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Ramón de la Cruz

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Sus relaciones con la vida teatral de su época: sainetes de costumbres teatrales, sainetes polémicos, sainetes paródicos

El criterio más certero que normalmente permite apreciar el éxito de un intermedio, es decir la frecuencia de las reposiciones[1], no se puede aplicar a la gran mayoría de los sainetes de carácter metateatral, donde los cómicos hacían su propio papel, porque se inspiraban en la actualidad de la vida de los teatros y de las compañías y, por lo tanto, sólo tenían valor en el momento de su estreno. Eran obras que tenían una vida efímera, pero respondían al interés que manifestaban los espectadores por todo lo que concernía a sus intérpretes predilectos, lo que explica el desarrollo «a fondo perdido» de este género en la época de Ramón de la Cruz.

Podían los cómicos debatir de sus problemas, como en los dos sainetes titulados Los desconfiados, donde se quejan de las consecuencias ruinosas de la poca asistencia del público. En 1776 auguraban la muerte de la compañía en El entierro de la compañía de Ribera, y reiteraban las mismas quejas al año siguiente en El sarao de Chinita y aún en 1779 en El diablo autor aburrido; y no se trataba por cierto en este caso de una mera ficción sino que la preocupación de los cómicos reflejaba una situación bien real por aquellos años, económicamente catastróficos entre 1778 y 1782.

En muchas ocasiones servían los sainetes de costumbres teatrales para que pudieran lucirse los cómicos recién llegados de las ciudades que tenían implantada una vida teatral, como Cádiz, Sevilla o Valencia, o que debutaban en las tablas: en 1768, La niñería presentó a José Ordóñez «El Mayorito», que era muy joven, y sobre todo a María Josefa Huerta, que apenas habría cumplido diez años; La cómica inocente se hizo en 1780 para que el público conociera a Juana García Ugalde y La bien recomendada en 1784 para la primera actuación de Vicenta Ronquillo[2]. Las pensiones de los nuevos (1769), Los temores de las nuevas (1770), y La recepción de los nuevos (1773) giran en torno al mismo tema, como lo indican los títulos.

Por otra parte, los protagonistas privilegiados solían ser los graciosos, que tenían a su cargo la elección de los intermedios: en no pocos sainetes salía la graciosa o el gracioso lamentando no poder ofrecer a los espectadores ninguna pieza nueva, y en eso sólo consistía la acción. Ramón de la Cruz recurrió poco, en realidad, a este subterfugio, que incluso criticaba en la introducción a La bella madre llamándolo «salida fingida», y prefería imaginar situaciones cómicas a partir de los rasgos más característicos de los actores. Así la baja estatura de Gabriel López «Chinita» le inspiró en 1774 La boda de Chinita, donde la novia del famoso gracioso era una giganta auténtica, como queda dicho más arriba; en 1777 El sarao de Chinita, titulado también en la portada del manuscrito autógrafo «El cortejo de Chinita a los Gigantes» volvía a escenificar el mismo contraste físico. En cuanto a Miguel Garrido, tan popular y celebrado como Chinita, era el protagonista de Garrido celoso y de ¡Válgate Dios por Garrido!, entre otros sainetes. Cabe señalar al respecto que revela el análisis de los recursos cómicos utilizados que tanto Chinita como Garrido mueven a risa, indudablemente, porque la comicidad es un elemento básico del sainete, pero ya no son tan ridículos como Miguel de Ayala, representante de la generación anterior y más marcado por la tradición entremesil, haciéndose patente la evolución del género en ese aspecto.

Por otra parte, ofrecían los sainetes de costumbres teatrales la posibilidad para el autor de contestar públicamente a la críticas de sus enemigos por boca de los cómicos, valiéndose de la complicidad que los unía con el público para solicitar indirectamente su apoyo, aunque no conociera éste todos los considerandos del debate que opuso a Ramón de la Cruz con los partidarios del neoclasicismo.

