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ArribaAbajoContrastes

Tipos perdidos. Tipos hallados.
EL RELIGIOSO. EL PERIODISTA.
EL CONSEJERO DE CASTILLA. EL CONTRATISTA.
EL LECHUGUINO. EL JUNTERO.
EL COFRADE. LOS ARTISTAS.
EL ALCALDE DE BARRIO. EL ELECTOR.
EL POETA BUCÓLICO. EL AUTOR DE BUCÓLICA.


ArribaAbajoEl religioso

El representante más genuino de nuestra antigua sociedad era el Fraile. Salido de todas las clases del pueblo; elevado a una altura superior por la religión y por el estudio; constituido por los cuantiosos bienes de la Iglesia en una verdadera independencia; abiertas a su virtud, a su saber o a su intriga todas las puertas de la grandeza humana; dominando, en fin, por su carácter religioso todos los corazones, todas las conciencias privadas, venía a ser el núcleo de nuestra vitalidad, el punto donde corrían a reflejarse nuestras necesidades y nuestros deseos. -Un infeliz artesano, un mísero labrador a quien la Providencia había regalado dilatada prole, destinaba al claustro una parte de ella, confiado en que desde allí el hijo o hijos religiosos servirían de amparo a sus hermanos y parientes; un joven estudioso, un anciano desengañado del mundo, hallaban siempre abiertas aquellas puertas providenciales que les brindaban el reposo y la independencia necesarios para entregarse a sus profundos estudios, o a la práctica tranquila de la virtud; y desgraciadamente también, un ambicioso, un intrigante, un haragán, aprovechaban ésta como otras instituciones humanas, para escalar a su sombra las distintas clases sociales, para engañar con una falsa virtud, o para vegetar en la indolencia y el descuido.

De estas excepciones se aprovechó la malicia humana para socavar y combatir con sus tiros el edificio claustral; de estas flaquezas hicieron causa común el siglo pasado y el presente, para echar por tierra la sociedad nomástica; y hasta para negar los méritos relevantes que en todos tiempos puede alegar en su abono.

Con efecto, y sin salir de nuestra España ¿qué clase, por distinguida que sea, puede contar en sus filas un Jiménez de Cisneros y un Mendoza? ¿Un Luis de León y un Domingo de Guzmán? ¿Un Mariana y un Tirso de Molina? ¿Un Granada, un Isla, un Sarmiento y un Feijóo? ¿Dónde, más que en los claustros, supo elevarse la virtud a la altura, de los ángeles, la política y el consejo a la esfera del trono, el estudio y la ciencia a un término sobrehumano? Piadosos anacoretas separados del comercio social, habitaban muchos en los yermos impracticables, para entregarse allí silenciosamente a la contemplación y a la penitencia. Colocados otros en las ciudades, y en el centro bullicioso de la sociedad, estudiaban y acogian sus necesidades, brillaban en el consejo por la prudencia, en el púlpito por la palabra, en la república literaria por obras inmortales que son todavia nuestro más preciado Mason.

Además de la influencia pública que les daba su alto ministerio y su representación en la sociedad, y que llegaba a veces a elevar a un humilde franciscano a la grandeza de España, a la púrpura cardenalicia o a la tiara pontifical, habían sabido granjear con su talento (no siempre, es verdad, bien dirigido) la confianza de la familia, la conciencia privada, el respeto universal. -Un pobre fraile, sin más atavíos que su hábito modesto y uniforme, sin más recomendaciones que su carácter, sin más riquezas que su independencia, entraba en los palacios de príncipes; era escuchado con deferencia por los superiores, con amor por sus iguales, con veneración por el pueblo infeliz. Asistiendo a las glorias y a las desdichas íntimas de la familia, le veía desde su cuna el recién nacido, recibían su bendición nupcial los jóvenes esposos, le contemplaba el moribundo a su lado en el lecho del dolor. El mendigo recibía de sus manos alimento, el infante enseñanza, y el desgraciado y el poderoso consejos y oración.

El abuso, tal vez, de esta confianza, de esta intimidad, solía empañar el brillo de tan hermoso cuadro, y llegó en ocasiones a ser causa de discordias entre las familias de intrigas palaciegas, y de cálculos reprobados de un mísero interés. Pero ¿de qué no abusa la humana flaqueza? y en cambio de estos desdichados episodios, ¿Do pudieran oponerse tantas reconciliaciones familiares, tantos pleitos cortados, tantas relaciones nacidas o dirigidas por la influencia monacal?

El religioso, en fin, tiempo es de repetir. lo, tiempo es de hacer justicia a una clase benemérita que la marcha del siglo borró de nuestra sociedad, no era, como se ha repetido, un ser egoísta e indolente, entregado a sus goces materiales y a su estúpida inacción. Para uno que se encontraba de este temple había por lo menos otro dedicado al estudio, a la virtud y a la penitencia. No todos pretendían los favores cortesanos; muchísimos, los más, se hallaban contentos en su independiente medianía y prestaban desde el silencio del claustro el apoyo de sus luces a la sociedad. No penetraban todos en el seno de las familias para corromper sus costumbres, sino más generalmente para dirigirlas o moderarlas. - Creer lo demás es dar asenso a los cuentos ridículos del siglo pasado, o a los dramas venenosos del actual. - Si pasaron los frailes) débese a la fatalidad perecedera de todas las cosas humanas, a las nuevas ideas políticas o a los cálculos económicos, más bien que a sus faltas y extravíos.




ArribaAbajoEl periodista

La civilización moderna nos ha regalado en cambio este nuevo tipo que oponer por su influencia al trazado en las líneas anteriores. El actual, no presenta para su recomendación títulos añejos, glorias históricas, timbres ni blasones. Su existencia data sólo entre nosotros, de una docena escasa de años; su investidura es voluntaria; sus armas no son otras que una resma de papel y una pluma bien cortada. -Y, sin embargo, en tan escaso tiempo, con tan modesto carácter, y con armas de tan dudoso temple, el periodista es una potencia social, que quita y pone leyes, que levanta los pueblos a su antojo, que varía en un punto la organización social. ¿Qué enigma es éste de la moderna sociedad que se deja conducir por el primer advenedizo; que tiembla y se conmueve hasta los cimientos o la simple opinión de un hombre osado; que confía sus poderes a un imberbe mancebo para representarla, dirigirla, trastornarla y tornarla a levantar?

