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La voluntad iconográfica y aristocrática de «El Artista»1

Borja Rodríguez Gutiérrez





Hay un general consenso en la consideración de que El Artista es la revista más significativa del Romanticismo Español y que su aparición fue un hecho fundamental en el desarrollo del movimiento. La especie está presente en las historias generales de nuestra literatura (Alborg: 19802; Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres: 1982; Carnero: 1997), en los estudios que abordan el movimiento romántico y no sólo los que lo hacen desde el punto de vista literario (Le Gentil: 1909; Peers: 19673; García Castañeda: 1971; Zavala: 1972 y 1989: Llorens: 19794; Navas Ruiz: 19825; Sebold: 1983 y 1992; Marrast: 1989; Romero Tobar: 1994; Flitter: 19956; Caldera: 19977; Carnero: 19978; Rubio Cremades: 19979, Ayala Aracil, 200210) sino de otras manifestaciones del arte (Lafuente Ferrari: 1975; González García y Calvo Serraller: 198111; Henares: 1982; Gallego: 1991; Tajahuerce: 1995), o desde la historia del periodismo (Gómez Aparicio: 1967; Gómez Reino y Camota: 1977; Seoane: 1987; Valls, 1988; Sánchez Aranda y Barrera: 1992; Fuentes y Fernández Sebastián: 1997), o el libro y la lectura (Artigas Sanz: 1953; Fontanella: 1982; Martínez Martín: 1991; Botrel: 1993). Además de ello El Artista ocupa un puesto destacado en los estudios sobre lo fantástico decimonónico (Schneider: 1927; Colacicci: 2001; Perugini: 1985 y 1988; Sebold: 1989; Trancón Lagunas: 1991, 1992 y 200012; Romero Tobar: 1995; Roas: 1997, 1999; 2001: 2002a; 2002b y 200613), es fundamental su importancia en el desarrollo de la narración breve romántica (Baquero Goyanes: 1949 y 1992; Perugini: 1982; Ezama Gil: 1997; Rodríguez Gutiérrez: 2004) y hay diversos estudios sobre la narrativa en él publicada (Lozano Miralles: 1988; Pozzi: 1995; Beser: 199714; Rodríguez Gutiérrez: 2003 y 2004b), y los cuentos que aparecen en sus páginas han aparecido en varias antologías (Ochoa: 1840; Perugini: 1991; Alonso Seoane/Ballesteros Dorado/Urbach Medina: 200415; Rodríguez Gutiérrez: 2008a y 2008b); se ha analizado su influencia en la elaboración del canon romántico (López Sanz: 2000; Alonso Seoane: 200216); así como sus artículos de tema artístico (García Rodríguez: 1993); se ha estudiado, asimismo, su papel en la recepción del romanticismo europeo (Ilarraz: 1985), como primer y fundamental eslabón de la prensa ilustrada española (Simón Díaz: 1949; Rubio Cremades: 1995); y como una revista fundamental en la historia de la litografía española (Boix: 1925 y 1931); se ha publicado un completo índice de su contenido (Simón Díaz: 1946), estudios sobre su revista continuadora, El Renacimiento (Simón Díaz: 1968; Rodríguez Gutiérrez: 2004a) así como una edición facsímil (1981). Tiene la revista una presencia destacada en los estudios sobre las personalidades que en él participaron, como Eugenio de Ochoa (Randolph: 1966), José Negrete, Conde de Campo Alange (Saltillo: 1931); Federico de Madrazo (González López: 1981; Diez: 1994; Vega: 1994); Pedro de Madrazo (Calvo Serraller: 1981; Schurlknight: 1992; Sánchez de León: 2003; Rodríguez Gutiérrez: 2004c; Afinoguenova: 2008).

No obstante, cabe preguntarse sobre la filiación, dentro del romanticismo, de los redactores de El Artista. El hecho es que, con la excepción de Espronceda, los ardientes románticos que escribían sus prédicas en El Artista se pasaron después, y no mucho tiempo después, con armas y bagajes, al campo del romanticismo conservador. Desde nuestra perspectiva actual, no resulta tan claro si El Artista, una revista en la que no aparece el costumbrismo, ni apenas el humor, que encarna un aspecto muy determinado, y muchas veces tópico del romanticismo, es la mejor representación de ese movimiento.

Ahora bien, de la lectura de sus páginas no cabe duda de que los redactores se presentaban a sí mismos como distintos, diferenciados y opuestos a lo antiguo, como creadores de una nueva literatura, heraldos del cambio, exploradores de desconocidas rutas y guías de caminos nuevos. O al menos así querían aparecer a los ojos del público lector. Hay un general tono de manifiesto en sus páginas, de proclama, de propaganda «bélica» en su «lucha» contra los «pastores clasiquinos». Los redactores de El Artista hacen constante ostentación de su condición de creadores de una nueva literatura y por ello no cesan de repetir que, a través de sus escritos y de sus grabados, están sacando a la luz nuevas formas, nuevos personajes, nuevas situaciones y nuevos ambientes. Para ellos era necesario encarnar en las páginas de la revista las personificaciones de esos valores románticos (dejemos de momento a un lado las disquisiciones críticas de cuan «románticos» eran, en verdad, esos valores que defendían). Y por ello, los dibujantes, pintores y grabadores pretenden presentar la nueva imagen que se corresponde con esa nueva literatura y esa nueva mentalidad.

Quiere ello decir que en El Artista hay una deliberada voluntad de crear una serie de imágenes nuevas que lancen al lector mensajes que vayan más allá de las palabras de los textos: un lenguaje de la imagen, que configura una estética romántica muy determinada, y que hace uso del grabado para la multiplicación de esas imágenes y por lo tanto para conseguir una repercusión mucho mayor del mensaje. Las láminas, los grabados que acompañan a las páginas de El Artista son formas de comunicación directas. Mensajes que llegan con facilidad e inmediatez a la sensibilidad y memoria de quienes los contemplan y que producen una honda repercusión.

Pero antes de entrar en la naturaleza de estos mensajes, en sus códigos, representaciones y destinatarios, es necesario detenerse en la parte material de las mismas, es decir en el proceso de confección y de impresión de las láminas que aparecen en la revista.

No es una novedad ver en El Artista, por un lado, y en el Semanario Pintoresco Español, por otro, dos caras o dos aspectos del romanticismo español. Peers así lo hizo en su obra clásica y a partir de allí muchos estudiosos han abundado en esas diferencias. Diferencias que son también patentes en la parte de la confección gráfica de ambas publicaciones: El Artista usa la litografía y el Semanario Pintoresco Español la xilografía.

El triunfo económico y popular del Semanario y el fracaso, en ambos campos, de El Artista, tuvo también ahí una honda significación: a partir de entonces las revistas ilustradas se van a inclinar decididamente por la xilografía17.