Desde el principio de su carrera tuvo que resolver D. Ramón el conflicto entre su deseo de ser reconocido por las élites intelectuales y su convicción de que amante de las Comedias de sus Autores Nacionales, y en los Intermedios de la Representación jocosa de los donayres del país, [nunca admitiría] el Pueblo la austera seriedad de una Tragedia, ni la civilidad perenne de una Comedia antigua (prólogo de Quien complace a la deidad acierta a sacrificar, p. XXV); y procuró casi siempre atender al mismo tiempo a «los clamores de los sabios» (prólogo de Los picos de oro) y a los aplausos del público que le garantizaban su colaboración con las compañías[3] deseosas de recurrir a los autores capaces de llenar el teatro.

Uno de los primeros adversarios fue, como ya se ha visto, Francisco Mariano Nifo, autor de un sainete impreso en 1765, titulado La sátira castigada por los sainetes de moda, dirigido contra D. Ramón y el contenido satírico de El petimetre que se había estrenado en octubre del año anterior. La respuesta de Cruz no se hizo esperar: para empezar la temporada de invierno de 1765, la compañía de Nicolás de la Calle estrenó El casero burlado, precedido de una Introducción que aludía claramente a las críticas de los que censuraban la nueva forma que había dado al sainete (Hoy, por empeño más arduo / tengo el hacer un sainete / que una comedia, mirando / que las críticas enojan, / que al ridículo hacen ascos [...]), y de Nifo en particular (cualquiera toma temblando / la pluma; porque al más hábil / cuesta mucho el trabajarlo, / y al más ignorante cuesta / muy poco el decir que es malo). El mismo día, la compañía de María Hidalgo estrenó El pueblo quejoso, donde el autor aprovechaba a fondo los artificios del sainete de costumbres teatrales, colocando a algunos actores entre los espectadores, mientras que otros compañeros encarnaban en el escenario delegados de los diferentes sectores del teatro, entablándose así un diálogo entre el «público» y los cómicos sobre quién sabía juzgar acertadamente el valor de una obra. Este sainete muestra perfectamente la habilidad de Ramón de la Cruz, porque el reo objeto del debate no es el sainetista, sino el público, aquel vulgo despreciado por los defensores del teatro de corte clásico que le reprochaban su ignorancia y su mal gusto: al halagarlo el autor prestándole una inteligencia que él mismo le había negado en el prólogo de Quien complace a la deidad acierta a sacrificar, se ganaba un aliado frente a sus enemigos.Tampoco podía errar el blanco en El teatro por dentro (1768), basado en el mismo principio, ni en el Sainete para empezar (1770), ni en El poeta aburrido (1773), llevando a las tablas, por boca de los cómicos, la polémica que había desatado el éxito de sus zarzuelas, como se ha visto.

En ¿Cuál es tu enemigo?, sainete también polémico como ya lo sugiere el título, recurrió a otro procedimiento, sacando a sus contrarios encarnados por dos sacristanes, un médico y un maestro de esgrima, furiosos todos porque les llevan la palma en el pueblo un sacristán villanciquero que no sabe nada de música, un barbero que cura con métodos tradicionales, y un espadachín más diestro en dar tajos fuertes que en el floreo, siendo estos tres personajes los portavoces de Ramón de la Cruz.

El aspecto polémico surge a veces inesperadamente como en El regimiento de la locura, parcialmente imitado, además, de una obra francesa -L'Impromptu de la Folie de Legrand- que reflejaba unas tensiones similares a las que vivía el autor madrileño; o al final del sainete paródico Manolo, a través de la «moraleja» con que se cierra la obra, que ridiculizaba las ideas de los reformadores neoclásicos deseosos de promover el trabajo para regenerar la economía: [...] ¿De qué aprovechan / todos vuestros afanes, jornaleros, / y pasar las semanas con miseria, / si dempués los domingos y los lunes / disipáis el jornal en la taberna?.