Aparece en cualquiera de nuestras provincias un muchacho despierto y lenguaraz, que disputa con sus camaradas por cualquier motivo; que habla con desenfado de cualquier asunto; que emprende todas las carreras y ninguna concluye; que critica todos los libros, sin abrir uno jamás. -Este muchacho, por supuesto, es un grande hombre, un genio DO comprendido, colosal, piramidal, hiperbólico. -Su padre, que no sabe a qué dedicarle, le dice que trata de ponerlo a ministro, y que luego parta a la corte, donde no podrá menos de hacer fortuna, con su desenfado y su carácter marcial. -El muchacho, que así lo comprende, monta en la diligencia peninsular; arriba felizmente a orillas del Manzanares; se hace presentar en los cafés de la calle del Príncipe y en las tiendas de la de la Montera, en el Ateneo, y en el Casino; lee cuatro coplas sombrías en el Liceo; comunica sus planes a los camaradas, y logra entrar de redactor supernumerario de un periódico; a los pocos días tiende el paño y explica allá a su modo la teología política: trata y decide las cuestiones palpitantes; anatomiza a los hombres del poder, conmueve las masas; forma la opinión; es representante del pueblo, hace su profesión de fe, y profesa al fin en una intendencia o una embajada, en un gobierno político o un sillón ministerial. -Llegado a este último término, hace lo que todos: recibe la autorización de la media firma; cobra su sueldo; presenta nueva planta de la secretaria; coloca en ella a sus parientes y paniaguados, expide circulares; firma destituciones, da audiencias; asiste a la ópera con aire preocupado toma posiciones académicas; se hace retratar de grande uniforme por López o Madrazo; y se coloca naturalmente en la galería pintoresca de los personajes célebres del siglo. A los seis meses o menos de representación, cae entre los silbidos del patio, y queda reducido a su antigua luneta. -Vuelve a enristrar la pluma; vuelve a oponerse al poder; vuelve a hablar de la «atmósfera mefítica de los palacios, de la filantropía de sus sentimientos, de sus ideas humanitarias y seráficas»; hasta que otra oleada de la tempestad política, torna a colocarle en las nubes. Truena de nuevo allí; vuelven a silbarle, y tórnase a escribir... ¡Oh almas grandes para quienes los silbidos son conciertos y las maldiciones cánticos de gloria!




ArribaAbajoEl consejero de Castilla

En los tiempos añejos y mal sonantes en que no se había inventado el periodista magnate ni las reputaciones fosfóricas, necesitábanse largos años para sentarse un hombre en un sillón aterciopelado, dilatada carrera para regir la vara de la justicia, y un pulso tembloroso para llegar a firmar con Don. -El joven estudiante que salía pertrechado de fórmulas y argumentos de las célebres aulas complutenses o salmantinas, tomaba el camino de la corte, modestamente atravesado en un macho, y daba fondo en una de las posadas de la Gallega o del Dragón. Desde allí flechaba su anteojo hacia la sociedad en que aspiraba a brillar: hacía uso de sus recomendaciones y de sus prendas personales; frecuentaba antesalas; asistía a conferencias; escuchaba sermones; hacia la partida de tresillo a la señora esposa del camarista, a la vieja azafata, o al vetusto covachuelo; y a dos por tres entablaba una controversia logística sobre los pases de Pepe-Hillo, o las entradas del Mediator.

Por premio de todos estos servicios, y en galardón de sus reconocidos méritos (impresos por Sancha en ampulosa relación), acertaba a pillar un primer lugar m la consulta para la vara de Móstoles o de Alcorcón; y si por dicha había acertado a captarse la benevolencia de alguna sobrina pasada del camarista o de una hermana fiambre del covachuelo, entonces la vara que le ponían era mejor. -Servía sus seis años, y con otros dos o tres de pretensión, ascendía a segundas; luego a terceras, de corregidor de Málaga o alcalde mayor de Alcaraz. -Aquí ya tenía la edad competente para pasado por agua, y acababa de encanecer en la audiencia del Cuzco o en el gobierno de Mechoacan. Regresado luego a la Península, entraba por premio de sus dilatados servicios en el Consejo de las Indias o en el de las órdenes, y de allí ascendía por último al Supremo de Castilla, a la Cámara, y al favor real.

Esto no llegaba hasta bien sonados los setenta; pero como la vida entonces era más bonancible, aunque no tan dramática, el Consejero conservaba aún en sus altos años su capacidad, su semblante sonrosado, su prosopopeya y coram-vobis. -Habitaba por lo regular un antiguo caserón de las calles del sacramento o de Segovia, en cuyos interminables salones yacían arrumbados los sitiales de terciopelo, los armarios chinescos, los cuadros de cacerías, los altares y relicarios de cristal. Las señoras y las niñas hacían novenas y vestían imágenes en las monjas del Sacramento; los hijos andaban de colegiales en la Escuela Pía; los pajes y las criadas se hablaban a hurtadillas hasta llegar a matrimoniar.

El anciano magistrado madrugaba al alba, y hacía llamar al paje de bolsa para extender las consultas o extractar los apuntamientos: a las ocho recibía las esquelas y visitas de los pretendientes y litigantes; tomaba su chocolate, subía en el coche verdinegro; y a placer de sus provectas mulas se legaba a misa a Santa María. -Entraba luego al Consejo, y escuchaba en sala de Gobierno los privilegios de feria, los permisos de caza, las emancipaciones de menores, las censuras de obras literarias, el precio calidad y el peso del pan. Pasaba después a la de Justicia, a escuchar pleitos de tenutas, despojos y moratorias. Asistía luego en pleno a los arduos negocios en que interesaba la tranquilidad del Estado; pasaba los viernes a palacio a consulta personal con S. M.; y, en fin, a la Cámara a proponer obispos y magistrados, expedir cédulas y dirimir las contiendas del patrimonio real.

