sala que no sea la suya en caso de ausencia o cuando el asunto en litigio lo requiera por su importancia; pero una sala no puede funcionar si no cuenta por lo menos con tres jueces. Todos los días de audiencia se dirá una misa en la capilla del tribunal. Todos los magistrados deben estar presentes a la hora en que comienza el trabajo: a saber, desde el 1 de octubre hasta el último día de abril, a las ocho; desde el 1 de mayo hasta el último día de septiembre, a las siete; las salas están en sesión tres horas, durante las cuales no se permite ausentarse a ningún magistrado, a menos que tenga un motivo grave y la autorización del regente.

Además de estas disposiciones generales, las ordenanzas precisan las funciones de los alcaldes del crimen y subrayan que su rango es inferior al de los oidores, quienes en ciertas circunstancias les pueden imponer otras tareas, hacer rondas de noche, por ejemplo368. La Sala del Crimen consta, además de los cinco jueces y del procurador, del alguacil mayor y de diversos subalternos. Entran dentro de sus atribuciones misiones de control y de vigilancia, que se añaden a sus funciones judiciales propiamente dichas. Le corresponde, todos los martes, la visita de las prisiones de la ciudad durante la última hora de trabajo: «Tendrán especial cuidado los ministros de visitar a los presos, entrando en el interior de la cárcel, yendo a los aposentos de ella, y se informarán de el tratamiento que se hace a los presos, y en especial a los pobres, y de todo lo que convenga para la buena administración de la Justicia, y breve despacho de los procesos»369. Este control penitenciario no era, por otra parte, el único: todos los sábados, dos oidores y dos alcaldes del crimen designados por turno inspeccionaban las prisiones reales y municipales. Y periódicamente tenían lugar visitas generales, efectuadas por el tribunal en pleno presidido por el capitán general. Estas inspecciones solemnes estaban reguladas por un ceremonial muy complicado370.

Las misiones de vigilancia que corresponden a la Sala del Crimen son de dos clases: unas oficiales como supervisar el celo de los representantes de la justicia en las villas y pueblos del reino de Aragón y organizar rondas nocturnas, que los miembros deben efectuar en compañía de uno de los diez escribanos de la Sala; otras son confidenciales: investigación y vigilancia de los individuos sospechosos, de los agentes del extranjero, de los propagandistas o revolucionarios de todo orden; el descubrimiento y secuestro discreto de todos los libelos, escritos sediciosos y panfletos capaces de turbar la paz del reino entran en esta categoría.

La competencia judicial de la Sala del Crimen es bastante extensa: conoce evidentemente en todos los procesos criminales, pero también, en apelación, en toda clase de delitos. Los jueces tienen autoridad para abrir todo género de información y llevar la instrucción hasta el interrogatorio del procesado; pero, a estas alturas, deben rendir cuenta a la Sala. Los asuntos se consignan en un registro y se reparten entre los magistrados, cuya responsabilidad queda desde aquel momento empeñada; no pueden en ningún caso llevar a cabo una detención bajo la simple información de los escribanos, pues se les prescribe el examen personal de todos los autos que puedan conducir a una detención. Deben firmar las órdenes de comparecencia, las confesiones de los acusados, recibir los testimonios de la defensa; tienen derecho a someter a tortura a un presunto culpable; pero esta decisión no puede ser tomada si no ha precedido una sentencia. Cuando pronuncian tal sentencia, los alcaldes están obligados a redactarla y a firmarla antes de abandonar la Sala; una vez publicada, no puede ser corregida ni modificada. Los asuntos criminales siempre son juzgados públicamente, con el fin de que las partes y sus procuradores puedan asistir a los debates, y los expedientes de los reos encarcelados tienen prioridad sobre los otros. En cuanto a las penas infligidas por la Sala, van desde la de muerte hasta la de prisión temporal; pero los alcaldes del crimen pueden también imponer multas y llevar a cabo el secuestro de los bienes de los inculpados371. Finalmente, como obligación menos penosa, los «Alcaldes del Crimen», acompañados por dos alguaciles y un portero, están obligados a asistir por turno a la Comedia, para mantener la tranquilidad y prevenir todo desorden. La enumeración de todas estas competencias nos lleva a comprobar que los jueces de lo criminal españoles en el siglo XVIII acumulaban a las funciones de nuestra magistratura de lo criminal ciertas prerrogativas del actual ministerio fiscal e incluso diversas funciones de policía.

Se observará también que, aunque no acudiesen a la Audiencia más que por la mañana, los magistrados no carecían de ocupación; y se comprende que Meléndez haya hablado frecuentemente de «la ilustre y austera carrera de la Magistratura», de «la severidad de su nuevo ministerio» y de sus «arduas obligaciones».

En realidad, nuestro poeta tuvo mala suerte, pues entró en esta carrera el mismo año en que «aquellos instantes que los más escrupulosos dedican sin remordimiento a los ocios y al recreo»372 habían sido singularmente reducidos por real decreto:

Para facilitar y abreviar el despacho de los negocios y evitar en lo posible a mis amados vasallos los perjuicios que sufren en Ja dilación, he resuelto reducir los días feriados a las fiestas que la Iglesia celebra como de precepto, aunque sólo sea de oír misa..., de Nuestra Señora del Carmen, Los Angeles y El Pilar, y en las vacaciones desde el Domingo de Ramos hasta el martes de Pascua; en las de Navidad desde el 25 de Diciembre hasta primero de Enero y también las Carnestolendas hasta el miércoles de Zeniza inclusive.

29 marzo 1789373.



Esta reducción de vacaciones iba acompañada de medidas que tendían a obtener de los magistrados un trabajo más intenso y más serio, siempre en interés de los muy amados vasallos de S. M. y de la tranquilidad pública374.

Todo conduce a creer que esta exhortación a la laboriosidad no obtuvo los efectos previstos, puesto que el 30 de mayo de 1791 el Consejo promulga una ordenanza exigiendo de nuevo puntualidad y celeridad a los magistrados, con el fin de evitar las quejas de las partes375.

Meléndez no se sentía aludido por estas llamadas al orden, pero se veía, no sin tristeza, obligado a renunciar a las Musas: «La Providencia me ha traído a una carrera negociosa y de continua acción que me impide, si no hace imposible, consagrarme ya a los estudios que fueron un tiempo mis delicias»376.

Todos los testimonios nos demuestran, en efecto, que Meléndez sacrificó sus gustos personales al cumplimiento escrupuloso de los deberes de su nuevo cargo.

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No podemos, siguiendo a Colford, invocar como prueba de esta actividad y como testimonio del propio poeta la epístola XII, Batilo a su amigo Jovino377, porque este poema es evidentemente muy anterior a 1789; es de 1778, fecha en que Jovellanos, destinado a Madrid, añora la felicidad que ha conocido a orillas del Betis:


Si Sevilla en el ánimo te duele,
De Madrid el bullicio regalado
La fiebre templa y tu dolor consuela,



le escribe Batilo.

El crítico norteamericano no ha reparado en que esta epístola, que es como una respuesta al poema de Jovino a sus amigos de Sevilla378, es un diálogo entre Menéndez y Jovellanos. Los versos:


Este mi nuevo empleo es un abismo
[...]
Tener todas las horas ocupadas
Ora en el Tribunal, ora en el Juicio...
Y rondar en las noches más heladas...



e deben poner en boca de un Jovino abatido, desalentado, a quien el autor, con el gran entusiasmo por el trabajo que ya le conocemos, redarguye:


Mas no me negarás cuánta alegría
Un corazón resiente virtuoso
Por tener así lleno todo el día.
Del mismo trabajar sale gozoso...



Meléndez, cuando escribe esta epístola, once años antes de ser magistrado, no tiene ninguna experiencia directa de las obligaciones de este cargo. No es, pues, posible tratar este poema como un documento autobiográfico, salvo en cuanto al elogio del trabajo que contiene.

En realidad Batilo fue un magistrado puntual y celoso, si damos crédito a Martín Fernández Navarrete, a quien debemos ciertas precisiones interesantes que Quintana no ha retenido:

Fue continua su puntual asistencia al Tribunal, su zelo por dar oídos a las querellas particulares; su interés en componerlas amigablemente y por hermanar y unir a los que había separado la discordia, intereses mal entendidos, o las pasiones exaltadas de la ambición o de la envidia; a todos escuchaba con amor, y con su dulzura y persuasión los componía y reconciliaba; su casa siempre estaba abierta a los litigantes y necesitados: asistía a las cárceles a visitar a los presos a quienes siempre tomó declaración antes de las 24 horas para aliviar así sus incomodidades, consolándolos en sus trabajos para no añadir a ellos, (decía), el aspecto ceñudo y severo de un juez. [Vigilaba la galera y cuidaba de que se distribuyesen labores porque estuviesen ocupadas y con su producto se socorriesen: socorría a los presos cuidando de sus alimentos, etc.] Rondaba de noche hasta el amanecer, no sólo a su cuartel, sino que a veces tenía sobre sí la vigilancia de tres o cuatro por enfermedad u ocupación de sus compañeros. Acaeció entonces haber sorprendido Meléndez en una casa de juego a un caballero conocido, y después de haber hecho contar el dinero, que mandó recoger al alguacil, le dijo a ese joven conocido que se viniese para su casa y que, si no tenía criado, él le acompañaría, como lo hizo. Esta oferta hecha con la mayor urbanidad y atención fue tan bochornosa al joven como útil para su corrección. A la mañana siguiente dio al dinero recogido la aplicación que es de ley. Habíanle tocado dos mil reales a Meléndez y habiendo ocurrido dos días antes el castigo de horca de un malhechor que dejó una mujer moza con seis hijos, Meléndez la mandó llamar condolido con su situación amarga y desvalida. Fue la pobre viuda con sus niños, la consoló en su aflicción, le dijo cómo debía conducirse en la educación de sus hijos para que no siguiesen la senda y extravíos de su padre, y mandó al secretario contase los dos mil reales y los entregase a la viuda para que empezase a vivir. Así destinó la parte que como juez aprehensor le había pertenecido, como lo hacía siempre, destinando lo que le tocaba a los pobres, a las cárceles, a la galera y a otras necesidades públicas no menos recomendables379.



Otro hecho, no referido por Navarrete, confirmaría, si es exacto, los anteriores y patentizaría la sensibilidad y humanidad del nuevo magistrado: «Cuando era juez de lo criminal en Zaragoza, se vio obligado a asistir a la aplicación de la tortura; pero, después de haber cumplido este doloroso ministerio, experimentó tal horror que dirigió al rey una carta, llena de razón y de sensibilidad, en la que demostraba la necesidad de abolir la espantosa práctica del tormento»380.

Ignoramos el crédito que hay que conceder a este relato, que no se contradice con el carácter de Meléndez; no es inverosímil en modo alguno que el magistrado de tierno corazón, acordándose entonces de las conclusiones que le habían prohibido sostener en Salamanca381, haya querido atraer la atención de las autoridades sobre una práctica que ofendía violentamente su conciencia.

Un discurso escrito en Zaragoza y recogido en los Discursos Forenses nos proporciona una prueba indiscutible de que el problema ha preocupado por entonces a nuestro juez. Meléndez, imitando, según parece, las «Verrinas» de Cicerón, evoca los deberes del magistrado y

«lo infinito que valen a los ojos de la razón y de la ley, la vida, el honor, la libertad del ciudadano; ... que toda pena superior en sus golpes a la ofensa es una tiranía... Y si alguna vez... viésemos la ley en contradicción palpable con la primera y más fuerte, la de la conservación individual, exigir imperiosa de la boca del reo la confesión de sus yerros para llevarle al cadalso, obligándole así a profanar mintiendo el augusto nombre de su inefable Autor, o a ser asesino de sí propio; si la viésemos arrastrarle con una mano bárbara al potro y los cordeles, y arrancarle entre el grito de dolor más acerbo y las congojas de la muerte una confesión inútil..., expongamos unidos y con fiel reverencia a los pies del trono español nuestras dudas y observaciones; consultemos, Señores, y clamemos al buen Rey que nos ha colocado en estas sillas, y acaso será obra de la nueva Audiencia de Extremadura la reforma necesaria del Código criminal español, tan ardientemente deseada de los Magistrados sabios como de los zelosos patriotas»382.



Dígase lo que se diga, hay en Meléndez una continuidad de miras y de pensamiento que es indicio de un espíritu reflexivo y de una carácter firme.

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Aparte del desempeño normal de su cargo, Meléndez, a causa de su prestigio como escritor y como poeta, de su calidad de antiguo catedrático y más aún de la facilidad pronto reconocida por sus colegas con que redactaba un informe, se vio confiar algunas tareas suplementarias: «Por la facilidad con que escribía y por su continuo estudio y aplicación le encargaban siempre las respuestas, informes o consultas que hubiese de hacer la Sala o el Tribunal»383. Otras veces eran la amistad o su cualidad de extremeño las que le valían semejante trabajo384.

Estas tareas no le dispensaban de tomar parte en las ceremonias públicas y oficiales, en que los jueces tenían lugar reservado conforme a la etiqueta.