El renovado intento de los autores de El Artista con la revista El Renacimiento, en que de nuevo apuestan por la litografía, terminó en un nuevo fracaso económico, aún más estruendoso y rápido que el de El Artista. A partir de ahí solo se inclinarán por la litografía obras de gran formato y edición de lujo: las series Recuerdos y Bellezas de España que fueron litografiadas por Parcerisa y las de España Artística y Monumental cuyas litografías se confeccionaron en Francia18.

Hay varios elementos que tener en cuenta a la hora de valorar esa diferencia: la litografía es más cara y la xilografía más barata, la litografía produce una impresión de mejor calidad, y la xilografía (en el momento de la publicación de ambas revistas) menor, la litografía se imprime aparte y va en láminas exentas y la xilografía se imprime simultáneamente con el texto, de manera que texto e imagen comparten la misma página.

En el caso de El Artista nos encontramos con que el impresor de la revista, Sancha, no realiza las litografías que aparecen en la misma, sino que éstas son obra del Real Establecimiento Lipográfico. Y en este punto surge la figura de José de Madrazo.

José de Madrazo y Agudo (1781-1859), pintor de cámara de Fernando VII y de Isabel II, padre y primer eslabón de una poderosa familia19 que cultivó el arte sin dejar nunca de lado la política, siempre junto al poder y utilizando éste para aumentar sus riquezas y sus posesiones. Los padres de José de Madrazo fueron hidalgos de escasa fortuna y José al principio estudió náutica, pero viendo su vocación por la pintura le hicieron entrar como criado del conde de Villafuertes, para poder así llegar a Madrid. Allí asiste a las clases nocturnas de la Academia de San Fernando y a fuerza de puro talento consigue labrarse una sólida posición, hasta convertirse en el personaje más poderoso de la época dentro del mundo de la pintura, y en uno de los personajes más influyentes de la corte fernandina.

Fruto de esta influencia fue el privilegio concedido por Fernando VII al Real Establecimiento Lipográfico, propiedad de José de Madrazo. La historia merece ser contada y retrata al personaje que estaba, en la sombra, detrás de El Artista.

Era José de Madrazo hombre implacable con sus rivales de toda índole y el resto de los litógrafos españoles pronto se dieron cuenta. Cuando puso sus ojos en la técnica litográfica, todavía una novedad pues había sido desarrollada en Alemania a finales del XVIII, encontró una manera de llevar al grabado a las manos del pintor, suprimiendo el intermediario, necesario, y muchas veces molesto, que era el grabador. Esa técnica interesó al pintor que era el Jekyll de José de Madrazo, pero la otra parte de su persona, el Hyde intrigante de la corte fernandina, rápidamente pensó que nada mejor que el monopolio para asegurar los beneficios del negocio litográfico. Y así fue: tras una serie de decretos que otorgaban cada vez más poder a Madrazo en el campo de la litografía, una orden real de 1827, le concedió la exclusiva de confeccionar litografías en España ante la rabia impotente de otros litógrafos españolas que habían desarrollado esa técnica antes de él, y con la protesta expresa de la Real Academia de San Fernando, alarmada por los problemas que esa exclusiva podía suponer para este nuevo modo de impresión y difusión de imágenes. Fernando VII, sin duda, prestó a la protesta la misma atención que a lo largo de su vida manifestó hacia todas las quejas que recibía sobre su despótico gobierno. Con los privilegios en su poder, Madrazo creó el Real Establecimiento Litográfico de Madrid, sin reparar en gastos... sobre todo teniendo en cuenta que él no puso ni un ochavo en el empeño. Formó sociedad con un tal Ramón Castilla, socio capitalista de la empresa. Madrazo ponía las relaciones con el rey y Castilla el dinero. Castilla asumía la totalidad de las pérdidas que se pudieran producir y Madrazo se quedaba con la mitad de las ganancias. Con el dinero de Castilla, Madrazo viajó a Francia y compró prensas, papel y piedras y contrató a los mejores litógrafos que encontró. Con todo este material técnico y humano dio comienzo a su primera gran obra: la Colección lithografica de Cuadros del Rey de España, «lujosísima publicación que podía competir con lo mejor de la litografía de reproducción europea de su tiempo» (Gallego: 1991: 347). El negocio parecía seguro, puesto que Madrazo había conseguido que la Casa Real se suscribiera a 300 copias de cada litografía que el Establecimiento produjera.

Pero Ramón Castilla no lo debía ver claro, sobre todo teniendo en cuenta que un Madrazo obsesionado por la calidad y el arte derrochaba dinero a paletadas en el Establecimiento y que el negocio no acababa de dar el dineral que Castilla había esperado. El socio de Madrazo, en 1829, tuvo la mala idea de quejarse al rey y de resultas de ello el Real Establecimiento cambió de Director. El Duque de Híjar lo fue, pero a efecto puramente nominal, ya que Madrazo siguió siempre controlando el Establecimento, puesto que, a resultas de la queja, Ramón Castilla fue obligado por la corte a abandonar el negocio y a renunciar a sus propiedades, entre ellas el Establecimiento Litográfico, que quedó en manos de Madrazo. Fue tan abusiva la actuación de Madrazo durante el reinado de Fernando VII que en 1830, aprovechando una enfermedad del rey, el Consejo revoca por una orden todos los privilegios de Madrazo. Pero el pintor de cámara actuó con celeridad y apenas una semana después un decreto, escrito de puño y letra del rey, revocó todas las disposiciones del Consejo y restituyó a Madrazo todo su poder y sus privilegios20.

Dueño José de Madrazo del negocio que había montado con el dinero de Castilla, siguió dedicando tiempo y esfuerzo a la litografía, una de sus obsesiones. Tanto es así que instaló los talleres del establecimiento en su propia casa, en la lujosa finca del Tívoli que le había regalado Fernando VII.

Este era el hombre que estaba detrás de la revista «romántica por excelencia». Que la financió, que hizo valer sus influencias para que la corte emitiese una orden indicando a los Jefes políticos de las provincias que se suscribieran a ella, que puso a disposición de la revista sus plantas, sus talleres y sus litógrafos, en cuya casa se reunían los jóvenes que escribían la revista, y que en varias ocasiones está presente en El Artista, escribiendo o siendo retratado por su hijo, Federico.

Y qué duda cabe de que muchos de los que vieron aparecer la revista en 1835, que sabían la historia de José de Madrazo, que conocían su influencia en la corte absolutista de Femando VII, que eran testigos del poder que iba acumulando el santanderino durante el gobierno de Calomarde -pensemos en Larra por ejemplo, que nunca afirmó en El Artista, en Mesonero o en Estébanez Calderón, que tampoco lo hicieron- verían con escepticismo los ímpetus revolucionarios de aquellos niños bien que imprimían su revista en los talleres del Establecimiento Litográfico y se reunían en la casa del pintor de cámara de Fernando VII.