De vuelta a su casa, comía a las dos en punto; y levantados los manteles, echaba su siesta hasta las cinco, en que era de cajón el ir a San Felipe o a la Merced a buscar al R. Maestro Prudencio, o al Excelentísimo P. General para llevarlos consigo a paseo, a la vuelta del Retiro o a las alturas de Chamartín. -Allí se dejaba el coche, que les seguía a distancia respetuosa, y se hacía un ratito de ejercicio, amenizado con sendos polvos de sevillano. Hablábase allí del rey y del presidente, del ministro y del provincial; se comentaba la´última consulta o la próxima promoción; se leían recomendaciones de pretendientes; y hasta se entablaban los primeros tratos para la boda de la hija del camarista con el sobrino del Padre general.

Al anochecer era natural regresar al convento, donde en armonioso triunvirato, se consumía el jicarón de rico chocolate de Torroba, con sendos bollos de los padres de Jesús; y vuelto a casa el magistrado, después de otra horita de audiencia o de despacho, se rezaba el rosario en familia, y se entablaba un tresillo a ochavo el tanto con el secretario de la cámara y la viuda del relator, hasta que dadas las diez, cada cual tomaba el sombrero y dejaban a su ilustrísima descansar.




ArribaAbajoEl contratista

-Háganse Vds. a un lado y dejen pasar a ese brillante cabriolé. -¿Quién viene dentro? ¿Es agente de cambios o médico homeopático? ¿La bolsa o la vida? -«¡Eh!... ¡A un lado, hombre!» -¡Dios le perdone! que nos ha llenado de lodo hasta el sombrero.

El reluciente carruaje sigue su rápida carrera, sin dársele un ardite de los pedestres, y llegando delante de una suntuosa casa de moderna construcción, el jockey se apea y va a dar el brazo, para descender, a un personaje de mediana edad, elegantemente vestido de negro, bota charolada, guante pajizo y condecoración de brillantes en el pecho. Sube apresuradamente la escalera sin reparar en las varias personas que esperan su llegada; atraviesa las salas donde al resguardo de verjas de madera cubiertas con cortinillas verdes, están trabajando los numerosos dependientes; no hace alto en el ruido armonioso de las talegas de pesos, vaciadas de golpe por el casero, y se encierra en su gabinete a calcular a sus solas cuánto le produciría el último corte de cuentas ministerial.

El agente de bolsa entra a la sazón a proponerle la venta de algunos millones de créditos; el oficial del ministerio le viene a pedir a nombre de S.E. otros millones en metálico: contesta al ministro con el dinero, al agente con las libranzas; realiza el papel; el gobierno no le cumplirá el trato; pero el ganará un millón.

El dependiente le trae a firmar una contrata; el habilitado viene a cobrar la anterior; el cosechero coloca en depósito sus frutos; el provisionista carga con ellos, el escribano le lee una lectura de adquisición de una propiedad; el comisario la hipoteca que hace de ella para la contrata; el cajero le da cuenta del arqueo; y el groom le entrega un billete perfumado de la prima donna o el cartel de los toros que le remite el primer espada. - A todos contesta y en todo está. Recibe con franqueza a los amigos que le pagaban el café antes de ser contratista; con galantería a la cómica que le pide una recomendación para el director; y con altivez al ministro que viene a proponerle otro negocio y a comer con él. -Pasa luego a dirigir personalmente el arreglo del jardín o las colgaduras del salón; sale al Prado a dar en ojos a la rancia nobleza con su magnífico landó; va luego al teatro a decidir magistralmente sobre el mérito de las piezas, y después al Casino a trazar nuevas combinaciones ministeriales en que suele figurar en e´l.

Todavía no se ha decidido a abrir sus salones a la sociedad, pero ya se decidirá. Y la sociedad, ansiosa, acudirá a festejar el dichoso día; y la plutocracia triunfará de aristo-cracia, y de los rancios pergaminos los talegos de arpillera. -«Dineros son calidad».




ArribaAbajoEl lechuguino

Éste era un tipo inocente del antiguo, que existió siempre, aunque con distintos nombres, de pisaverdes, currutacos, petimetres, elegantes y tónicos. -Su edad frisaba en el quinto lustro; su diosa era la moda, su teatro el prado y la sociedad. Su cuerpo estaba a las órdenes del sastre; su alma en la forma del talle o en el lazo del corbatín. -¡Qué le importaban a él las intrigas palaciegas, los lauros populares, la gloria literaria, cuando acertaba a poner la moda de los carriks a la inglesa o de las botas a la bombé! ¡Cuando se veía interpelado por sus amigos sobre las faldas del frac o sobre los pliegues del pantalón!

¡Existencia llena de beatitud y de goces inefables, risueña, fluida, primaveril! Y no como ahora nuestros amargos e imberbes mancebos, abortos de ambición y desnudos de ilusiones, marchitos en agraz, carcomidos por la duda, o dominados por la dorada realidad! ¡Dichosos aquéllos, que más filosóficos o más naturales, se dejaban mecer blandamente por las auras bonancibles de su edad primera; estudiaban los aforismos del sastre Ortet; adoraban la sombra de una beldad, o seguían los pasos de una modista; danzaban al compás de los de Beluci, y tomaban a pechos las glorias de la Cortesi, o los triunfos de Montresor!