Casamayor, muy concienzudamente, siempre que tiene lugar una fiesta anota «con asistencia del Tribunal». Gracias a este cronista y conociendo la extrema puntualidad de Meléndez, podemos indicar las principales ceremonias que jalonaron la vida del magistrado en 1790, e incluso algunos de los incidentes o hechos diversos que marcaron los dieciocho meses de su estancia en la capital de Aragón.

Algunos de estos acontecimientos conciernen a la vida interior del tribunal o a la de sus miembros: el 2 de enero de 1790 tiene lugar la apertura solemne de sesión, en el curso de la cual el regente, don Diego Rapela, pronuncia una breve arenga, recordando a cada uno de los asistentes los deberes propios de su cargo. También en torno al regente, pero por un motivo completamente distinto, se reúnen los jueces y oidores el día 3 de noviembre: en medio de la consternación general, siguen el fúnebre cortejo de la esposa de Rapela, simpática andaluza fallecida a los treinta y seis años y que dejaba ocho niños pequeños. Algunos incidentes que han conmovido la conciencia popular y atraído la atención de Casamayor no han tenido, sin duda, gran repercusión en el seno del tribunal, habituado a asistir a sucesos de esta especie; por ejemplo, dos ahogados en el Ebro, el 27 de julio, o el crimen que señaló el 11 de diciembre: un artillero fue degollado por un obrero que trabajaba en el canal imperial de Aragón por una cuestión de pérdida en el juego: «El agresor fue cogido por los guardias de la puerta de la Tripería y fue conducido a la cárcel».

Por el contrario, la antevíspera de Navidad un acontecimiento interior del tribunal suscita los comentarios de los jueces: en sustitución del oidor don Arias Mon y Velarde, llamado a más altas funciones, un colega directo de Batilo, don Juan Joseph Pérez y Pérez, es designado para ocupar su puesto. Finalmente, el 3 de enero de 1791, por segunda y última vez, Batilo asiste a la apertura solemne de sesiones del tribunal aragonés, que abandonaría tres meses más tarde.

En diversas ocasiones, Meléndez y sus colegas son recibidos en el palacio del capitán general, don Félix O'Neill, donde tiene lugar la ceremonia del besamanos con ocasión de alguna fiesta o acontecimiento concerniente a la familia real: el 25 de agosto, por la festividad de San Luis y el cumpleaños de la reina; el 14 de octubre, por el sexto aniversario del príncipe de Asturias; los días 4 y 12 de noviembre, con motivo de la festividad de San Carlos, onomástica del rey y cuarenta y dos aniversario de éste, respectivamente, etc.

Pero las ceremonias más numerosas y suntuosas en que debe tomar parte nuestro magistrado son de carácter religioso. Sin entrar en el detalle de todas las que menciona Casamayor, citemos las públicas rogativas organizadas en marzo, con participación de todos los cuerpos constituidos, para obtener el cese de una catastrófica sequía; el 20 del mismo mes, nuestro magistrado-filósofo, discípulo de los fisiócratas, tenía la satisfacción de observar que llovía abundantemente. Los días 15 y 25 de agosto hubo oficios solemnes en honor de la Asunción de la Virgen y San Luis; pero estas grandes fiestas quedaron eclipsadas por las que Aragón celebra en el mes de octubre, a las cuales ya había asistido Batilo en 1789, poco después de su llegada a Zaragoza. Durante tres días y entre grandes regocijos, el pueblo festeja a su patrona, Nuestra Señora del Pilar. Las festividades de 1790 fueron particularmente brillantes: una gran procesión del Rosario recorrió las principales arterias de la ciudad «con cuatro coros de música, muchos faroles y más de doscientas hachas». El palacio archiepiscopal estaba iluminado, todas sus ventanas exteriores e interiores estaban alumbradas con hachones de cera.

Meléndez torna también parte en un triduo antes de abandonar Aragón: las solemnes rogativas organizadas «para pedir a Dios el feliz parto de Na. Sra. Dña. María Luisa de Borbón» (principios de enero de 1791), alumbramiento que se celebrará en marzo con un Te Deum, al cual asistió, por supuesto, el tribunal en pleno.

Muchos otros hechos de menor importancia esmaltaron la estancia del poeta en Zaragoza. El 3 de agosto son unos cantantes italianos que llegan y que durante varias veladas, de 8 a 10 de la noche, «cantan diversas arias con sus recitados acompañados de una grande orquesta de todos los instrumentos». El 14 de octubre, con ocasión de las fiestas del Pilar, tuvo lugar una corrida que Casamayor describe en términos que corresponden tan exactamente a algunos grabados de la Tauromaquia de Goya que tenemos perfecto derecho a preguntarnos si sería testigo visual de estos lances el genial pintor385: «Los toreros estuvieron todos muy diestros, desempeñándose a satisfacción del público. Al séptimo toro salió un Yndio negro, quien ofreció montarlo en pelo y lo logró, pero con tan poca gracia que no dio gusto a las gentes; al octavo lo saltó desde una mesa con un par de grillos, que fue lo único que hizo de provecho (sic). En las dos funciones fue excesiva la concurrencia, pues no cabía más gente en toda la Plaza». Otros artistas, cantantes italianos, «operistas famosos», dos hombres y dos mujeres, distrajeron al público aragonés en este mes de octubre de 1790. Cantan diversos trozos de ópera en una velada en el palacio del duque de Híjar y obtienen un gran éxito.

En cuanto a las representaciones teatrales, habían cesado prácticamente en Zaragoza desde el incendio del 12 de noviembre de 1778386; pero Carlos Vallés, «famoso autor de teatro», ha obtenido autorización para construir un teatro en la ciudad; antes de la conclusión de esta sala, en un escenario improvisado, cerca de la Seo, da una primera obra el 30 de diciembre de 1790, la comedia «tan nombrada» «El mayor monstruo, los celos, y tetrarca de Jerusalén»387. Aunque rápidamente formada, la compañía trabaja muy dignamente y las representaciones se prosiguen durante mucho tiempo. En el estreno la asistencia era «excesivamente numerosa», hecho que Casamayor atribuye a la avidez con que la juventud esperaba este espectáculo; sin embargo, no hubo ningún incidente y el Alcalde del Crimen no tuvo que intervenir, así como tampoco cuando en febrero de 1791 dos enanos de la «Laponia rusa», marido y mujer, llegan a la «capital»; tienen veintisiete y treinta y tres años, su estatura no pasa de una vara388 (81 centímetros) y se ganan la vida bailando algunos minués.

Durante este mismo mes se procede a la limpieza del canal de Aragón y su desecamiento permite pescar grandes cantidades de peces, que el protector del canal, Pignatelli, ofrece a todas las personalidades, entre las cuales figuran lógicamente los miembros del Tribunal real.

En otra parte hemos escrito389 que el antiguo profesor tal vez se encontrara con Goya en 1790 en Zaragoza. Allí conoció seguramente al amigo del pintor don Martín Zapater, quien en 1791 había de recibir un título de nobleza390 que el rey encargó al tribunal de entregar al interesado.

Mientras permaneció en Zaragoza, escribe don Martín Fernández de Navarrete, Meléndez trató con amistosa familiaridad con el Deán de aquella santa Iglesia, don Juan Antonio Hernández de Larrea391 después obispo de Valladolid; con el chantre, don Jorge del Río392

con el señor Lorieri, tesorero de la Iglesia e hijo del marqués de Roda393 y con su amigo don Arias Mon y Velarde, quien habiendo salido de allí para Regente de la nueva Audiencia que se estableció en Extremadura le encargó le escribiese la oración inaugural con que se abrió aquel Tribunal y pronunció Mon en 27 de abril de 1791.

Efectivamente, por una pragmática sanción con fuerza de ley, fechada en marzo de 1790, se estableció un Tribunal Real en la provincia de Extremadura, en Cáceres, decisión que respondía a una petición hecha en 1755 por los habitantes de esta apartada provincia. Los interesados hacían valer que esta creación les daría facilidades para la administración de la justicia y proporcionaría el medio para dar un golpe severo al contrabando floreciente. El Tribunal constaría de un regente, ocho jueces y un fiscal, que constituirían dos salas, una civil y la otra criminal394.

Don Arias Mon debió de abandonar Zaragoza antes incluso de que esta pragmática fuese registrada (12 de julio de 1790), pues el 17 de julio lo encontramos en Avila. Una carta firmada solamente Arias, pero cuya atribución no deja lugar a dudas, nos ilustra a la vez sobre las relaciones del nuevo regente con Meléndez, sobre los amigos influyentes con quienes éste contaba en Madrid y sobre las esperanzas profesionales que por entonces albergaba: probablemente daba por hecho su nombramiento de oidor o de fiscal ante el tribunal en formación en su provincia natal395:

Mi querido amigo:

Hemos llegado a Ávila con salud y después de dos días seguiré yo mi viage. Desde Madrid no pude yo decir a Vmd. que con el Sr. Guarino (Garino) hablé de Vmd. y estaba ya prevenido porque tenía buenas noticias y temo que Llaguno le hubiese hablado porque le ofreció, o conocería a Vmd. El amigo Lugo quiso que yo buscase ocasión de hablar de Vind. al Sr. Porlier lo que dijo ya había executado él, y aunque yo creía inúltil este oficio, también lo practiqué, y contestó las buenas noticias de Vind. y desea elegir buenos jueces, si puede. Con la S.ª de Piñuela se ofreció diferentes veces la conversación y no dudó hagan marido y mujer lo que puedan. He comido casi siempre en casa aunque fui combidado bastante; pero me pareció que devía ir a recivir los favores de los Sres. Condes de Montijo, que me honraron mucho, y me he alegrado averlo hecho, porque estos Sres. son dignos de ser distinguidos por su generosidad, sencillez de trato, y en la Sr.ª se deja ver un talento mui sólido, juicioso y que se puede embidiar de muchos varones, que tenemos por grandes en el concepto común. Vea Vind. cómo darle gracias pues me ha proporcionado la satisfacción de conocerlos. La familia se cría excelentemente y del mismo modo y uno de los más chiquitos se acuerda de sus cuentos de Vd. Ya no se dudaba que se consultarían las quatro Plazas de Oidor de la Nueva Audiencia y Fiscalía, pero yo aún dudo porque después que seme aseguró así, he sabido una especie, que prueba que en el expediente ai algo que saldrá a su tiempo. Al Sr. Chantre396 mis fin.s exp.s q.e... no le escribiré acaso, y que no encontré al Duque de Almodóvar397. páselo Vmd. bien, y mande a su m.s fino, verd.º amigo.

Arias.

Ávila, 17 de julio de 90398.



Ignoramos cuáles fueron las relaciones de Meléndez con sus otros colegas. Algunos de ellos pertenecían a familias conocidas, tales como el decano, don Diego de la Vega Inclán, o el fiscal criminal, don Felipe Ignacio Canga y Argüelles; únicamente un nombre se volverá a encontrar en la vida de Batilo: el de don Josef Manuel Álvarez Baragaña, fiscal de lo civil, que será promovido fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte. En 1797, Meléndez le sucederá en este cargo.

A decir verdad, no es en el mundo del derecho ni en el tribunal donde hay que buscar a los demás amigos del poeta en esta época. Aunque conoce por entonces al abogado don Pedro Flores Quevedo, que después de 1808 se convertirá en el fiel compañero de los buenos y malos días399, Meléndez no parece prestar gran atención a la Real Academia de Jurisprudencia Práctica de Zaragoza, en la cual probablemente no estaba inscrito400.

Todos sus momentos de ocio los consagra a problemas muy diferentes de los que su cargo le llevaba a tratar dentro del marco de la magistratura: los que se discutían en la Sociedad Económica de los Amigos del País de Zaragoza.

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He aquí un hecho que Jean Sarrailh ha sacado recientemente a la luz401 y que la Noticia, de Navarrete, censurada por Quintana, mencionaba brevemente: «Asistía mucho a la Sociedad Económica hasta que fue nombrado oidor de la Real Chancillería de Valladolid»402.

Recordemos que desde 1776 ó 1777 Meléndez estaba en relación con la Sociedad Económica del País Vasco, para la cual preparaba en enero de 1778 una defensa del lujo403. Apenas llegado a Aragón, entra en contacto con la Sociedad y tres semanas después de su instalación en el tribunal, el 9 de octubre, participa activamente en los trabajos de la compañía. Sus colegas parecen haber visto en él al profesor que apenas había dejado de ser, antes que al magistrado que desde hacía poco era: si desde luego se le hace sitio en la «Comisión de Economía Civil», se le pide, el mismo día, prepare un breve discurso «sobre las reglas que han de seguir las madres de familia en la primera educación de sus hijos» (9 de octubre de 1789)404.

Por entonces la Sociedad abre una escuela de agricultura y también es Meléndez quien se encarga de invitar a los agricultores a seguir los cursos todos los domingos (octubre de 1789), y más tarde, habiendo sido atendida su llamada, se le encarga igualmente de «dar oficialmente las gracias al cura del Arrabal, que ha enviado seis muchachos a la escuela, manifestando así su celo y amor a la patria, y sirve de ejemplo a sus compañeros» (febrero de 1790)405. Esta gestión anunciaba, con siete años de adelanto, el espíritu de la epístola VII: «Al Excm.ª Señor Príncipe de la Paz, con motivo de su carta patriótica a los obispos de España, recomendándoles el nuevo Semanario de Agricultura»406 .

