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Ramón de la Cruz

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La sátira y su visión de la sociedad madrileña de su tiempo

El año 1764 representa un hito importante en la carrera de Ramón de la Cruz, con el estreno de dos sainetes, La bella madre y El petimetre, porque marcaron estas dos piezas el nuevo rumbo que dio el autor a la historia del teatro menor. La bella madre «comedia en un acto» representada como entremés (es decir entre la primera y la segunda jornada de la obra principal) era una «novedad nueva», como se explica en la introducción, por su tono serio y su propósito moralizador; en efecto, Es asunto en que no hay majos, / vizcondes de la Corchuela, / conceptos de carcajadas / que valen menos que suenan, / ni figurones de trapo, un asunto por lo tanto que rompe con la tradición; en cuanto al título, «es ironía», porque la protagonista es una madre ligera / de cascos, que de dos hijas / locas los genios aprecia / y castiga las virtudes / de otras dos hijas discretas. La sátira de Cruz va dirigida a aquellas madres incapaces de educar correctamente a sus hijas, un tema que el autor volverá a abordar en otros sainetes -en La tornaboda en ayunas o La oposición a cortejo, por ejemplo-. El espejo de los padres, en cambio, ofrece otra vertiente de la misma cuestión, porque es el padre quien cría mal a sus hijas, mientras que la madre es una persona juiciosa; a partir de 1767 (año del estreno del sainete) resaltaría mejor la oposición entre esta madre y la de La bella madre porque era la misma cómica quien interpretaba ambos papeles y además, en varias ocasiones se representaron a pocos días de distancia e incluso en dos funciones seguidas (en 1770 y en 1772). En El adorno del nacimiento el blanco de la sátira de Cruz era también un padre, y en El fandango de candil era un abate, ayo desvergonzado de un señorito inocente. En otros muchos sainetes se aborda más o menos este tema, muy acorde por cierto con la atención que dedicaban las élites reformadoras a la educación de los jóvenes de las clases medias.

También se fue afirmando el estilo de Cruz con el sainete El petimetre, donde ya no se limita el autor a burlarse de un personaje que con sus lacras y ridiculeces constituye el centro de su sátira, sino que extiende el análisis crítico a los personajes que lo rodean, o son víctimas del vicio social que encarna. Así, en El petimetre, el interés se desplaza en la primera parte de la obra hacia el abate don Zoilo; éste además tampoco es solamente un estereotipo con características inmutables, sino un personaje políticamente definido y portavoz de algunas de las ideas defendidas por los ilustrados; de modo que la crítica más profunda surge inesperadamente, a través de un personaje secundario. Sin embargo, las personas aludidas no se equivocaron en cuanto al verdadero alcance de la crítica de Cruz, como lo muestran las reacciones que provocó y la polémica que desencadenó, como se verá más adelante.

Durante la temporada siguiente, en 1765, se estrenó otra «comedia en un acto», Los picos de oro, que Ramón de la Cruz dio a la imprenta[1], encabezando el sainete un prólogo donde el autor justificaba su intento de escribir con la utilidad del público y ridiculizando siempre algún vicio, porque Ex vitio alterius sapiens emendat suum. Y porque lo verdaderamente cómico es de esta naturaleza y no de la de muchos sainetes que otros y yo escribimos, consultando sólo el capricho y las extravagancias, sin atender a las voces del entendimiento y la razón»[2].

Ya estaba planteado, pues, uno de los aspectos más novedosos y significativos del sainete dieciochesco y abierto el camino que iba a seguir Ramón de la Cruz, castigando con la risa los vicios que encontraba en la sociedad de su tiempo. Atendía particularmente el sainetista a los usos y abusos de las clases medias -es decir del grupo social a que él mismo pertenecía- y censuraba tanto la petimetría, que acarreaba la ruina económica y moral de muchas familias, como el majismo, que desviaba a ciertos jóvenes de las responsabilidades que incumbían a su clase.