¡Qué tiempos aquellos para las muchachas pizpiretas en que el Lechuguino bailaba la gabota de Vestris y no se sentaba hasta haber rendido seis parejas en las vueltas rápidas del wals! ¡Qué tiempos aquellos, en que se contentaba con una mirada furtiva, y contestaba a ella con cien paseos nocturnos y mil billetes con orlas de flechas y corazones!... ¿Qué te has hecho, Cupido rapazuelo (que tanto un día nos diste que hacer) y no aciertas hoy al pecho de nuestros jóvenes mancebos, los escépticos, los amargos, los displicentes, a quien nadie seduce, que en nada creen, que de nada forman ilusión?

¡Oh Lechuguino! ¡Oh tipo fresco y lleno de verdor! ¿dónde te escondes? ¡Oh muchachas disponibles! Rogad a Dios que vuelva; con sus botas de campana y sus enormes corbatas, sus pecheras rizadas y sus guantes de algodón. Rogad que vuelva; con sus floridas ilusiones y su casa ilustración; con sus idilios y sus ovillejos; y sin barbas, sin periódicos y sin instinto gubernamental.




ArribaAbajoEl juntero

Este tipo es provincial, moderno, popular, socorrido. Abraza indistintamente todas las clases, comprende todas las edades; pero lo regular es hallarle entre la juventud y la eda provecta, entre la escasez y la ausencia completa de fortuna. Militares retirados, periodistas sin suscriptores, médicos sin enfermos, abogados sin pleitos, proyectistas y cesantes del pronunciamiento anterior: he aquí los miembros disponibles de toda junta futura, los representantes natos de toda bullanga ulterior.

Su residencia ordinaria es el café más desastrado de la ciudad, y allí irá a buscarlos la masa popular cuando sienta su levadura: de allí los arrancará, cual a otro Cincinato del arado, para sentarlos en la silla curial y confiarles las riendas de aquella sociedad que se desboca.

El juntero, que así lo había previsto, o por decir mejor, que así lo había preparado, luego que llega a entrar con aquella investidura en la casa consistorial, saca del bolsillo la proclama estereotípica en que habla de los derechos del hombre y del carro del despotismo, de la espada de la ley y de las cadenas de la opresión; a cuya eufónica algarabía responde el gutural clamoreo de los que hacen de pueblo, con los usados vivas y el consabido entusiasmo imposible de escribir. -Y nuestro Juntero, padre de la patria; lo primero que hace es suprimir las autoridades, y declararse él y sus compañeros autoridad omnímoda, independiente, irresponsable, heroica y liberal. - Se repican las campanas, se interceptan los correos, se arma a los pobres, se encarcela a los ricos, se persigue a éstos, se despacha a aquellos (todo con el mayor orden), se canta el Te Deum, y se pasea la junta en coche simón.

A los cuatro días empiezan a venir felicitaciones de las otras juntas comarcanas, subsidios voluntarios de los que van recogiendo por fuerza las partidas volantes; adhesiones espontáneas bajo pena de la vida, de los concejos y hombres buenos del distrito, y por último, reconocimiento y apoteosis del nuevo gobierno en la capital.

El Juntero entonces, hombre de orden, cambia su plaza de vocal por la de intendente o jefe político, y se resigna a ser gobierno el que tanto chilló contra aquella calamidad.




ArribaAbajoEl cofrade

Las cofradías religiosas eran en lo antiguo lo que las sociedades políticas y literarias en lo moderno. Reuníanse en ellas los hombres bajo los auspicios de un santo, como en las políticas suelen reunirse hoy bajo las banderas de un santón; -discutían allí sobre las fiestas religiosas e indulgencias, y se disputaban los cargos sacramentales con el mismo fervor con que en las de hoy se crean las reputaciones, se entablen los certámenes y se hace la oposición; -y finalmente hasta en muchas de ellas y con reglamentos sabios y filantrópicos se atendía al socorro de los cofrades necesitados, como en los mutuos auxilios trazados hoy por las sociedades aseguradoras. -El estudio, pues, de aquellos religiosos institutos, no es por lo tanto una cosa indiferente, y los grandes servicios que prestaron a la civilización, no merecen por cierto el desdén del filósofo; y si el tiempo y la relajación de las costumbres causaron en ellos, como en toda cosa humana, ciertos abusos, no por eso hemos de negar su grande y benéfica influencia para extender el espíritu de asociación y el instinto de caridad.

Pero dejando a un lado (por no ser hoy nuestro propósito) la parte filosófica y sublime de estas asociaciones, y limitados a trazar el tipo especial del individuo cofrade (que por ampliación abusiva se apellida generalmente el Sacramental), hallarémosle en el cancel de la iglesia, donde se celebra la función del Santo patrono, sentado tras una mesa cubierta de damasco encarnado, sobre la cual se ven varios atadillos de ordenanzas, sumarios, cartas de hermandad y listas, estampas del santo y escapularios benditos, y una bandeja de plata para recibir las limosnas de cobre.

El Sacramental es un hombre como medio siglo, pequeño, rollizo y sonrosado: su traje es serio, o como él dice, de militar negro; zapato de oreja, pantalón holgado y sin trabas, y en los días de solemnidad calzón corto con charreteras, casaca de moda en 1812, chaleco de paño de seda, y corbata blanca con lazo de rosetón. -El celo que le anima por la hermandad, le hace muchas veces descuidar sus lucrativas ocupaciones por entregarse a la asistencia a juntas, preparativos de las fiestas, procesiones y sufragios. En aquellas el Cofrade autorizado lleva el pendón o el estandarte, no con escaso trabajo para sostenerle contra el ímpetu del viento, que al paso que le sacude y bambolea, levanta también y encrespa los cuatro mechones de pelos traídos con sumo cuidado desde la nuca para encubrir la falta de superior. En las juntas su voz es decisiva para todos los negocios arduos, y muy luego se ve condecorado con las sucesivas investiduras de vice-secretario, secretario, contador, tesorero, consiliario y vice-hermano mayor. (El hermano mayor suele ser un príncipe o magnate que no sabe que existe tal cofradía). No satisfecho nuestro cofrade-modelo con todos estos trabajos, con traer la bolsa de la demanda, con repartir las velas o adornar con flores el altar, se entrega con ardor a la propaganda, y trata de catequizar, para entrar en la hermandad, a todo prójimo que encuentra al paso, haciéndole una pintura bíblica de la beatitud que le espera en cuanto se asiente en los libros matrices y pague la limosna de costumbre. Y como esto de irse un hombre al cielo por tan poco dinero, no es cosa de echar en saco roto, no hay necesidad de decir que el Sacramental hace próvida cosecha.