En junio, Meléndez es nombrado miembro de la comisión de escuelas, encargada de velar por la buena marcha y desarrollo, no sólo de la escuela de agricultura, sino también de una escuela de hilados, de otra de flores artificiales y de otra de modas, las tres fundadas por la Sociedad.

Para suscitar el interés y la emulación, los Amigos del País de Zaragoza recurren al método habitual: la creación de premios. Y no debemos extrañarnos de ver al autor del informe sobre la proposición del maestro de Alba de Tormes formar parte de la comisión de premios que recompensa en 1790 a los pajes y a los servidores más abnegados y en marzo de 1791 a las hilanderas más hábiles407.

Durante su estancia en Zaragoza, Meléndez se ocupó también activamente en otra escuela patrocinada, si no creada, por la Sociedad Económica: la Academia de Dibujo, cuya génesis se puede leer en Las Actas de la Academia de las nobles artes establecida en Zaragoza...408 La Sociedad Aragonesa, desde su formación en 1776, había tenido el cuidado de organizar estudios de dibujo, pero sus esfuerzos terminaron con un fracaso. El director, que no era otro que don Arias Mon y Velarde, encontró entonces en don Martín de Goicoechea al animador inteligente. que reclamaba este proyecto. Don Martín puso en pie, a sus expensas, una escuela de dibujo, que abrió sus puertas el 19 de octubre de 1784.

No ahorrando ni esfuerzos ni dinero, hace venir modelos de Roma o de Madrid, y obtiene más tarde el traslado de la escuela al antiguo seminario de San Carlos Borromeo, sede de la Sociedad. Esta, agradecida, decide colocar el retrato del mecenas en la sala más frecuentada (1789). A comienzos de 1790, una representación solicita la protección del soberano, que la concede por ordenanza de 30 de diciembre. El rey asigna una subvención anual de 30000 reales y encarga a la Sociedad de establecer los estatutos convenientes. Se designa, pues, una «junta que entendiese en el arreglo y planificación de este Establecimiento, a cuyo fin fueron nombrados los SS. socios D. Juan Meléndez Valdés, D. Joaquín García y el secretario principal, quienes tomaron las disposiciones necesarias, arreglaron los Estatutos y no se descuidaron en repetir sus representaciones al Trono, solicitando siempre la beneficencia de S. M. para elevar la Escuela a la dignidad de Academia Real»409.

Para testimoniar, conforme a la orden real, su deferencia y su gratitud a Goicoechea, la Sociedad le envía una delegación formada por «D. Juan Meléndez Valdés, del Consejo de su Majestad, y su Ministro del Crimen en la Real Audiencia, individuo de la Sociedad, y del primer secretario de ella»410.

Existe una última prueba de la seriedad con que Meléndez participaba en los trabajos de la compañía y de la confianza que se le testimoniaba. El 1 de julio de 1791, Goicoechea informa a la Sociedad que Meléndez, en una carta reciente, le anuncia la conclusión y próxima entrega de los estatutos de la Escuela411. Es él, por tanto, quien había asumido el encargo de redactarlos sobre las notas tomadas en el curso de las reuniones de la comisión.

La actividad de Meléndez en el seno de la Sociedad aparece, pues, si no como la de un neófito -colaboraba con los Amigos del País desde hacía más de veinte años-, sí al menos como la de un entusiasta412. Miembro de la Conferencia de economía civil, de la Comisión de escuelas, de la de la Academia de dibujo, de la de premios, redacta un discurso sobre la primera educación, una invitación a los agricultores, un escrito de gratitud al párroco del Arrabal, los estatutos de la Escuela de dibujo, y, ya establecido en Valladolid, no pierde de vista los problemas de la Sociedad aragonesa.

Así, pues, creemos que entre sus amigos habría que añadir a los que cita Navarrete -varios de los cuales, como Arias Mon y Velarde, el canónigo Fernández de Larrea, y quizás algunos otros, eran Amigos del País- a don Martín de Goicoechea, a quien su desinterés, su dedicación a los superiores intereses del país y su acción perseverante en favor de la cultura, debían acercar al fiel discípulo de Jovellanos.

*  *  *

Hasta el 29 de abril de 1791 no fueron informados oficialmente los miembros de la Sociedad de la partida de Meléndez413. Desde el 13 de marzo, sin embargo, el sucesor de Batilo en la Audiencia había sido designado en la persona de don Domingo Bayer y Segarra, a propuesta del Consejo, con fecha del 12 de enero414.

El nuevo alcalde del crimen tomó posesión el 6 de abril, y Casamayor anota que este valenciano de veintiocho años de edad era sobrino del célebre Francisco Pérez Bayer, bibliotecario del Rey y preceptor de Sus Altezas Serenísimas los Infantes Reales415.

Mientras se dirigía a Valladolid, el nuevo oidor debía de felicitarse por su nombramiento, que, colmando sus aspiraciones profesionales, le acercaba a Salamanca y a Madrid. Pero algún pesar se mezclaría a su contento. Si bien es verdad que a orillas del Ebro había descuidado a las Musas, allí había aprendido su oficio de magistrado, se había forjado sólidas amistades y, sobre todo, había podido entregarse plenamente, en el seno de la Sociedad Económica, a sus sueños generosos de reformador ilustrado. Mucho más que dentro del ambiente rutinario de la Universidad salmantina, es en Zaragoza donde Meléndez ha podido creerse y afirmarse, por su acción directa sobre los hombres y sobre las instituciones de su país, verdaderamente «filósofo». No obstante, este filósofo, en quien sus colegas de Salamanca veían un innovador peligroso, no fue jamás, como Marchena, un revolucionario.




ArribaAbajoVII.- El poeta-magistrado y la revolución francesa

Discreción general de los escritores españoles sobre esta cuestión.- Las simpatías revolucionarias.- La persecución de escritores sediciosos.- La censura de los excesos


Miguel Santos Oliver, en uno de sus estudios agrupados bajo el título Los españoles en la Revolución francesa416, examina las repercusiones que el movimiento popular de Francia tuvo sobre la literatura, y más especialmente sobre la poesía española.

La primera observación que se le impone es que las referencias a la Revolución son muy escasas y como accidentales a este lado de la frontera:

«A quien no esté familiarizado con la historia del siglo XVIII ha de parecerle que un suceso tan extraordinario como la Revolución de 1789 debía repercutir intensamente en nuestra literatura, determinando un copioso raudal de inspiraciones, adversas o favorables al gran trastorno. Y nada, sin embargo, más lejos de la realidad. Hojeando la producción de las postrimerías de aquella centuria, siguiendo paso a paso la labor de sus poetas y las páginas de sus colecciones, se asombra uno de la escasez de referencias y comentarios líricos relacionados con el formidable alzamiento que en todos los países de la tierra suscitó réplicas y contrarréplicas fogosas. Cuando aparecen en España esas referencias y comentarios, suele ser por vía incidental y en forma tangente y rápida, como si el escritor quisiera escapar a su asunto y librarse de una pesadilla. Y cuando ellos se ofrecen alguna vez, por excepción individual y solitaria, como en el caso del abate Marchena, sus obras de esta clase duermen manuscritas por más de un siglo en la Biblioteca Nacional de París, casi enteramente ignoradas de sus contemporáneos»417.



Pasando entonces revista a la obra de los principales escritores de la época, comprueba en todos una extrema discreción. Meléndez, lejos de escapar a esta regla, representa un caso extremo. En su «vasta producción no es posible hallar ni un verso alusivo a las convulsiones de la nación vecina, no obstante haber ocurrido éstas en el tiempo que corresponde a su segunda manera o estilo, esto es, a su producción filosófica»418. Reservando nuestra opinión sobre el escalonamiento en el tiempo de las dos «maneras» o estilos del poeta, suscribimos su juicio de pleno acuerdo.

Que nosotros sepamos, Batilo no ha escrito o, dicho con más exactitud, no ha dejado ninguna composición consagrada a celebrar o vilipendiar la Revolución. Pero que este hombre reflexivo, abierto a todas las búsquedas, a todas las experiencias humanas, no se haya interesado por este inmenso movimiento de renovación política y social, es algo que nos parece sorprendente y psicológicamente imposible.

¿Es necesario recordar que anteriormente a 1780, antes de cumplir los veintisiete años, había leído numerosas obras francesas, y entre éstas algunas de Bayle, Marmontel, Montesquieu, Rousseau, Voltaire y otros veinte autores, que todos más o menos iniciaron la gran revisión de los valores tradicionales que desembocó en la Revolución? ¿Debemos repetir que en su profesorado salmantino aparece muy vigorosamente impresionado por las nuevas ideas, de las que se hace portavoz; que busca activamente, por medio de relaciones, de sugerencias, una acción directa para abrir brecha, en la tradición que no esté fundada en la razón y orientar la enseñanza superior hacia la reflexión individual, sacándola de esa rutina escolástica a la que estigmatiza y condena con fogosidad? Hemos visto a este partidario convencido de la igualdad denunciar los privilegios que no tienen como base el mérito, convertirse en defensor del pueblo oprimido, sobre todo de los campesinos, la clase más útil y, sin embargo, la más desgraciada; quiere que todos se beneficien de la «Ilustración», hasta en las más apartadas aldeas; quiere humanizar la justicia, abolir la tortura; luchará durante toda su vida para que se reconozca en el individuo, en el reo, e incluso en el culpable, la dignidad humana ofuscada por el crimen; en una palabra, adopta ante todos los grandes problemas una actitud de «filósofo», recurre siempre a la razón y jamás admite la tradición sin previo examen, ya que a sus ojos la simple antigüedad no es en modo alguno una prueba de respetabilidad. Finalmente, por algunas de sus obras desaparecidas, cuyo espíritu y orientación no nos son del todo desconocidos, particularmente las Cartas de Ibrahín y el Ensayo sobre la propiedad y sus defectos en la sociedad civil, sabemos que adoptaba, frente a la España de su tiempo, la misma actitud crítica que un Montesquieu, un Cadalso o un Goldsmith frente a sus respectivos países y que, probablemente, denunciaba los privilegios de los mayorazgos, de los cuerpos inalienables y del Honrado Concejo de la Mesta.

En suma, sin ser un adversario sistemático del Antiguo Régimen, Meléndez es un crítico de este régimen, perspicaz, clarividente y, en ocasiones, violento. En Francia hubiera sido un honorable diputado en los Estados Generales, en la Asamblea Constituyente o en la Legislativa.

Pese a que su pensamiento estrictamente político no nos sea bien conocido, podemos afirmar que el poeta, a los ojos de sus discípulos y amigos, de un Quintana, de un Cienfuegos o de un Marchena, parecía ser un hombre de ideas, no digamos «revolucionarias», pero sí innovadoras, y que hacía pasar las instituciones, los usos y las costumbres por el tamiz de su juicio.

Sin duda, en los toscos versos que Marchena le dedica en 1789, se adivinan las aspiraciones exaltadas, el ímpetu tiranicida del futuro colaborador de Marat, más que las opiniones personales del nuevo magistrado:


    ...la Diosa severa
blandir le enseña la amenazadora
espada, del delito vengadora.
La espada, que tajante
en tu mano, Batilo, al poderoso
opresor amenaza herida y muerte.
Ya pálido el malvado poderoso
vacilar su constante
potencia de tu fuerte
brazo impelida mira, y ya caído
asombro, es del tirano aborrecido.
Temis torna a la tierra,
y en Celtiberia pone su morada,
por ti, justo Batilo, desde el cielo
a los mortales otra vez bajaba419...



El apacible poeta no fue nunca, corno su discípulo, un debelador de tiranos; no toma al pie de la letra el consejo de Marchena:


Huyamos, ¡ay!, las tierras habitadas
de iniquidad y vicios infectadas420 .



Las pacíficas mejoras del despotismo ilustrado le parecen suficientes a este monárquico convencido. Al igual que los ministros de Carlos III, opina que las reformas deben ser hechas para el pueblo, pero no por el pueblo; y si denuncia los abusos, no es, en manera alguna, para incitar a los proletarios a la rebelión, sino para obtener del rey, del Consejo, de los grandes y los ricos, las medidas que la justicia reclamaba de modo apremiante. Se dirige a los ministros, nunca al pueblo directamente, ya que no tiene nada de tribuno popular. En el orden intelectual, no desea una libertad total; incluso pide (como Cervantes, y más tarde Moratín, en el campo teatral) una censura de los romances y de las canciones populares. Pero su corazón sensiblehará de él, sin ninguna restricción, el apóstol convencido, y sin duda utópico, de la fraternidad universal. Quizá sea este panfilismo lo que impedirá a este hombre esencialmente bueno, que carecía de toda pretensión nobiliaria, llegar en la crítica de la nobleza tan lejos como Jovellanos: no la amenazará, como hace su amigo, con una tempestuosa marejada popular:


¿Qué importa? Venga denodada, venga
la humilde plebe en irrupción, y usurpe
lustre, nobleza, títulos y honores.
Sea todo infame behetría; no haya
clases ni estados. Si la virtud sola
les puede ser antemural y escudo,
todo sin ella acabe y se confunda421 .