Uno de los efectos más perniciosos de la petimetría era indudablemente la práctica del cortejo, magistralmente estudiado por Carmen Martín Gaite[3]; La oposición a cortejo aparece como una requisitoria a través de dos largas réplicas en las que don Fausto y doña Elvira se reprochan mutuamente los «sacrificios» que les imponen sus relaciones y la observancia de las reglas de la petimetría. Don Fausto, el cortejo, se ha convertido en un pelele afeminado, en un ser totalmente vacío e inútil, y concluye: Por vos han estado ya / para quitarme el empleo; / por vos estoy empeñado / hasta los ojos; y creo, / señora, que por vos sólo / falta que me caiga muerto. Doña Elvira, la dama -casada- cortejada por don Fausto, se entrega a la ociosidad y a la frivolidad, desatiende a su marido y a la religión, resumiéndolo así: y, en fin, por vos sólo falta / que mi marido un día de éstos / se acuerde de que es marido / y me meta en un convento. En El cortejo escarmentado, en cambio, el marido y la mujer son cómplices para burlar a don Atanasio (interpretado además por el famoso gracioso Gabriel López «Chinita»).

En La oposición a cortejo, son los personajes los que hacen su propia crítica, y el tono de sus quejas es más bien serio, pero en la mayoría de los casos se basa la sátira en recursos cómicos. Ridiculiza Ramón de la Cruz el modo de vestir y de hablar de los petimetres de ambos sexos, y su afición a todo lo extranjero, recurriendo a menudo a la caricatura o a la exageración. Así en Las calceteras, una petimetra le encarga al zapatero ocho pares de zapatos, y su más especial encargo / es que todos duren poco, / porque gusta de estrenarlos / cada día.

De acuerdo con la evolución del teatro de la época hacia la espectacularidad, se vale Cruz de los recursos que le ofrecían los elementos capaces de contribuir visualmente a la elaboración de sus personajes, como la indumentaria, que permitía que el público los identificase y los catalogase nada más entrar el actor. Así brotaría la risa en Los payos críticos al salir de petimetras la Figueras, con una escofieta disforme; la Mayora, con un ahuecador muy grande, y la Palomera, muy escurrida, con un peinado muy alto, mientras los petimetres encarnados por Eusebio y Galván llevan respectivamente una coleta muy larga y gorda y un sombrerito diminuto y una chupita muy corta y corbatín muy ancho, etc. La caricatura se basa pues en la desproporción, que puede nacer también del contraste entre lo que es el personaje y lo que pretende aparentar, como D. Felipe, el protagonista de El hijito de vecino, petimetre afectado, a lo tuno, con dos relojes, llenas las cadenas de cascabeles y sombrero al desgaire, espada de acero, larga, etc., que imita los modales de los majos, oponiéndose a D. Bernabé, que pertenece a la misma categoría social que D. Felipe, pero sale de petimetre «regular».

Lo cómico brota también de las actitudes y del diálogo, cuando Ramón de la Cruz ridiculiza el amaneramiento de los petimetres -entre los cuales destaca la figura del abate[4]-y los dengues de las petimetras, su afectación no sólo en el traje sino también en sus gustos afrancesados y su lenguaje plagado de galicismos o palabras italianas. La crítica además la expresan algunos personajes -portavoces del autor- en presencia del tipo satirizado, directa o indirectamente, mediante la técnica del aparte, combinándose los distintos procedimientos para poner de realce los aspectos más censurables. En El petimetre, por ejemplo, al aparte de Tararira, el criado de D. Soplado: Mientras se peina esta dama / bien puedo almorzar, oír misa / con sermón y no hacer falta» (vv. 38-40) corresponde una advertencia que D. Modesto el bien nombrado dirige al petimetre: No es en los hombres / mucho primor manos blandas (vv.237-238); un aparte del mismo D. Modesto: ¡En una mota repara / por afuera y por adentro / estará lleno de manchas! (vv. 280-282) hace eco a éste del criado: ¡La conciencia sí que es ancha! (v. 270).

De hecho, en muchísimos casos apunta Ramón de la Cruz al objeto de su sátira -que suele dirigirse a más de una persona, lo cual le permite exponer varias facetas de un mismo vicio de sociedad- por boca de varios personajes que se oponen moral y/o socialmente a los tipos censurados. Pueden ser españoles «a la antigua» e incluso petimetres sensatos -va apareciendo este tipo con más frecuencia desde 1771, en Los majos vencidos- o representantes de las clases populares. Frente al afrancesamiento de los petimetres se alzan los majos, que encarnan lo castizo, el apego a todo lo español -costumbres, música y baile, lenguaje-, siendo el ejemplo más significativo El deseo de seguidillas, por pertenecer este sainete de 1769 a uno de los episodios de la contienda que provocaron las zarzuelas de D. Ramón. Y a la inmoralidad de ciertos usos inherentes a la petimetría y contrarios a la moral cristiana se opone la figura del payo ingenuo e inocente, pero no tan bobo como en la tradición entremesil.