Ni es (por desgracia) sólo el ardor espiritual el que suele andar en ello; también el pícaro interés mundano acierta a veces a salir al paso, que tal es y puede llamarse el deseo de buscar relaciones y figurar, aunque en los humildes bancos de una cofradía; el instinto provincial para auxiliarse mutuamente; porque conviene a saber que muchas de aquellas son formadas exclusivamente por gallegos o castellanos, aragoneses o navarros, los cuales a la sombra de Santiago o Santo Toribio, Nuestra Señora o San Fermín, tratan de buscar entre los cofrades, litigios si son abogados; enfermos, si son ni médicos; y obras de su oficio si son horados menestrales. -Además de esto, la cofradía puede tener algunos fondillos de qué disponer; algunos créditos que percibir; algunas casa que administrar; y sin perjuicio de entrar a la parte en las indulgencias, no hay tampoco inconveniente en cobrar el tanto por ciento de comisión o vivir de balde en la casa sacramental.

Por último, el bello ideal del cofrade es pensar que cuando fallezca, asistirán a su entierro quince o veinte estandartes, le vestirán diez o doce mortajas, y rellenarán su caja con una resma de balas y ordenanzas, con cuyo seguro pasaporte confía que pasarán allá arriba sus travesurillas mundanas y su mística especulación.




ArribaAbajoLos artistas

La palabra Artista es el tirano del siglo actual. En lo antiguo había pintores, escultores, arquitectos, comediantes y aficionados. Hoy sólo hay Artistas; y en esta calificación entran indiferentemente desde el pincel de Apeles hasta el puchero en cinto; desde el cincel de Fidias, hasta las alcarrazas de Andújar; desde el compás de Vitrubio, hasta el cuezo del albañil,

El que enciende las candilejas en el teatro, Artista; el motilón que echa tinta en los moldes, Artista también; el que inventó las cerillas fosfóricas distinguido Artista; el que toca la gaita o el que vende aleluyas, Artistas populares; el herrador de mi calle, Artista veterinario; el barbero de la esquina, Artista didáscálico; el que saluda a Esquivel o quita el tiempo a Villaamil, Artista de entusiasmo; el que lee el Laberinto o el semanario, los socios del Liceo o del Instituto, los que asisten a los toros o al teatro, los que forman corro al rededor de la murga, Artistas de afición; el perro que baila, el caballo que caracolea, el asno que entona su romanza... Artistas, Artistas de escuela.

Entre tanto, como todo el mundo es artista, los artistas no tienen qué comer, o se comen unos u otros. -El clero y la nobleza que antes les sostenían, están ahora muy ocupados en buscar donde sostenerse. -La grandeza metálica de los Fúcares modernos, está por las artes de movimiento; protegen la polka y la tauromaquia, las diligencias y los barcos de vapor. En sus flamantes salones no quiere estatuas, sino buenas mozas; sus libros son el Libro mayor y el Libro diario; sus conciertos el ruido del aurífero metal. Cuando más, y para satisfacer su amor propio, se hacen retratar por el pintor, como se hacen vestir por el sastre, de cuerpo entero, y todo lo más elegante posible, cuidando de que el marco sea magnífico y de relumbrón. -Para amenizar los salones, basta con las estampas del Telémaco o las vistas de la Suiza.

El artista entre tanto, desdeñado por la fortuna, camina a la inmortalidad por la vía del hospital; y se sube a una buhardilla con pretexto de buscar luces; allí se encierra mano a mano con su independencia, y se declara hombre superior y genio elevado: descuida los atavíos de su persona por hacer frente a las preocupaciones vulgares; y ostentando su excentricidad y porte exótico o inverosímil, se deja crecer indiscretamente barbas y melenas, únicos bienes raíces de que puede disponer. Desdeña la crítica periodística por incompetente; la autoridad del maestro por añeja; los consejos de los inteligentes por parciales y enemigos; y con una filosofía estoica, respondo a la adversidad con el sarcasmo, a la fortuna con el más altivo desdén. Por último, cuando se permite una invasión en el campo, de la política, adopta las ideas más exageradas, y es partidario de las instituciones democráticas, que han acabado con las clases que antes le sostenían, y sustituido las artes liberales por otras, también artes; y liberales también.




ArribaAbajoEl alcalde de barrio

Todavía humean las cenizas de este tipo recientemente sepultado por la novísima ley de ayuntamientos: todavía resuenan sus glorias en nuestros oídos; todavía aparece a nuestra memoria con su presencia clásica y dictatorial.

Parécenos aún estar viendo al honrado vidriero o al diligente comadrón, que revestido por obra y gracia (no sabremos decir de quién) con aquella autoridad local, inmediata iba aneja al bastón de caña con las armas de la Villa, se recogía en los primeros momentos en el retrete de su imaginación, para ver el modo de corresponder dignamente al reclamo de sus comitentes, y no defraudar las esperanzas del país que le confiaba los destinos de un barrio entero.

Su primera diligencia era desdeñar por humildes o incongruentes sus antiguas mecánicas faenas; habilitar para despacho la trastienda o el entresuelo; tomar respecto a los mancebos y oficiales una actitud de estatua ecuestre; y ver de improvisar una alocución en que diese a conocer a la familia todo el peso de su autoridad. -Recogíase en seguida en un rincón de la trastienda para recordar a sus solas algunos rasgos medio olvidados de pluma, y satisfecho de su idoneidad para la firma, abría luego la audiencia y escuchaba a las partes, cuyas causas solían reducirse a tales cuales bofetadas o puntapiés recibidos y datados en cuenta corriente; a tal indiscreta incursión en el bolsillo del prójimo o a cual permuta del marido por el amante, de la mujer ajena por la propia mujer.