Cuando la plaga con que amenazaba Jovellanos a sus compatriotas se desencadena en el país vecino, Meléndez debió de ser un observador apasionado, que conservaba el contacto con las cosas de Francia. En Valladolid, en las horas más sombrías de la Revolución, continuaba leyendo, y leyendo con fervor a los autores franceses: el abate Raynal hacía las delicias de la tertulia del magistrado422. Por otra parte, su correspondencia con Jovellanos, muy preocupado por los acontecimientos de París, que seguía con vivo interés423; las diferentes ocasiones que tuvieron de encontrarse los dos amigos424; los periódicos que recibía nuestro oidor (Semanario de Salamanca425, Gaceta de Madrid, etc.), a pesar de la extrema reserva que se les había ordenado guardar sobre este asunto426, todo debía de recordar constantemente a Batilo las grandes transformaciones políticas, sociales y religiosas que se operaban en el país vecino. Más tarde, en Medina, sabemos que estaba al tanto de la actualidad y que, a menudo, la conversación recaía, si damos crédito al conde de Adanero, sobre «las guerras que durante todo ese período han asolado Europa»427.

Creemos, pues, que Meléndez consideró con vivo interés, y seguramente con simpatía, el comienzo de la Revolución. Vio en la reunión de los Estados Generales, y más tarde en las Asambleas constituyente y legislativa, la puesta en práctica de las ideas que había aceptado y aprobado. Creía que las medidas tomadas suprimirían los abusos, abolirían los privilegios, extenderían la instrucción, darían al pueblo la abundancia y la prosperidad y abrirían para toda la humanidad una era de felicidad dentro de la fraternidad.

Y, sin embargo, paradójicamente, este testigo complaciente se transformará, a pesar suyo, por sus mismas funciones de juez de lo criminal, en perseguidor de las ideas que triunfaban al otro lado de los Pirineos.

Es ésta una actividad del poeta de la que no hablan los biógrafos, pero que nos revelan los archivos de la Audiencia de Zaragoza: Meléndez tomó parte activa en la lucha contra la difusión en España de las ideas revolucionarias francesas.

La resolución de proteger a la Península contra un contagio ideológico mediante la creación de un auténtico «cordón sanitario» no era ciertamente nueva. Felipe II, por ejemplo, no contento con sanear por el fuego del quemadero algunas ciudades de su reino en las que se habían manifestado focos de herejía428, tomó medidas para asegurar un cierre hermético de las fronteras españolas.

Durante la segunda mitad del siglo XVIII se reanudó esta misma política contra las ideas filosóficas; diferentes cédulas -u ordenanzas reales- prohíben la introducción de libros extranjeros «y asimismo libros impresos en castellano, a no ser que se trate de obras acreditadas, como el Quijote, el Brocense y otras, u obras relativas a las artes mecánicas»429.

La ingeniosidad de los libreros, ayudados por la habilidad de los encuadernadores, encontró la manera de vencer el obstáculo. Bajo una inocente portada, al abrigo de una encuadernación de título anodino, penetraban en España textos subversivos; y más de una obra heterodoxa del patriarca de Ferney pasó la aduana con la complicidad involuntaria de Santa Teresa de Ávila. Informado el gobierno español, prohibió la introducción de libros encuadernados fuera del reino430.

Tras la toma de la Bastilla, se confirma el peligro; ya no se trata solamente de frenar las ideas que circulan allende los Pirineos: hay que evitar a toda costa que el ejemplo pernicioso dado por el pueblo francés llegue a ser conocido por el pueblo español. Un incidente acaecido en Málaga demuestra que el peligro es real: apenas conocidos los sucesos que habían tenido lugar en París, tres franceses, seguidos rápidamente por unos cincuenta compatriotas, ostentan en su solapa la «escarapela de la libertad» y se permiten comentar abiertamente las agitaciones acaecidas en su patria. Hay, pues, que evitar que los extranjeros hablen y den mal ejemplo. El Rey encarga al Consejo que encuentre el modo más oportuno para que «logre sepultar en el silencio los asuntos de Francia», ya que «sabe S. M. que hay emisarios y propagadores de la libertad abusiva a quienes conviene castigar y contener». Tras madura reflexión y oídos tres procuradores, el Consejo decide encargar a la policía y a la justicia madrileñas la mayor vigilancia posible, a la par que una extrema discreción y una gran prudencia; se trata de evitar los incidentes más que castigarlos, se detendrá a los portadores de escarapelas o cualquier otra insignia, así como los que pregonen «la libertad abusiva en conversaciones y concurrencias en hostelerías, botillerías, fondas, cafés y otros sitios». Se enviará copia de esta decisión a las chancillerías y tribunales para que velen por su ejecución, que incumbe a su cámara criminal. Esta es la encargada de comunicar «dicha orden a los corregidores de los pueblos más crecidos de su respectivo distrito donde residiesen extranjeros, y especialmente a las ciudades y villas marítimas», recomendándoles igualmente circunspección y prudencia431.

Simultáneamente se toman otras medidas. Desde el 18 de septiembre de 1789, una real orden prescribe a los administradores y empleados de aduanas que confisquen todos los papeles manuscritos e impresos -con inclusión de las estampas- relativos a los acontecimientos de Francia432. Poco después, la Inquisición promulga un edicto, por el cual incluye en el Índice treinta y nueve títulos, que todos, excepto uno, son de obras, folletos 0 periódicos relacionados con la reunión de los Estados Generales y con los primeros episodios de la Revolución francesa; aparecerán de nuevo en un suplemento del nuevo índice inquisitorial de 1790433.

Pero estas medidas resultan insuficientes: la real orden no se aplica al pie de la letra; el edicto inquisitorial, así como el índice, sólo tienen una difusión insuficiente. Pese a los esfuerzos, ahora conjugados, del poder real y del Santo Oficio -que, ante la gravedad del peligro, olvidan sus diferencias del decenio anterior-, las obras subversivas, dirigidas contra la religión, la iglesia o el poder de la monarquía, se extienden por la Península, sobre todo cuando, después del 10 de agosto de 1792, la propaganda revolucionaria fue organizada sistemáticamente por la Convención434.

Muy pronto las medidas generales435 se aumentan, pues, con prohibiciones particulares, decretadas por el gobierno y dirigidas especialmente a tal o cual obra, cuyo título es mencionado por las ordenanzas reales, junto con los considerandos, que justifican las persecuciones entabladas. Varias de estas «provisiones», procedentes del Rey o del Consejo, se inscribieron por el tribunal de Zaragoza durante el período en que el poeta ejerció en él sus funciones.

Poco antes de la llegada de Meléndez, en abril de 1788, una Real Provisión prohíbe «la introducción y curso en estos Reynos del libro intitulado Segunda memoria católica y se manda recoger a mano Real los exemplares impresos o manuscritos que de él se hayan introducido o esparcido en el Reyno»436.

Otra obra prohibida nos interesa más directamente, porque es una obra francesa, cuya búsqueda se confió expresamente a la Sala del Crimen y cuya persecución, finalmente, fue decretada con fecha posterior a la entrada en funciones de Meléndez:

Se ha divulgado traducido en romance un papel llamado Catecismo francés para la gente del campo, que por su concisión y método puede producir malos efectos por la facilidad con que se comunica y decora, propagando en el público unas máximas contrarias a la autoridad Real, y destructivas de las Leyes Constitucionales y afín de evitar su circulación y las malas consecuencias que pueden resultar encargo a V. E. la haga presente en ese Tribunal para que reservadamente disponga que por la Sala del Crimen se vaian recogiendo donde se hallen, y que si alguno los propagase maliciosamente sea corregido437.



Probablemente este escrito continuó circulando, ya que el Consejo vuelve a la carga al año siguiente, precisando que este opúsculo «contiene máximas y principios sediciosos y opuestos a la tranquilidad pública», y que la Sala del Crimen tendrá que rendirle cuenta de las medidas tomadas y remitirle los ejemplares ocupados438.

Poco tiempo después, el Consejo asigna a la vigilancia del tribunal otros impresos. Creemos interesante publicar íntegramente una de estas reales órdenes, cuyo texto se encuentra mutatis mutandis en todos los archivos:

Entre los impresos que se ha dado al público con motivo de las actuales novedades de la Francia, hal dos muy perniciosos titulados el uno: La France Libre, y otro: Des droits et devoirs de l'homme, y hallándose informado el Consejo por noticias mui autorizadas de haverse introducido en estos Reinos algunos exemplares de dichos Ympresos, señaladamente el primero en Menorca; deseando evitar los inconvenientes que producirán al servicio de Dios, y del Rey la extensión y lectura de semejantes impresos, se ha servido prohibir la introducción de tan perbersos escritos mandando que los que les recivieren o aian recivido, los entreguen o denuncien inmediatamente a las respectivas Justicias de su domicilio bajo de las graves penas establecidas por las Leies, procediéndose en este asunto rigurosamente y sin admitir disimulos ni dilación. Así mismo ha mandado el Consejo que de esta providencia se dé aviso a las Chancillerías y Audiencias Reales para que por medio de sus Salas del Crimen celen y cuiden de su cumplimiento, comunicándola a dicho fin a los Corregidores y Justicias de los Pueblos más crecidos donde residieren extranjeros, etc.

Madrid, 4 de dic. de 1789439.



Poco después, el 5 de enero de 1790, el Consejo denuncia una vez más «el Correo de París o Publicista francés, número 54, que en su final contiene especies de mucha falsedad y malignidad, dirigidas a turbar la fidelidad y tranquilidad que se observa en España».

Esta vez se comunicará la orden no sólo a los tribunales, sino también a las autoridades eclesiásticas, a fin de que «por su parte dispongan lo conveniente a su debida observancia respecto a las personas sujetas a su jurisdicción»440.

Llevando aún más lejos esta persecución de los escritos subversivos, las autoridades prescriben a todos los representantes de la justicia «hagan registrar, sin usar de violencia, todos los extranjeros empleados en los exercicios de caldereros, amoladores y otros oficios vagantes, deteniendo a estos que se aprendan con papeles manuscritos o impresos»441. Es más probable que Meléndez, magistrado activo y escrupuloso, tuviese ocasión de recoger alguno de estos papeles o numerosos escritos prohibidos que circulaban bajo cuerda, dado que Zaragoza, ciudad poco distante de la frontera, debía de recibir a través de los contrabandistas, para los que jamás hubo Pirineos, un fuerte contingente de estas producciones revolucionarias francesas. ¿No es lógico que pensemos que el poeta-magistrado, espíritu curioso, que ya había leído gran parte de las obras de los filósofos franceses, echase una ojeada a los papeles embargados antes de remitirlos a la Cámara?

Nunca sabremos por los archivos de la Audiencia si intervino en la ocupación de algunos de estos libelos prohibidos, como tampoco si lo hizo en un asunto de importancia. Si existió algún proceso, cosa no probada, dado el carácter reservado, casi secreto, de estas indagaciones, en la actualidad no existe huella alguna, ya que los registros de la Sala del Crimen se quemaban al cabo de cincuenta años pata que la nota de infamia en la que habían incurrido los culpables no pesase sobre su familia o descendencia442. ¿Bastarían para hacer cambiar de opinión al simpatizante del nuevo régimen que se instauraba en Francia esta actividad profesional antirrevolucionaria, conjugada con la lectura de algunos de estos panfletos que logró capturar? No lo creemos así, y Meléndez, en el momento de abandonar Zaragoza, debía de seguir la Revolución con el mismo interés que cuando llegó a esa ciudad.

Pero no nos extrañaría nada que esta simpatía llegase a su fin al mismo tiempo que lo que Miss Hyslop llama «el período del nacionalismo humanitario» y que va desde la toma de la Bastilla al 10 de agosto. Con las primeras violencias, con las matanzas de septiembre y las ejecuciones en masa, la actitud del magistrado, apóstol constante de la dulzura y pacifista convencido, debió de cambiar diametralmente. Se sabe que la ejecución de Luis XVI levantó a toda España en un movimiento de repulsión y de horror casi unánime, que explica el entusiasmo general con que empezó la guerra contra Francia. Se produjo una reacción «de reprobación terminante para los excesos y crímenes del 93, de diatriba y vilipendio para sus autores, aun viniendo de poetas del bando reformador, liberal y afrancesado»443.

Esta parece haber sido, en efecto, la reacción de Meléndez, si la juzgamos a través de un fragmento de una carta autógrafa e inédita, sin fecha, pero claramente posterior a los acontecimientos:

Si Vm. anda tras Mme Estael, yo he empezado la historia de las prisiones de París444 para despedazarme el corazón; ¡qué de atrocidades, qué de horrores!; parecen imposibles (sic) este ser incomprensible que llamamos hombre y que es el más feroz de todos los vivientes. ¡Y por gentes así nos interesábamos alguna vez! Avergoncémonos de nuestro involuntario engaño y escarmentemos para en adelante... (hoy, 24 de abril)445.



Recordemos que Jovellanos expresa aproximadamente el mismo juicio sobre la Revolución y, como dice M. Oliver, «apreció para siempre el ejemplo francés, no como un modelo ni una pauta, sino como una lección y un escarmiento terrible donde aprender en cabeza ajena»446.