Para cuando sale a la luz El Artista el Real Establecimiento ya tiene una amplia experiencia en la litografía. En 1826 aparece, como antes hemos dicho, la primera entrega de la Colección lithographica de cuadros del Rey de España. En 1837, aunque litografiadas entre 1835 y 1836 (es decir al tiempo que El Artista) el Establecimiento lanzó la Colección de Vistas de los Sitios Reales y de Madrid.

La comparación de los nombres de los dibujantes presentes en El Artista con los de estas dos colecciones es significativa. En el Artista colaboran Federico de Madrazo (41 láminas), Carlos Luis de Ribera (20), Elena Feillet (5), José Abrial (5), F. Aranda (5), Faramundo Blanchard (4), Cayetano Palmaroli (4), Asselineau (2) y C. J. de Morales (2). De ellos Madrazo, Abrial, Blanchard y Asselineau ya habían colaborado en la Colección lithographica del cuadros del Rey de España. Mientras que Elena Feillet era hija de P. J. Feillet, otro de los colaboradores habituales del Real Establecimento. Es decir que buena parte de los artistas gráficos presentes en El Artista eran nombres que ya habían colaborado anteriormente con José de Madrazo. La presencia de Madrazo padre no acaba aquí, puesto que se le dedica un número de la revista, en la Galería de Españoles Célebres que van presentándose en las páginas de El Artista, y, con anterioridad, mantiene una polémica con el Conde de Campo Alange, a raíz de una definición de la pintura que había hecho el joven aristócrata en su cuento Pamplona y Elizondo21 y que el pintor de cámara de Fernando VII no había encontrado justa.

Pintores eran los promotores de El Artista. Y como pintores piensan y ejercen. La revista nace y se piensa en la casa madrileña, en el palacio, mejor dicho de José de Madrazo, en su finca del Tívoli, al lado del establecimiento lipográfico. Allí se imprimen las litografías, pero para la impresión de las entregas de la revista se recurre a la imprenta de Sancha. La distancia entre el Establecimiento Litográfico y los talleres de Sancha, marca asimismo una relación entre imagen y literatura. Procesos de impresión separados que nos plantean un problema. ¿Es literatura ilustrada? ¿O es pintura con texto? ¿Cuál es el elemento dominante de esa relación?

En otros momentos, en otras obras, esta pregunta no es necesario plantearla, En los trabajos de Botrel sobre las ilustraciones de la primera edición de La Regenta (1998), de Gutiérrez Sebastián sobre las dos novelas ilustradas de Pereda, El sabor de la tierruca (2000) y Al primer vuelo (2003), en el de Penas (2005) acerca de Insolación y Morriña de Pardo Bazán, en los de Arencibia (2008) y Troncoso (2008) sobre los Episodios Nacionales de Galdós, en el de Ayala Aracil (2008) sobre la edición ilustrada de El Doncel de Don Enrique el Doliente, en el de Rubio Cremades (2008) sobre las ilustraciones de Los españoles pintados por sí mismos, no hay duda de que la literatura es el germen, el motivo, la causa de la obra gráfica: los ilustradores trabajan sobre una obra preexistente (Larra, Pardo-Bazán, Galdós, Mesonero) o se ponen de acuerdo con el autor literario, a cuyo servicio se ponen para ilustrar la narración (Clarín, Pereda).

No sabemos si fue ésa la forma de relación entre pintura y literatura en el caso de la revista que estamos estudiando. Pero no parece probable, viendo que el movimiento impulsor de la revista y, al fin y al cabo, su fuente de financiación viene de la familia Madrazo. Y menos aún cuando examinamos la colección completa de la revista y vemos que muchos de los grabados viven en una situación de independencia casi completa con respecto al texto. En este caso la distancia entre la imprenta de Sancha y los talleres de litografía de la casa de José de Madrazo van a originar también una distancia en cuanto al desarrollo de ambas manifestaciones artísticas.

Veamos, por ejemplo, la litografía de Federico de Madrazo (figura 1) que aparece con el título de Un romántico, el mismo título que lleva un texto de Eugenio de Ochoa. Más que ilustración de un texto literario nos encontramos aquí con la materialización de la imagen que ambos jóvenes tienen del romántico ideal, uno a través del texto y otro a través del dibujo. Pues Ochoa apenas dice nada de la apariencia física del romántico que presenta en la revista, y tan sólo invita al lector a que «mire en su frente arada por el estudio y la meditación; en su grave y melancólica fisonomía, donde brilla la llama del genio» (El Artista, 1981: 36). Nada más hay de apariencia física en el texto de Ochoa. Es más, la propia redacción del texto parece ponerse al servicio de la pintura: «[...] en este número de nuestro Artista hallará uno el curioso lector que presentamos como tipo en su género» (idem).

Si analizamos la figura del romántico que Madrazo nos presenta rápidamente podemos ver las conexiones y semejanzas con uno de los retratos literarios más citados de la época romántica: el del sobrino romántico del Curioso Parlante:

«Quedó, pues, reducido todo el atavío de su persona a un estrecho pantalón que designaba la musculatura pronunciada de aquellas piernas; una levitilla de menguada faldamenta, y abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta; un pañuelo negro descuidadamente anudado en torno de ésta, y un sombrero de misteriosa forma, fuertemente introducido hasta la ceja izquierda. Por bajo de él descolgábanse de entrambos lados de la cabeza dos guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador; las patillas, la barba y el bigote, formando una continuación de aquella espesura, daban con dificultad permiso para blanquear a dos mejillas lívidas, dos labios mortecinos, una afilada nariz, dos ojos grandes, negros y de mirar sombrío; una frente triangular y fatídica».


(Mesonero: 1993: 209)                


En el grabado de Federico de Madrazo vemos el «estrecho pantalón», la levitilla «abrochada tenazmente hasta la nuez de la garganta», las «guedejas de pelo negro y barnizado, que formando un bucle convexo, se introducían por bajo de las orejas, haciendo desaparecer éstas de la vista del espectador»... Tal parece que Mesonero, que compone su artículo en 1837, cuando El Artista ya ha desaparecido, tiene a la vista el dibujo de la revista madrileña. Pero no es Mesonero el único que nos presenta la imagen satirizada de un romántico.