El alcalde severo y cejijunto y con cara de juez, les echaba una seria reprimenda, recordando su deber a ellos que se disculpaban con no tener con qué pagar, y recomendando los buenos principios a quien no conocía otros que pepitoria de Leganés o pimientos en vinagre. Últimamente les apercibía en caso de reincidencia, amen de dos ducados de multa impuestos a nombre de la ley, y que cuidaba de exigirles el alguacil que hacía de ley.

No sólo era la trastienda el tribunal de esta benéfica autoridad. Por las noches y ratos desocupados, se entregaba a la justicia ambulante; rondaba callejuelas y encrucijadas; detenía al ratero en su rápida carrera; protegía al bello sexo contra un inhumano garrote; echaba su bastón en la balanza del tocino; conducía a su manso la oveja perdidiza, y si era acabada la pendencia la hacía volver a empezar por tener el consuelo de interponer y hacer brillar su autoridad en todos aquellos episodios que bajo el título de ocurrencias amenizan la última página del diario de Madrid.

Otro de los cuidados, y el más importante acaso de su cometido, era el formar los padrones del vecindario de su distrito, y aquí era donde había que admirar la inteligencia y exactitud del Alcalde vidriero o comadrón aplicados a la estadística. -Armado con sus antiparras circulares, su bastón de caña y su tintero de cuerno, y seguido siempre del inseparable ministril, iba tocando casa por casa y preguntando en cada una. -«¿Hay novedad desde el año pasado?» y respondiéndole que no, continuaba copiando en las ensillas los nombres del padrón anterior, sin alteración de edades ni de estados. Los apellidos recibían en su pluma terminaciones bárbaras que harían sudar al etimologista más perspicaz: las profesiones siempre eran las mismas: v. g. «Fulano, herrador; Zutana, su mujer, ídem; Mengana, su abuela, ídem», etc. Preguntaba luego en la parroquia (queriéndola echar de culto), si había habido defunciones, y el sacristán le contestaba que de funciones sólo había en todo el uno la de San Roque, con lo cual el Alcalde le borraba por muerto de la matrícula. -En el cuarto bajo afiliaba a madre Claudia y a sus educandas, bajo el genérico nombre de artistas; para él todos los vecinos de las buhardillas, eran agentes de negocios; todos los escribientes, escritores públicos; todos propietarios, los que tenían veinte y cuatro horas diarias de que disponer.

Llegaban luego las elecciones, y aparecían en las listas los difuntos y los no-nacidos, los niños de pecho y los mozos de cordel. Un año daba el padrón, del barrio tres mil almas y al año siguiente diez y seis mil; en aquel todos eran varones, y en este llevaban las hembras la mayoría; en cuanto a la material colocación de los nombres, ocurría muchas veces que el elector que encontraba el suyo en una lista tenia que ir a buscar su apellido al otro barrio.

No eran menos de admirar el celo e inteligencia del Alcalde en la expedición de pasaportes, cuando a primera horade la mañana, sentado en su silla de Vitoria tras de la mesilla cubierta de balleta verde, calados los anteojos, el gorro de algodón o la gorrita de cuartel, el cigarro en la boca y la pluma tras la oreja, aparecía ocupado en atar y desatar (muchas veces del revés) padrones y registros, mientras iban entrando los postulantes desde la criada que mudaba de amo, hasta el elegante que salía a viajar.

-«Buenos días, señor alcalde.» (El Alcalde no daba respuesta).

-Yo soy Engracia de Dios, que he servido de doncella a don Crisanto, el droguero de la esquina, y paso a casa de doña Paula la Corredora, viuda del corredor.

(El Alcalde echa una mirada indiscreta a la doncella y no le parece del todo mal.)

-¿Y cómo es que ha abandonado V. al señor D. Crisanto, niña? (La muchacha se pone colorada y se arregla el brial.) -Ya ve V., porque... (El Alcalde interrumpe su respuesta y dicta el padrón. ) « Engracia de... tal, que deja al amo que servía, por... razón de estado, etc.

El elegante que espera el pasaporte hace largo rato, busca donde sentarse, pero el alcalde previendo este desacato, ha suprimido las sillas. Llégale en fin su turno, y el alcalde le pide un fiador con casa abierta.

-¡Un fiador, un fiador! (responde el caballero) a mí, D. Magnífico Pabón; conde del Empíreo, que paso de intendente a Filipinas...

-Mas que sea V. (replicó el Alcalde) el mismísimo Preste Juan. Aquí no hay más que la ley, la ley...

Por fortuna acierta a entrar a la sazón el zapatero de viejo que trabaja en el portal de don Magnífico tras de un biombo (que no puede ser casa más abierta) y aquel, conociendo lo arduo del caso, le propone si quiere ser su fiador. El zapatero contesta que sí, pero que no sabe como él, que viene a responder de un duro tomado al fiado puede...

-No importa (replica el Alcalde), la ley es ley; y V. tiene casa abierta, con que puede V. ser fiador. Extienda V. el documento, secretario, yo dictaré. «Pasaporte para el interior. Concedo pasaporte etc., (lo impreso) a D. Fulano de tal, barón de Illescas, que pasa a las islas Filipinas en la Habana; va de intendente a negocios propios: sale en posta, vía recta, y con obligación de presentarse diariamente a las autoridades de los pueblos donde pernocte... Señas personales. Cara redonda, ojos ídem, boca ídem; pelo ídem. Va sin enmienda, Valga por un mes».




ArribaAbajoEl elector

El interminable y desatentado giro de nuestra máquina política, ha privado de la vara (o sea bastón) de barrio a nuestros tenderos y hombres buenos; pero en cambio quedan aún a todo honrado ciudadano una porción de derechos imprescriptibles, con los cuales puede en caso necesario engalanarse y darse a luz.