Tras el interés y la simpatía, Meléndez ya no siente, pues, hacia los revolucionarios más que un profundo asco, un horror insuperable que «desgarra» su sensible corazón. En esto sigue la evolución de la mayor parte de sus compatriotas:

«La Revolución, su filosofía, sus principios y sus esperanzas pudieron tener, y tuvieron en efecto, partidarios y admiradores. Las consecuencias de ese cataclismo, es decir, el Terror y sus crímenes y locuras inauditas, no hallaron más que un grito unánime de execración en la conciencia española»447.






ArribaAbajoVIII.- Oidor en la Chancillería de Valladolid (1791-1798)

La toma de posesión y litigios banales.- Nuevo encuentro con el amigo: Jovellanos.- La espinosa reunión de los hospitales de Ávila.- Las amistades vallisoletanas.- La actividad literaria.- El «Académico».- La epístola a Llaguno.- Odas y epístolas a Godoy.- La calumnia.- La edición de 1797.- Meléndez postula nuevos cargos


Es escasa la información ofrecida por los biógrafos del poeta sobre estos años, que representan en la carrera jurídica de Meléndez Valdés un período de estabilidad relativamente largo.

Quintana se centra principalmente en el estudio literario de la edición de las Poesías, aparecida en 1797, de la cual hace un análisis magistral; después examina la situación que hizo posible, el mismo año, el nombramiento de Meléndez en Madrid y la designación de Jovellanos para el Ministerio de Gracia y Justicia. En cuanto a Navarrete, evoca sobre todo las amistades y relaciones de Batilo en la antigua capital del reino. Por otra parte, los registros del Tribunal de Valladolid, en los que esperábamos encontrar alguna huella de la actividad profesional del consejero, forman una colección incompleta; falta el Libro de Acuerdos de la Chancillería de 1793 y años siguientes, que corresponde a la época en la que, al volver de Avila, el magistrado puede consagrarse al desempeño normal de su cargo de juez civil448. Afortunadamente, el expediente relativo a la reunión de los hospitales de Ávila y los Diarios de Jovellanos, más o menos completos durante el período de 1791-1797, nos permiten agregar a las informaciones de nuestros antecesores algunos datos suplementarios449.

Promovido Oidor de la Chancillería a comienzos de marzo450, Meléndez no se olvida de advertírselo cortésmente a la Municipalidad y al cabildo de la catedral, el día 26 del mismo mes, mediante una carta idéntica a la que había dirigido dos años antes a los canónigos de Zaragoza. Expresa a los ediles sus respetos y adhesión y se pone a su completa disposición. Uno de los miembros del Ayuntamiento es el encargado de darle las gracias y otro, llegado el momento, de devolverle la visita451, la cual no debió de efectuarse inmediatamente, ya que el interesado parece que no tuvo prisa para ocupar su cargo: según Navarrete, no tomó posesión hasta el 12 de mayo452.

¿Se debe este retraso a la presencia de Meléndez en la instalación de la Audiencia de Extremadura, el 27 de abril de 179l? Es poco probable. En todo caso, no fue él, sino don Arias Mon quien pronunció el discurso inaugural453.

Muy pronto, el 24 de mayo, se encargó al recién elegido una «información» ordenada por el rey a petición de don Pedro Tudela, ahogado de la Chancillería, sobre una cuestión que no se precisa: «acerca de lo que expone en su representación». Únicamente sabemos que Meléndez ejecutó la orden: «Se evacuó el informe y entregó en la Secretaría el Sr. Meléndez la orden y representación que se expresa»454. El 28 de julio trabaja en otro asunto: dos sacerdotes no están de acuerdo con la jerarquía, y se le remite una decisión del Consejo y la contestación de los procuradores; la redacción lacónica del registro no aporta ningún dato sobre la acción personal del juez. El 6 de septiembre se entrega a don Juan Meléndez Valdés el expediente de la ciudad de Murillo de Rioleza, relativo a la aprobación de sus ordenanzas455. Si añadimos que en septiembre de 1794 la Cámara que presidía Meléndez tuvo que entender en un proceso concerniente a un amigo de Jovellanos456 y que en enero de 1796 se ocupó igualmente de un litigio entre dos habitantes de Medina del Campo457, habremos mencionado todos los asuntos en los que, según nuestros conocimientos, intervino el magistrado-poeta: vista la trivialidad de los asuntos consignados, nos consolaremos fácilmente de la desaparición del Libro de Acuerdos posterior a 1793.

En cambio, una pérdida se nos hace muy sensible: «Trabajaba -dice el autor del prólogo a los Discursos forenses- con un zelo y actividad infatigables en las áridas funciones de la judicatura, y en extender cuantos informes y dictámenes de alguna importancia se pedían al tribunal en que se hallaba» (página 1). Todos estos informes que se pedían a Batilo, tanto en Zaragoza como en Valladolid, han desaparecido; el único que hemos encontrado, y que publicamos aparte, el Dictamen sobre los Mayorazgos (1796), tiene, a pesar de su carácter bastante técnico, un interés real; deseamos que otros escritos de este mismo estilo se encuentren y sean hechos públicos.

*  *  *

Independientemente del ascenso que representaba para nuestro magistrado su nombramiento en Valladolid, ofrecía a sus ojos una doble ventaja: lo acercaba a su familia de Salamanca y a sus amigos. De hecho, apenas cuatro meses después de su instalación, Batilo experimenta una gran alegría. El 1 de septiembre de 1791, Jovellanos, que volvía por Burgos de su largo viaje al País Vasco, cae en los brazos de Meléndez, que lo esperaba en Palazuelos: «Encuentro con mis amigos Pinar, Meléndez, Zurro y Chichito (Isidoro Antayo); abrazos y alegría recíproca; me despido de los antiguos compañeros, y sigo en su coche a los nuevos; llego a casa de Pinar»458. En efecto, es el conde del Pinar quien alberga a Jovellanos, respetando la libertad de su huésped, ya que el invitado recibe visitas y convida a sus amigos a comer: «Visitas de los ministros del Tribunal, visita del presidente y de madama Meléndez; comida con éste, Zurro y Antayo aquí», anota al día siguiente459.

Durante la primera década de septiembre, Jovellanos permanece en Valladolid: los dos amigos no pierden ninguna ocasión de verse. El 5, por ejemplo, una comida reúne en casa de Meléndez a Jovellanos, Pinar, Zurro y Antayo, y Jovellanos escribe: «... buen humor. Lectura del papel de Espectáculos; paseo al Campo Grande, que está bien plantado de Negrillos; a casa»460. A partir del 9, el diario no alude ya a los magistrados vallisoletanos: el viajero asturiano se pone de nuevo en camino para efectuar en unos veinte días «la expedición al canal de Campos»; pero el 27 vuelve a encontrarse con sus amigos, que lo esperaban: «Llegamos a las siete y cuarto; nos recibieron con los condes (del Pinar) Meléndez y Antayo».

Antes de reemprender la marcha, Jovellanos hace algunas visitas, principalmente al erudito don Rafael Floranes, que le ofrece tres de sus obras461. El 1.º de octubre de 1791, el gran asturiano abandona la sede de la Chancillería para ir a Salamanca, y se detiene en el Archivo de Simancas, cuya organización critica: «Es claro que nada se hace, sino las copias que valen dinero, testigos de este examen y juicio los caros amigos, que me han acompañado hasta aquí, el conde del Pinar, Batilo y Carlitos Altamirano». El grupo almorzará antes de separarse en medio de tiernas efusiones462.

La separación no sería larga, poco más de una semana, según el Diario que nos sirve de guía: «Esta noche viene Meléndez (anota Jovino, instalado en Salamanca) con su mujer y su sobrina: me avisan; voy a verlos después a casa463. Desde entonces los dos amigos están a menudo juntos. El 12 es Meléndez quien viene a visitarle a hora «muy temprana» (pág. 62a); el 17 almuerza en compañía de Meléndez y Díaz; y sus conversaciones son alegres e instructivas. Tras una visita de don Tadeo Ortiz, profesor de astronomía, en el transcurso de la cual se habla de dotar la escuela de dibujo, el gijonés da un paseo con Meléndez y Díaz464. Al día siguiente un hecho nos muestra que nuestro magistrado permanecía ligado a esta universidad, en cuyo seno había pasado diez y siete años. La solemne sesión de apertura tenía lugar cada año conforme al nuevo plan de estudios, el día de San Lucas, 18 de octubre. Jovellanos asiste a esta ceremonia, pero no está al lado de su amigo: «Hoy, dijo, en la Universidad la oración latina inaugural el Dr. Sierra, catedrático de Retórica, probando la necesidad de la elocuencia para los demás estudios; asistió Meléndez de toga, y por la tarde, al claustro; comimos ambos en casa del Intendente; paseamos juntos»465.

Resultaría cansado citar todas las visitas, todas las comidas o paseos que reúnen a los dos amigos durante este mes de octubre. Algunos días se ven varias veces. Por fin, el 2 de noviembre, tras un almuerzo en casa del profesor de astronomía, don Tadeo Ortiz, acompañado del maestro Díaz, el magistrado se reintegra a su tribunal: «Visita de despedida de Meléndez con su mujer y sobrina», anota el asturiano466, quien también abandonará Salamanca el 14 de noviembre para volver a Gijón, por Zamora. Así, entre primeros de septiembre y primeros de noviembre, Batilo y Jovino tuvieron numerosas ocasiones de entrevistarse, cambiar impresiones y charlar con toda franqueza.

Durante esta estancia en Salamanca, el poeta y María Andrea vivían, como en otro tiempo, en la casa familiar de la calle del Sordolodo; pero el ambiente había cambiado: el patriarca, don José de Coca, había muerto mientras el matrimonio vivía en Zaragoza y su desaparición entristeció no sólo a la hija, sino también al yerno, que no olvidaba la bondad con que el anciano le había tratado. Es probable que de común acuerdo con los otros albaceas testamentarios, don Estanislao Montero Gorjón y don Mathías, se ocupasen los dos esposos de llevar a cabo la partición familiar y extrajudicial ordenada por el difunto en sus últimas voluntades; esta partición obligó al poeta y a su mujer a volver varias veces a la ciudad natal de doña María Andrea, hasta que en 1793 quedaron arreglados todos los asuntos de la herencia.

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Poco tiempo después de su regreso a Valladolid el Consejo de Castilla confió al magistrado una misión, que sería para él origen de numerosas vicisitudes.

Efectivamente, a principios de 1792 se firman las «Provisión y Comisión reales», que ordenan al oidor presentarse en Ávila para efectuar allí la reunión de los hospitales, «... para que paséis a la ciudad de Ávila y instruyéndoos de cuanto resulta del expediente que va referido y original acompaña con esta nuestra carta, hagáis la reunión de los cinco hospitales que el nuestro Consejo acordó...»467.

Nos limitaremos aquí a recordar las etapas principales de ese asunto, que ya hemos tratado en otro lugar468. Pero indiquemos que entre los procesos ordinarios que Meléndez tuvo que instruir, éste, cuya pesada responsabilidad asume él por entero y en el que da lo mejor de sí mismo, es, evidentemente, el más significativo, el más revelador de sus ideas, de sus concepciones profesionales y también de su carácter. Se comprende que el primer biógrafo del poeta-magistrado lo señale como un hecho sobresaliente de la actividad de Meléndez, ministro de la Chancillería. En cuanto a William Colford, ve en esta misión «una forma dulcificada de persecución política», un flaco servicio que los enemigos de Jovellanos intentaban hacer a su mejor amigo; los textos que hemos encontrado no nos permiten tomar partido definido sobre esta plausible interpretación469.

Sea como fuere, Meléndez, escoltado por Julián López González, su escribano, se presenta en Avila hacia mediados de marzo y seguidamente convoca a las autoridades para darles parte de su misión: tiene que reunir en uno solo -el de la Misericordia- los cinco hospitales que existen en la ciudad, reunir igualmente sus propios recursos, legados, fundaciones, etc., para hacer frente a las necesidades del nuevo establecimiento. Pero en seguida tropieza con las intrigas y los intereses particulares que habían logrado aplazar durante dieciséis años la ejecución de las órdenes reales, fechadas el 12 de febrero de 1776.

En junio esta oposición del obispo y de los canónigos, de los cuales algunos son capellanes «patronos» de los hospitales amenazados, hace que el comisario eleve al Consejo una «representación», en la que vigorosamente denuncia las maniobras dilatorias de los interesados y solicita plenos poderes. El Consejo contesta favorablemente, pero en vano; la conjura continúa encubierta por las hipócritas protestas de buena voluntad; el magistrado, decepcionado, exasperado por la inercia y la mala intención, herido por las acusaciones sin fundamento, las censuras injustificadas, la calumnia y las verdades a medias, agota sus fuerzas en esta pequeña guerra. En septiembre, enfermo, se ve obligado a interrumpir la lucha; el Consejo le autoriza a tomar algún descanso. Envalentonados por el agotamiento del adversario, sintiendo la victoria al alcance de la mano, los enemigos de la unión se ceban sobre el comisario: el 15 de septiembre se recibe una carta oficial y acerba de un canónigo; el 26 de septiembre otra carta, ésta del obispo; el 2 de octubre una tercera, que proviene del cabildo. Meléndez, sin embargo, no se da por vencido; devuelve golpe por golpe, contesta con cortesía, pero con toda la fuerza que le proporciona la conciencia de sus derechos y su misión: ya que es, lo sabe y no cesa de proclamarlo, el defensor de la razón contra los intereses partidistas (16 de septiembre, 23 y 25 de noviembre). A los que le atacan en el plano material -el hospital será reducido, insuficiente, malsano, costoso- les contesta con las medidas y las cifras en la mano, apoyándose en las opiniones del arquitecto y del médico, que siempre le acompañan; a los que le objetan la voluntad de los fundadores, el testamento de los bienhechores, les cierra la boca con un análisis jurídico, conciso e impecable, de estos documentos. Otros le reprochan el confiar la administración del nuevo hospital a los laicos, y él replica, invocando el derecho canónico, que la administración de los bienes temporales les está prohibida a los eclesiásticos. Denuncia públicamente la inactividad voluntaria y las maniobras solapadas a que se dedica en Madrid el representante del cabildo. No duda en recurrir algunas veces a los argumentos ad hominem: se le hace la objeción de que la mujer del administrador que ha designado es joven y bonita. Y ¿entonces?, ¡qué decir de ese canónigo, cuyas lozanas sirvientas se hallan bien lejos de haber alcanzado la edad canónica!