Mucho menos conocido es este otro retrato que Basilio Sebastián Castellanos, El Tío Pilili, nos presenta en un cuento, Todos son locos, publicado en una revista de breve vida, el Observatorio Pintoresco:

«Al extremo opuesto, un joven daba vueltas arriba y abajo, [...] su cabeza, a fuer de pelleja de aseada merina antes de la esquila, dividida en su centro por una raya que figuraba el camino que se abriera a los israelitas por medio del Mar Rojo, dejaba caer, sirviendo de manta a las orejas que se abrigaban de la intemperie, abundantes vellones que unidos a largas y pobladas patillas que se extendían por bajo de la barba dejando su diminuta cara entre paréntesis; un bigote que apenas contara una docena de cerdas le asemejaban al gato o al ratón, al paso que una perilla que le llegaba hasta el pecho le daba el carácter del Papa Sixto V o del portero de una cartuja. Una levita con faldetas de a cuarta coronaba unos pantalones que parecían, en lo ajustado, la piel que cubriera aquella máquina viva, si su tirantez no diera a conocer que el hombre se sujeta por su gusto a menos libertad que le concede la naturaleza. Un pedazo de tela de diez varas de largo, anudada a la garganta, sostenía un largo cuello blanco que caía hacia los lados como valona de inclusero y cubrían sus muñecas unos medios cucuruchos de papel plegado en figura de vuelillos de alguacil de Felipe IV».


(Castellanos: 1837; 27)                


Aquí aparece de nuevo el estrecho pantalón que antes hemos mencionado, se menciona los puños vueltos, presentes en el grabado de Federico de Madrazo, y se insiste en el peinado, que con todas las exageraciones caricaturescas que vienen al caso es muy semejante al del sobrino de Mesonero. El texto de Castellanos es de 1836, posterior al grabado, y anterior al del Curioso Parlante. La proximidad de fechas de las tres representaciones del romántico (grabado, 1835, y los textos, 1836 y 1837) nos prueban que se está retratando una moda de la época. Moda que Larra conoció bien puesto que en varios artículos suyos hace referencia al pantalón colán, que era el nombre que se daba a esos estrechos pantalones derivados de los de los soldados de caballería: «¿Conoces a aquel señorito que gasta su caudal en tiros y carruajes, que lo mismo baila una mazurca en un sarao con su pantalón colán y su clac, hoy en traje diplomático, mañana en polainas y con chambergo, y al otro arrastrando sable, o en breve chupetín, calzón y faja?» («Carta a Andrés, escrita desde las Batuecas por el Pobrecito hablador». El Pobrecito hablador, 3 de septiembre de 1832). «Después de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables, al lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble, ni aún una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado unos cuantos fraques y cadenas, pantalones colán y mi-colán» («La sociedad», Revista Española, 16 de Enero de 1835). Y el propio Larra, que siempre tuvo pujos de dandismo, no debió de ser ajeno por completo a esa moda: recordamos que en el convite que le hizo el Castellano Viejo, una criada atolondrada vierte una fuente con grasa que «desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla». Ese pantalón color de perla, que lleva el elegante Larra, lo podemos contemplar también en la imagen del romántico que nos ha legado Federico de Madrazo.

Un romántico que es, evidentemente, un «hombre a la moda». Al describirlo Mesonero y Castellanos repiten una sátira que viene produciéndose desde el siglo XVIII, las críticas a los jóvenes que siguen las modas, casi siempre llegadas de París: currutacos, petimetres, eruditos a la violeta, lechuguinos... los nombres han sido varios. Con este último nombre, lechuguinos, son satirizados en una obra de teatro, Aviso a los lechuguinos, de 1826 y nunca representada. Según nos informa el anónimo autor, «un eclesiástico amante de su patria» como reza la portada del libro, los lechuguinos son la última especie de las infinitas modas que llegan de Francia y corrompen el espíritu español. En la amplia presentación de la obra hay un curioso y amplio estudio sobre los trajes de moda que muestran la variabilidad de la moda masculina y la importancia que esta moda tenía entre la juventud de la época: la «juventud extraviada» a la que quería «avisar» el autor del Aviso a los lechuguinos.

Un eslabón más de esa juventud extraviada es la que publica El Artista y que ofrece, orgullosamente la estampa de Madrazo como imagen del romántico: «Inútil sería buscar entre gente no joven partidarios del romanticismo; entre la juventud estudiosa y despreocupada es donde se hallarán a millares». Así dice Ochoa en el texto que acompaña al dibujo. La contrafigura de ese romántico es el clásico: «[...] porque no se nos acuse de predilección e injusticia, pronto expondremos también a los ojos del público, en una de nuestras láminas, el bello ideal de la especie clasiquista». Son de nuevo palabras de Ochoa, pocas líneas después de proclamar que sólo pueden ser románticos los jóvenes. Se anuncia aquí la aparición de una nueva estampa, que no llegó hasta la entrega XXI, acompañada de un célebre texto de Espronceda: «El pastor Clasiquino».

Pero más que establecerse un diálogo y una correspondencia entre el texto de Espronceda y el grabado en el que Federico de Madrazo nos muestra a Clasiquino (figura 2), nos encontramos aquí con una especial relación de ambos dibujos. El romántico está en un interior que se presume urbano, Clasiquino al aire libre; el romántico en pie, Clasiquino sentado; el romántico erguido y con apariencia vigorosa, Clasiquino apoyado en su bastón, encorvado y con aspecto de cansado; el romántico, reflexivo, Clasiquino, dormido; el romántico rodeado de libros y cuadros, Clasiquino de ovejas; el romántico viste una entallada casaca y Clasiquino un abrigo informe que arrastra por el suelo al sentarse; el romántico pantalón largo y ajustado, Clasiquino calzón anudado bajo la rodilla, y medias altas; el romántico a cabeza descubierta, Clasiquino con sombrero de copa; el romántico joven, Clasiquino viejo; el romántico, a la moda, y Clasiquino, no.

El texto de Espronceda, irónica caricatura de Gómez Hermosilla, no explica la imagen de Madrazo, ni la imagen de Madrazo tiene relación significativa con el texto; más bien el grabado de Madrazo ha sido el pretexto para que Espronceda publique su texto y ambos, pintor y escritor, se burlen de los clasicistas pasados de moda.

¿Y quiénes son estos jóvenes a la moda, que tanto empeño ponen en burlarse de los viejos clasicistas? Los más decididos y arrojados, según nos dice Pedro de Madrazo, de los tertulianos de José de Madrazo, presentes en «las reuniones de artistas y literatos románticos de que era teatro la morada de D. José de Madrazo, padre del que esto escribe, rica en objetos de arte de toda especie, esto es, en colecciones de cuadros, estampas, dibujos originales y libros, que alcanzaron verdadera celebridad. Allí trató Carderera a Lista, Ochoa, Larra22, Espronceda, Ventura de la Vega, Serafín Calderón, José Bermúdez de Castro, Bretón, Gil y Zárate, etc. De aquellas reuniones salió la idea de publicar un periódico que fuese como el portaestandarte de la nueva escuela. Y entonces salió a luz, dirigido y redactado por los más decididos de aquella falange -pues no todos se declararon románticos desde luego- El Artista, verdadero despertador del genio español moderno, antes aletargado» (Madrazo: 1882a: 109).