En primer lugar tiene el derecho de pagar las contribuciones ordinarias de frutos civiles, paja y utensilios, culto, puertas, alcabalas, etc., amen de las extraordinarias que juzguen conveniente imponer los que de ellas hayan de vivir. Tiene la libertad de pensar que le gobiernan mal; siempre que no se propase a decirlo, y mucho menos a quererlo remediar. Puede, si gusta, hacer uso de su soberanía, llevando a la urna electoral una papeleta impresa que le circulan de orden superior. Está en el lleno de sus prerrogativas, cuando hace centinela a la puerta de un ministerio, o acompaña a una procesión uniformado a su costa con el traje nacional. Da muestra de su aptitud legal y representa la opinión del país cuando abandonando su taller o su mostrador, va a escuchar la acusación y defensa de un artículo de periódico, que para el fiscal es subversivo, y para él es griego. Y ejerce, en fin, una envidiable magistratura, cuando emplea su influjo y diligencia para que el uno sea alcalde, el otro regidor, este oficial de su compañía, aquel jefe de su escuadrón.

Por último, el bello ideal del Elector, es cuando a fuerza de su valimiento y conexiones llega a trepar hasta el rango de Electo; cuando a impulsos de la popularidad que disfruta en su casa o en su calle, consigue trocar un año la vara de Burgos por el bastón concejil; el peso de los garbanzos por la balanza de Astrea; el banquillo de su trastienda por el banco municipal. -Entonces es cuando reconoce lo bueno de un orden de cosas en donde vino es cosa; lo excelente de una administración en que uno propio administra; lo admirable de un teatro en que uno hace de galán. -Guiado por el celo hacia el servicio público (hablamos del público de su bando, pues el otro no es prójimo) trabaja día y noche con asiduidad; asiste a comisiones; registra expedientes, presenta proyectos, sostiene polémicas, dirige obras públicas y comidas patrióticas; y en uso de su derecho, descuida sus propios negocios y se arruina por dirigir los de los demás. Verdad es que llegado aquel caso se toma también la libertad de no pagar, por la sencilla razón de no tener con qué; y a la demanda de sus acreedores, responde heroicamente cual el otro ilustre romano: «Hoy hace un año que me pronuncié y salvé a la patria; vamos al Capitolio a dar gracias a los dioses». -Y cogen y se van a la taberna a echar medio chico.




ArribaAbajoEl poeta bucólico

He aquí otra raza antidiluviana que los futuros geólogos hallarán en el estado fósil bajo las capas o superposiciones de nuestra tierra vegetal. He aquí otro de los tipos inocentes y de buen comer que la marcha corretona del siglo ha hecho desaparecer de la escena con sus dulces caramillos, sus florestas y arroyuelos, sus zagalas retozonas y sus pastores peripatéticos, sus fieles Melampos, y su cayado patriarcal.

Hoy día, si uno se echa a discurrir por esos prados adelante, en vez de tiernos coloquios y flautiles conciertos, está a pique de asistir a un entierro de algún poeta suicida, o a un desafío a pistola entre dos filósofos, o a una imprecación al diablo hecha por una mujer fea y superior. El olor del tomillo se ha cambiado por el de la pólvora; las églogas coreadas, por los responsos y nocturnos, y el amor ceguezuelo, por el ojo anatómico del doctor Gall.

Ya no hay ovejas que asistan al cantar sabroso.

«de pacer olvidadas escuchando;»

hoy sólo figuran búhos agoreros que en cavernoso lamento y profundo alarido interrogan a la muerte sobre su fatídico porvenir. Ya no hay chozas pajizas, quesos sabrosos ni leche regalada: sólo se ven en el campo del dolor espinas y abrojos, sepulcros entreabiertos, gusanos y podredumbre. Los mansos arroyuelos, trocáronse en profundos torrentes; las floridas vegas en riscos escarpados; las sombrías florestas en desiertos arenales.

Yo, si va a decir verdad (y con el permiso del auditorio), no veo esto ni aquello por más que me echo a mirar; lo cual me convence más y más de mi prosaica, material y nimia inteligencia. Y he aquí sin duda la razón por qué no he tropezado aún con zagalas ni con ángeles; los Salicios y Nemerosos he tenido siempre la desgracia de verlos bajo la forma de Blases y Toribios, y su dulce lamentar más me ha parecido graznido de pato que música celestial; así como tampoco veo la sociedad de maldición que los modernos vates, sino un mundo muy divertido, como que no conozco otro mejor; ni en la mujer hermosa, me echo a adivinar un mísero esqueleto; antes bien me complazco en contemplar su belleza, muy propia para lo que el Señor la crió. Los arroyos ni torrentes no me murmuran ni me lamentan, antes bien, me refrescan y me hacen dormir la siesta; el cementerio me parece cosa muy buena; pero no pienso entrar en él hasta que me lleven; y en cuarto a los puñales y venenos los dejo a los herreros y boticarios.

Mas si por alguno de aquellos extremos me hubiese tomado el diablo (dado caso de que yo fuera un genio) escogía a no dudarlo el de la zamarra pastoril, y desde ahora para entonces renunciaba a los goces de la sanguinosa daga o del buido puñal. Porque aquellos, (los zamarros) eran hombres de buen humor, que así entonaban un epitalamio como bailaban un zapateado; que así disertaban en una academia como improvisaban una bomba en un regalado festín. Ni se tenían por hombres providenciales; enormes; ni pretendían a lo que creo ser la única expresión de la sociedad; y lo eran sin embargo, con su poesía rosada, sus honrados conceptos, y su mantecosa moral. -Para ellos el ser poeta era lo mismo que hacer coplas, y de ningún modo pensaban que esto era una misión, sino un intríngulis; y el que tenía vena (que así se decía) o le soplaba la musa (que así se pensaba), tenía carta blanca para salir por esas calles echando redondillas y ovillejos, epigramas y acertijos a todo trapo, viniese o no a pelo, los cuales, corriendo luego de boca en boca, acababan por dar al coplero repentista una fama colosal.