Simultáneamente, el 22 de septiembre, Meléndez dirige al Consejo una segunda representación, que se comprueba como insuficiente, ya que por tercera vez, en enero de 1793, denuncia las intrigas con que tropieza. Por fin, un año después de la expedición de la Comisión, el nuevo hospital está instalado, en efecto, y en él se cuida a los enfermos, pero la oposición no está apaciguada; sigue impidiendo profanar algunas capillas, destinar los fondos únicamente al hospicio de la Misericordia, llevar cuentas de los ingresos: en resumen, consigue conducir el asunto a un callejón sin salida. Meléndez no quiere ceder. Pero en febrero de 1793, una Real Orden satisface en parte a la cábala: los administradores no darán cuenta más que del último año de su administración, y el inventario de los objetos que provienen de las capillas profanadas estará a cargo del obispo y del cabildo470.

El comisario se indigna ante esta desautorización, y, en una cuarta representación, que la cólera hace impertinente en algunos momentos, defiende su honor, del cual el Consejo parece hacer poco caso. Insiste, dice, «porque sé bien que el honor es el más sagrado patrimonio de un ministro»471, y añade: «Me sería indiferente en mi comisión tomar cuentas generales o particulares, o no tomar ningunas a los antiguos administradores, y aún me sería más grato esto último. Pero no puede sérmelo mi honor que está comprometido en este negocio, la autoridad de V. A. malamente burlada por el Brazo Eclesiástico, el desaire de entrambos, y el mal ejemplo de esta victoria para un clero acostumbrado a dominar en esta ciudad y a que nada en ella le resistan»472.

No contento con protestar por escrito, Meléndez decide ir personalmente «a vindicar su honor» ante el Consejo. En efecto, Quintana señala que hizo un viaje a Madrid473. Las cuentas de Bernardo González Álvarez, administrador de Meléndez, nos permiten situar este viaje con alguna precisión del 12 de febrero al 30 de julio de 1793, período durante el cual Meléndez gasta 5592 reales en el alquiler de un coche; y la indicación sobre varias sumas entregadas a su cliente «para pasar al sitio» parece confirmar que Meléndez, no contento con exponer sus dificultades a los consejeros de Castilla, procuró, acercándose a Aranjuez474, obtener la intervención de algún personaje influyente de los que veían al rey, Godoy quizás. En una carta del propio Bernardo González Álvarez, fechada en Madrid, el 31 de julio de 1793, se hace alusión a la marcha precipitada de Meléndez y a la intervención de Roda (a quien Meléndez había dejado una carta) y que se había «propuesto a desagraviarle al día siguiente, lo cual no pudo verificarse por estar ocupado el Consejo en otros asuntos urgentes. Lo siento, pues era un gran día y el Relator se ha manifestado lleno de atención al leer la esquela de V. M».475.

A pesar de la actividad desplegada, a pesar del apoyo que Roda le había prometido, Meléndez no obtiene la reparación que pide; el Consejo, cansado, sin duda, de esta guerrilla, o poco dispuesto, dadas las circunstancias, a entrar abiertamente en lucha con el obispo de Avila, se contenta, con los resultados obtenidos y, en agosto de 1793, reitera las órdenes dadas a principio de año. Otros dos documentos, uno de mayo de 1794 y otro no fechado, pero posterior, sin duda, prueban que Meléndez siguió encargado de vigilar de lejos el asunto de los hospitales y algunos otros casos de menor importancia, cuya resolución le había sido confiada. Probablemente, a fines del verano de 1793 vuelve a Valladolid, donde se atestigua su presencia desde los primeros días del año 1794. Tras los penosos meses pasados en Ávila, expuesto a las mezquinas intrigas de pequeñas camarillas egoístas, olvida, consagrándose al trabajo y a la amistad -«alternando las graves ocupaciones de su destino con el trato de sus amigos»- las punzantes heridas sufridas en su honor y su amor propio.

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No parece que Antayo y Zurro, que ya hemos encontrado en Palazuelos476, figuren entre sus amigos más íntimos. La presencia de estos personajes en el círculo de Meléndez parece accidental. En todo caso, no figuran entre los citados por Navarrete: «Concluida su comisión regresó a Valladolid a su ordinario método de vida, y por la tarde paseaba un rato con sus amigos el canónigo Graniño, el Racionero D. Joseph García Nieto, D. Juan Andrés de Temes y el conde del Pinar mientras estuvo allí».

El conde del Pinar (don José de Mon y Velarde) es oidor en la Chancillería de Valladolid cuando Meléndez es todavía alcalde del crimen en Zaragoza; sin duda, por su calidad de asturiano, se cuenta entre los buenos amigos de Jovellanos, quien, en 1790, al ir de Madrid a Gijón, se aloja ya en su casa (31 de octubre). Su mujer, de ascendencia aristocrática, «descollaba en los salones por sus admirables facultades para el canto», según cuentan los anales vallisoletanos477. En 1791, una vez más se alojará Jovellanos en casa del conde del Pinar, y, en distintas ocasiones, vemos a los dos oidores, amigos del gijonés, viajar juntos, hacia Palazuelos y Simancas, o invitarse recíprocamente. En 1796 (19 de agosto), el conde es elevado al Consejo de Castilla y escribe varias veces a Jovellanos, quien parece tenerle cierta estima, puesto que lo propone a Saavedra como miembro eventual de la Junta Superior, que proyecta establecer «sobre la venta y nueva administración de los bienes de los patronatos y obras pías»478.

Lo que es seguro es que en 1798 Meléndez encuentra de nuevo en Madrid a su antiguo colega; diez años más tarde, los síntomas precursores de la guerra de la independencia los reunirían de nuevo para una odisea que estuvo a punto de terminar trágicamente479.

Pese a lo que se haya dicho, Meléndez no era sistemáticamente anticlerical: numerosos amigos suyos llevan sotana o hábito. Tal es el caso de don Plácido Ugena, «prebendado de la Iglesia Catedral», que vivía en el número 1 de la calle de los Reyes480. El editor anónimo de los Discursos Forenses lo presenta como un fiel compañero de Batilo, con quien se complacía en hablar de literatura481. Él es quien debió de conservar un breve discurso de tres páginas, en el que Meléndez, tras una apuesta, imitaba el estilo elocuente del abate Raynal482. La bella epístola que Meléndez dedica a este canónigo nos da a conocer que don Plácido le animaba vivamente, como Jovellanos en otro tiempo, a cantar los héroes españoles. Pero sobre todo dicha epístola constituye un elogio de la fidelidad de Ugena hacia sus amigos, hacia el poeta víctima de la calumnia y abandonado de todos:


Tú y otros raros, cariñoso abrigo
me disteis sólo, la clemente mano
tendiendo, do apoyarse, al triste amigo483 .



Se comprende que cuando Jovellanos fue llamado al ministerio Meléndez intercediera a favor de tal amigo: «Acudieron pretendientes a docenas y recomendaciones a millares... Meléndez, por el teólogo Ugena»484, a quien presenta al nuevo ministro el 19 de noviembre, a su paso por Valladolid. Ugena, para atraerse la simpatía de este eventual protector, le envía «un gran cuaderno en tafilete con cincuenta ejemplares de las inscripciones que pusieron en el Colegio de Santa Cruz, recibido que hubieron la noticia de mi promoción»485.

Con anterioridad, Batilo había hablado a Jovino de uno de sus colegas en la Chancillería, a quien apreciaba, don Luis Alonso Pereira486. Éste, con quien se encontró en Dueñas, debió de complacer al asturiano, ya que al año siguiente lo llama «su amigo Pereira» y nos revela que estudió en Galicia, de donde probablemente era originario. Durante los diez años que duró el exilio de Meléndez se pierden las huellas de este personaje, pero después de 1808, Batilo vuelve a encontrarlo en Madrid entre los magistrados afrancesados, y la misma promoción los eleva a ambos al Consejo de Estado. Los contactos cotidianos estrechan su amistad; y a la muerte de Pereira, Meléndez, desolado, acude a Urquijo para intervenir en favor de la viuda y del hijo del amigo desaparecido487.

La acogedora casa de Meléndez era frecuentada, además, por otras personas: don Andrés Crespo Cantolla, don Francisco de Paula Fita (Oidor de la Chancillería)488, don José de Navia y Bolaños, Velarde el mayor, el erudito Rafael Floranes y Robles de Encinas (a quien Jovellanos conocía desde septiembre de 1791) y, finalmente, don Juan Andrés de Temes, que no aparece entre las amistades del poeta hasta después de junio de 1795 y que no es un desconocido. Oficial en el ministerio de Asuntos Exteriores, estaba en desacuerdo, así como dos de sus colegas, que igualmente alcanzaron alguna celebridad, con el primer oficial, don José Andúaga. Godoy toma partido por este último y dispersa a los miembros del «complot». A Urquijo se le manda a Londres, a Labrador al tribunal de Sevilla y «Temes fue a regentar una cátedra a Valladolid». El 7 de junio de 1795, Jovellanos se entera de que «la caída de Temes y Labrador es obra de Andúaga»; hay que restablecer al primero y a otros, añade él489. No hay que extrañarse, pues, de ver a Temes, espíritu abierto y cultivado, aunque Godoy afirme que era «inferior en talentos» a Andúaga, interesarse por los movimientos de las ideas y asistir con asiduidad a la tertulia literaria de Meléndez. A propósito de su informe sobre la ley agraria, Jovellanos anota: «Hubo también ayer carta de Meléndez con el juicio suyo y de Temes, sobre el papel de Ley Agraria; grandes elogios y algunos reparos, en su mayor parte justos. Pereira la lee». Y los tres amigos se ofrecen para completar y sistematizar seguidamente sus objeciones490.

No es, pues, únicamente la buena comida y la sonrisa de María Andrea lo que atraía a estos personajes tan distintos a casa del magistrado; tenían motivos más elevados: la amistad sincera, las relaciones profesionales y, en casi todos ellos, el gusto por las ideas, la filosofía y el culto a las musas que compartían con su anfitrión.

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En efecto, Meléndez, en medio de sus pesadas ocupaciones profesionales, nunca dejó de interesarse en «estos estudios que en otro tiempo habían sido sus delicias»491.

Es muy probable que el Oidor tomara parte en las reuniones de la Sociedad de Amigos del País de su nueva residencia, a juzgar por la prisa que tuvo en que se le admitiera en la Sociedad Económica de Zaragoza y el celo que en ella desplegó. Desgraciadamente, aunque poseemos abundantes pruebas de la existencia de esta «compañía»492, el registro de sesiones no ha llegado hasta nosotros493. La participación de Meléndez en los trabajos de esta Sociedad es, pues, hipotética.

Uacute;nicamente nos es conocida la actividad literaria del poeta. En el campo de la creación es mucho menor que durante los años de su vida salmantina: «El corto número de poesías que he trabajado después», dice el autor en el prólogo de Valladolid, al referirse a su entrada en la magistratura. Pero aunque escribe poco, Batilo corrige, lima sus poemas anteriores con vistas a la edición que proyecta. E incluso abriga un gran proyecto: la fundación de una revista que «abrace todos los ramos de los conocimientos humanos, manifieste su estado actual en las Naciones cultas, los progresos y adelantamientos que cada día hacen».

Sin duda, este proyecto tenía como fin llenar el vacío abierto en el dominio de la información literaria y científica, debido a la prohibición casi total de las revistas nacionales o extranjeras a principios del reinado de Carlos IV. Después de Juan Maury, Godoy recuerda los rigores de que fueron objeto las letras en el año 1790494, pero añade, alabándose de haber contribuido al restablecimiento de la Ilustración: «Quien pudo ver y juzgar como Vm. el estado de las cosas en 1795, pudo ver también la Gazeta oficial de Madrid y todos los escritos periódicos resucitados o creados por mí desde 1793, no sólo tolerados, sino alentados, pues todos favorecen el progreso de las luces»495. R. Altamira confirma estos asertos: «Godoy templó el rigor de sus antecesores, permitiendo o logrando que se permitiese la publicación del Correo Mercantil de España e Indias, redactado por Gallard y Larruga (1792), del Memorial Literario y otros»496.