En muchos sainetes de Ramón de la Cruz , conviven o se enfrentan individuos o grupos de personajes de origen u oficios diversos en los mercados y ferias (La Plaza Mayor de Madrid por Navidad, El mercado del lugar o El Rastro por la mañana, Las resultas de las ferias...), en los paseos o lugares de recreo (El Prado por la noche, La pradera de San Isidro...) en los festejos públicos en Madrid o sus alrededores (La mañana de San Juan, La víspera de San Pedro, La fiesta de pólvora, La fiesta de los novillos...), en las fiestas privadas (El fandango de candil, La comedia de Maravillas, El baile de repente...), etc. En otras ocasiones, se desarrolla la acción en una casa de vecindad, como en Las buenas vecinas, y sobre todo en La Petra y la Juana, o El casero prudente, uno de sus últimos sainetes, en el que crea un verdadero microcosmos, recogiendo las principales figuras que suelen aparecer en sus obras, resolviéndose las rivalidades y las dificultades económicas en un ambiente de paz y armonía, gracias a la conducta ejemplar y generosa del casero.

Ofrecía así el sainetista un retrato global de la sociedad de su tiempo, o por lo menos un reflejo de la sociedad madrileña que constituía el público de los teatros, revelando las tensiones que podían descomponer el orden. Porque aunque gran parte de su fama póstuma la debe Cruz a la riqueza pictórica de sus cuadros de costumbres populares, es mucho más importante, y no sólo matemáticamente, el lugar que ocupa la clase media en su teatro breve. Es innegable su interés, aunque fuera el de un observador, por las clases populares, pero condena cualquier cambio de categoría social. Ridiculiza la presunción de María Estropajo que se ha casado con su señor en La presumida burlada; castiga a la mujer de Juan El picapedrero, que con su amiga «doña Andrea / de media España», como la llama uno de los cortejantes, se deja regalar por aventureros; se burla de Las preciosas ridículas, de Las señorías de moda resumiendo su crítica en el epígrafe que encabeza el sainete en el tomo I de su Teatro: Leed cómo cualquiera hace la gracia / á otro cualquiera de la señoría: / y como los cualquieras no la tienen, / entre sí propios se ridiculizan; la mujer del zapatero en Las calceteras también mueve a risa con su grande escofieta y su recado de plata de lavar manos; está escarmentado el labrador de Los destinos errados que ha gastado inútilmente su dinero mandando a su hijo a Salamanca para estudiar; sanciona Cruz el afán de nobleza y encumbramiento de los plebeyos en El casamiento desigual, El heredero loco y Los usías contrahechos, entre otros ejemplos que denuncian cualquier intento de cambiar el orden social establecido.

Y finalmente, por eso satiriza a los petimetres, porque la petimetría que afecta y arruina a las clases medias estriba en la imitación de los usos y del tren de vida aristocráticos. Frente a ellos, los majos o los payos que los zahieren tienen un valor ejemplar, cuando demuestran que saben conformarse con lo que son.

[1] Los picos de oro. Comedia en un acto. Escrita Por Don Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla &c. Representada por la Compañía de Nicolás de la Calle, en el Coliseo del Príncipe, a 26 de Octubre. Con permiso. En la Imprenta de D. Antonio Muñoz del Valle. Año de 1765. Se hallará en la Librería de Castillo, frente a las Gradas de San Phelipe el Real.
Más tarde, lo incluyó en el tomo I de su Teatro o Colección..., ya citada.

[2] Edición de Sainetes de Ramón de la Cruz de Francisco Lafarga, Madrid, Cátedra, 1990, p. 35.

[3] En Usos amorosos del dieciocho en España, Madrid, Siglo XXI, 1972.

[4] Véase el estudio de J.M. Sala Valldaura «El papel del abate en Ramón de la Cruz», en El teatro español en el siglo XVIII, II, ed. J.M. Sala Valldaura, Universitat de Lleida, Lérida, 1996, pp. 707-734.

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