Esta reputación, en verdad, a nada conducía, o le conducía cuando más derechito al Nuncio de Toledo; pero mientras andaba suelto, era el hombre más feliz de la tierra, viendo impresas en el Diario sus improvisaciones y ensueños; oyendo cantar sus gozos a las colegialas de Loreto o a los niños de la doctrina; y guiando él mismo el coro báquico en el banquete de un grande de España. -Una plaza en la contaduría de éste, una buhardilla en las nubes, un banquillo en la librería, o un tablero de damas en el café, bastaban a llenar sus deseos y a amenizar su existencia; el término de aquellos era un beneficio simple o la administración de un hospital. Hasta que ya en edad avanzada se retiraba del mundo, renegaba de su lira, y se abrazaba con el hábito franciscano o la sotanilla del hermano Obregón.




ArribaEl autor de bucólica

Ahora, en los tiempos positivos que alcanzamos, el ingenio está sujeto a tarifa; Apolo y las musas se rigen por un arancel. No hay eruditos que consumían su vida en averiguar fechas o en interpretar viejos cronicones; pero en cambio tenemos amplia cosecha de genios improvisados, desde la edad de diez hasta la de veinte abriles; amén de algunos genios de pecho que hacen concebir las más lisonjeras esperanzas. -En los principios de su carrera, el ingenio espontáneo derrama a manos llenas y sin el más mínimo interés los torrentes de su sabiduría; pero andando más los tiempos y luego que reconoce la necesidad práctica de ganar su vida, la razón, corta los vuelos al albedrío, la materia sube a las ancas del espíritu, y el cálculo matemático entra a disputar el campo a la noble inspiración.

Nuestro autor entonces abre tienda de talento o pone bufete de ingenio; y abraza la carrera de las bellas letras como el comerciante la de las buenas y el abogado la de las malas. Echa el ojo en el vasto campo de la literatura a aquella especialidad que más lo conviene o de que espera tener mayor despacho, y ya se dedica a vender a la menuda trozos líricos y composiciones fugitivas, al sol, a la luna, a las estrellas y demás novedades, ya se declara filósofo contemplativo y pintor de las costumbres sociales, ora se emplea en trazar historia que puede pasar por novela, ora se complace en escribir novelas que pican en historia; los unos se encargan del surtido por mayor de narraciones, episodios, cuentos y traducciones para los periódicos, los otros ( y son los más) disparan al teatro su erizada batería de dramas venenosos, tragedias líricas, comedias, loas y entremeses.

La literatura mercantil se desarrolla, en fin, entre nosotros, y estamos ya muy lejos de aquellos tiempos en que se decía que


«sólo la poesía es buena
hecha a moco de candil».

Hoy nuestros vates necesitan para sus doradas inspiraciones tintero de plata y bujías de esperma, papel satinado y mullido sofá.

Hasta ahora, es verdad, la importancia metálica de esta profesión no ha llegado en España al alto grado que alcanza en los mercados extranjeros, y solamente el ramo teatral es el que ofrece ventajas a los que se dedican a cultivarle. He aquí la causa por que abundan los poetas dramáticos y escasean los historiadores y prosistas: la solución del enigma está en que para las comedias hay para los libros no; que aquellas se cotizan al contado como papel de nueva creación, y éstos entran en la categoría de deuda diferida y sin interés.

Todo lo que no sea, por lo tanto, hacer comedias, es lo mismo que no hacer nada: la gloria, porque nadie lo lee; para el bolsillo, porque nadie lo compra. -El autor dramático recibe a lo menos su contingente mitad en laureles y mitad en pesos duros: el escritor de libros tiene que consolarse con apelar al juicio y aplauso de la posteridad. Verdad es que los libros que hoy corren no llegarán a ella, o sólo llegarán bajo la forma de cucuruchos.

Por lo demás, siempre es un consuelo tener una puerta abierta por donde entrar a lucir el ingenio; y cuando esta puerta es ancha y espaciosa como la Puerta Otomana, tanto mejor; por que conviene a saber que para ser hoy día escritor dramático no se necesita gran dosis de invención ni de filosofía, de observación ni de estilo. -Se agarra una historia, y cuando en ella no se encuentra cuadro dramático, se suple lo que falta, se cuelga un crimen al más pintado, y que chille el muerto; se dialoga un folletín o se disuelve en coplas un fragmento, y que rabien y bostecen los vivos; se cuenta en quintillas y romances una conversación de paseo, unos amores de entresuelo y hágote comedia de costumbres; se pilla, un carácter a Moreto, una situación a Rojas y un enredo a Tirso, se rellena el hueco con el competente ripio, cosecha de casa, y allá va un drama filosófico o caballeresco. Últimamente (y es lo más socorrido) se traduce un drama de Buchardi, o una piececita de Scribe, se la esquila, trastrueca y muda el nombre como hacen los gitanos con las caballerías hurtadas, y hágote, acomodo y arreglo a la escena española. Por lo demás, objeto ni intención moral o política Dios los dé -¿Qué ha querido probar el autor con esta comedia? (preguntaba yo a un amigo al salir del teatro). -Yo le diré a V. (me contestó) ha querido probar que se pueden ganar cien doblones con una sandez, y lo peor es que lo ha conseguido.

Por fortuna entre el destemplado clamoreo de este tutti dramático, descuellan hasta una media docena de voces verdaderamente sonoras y apacibles que hacen olvidar el dicho coro infernal.

EPÍLOGO

No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad, contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. -El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma; el palaciego que antes adulaba a los reyes sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno -el devoto se ha convertido en humanitario; -el vago y calavera en faccioso y patriota; -el historiador en hombre de historia; -el mayorazgo en pretendiente; -y el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. -Andarán los tiempos, mudaranse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán como los otros a ser añejos y retrógrados, y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos, ¿Quién reirá el último?

EL CURIOSO PARLANTE.

FIN