Deseoso de aprovechar esta vuelta a una semilibertad, seis hombres de letras -entre los que estaba Meléndez, que entonces se encontraba en Madrid- proyectan la publicación de una revista enciclopédica que se llamaría El Académico. Los archivos españoles conservan no sólo la solicitud de autorización, sino también -documento mucho más instructivo- el prospecto, mediante el cual los fundadores se proponían informar al público de la publicación de su revista497. Las precauciones de que se rodean, las múltiples garantías que espontáneamente ofrecen revelan un malestar latente; está claro que la inquietud de los poderes subsistía y que las autoridades permanecían vigilantes, e incluso a veces reticentes, cuando se trataba de la libre circulación de las ideas.

El nombre de Meléndez encabeza la petición, quizás porque le pertenecía la paternidad del proyecto, pero, con mayor seguridad, porque su popularidad literaria había hecho que don Nicasio Álvarez Cienfuegos, don Ramón Pérez Campo, don Diego Clemencín, don Domingo García Fernández y don Juan de Peñalver le eligieran como jefe. «Penetrados de la necesidad que hay en España de una obra periódica que, si es posible, abrace todos los ramos de los conocimientos humanos, manifieste su estado actual en las Naciones cultas y los progresos y adelantamientos que cada día hacen en ellos la observación y el genio de los hombres sabios y aplicados», los firmantes se proponen proveer al país de esta revista de la que carece. Se declaran convencidos de que el ejemplo de los demás pueblos despertará la curiosidad y el talento de los españoles, poniéndoles en el camino del auténtico saber, y producirá efectos beneficiosos, razones todas por las que esperan obtener la autorización real.

Perfectamente conscientes de las objeciones que opondrán a este proyecto los espíritus recelosos «que no alcanzan a distinguir las luces del abuso que de ellas puede hacerse», los redactores dan toda clase de garantías a las autoridades: «Nada dirán, nada extractarán, en nada se mezclarán que pueda ofender de modo alguno; trabajarán para la utilidad y respetando, si es lícito decirlo, hasta la misma preocupación», dejarán a un lado en su revista todas las cuestiones litigiosas, aunque su reputación de hombres instruidos sufra por esta extrema circunspección. Así, pues, suplican que se designen censores para examinar su proyecto (2 de julio de 1793).

En el prospecto se encuentra el mismo prudente respeto a la autoridad, pero el tono es más libre, más desenvuelto. Los redactores exponen con claridad no sólo las grandes líneas de su programa, sino el espíritu con el que piensan abordar su realización. Reconocen modestamente que el objeto de la revista son «todos los conocimientos humanos..., asunto en sí inmenso e inagotable». Extenderá su información a los países extranjeros. «Las Bellas Letras, la Poesía, la Eloqüencia, las Ciencias Sagradas, naturales y exactas, la Jurisprudencia, Economía Civil, Comercio, Geografía, Artes y Oficios, Noticias literarias, Bibliografía, darán asunto a importantes artículos en que se analizarán, y si es preciso, criticarán las obras relativas a cada rarno». Se añadirán artículos originales, reseñas de los nuevos descubrimientos..., de todo aquello que pueda interesar a las diferentes clases de la sociedad, especialmente al comercio. En resumen -aquí asoma la oreja al antiguo exégeta de Horacio-, «lo agradable, lo útil y lo necesario... formarán un todo, que tendrá por objeto hacer dulce y provechosa a un tiempo su lectura». La regla inviolable de la revista será su imparcialidad: elogios para los buenos autores, silencio despreciativo para los ignorantes y escritorzuelos que propagan los prejuicios y corrompen el gusto. Sin embargo, conscientes del ridículo, los redactores en modo alguno pretenden erigirse en reformadores, en «unos Quixotes... del mundo literario». El concepto de la prensa que proclaman es, efectivamente, muy moderno: no tienen más que una preocupación: informar al público.

¿Es, pues, necesario, prosiguen, demostrar las múltiples ventajas de esta empresa? En nuestro tiempo sabemos, efectivamente, que el saber es útil. Pero, desgraciadamente, la opinión de que las ciencias son nocivas para la tranquilidad y felicidad pública está muy extendida y algunos ven en ellas la fuente de ciertos males que, sin duda alguna, tienen un origen muy distinto, error comparable al del pueblo que atribuye la peste a la aparición de un cometa o a cualquier otra causa imaginaria. Termina el prospecto con una animosa profesión de fe en la ciencia, con un credo progresista al que no le falta grandeza: «Creemos firmemente y por honor de la razón que el saber no perjudicó jamás a ninguno y que el adelantamiento de las Ciencias, de las Artes, de las fábricas, del Comercio, de la Industria, de la población, de la fuerza y riqueza de los Estados es a un mismo tiempo la verdadera felicidad de los pueblos y de los soberanos que los gobiernan».

El 23 de julio se transmite la petición al Consejo, el cual consulta a sus procuradores; éstos responden en términos generales. Estiman que el honor de los redactores de hojas periódicas, al igual que el de la nación a la que se proponen ilustrar mediante su publicación, se encuentra peligrosamente amenazado por la precipitación con que se ven obligados a trabajar. Los escritos encaminados a la educación política, literaria y científica del público exigen larga reflexión y profunda meditación, incompatibles con las necesidades de una publicación a fecha fija. Por lo tanto, los editores han de disponer de abundante provisión de artículos, para no verse apremiados por el tiempo. Y los magistrados piden, con toda seriedad, se les sometan los números preparados para todo un año.

Los fundadores de la revista, que ya tenían bastante con escribir «de omni re scibili», encontraron, sin duda, esta exigencia excesiva y, a lo que parece, no prosiguieron su proyecto. La última anotación del expediente es ésta: «Pásese al relator, 24 de octubre de 1794». Así, pues, quince meses después de la petición inicial, el asunto se suscita aún ante el Consejo; pero parece que, dadas las condiciones draconianas que se les imponían, los mismos editores la consideraban arrumbada.

Este episodio de la vida literaria española no era desconocido para R. Altamira, quien, hablando de la acción cultural de Godoy, escribe a continuación del pasaje que ya hemos citado (pág. 319): «Pero se negó, en cambio, a que Meléndez Valdés, Clemencín y varios literatos más diesen a luz una proyectada revista enciclopédica que había de titularse El Académico»498.

*  *  *

Si El Académico, empresa colectiva y enciclopédica, no pasó jamás de ser un proyecto, existe otra obra individual y de circunstancias a la que Batilo dio fin con una celeridad que algunos juzgaron inoportuna e irreflexiva: la composición y publicación de la epístola III, «Al Excelentísimo Señor don Eugenio de Llaguno y Amírola en su elevación al Ministerio de Gracia y Justicia»499. Es inútil hacer de nuevo el análisis de la obra, nítidamente hecho por Quintana; pero debemos detenernos sobre las circunstancias que presidieron su composición y las consecuencias que acarreó para su autor.

En enero de 1794 Llaguno fue nombrado ministro de Justicia; el 31 de enero, Jovellanos consigna en su Diario esta «agradable noticia», añadiendo: «He aquí la virtud ensalzada y premiado el mérito. Es amigo mío, pero sabe Dios que mi gozo no nace de mis esperanzas». Y al día siguiente redacta una carta de felicitación, cuyo texto copia en su Diario500. Meléndez, amigo también del recién elegido, no se contenta con felicitarlo mediante una breve carta; compone una epístola, que publica en seguida: prisa sorprendente cuando se sabe con cuántas reticencias confió el poeta a la imprenta sus ediciones de 1785 y 1797.

De hecho, desde su primera edición, Meléndez únicamente había recordado al público su existencia por la oda a la gloria de las Bellas Artes, de 1797. Se comprende que esta rapidez asombrara a sus amigos: «Llega el correo con la Epístola de Meléndez a la elevación de nuestro amigo Llaguno, impresa en Valladolid. No apruebo que la haya publicado y a buen seguro que tampoco la aprueba el héroe. La edición es bellísima, pero incorrecta su ortografía. Me dice que sólo tiró ciento cincuenta ejemplares» (18 de febrero de 1794)501. Al día siguiente, 19, Jovellanos, al escribir al autor, le expresa su desacuerdo y le comunica sus críticas502. Lo que no impide a Meléndez enviar a su amigo, poco después, otros cuatro ejemplares de «su carta sobre la elección de Llaguno y algunas composiciones manuscritas»503.

Jovellanos no aprobó la publicación de esta epístola; pero, sin embargo, -todos los críticos lo notaron-, ésta contiene un valiente y vibrante elogio del antiguo magistrado asturiano, por entonces en desgracia en Gijón:


...aquel que en noble
Santo ardor, encendido noche y día,
Trabaja por la patria, raro ejemplo
De alta virtud y de saber profundo504...



¿Qué debían pensar entonces del poema aquellos a los que atacaba? Los miembros de estas corporaciones, que Meléndez conocía desde dentro por frecuentarlas diariamente, por haber formado parte de ellas; los rutinarios profesores que visitan


Las casas del saber, tristes reliquias
De la gótica edad505...



los malos magistrados que es necesario apartar de los tribunales...


Torna después los penetrantes ojos
A los templos de Temis, y si en ellos
Vieres acaso la ignorancia intrusa
Por el ciego favor, si el celo tibio,
Si desmayada la virtud los labios
No osaren desplegar, en vil ultraje
El ignorante de rubor cubierto
Caiga...



Y, finalmente, los malos sacerdotes


Mientras tu celo y tu atención imploran
Los ministros del templo y la inefable
Divina religión. ¡Oh, cuánto, cuánto
Aquí hallarás también!..., pero su augusto
Velo no es dado levantar506...



Para los amigos del poeta que conocían la agotadora lucha que hubo de sostener en Ávila contra la avidez del cabildo no era necesario descorrer el velo; para todos, especialmente magistrados y sacerdotes, las alusiones estaban claras y parece que la inconsiderada publicación de la epístola suscitó, como, sin duda, temía Jovellanos, numerosas enemistades a su autor. En efecto, mucho antes del proceso que se intentará llevar a cabo contra él, en 1800-1801, Meléndez experimentó de nuevo «las dentelladas de la calumnia».

Poco después de la epístola a Llaguno, Meléndez dirigió a Godoy su oda sobre el Fanatismo507, en la que ataca abiertamente los excesos de las religiones antiguas, la intolerancia de los discípulos de Mahoma e, indirectamente, los abusos que trataban de encubrir en su país, bajo el manto de la religión cristiana. Pero las alusiones son demasiado claras. A partir de Voltaire, el mismo vocablo fanatismo era sospechoso para los oídos católicos, y los inquisidores encontraban, por lo menos, ambiguos versos como éstos:


Dios del bien, vuelve, y al averno oscuro
Derroca, omnipotente, el monstruo impuro.



En cuanto a esas sombras que se ciernen sobre la última estrofa y que favorecen las supersticiones, mientras que


Las ciencias congojosas
Entre sombras lloraron



representan claramente el oscurantismo opuesto a las «luces»; huelen claramente a «filosofía» y, por tanto, a herejía...

¿Cómo asombrarse de que, desde entonces, se ataque secreta y calladamente al poeta en algunos círculos? Este, por otro lado, sintiéndose apoyado por el Príncipe de la Paz, su paisano, se envalentona: dedica a su protector una oda -en realidad la epístola I- felicitándole por haber concluido la paz honrosa de 1795, en que ataca de nuevo al monstruo denunciado en el Fanatismo y ahora fácilmente identificable: el mismo Godoy nos confirma que el poeta dirige sus ataques contra la Inquisición:


No lo sufráis, señor; mas, poderoso,
El Monstruo derrocad, que guerra impía
A la santa verdad mueve envidioso508 .



Meléndez toma aquí partido en una lucha peligrosa:

«Porque pensé hacer entrar al Santo Oficio en el sistema de tolerancia y de moderación que sólo podía prevenir las funestas reacciones cuyos inconvenientes algunos países acababan de comprobar; porque reduje las ilimitadas facultades del Tribunal, sometiéndolo en adelante a la alta vigilancia del monarca, supremo protector de los derechos y de la libertad de su pueblo, me llamaron "hereje, ateísta"».



Y añade: «Los desaires que sufría, las calumnias con que se esforzaron por engañar al Monarca, las manifiesta muy claramente la Epístola de Meléndez sobre la Calumnia», de la cual cita largos párrafos el antiguo favorito509.

No contento con respaldar al Príncipe de la Paz en esta audaz guerra, Meléndez -que se coloca decididamente entre los partidarios del poder- le dirige otra epístola, a principios de 1797, para celebrar una iniciativa cultural que acababa de tomar: Epístola VII, al Exc.mo S.or Príncipe de la Paz con motivo de su carta patriótica a los obispos de España recomendándoles el nuevo Semanario de Agricultura»510. Esta bella epístola, que es como el manifiesto del despotismo ilustrado en favor de las clases campesinas, prueba que la musa de Batilo, inspirada por los nobles sentimientos de un generoso humanitarismo, seguía siendo apta para crear un poema «sublime» -el epíteto es de Jovellanos- como el Filósofo en el campo:


Sed en el alma labrador... La mía
Se arrebata, señor; habla del campo,
Del colono infeliz; criado entre ellos,
Jamás pudo sin lágrimas su suerte,
Sus ansias ver mi corazón sensible511...