Ya conocemos los antecedentes familiares de los dos hermanos Madrazo, hijos del pintor de cámara de Fernando VII, hábil trepador en el escalafón del poder del absolutismo, y hábil para mantenerse cuando Fernando VII era ya historia. Ni Federico ni Pedro fueron hijos rebeldes ni desobedientes, y la correspondencia publicada da testimonio de que estando ambos hermanos en París, ya muerto y enterrado El Artista, el padre seguía vigilante la educación de sus hijos, y de que estos manifestaban un gran respeto hacia las instrucciones de su padre. Pedro, prudentemente, recurrirá a sus amigos para ocultar a sus padres que en París seguía dando rienda suelta a sus aficiones literarias (Madrazo y Kuntz: 2004: 16). El otro gran mantenedor de la revista, Eugenio de Ochoa, era hijo (aunque oficialmente sobrino) de Sebastián de Miñano, primero afrancesado y luego acérrimo absolutista que había hecho carrera en la corte de Fernando VII, codeándose con José de Madrazo. La amistad entre ambos personajes pronto se convertiría en relación familiar, pues Eugenio de Ochoa se casó con una hija de José de Madrazo.

Es decir que el clan de los Madrazo, que a lo largo del XIX iba a dar muestras de su capacidad de ocupar espacios de poder, de su disposición a aniquilar a todos sus adversarios y de su voluntad de ejercer una auténtica dictadura sobre la pintura y la crítica de arte, era el núcleo fundacional, pictórico, literario e intelectual del Artista. Bueno es recordar que ese clan actuó en repetidas veces de forma coordinada, que promovió muchas actividades, siempre beneficiándose de ellas y que no se caracterizó nunca por la generosidad ni por la filantropía, sino por la defensa y promoción, recurriendo a casi cualquier medio, de sí mismos y de los suyos23.

Porque tampoco es posible obviar el hecho de que la revista (cuya historia económica no nos es conocida) fue la plataforma de lanzamiento de Federico de Madrazo (que contaba diecinueve años cuando apareció El Artista), autor que, como ya hemos comentado con anterioridad firma cuarenta y una láminas, mientras que el segundo colaborador más asiduo, Carlos Luis de Ribera (de la misma edad que Federico de Madrazo), sólo llega a la mitad, veinte. Y ambos hijos de pintores de cámara de Fernando VII, amigos los hijos y amigos los padres. En cuanto a composiciones literarias y críticas, allí hicieron sus primera ramas Ochoa (también de diecinueve años) con setenta y tres colaboraciones, futuro yerno del dueño del Tívoli, y Pedro de Madrazo (dieciocho años), el otro hijo de José de Madrazo que participó en la revista, con veintisiete.

Los otros colaboradores asiduos del Artista fueron Santiago de Masarnau (veintinueve años), que se ocupa de cuestiones musicales, con veinticinco artículos; José Negrete, conde de Campo-Alange (veintidós años), con doce; Jacinto de Salas y Quiroga (veintiún años), autor de once colaboraciones, José de Espronceda (veintiséis años), que firma en la revista nueve veces; José Bermúdez de Castro (veintiocho años), Luis de Usoz y Río (veintinueve años) y Valentín Carderera (con treinta y ocho años el mayor del grupo), con siete artículos cada uno, y José Zorrilla (sólo diecisiete años) con seis.

Estos «jóvenes rebeldes» van haciendo desfilar por la revista una galería de personajes ilustres a los que se dedica un texto y un retrato. Son en total veintinueve láminas con los retratos de diferentes personajes, entre las que brillan con luz propia las diecinueve firmadas por Federico de Madrazo, que a sus diecinueve años ya anunciaba al portentoso retratista que iba a dominar la pintura española durante años24. Si esta galería de personajes representa a los españoles más ilustres e importantes de España en el campo de la cultura, la literatura y las artes, según los criterios de los jóvenes románticos, «más decididos de aquella falange» como decía Madrazo, no cabe duda de que llama la atención la devoción que estos jóvenes tienen hacia la generación de sus mayores.

En efecto, en el campo de las artes, si exceptuamos a dos pintores, Velázquez y Murillo y un arquitecto, Juan de Herrera, que florecieron en otra época de España, la galería de El Artista más bien parece la plana mayor del arte neoclásico español: dos escultores que se inscriben totalmente en ese movimiento: Esteban de Ágreda (1759-1842) y José Álvarez Cubero (1768-1827); cuatro arquitectos a los que le pasa exactamente lo mismo: Juan de Villanueva (1739-1811), Isidro González Velázquez (1765-1829), Juan Miguel de Inclán (1774-1852) y Custodio Teodoro Moreno (1788-1854)25. En cuanto a los pintores, aparecen cinco, el mayor de ellos, Francisco de Goya (1746-1829) y el más joven... José de Madrazo (1781-1859). En el medio Vicente López (1772-1850), José Rivelles (1778-1835) y Juan de Ribera (1779-1860). Si estos eran los modelos que proponían los más decididos de aquella falange romántica que dio origen al Artista, si José de Madrazo era el representante de la joven pintura española, habría que hablar mucho de las características de ese romanticismo, al menos en lo que se refiere a las artes plásticas26.

De entre todos estos retratos, puede hacerse especial mención a dos, ambos firmados por Federico de Madrazo y que representan a dos montañeses: su padre, José de Madrazo y el escritor Telesforo de Trueba y Cossío.

El retrato de José de Madrazo (figura 3) atrapa inmediatamente la atención del contemplador. En la serie de efigies que Federico de Madrazo hace desfilar por las páginas del Artista, vemos que en la mayoría de las ocasiones la mirada de los retratados no está dirigida hacia los que contemplan el retrato. Martínez de la Rosa mira de soslayo y hacia abajo, Ángel de Saavedra fija la mirada en el cielo, hacia la derecha de los lectores de la revista, la misma dirección que Trueba y Cossío aunque éste parece perdido en su ensueño, lo mismo que Quintana que medita, perdida la mirada a la izquierda del espectador; hacia el cielo, con trágico gesto, dirige su mirada Concepción Rodríguez, la actriz, y así otros muchos. José de Madrazo, en cambio, sentado en un sillón mira directamente al espectador. No hay en él meditación, ni ensoñación, ni el gesto bonachón de Vicente López, ni la afectada espiritualidad de Santiago de Masarnau. En esa mirada está toda la fuerza del personaje, la determinación, la voluntad, la dominante personalidad. Delgado, casi ascético, contrasta con la galería de artistas bien alimentados que comparten con él las páginas del Artista, las aulas de la Academia y las salas de la corte. Aparece sentado, en una silla que es una suerte de trono (la mayor parte de los retratos son bustos) con un inmaculado chaleco blanco, la mano de dedos largos y finos en posición de sostener un pincel y al cuello la cruz de la orden de Isabel la Católica, condecoración creada por Fernando VII, y que José Madrazo fue de los primeros en obtener. Una postura regia para este rey de los pintores.