En realidad, todo en Manolo podía irritar a los detractores de Cruz, tanto el tema tratado, aunque fuera de modo paródico, como la calidad de los personajes -tunos y pillos- convertidos en héroes, aunque fueran burlescos, desde Manolo, ex-presidiario, hasta las mujeres aludidas, encerradas en San Fernando, es decir en la galera -cárcel de mujeres- de Madrid. Habían de reprocharle a Cruz la pintura halagüeña que hizo en sus sainetes de las costumbres del pueblo, y en particular de los majos y majas cuya conducta preocupaba a las autoridades -aunque tampoco fue un rasgo constante en su teatro, sino un arma que esgrimía cuando lo necesitaba-, porque Perdió de vista muchas veces el fin moral que debiera haber dado a sus pequeñas fábulas; prestó al vicio (y aun a los delitos) un colorido tan halagüeño, que hizo aparecer como donaires y travesuras aquellas acciones que desaprueban el pudor y la virtud y castigan con severidad las leyes, según escribió más tarde Leandro Fernández de Moratín, que por otro lado elogiaba al sainetista por la imitación exacta y graciosa de las modernas costumbres del pueblo y otras cualidades[4]. Sabiendo D. Ramón que era una de las principales críticas que le dirigían, declaró en el prólogo de su Teatro (p. XLIV): Para que nadie por esta relación forme, como pudiera, juicio de que mi tosco pincel sólo se ha empleado en estas humildes copias, se representan las 15 piezas de los dos primeros volúmenes de mi Teatro sin Lavapiés, sin Maravillas, sin presidiarios, sin borrachos y sin arrieros ni escenas de sus costumbres.

Con Manolo, parodia del género trágico, tragedia para reír o sainete para llorar»[5], ofrecía algo nuevo -que recordaba, sin embargo, la tradición de la comedia burlesca-: [...] todo está en que pete, / y se haga cargo el que vea / de que anda el discurso a tiento / por huir de que le canse / siempre la misma menestra, declaraba Chinita en la Introducción a la tragedia ridícula de Manolo[6]. Había de cultivar el género en Inesilla la de Pinto, adaptación de Agnès de Chaillot de Legrand y Dominique, estrenada poco tiempo después, en Zara, también inspirada en una obra francesa -Alménorade, de Carmontelle- en Los bandos de Lavapiés o La venganza del Zurdillo, y en El muñuelo -tragedia por mal nombre de la misma vena que Manolo-, última obra que dio a la escena, estrenada con ...nada menos que La comedia nueva de Moratín.

[1] En efecto, es difícil fiarse exclusivamente de los ingresos que producían las entradas, a pesar del atractivo que ejercían los intermedios (que a veces compensaban el poco interés que suscitaba la obra principal), porque reflejan sobre todo el impacto sobre el público de toda la función, y en primer lugar de la comedia, tragedia o zarzuela, mayormente si se trataba de un estreno.

[2] Se encontrarán muchas más informaciones sobre los actores de la época en el libro de Emilio Cotarelo y Mori Don Ramón de la Cruz y sus obras. Ensayo biográfico y bibliográfico, Madrid, 1899.

[3] El autor de cada compañía -es decir el actor que la dirigía- adquiría las obras nuevas por una cantidad de dinero que variaba según su extensión, y también según la notoriedad del dramaturgo que las componía. Ramón de la Cruz pronto pudo gozar de una tarifa preferente, cobrando hasta 600 reales por cada sainete y llegando en 1774, por ejemplo, a duplicar con su actividad de escritor su sueldo de funcionario.

[4] Obras de Don Nicolás y de Don Leandro Fernández de Moratín, BAE vol. 2, p. 317.

[5] Es muy posible que la idea de este subtítulo la deba al teatro francés, y más concretamente a la denominación «Tragédie pour rire, et comédie pour pleurer» que calificaba una de las Parodies du nouveau théâtre italien que reflejaban la boga de la parodia en Francia.

[6] Ed. de J.M. Sala Valldaura, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 141-142 (vv. 125-130).

Ramón de la Cruz y el teatro francés 

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