Como indica su título, esta epístola está inspirada por una carta de Godoy en que se recomienda a los obispos el nuevo semanario de agricultura, el «Semanario de Agricultura y Artes, dirigido a los párrocos de orden superior, Madrid, en la imprenta de Villalpando, 1797»512. El primer número, no fechado, es del 5 de enero de 1797 y, de la página IV a la página VII, la introducción reproduce una carta del Príncipe de la Paz fechada en El Escorial, el 28 de noviembre de 1796.

Es, pues, en enero-febrero de 1797 cuando Meléndez compuso este poema. Después de denunciar la bajeza, la villanía de algunos hombres, de algunas clases de la sociedad, Meléndez se complace en cantar:


El labrador que por instinto es bueno.



Pero debe consignar que la virtud, desarmada frente a la malicia, es a menudo su víctima, y, finalmente, el poeta nos describe un cuadro bastante sombrío, para mostrar lo urgente de las reformas que se han de emprender. Este espíritu «ilustrado» no se cree, como algunos poetas del siglo XIX francés, un «Mago» o un «Faro», y aun menos un «Vidente»; se contenta con el papel más modesto, pero cuán útil, de «Lazarillo» del poder.

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Habiéndose alineado deliberadamente al lado de Godoy -a quien, por otra parte, celebraba sin excesiva adulación513- no podía dejar de recibir el poeta algunos de los ataques que disparaban al favorito sus adversarios. En la Advertencia de Valladolid (1797) denuncia estas ocultas maniobras:

«Mas ¿qué importan estas reflexiones a la calumnia para morder y denigrar? Nada ciertamente; y aunque con dolor, me ha enseñado la experiencia propia que al que hizo una vez blanco de sus crueles tiros nada sabe disimularle. El retiro, el esparcimiento, el estudio, su interrupción, la vida negociosa, la que no lo es, todo le viene igual para ejercitar su venenosa lengua y destruir al infeliz objeto de su odio; nada le importa, ni la verdad, ni la mentira, ni la inocencia, ni el delito, como pueda llegar a sus fines criminales»514.



Un hecho referido por Llorente quizás esté en relación con estos ataques sufridos por Meléndez durante su estancia en Valladolid515. Habla de las odas: «Una de ellas dio pie en 1796 para algunas denuncias, una de las cuales añadía que Meléndez hablaba como un hombre que había leído libros prohibidos, tales como Filangieri, Puffendorf, Grotius, Rousseau, Montesquieu y otros. No tuvo consecuencias este ataque, por no aducirse pruebas»516.

En el Resumen cronológico de los hechos más notables que han sido citados en esta historia, Llorente da otra fecha: 1797, Meléndez Valdés, el Anacreonte español, es perseguido por la Inquisición»517. No nos extrañaría que la epístola a Godoy sobre la Calumnia518 fuera contemporánea de estos hechos, de la Advertencia de 1797 y no del año anterior. Los temas desarrollados por estos dos escritos son idénticos.

De este modo, después del asunto de los hospitales de Ávila, se ataca a Meléndez en dos aspectos, y en ambos casos falsamente; sus colegas envidiosos le atacan como mal magistrado519 y la Inquisición como filósofo librepensador. En el proceso de 1800 ya no encontramos los primeros agravios; tras dejar al fiscal a medio sueldo resultaba inútil desprestigiarlo en el plano profesional, pero permanecerán los segundos:


Su pérfida piedad con voz aguda
Veloz los lleva de uno en otro oído,
Y en todos, ¡ah!, con misteriosas voces
Mañosos siembran el infiel recelo520...



Otros muchos rasgos de esta epístola recuerdan el célebre monólogo de Beaumarchais sobre la calumnia: también Batilo tuvo que ver con Basile.

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Es éste el motivo que invoca para explicar la lentitud con la que publicó la segunda edición de sus Poesías521. Al final del prólogo afirma que hace tres años que está en prensa. Cede, finalmente, a las instancias de numerosos lectores que, reprochándole su tardanza, le incitan a cumplir su palabra y a, dar al público lo que le prometió522. En efecto, el 6 de agosto de 1793, al recibir una carta en la que el poeta le expone sus dudas, Jovellanos anota en su Diario, que escribe: «A Meléndez, exhortándole a acelerar la nueva edición de sus obras»523. Después, durante dos años, no encontramos en el Diario ninguna alusión a esta edición, pero podemos suponer que los amigos abordaron este tema, después de agotar las anécdotas que consigna el asturiano, cuando se encontraron en Dueñas los días 7, 8 y 9 de junio de 1795. El asunto aparece de nuevo el 20 de agosto de 1796: «Carta a Meléndez... Le aconsejo que dedique su nueva edición al Príncipe de la Paz, que le estima»524. Tras un intercambio de correspondencia, cuyo objeto no se indica, Jovellanos insiste de nuevo: «A Meléndez sobre la dedicatoria de su obra, que sea al Príncipe de la Paz»525. La maniobra era hábil, ya que Godoy, confirmando la aserción de Llorente, que hemos citado, se vanagloria de haber arrancado al Santo Oficio la publicación de las Poesías: «... Conseguí otro triunfo: salvé de la proscripción o Expurgatorio de la Inquisición las obras de Meléndez, Moratín y Cadalso. Nuevas ediciones de cada uno de esos tres poetas fueron dadas a luz»526.

En ese momento la edición está en buen camino: el 22 de septiembre, el autor envía a Gijón la mitad del tomo III de sus poesías; el 26, el tomo I527. Pero hay que esperar hasta abril de 1797 para enterarse de que la edición está acabada, al redactar al fin Meléndez su dedicatoria a Godoy y el prólogo.

Jovellanos los recibe impresos el 9: «Lectura del primer pliego de las obras de Meléndez, que vino ayer, dedicadas al Príncipe de la Paz por consejo mío; que por su bien renuncié a ese honor; prólogo bien escrito»528.

Si en esta edición, doce años posterior a la primera, encontramos -corregidos o aumentados- numerosos poemas de 1785 y otros que ya estaban en esta fecha listos para la impresión y que debían constituir el segundo volumen, entonces anunciado, tales como «La Noche y la Soledad», «La Caída de Luzbel», «Lo incomprensible de Dios» o «La prosperidad del malo»529, también encontramos entre las nuevas poesías numerosas composiciones que tienen un carácter muy particular.

Las dos epístolas a Godoy, la dedicada a Llaguno, la que lleva por título «El filósofo en el campo», etc., todas obras recientes, contrastan con el resto. Muy alejadas de las odas anacreónticas, de los idilios o de las églogas, no deben nada al arsenal mitológico o pastoril habitual en estos géneros amables; pero también se distinguen de las odas filosóficas o morales. El poeta no se propone como fin eventual alabar la virtud, ni entrever en el espacio infinito donde ruedan las galaxias el dedo de Dios, que dirige los mundos. Igualmente alejado del diletantismo de las poesías ligeras y del apartamiento del filósofo que se aleja de los hombres para observarlos vivir, Meléndez, en estas epístolas, adopta una nueva actitud muy característica: se convierte en un poeta «comprometido»; se esfuerza por pesar sobre la marcha de su país y de su tiempo. Quintana habla de las «enérgicas y nobles lecciones que daba a las autoridades». El término es un poco inexacto. Meléndez da lecciones sólo muy raramente, pero señala las inmensas tareas que esperan al poder. En ello, sin duda, refleja la idea de su siglo y particularmente las de los autores franceses, que leía asiduamente; pero también se muestra original y constructivo, y en esto sobrepasa la posición puramente crítica de un Cadalso; al denunciar los abusos, las injusticias, las faltas, Meléndez, como Jovellanos, propone, al lado del mal, el remedio, opone la corrección al error. En este sentido, como se ve en Machado al poeta de la Generación del 98, nos complace ver en Meléndez al del Despotismo Ilustrado, un poeta noble y generoso, «porque había levantado su ingenio a la altura de su siglo»530.

Hemos indicado en otra parte531 que Batilo fue personalmente a ofrecer al Príncipe de la Paz la nueva edición impresa en Valladolid por la viuda e hijos de Santander. El poeta esperaba sacar alguna ventaja para su carrera de esta visita y de la lisonjera dedicatoria que abría el primer volumen. Por su parte, Jovellanos recomienda su amigo al favorito: «Carta a Meléndez; algo le indico de mi carta al Ministro de estado»532.

Y, sin embargo, durante seis meses, Meléndez pudo creer que había perdido su trabajo y su tiempo. El valido no se decidía a otorgarle esta promoción que esperaba desde hacía casi tres años, puesto que desde finales de 1794 lo vemos al acecho: «En el día no hay las vacantes que Vm. decía; estaré con la mayor vigilancia para avisar las que ocurran, a cuyo fin me valdré de los amigos», escribe Bernardo González Álvarez a una petición de información de su cliente (diciembre de 1794)533. En septiembre siguiente se ha rebasado ampliamente la fase preparatoria: Meléndez es candidato a un nuevo puesto. Jovellanos escribe al gobernador del Consejo, recomendándole su amigo, que postula el cargo de procurador del Tribunal de Madrid, la «Fiscalía de Corte»534. ¡Trabajo perdido! Un año después, una remoción en la magistratura tampoco alcanza a nuestro candidato. «Pinar, promovido al Consejo de Castilla; Forner a su fiscalía debido a un Canto a la Paz; parece que se pensaba -en Meléndez, prueba de que hacen algo las Musas»535. Este es el momento en que Jovellanos aconseja a su amigo que dedique su edición al Príncipe de la Paz. Finalmente, parece que se presenta la ocasión esperada. El 23 de marzo de 1797, Jovellanos anota en su Diario: «Murió D. Juan Pablo Forner, tan desamado en el foro como en el Parnaso... Corre que le sucederá Meléndez, y tan manchada queda su silla, que no lo deseo»536. A su pesar, redacta una nueva carta de recomendación al Príncipe de la Paz, el 19 de abril537. Pero el interesado hace ya mucho tiempo que se encuentra en Madrid para hacer intervenir a otros amigos influyentes. El 6 de abril visita a Moratín y da un paseo con él; el 17, Moratín anota: «A casa del Príncipe de la Paz; aquí Batilo, a comer»538.

Así, pues, Meléndez busca acercarse a gentes que pueden hacerse oír por el Príncipe de la Paz, como Moratín, que frecuenta asiduamente el palacio de su protector. ¡En vano! Todas estas visitas, estas intervenciones no sirven de nada: «Carta de Meléndez, que perdió la Fiscalía, como yo temía»539.

Los dioses no son propicios a Batilo: la maledicencia, la envidia, la calumnia, toda esta cábala que denuncia Godoy, y que Meléndez sentía confusamente intrigar a su alrededor, parecen triunfar. El magistrado se siente herido, desengañado, por esta hipócrita y maliciosa campaña; y puede leerse como un reflejo de esta preocupación en el bello retrato que pintó Goya en ese momento, y que lleva esta inscripción: «A Meléndez Valdés, su amigo Goya. 1797»540. Si las cejas fruncidas, el aire serio, la ausencia de sonrisa en la boca expresan la desilusión y la amargura, hay, sin embargo, en la mirada una energía, una determinación, casi una provocación, que hablan claramente de su voluntad de combatir, de proseguir la lucha.

De hecho, el poeta se obstina: en numerosas ocasiones, hacia el final de junio, va a Aranjuez, asediando al favorito, buscando justificarse de las acusaciones calumniosas e imprecisas que algunos propagaban en contra suya. Jovellanos, informado por sus amigos madrileños, y que continúa haciendo de mentor del poeta, le aconseja «que se vuelva corriendo a Valladolid» (7 de julio de 1797); más adelante, el 27, se hace más apremiante, «clamándole» que «huya de la Corte a gozar de su buena reputación en el retiro de Valladolid»541. Esta alusión a la reputación de Meléndez, unida a las protestas de Batilo en contra de las insinuaciones de sus enemigos es un argumento más para fechar la epístola XI a Codoy sobre la Calumnia en 1797, y probablemente en los meses de julio o agosto.

Nuestro magistrado se obstina contra viento y marea: permanece en Madrid y continúa presionando a Godoy. Esta obstinación le hace al fin ganar la causa, puesto que el 3 de octubre542 se le nombra Fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, donde presta juramento el día 23543.

Por el contrario, no es exacto que Meléndez hubiera sido nombrado juez honorario de lo Criminal en la Audiencia de Cáceres, como han pretendido diversos biógrafos, a consecuencia de una confusión de apellidos544.

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En este otoño de 1797, Meléndez se siente colmado de satisfacciones: la nueva edición de sus obras consolida su gloria literaria; le proporciona la protección del favorito, que se traduce en apreciables ventajas para su carrera; va a residir en Madrid en una época en la que las obras literarias y las ideas vuelven a circular más libremente.

Si Goya retocara entonces el retrato que había pintado al principio del verano, sin duda, hubiera tenido que modificar no poco la expresión: un aire de contento reemplazaría aquella impresión inquieta, aquel atisbo de tristeza, que con tan fina intuición supo captar el pintor; la mirada habría perdido esa dureza, ese imperceptible resplandor de desafío, que se deja adivinar; y la boca amarga se abriría en una sonrisa de satisfacción, de discreto triunfo: el nuevo fiscal se daba perfecta cuenta de que acababa de ganar una partida difícil.