Trueba y Cossío (figura 4) aparece retratado con motivo de un artículo que le dedica Eugenio de Ochoa, ante la noticia de su muerte, «con la cabellera alborotada, mostachos de miliciano y el mirar melancólico de los que presienten el fin próximo» (García Castañeda: 1978: 13). Pero más que el retrato en sí mismo lo que es significativo es el interés que Trueba y Cossío despierta en los redactores de El Artista. Como ellos ha vivido fuera de España, como ellos conoce otros idiomas, como ellos es cosmopolita. No podemos olvidar que en París, antes de la publicación de El Artista, Ochoa y Federico de Madrazo, pensionados por Femando VII conocieron, trataron y se hicieron amigos de otro joven, que luego fue destacado colaborador de la revista: el Conde de Campo Alange, José Negrete (Aymes: 2008: 191), también de familia de origen montañés, como los Madrazo, e hijo de un afrancesado emigrado en Francia27. Con la reunión en París de esos tres jóvenes se cumple, una vez más, una ley no escrita en nuestra historia del XIX que dice que afrancesados y absolutistas acaban siempre confluyendo, colaborando y confundiéndose.

Pero volvamos, por un momento, a la imagen del romántico que litografió Federico de Madrazo. Una imagen que es proclama, estandarte, de esos jóvenes que eran los impulsores de la revista. Walter Benjamin, en su Pequeña historia de la fotografía, acuñó el concepto de imagen dialéctica28, la diferencia entre la significación de la imagen en el momento en que se crea y la significación que adquiere ante el contemplador, tras el paso del tiempo. La idea no deja de ser muy parecida al «horizonte de expectativas» de Hans Robert Jaus. En el grabado del romántico del que venimos hablando ese concepto de imagen dialéctica, ese horizonte de expectativas también está presente, de manera que nos podemos plantear la contemplación de este dibujo como hecho estético desprovisto de significación sociocultural, si lo incardinamos mentalmente en nuestra actualidad, o por el contario podemos reconstruir, en cuanto nos sea posible, las circunstancias en las que Madrazo, el joven grabador lanzaba esta imagen. Retrocedamos pues a ese momento. Es la tercera entrega de la revista y Ochoa en su texto y Madrazo en su litografía presentan su modelo de joven: «[...] así somos los románticos» se entiende tras esa imagen y ese texto, «así somos los autores de esta revista, así nos presentamos al público como futuro de este país y de esta cultura». ¿Y cómo son, cómo se presentan sí mismos? Cultos, adinerados, cosmopolitas y a la moda.

Exactamente lo que fue Telesforo de Trueba, que «por su cosmopolitismo fue un extranjero en su patria» (García Castañeda; 1978: 351), que tuvo amplia formación cultural, situación económica privilegiada, y que fue siempre un dandy29, un hombre a la moda,

Muy importante este último elemento: Madrazo hace una reivindicación positiva de la moda de la que van a burlarse, por esos mismos años Mesonero Romanos y Basilio Sebastián Castellanos y que Larra va a calificar como otra de las falsedades de la sociedad, en un artículo, La sociedad, estrictamente contemporáneo a El Artista. Mediante esa imagen los redactores de El Artista demuestran no compartir esas burlas a la moda: al fin y al cabo ello sienten esa moda como una de las características de su grupo de élite. Como indica Joaquín Álvarez Barrientos: «Diferenciarse por el vestido o por el aspecto fue un modo de más de hacerlo, de separarse de los otros, pero a la vez era el medio de cohesionar a un grupo, a una tendencia de artistas, que tomaba conciencia de su entidad, de su diferencia, entre otras cosas por el hecho de que los que visten de la misma manera tienen un comportamiento similar» (2002: 32). La identificación de apariencia física, de moda y de corriente literaria que el grupo del Artista pretendía, se hace indudable cuando Pedro de Madrazo, en 1882, al hacer aparecer en persona a la encarnación de la revista El Artista, vuelve a utilizar los elementos de vestuario que ha establecido su hermano Federico en la litografía de «Un Romántico». El personaje está ya muy dañado por la edad, pero los elementos fundamentales de identificación siguen en pie:

«Su figura, aunque momificada, no aterra; hay en ella cierta elegancia del tiempo pasado, que interesa y previene en su favor. Lleva frac color de bronce, todo abrochado, lacia y lustrosa melena, cuello y puños vueltos, cubierta la mitad del aristocrático pie con un bien ceñido botín de tela cruda; su rostro de calavera conserva cierta expresión de varonil melancolía: su diestra huesosa sostiene una deslumbradora bandera de brocado, en que se lee esta divisa: EL ARTISTA, 1834: PINTURA, ESCULTURA, ARQUITECTURA, POESÍA, MÚSICA, ¡GUERRA AL FALSO CLASICISMO! ¡HONOR AL GENIO LIBRE, A LA TRADICIÓN, AL CRISTIANISMO!».


(Madrazo: 1882b: 7)                


Han pasado cuarenta y ocho años, pero el Artista y sus autores siguen identificándose con el frac abrochando, el cuello y los puños, la melena, el botín... Moda que es identificación y proclama de pertenencia a una élite. Esa élite es la que lleva a cabo el verdadero romanticismo y los que no pertenecen a esa élite no son, consecuentemente, verdaderos románticos30.

Veamos por ejemplo otra presencia de esa idea de élite: la portada del primer número del Artista, obra de Carlos Luis de Ribera (figura 5). Si contemplamos esa lograda litografía nos encontramos con una de los tópicos del romanticismo: la preferencia por el arte gótico, pues el grabado nos presenta un arco ojival, perfecta representación de ese estilo. Un arte gótico ya florido, si vemos la intrincada decoración de ese arco, y que lo mismo puede denotar la ignorancia arquitectónica del pintor que la creatividad del mismo ya que esa decoración con aspecto floral31 no parece pertenecer a ningún desarrollo conocido del gótico (y sin duda hubiera hecho las delicias de J. R. R. Tolkien que hubiera podido utilizarla sin problemas para una ilustración de El Señor de los Anillos). Ese arco tan profusamente decorado se abre en un muro que, se supone, puede pertenecer a otro de los grandes tópicos románticos: el castillo. El arco del muro del castillo enmarca un sol naciente que ilumina un desértico paisaje: el exterior del castillo. El autor de la litografía, el pintor, Ribera, se sitúa a sí mismo en el interior del castillo: los autores de la revista están dentro de esa fortaleza. Están dentro del castillo, son la aristocracia, los que gobiernan, los que dirigen, los excelsos. ¿Qué representa ese castillo en donde se sitúan el núcleo de colaboradores del Artista? ¿Tal vez esa finca del Tívoli donde se reunían esos retoños del absolutismo, bajo la paternal vigilancia (quien sabe si con el paternal impulso, pero desde luego con la paternal financiación) del pintor de cámara de Fernando VII? ¿O será tal vez un espacio ideal, en donde se reunirían los artistas que anuncian el futuro romanticismo, que son retratados en la Galería de Honor de El Artista? Recordemos que entre esa selecta galería se cuentan Esteban de Ágreda (escultor de cámara de Carlos IV, y Director de la Academia de San Fernando con Fernando VII), José Álvarez Cubero (escultor de Carlos IV), Juan de Villanueva (arquitecto real desde Carlos III en adelante), Isidro González Velázquez (que también fue arquitecto de los reyes de España), Juan Miguel Inclán Valdés (director de la escuela de arquitectura por nombramiento de Fernando VII), Custodio Teodoro Moreno (otro arquitecto de Femando VII, fervoroso absolutista), Vicente López (pintor de cámara de Fernando VII), José Ribelles (masón y afrancesado arrepentido y pintor de cámara de Fernando VII), José Ribera (pintor de cámara de Fernando VII) y el más joven de todos ellos, José de Madrazo, de quien ya hemos hablado. Artistas de corte y de academia, pues todos ellos eran profesores de la Academia de San Fernando32: esos eran los modelos del Artista. Unos modelos que no se pueden calificar, precisamente, de revolucionarios.

Los pintores que colaboraron en el Artista no abominan, como hemos visto, de la generación anterior. Es más, la respetan y reverencian, poniéndolos como ejemplo (y más, sin duda, cuando estaban aprovechando un Establecimiento Litográfico que otros jóvenes creadores sin esas buenas relaciones no hubieran visto ni de lejos). Fuera ya de proclamas de renovación, romanticismo y otras cosas semejantes, la contemplación de las láminas que van ilustrando las sucesivas entregas de la revista nos permite darnos cuenta de que hay en ella una propuesta deliberada de una estética romántica muy concreta: la misteriosa, lúgubre y nocturna, medieval, fantástica y sobrecogedora. Los tres pintores principales del Artista, dentro de esta corriente son Elena Feillet, Carlos L. de Ribera y Federico de Madrazo.

Antes hemos mencionado ya a Ribera y Madrazo como pintores. Elena Feillet, de quien no tenemos apenas datos, sólo firma cinco láminas del Artista, pero entre esa cinco hay dos que se cuentan entre las más bellas de la colección y entre las más representativas de esa imagen romántica. Son las láminas que ilustran dos poemas: La Canción del Pirata de Espronceda y El Monasterio de Ochoa.

La ilustración de La Canción del Pirata (figura 6) presenta una visión lejana del capitán cantando en la popa de su navío. Como es costumbre en el Artista, al pie de la lámina se cita el texto que se ilustra: Y va el capitán pirata / cantando alegre en la popa / Asia a un lado, al otro Europa / y allá a su frente Estambul. El cuadro es una muestra del dominio del dibujo de la autora que, fiel al poema, presenta la luna que riela en el mar, mientras que al fondo del cuadro se adivinan los edificios de Estambul. Como va a ocurrir en otros cuadros de la colección de la revista madrileña, Feillet sacrifica la corrección a la estética y así añade al bergantín del pirata un tercer palo, al que además le pone una vela latina mientras que en resto de los mástiles unas enormes velas cuadras arrastran al buque.

Pero más característica aún es la ilustración de El Monasterio, (figura 7) mediocre poesía de Eugenio de Ochoa, en la que el poeta, pasajero en la barca de un pescador, oye el lamento de amores de una novicia moribunda, aprisionada en un monasterio. La ilustración de Feillet recoge varios elementos del poema de Ochoa, incorpora otros no presentes y los estructura en una perfecta demostración de algunos tópicos de la iconografía romántica: como en el cuadro anterior la luna nocturna brilla con esplendor entre las nubes e ilumina la escena. En el centro la joven, envuelta en una blanca vestidura, con un velo tan transparente y ligero que de novia se dijera. Está tocando el arpa en una estancia inverosímil pero tan gótica como la portada del Artista, de Carlos L. de Ribera, de la que ambos hablamos: arcos ojivales, vidrieras y una barandilla que se abre sobre un mar en el que se entrevé la barca en la que escuchan la triste canción el pescador y el poeta. Es admirable la perfección técnica con la que se ha resuelto el transparente velo que flamea en el viento y la blancura de la figura que en el centro aparece, rodeada de oscuridad33. La pintura de Feillet tiene mucha más calidad, y más potencia significativa que la poesía de Ochoa y es un factor que va a tener mucha más incidencia que los versos del hijo de Miñano en crear esa imagen del romanticismo que tan asociada tenemos a lo que «es» el romanticismo básico.

Una imagen aristocrática, en tanto en cuanto, se aleja lo más posible del costumbrismo, de lo folclórico y de lo popular. Es muy perceptible la ausencia del costumbrismo en las páginas de El Artista, tanto en los escritos como en los grabados. Los Madrazo no comulgan con esa tendencia y Serraller y González García, en su prefacio a la edición facsímil de la revista (1981) llaman la atención sobre el desprecio que manifestaron en varias ocasiones hacia artistas como Leonardo Alenza, que tan importante iba a ser en el Semanario34. Su romanticismo, el de El Artista, es de clase alta y prefiere el gesto convulso de la muerte con tal de que sea una muerte elegante o misteriosa, la escena lúgubre y nocturna, la pose de la batalla, la presentación del mal... A este respecto es enormemente significativa la lámina de Carlos L. de Ribera (figura 8) en la que pone en imagen una escena de El Moro Expósito. Algunas entregas antes Eugenio de Ochoa ha hecho una semblanza del Duque de Rivas, pero ni en la entrega en la que aparece la estampa, ni en la anterior ni en la posterior hay la menor alusión a la obra de Rivas, ni al porqué de la ilustración. Se trata de una lámina para iniciados, para esos lectores que busca el Artista, que ya han leído El Moro Expósito y que por lo tanto no necesitan que se les explique ni que se identifique la escena. Los ilustradores y escritores de Artista buscan a sus iguales, a los que se sienten identificados en la lámina del romántico, y para ellos repiten en varias ocasiones ese tipo de lámina que aparece sin texto explicativo ni referencia textual explícita que la apoye, sino que se refieren a un texto ajeno a la revista que se supone conocido del editor, del grabador y del lector de la revista; una suerte de selección de los lectores para que sólo aquellos que estén al nivel requerido de cultura y conocimiento, de elegancia y moda, pueden llegar a disfrutar por entero de la revista.

Una vez más, en esta lámina sobre El Moro Expósito encontramos el ambiente gótico, nocturno y misterioso, en esa estancia sombría en donde Ruy Velázquez está meditando su crimen. En El Caballero de Olmedo (figura 9) de Federico de Madrazo (que ilustra un poema de su hermano Pedro que nada tiene que ver con la obra de Lope de Vega) una oscura escena destaca aún más el cadáver de la joven cuyas formas se transparentan a través del blanco vestido (una vez más ese erotismo de la muerte tan repetido). Nocturnidad y muerte nos encontramos también en la ilustración de Carlos L. de Ribera para el cuento Ramiro de Eugenio de Ochoa (figura 10); y más oscura, más fúnebre y más misteriosa aún es la ilustración para Luisa, de Eugenio de Ochoa, hecha también por Ribera (figura 11), en la que se representa el momento en que el fantasma de Arturo se descubre ante su amada Luisa35.

Tras este desfile de imágenes sombrías, volvamos al inicio de este artículo. ¿Es El Artista la revista más significativa del romanticismo español? Eso nos lleva a otra pregunta, cuya respuesta, no parece ser tan rotunda. ¿Es el romanticismo español, antes que nada y sobre todo, la imagen que se proyecta desde las páginas y desde las litografías del Artista? Es difícil contestar afirmativamente a esta pregunta cuando se piensa en fechas, colaboraciones y ausencias. Antes de la aparición del Artista, Larra, Estébanez Calderón y Mesonero Romanos son escritores ya conocidos, establecidos y que están llevando a cabo unas formas literarias distintas de las neoclásicas o ilustradas, con éxito y reconocimiento. Mucho antes de 1834, El Europeo ha publicado sus textos y manifiestos. Ramón López Soler es, en 1834, un novelista que ya ha publicado la mayoría de su obra. Martínez de la Rosa y el Duque de Rivas, a estas alturas, ya han tenido una amplia producción literaria. Más bien el Artista fue una plataforma de proyección para unos jóvenes que se iniciaban en la literatura y en la pintura, y que plantearon, desde el principio, en una constante autopropaganda hacerse portaestandartes de una determinada modalidad del romanticismo, auxiliados de la formidable arma icónica que eran los talleres del Establecimiento Litográfico que José de Madrazo puso a su disposición. Esta apropiación de los derechos de propiedad del romanticismo fue mantenida por los Madrazo a lo largo de toda su vida:

«Yo fui quien más cumplidamente llenó la santa misión de despertar en la adormecida sociedad española el amor a lo bello, a lo sublime, a lo ideal. Rompiendo las cadenas que esclavizaban la inspiración al culto de mentidas divinidades, yo di el grito de emancipación y descubrí al artista y al poeta nuevos y espléndidos horizontes en regiones donde nunca les consintieron penetrar la escuela y la rutina: yo puse ante sus ojos de manifiesto las inspiraciones bíblicas, las maravillosas creaciones de la Edad Media injustamente menospreciada, y el mundo fantástico del espiritualismo germánico, tan superior al Olimpo griego y romano. Mis timbres son haber dado a conocer esas nuevas y copiosas fuentes de poesía, haber devuelto sus laureles a Lope y a Calderón, haber introducido en mi patria el culto de los grandes genios nacidos en el seno del Cristianismo -Shakespeare, Schiller, Goethe, Walter Scott, Víctor Hugo- y abrir el camino a nuevos estudios literarios y artísticos, conquistando para sus cultivadores el aplauso de la sociedad moderna. Yo y los afiliados en esta santa empresa hemos dado el ejemplo de la nueva literatura y del arte nuevo bajo toda clase de formas: historia de las artes, poesía, novelas, leyendas, cuentos fantásticos, imitaciones de antiguas crónicas, narraciones y tradiciones populares, biografías de grandes hombres, análisis de obras dramáticas, estudios arqueológicos, crítica musical, etc., todo lo hemos tratado, si no magistralmente, con entusiasmo, fe y resolución [...] Yo y mis compañeros hemos hecho renacer, cual nuevo fénix, de sus cenizas, el genio español».


(Madrazo: 1882b: 7)                


En estas palabras, en las que habla ese personaje de frac color de bronce, todo abrochado, y lacia y lustrosa melena, que Pedro de Madrazo ha creado para representar al Artista y a sus pintores y redactores, el hijo de José de Madrazo, el hermano de Federico, el cuñado de Eugenio de Ochoa, reivindica para sí y para su familia, una vez más, la propiedad de todo un movimiento literario, proclamándose ya no los representantes de él, sino sus creadores y descubridores, ignorando de forma consciente y deliberada las aportaciones de todos los escritores que nunca pasaron por las páginas del Artista.

Y qué duda cabe de que tuvieron éxito en su empeña, a la vista de las muchas veces que el Artista es citado como representación del romanticismo. José Luis González Subías, tras un análisis de los escenarios del teatro romántico, concluye que, pese a lo que podría esperarse y a lo que se ha venido considerando tradicionalmente «las grutas y subterráneos, los panteones, capillas, conventos, galerías y claustros, edificios ruinosos o las cabañas en mitad del bosque, aunque presentes a lo largo de todo el período» aparecen en mucha menor medida que otros escenarios. Y pocas líneas más adelante añade el mismo crítico: «Es una realidad que no puede ser obviada y habrá que empezar a aceptar; por mucho que nuestra todavía romántica imaginación prefiera seguir anclada en una imaginería fascinante e idealizada, sin duda atractiva y sugerente» (González Subías: 2008: 213).

Este fue el gran éxito del Artista, hacerse dueño en primera instancia de una determinada modalidad del romanticismo, y conseguir, a continuación, que gran parte de la crítica y de los lectores identificaran lo más puro y esencial del romanticismo español, con esa «imaginería fascinante e idealizada» y todo ello, gracias, en su mayor parte a las bellísimas láminas de Elena Feillet, Carlos L. de Ribera y de Federico de Madrazo, que, hoy en día, son lo más valioso y perdurable del Artista, muy por encima de la mayoría de sus textos.






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Figura 1

FIGURA 1.- «Un romántico». Federico de Madrazo

Figura 2

FIGURA 2.- «El pastor Clasiquino». Federico de Madrazo

Figura 3

FIGURA 3.- «Don José de Madrazo». Federico de Madrazo

Figura 4

FIGURA 4.- «Don Telesforo de Trueba y Cossío. Federico de Madrazo

Figura 5

FIGURA 5.- «Portada del Volumen I». Carlos L. de Ribera

Figura 6

FIGURA 6.- «La canción del pirata». Elena Feillet

Figura 7

FIGURA 7.- «El Monasterio». Elena Feillet

Figura 8

FIGURA 8.- «Ruy Velázquez». Carlos L. de Ribera

Figura 9

FIGURA 9.- «El Caballero de Olmedo». Federico de Madrazo

Figura 10

FIGURA 10.- «Ramiro». Carlos L. de Ribera

Figura 11

FIGURA 11.- «Luisa». Federico de Madrazo



 
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